PRIMERA PARTE EN EL REINO DEL BUEN REY BOAZ
El primero de noviembre, al anunciar Gary Gilmore por primera vez su propósito de no apelar contra la sentencia, el vicefiscal general, Earl Dorius, se encontraba en su despacho del Capitolio de Salt Lake City.
Aquella tarde, Earl recibió una llamada del director de la penitenciaría estatal, con quien Dorius, siendo asesor jurídico de la institución, celebraba frecuentes conversaciones. Aquella tarde, sin embargo, Sam Smith le pareció nervioso. El oficial de escoltas acababa de conducir a uno de los reclusos, Gary Gilmore, a Provo, a una audiencia del tribunal, y Gilmore, al parecer, había declarado al juez su voluntad de no apelar contra su sentencia, que era pena de muerte. El juez, así pues, había confirmado la fecha de la ejecución, distante sólo dos semanas. El director estaba inquieto: era muy poco tiempo para disponer lo necesario. Y le pidió a Dorius que verificase el rumor.
Earl se puso en contacto con Noall Wootton, con quien celebró una conversación en toda regla. El fiscal no sólo confirmó el rumor, sino que confesó estar tratando de averiguar la jugada de Gilmore. Los estatutos exigían que las ejecuciones se llevasen a término en un período no inferior a los treinta días ni superior a los sesenta posteriores a la sentencia. En vista de la renuncia de Gilmore a apelar, ¿qué sucedería si no lo ajusticiaban por todo el 7 de diciembre, a los sesenta días del 7 de octubre, último de su juicio? Gilmore podría exigir su libertad inmediata. Bien mirado, su condena era a muerte, es decir no a una pena de prisión. Técnicamente, podrían verse sin base alguna para retenerle. Podrían sacarle mediante un mandamiento de habeas corpus.
Claro está que no le resultaría tan fácil sacudirse su condena, convinieron ambos hombres, pero, aún así, la situación resultaría embarazosa. El estado quedaría en ridículo y haría gala de incompetencia reteniendo a Gilmore en la cárcel con un pretexto y otro mientras la legislatura y los tribunales se ponían de acuerdo.
Earl Dorius llamó más tarde a Sam Smith y dijo: «Conviene que te vayas preparando para la ejecución.»
Aunque se quedó despavorido, Sam Smith comenzó a plantear algunas preguntas interesantes: ¿De cuántos miembros iba a constar el pelotón de ejecución? ¿Y dónde reclutarlos? ¿De entre la propia comunidad, o entre los efectivos de la policía?
Por otra parte, había consultado el reglamento al efecto, y éste dejaba bastante que desear. No mencionaba, por ejemplo, si la ejecución podía celebrarse fuera de los muros de la penitenciaría. Y en muchos otros aspectos estaba lleno de vaguedades. Iban a tener que tomar no pocas decisiones. Gilmore, para citar una, deseaba donar algunos de sus órganos a la Facultad de Medicina. ¿Podría averiguar Earl qué decían las leyes sobre el particular?
Muy agitado por comprender que tenía entre manos un caso explosivo, Dorius no hacía sino recorrer las oficinas diciéndole a sus colaboradores: «No lo vas a creer, pero es posible que tengamos una ejecución en puertas.» Salió al encuentro del fiscal general; pero, ausente éste, hubo de informar a los secretarios, cuya reacción dejó un tanto desencantado a Earl, como si no se diesen cuenta del verdadero alcance de la noticia. ¡La primera ejecución que se celebraba en América en diez años!
Y «celebrar» ni siquiera era la palabra indicada...
1 de noviembre
Hola, nena:
Acabo de escribirle una carta a Smith, el director, pidiéndole que nos conceda más horas de visita. Le dije que eso significaba mucho para los dos. Creo que no estaría de más que hablases tú también con él. No sé qué clase de tipo es, y en la carta no sabía cómo dirigirme a él. Le dije, sin más, que contaba con que me ejecutasen el 15 de noviembre, conforme a lo previsto, y que mi única petición es que me permitiesen verte más a menudo... Añadí que tanto tú como yo tenemos cabeza y que, pese a la situación en que nos encontramos, no nos abatimos el uno al otro durante las visitas. Pensé que no sería mala idea dejar caer eso, pues ya sabes la mentalidad que se gasta a veces esta gente...
Nena, días atrás, en una de tus cartas, decías que ninguna mujer ha amado nunca a un hombre como tú a mí. Lo creo. Tu amor es una bendición para mí. Tampoco ningún hombre, ángel mío, amó nunca a una mujer como yo te amo. Te amo con todo lo que soy. Y tú sigues haciendo que sea más de lo que soy.
A primera hora de la mañana del día 2, la Fiesta de las Elecciones, Earl Dorius recibió una llamada telefónica de Eric Mishara, del National Enquirer. Mishara, que había hablado previamente con el director de la penitenciaría, el cual le dirigió a su asesor jurídico, manifestó su deseo de entrevistar de inmediato a Gilmore.
Dorius encontró demasiado premiosa su actitud. Trató de pararle los pies, pero el otro se puso a hablar de lo que le ocurriría a la penitenciaría como intentasen cerrarle las puertas, en cuyo instante recordó Dorius el caso Pell-Procunier, fallo del Tribunal Supremo de los Estados Unidos según el cual los medios de comunicación no gozaban de derechos preferenciales en cuanto al acceso a los reclusos.
La penitenciaría, dijo Dorius a Mishara, se ceñiría a esa postura: nada de entrevista con Gary Gilmore.
—Les demandaré — replicó Mishara al punto.
Y se puso a hablar de eminentes abogados de Nueva York.
—Me tiene sin cuidado de dónde sean sus abogados —le contestó Dorius—. Dígales que consulten la demanda de Pell contra Procunier. Creo que me darán la razón.
Fueron las últimas noticias que Dorius tuvo de Mishara durante algún tiempo.
Deseret News
CARTER GANA LAS ELECCIONES
Un juez ordena se someta a prueba al homicida condenado a muerte.
Penitenciaría Estatal de Utah, 2 de nov..., Supuesto que consiga sus propósitos, Gilmore puede pasar a ser el primer convicto que se ajusticia en Utah en dieciséis años.
El 2 de noviembre fue la fecha en que, camino de Utah al volante de su coche, y poco después de las noticias que había leído en los periódicos a propósito de Gilmore, Dennis Boaz vivía un lance que le puso en contacto con la muerte. El fenómeno le pareció de puro sincronismo.
Avanzaba Boaz por el carril izquierdo pensando en la conferencia que iba a pronunciar en el Westminster College de Salt Lake City. Dennis, interesado por entonces en el fenómeno de la aliteración, quería titularla: Sociedad/Simbolismo/Sincronismo. No bien había pronunciado para sí la última de estas palabras, un camión con remolque frenaba bruscamente a unos pocos metros de distancia obligándole a sortearlo por la derecha. Apenas rebasarlo, vio en el retrovisor la alucinante estampa de un torso humano que asomaba por la ventanilla de la cabina, los brazos desplegados hacia el suelo.
Y, acto seguido, una segunda imagen en el retrovisor: la de un conductor de camión corriendo hacia el primer vehículo. Dennis no se detuvo: traía demasiados coches detrás. Pero, justo antes del suceso, había estado pensando en la fecha: 2 de noviembre, que mentalmente se le representaba como 2/11. Las cifras, sumadas, daban 13, y 13, era la carta que los Arcanos Mayores del Tarot reservaban a La Muerte.
Presente ya la palabra en su ánimo cuando vio al camionero muerto, pensó Dennis: «¡Santo Dios! Estoy seguro de que el próximo indicador va a resultar una nueva clave.» Y, en efecto, el rótulo de la próxima salida de la autopista rezaba: Star Valley y Deeth. Más sincronismo no había sinapsos humanos capaces de asimilarlo...
La tarde del 2 llegó a Salt Lake City a tiempo de votar por Cárter en la división de los Independientes. Y el tres por la mañana se despertó pensando en Gilmore. «Pero, Dios mío —exclamó para sus adentros—, ¡si estoy frente a una coyuntura de la mayor importancia! ¡Qué extraordinaria oportunidad para un escritor! Creo que debería escribirle a Gilmore.»
Y así lo hizo.
Boaz, que años atrás, cuando se iniciaba en la carrera jurídica como fiscal auxiliar, había profesado en contra de la pena capital, era ahora de la opinión que incluso una sociedad ideal podría tener que recurrir a la pena de muerte. La pena capital, debidamente aplicada, tenía mucho que ver con la responsabilidad del individuo frente a sus actos. Y, si bien no puso de manifiesto todos esos criterios en su carta, sí dijo a Gilmore que apoyaba su derecho a la muerte.
Las noches que April recibía licencia del Frenopático Oaks para ausentarse, Kathryne solía llevarla de visita a casa de Nicole, donde pasaban un par de horas. April preguntó a su hermana:
—¿Es cierto que van a fusilar a Gary, Nicole? ¿Por qué se niega Gary a vivir, Nicole?
Nicole se lo tomaba con la mayor calma.
—Pues no tengo idea —le respondió con absoluta serenidad, como si el hecho no la inquietara en lo más mínimo.
Kathryne, en cambio, se sentía tan agitada, que hasta gritaba en sueños. Y no podía sufrir las noticias de la televisión, ni comprendía que el locutor ventilase referencias semejantes entre anuncio y anuncio. Le hacía pensar que en la tele se habían vuelto locos.
En un par de ocasiones, Nicole fue a visitar a Kathryne con los niños. Pero no habló para nada, ni siquiera con su tía Kathy. Después de acostar a Sunny y a Jeremy, se dedicaba a escribir poesía. Era cuanto hacía: escribir poemas y más poemas. Y nunca maltrataba a los pequeños; para ser exactos, no les prestaba excesiva atención.
3 de noviembre
Escúchame con atención y no te me pongas rebelde ni obstinada ni voluntariosa, como sueles en cuanto te dicen que hagas esto o dejes de hacer aquello. Pues bien, lo que quiero decirte es lo siguiente: no vas a precederme en marchar. Lo digo porque en tu última carta te refieres a ello, y yo siempre te tomo en serio. No me gusta decirle a nadie —ya ti menos todavía— lo que debe hacer o no hacer, sin darle antes una razón. Y la razón es esta: deseo ser el primero en partir. Punto. Lo deseo. Y, segundamente, pienso saber algo más que tú ACERCA DEL TRÁNSITO DE LA VIDA A LA MUERTE. Creo, sinceramente, que así es. Es mi propósito y mi esperanza manifestarme al momento en tu presencia física, estés donde estés en ese instante. E intentaré por todos los medios serenarte y aliviar tu duelo, tu dolor y tu miedo. Te envolveré en mi propia alma y en todo el formidable amor que me inspiras. No debes anticipárteme, Nicole Kathryne Gilmore. Y no me desobedezcas.
También Vem recibió una carta. En ella, y refiriéndose al hecho de que ni él ni Ida habían ido a visitarle después de dictada la sentencia de muerte, decía Gary: «o sea que salta a la vista que os sentís avergonzados de mí». Y añadía: «Ni siquiera habéis enmarcado el retrato que os regalé. Deseo que el cuadro lo cojáis y se lo deis a Nicole. No quiero nada con vosotros.»
Ida, cuando se repuso del golpe, le escribió: Tengo en mucha estima los dibujos que me diste, que son lo único que me ha quedado de ti. En cuanto a lo de renunciar a ellos y dárselos a Nicole, espérate sentado, porque no pienso hacerlo. Son míos.
Vem añadió una coletilla a la carta de su esposa: No sé qué mosca te ha picado de pronto. Estando tú en la prisión hicimos por verte; pero, como no querías más visitas que las de Nicole, lo dejamos correr. Y trata de probarme lo contrario. Estoy con Ida de todas todas. No pensamos desprendernos de los dibujos.
Nicole, espero que no se suscitasen violencias ni escenas desagradables. He recibido hoy una carta de Vem e Ida en la que ella dice que te hubiera hecho detener, de haberles «creado dificultades» (Son sus palabras, no las mías).
Jesús, cuánto lo siento, pequeña. Siento tener parientes así. Espero que ni Vem ni Ida te causarán disgustos. Anda y que los abomben. Olvídate de ello, y que se queden con los dibujos. Ahora ya saben que los tienen en contra de mi voluntad, pero no quiero que tú te veas en ningún apuro por ese motivo. Estoy confundido.
Gary también escribió a Brenda pidiéndole que le entregase a Nicole el óleo que tenía de él. Brenda preguntó a su padre qué debía hacer, y Vem le dijo que hiciera lo que le dictara la conciencia. Que fue enviarle a Gary la siguiente esquela:
«No quería desprenderme del óleo, pero, si tanto insistes, lo haré. Si tan poco precio tiene para ti, no va a tener más para mí. Te lo metes donde te quepa. Ya que te pones así de egoísta, infantil y asqueroso, cogeré el cuadro y se lo pondré a Nicole por sombrero. Para que lo luzca y lo disfrute.»
El 3 de noviembre, Esplin recibió una carta en la que Gary le decía: Mike, ahueque. Deje ya de fastidiar con mi vida. Está despedido.
Provo-Herald
4 de nov. Pese a haber sido despedidos, los dos abogados defensores presentaron ayer una apelación, en nombre propio, ante J. Robert Bullock, juez del tribunal del 4.° Distrito. Los letrados dijeron que lo hacían «en interés» de su defendido.
Esa iniciativa dio lugar a que Earl Dorius recibiese numerosas llamadas de la prensa, interesada en conocer la postura que se proponía tomar el fiscal general respecto a Gilmore. Dorius contestó que, si bien nada impedía a Snyder y Esplin presentar una apelación sin el consentimiento de su cliente, él juzgaba que iba a faltarles base jurídica.
Lo de la «base jurídica», pensó Earl, no tardaría, seguramente, en convertirse en un término legal de uso obligado en la fiscalía. Era su opinión que, aun en el supuesto de que Snyder y Esplin abandonasen el caso, otros grupos tratarían, mal le pesase a Gilmore, de apelar. En ese momento, la base legal cobraría gran importancia.
4 de noviembre
Hola, nena:
Hoy, cuando me llevaban a donde Fagan, para tratar lo de las visitas suplementarias, un fulano que iba vestido un poco a la manera de una chica, me llamó al pasar yo frente a una de las otras secciones... Al gatito este lo tienen en máxima seguridad a causa de la paliza de muerte que le propinó a un teniente de guardianes. Creo que en muchos sentidos es hombre —y, por lo que tengo entendido, un recluso bragado—, pero en otros es un mariquita, una loca o como quieras llamarlos. Hoy, a la hora de la cena, me envió una notita que te acompaño. Pensé que te divertiría leerla.
Salud, Gil:
He leído lo que dicen de ti los periódicos y debo reconocer que eres una excepción a todas las reglas. La gente no sabe cómo tomarte. Coño, lo que pasa es que no nos conocen a los tejanos, ¿no crees?, capaces de hacer frente a cualquier cosa de este jodido mundo, ¿eh?
Esta mañana te hice saber que me gustaría hablar contigo, por saber qué es lo que te mola a ti.
Tesoro, no prestes demasiada atención a todas las paridas que suelto, pues ya sabes lo que puede ser una zorra en celo.
¿Qué haces ahí todo el tiempo, además de darle al caletre? Creo que no debería hacerte tanta pregunta mema, pero ya sabes como somos las putas: ¡siempre detrás de algo!
Al pie, Gary añadió una coletilla:
¡Eh, niña, no te me vayas a poner celosa, eh!
Jimmy Cárter es el nuevo presidente. ¿No es para morirse? Jamás pensé que Ford fuera a perder: creo que es sólo el segundo caso en la historia de todo el universo en que un presidente accidental pierde unas elecciones.
Deseret News
Nov. 5. Miembros de la ACLU y de la NAACP de Utah han manifestado su voluntad de intentar que sus asesores jurídicos intervengan en el proceso de apelación.
Shirley Pedler, portavoz de la ACLU, ha declarado: «Nuestro criterio es que, a despecho de las preferencias o decisiones de Gilmore, el estado de Utah no tiene derecho a quitarle la vida.»
Hoy he coincidido con un indio al que conozco hace años. Se llama Jefe Bolton y fue guardián en el saladero de Oregón, que es donde le conocí años atrás. Es un tiarro como un castillo —no bajará de los 130 kilos—, un gran tipo, pese a ser carcelero, y... me ha dicho que comprende muy bien mi forma de pensar. Los indios, creo, comprenden la muerte mucho mejor que la gente blanca.
5 de noviembre
También he recibido una carta de un tal Dennis Boaz, de Salt Lake. En tiempos fue abogado, en California. Al parecer, entiende perfectamente mi situación y me cree con derecho a tomar mi decisión suprema sin ingerencias por parte de ninguna entidad jurídica. El tal Boaz trabaja ahora de periodista por cuenta propia y desea escribir un artículo para su divulgación a nivel nacional. Me dice que repartirá con la persona que yo designe el posible producto de la publicación.
Ni que decir tiene que voy a rechazarlo... Me niego, sencillamente, a explotar esto en forma alguna...
Este asunto es personal, Nicole, se trata de mi vida. Ya sé que no puedo evitar que atraiga cierta publicidad, pero yo no busco ninguna.
Smith, el director, me ha preguntado hoy qué quiero para mi última comida. Yo pensé que eso sólo pasaba en el cine. Le dije que, en cuanto a la comida, no sabía, pero que aceptaría con gusto unas cuantas latas de cerveza. Me dijo que no podía asegurarme nada, pero que tal vez...
Earl Dorius atrapó algún virus que le hizo ausentarse del trabajo. Eso fue el 5 de noviembre, ¡el mismo día en que Gilmore telefoneaba a la Fiscalía General. Esa noche vio en la televisión un par de reportajes en los que su colega, Bill Barrett, era entrevistado en relación con el asunto Gilmore. A Earl le causó desaliento el no haber podido estar en el despacho y atender personalmente la llamada. Por mucho que Bill fuese un excelente compañero, y en el pasado año hubieran hecho grandes cosas juntos, no dejaba de ser una frustración para Earl el que, siendo él el asesor de la penitenciaría, y después de haber cargado con todo el trabajo, se perdiese una bomba como la llamada de Gilmore.
La conferencia con Gary no duró más allá de cuatro o cinco minutos; pero, según Barrett dijo más tarde a Earl, era uno de esos lances que no estaba seguro de llegar a superar por más años que viviese.
La llamada la cursó Hutch, el subdirector de la penitenciaría. Momentos más tarde tenía al habla al teniente Fagan, de la sección de alta seguridad, el cual le pasó al recluso. La voz que oyó Barrett, armoniosa, le pareció de un hombre muy sensato. No hubo despropósitos ni gritos ni increpaciones ni nada. La verdad es que no dejó de llamarle «señor Barrett».
Su primera petición fue un nuevo abogado.
—Señor Gilmore —dijo Barrett, creo comprender su posición; pero la Fiscalía nada puede hacer. Lo que me pide depende del tribunal.
—Verá, señor Barrett —contestó Gilmore—, no se trata de ninguna decisión volandera. Lo he madurado mucho, y me creo en el deber de pagar por lo que hice.
—El problema, señor Gilmore —repuso Barrett—, está en que no será fácil convencer a un abogado de que le ayude a conseguir que le ejecuten. De todas formas, si surgiesen novedades que crea de su interés, le tendré al corriente. Cuenta usted con mi adhesión.
La verdad es que Barrett no sabía qué partido tomar. ¡Le parecía todo tan incongruente! Su misión era velar por el ajusticiamiento del reo, de manera que Gilmore y él estaban laborando por la misma causa; y, sin embargo, no era así.
Un reportero que rondaba la Fiscalía cogió al vuelo la historia. En cuanto apareció en la prensa, Barrett comenzó a recibir llamadas desde todos los rincones del país. Greb Dobbs, el corresponsal de la agencia de noticias ABC, le telefoneó desde Chicago.
—Voy a estar por ahí este fin de semana —le dijo—. ¿Podría visitarle en su domicilio, para una entrevista?
Convinieron la hora.
Algunas emisoras de radio sureñas le entrevistaron por teléfono. ¡A miles de kilómetros de distancia!
Sí: la atmósfera se estaba caldeando de prisa. Demasiado.
Dorius tenía vivo interés en asistir con Barrett a una conferencia para funcionarios correccionalistas que se celebraba en Phoenix. No era el mejor momento, sin embargo, para dejar la botica: la gente de los medios de comunicación le estaban volviendo loco a fuerza de entrevistas. Le caían encima en el despacho, en su casa, en la calle... por todas partes.
Apenas llegados a Phoenix, Dorius y Barrett pudieron constatar que Gilmore se había convertido, también allí, en noticia explosiva. La televisión se ocupaba de él a diario en sus boletines de noticias. Y hasta vieron la entrevista que Greg Dobbs le había hecho a Barrett para la ABC. ¡Ver a Bill Barrett en una emisora nacional...!
Durante la conferencia Dorius y Barrett conocieron a dos vicefiscales generales del estado de Oregón, y éstos se refirieron a los problemas que Gilmore había causado en su momento a la penitenciaría estatal de allí. Constantemente insatisfecho de su dentadura postiza, cada vez que le traían una nueva la arrojaba, al parecer, al retrete. Hasta que la dirección le dijo que, como volviese a dar ese destino a otra prótesis, se iba a pasar el resto de su vida presidiaría masticando con las encías. En tono de chanza, los vicefiscales añadieron que, una vez ejecutado Gilmore, no estaría de más que el estado de Utah devolviese la dentadura al Departamento Correccional de Oregón.
El próximo día trajo nuevos acontecimientos. Un barril de pólvora con una mecha encendida no hubiera resultado más amenazador. El Tribunal Supremo de Utah acababa de rechazar la apelación presentada por Snyder y Esplin, y, mal le pesara a Gilmore, había decretado el aplazamiento de la ejecución, cuya fecha quedaba ahora en el aire. Ese mismo día, Gilmore cursó al tribunal una carta que, como es natural, la Prensa publicó. Earl Dorius la leía sin dar crédito a sus ojos.
¿Acaso no tiene el pueblo de Utah el valor de sus convicciones? Sentenciáis a un hombre —a mí— a morir, y, cuando acepto con nobleza y dignidad ese severísimo castigo, vosotros, el pueblo de Utah, os volvéis atrás y tratáis de discutirlo conmigo. Sois unos necios.
Apenas aparecida la carta, Dorius recibía una llamada de Sam Smith, el director de la penitenciaría. También él había tenido noticias de Gil- more:
Muy señor mío:
Si bien es mi deseo no recibir a ningún representante de la prensa, existe un hombre llamado Dennis Boaz, periodista independiente y anterior abogado, a quien sí deseo ver. El señor Boaz es la única excepción en cuanto a mi norma de no conceder entrevistas.
¿Quién sería el tal Dennis Boaz?, se preguntó Dorius.
La noche del domingo, Gary dijo al capellán:
—Necesito que me ayude. No tengo abogado y pienso que de aquí a pocos días tendré que comparecer ante el tribunal. Claro que, llegado el momento, podría asumir mi propia defensa; pero resultará más serio si llevo un asesor. Este hombre — continuó según tendía una carta a Campbell— dice que es abogado. ¿Querría ponerse en contacto con él?
Y, como Campbell prometiera hacerlo, Gilmore añadió:
—Tiene que ser de prisa.
Puesto que en la carta no aparecía ningún número de teléfono, el lunes, por la mañana, Campbell se dirigió en el coche a las señas que figuraban en el sobre. Correspondían a un apartamento en cuya misma puerta coincidió con un joven que se disponía a salir y que resultó ser el compañero de piso de Boaz.
—Dennis duerme todavía; ha estado escribiendo toda la noche —le dijo—; pero le avisaré.
Cuando Campbell hubo informado a Boaz del motivo de su visita, ambos hombres se midieron con la mirada. Campbell lo tuvo que hacer en dirección al techo: Boaz tenía la estatura de un jugador de baloncesto —no mediría menos de uno noventa— y estaba construido como un telescopio, por secciones. La última ofrecía una cara de expresión seria, pero agradable, coronada de cabello oscuro y con el hito de un bigote poblado. Campbell lo hubiera tomado por un médico o un dentista, antes que por abogado.
Dennis, que estaba viviendo de prestado en el sótano, tomó a Campbell, al enfrentarse con él aún medio dormido, por un acreedor. Debió de ser a causa del aspecto del capellán, pulcro, de estilo militar, con cara de no demasiados amigos. Y, como Dennis debía un montón de plazos de su Saab —no sólo estaba sin un cuarto, sino que, además, tenía trampas por valor de diez mil dólares—, lo primero que pensó fue que Campbell había venido a retirarle el coche. En cuanto descubrió que le traía, por el contrario, buenas noticias, Cline comenzó a caerle bien: un hombrecillo de palabra agradable —concluyó—, cortés y bien dispuesto.
Dijo al capellán que ponerse en marcha le llevaría una hora; pero, como hubo de conseguir pilas para el magnetófono, y hacer acto de presencia en el sindicato de los conductores de autobús —el cual le concedía por su asesoramiento una asignación mensual que, sin embargo, aún no había recibido—, dieron las dos de la tarde antes de que llegaran a la penitenciaría.
El despacho del director, reducido para cualquiera, resultaba exiguo para Sam Smith, todavía más alto que Boaz y dueño de un cuerpo voluminoso y mal proporcionado. A Dennis le pareció un cruce entre Boris Karloff y Andy Warhol, sólo que con gafas, que mostraban una desbordante montura de material plástico. Su voz, por lo demás, era menuda.
—Supongo que estará más o menos al corriente del motivo de mi visita —se adelantó Dennis.
—No —respondió Smith—, no sé nada al respecto.
Cauteloso como él sólo, el tío, pensó Boaz.
Y pasó a explicarle que estaba allí a título de periodista. Gilmore quería que estudiasen juntos la posibilidad de una entrevista.
—Oh —respondió Smith—, no podemos aceptar periodistas.
—Vaya, pues Gilmore quiere verme. Mandó por mí al capellán.
Smith negó con la cabeza. El típico alcaide de prisión, concluyó Dennis: mucha prudencia con que ocultar el miedo de que las cosas se le escapen de las manos.
—Pero ¿cómo? —exclamó Boaz, que comenzaba a incomodarse—, un hombre que va a ser ajusticiado en breve ¿y le niegan todo contacto con el mundo? Él quiere verme. ¡Quiere hablar conmigo!
—No puedo permitir la entrada a ningún periodista, eso es todo —replicó Smith.
Y se quedó pensativo durante un buen rato. Su próxima intervención sorprendió a Dennis.
—Bueno, usted, con todo, es abogado... —dijo.
«Sabe de mí mucho más de lo que quiso dar a entender», pensó Dennis.
«Colegiado en California», le replicó. «Bueno —dijo Smith en farfullada respuesta—, no podemos impedirle a Gilmore que se entreviste con un asesor legal...»
Boaz comenzaba a comprender la jugada: Smith deseaba que sustituyese a Snyder y Esplin. Aunque desautorizados por Gilmore, sus abogados habían conseguido ya un aplazamiento de la ejecución. ¡Claro...! El alcaide no quería que se produjesen nuevas demoras.
Le franquearon, pues, la entrada, pero sin el magnetófono.
Fue conducido a una espaciosa sala de visitas, de acaso cien metros cuadrados, vigilada por un único guardián, que ocupaba una garita con vidrios a prueba de bala.
Cuando Gilmore entró en la sala, Dennis tuvo la impresión de que ésta era visitada por una inteligencia. La cara que vio, serena, de expresión contenida, pudo haberle pasado por alto en la calle de no mediar contacto visual. Porque los ojos de Gilmore, luminosos, de un azul- gris que recordaba el humo, de mirada límpida, eran sobrecogedores. Vestido con el uniforme blanco de rigor para los sometidos a máxima seguridad, y porque venía descalzo, a Boaz se le antojó un iluminado de Nueva Delhi.
Empezaron con buen pie. Boaz consiguió transmitirle mucho acerca de sí mismo en pocas palabras. Gilmore lo absorbió todo y replicó con preguntas inteligentes. A Boaz le costaba rendirse a la evidencia de que la de Gilmore era la mejor conversación intelectual que le habían ofrecido desde su llegada a Salt Lake City. Extraordinario.
Hablaron de literatura —un repaso tan compacto como veloz—, y Gary se refirió al «Demian» de Hermann Hesse, al «Catch-22», a Ken Kesey, a Alan Watts, a «Muerte en Venecia», a cuyo autor llamó «Tom» Mann. «El muchachito me dejó patidifuso», comentó. Y, como colofón, dijo: «Me gusta toda la obra de J. P. Donleavy, ese endemoniado irlandés.» Se refirió igualmente a «Agony and Ecstasy» y al «Lust for Life» de Irving Stone. Más que una discusión literaria, fue un cotejar gustos.
Aunque las ideas que le iba exponiendo no eran nuevas para él, Boaz, bastante instruido en esas cuestiones, y sobre todo en lo relativo al tema de la conciencia existencial, acabó impresionado por lo mucho que Gilmore conocía acerca de esas materias.
—No podemos escapar a nosotros mismos —apuntó Gary—. Hemos de asumirnos.
Dennis no podía estar más de acuerdo al respecto. El individuo debe responder de sus acciones. La postura de Gilmore en cuanto a la reencarnación le pareció, en cambio, un tanto dogmática. Boaz no tenía convicciones firmes al respecto: la reencarnación no era sino una posibilidad entre otras.
—Verá, Gary —le dijo, resuelto a erigirse en abogado del diablo—, he experimentado con esa idea a través de una persona que me ofreció trasladarme a mis existencias anteriores, y es un juego que no me cuesta aceptar. Al parecer, yo morí en el potro en el siglo XIV. Estoy, no sé cómo decirlo, abierto a esos conceptos, si bien no me parecen esenciales. Creo que la ética es posible sin necesidad de recurrir a la reencarnación.
Gilmore denegó con un cabeceo.
—La reencarnación existe —dijo—. Me consta.
Boaz no insistió: por más interesante que pudiera ser una polémica, había que saber cuándo era el momento de abandonarla.
Pasaron al tema de la numerología. La fecha del nacimiento de Gilmore sumaba 21, la carta que el Tarot reserva a El Universo. Pero, como 2 + 1 dan 3, aparecía, también, un naipe afortunado: La Emperatriz. La fecha del cumpleaños de Boaz arrojaba, en cambio, El Emperador y El Loco.
—Estamos empatados, comentó Dennis con una risita.
—Sí —repuso Gilmore—, formamos una buena pareja.
La descomposición numérica del nombre y el apellido daba siete para Gary y seis para Gilmore, o sea trece. Y el trece era el naipe asignado a la Muerte. Y Boaz percibió netamente las vibraciones de la muerte emparentadas con el porvenir de Gilmore. Qué pena, qué crimen —pensó—: está consumiendo su última semana de vida. Le entristeció ver que era una de las pocas personas que se percataban del deseo de Gary de morir con dignidad, y así se lo dijo.
Gilmore asintió con un movimiento de cabeza.
—Estoy dispuesto a concederle esa entrevista —dijo. Pero añadió—: Voy a necesitar ayuda. ¿Quiere ser mi abogado?
Aceptar, pensó Dennis, iba a causarle no poco embarazo en lo profesional; y, sin embargo, ¡menuda aventura!
—Jesús —exclamó—, ¿se da cuenta de la reputación que me voy a granjear?
—Usted puede hacerle frente a eso —dijo Gary.
Boaz asintió. Era cierto. Pero, aun así, retrucó:
—Ayudarle a que le ajusticien me hace sentirme un judas.
—Judas —dijo Gary— fue una desdichada víctima de la historia.
Él sabía, añadió, lo que iba a suceder. Su papel era cuidar de que Jesús encajase en la profecía.
Convenida ya su colaboración, Boaz comenzó a ponderar el lado negativo a Gary. Machotero a buen seguro, había tenido que echar mano de una pistola, para demostrar su fuerza. Desconocía el término medio. Debía de haber sido un niño muy sensible.
Cuando Dennis ya se disponía a salir, dijo Gilmore:
—Quiero que venga a diario.
Boaz prometió hacerlo.
La entrevista había durado cerca de tres horas. Sam Smith quiso saber cómo había ido. En el pasillo, donde salió a su encuentro con una sonrisa, le dijo:
—Y bien, señor Boaz, ¿está usted con nosotros?
¿Con nosotros? Dennis no pudo menos de sonreír a su vez: el fiscal general de bracete con el alcaide...
—Sí, señor director, estoy con usted.
Pues claro. En todo y por todo.
La vida de Dennis Boaz estaba en vísperas de conocer un gran cambio. Ya iba camino del Capitolio estatal, el de la bella cúpula que tantas veces había admirado, visible como era casi desde cualquier punto de Salt Lake City. Y su talante, a buen seguro, estaba a la altura de las circunstancias. No pasaría un día sin que hiciese llegar su tarjeta de visita al escritorio del fiscal general y le anunciara que Gilmore deseaba que le representase a la mañana siguiente ante el Tribunal Supremo de Utah, donde iba a defender su derecho a una ejecución sin aplazamientos.
Intrigado por la similitud de los apellidos, Dennis sabía ya que el recién elegido fiscal general, Robert Hansen, no tenía parentesco alguno con Phil Hansen, que había ocupado ese mismo cargo anteriormente y era en la actualidad el mejor criminalista de Utah.
Hansen no le disgustó a Dennis a primera vista: buen tipo, apuesto, de cabello oscuro, con gafas y cierto aire ministerial. Iniciaron la conversación hablando de Facultades de Derecho. Mencionar la de Boalt —se dio cuenta Dennis— le había ganado un buen puesto en la consideración de Hansen, el cual manifestó haber cursado en la Universidad de Hastings. Perfecto. Todo perfecto. Como el despacho donde se encontraban, espacioso, con entrepaños de nogal, alfombras azules y cortinajes de terciopelo de igual color, en tono más oscuro.
Los medios de comunicación, le explicó Hansen, daban por sentado que la Fiscalía apoyaba el deseo de Gilmore de ser ejecutado, e incluso lo estimulaba. Lo cierto, en rigor, era que la Fiscalía insistía en el ajusticiamiento no porque Gilmore lo quisiese, sino porque tal era la legítima y legal sentencia que le habían acarreado sus actos.
Una vez puntualizado ese extremo, Hansen mostró su voluntad de cooperar. Boaz iba a necesitar, le señaló, un colegiado de Utah que le representase ante el Tribunal Supremo del estado. Casualmente, Deamer, el vicefiscal general, tenía en esos momentos en su despacho a un antiguo condiscípulo llamado Tom Jones que podría encargarse del asunto. Jones, avisado a continuación, se avino acto seguido. Todo funcionó como sobre ruedas y con manifiesto espíritu de colaboración.
Dennis, aplicado aquella noche a preparar la causa, cuidó de tener presente la composición del tribunal ante el cual le tocaba actuar, cuyos miembros tenían fama de ultraderechistas. Probablemente mormones todos ellos, los jueces en cuestión debían de ser lo que de más próximo a una teocracia cupiera encontrar en unos estrados. Boaz concluyó, pues, que saldría más airoso de su cometido si se mostraba un tanto emocional en su argumentación
El hecho de que no hubiese ejercido de criminalista desde la primavera de 1974 no le hacía sentirse laxo en lo más mínimo, sino, por el contrario, competente en grado sumo. Al fin y al cabo, era aquel el campo de la jurisprudencia que menos trabajo de investigación exigía. Puesto que Hansen y sus ayudantes podían multiplicar por seis la labor que consiguiese él realizar cuando ya quedaba tan poco tiempo, era preciso, resolvió Boaz, que se consagrase a despertar en los jueces solidaridad con el deseo de Gilmore de morir dignamente.
SR. HANSEN: El estado de Utah no está aquí para defender los derechos del señor Gilmore, el estado está aquí para defender los derechos del pueblo... Quiero resaltar que el aplazamiento de la ejecución es contrario a los derechos de la víctima y de su familia, y contrario al interés público de este estado según consta en sus leyes.
JUEZ HENRIOD: Gracias. ¿Quién de ustedes, caballeros, va a dirigirse al tribunal? Puede usted empezar.
SR. BOAZ: Señoría, señores magistrados del Tribunal Supremo de Utah... Revisada la causa que defiende el fiscal general, convengo con su postura... No tratamos aquí una suerte de pacto de suicidio entre mi cliente y el Estado, ni tampoco ningún morboso deseo de morir. Mi cliente, dispuesto a aceptar la responsabilidad de sus actos, ha solicitado una ejecución pronta y justa... lo contrario del lento morir que traería emparejada una concatenación de apelaciones susceptibles de consumir días, meses y posiblemente años. No somos aptos para juzgar a este respecto. Ninguno de nosotros ha pasado más de las nueve décimas partes de su vida adulta en jaulas propias para animarles. Mi cliente ha elegido lúcidamente entre prolongar su vida y ser ajusticiado. Y su presencia aquí es la de un hombre lúcido y responsable que, aceptado el juicio del pueblo, en paz consigo mismo, desea morir con dignidad y respeto de sí propio... No pide de ustedes otra cosa que, desestimada la actual solicitud de apelación, anulado el aplazamiento, se le permita morir con dignidad el próximo lunes.
Deseo ahora formular unas preguntas al señor Gilmore... Gary Gilmore, ¿se da usted cuenta cabal de su legítimo derecho a apelar contra la sentencia dictada en este caso?
SR. GILMORE: Sí, señor.
JUEZ HENRIOD: Señor Gilmore, ¿tiene la bondad de hablar un poco más alto, a fin de que todos puedan oírle, ya que yo mismo apenas lo consigo?
Sr. BOAZ: ¿Significó usted a sus anteriores abogados que no deseaba la apelación emprendida?
SR. GILMORE: Durante el juicio, y creo que antes también, les dije que, si era hallado culpable y me condenaban a muerte, prefería que se me ejecutase sin demora alguna. Puede ser que no lo tomaran al pie de la letra, porque, cuando la cosa fue un hecho, y viendo que yo insistía en lo mismo, quisieron discutirlo... me dijeron que presentarían la apelación a pesar de mis objeciones. No pude despedirlos delante de un juez y hacer que quedase así constancia de mis deseos, ya que por estar en prisión no tengo acceso a los jueces del tribunal; pero, aun así, los despedí, y ellos lo comprendieron.
SR. BOAZ: Gary Gilmore, ¿está dispuesto a aceptar la ejecución en el presente momento?
SR. GILMORE: En el presente momento, no; pero estoy dispuesto a aceptarla... el próximo lunes, a las ocho de la mañana, que es para cuando se fijó. En ese momento estaré dispuesto.
JUEZ HENRIOD: Creo que, en honor a la justicia, habríamos de pedir al señor Snyder que exprese su postura. Quiero que lo haga con la mayor brevedad.
Sr. SNYDER: Que conste en acta que he hablado con el señor Gil- more mucho más larga y detenidamente de lo que haya podido hacerlo el señor Boaz. Tengo para mí que la decisión que se le ha planteado al señor Gilmore le ha sometido a una enorme tensión de signo emocional. En mi opinión, lo que el señor Gilmore se propone en el presente caso equivale a un suicidio. No tiene por qué morir...
JUEZ HENRIOD: LO lamento, señor Snyder, pero no podemos consumir en esto toda la mañana, y lo que usted está haciendo es defender los méritos de su causa, cosa que ya se hizo en ocasión del juicio y delante de un jurado.
SR. SNYDER: NO creo que se trate de eso en absoluto. Creo que sería una vergüenza que en el momento presente este tribunal anulase el aplazamiento de la ejecución y consintiese que el señor Gilmore sea ajusticiado el próximo día 15 sin haberse analizado y considerado las importantes cuestiones suscitadas tanto por la sentencia recaída como por el proceso ulterior.
JUEZ HENRIOD: Muchas gracias.
JUEZ MAUGHAN: ...SU interés, pues, si no lo interpreto mal, es cerciorarse de que se observe en toda regla...
SR. SNYDER: Exactamente... Mi colega y yo fuimos designados por el tribunal para cuidar de que el señor Gilmore fuese objeto de un juicio justo y no se incurriera en error alguno, y el desarrollo del juicio debiera haber sido revisado por este tribunal.
JUEZ ELLETT: Pero ustedes ya no tienen parte en causa. Han sido licenciados y sustituidos...
SR. SNYDER: Eso ya lo sé...
JUEZ ELLETT: ¿Por qué no acepta usted airosamente su despido, como el reo acepta airosamente la sentencia del tribunal?
JUEZ CROCKETT: Considero que la defensa no ha hecho sino lo que en conciencia se creía en el deber de hacer, y estimo que no debiéramos criticar su iniciativa. Pero la situación que ahora se nos plantea es distinta, como todos podemos ver.
JUEZ HENRIOD: Señor Gilmore, ¿hay algo que desee decir en este momento y sin mediar interrogatorios?
SR. GILMORE: Señoría, no deseo gastar su tiempo con mis palabras. Creo que se me juzgó en justicia, pienso que la sentencia es legítima y estoy dispuesto a aceptarla como un hombre. No deseo apelar. Ignoro qué motivos puedan tener el señor Esplin y el señor Snyder... Me consta que tienen que velar por su prestigio profesional: es posible que se estén atrayendo críticas que les disgustan. No sé. Con todo, quiero que se me ejecute en la fecha señalada, y no aspiro a otra cosa que aceptarlo con el honor y la dignidad de un hombre, y confío en que ustedes permitirán que así sea. Es cuanto tengo que decir.
Gary y Dennis se encontraban en el mismo cuarto cuando les dieron a conocer el resultado. El Tribunal Supremo de Utah había anulado el aplazamiento de la sentencia por 4 votos contra uno. La ejecución se llevaría a término el lunes 15 de noviembre.
Gary recibió con júbilo la noticia. «Saber que va a dejar todo esto le devuelve la paz», se dijo Dennis para sus adentros. Estas palabras las repetiría, momentos más tarde, en una conferencia de Prensa.
—Puede guardarse lo que saque del artículo —le dijo Gary de pronto.
—Oh, no —replicó Dennis riendo—. Tenía previsto repartirlo mitad y mitad. Creo que es lo justo.
Era la primera vez que trataban condiciones. Y el trato fue mitad y mitad. Ni siquiera se tomaron la molestia de extender un documento. Cerraron el trato con un apretón de manos.
Deseret News
Salt Lake, 10. Esposado y con hierros en los tobillos, Gilmore fue conducido a la sede del Tribunal Supremo, en el edificio del Capitolio. La seguridad era extrema. Al salir, el reo se vio envuelto por una muchedumbre de público espectador, reporteros y operadores.
Esa noche, durante la cena, la esposa y los hijos de Robert Hansen interrogaron al cabeza de familia a propósito de Gilmore. Éste les dijo que Boaz se había mostrado elocuente, e incluso notable, y que Gilmore le había impresionado por su categoría intelectual, perfectamente a tono con la de sus interlocutores. A decir verdad, añadió Hansen, él no recordaba otro caso de un reo capaz de entender a jueces y abogados, y desenvolverse con ellos, como si se tratara de iguales. Gilmore, sin embargo, nunca se había presentado a sí mismo como hombre versado en leyes, cosa que también impresionó a Hansen. No le daba a uno la impresión de menospreciar a magistrados y defensores, ni el derecho de éstos a ejercer en favor suyo, o en contra. Eso le confería dignidad.
10 de noviembre
Querido Gilroy,
¡Era sólo un chamaco! Después de ponderar si debía o no escribirte, me he decidido a ponerte unas pocas líneas y acompañar algunos dólares, que estoy seguro sabrás utilizar.
He oído mucho sobre ti en las noticias. Sabes, no he conocido a ningún tío con tanto estilo, clase y riñones como tú.
Tengo una cosa que decirte, y, como ya sabes que a mí las palabras no se me dan tan bien como a ti, te lo soltaré como lo siento.
No sé qué medidas habrán tomado tu familia inmediata, tus parientes y Nicole en cuanto al funeral; pero, si en algo puedo ayudarte económicamente, no tienes más que decírmelo, y a quién deseas que envíe los fondos.
GIBBS.
Deseret News
Gilmore en primera plana.
Salt Lake, 11..., La decisión del Tribunal Supremo de Utah, de permitir que Gary Mark Gilmore sea ejecutado por un pelotón de tiradores de la penitenciaría, saltó hoy a las primeras planas del New York Times, del New York Daily News y del Washington Post.
The New York Times
Nov. 11. Glade M. Perry, inspector del Departamento de policía de Provo, uno de los voluntarios que integrarán el pelotón de fusilamiento, ha declarado: «Alguien tiene que hacerlo. ¿No hacen falta más redaños para poner la vida en juego diariamente, como hacemos nosotros?»
Un hombre de edad avanzada y cabello cano, que se negó a identificarse, ha manifestado: «Los padres de los dos jóvenes asesinados por Gilmore debieran tener acceso al pelotón.»
Ed Ryan, sheriff de Ogden, comentó que en otros tiempos solía recibir por docenas las solicitudes de personas deseosas de intervenir en pelotones de fusilamiento. Agregó, sin embargo: «Pero, si la ocasión se presentaba, el nerviosismo los ponía fuera de combate. Uno de los hombres que trabajan a mis órdenes, y que intervino en una ejecución hace casi veinte años, jura que sigue arrepentido de haberlo hecho. El recuerdo aún le atormenta en las noches de insomnio.»
Los Angeles Herald
Salt Lake, 11....Gilmore ha dado a conocer lo que preferiría para la tradicional última comida de los condenados a muerte: un lote de seis cervezas, frías.
«Gary, ni que decir tiene, está haciendo gala de hombría —declaró Boaz—, pero no por insensibilidad. Él cree en el karma y la necesidad de sufrir por sus actos. También cree en la evolución del alma y en la reencarnación, y piensa que su forma de morir puede servir de enseñanza a otros.»
Tamera Smith, del Deseret News, reparó en que, imposibilitados de obtener una entrevista con Gary debido al dichoso veto impuesto por la penitenciaría, los periodistas comenzaban a centrar su atención en Nicole Barrett, quien, según los rumores, visitaba diariamente a Gilmore. Todos, pues, trataban de entrar en contacto con la chica, cosa que sólo había conseguido un reportero del Canal 5, aunque únicamente por unos pocos minutos y en una emisión nocturna en la que Nicole, tensa, amilanada, con todo el aire de un patito mojado, no había aparecido, a juicio de Tamera, en su verdadera dimensión.
En vista de ello, y como Dale Van Alta, un colega del Deseret se le quejase de lo difícil que resultaba establecer contacto con la muchacha, Tamera le dijo:
—Yo la conozco. ¿Quieres que lo intente por mi cuenta?
Van Atta, que no veía en ella más que lo que era, una principiante recién salida de la escuela de periodismo, respondió:
—No creo que te sirva de nada.
Aun así, Tamera telefoneó a la penitenciaría, en la sala de visitas de cuya sección de alta seguridad se encontraba, casualmente, Nicole. La joven reportera, que no contaba con una comunicación tan pronta, difícilmente hubiera sabido qué decirle de no darse la circunstancia de que Nicole la reconoció de inmediato. Ante eso, no vaciló:
—¿Tendrías inconveniente en que nos reuniésemos y charláramos un rato?
Aun por teléfono, Tamera percibió su vacilación. Por fin, y tras una pausa, Nicole respondió que no deseaba hablar. La forma en que lo dijo, sin embargo, resultaba alentadora, de modo que Tamera le propuso charlar extraoficialmente. Después de una nueva pausa, Nicole respondió que, si en verdad iba a ser extraoficial, no tenía inconveniente en que conversasen. Tamera se ofreció a recogerla en la puerta de la penitenciaría.
Las primeras nieves de noviembre tenían a la joven periodista trémula de frío y pateando en la zona de estacionamiento cuando Nicole apareció en la rampa de acceso al pabellón de alta seguridad y, reparando en ella, salió a su encuentro risueña. Durante el regreso, sin embargo, volvió a apoderarse de ella la pesadumbre, cuya causa no tardó en revelar: Gary estaba entusiasmado con su victoria de aquella mañana frente al Tribunal Supremo, y era probable que el lunes se enfrentase al pelotón de ejecución.
A Tamera le sorprendió que Nicole no se mostrase trastornada. Serena, tranquila, inmóvil, se limitaba a fumar en silencio. Una de esas personas que dan la impresión de encontrar verdadero gusto en un pitillo.
Tamera detuvo el coche ante el J.B. de Provo, en Center Street, donde invitó a Nicole a almorzar. El local, por lo regular atestado de universitarios, se encontraba casi vacío a esa hora de la tarde. Pasaron dos horas largas despachando batidos y emparedados dobles. Tamera notaba a Nicole crecientemente dispuesta a explayarse.
Se habían conocido el pasado agosto, en ocasión de la segunda audiencia preliminar de Gary, a la que Tamera asistía destacada por el Deseret News. Fue allí donde Nicole atrajo su atención.
Tamera, que se había quedado en segundo término concluida la audiencia, vio a Gary despedir a Nicole con un beso. Luego, ya en la calle, vio como ella le despedía a su vez agitando la mano hasta que se perdió de vista a lo lejos. Nicole llevaba un vestido largo, sobrio y un tanto anticuado que, a todas luces, había elegido especialmente para él y para la ocasión. Incapaz de contener por más tiempo el impulso de hablar con ella, Tamera corrió a su encuentro al otro lado de la calle.
La iniciativa no había tenido nada de profesional, pues el caso Gilmore era de mera rutina en aquel entonces. Tamera sólo deseaba que Nicole tuviese constancia de una adhesión. En una ciudad pequeña como Provo, la gente sólo tomaba partido por las víctimas.
Al llegar junto al coche, dijo:
—Me llamo Tamera Smith, trabajo para el Deseret News y me gustaría hablar contigo. No es para ningún artículo; sólo en plan de amigas. ¿Te apetecería tomar un café? Estoy segura de que preocupaciones es lo que no te falta en este momento...
Nicole titubeó, pero luego dijo que de acuerdo, que le apetecía el café. De manera que montaron en el coche de ella, que estaba como quien dice sin marchas y apenas se dejaba conducir. Nicole explicó que era a causa del accidente que había sufrido dos días atrás. Así llegaron al Sambo, donde estuvieron charlando un poco de todo.
Al despedirse, Tamera le dio el número de su teléfono y dijo:
—Si necesitas de mí, me encantará verte.
Y ahí quedó todo. El diario no le asignó el juicio que se celebraría en octubre y Tamera no tuvo más relación con el caso. Concentrada en otras cosas, casi se olvidó de él.
En el J.B., conforme había intuido, y quizá porque no tuviese otra persona a quien confiarse, Nicole abrió de par en par las compuertas. Los batidos todavía por delante, confesó a Tamera que proyectaba suicidarse. La periodista se dio cuenta de que sentía miedo.
Lo que puso a Tamera al borde de las lágrimas fue ver a Nicole tan en capilla como Gilmore. Cuando estaba con él, le explicó, nada le asustaba, porque Gary le ofrecía una visión de lo que sería la vida después de la muerte; pero, en cuanto se alejaba de él, volvía el miedo. Aquel estado de prepararse, y luego tener que desistir, pensó Tamera, debía de ser espantoso. Cada vez que suspendiesen la ejecución de Gary suspendían, también, la de Nicole.
Aunque no planeara sonsacar a Nicole, había preguntas que Tamera no pudo silenciar:
—¿Y qué será de los niños? —quiso saber.
Nicole le pareció a punto de llorar. A los niños, confesó, no los trataba, ni con mucho, todo lo bien que hubiera deseado. Cuando Tamera le preguntó si ella y Gary se referían a menudo a ese suicidio, ella dijo:
—No hablamos de otra cosa.
Tamera se moría de ganas de convertirlo en un artículo.
Al llegar ante el pequeño edificio donde Nicole tenía su apartamento, vieron una furgoneta de la televisión de Salt Lake. Apenas enfilar la escalera que conducía al piso alto, un operador y un reportero surgidos de un coche estacionado corrieron tras de ellas.
—¿Es usted Nicole Barrett? —preguntó el reportero.
—No, soy su hermana.
—No, usted es Nicole —persistió el hombre.
Ella se dio vuelta, le miró tranquila y dijo:
—Soy su hermana. Nicole está de visita en la penitenciaría.
—Usted es Nicole, la reconozco.
—Soy su hermana, le digo.
Y ella y Tamera salvaron los últimos peldaños, salieron al corredor exterior y entraron en el apartamento. Tan pronto hubieron cerrado la puerta, las dos rompieron a reír. Eso animó a Tamera, un rato más tarde, a pedirle permiso a Nicole para escribir un artículo.
—Déjame hacerlo, por favor —le rogó excitadísima, un nudo en la garganta—. Mira, me busco una máquina de escribir, redacto el artículo, te lo traigo, tú lo lees y, si no te gusta, lo dejamos correr. Como quedamos en que esto sería extraoficial, respetaré tu decisión. Pero es preciso que lo intente.
Tamera se dirigió al apartamento de una antigua condiscípula, la puso al comente de lo que sucedía y emprendió el trabajo. No fue cosa fácil. Eran tantas las trabas, que componer unas páginas le llevó varias horas. Después de leerlas, absorbido plenamente el texto, Nicole alzó la mirada y dijo:
—No, no me complace.
—Pues, nada: dejémoslo correr —dijo Tamera.
Era una desilusión, pero ¿qué hacer? No quedaba más remedio que esperar. No podía violar el acuerdo.
Su desencanto debió de reflejársele en la cara, pues Nicole se hizo eco de su malestar.
—No tienes por qué preocuparte —dijo Tamera—. Fue lo que acordamos.
Pero Nicole, que se había levantado para situarse ante un armarito, dijo:
—Te voy a enseñar algo que no había mostrado a nadie. ¿Te gustaría leer las cartas de Gary?
Una nueva emoción en un día pródigo en ellas.
—Claro que sí —respondió Tamera.
Nicole volvió con una gaveta que volcó sobre la mesa. Las cartas eran tan numerosas, que hubo de contentarse con leer algunas al azar. No daba crédito a su contenido. La primera que tomó estaba llena de pasajes notables.
—Nicole, ¿te importaría que copiase algunas de estas frases?
Cerraron una especie de trato: Tamera desistiría de escribir artículos por el momento; pero, desaparecida Nicole, podría publicar lo que se le antojase. Convenido eso, se sentaron a la mesa de la cocina y pasaron el resto de la tarde leyendo cartas. Tamera tomaba citas tan rápido como le era posible. Cuando por fin se separaron, eran más de las ocho. Habían pasado juntas toda la tarde.
Hoy me has besado los ojos: están benditos para siempre. Ya sólo veo belleza. Oh, maravillosa Nicole Kathryne Gilmore. Eres un duende- cilio dulce y encantador, que resultaría divertido comerse. No soy un gran poeta; pero... si te tuviese desnuda en una cama, o encima de la hierba y bajo las estrellas, por todo tu cuerpo pecoso escribiría una canción de amor con mi lengua, con mis manos, con mi polla, con mis labios, y te susurraría tu belleza, te haría sentir, bullir, zarpar, cantar, bailar alrededor del sol y de la luna, alcanzar la unidad y correrte en unidad, correrte y correrte y gemir con suaves suspiros y ojos puestos en blanco, ojos abandonados, rijosos, húmedos, cálidos, bañados en sudor y apegados a bocas que besar, besar, besar; te haría verte desnuda, mi desnudo amor, o sólo con calcetines hasta la rodilla, o con medias con calzón, que retirarías para mostrar tu culito de duende juguetón, para caminar por la casa sin nada que te tapase... Mi cachonda niña duende, cómo te amo. — Tu Gary.
También Gibbs recibió una esquela ese día:
Hasta este momento he recibido una carta de Napoleón, otra de Santa Claus, varias de Satán, y no te puedes dar idea de la cantidad de remites y matasellos distintos que usa el propio Jesucristo... La gente me toma por loco. Ja, ja, ja.
Jamás adivinarías quién me ha escrito. ¡Brenda! Primero les ayuda a capturarme; luego, a sentenciarme, y ahora quiere escribir y venir a verme. Tiene más huevos que un elefante.
Al día siguiente, el jueves, apenas llegar al trabajo, Tamera recibió una llamada del corresponsal de la revista Time, quien, enterado de su entrevista con Nicole, quería saber si tenía alguna información que pasarle. También los jefes de Tamera estaban siendo objeto de presiones por parte de viejos conocidos de la profesión a quienes no les quedaba más remedio que desairar. Hasta ahí no había reparado Tamera en lo mucho que se asemejaba la profesión a una tienda de trueque: «Si tú me das hoy un pedazo de tu artículo, yo te echaré a ti una mano mañana...» Ella había pensado siempre que las cosas ocurrirían allí como las pintaba el cine, donde el reportero sale por su cuenta a la caza de la noticia y vuelve con ella en el saco.
A todo eso, el redactor de noticias la relevó de otros servicios y le dijo:
—Quedas destinada a Nicole. Haz lo que tengas por conveniente.
Y, como Tamera le mirase con aire de no entender, añadió:
—Si es preciso, te la traes a Salt Lake y te la metes en la casa. Si hay que hacerlo, te la llevas a cenar. Los gastos me tienen sin cuidado. Haz lo que sea, pero no pierdas ese artículo.
Vaya, eso ya empezaba a responder a su concepto del periodismo...
Para entonces, el tipo de la revista Time volvía a telefonear, esta vez para pedirle extractos. Cuando Tamera le contestó: «Esto es un asunto privado, de Nicole y mío», el otro le dijo: «Pero ¡si acaba de concederle una entrevista al New York Timesl»
¿¿CÓMO??, exclamó Tamera para sus adentros.
Esa misma mañana, algo más tarde, al salir de la penitenciaría, Nicole se encontró a Tamera esperándola. En cuanto la periodista mencionó la entrevista del New York Times, Nicole exclamó:
—¡Eso es ridículo! Yo no he hablado con nadie.
—Sólo quiero que comprendas mi postura —dijo Tamera—. Guardaré los secretos que me has confiado en tanto tú hagas lo mismo. —Se encaró entonces a Nicole y añadió—: Pero, si decides hablar con otros profesionales, no me consideraré ligada por nuestro acuerdo. ¿Que quieres sacar un poco de dinero de este asunto?, me parece totalmente justificado. ¿Que alguien te ofrece pagarte?, perfecto. Pero que conste que, cuando eso ocurra, yo escribiré también mi artículo.
—De acuerdo —dijo Nicole por toda respuesta.
Y, viendo que se conducía como si nada hubiese ocurrido entre ellas, a Tamera se le disipó todo su enojo. De nuevo entusiasmada con Nicole, comenzó a hacer proyectos para el próximo sábado, su día libre. ¿Por qué no ir de excursión a la montaña? Salir de la ciudad sería una buena idea. Nicole se mostró conforme.
Acto seguido se trasladaron a casa de Kathryne. Allí, mientras comían tostadas de pan integral y charlaban, Nicole le susurró a Tamera que deseaba que las cartas de Gary las guardase ella. No quería que, desaparecida ella, su madre las viese.
Un momento más tarde, Nicole y Kathryne se enzarzaban en una discusión inimaginable.
—El lunes —dijo Nicole— voy a ir a la ejecución.
—No quiero que hagas eso, nena —replicó Kathryne.
—Bueno, pues pienso ir.
—Si tú vas —dijo Kathryne—, yo también voy.
—Gary no te ha invitado.
—Me tiene sin cuidado que lo haya hecho o no. No voy por verle a él, voy para estar a tu lado.
—No, quiero ir sola.
—Entérate de una vez, pequeña —se impuso Kathryne—: tú vas conmigo.
Y entonces oyeron la noticia por la radio. Ninguna podía creerlo: el gobernador Rampton acababa de decretar un aplazamiento. Volvían a demorar la ejecución de Gary. El locutor lo repetía una y otra vez con voz excitada.
Tamera no pudo menos de celebrar que el redactor le hubiese dado orden de no separarse de Nicole, pues, de lo contrario, seguramente hubiera corrido al periódico, por si la necesitaban. Así las cosas, pudo ofrecerse a conducir a Nicole a la penitenciaría. De camino hacia allí, Nicole le dio la llave del apartamento de Springville y le dijo que fuera a por las cartas y las guardase.
Durante los veinte minutos del viaje hasta .la penitenciaría, Nicole conservó su aspecto sereno; pero Tamera se dio cuenta de que estaba estupefacta. La conclusión era una: Gary, sin duda alguna, iba a suicidarse. Y eso empujaba a Nicole hacia el mismo destino.
En cuanto la dejó en la prisión, Tamera salió hacia el apartamento de Nicole, donde recogió y puso las cartas en una bolsa de colmado. Luego registró la casa en busca de un arma de fuego, de somníferos. Ignoraba qué haría si encontraba una de esas cosas; pero, aun así, efectuó el registro.
The Provo Herald
Salt Lake City, 11 (UPI). Gary Gilmore recibió el jueves, de Calvin L. Rampton, gobernador del estado de Utah, un no deseado aplazamiento de su ejecución.
Rampton solicitó al comité de gracia de Utah que en su próxima junta del miércoles 17 del actual revisase la sentencia de Gilmore y determinara si la pena de muerte estaba justificada.
Gilmore, que se manifestó «desencantado e irritado por la iniciativa del gobernador», dijo que éste «cedía obviamente a presiones de diversos grupos más interesados en fines publicitarios y egoístas, que en mi “bienestar”».
A Earl Dorius, que seguía en Phoenix, la noticia le cayó como una bomba. Todo el mundo le paraba en el vestíbulo para preguntar: «Pero ¿qué está pasando en Utah?» La conferencia, por lo que a él respectaba, se había venido abajo. Incapaz de prestar atención a nada de lo que decía, todo era correr a su habitación, para atrapar los boletines informativos. Cuando no estaba al teléfono, estaba frente al aparato de televisión, cambiando canales. «¿Qué piensa de la iniciativa del gobernador?», le preguntaba todo el mundo. «Aún no he tenido ocasión de documentarme —respondía él—, pero tengo la impresión de que el aplazamiento es irregular, puesto que ha sido otorgado a requerimiento de extraños.»
Percatado de que vivía más de cerca la Fiscalía que la conferencia, decidió abandonar Phoenix y volver al trabajo.
The Salt Lake Tribune
Salt Lake, 12. El comité ejecutivo del colegio de abogados del estado de Utah concluyó el viernes que no podía intervenir... que el señor Boaz firmó con Samuel W. Smith, el director de la penitenciaría, un acuerdo según el cual actuaría sólo en capacidad de asesor legal de Gilmore, si bien más adelante habló de su intención de «actuar primero como periodista, y segundamente como abogado».
«No podemos ejercer censura en este caso. Boaz no pertenece al colegio de Utah», explicó un miembro del comité.
The Herald
Provo, 12. Boaz declaró su propósito de «hacer un poco de dinero» con el artículo de Gilmore y dividirlo a partes iguales con la familia del sentenciado, o bien con cualquier obra de beneficencia que aquél designe.
Nada más entrar Dennis en la penitenciaría, Sam Smith lo llamó y le dijo:
—Tengo entendido que Gilmore celebró esta mañana una entrevista con un periódico londinense. ¿Sabe usted algo sobre el asunto?
Dennis estaba excitadísimo. David Susskind acababa de llamarle de Nueva York, interesado en hacer una película sobre la vida de Gary. Aquello podía suponer dinero grande. El cerebro le estaba trabajando a Dennis a mil por hora.
—¿El periódico londinense? —dijo a Sam Smith—. Oh, por supuesto: ha sido cosa mía.
Porque lo había dicho con una sonrisa burlona, Sam Smith soltó un bufido y se puso como la grana, color notable en un hombre pálido. Y luego rompió a gritar de tal forma, que todos, en las oficinas situadas al fondo del pasillo, asomaron la cabeza a las puertas. El mismo Dennis sufrió un sobresalto. Nadie tenía costumbre de oír soltar alaridos a Sam Smith.
Cuando el alcaide anunció su intención de demandarle, Dennis replicó: «No sabe usted hasta qué punto me tiene eso sin cuidado.»
Hallar frases capaces de sulfurar a Sam Smith comenzaba a procurarle un singular placer. Había en el alcaide algo que le empujaba a uno a provocarle. Quizá tuviera que ver con el aire de sigilo que respiraba el hombre.
Dennis no pudo menos de reír cuando, por puro espíritu de venganza, le sometieron a un registro que le obligó a desnudarse. Con unos guardianes que apenas le llegaban a los sobacos, la cosa no era para menos. Y eso cuando, dos días antes, impresionados por su actuación ante el Tribunal Supremo, hasta le habían permitido acudir con la máquina de escribir a su entrevista con Gary.
Concluido el registro, Boaz conoció a Nicole. Por la ventanilla que existía a un extremo de la sala de visitas, la vio sentada en el regazo de Gary, justo al lado de la ventana abierta en la otra punta de la habitación, los dos absortos en la contemplación de las montañas. Nicole apenas reparó en él. Toda su atención la reclamaban sus intimidades con Gary.
Gary, cuando ella hubo marchado, apenas le dio oportunidad de tratar la oferta de Susskind: el gobernador Rampton le tenía demasiado indignado. La cosa resultó infecciosa. A Dennis le encantaba aquella facultad de Gary, de transmitir su pasión. Poco más tarde, el propio Dennis era todo presión contenida. Se enardecía con sólo pensar en el chorro de humo que soltaría en breve a propósito del gobernador.
Desde el mismo principio, el propósito de Boaz había sido plantear ideas que obligasen al público a enfrentarse a cuestiones hasta ahí pasadas por alto, decir cosas chocantes que les forzasen a pensar, a preguntarse: «¿Por qué hemos de celebrar ejecuciones a puerta cerrada? ¿De qué nos avergonzamos?» Aquella misma mañana, uno de esos aguijonazos había visto la luz en la prensa:
The Herald
Provo, 12. Boaz propuso que la ejecución de su cliente fuese televisada en una de las horas de mayor audiencia, ello para que sirva de argumento disuasorio ante otros criminales.
«De no ser un convencido partidario de la pena de muerte, no podría haberme hecho cargo de este caso —declaró Boaz—. Pienso que, si las ejecuciones se televisasen en horas de máxima audiencia, servirían de escarmiento.»
La reacción inmediata fue que estaba explotando a Gilmore por razones de dinero. No se inquietó. Los rumores cambiarían de signo en cuanto comprobasen que no era ése su propósito.
—¿Piensa usted que su anterior oficio de fiscal auxiliar pueda haberle dejado cierta sed de sangre? —le preguntó un periodista refiriéndose, claro está, a la de Gilmore.
—No dude usted —le replicó Dennis— que el trabajar para un fiscal de distrito me dio ocasiones de ayudar a la gente como no las hubiera conocido actuando de defensor. Tuve la oportunidad de atenuar cargos, de considerar alegatos. Para cuando dejé el puesto, nueve personas habían salido libres tras hacer yo que las sometiesen al detector de mentiras. El trabajo de fiscal, sabe, tiene también su lado redentor.
—¿Ha dicho usted que tiene muchas deudas?
—He hecho públicas mis deudas. Entre ellas figuran 2.100 dólares que me reclama Mastercharge, pero que no pienso pagar, pues ese dinero lo hizo correr un amigo sirviéndose de mi tarjeta de crédito. Eso es asunto de Mastercharge, no mío.
Le hicieron volver al tema en cuestión. ¿Qué opinaba de la decisión del gobernador Rampton? Monstruosa. Y que citasen su nombre al publicarlo. Siempre le había sorprendido lo poco que lo mencionaban.
Tampoco darían a la prensa lo que iba a decir a continuación; pero, aún así, lo dijo.
—Gary vive en una celda tan exigua, que puede abarcarla, de pared a pared, extendiendo los brazos. La luz está encendida las veinticuatro horas del día y los guardianes aporrean la reja. El ruido es tal, que ni siquiera puede pensar. Para tapar la luz, cuelga una toalla en los barrotes. «Como no quites eso —le amenazan— entraremos y nos llevaremos el colchón.» Gary se asfixia en su celda; de ahí que tengan que administrarle Fiorinol. La mayoría de los reclusos se drogan para sobrevivir. Eso atenúa un poco la opresión.
¿Sabían eso las autoridades?, le preguntaron.
—Claro que lo saben. A las autoridades les interesa que los presos se droguen. Así se evitan motines.
No le pasó desapercibido el impacto de sus palabras. Un reportero dijo por lo bajo: «El tío es un derrotista.»
Pero el objeto de la conferencia no era defenderse, sino atacar.
—El director de la penitenciaría —prosiguió—, quiere que la ejecución sea a puerta cerrada. Nosotros insistimos en lo contrario. En Oriente Medio, cuando se celebra una ejecución, la muchedumbre es bien acogida. El público enaltece al reo, le imparte la sensación de asistir a una ceremonia concelebrada. El acto recuerda a los presentes que todos somos un sacrificio en el altar de los dioses. Aquí, en cambio, nadie acompaña al reo en sus últimos momentos, salvo los verdugos. Y eso, a mi forma de ver, no está bien.
—¿De qué hablan Gary y usted?
—Hablamos —dijo Boaz— de la evolución del alma. Gary está muy familiarizado con Edgar Cayce y el Registro Akáshico. Hablamos del karma y de la necesidad de asumir la responsabilidad de nuestros actos. Los dioses gozan de absoluta libertad porque son absolutamente responsables.
No publicaron una palabra de todo ello.
Uno de los reporteros leyó en voz alta unas declaraciones de Craig Snyder: «Boaz no se puso en contacto con nosotros para nada. Aunque defendimos puntos de vista encontrados, ante el Tribunal Supremo, ni fuimos presentados ni he hablado nunca con él. Que yo sepa, ni siquiera ha visto el sumario, y lo ignora todo en cuanto al desarrollo del juicio. El acuerdo de publicación que ha firmado con Gilmore denota un manifiesto desprecio de la ética profesional.»
—¿Dónde hizo esas declaraciones? —quiso saber Dennis.
—En el Adelphi Building de Provo, donde tiene el bufete —respondió el mismo reportero—. Pero no trate de escabullirse, Boaz; ¿por qué no se puso en contacto con Esplin y Snyder?
—Gilmore no quiere apelar, ¿se enteran? Y yo represento a Gilmore, no al jodido sistema de apelación.
—Pero ¿no debería haber revisado la copia del juicio?
—No existe tal copia.
—Eso es porque nadie la ha solicitado —replicó otro de los periodistas—. Una copia es fácil de conseguir.
—Ni tenemos dinero para encargarla —dijo Boaz— ni nos serviría de nada, ya que Gilmore no quiere ver permutada su sentencia por la de cadena perpetua.
—Pero —insistió el repórter—, ¿y si resultase que no se le puso al corriente de sus derechos en el momento de la detención, o hubiese defecto en las instrucciones del juez al jurado? Si se le ofreciese la oportunidad de un nuevo juicio, las cosas podrían resultar distintas para él, ¿no cree?
—No —replicó Dennis—: los hechos condenan a Gary. El resultado sería el mismo. Mire, es preciso que comprenda usted una cosa: Gilmore podrá ser un asesino sin entrañas, pero es justo.
—¿Justo? —retrucó el informador—. No me parece que lo fuera mucho con los dos hombres que mató.
—No, insisto —dijo Dennis—: Gilmore es realmente justo.
Tal era el tenor de las entrevistas. En la que celebró poco después de cundir la noticia de que el director de la Penitenciaría estaba loco de rabia por su causa, los periodistas quisieron saber qué motivo le había dado para que se enfureciese así. Dennis improvisó una conferencia de Prensa en la misma escalera que daba acceso a la prisión.
Sam Smith, dijo, estaba furioso por el hecho de que hubiera vendido dos entrevistas, una al Daily Express londinense, y, la otra, a un órgano de Prensa de los sindicatos suecos, cada una por quinientos dólares.
—¿No le parece eso muy poco dinero?
—No quise pedir más, por no dar impresión de avidez. Y, por otra parte, quinientos dólares por diez minutos de conversación es vender a muy buen precio el tiempo de uno.
Él hablaba, los otros tomaban notas, y los artículos iban apareciendo en la prensa. Artículos que le representaban bastante responsable. «Como un chalado que se domina», pensó Dennis.
De vuelta a su trabajo, Tamera pasó seis horas fotocopiando las cartas. Aunque se daba cuenta de que algunos de sus colegas se sentían intrigados por su reserva, deseaba proteger aquel material y evitarse, si le fisgaban por encima del hombro la clase de comentarios despreciativos que suele gastarse, en tales casos, la gente de la Prensa. Nadie, sin embargo, se mostró demasiado acalorado al respecto. Lo que es más: en la reunión de trabajo del viernes, el redactor jefe rechazó el asunto con un simple: «No creo que estemos interesados en cartas de amor.»
Desde luego, el Deseret News, que pasaba por ser el primer rotativo mormón del mundo, era propiedad de la Iglesia Mormona y, por tanto, un poco gazmoño. Y, con el nuevo aplazamiento de la ejecución, que la situaba en un porvenir distante, las cartas habían perdido el interés que hubieran tenido dos días atrás.
12 de noviembre
Boaz está excitadísimo con la oferta que le ha hecho David Susskind, publicista y famoso productor cinematográfico: de quince a veinte mil dólares como anticipo por los derechos sobre esta jodida historia, más un cinco por ciento del bruto que dé la venta de los derechos para el cine; total que, según Boaz, la cosa puede llegar a cientos de miles de dólares.
Nena, esto no me gusta nada: se escapa demasiado de las manos.
Aunque sea mi abogado, Boaz actúa más bien como agente, un agente de Prensa.
Se ha convertido, todo ello, en una especie de circo.
Oh, nena, quién estuviera otra vez en Spanish Fork, cuidando de tu jardincillo, haciendo el amor.
En su próxima llamada telefónica a Boaz, David Susskind atacó derechamente el tema de un contrato. A Dennis le gustó el enfoque que daba a las cosas: sosegado, pero estimulante; enérgico, pero cuidando de no parecer agresivo.
A continuación recibió la llamada de un tal Larry Schiller, que se presentó como antiguo fotógrafo de la revista Life y actual productor cinematográfico y de televisión. A Dennis no le gustó su tono: demasiado empeño en persuadir. Daba la impresión de un vendedor profesional endurecido por lo más ingrato del oficio. Consiguió ponerle incómodo.
Su impresión no mejoró cuando se encontraron en la cafetería del Utah, el hotel donde se hospedaba Boaz. No lograba sacudiese la desconfianza.
Porque era poco lo que sabía de antemano a propósito de Schiller, había hecho averiguaciones entre los periodistas, quienes le enteraron de que Schiller tenía en su haber los derechos sobre la biografía de Susan Atkins, complicada en el caso Manson, y también la última entrevista que concedió Jack Ruby. «Un tipo de armas tomar —advirtió alguien a Boaz—; cuando él aparece, es que la muerte anda rondando.»
La conversación, sin embargo, despertó el interés de Boaz. Schiller, por de pronto, ofrecía más dinero que Susskind. Y, como no dejase de hablar de los numerosos proyectos que había llevado a término, Boaz cuidó de mostrarse petulante a su vez. «Gary no es Susan Atkins», observó. La verdad es que últimamente encontraba gusto en la arrogancia. ¿Qué podía importarle que Susskind le tomara ojeriza? El lado económico de su oferta no se vería perjudicado por eso.
—Pienso que debe buscarse un agente —dijo Schiller para terminar.
Dennis se quedó sin habla. La perspectiva de enfrentarse a Susskind respaldado por una oferta superior a la suya le colmaba de satisfacción.
Nicole llamó el sábado por la mañana, para pedir que le devolviese las cartas. Parecía desconfiada. Tamera no supo qué pensar: ¡si se habían despedido tan amigas! ¿Sería que Gary o Boaz le habían mandado recuperar las cartas? Tamera, en todo caso, le dijo que no había inconveniente. Y así era. Ya las tenía fotocopiadas. En vista de ello, pidió al chico con quien estaba saliendo que la acompañase aquella noche a Springville. Cuando llegaron, Nicole pidió disculpas por las molestias que le estaba causando.
Se quedaron con ella un buen rato y lo pasaron muy bien. El joven que acompañaba a Tamera era de Filadelfia, de origen italiano, y muy popular en la Universidad, donde todos le conocían por el sobrenombre de Milly. A Tamera le caía muy bien, y Nicole se mostró fascinada por él.
Tamera había pedido a su acompañante que evitara referirse a Gilmore y tratase de animar a la chica. Y lo cierto es que Milly la hizo reír de veras. Tamera se dio cuenta de que Nicole, reservada a su manera, desconocía muchos de los alicientes que podía ofrecer la vida, tales como la música, el excursionismo, o el simple placer de veladas como aquélla, que consumió en escucharles, como si sus palabras fuesen un alimento. Al marchar, Tamera se sentía optimista. Durante el viaje de regreso, dijo a su amigo:
—Si repetimos un poco las visitas, quién sabe, a lo mejor conseguimos que cambie su actitud ante la vida...
Tenía la impresión de que la ejecución de Gilmore, supuesto que se celebrara, iba para largo. El tiempo, pues, estaba de su lado.
The Salt Lake Tribune
Jerarcas Religiosos se pronuncian en contra de la pena capital.
Salt Lake, 13. El obispo McDougall ha declarado que la mayoría de los teólogos contemporáneos son contrarios a la pena capital, que consideran una desventaja para las clases social y económicamente menos favorecidas.
El rev. Jay H. Confair, pastor de la Iglesia Presbiteriana de Wasatch, manifestó que el viejo concepto de la Ley del Talión queda desplazado por los preceptos de amor y redención contenidos en el Nuevo Testamento.
Sin embargo, y a juicio del pastor Confair, el caso Gilmore plantea un problema distinto: «Gilmore desea la muerte y rechaza la rehabilitación», dijo al resaltar la afinidad de su postura con la del paciente que, obligado en un hospital a sobrevivir por medios artificiales, pide que lo «desconecten» de los aparatos que le mantienen vivo.
Muchos de quienes abogan aquí por la pena de muerte, en especial para crímenes tan brutales como los de Gilmore, reconocen también que no tendrían estómago para tomar parte en su ejecución.
«Ni arrastrándome conseguirían que asistiese al ajusticiamiento —declaró Noall Wootton, el fiscal que procesó al reo—. Yo he cumplido ya con mi misión. Creo en la pena de muerte. La pedí y la obtuve. Pero una ejecución es un trabajo tan sucio como desagradable, en el cual me niego a intervenir.»
Los Angeles Times
El ex jefe del asesino de Utah dispuesto a actuar en el pelotón de fusilamiento.
Provo, 14..., Spencer McGroth proporcionó a Gary un buen
puesto de trabajo y préstamos semanales de entre diez y veinte dólares, que salían de su bolsillo. Le arregló el coche a Gilmore y mantuvo a éste en su plantilla aun después de que empezase a beber y a presentarse con retraso en el trabajo.
McGroth, hombre bondadoso que dirige un taller de aplicaciones aislantes, y que ha prestado ayuda a muchos excarcelados, se mostró dispuesto a formar parte del pelotón que debe ajusticiar a Gilmore. «Siquiera — dijo — para demostrarle a Gary que las leyes rezan también para él.»
14 de noviembre
Cielo, me estoy volviendo muy famoso.
Y no me gusta la fama —esta fama—; no es justa.
A veces pienso que conozco su sabor, por haberla gozado en una vida precedente. Creo comprender la fama. Pero me niego a permitir que nos embargue hasta el extremo de olvidarnos de nosotros mismos. Somos GARY Y NICOLE, eso nada más. Y es preciso que lo tengamos presente.
14 de noviembre
Salud, Gibbs.
No era más que un chamaco.
Celebré tener noticias tuyas... tú también tienes tu buena dosis de clase, sabes.
Si en algún momento te encuentras boyante y te sobran unos cuantos dólares, estoy seguro de que no le vendrían mal a mi madre, que es mayor, está tullida y depende de la beneficencia. Y, si no, le mandas una carta que sirva para aliviarle un poco en todo esto.
Gracias por los diez pavos.
Tu amigo
Gary
¿Qué decirle, por más madre que sea de un amigo de uno, a una persona a quien no se conoce?, pensó Gibbs.
Apreciada señora Gilmore: No se preocupe, todo saldrá bien. De los cinco rifles, sólo cuatro están cargados realmente.
Le pidió a Big Jake que le comprase una postal bonita, y se la envió acompañando treinta dólares.
Los Angeles Times
Los Ángeles, 15..., Gary Gilmore, el homicida condenado en Utah, deseaba morir a las ocho de la mañana de hoy. En lugar de eso, se desayunó con bollos, gachas, naranjas y café con leche, y luego volvió a la celda que ocupa en el pabellón de los condenados a muerte.
Gilmore recibirá hoy la visita de Nicole Barrett, divorciada y madre de dos hijos.
«Tenía en mucha estima a esa chica, y a ella le debe de ocurrir algo parecido, o no se dedicaría a visitarle», comentó Vem, tío del reo.
Boaz, que pasó tres horas y media con Gilmore la noche del sábado, dijo que a su cliente le gustaría conocer al cantante Johnny Cash.
«Johnny Cash no tiene seguidor más devoto que él», comentó el abogado, que cursó un telegrama al cantante, para comunicarle el deseo de Gilmore.
Vern no había visto a Gary desde la última sesión del juicio, hacía ya cerca de mes y medio, y visitarle no le resultó cómodo. Después de la operación de rodilla que le habían hecho en el hospital, caminar, aun con ayuda del bastón, era como tener en el hueso un clavo que le hincasen a martillazos a cada paso.
Llegado por fin a la sala de visitas, se encontró a Gary con un aspecto de salud como nunca se lo había conocido. Lo primero que hizo fue referirse a la destemplada carta de Ida.
—¿Qué esperabas, después de la que tú le escribiste diciendo que no querías saber nada más de nosotros? —replicó Vern.
Luego y como se encontrasen sus miradas, añadió:
—No estamos enfadados contigo, sabes. Queremos ayudarte.
—Está bien. Siento lo de la carta. Y quiero disculparme con Ida.
—Ella también desea pedirte perdón. Quiere que rompas la carta, como hizo ella con la tuya. Tírala al water.
Y con eso zanjaron la cuestión. Gary le pareció aliviado. Hablaron de cien cosas distintas y la visita no resultó nada mal.
Esa mañana, cuando Boaz llegó a la prisión, y aunque la entrevista ya había terminado, se dio cuenta de que Gary ansiaba contar de nuevo con el favor de su tío Vern, saberse querido por su familia. Lo que quedase atrás le tenía sin cuidado.
Dennis había tenido un curioso enfrentamiento con Gary la víspera. El sábado, y como le pidiera que le procurara bajo cuerda cincuenta comprimidos de Seconal, mostróse de acuerdo en principio. Pero esa noche no consiguió conciliar el sueño, y a la mañana siguiente hubo de confesarle a Gary que no podía prestarle de ningún modo ese servicio. El incidente, con todo, le dejó turbado.
El lunes, después de la visita de Vem a la penitenciaría, Brenda recibió una llamada de Gary, deseoso de saber el nombre del médico que atendía a su hija. Quería encomendarle que su glándula pituitaria fuese a parar a Christie después de la ejecución. Teniendo en cuenta que Johnny y Brenda andaban siempre sin un céntimo por procurarle a la pequeña el extracto de pituitaria, la substancia más cara del mundo, la oferta de Gary equivalía a ponerles mil dólares en las manos. Fue una conversación disparatada. Brenda, que se preguntaba si volvían a ser amigos, le dijo: «Cuídate, Gary.» Él, por toda respuesta, le colgó el teléfono.
Esa misma mañana, al llegar Tamera a la redacción, su jefe le dijo:
—No paramos de recibir llamadas de gente que quiere saber de Nicole. Tu artículo no aguantará hasta la ejecución de Gilmore. Quiero que le pidas a la chica permiso para publicarlo ahora.
Camino de Springville, Tamera no sabía cómo planteárselo. Pero, al informar a Nicole del apuro en que se encontraba, ella le respondió con una sonrisa:
—Yo también tenía algo que decirte. He decidido conceder una entrevista que me valdrá dos mil dólares.
Una filial bostoniana de la NBC —o eso es lo que entendió Nicole—, había confiado el encargo a un tal Jeff Newman, un tipo alto y apuesto, de pelo rizado, ojos azules y barba, que le giró una visita con tal propósito y consiguió convencerla. La entrevista era para el viernes siguiente.
Tamera descubrió más tarde que los interesados no eran ninguna filial de la NBC, sino el National Enquirer. Lo importante por el momento, sin embargo, era que Nicole la había autorizado a escribir. Así las cosas, Tamera marchó realmente bien dispuesta hacia ella. De regreso a la oficina, pasó el resto de la tarde trabajando en el artículo.
La última semana, Nicole había estado visitando a varios médicos, elegidos en el listín telefónico, a quienes manifestó estar sobreexcitada y con problemas de insomnio. Los somníferos, y en especial el Seconal, eran lo único capaz de remediarlo.
El subterfugio le permitió hacerse con cincuenta comprimidos de Seconal y veinte de Dalmane. Secundada como se sabía por Gary en su decisión, resolvió entregarle las píldoras el lunes por la mañana. Con tal propósito, las compartió en dos lotes iguales y, depositada la dosis de Gary en un globo de material plástico —dos, en realidad: uno dentro de otro—, se la introdujo en la vagina.
Camino de la penitenciaría, no hacía sino pensar que Gary iba a regañarla. La había presionado mucho para que consiguiese mayor cantidad de somníferos, para que visitase a más médicos. Pero Nicole, que desconfiaba aún de los que había consultado, temía que una nueva visita pudiera echarlo todo a rodar. ¿Quién le aseguraba que no habían telefoneado a la policía diez minutos después de extender la receta? Con eso, el domingo se lo había pasado sudando. Y ahora estaba allí, en la sección de máxima seguridad, con los globos aquellos metidos en su interior.
Aunque la registraron a fondo, la matrona no exploró para nada con los dedos: limitóse a examinarle las axilas, el espacio comprendido entre las nalgas, y la melena. No fue un registro indecoroso; y, aunque lo hubiera sido, la matrona habría necesitado tener muy largos los dedos. Los globos habían ido a parar muy adentro.
En la sala de visitas no había, casualmente, nadie más que el guardia confinado en su garita de cristal. Se instalaron junto a la ventana, ella sentada en el regazo de Gary, cosa que les permitían unas veces, y otras no; pero en aquella ocasión el guardián no les importunó. Pudieron llevar lejos las intimidades.
Sentada ella en su regazo, Gary deslizó un dedo en busca del globo, pero sin resultado: estaba demasiado hondo. Nicole hubo de ponerse en pie por último, y él situarse a su espalda, abrazándola, a fin de ocultarla. En esa postura, los brazos de él en torno a los hombros, Nicole se hurgó bajo la falda. Fue espantoso. Había hundido tanto el globo, que, imposible alcanzarlo con los dedos, hubo de iniciar una serie de contracciones, como si estuviese dando a luz. El esfuerzo consiguió que le doliera la cabeza.
Retirado por fin el paquetito, se dio vuelta y se situó frente a Gary, de espaldas al guarda. Gary se sentó a continuación y, escudado ahora por ella, tomó el globo. Luego, la mano perdida bajo los anchos, abolsados pantalones del uniforme, sueltos como bombachos, se lo introdujo en el recto. Una operación lenta, elaborada, y nada fácil, que le llevó más de un minuto. Una vez concluida, se limitó a decir: «Sí, están ahí. Los noto.» Ella volvió a sentársele en el regazo y se besaron.
De pronto aliviada, se dio cuenta de cuánta había sido su preocupación, segura como estaba de que, advertidos por los médicos, en la penitenciaría iban a examinarla a fondo. Su hazaña la llenaba de orgullo, y también Gary lo sentía de ella. La visita se prolongó cerca de una hora todavía. Se achucharon como locos. Fue la más hermosa de sus entrevistas. Sólo interrumpían los besos para cantarse el uno al otro. Ni ella ni él sabían cantar, pero no por eso dejaba de ser bello. Nunca en la vida se había sentido Nicole tan cercana al alma de un hombre.
Aquella tarde llamó a Marie Barrett, su anterior madre política. Quería dejarle a Sunny, y le preguntó si podía pasar a recogerlas. Al llegar, miraron un rato la televisión, tras lo cual Nicole acostó a la niña, le leyó unos cuentos y, luego, escuchó sus oraciones. Seguidamente pasó a la sala, donde estuvo conversando con Marie y su marido, Tom, que también le resultaba muy simpático, y, por último, y aunque a regañadientes, se volvió a casa.
De regreso a Springville, y aprovechando que el centro comercial no cerraba hasta las nueve, salió de compras con Kathy Maynard, su vecina.
—Hasta mañana —le dijo Kathy al despedirse.
—Hasta mañana — respondió ella.
Luego, sola ya en el apartamento, Jeremy profundamente dormido, se dedicó a esperar la medianoche: la hora que habían convenido con Gary para ingerir los somníferos. El tiempo, sin embargo, no acababa de pasar, y ella no podía quitarse de la cabeza la preocupación que mostrara Gary por la escasez de la dosis. Si no se tomaba lo suficiente, le había explicado, uno, en lugar de morir, podía verse convertido en un vegetal. La cosa, desde luego, era para inquietarse. Pese a todo, y pasara lo que pasase, habían acordado llevarlo adelante.
Mientras esperaba, sacó el testamento en cuya redacción había consumido todo el domingo. Lo repasó en busca de faltas de ortografía. Era muy largo y estaba segura de que habría unas cuantas; pero, releído, le pareció satisfactorio.
Nicole K. Baker
Domingo, 14 de noviembre de 1976
A QUIEN PUEDA INTERESAR:
Yo, Nicole Kathryne Baker, extiendo el presente documento como constancia de mis últimas voluntades, en caso de que en un momento dado se me encuentre muerta.
Considerándome capaz y en pleno uso de mis facultades físicas y mentales, lo que dejo escrito debe considerarse válido en todos aspectos.
Al escribir estas voluntades, continúa pendiente de trámite mi divorcio de un hombre llamado Joe Bob Sears.
Conforme a mis convicciones, mi muerte, caso de producirse, debe poner fin a TODOS MIS LAZOS con ese hombre y el divorcio llevarse a efecto y formalizarse A TODA COSTA.
Deseo recuperar mi apellido de soltera, que es Baker, y que en ningún momento se me conozca por otro.
En su acta de nacimiento, mi hija figura como Sunny Marie Baker, pese a que en aquel momento yo era legítima esposa de su padre, James Paul Barrett.
Mi hijo consta en la suya como Jeremy Kip Barrett, puesto que en el momento de su nacimiento yo seguía casada con James Paul Barrett, que no es su padre.
El padre de Jeremy es el hoy difunto Alfred Kip Eberhardt. Mi hijo, por tanto, tiene abuelos de ese mismo apellido, que podrían estar interesados en su paradero. Los Eberhardt, según creo, residen en Paoli, Pennsylvania.
En cuanto al cuidado, custodia y bienestar de mis hijos, no sólo deseo, sino que demando, que sean confiados directa e inmediatamente a THOMAS GILES BARRETT y/o MARIE BARRETT, con domicilio en Springville, Utah.
En el caso de que los Barrett deseasen adoptar a mis hijos, cuentan con mi total consentimiento.
Si deseasen encomendar la tutela de uno o ambos niños a terceras personas responsables y de su elección, también en eso cuentan con mi total consentimiento.
Ello, por supuesto, hasta que los niños alcancen su mayoría de edad y puedan determinar por propia cuenta.
Tengo empeñada una sortija con perla en un establecimiento del Pasaje de la Bolera de Springville. Me gustaría mucho que alguien la sacase y se la entregara a mi hermana pequeña, April L. Baker.
April sufre problemas de salud mental para cuyo cuidado destino una suma que mi madre no debe gastar en nada que no sea un buen hospital psiquiátrico donde puedan devolverle la salud mental a mi hermana.
En cuanto al destino que deseo se dé a mi cuerpo, quiero que sea incinerado. Y, con el consentimiento de la señora Bessie Gilmore, que mis cenizas sean mezcladas con las de su hijo, Gary Mark Gilmore, y hecho eso, que se esparzan, en la fecha que se juzgue conveniente, en una ladera verde del estado de Oregón, y también en el de Washington.
Caso de que mis padres, Charles R. Baker y Kathryne N. Baker no hallen de su agrado esta petición, quedan facultados para decidir cómo mejor les parezca.
Deseo pedirles que dispongan lo necesario para que en mi funeral se canten, por lo menos, estas tres canciones...
La de John Newton titulada «Amazing Grace», la de Kris Kristofferson titulada «Why me» y, por último, una que se llama «Valley of Tears», y cuyo autor no conozco.
Y si otras personas, amigos o familiares desean que en mi funeral se canten otras canciones en mi memoria, o en atención a los que sufren, a los que lamentan o a los que muestran indiferencia por mi muerte... pues, nada, se lo agradeceré.
Al repasarlo se dio cuenta de que no lo había dicho todo, que quedaba un detalle pendiente: disponer de sus pertenencias. Tomó una cuartilla, se sentó a la mesa y, sumida en el silencio del apartamento, escribió:
Lunes 15 de noviembre de 1976
Aunque no siento hoy demasiadas ganas de escribir, hay unas cuantas cosas que debería dejar atendidas.
No, sólo esto:
De todo lo que hay en el apartamento, mi madre, desde luego, puede disponer a su discreción.
No tengo aquí nada de valor, excepto el cuadro de los dos chiquillos que miran la luna. Ese cuadro es ahora de Sunny Marie Barrett y debe ser colgado en la habitación que ocupe en la casa de Tom y Marie Barrett, a menos que mi hija decida lo contrario. Y también me gustaría que no lo vendiese nunca, aunque eso lo dejo a su criterio después de que cumpla los dieciocho años.
Así pues, lo repito: el cuadro de los dos chiquillos que miran la luna, obra de Gary Gilmore, pertenece ahora a Sunny Marie Baker Barrett.
Autorizo plenamente a mi madre a disponer en todo o en parte de mis cartas, y si de la forma que sea pueden procurarle algún dinero, tanto mejor. Querría, sin embargo, que el producto lo divida según mejor vea entre TODOS mis hermanos, y también con mi tía, Kathy Kampman.
Como son tantos los que buscan y consiguen sacar provecho económico de la historia de Gary Gilmore y la mía, vería con gusto que una parte del éxito beneficiase a personas queridas por mí y merecedoras de mi confianza. Así pues, las cartas son propiedad de mi madre, Kathryne N. Baker.
Si su deseo es quemarlas, también lo apruebo.
Mi madre no necesita seguramente ninguno de mis muebles y enseres, que carecen de valor, de manera que me gustaría que mi buena amiga Kathy Maynard disponga de todas aquellas cosas del apartamento, sean muebles o las que cuelgan de las paredes, que ella elija y no sean objetos que mi madre quiera reservarse. En cuanto a esto, cuento con la comprensión de mi madre. Kathy N., que me ha ayudado en muchas horas difíciles, está mal de mobiliario y cosas de la casa...
Y nada más.
NICOLE K. BAKER
Eran muchos los comprimidos y los tomó despacio, tragando uno o dos por vez y cuidando de no provocarse arcadas, pues si vomitaba lo echaría todo a rodar. Numerosos pensamientos acudían a su mente entretanto. Se acordó del tipo de Boston, el que debía pagarle los dos mil dólares, y le inquietó la idea de que, desaparecida ella, no hiciese honor al compromiso. Y, a falta de esa suma, ¿de dónde iba a salir el dinero para el tratamiento de April? Se le ocurrió también que, habiendo prometido visitarla por la mañana, y al no abrirle ella, quizá le diese por entrar. En tal caso, y supuesto que siguiese con vida, podían reanimarla. Era preciso decidir, pues, si debía o no echar la llave a la puerta.
No quería que nadie le entrase en la casa. Pero, si tenían que echar abajo la puerta, el estruendo aterraría a Jeremy. Por otra parte, y si no cerraba con llave, nada impediría al niño salirse a la calle por la mañana. Kathy Maynard lo recogería en cuanto lo viese, y, al devolvérselo, la encontraría antes de tiempo. Así pues Nicole optó finalmente por correr el pestillo. Con todo, imaginar a Jeremy rondando de un lado para otro, medio adormilado todavía y mirándola, le partía el alma.
Ahora ingería, mezclados con agua, tres o cuatro comprimidos por vez, y Gary estaba con ella. En los últimos días ya no pasaba ni un minuto lejos de su pensamiento. Ahora, sin embargo, estaba más cerca que nunca, y la idea de que pronto se reuniría con él la llenó de confianza y se llevó el miedo. Cayó entonces en la cuenta de que no se había desnudado, y se preguntó qué debía hacer al respecto. Por una parte, no quería morir vestida, de eso estaba cierta. Y, por la otra, la posibilidad de que por la mañana llegasen periodistas y la viesen en cueros le procuraba una extraña sensación.
Al acostarse tomó una foto de Gary, la puso bajo la almohada y, al cubrirla con la mano, sintióse un poco más desnuda que otras veces. Luego, las píldoras comenzaron a surtir su efecto. Era agradable. Y, notando como la embargaba, se levantó y dio unos pasos por la habitación, sólo por sentir aquella sensación placentera, de flotar conforme movía las piernas. Era maravilloso, como si de nuevo aprendiese sus primeros pasos y las piernas se le cansaran con el ejercicio.
Al tenderse de nuevo en el sofá, otra vez aferrada a la foto, pensó en la carta que había escrito diez minutos antes de tomar los somníferos, al darse cuenta, una vez repasados el testamento y la nota en que dejaba instrucciones en cuanto al destino de sus pertenencias, de que no se había despedido propiamente de su madre, de su familia. Se puso a pensar, pues, en esa tercera carta, y también en Kathy Maynard, su vecina, la mejor que había tenido nunca; en Kathy y su vida adorable, disparatada y hecha un lío terrible; en Kathy, que nunca se metía en nada, que era un ángel y una amiga para todo. Más tarde, aquella tercera carta, la última, comenzó a bailarle en la imaginación, y Nicole se quedó dormida.
Lunes, 15 de noviembre de 1976
Mamá, Papá, Rick, April, Mike, Angel.
—Todos los que sabéis que os quiero y me Inquieto por Vosotros. Os ruego que no me guardéis rencor por dejar esta vida.
No quiero lastimar a nadie, y si hubiera podido evitaros todo dolor, seguro que lo habría hecho.
Pero tengo que marchar. Porque lo deseo con toda el alma.
Desear así una cosa y privarme de ella sin duda terminaría por convertirme pronto en una amargada, en una criatura fea, vieja e injusta, si es que no me hacía perder el juicio.
Creo que todos comprendéis bien lo mío con Gary. Y, de no ser así, pues nada: el tiempo os hará ver claro.
Yo le amo. Le amo más que a la vida y aún más que eso.
Y os amo mucho a todos. No podría haber deseado una familia mejor. Aunque a veces hayamos tenido disgustos, espero que el mal que haya podido hacer me lo perdonéis tan de corazón como yo perdono.
No quiero hablar más. Lo siento, esto tendría que haberlo escrito antes. Tenía tanto que decir.
En fin, todo acabará por arreglarse y resultar claro. Sólo que sepáis que os quiero a todos hoy y siempre.
Y, también, que traté de no sufrir por mí, y de no guardarle rencor a Gary.
Le amo.
Elegí lo que quería.
No voy a lamentarlo.
No dejéis, por favor, de querer nunca a mis niños, que son parte de la familia.
No les ocultéis nunca la verdad.
Cuando cualquiera de vosotros me necesite, allí estaré para escucharle, pues tanto yo, como Gary, como vosotros mismos somos, todos, parte de un Dios portentoso y comprensivo.
Que esta despedida sirva para unirnos más en el cariño, la comprensión y la esperanza de unos en otros.
Os Quiero a Todos
NICOLE