SEGUNDA PARTE NICOLE
Justo antes de que sus padres se separaran, Nicole había encontrado una casita en Spanish Fork, y eso le pareció un cambio positivo. Deseaba vivir sola, y la casa le facilitaba las cosas.
Muy pequeña, distaba unos quince kilómetros de Provo y estaba situada en una calle tranquila, al pie de las colinas. El que había de ser su nido era el edificio más viejo de la manzana y no quedaba lejos de aquella larga hilera de bungalows estilo rancho que bordeaban ambas aceras de la calle. Sumida en ese contorno, la casita se hubiera dicho, por lo apabullada, como salida de un cuento de hadas. Por fuera estaba estucada en un tono como de espliego, las ventanas aparecían orladas de castaño oscuro y el interior constaba sólo de una sala de estar, un dormitorio, la cocina y el cuarto de baño. El techo, de vigas, y la puerta principal, que se abría como quien dice sobre la acera, daban idea de los muchos años que tenía de construida.
En el patio trasero se alzaba un manzano estupendo, viejo y con las ramas sujetas por un par de oxidados alambres, que Nicole adoraba: algo en él recordaba a esos perros sin raza, que, sin amo ni deseos de tenerlo, siguen resultando bonitos.
Entonces, y según se disponía ella a tomar posesión de la casa, según comenzaba a merecerse buena opinión a sí misma porque finalmente se estaba cuidando de los niños, según trataba de estabilizarse a fin de no quedar a merced de sus pensamientos cuando se encontraba sola, justo en ese momento van y deciden separarse Kathryne y Charles, sus pobres padres, casados casi antes de haber podido empezar la enseñanza secundaria, casados durante más de veinte años, con cinco hijos, y sin haber llegado nunca —pensaba Nicole— a quererse de verdad, aunque posiblemente tuvieran, de tanto en tanto, sus fases de enamoramiento. Total, que se habían separado. Y, de no haber tenido ella la casita de Spanish Fork, eso la hubiera hecho pedazos. Tener la casa era mejor que tener un hombre. Nicole no se reconocía a sí misma: llevaba semanas sin acostarse con nadie, y tampoco deseaba hacerlo: sólo buscaba digerir su vida, sus tres matrimonios, sus dos hijos y todos los hombres con quienes había intimado: lo bastante numerosos como para perder las ganas de contarlos.
Lo cierto, de todas formas, es que las cosas le habían ido bien: primero se colocó de camarera en el Grandview Cafe, de Provo, y, luego, consiguió trabajo de costura en un taller de confección. Y, aunque lo de la costura no suponía mucho más que hacer de camarera, a ella le parecía un progreso. La enviaron a una academia, aprendió a manejar las máquinas eléctricas y se estaba sacando jornales como nunca los había conocido. A razón de dos dólares y medio por hora, su sobre llegaba a los ochenta por semana.
Claro, había que trabajar de firme; y, no demasiado bien coordinada, ni ágil a buen seguro —porque siempre tenía la cabeza en otra parte—, se aturullaba. Además, en cuanto la ponían en una máquina y empezaba a cogerle el tranquillo y a conseguir la cuota de producción estipulada, iban y la cambiaban a otra, y, cuando uno menos lo esperaba, la máquina se ponía borde y la dejaba en cuadro.
Con todo y eso, no era mal trabajo. Tenía un fondo de cien dólares —procedente de un lío de cheques que se formaron en la Asistencia Social— y a ésos había añadido otros setenta y cinco salidos de su trabajo. Eso, pues, le permitió comprar al contado el Mustang que se vendía el hermano de su vecino. Quería trescientos dólares por él, pero Nicole le cayó bien y se lo cedió por los ciento setenta y cinco. Cuestión de suerte.
La noche en que conoció a Gary había sacado a los niños a dar una vuelta en el coche, que adoraban. La acompañaba también Sue Baker, su cuñada, no porque tuvieran mucha intimidad, sino porque ella, encinta y separada de Rikki, estaba pasando una crisis en esos momentos.
Como Nicole cruzase en el coche a sólo una manzana de la casa de su primo, Sue propuso visitarle. Nicole se mostró de acuerdo. Pensaba que a Sue le gustaba Sterling, y además sabía que éste acababa de separarse también de su mujer, pese al niño y todo lo demás, justo esa semana.
Era una noche oscura y fresca, una de esas noches de mayo en que el aire de las montañas guarda todavía la calidad de la nieve. Salvo que el frío no podía ser mucho, pues Sterling tenía entornada la puerta. Llamaron a ella antes de entrar. Nicole no llevaba más que unos tejanos y algo que parecía la parte alta de un mono de gimnasia. Sentado en el sofá, vieron al desconocido aquel. A Nicole su aspecto le pareció extraño, sin más. Llevaba barba de un par de días y estaba bebiendo una cerveza. Y, distraído con los saludos, Sterling se olvidó de presentarlo.
Aunque Nicole hizo por no prestarle atención, algo había en él que la reclamaba. Cuando sus ojos se encontraron, él le dijo: «Te conozco.» Nicole no respondió. Algo, por un instante, pareció iluminar su memoria. Pero pensó: «No, no nos hemos encontrado antes. Lo conoceré, si acaso, de una vida precedente.»
Y eso disparó las cosas. Nicole llevaba bastante tiempo sin pensar en términos semejantes, y ahora retomaba aquella sensación. La mirada de él le resultó elocuente.
Tenía muy azules los ojos, enmarcados en un rostro triangular, y, cuando volvió a mirarla, repitió: «Oye, yo a ti te conozco.» Hasta que Nicole rompió a reír y dijo: «Bueno, puede ser.» Y, después de haberlo reflexionado un momento, y tras una segunda mirada, reiteró: «Puede ser.» No volvieron a cambiar palabra durante un buen rato.
Trasladó su atención a Sterling. La verdad es que tanto ella como Sue no se despegaban de Sterling, un hombre fácil de llevar como ningún otro en el mundo. A Nicole siempre le había gustado por lo amable y cariñoso, y, desde luego, porque tenía atractivo. La clase de compañía que le quita a uno todos los males.
Y, con Sue medio enamoriscada de él a su vez, la velada se presentaba excitante. Según progresaba la conversación, Nicole acabó por reconocer que años atrás, niña todavía, había estado loca por Sterling. Y él le respondió que siempre estuvo chiflado por ella. No pudieron menos de reír. Primos enamorados. El otro seguía en su asiento, la mirada fija en Nicole.
Pasado un rato, Nicole decidió que el tipo aquel era bastante apuesto. Sólo que demasiado mayor para ella: parecía rondar los cuarenta. Pese a eso, tenía buena estatura, unos ojos muy bonitos y una boca que no estaba nada mal. Tenía un aire a un tiempo despierto y perverso, como —salvando las distancias de la edad— un miembro de esas pandillas que andan en moto. Aunque hiciera por disimular su interés, estaba un poco hipnotizada por él.
Tampoco Sue le daba conversación; es más, hasta fingía no percatarse de su presencia. La pequeña Sunny, en cambio, había decidido manifestarse y empezó a actuar con todo el despotismo y el desembarazo de que le hacían capaz sus cuatro años. Todo era ordenar a su madre que hiciera esto o aquello, hasta que, acalorada y muy bonita, comenzó a flirtear con el desconocido.
—Esta pequeña te va a traer disgustos —dijo de pronto el amigo de Sterling al tiempo que miraba a Nicole—. No me extrañaría que acabase en un reformatorio.
A ella esas palabras le produjeron una sacudida. Quizá fuera la clase de madre cuya actuación hace que sus hijos terminen en un lugar semejante. Y Nicole supo con certeza que aquellas palabras se le iban a quedar clavadas en el alma quizá por espacio de dos años.
Le llevó eso a pensar que el tipo aquel poseía poderes psíquicos, la facultad de saber lo que iba a ocurrir. Como los que practican el hipnotismo y cosas parecidas. Y no estaba segura de ser entusiasta al respecto.
A él, sin embargo, debió parecerle motivo suficiente para iniciar una conversación, pues al poco tiempo ya no cesaba de hablarle. Quería ir a la tienda, a buscar cerveza, e insistía en que ella le acompañase. Pero Nicole no dejaba de decir que no con la cabeza: hacía rato que ella y Sue se disponían a partir, y no le apetecía salir con aquel hombre, al que juzgaba excesivamente extraño. Además, ¿qué sentido tenía?: la tienda quedaba a un paso de allí.
Pero intervino en su favor el hecho de que Sue, en realidad, no se propusiera marchar en seguida. Estaba empezando a entenderse con Sterling, y era visible que no le importaría pasar un rato a solas con él. De manera que Nicole accedió por último y, a modo de protección, se llevó a Jeremy consigo. Sunny, a esas alturas, ya estaba dormida.
Al llegar a la tienda, la encontraron cerrada. Siguieron, pues, hacia el centro. Nicole ni siquiera se bajó del coche. Se quedó allí esperando, hasta que el larguirucho aquel regresó con una docena de cervezas y un plátano, para Jeremy, que nadie le había pedido.
Le pareció curioso, sin embargo, que su Mustang fuese idéntico al de ella: el mismo modelo y del mismo año. Sólo el color era distinto. Pero eso hizo que se sintiera a gusto en él.
Al volver, y encontrándola apoyada en la puerta, le puso una de las cajas de seis cervezas sobre la rodilla. Ella, en broma, dijo: «Oh, qué daño», y él, entonces, comenzó a darle masaje. Lo hizo sin excederse: con decoro, pero en forma que resultaba agradable. Y a continuación emprendieron el regreso. Al llegar a casa de Sterling, y antes de salir ella del coche, su acompañante se volvió y le preguntó si le dejaría besarla. Después de pensarlo un minuto, ella dijo que sí. Él se acercó y la besó en forma que en nada perjudicó la opinión que ya le merecía. A decir verdad, y para sorpresa suya, Nicole sintió ganas de llorar. Después de ese primer beso, que ella habría de evocar más adelante, entraron en la casa.
A partir de entonces, y aunque cuidara de buscar asiento al otro extremo de la sala, Nicole ya no se desentendió de él como había estado haciéndolo. Sue, que a todas luces no podía tragar al amigo de Sterling, le prestaba aún menos atención que antes. De hecho, a Nicole llegó a sorprenderle lo poco que le importaba a él esa hostilidad de Sue, que, por mucho que estuviese visiblemente en estado, no dejaba de ser, creía Nicole, una rubia muy atractiva. Pero a él la cosa parecía tenerle sin cuidado, como si se sintiese muy a gusto allí, sentado a solas. También Sterling se mostraba silencioso, y, por un rato, pareció como si la velada no fuese a conducir a ninguna parte.
En vista del panorama, Nicole y Sue iniciaron su propia conversación. Pensaba Nicole que, a causa de sus muchas relaciones masculinas, no era demasiado halagüeña la opinión que Sue tenía de ella en sus tiempos de armonía con Rikki; lo que era más, ella y Rikki habían ido con el cuento el día que Nicole se acostó con un fulano en casa de su abuela, y, a partir de eso, no había vuelto a confiar plenamente en Sue. Por de pronto, no quería, ni mucho menos, que siguiese creyéndola igual de fácil. Por eso se puso un poco tiesa cuando, conforme se disponía a marchar con los niños, Gary le pidió su número de teléfono. La verdad es que, después de todo lo que había dicho a propósito de iniciar una nueva vida, en presencia de su cuñada le causaba embarazo que se la viese tan disponible. Por eso le dijo que no podía dárselo. Él se quedó pasmado.
Dijo que era una absurdidad el que se marchase, sin más, y no volvieran a verse. Y añadió que era echar a perder una cosa que prometía. Luego, y como ella persistiese en sus negativas, hasta se enfadó: se quedó sentado, mirándola de hito en hito, y ella, aguantándole la mirada, repitió que no pensaba darle el número. Pero, con el traslado de los niños y las despedidas de Sue y Sterling, pasó un buen rato antes de que marcharan. Nicole sentía ganas de gritar: le hubiera gustado tanto darle sus señas.
Porque teléfono no tenía. Se hubiera tenido que conformar con darle la dirección o el número del vecino.
En el coche, Nicole no se sentía nada complacida con su estado de ánimos. Acompañó a Sue a su casa, luego siguió hasta Spanish Fork, se estacionó frente a la casa, pero no llegó a bajar del auto. Al diablo con todo, se dijo por fin; y marchó otra vez a donde Sterling. Por el camino, pensó que era una estúpida y que ni siquiera iba a encontrarlo allí cuando llegase, o que incluso podía resultar que estuviera ya con otra. A Sterling no le costaría levantar el teléfono y buscarle una sustituta.
A Nicole la tenía verdaderamente asustada la situación en que, sin siquiera conocer el motivo, se estaba metiendo. Desde lo de Doug Brock, era la primera vez que corría detrás de un hombre, y Doug había sido, de cuantos conociese, el único que la había mandado a paseo. Mucho mayor que ella, Nicole le había tomado afición. Eso ocurrió en la corta temporada en que estuvo trabajando en un motel de Salt Lake, y él, que vivía a la vuelta de la esquina, había hablado de pagarle a cambio de que le hiciese la limpieza. Cuando la tuvo en su casa, las cosas se pusieron al rojo vivo y él le dijo que fuera a visitarle cuando quiera que le apeteciese. Cierta noche, incapaz de conciliar el sueño y harta de estar sola, se acercó a su casa. Eran las dos de la mañana. Él, que salió a abrirle desnudo, le preguntó qué diablos estaba haciendo allí a semejante hora. Luego se puso rudo y, tras haber mencionado el nombre de otro, dijo que no quería saber nada de pájaras que iban con dos hombres a un tiempo. Se lo dijo con el aire de un capataz, que era, justamente, su profesión. Añadió entonces que en ese momento estaba ocupado con otra chica. Eso le dijo, a las dos de la mañana y en la misma puerta de la casa. Fue una grosería. Nicole no volvió a poner allí los pies. Y ni siquiera había pensado en él hasta ese instante en que, de regreso a casa de Sterling, se preguntaba si Gary continuaría con él.
Fue entonces cuando se asustó de todo aquello. Tenía arrebatado el corazón, como si estuviese inhalando un extraño gas que la pusiera entre el desvanecimiento y el regocijo. Jamás había sentido una emoción de semejante fuerza. Era como si no hubiese posibilidad alguna de dejar marchar a aquel hombre.
Su coche seguía allí, y estacionó detrás. Los niños se habían dormido en el asiento trasero y así los dejó. En una calle tranquila como aquella, no había en eso ningún peligro. Subió entonces y, aunque la puerta continuaba entornada, llamó con la mano. Pero, antes de hacerlo, acertó a oír la voz de él. Increíble como pudiera parecer, estaba diciendo: «Amigo, esa chica me gusta.»
Cuando entró, él se acercó a ella y la tocó. No fue un agarrarla para darle un gran beso, sino sólo un ligero contacto que la hizo sentirse en la gloria. Todo estaba en orden. Había hecho bien en volver.
Sentados en el diván, pasaron un par de horas charlando y riendo. Que Sterling estuviese en la misma habitación no importaba en lo más mínimo. Después de un rato, cuando resultó evidente que se iba a quedar, bajaron, sacaron del coche a los niños, siempre dormidos, los llevaron a la casa, los acostaron en la cama de Sterling y siguieron charlando.
En realidad, apenas hacían otra cosa que reír. Lo hicieron a carcajadas por causa de las pecas de ella, que él pretendía contar, y también cuando declaró que eso era imposible, pues no se le podían contar las pecas a un duende. Luego, en un momento de quietud tras muchas risas, él le dijo que había pasado en la cárcel la mitad de su vida. Lo dijo sin emoción alguna.
Si bien no le temía, Nicole estaba asustada. Asustada por la idea de verse complicada con otro fracasado. Un hombre falto del amor propio suficiente para llegar a ser algo. Pensaba ella que era una mala cosa pasar vanamente por la vida: podía costarle a uno muy caro en la próxima.
Empezaron a hablar del karma. Ella, desde su misma infancia, había creído en la reencarnación. Sin eso, nada tenía sentido. Éramos dueños de un alma y, al morir, ese alma volvía a la tierra en la persona de un recién nacido. Todos teníamos una segunda vida en la que pagábamos por los errores de ésta, y ella quería hacer bien las cosas a fin de no tener que repetir el viaje.
Él, para gran sorpresa de Nicole, se mostró de acuerdo. Dijo que hacía mucho que creía en el karma. Y que el castigo es tener que enfrentarse a una cosa a la que no hemos sabido hacer frente en esta vida.
Si uno, por ejemplo, mataba a otro —continuó—, su castigo podía consistir en volver a la vida en la persona del padre, o la madre, del muerto. Vivir estribaba justamente en eso: en asumirse a uno mismo. Si fracasabas en ello, la carga se hacía mayor.
La charla estaba siendo de las mejores de su vida. ¡Y ella, que había pensado siempre que esas conversaciones sólo las puede tener uno en su interior!
Llegados a ese punto, se sentó él en el sofá, le tomó la cara entre las manos y dijo: «Sabes, te quiero.» Cuando lo dijo, su rostro estaba sólo a unos centímetros de distancia. Nicole se sentía reacia a responderle. No le gustaban los «Te quiero». Lo que es más: los despreciaba, sin duda porque esas palabras se las había puesto demasiadas veces en la boca sin sentirlas. Aun así, creyó su obligación pronunciarlas. Y, como temía, no le salieron bien: retumbaron en su interior.
«Hay un sitio en la oscuridad —dijo él entonces—; ¿sabes a qué me refiero? Creo que es en ese sitio donde te encontré. Sé que fue allí.» Sin dejar de mirarla, sonrió y dijo: «Me pregunto si Sterling conocerá ese sitio. ¿Crees que deberíamos hablarle de él?» Y los dos volvieron los ojos hacia el aludido, que permanecía en su sitio con... bueno, con una simple sonrisa en los labios, una sonrisa divertida, como si supiese el rumbo que iban a tomar las cosas. Entonces dijo Gary: «Sterling ya lo conoce. Se nota. No tienes más que mirarle a los ojos, para verlo.» Nicole rió encantada. Era jocoso. Aquel tipo, parecía doblarle la edad, y, sin embargo, había algo ingenuo en él. Usaba el lenguaje de un adulto, pero, en su interior, rebosaba juventud.
Gary seguía con su cerveza. Nicole se levantaba de vez en cuando, en una ocasión para darle el biberón al pequeñín de Sterling, pues Ruth Ann trabajaba de noche. (Aunque Sterling y ella se habían separado, seguían compartiendo la casa. No podían permitirse otra cosa.)
Gary no dejaba de decirle a Nicole que deseaba hacerla suya. Ni ella de responderle que no quería que fuese esa noche. Y él objetaba: «Lo que deseo no es follarte, sino hacerte el amor.»
Al cabo de un rato, ella entró en el cuarto de baño, y, al salir, vio que Sterling se disponía a marchar. Eso le produjo una sensación extraña. Sterling no daba la impresión de que le hubieran puesto en la calle. Pero, aun así, Nicole pensó que Gary se había mostrado un poco rudo en sus manifestaciones. Si se detenía uno a pensarlo, todo el enfoque era bastante grosero. Por otra parte, y a causa de la mucha cerveza bebida, se estaba poniendo un poco áspero. Pero, una vez solos, no tenía demasiada lógica seguir rehusándose. Poco después, desnuda ella, se tendían en el suelo.
No conseguía ponerse en erección. Su aspecto era el de alguien que, habiendo recibido un hachazo, tratara de sonreír. Duro sólo a medias, no consentía en parar un poco y descansar. A ella le pesaba mucho su cuerpo, pero él no dejaba de insistir. Pasado un rato, empezó a excusarse. Le echaba la culpa a la cerveza. Luego le pidió que pusiera de su parte, y ello hizo lo que pudo. Pero, rígido ya el cuello a fuerza del ejercicio, él seguía sin despacharse.
Harta de lo que se había convertido en una enojosa tarea, le aconsejó dejarlo por unos momentos y probar, si acaso, más tarde. Él, en tono amable, le pidió que se le tendiera encima. Cuando así lo hizo, le susurró al oído que le gustaría tenerla así por siempre, y le preguntó si se sentía capaz de dormir de ese modo, encima de él, pues eso le complacería. Ella lo intentó largo tiempo diciéndole que debía reposarse, serenarse. Pese al calor, al agotamiento y al fracaso, seguía sintiendo ternura por él, tanta, que hasta le sorprendía. Lamentaba que estuviese ebrio, que le dominase aquel ansia; e incluso le hubiera querido en esos momentos, a no ser porque verle tan excitado la irritaba: hubiera deseado que dejase las cosas como estaban y se durmiera.
Él, entretanto, continuaba con las disculpas: era la cerveza, repitió, y el Fiorinol, que tenía que tomar a diario a causa de sus jaquecas.
En un momento dado, Sterling llamó a la puerta y preguntó si podía entrar. Cuando él le respondió que se esfumara, Nicole dijo que no le gustaba en absoluto la rudeza que empleaba con Sterling. Ante eso, Gary le echó una manta por encima, retiró el pestillo, para que Sterling pudiese entrar, regresó junto a ella y volvió a marearla un poco más. Eso se repitió durante toda la noche. Apenas durmieron.
A eso de las seis, Ruth Ann volvió de su trabajo en el asilo. Para Nicole resultó un poco embarazoso, pues le constaba que el concepto que de ella tenía no era precisamente bueno. Pero su aparición le dio una excusa para levantarse, cosa que le pareció de perlas: necesitaba estar a solas un rato.
Y, pese a eso, antes de partir le dio sus señas. Fue una iniciativa concreta. Él le preguntó, una y otra vez, si se trataba verdaderamente de su casa; y, cuando Nicole le repitió que en efecto lo era, dijo que la pasaría a visitar al terminar el trabajo.
Y lo hizo, a buen seguro. Como tuviese que ir a la tienda, ella le había dejado una nota. No decía más que: «Gary, volveré dentro de un momento. Considérate en tu casa.» La esquela aquella, sin embargo, estuvo rodando por toda la casa mientras estuvieron juntos. Ella la guardaba en cualquier rincón, pero los niños la volvían a sacar, y tanto Gary como ella se la tropezaban a cada paso.
Aquella primera tarde, al regresar, se lo encontró esperándola ya, en pie, en la sala, desaliñado: los pantalones, como si fuera un empleado de la telefónica y se los hubieran hecho para llevar herramientas en los bolsillos; la camiseta de manga corta, mugrienta, y todo él, sucio de aislante. A Nicole le pareció guapísimo.
Gary daba la impresión de no sentirse a gusto en una casa ajena. En tanto Nicole se ocupaba de los niños, él salió a dar un paseo por los alrededores. Luego, la casa ya en silencio, se sentaron a charlar, y de nuevo se les hizo muy tarde.
A Nicole la inquietaba constatar lo poco que faltaba para que aquel hombre se fuera a vivir con ella. En realidad, le asustaba esa perspectiva. En lo referente al amor, ella siempre se había considerado anormal. Sincera al principio, dudaba, sin embargo, de que alguna vez hubiese amado de verdad. Los hombres le gustaban, y se había enamorado muchas veces, algunas de mala manera, mayormente porque el tipo era apuesto o se mostraba gentil. Incluso le había gustado uno —concretamente su último marido, Joe Bob Sears— por el hecho de que se ganara bien la vida. Sólo que luego resultó ser un sádico. Al mirar a Gary, en cambio, no era ni su cara ni su aspecto lo que veía; se hubiera dicho, sobre todo, que por primera vez en su vida se sentía en su lugar. El tiempo le volaba a su lado.
Más adelante, no recordaba cómo había sido su segunda noche en la cama, aunque sabía que mejor. No se estableció, sin duda, ninguna marca; pero tampoco se produjo la agitación de la primera vez. Luego, los días empezaron a unirse a las noches. Pues, aunque pasó una semana antes de que se instalase definitivamente con ella, entretanto estuvieron viviendo juntos más o menos todo el tiempo.
Durante el fin de semana la llevó a donde Vern e Ida, para que la conocieran. Se le veía orgulloso. A Nicole le gustó su manera de presentarla, y también cómo se refirió a Peabody, el apodo del pequeño Jeremy: ¿A que no habían oído nunca un mote tan simpático? Por eso, a nadie le sorprendió cuando dijo: «Vern, he decidido irme a vivir con Nicole.» Todos sabían ya de esa decisión, pero a él le gustaba oírse a sí mismo repitiéndola.
La reacción de Vern no pudo ser mejor. Los deseos de Gary, dijo, eran sus deseos. Añadió que, trabajando los dos, sin duda saldrían adelante. Pero, entretanto, quería que supiese que su cuarto seguía siendo suyo. No se trataba del huésped a quien se pone en la puerta cuando deja de pagar su alquiler.
A Nicole, sin embargo, la habitación, cuando la vio, le pareció una ratonera: ni un cuadro en las paredes, ni una lámpara. Como un cuartucho de un hotel barato. Gary tenía allí bien poca cosa: un par de pantalones, unas cuantas camisas y, en una carpeta verde, algunas fotos de sus amigos de la cárcel. No acababa de comprender por qué la había llevado allí. Hasta que sacó el sombrero —un poco al estilo de los que usan los pescadores, pero disparatado—, se lo puso, se miró en el espejo y procedió como si le quedase divino. A continuación sacó otro, a rayas rojas, blancas y azules. Era uno de sus rasgos más curiosos: el gusto por aquellos sombreros completamente grotescos y que él creía airosos.
Sue Baker ignoraba que Nicole estuviese saliendo con Gary, y ni siquiera hubiese imaginado que vivieran juntos, hasta que Nicole le telefoneó cierto día y le dijo que había pedido fiesta en el taller y que le gustaría hablar con ella. Así pues, arreglaron a los chiquillos y se fueron a merendar al parque. Fue allí donde Nicole le confesó que sentía por Gary lo que jamás había sentido por otro hombre: le amaba.
Le contó que una noche, la tercera o la cuarta de las que pasaban juntos, se había emborrachado tanto, que tuvo que enfadarse con él. Pero entonces él se puso a hacerle un retrato. Ya le había hablado de lo bien que dibujaba, y de que había ganado premios en concursos; pero, no habiéndole visto ningún trabajo, ella no le creyó: no era el primero que se le ufanaba de poseer habilidades inexistentes, y eran muchas las majaderías que le habían contado. Pero, una vez terminado, el retrato resultó bueno de verdad. No era que se defendiese dibujando: lo hacía como un auténtico artista.
Cuando salieron del parque, porque era hora de ir a recoger a Gary al trabajo, la idea de verle le había encendido a Nicole la mirada, de manera que Sue se convenció por sí misma de que era muy grato lo que sentía. Y, viéndola tan enamorada, no tuvo más remedio que cambiar, pese a su primera impresión, el concepto que Gary le había merecido.
A raíz de su separación de Rikki, Sue ya no disponía del coche, de manera que acompañó a Nicole hasta Linden. Y lo cierto es que, durante el regreso, acabó simpatizando con Gary, que se mostró muy agradable y no dejó de hablar de lo mucho que le gustaba verse recogido por dos mujeres despampanantes. Un cumplido, a buen seguro, pues el embarazo la había puesto enorme; pero, con todo lo que estaba pasando, a Sue le hicieron bien esas palabras. Por otra parte, y puesto que a Nicole le habían cambiado las cosas, no era imposible que también su suerte mejorase. Algo maravilloso podía suceder en su vida una noche cualquiera...
Cuando hubieron dejado a Sue en su casa, Nicole mostró a Gary la almohada que había traído consigo. Para estar más cerca de él, solía sentarse en el mismo borde del asiento, y eso, con los del Mustang, anatómicos, no acababa de resultar cómodo. Hasta que se le ocurrió a ella lo de la almohada, que no sólo le permitía viajar a gusto, sino hasta rodearle el cuello con el brazo. Él se puso a conducir con una sola mano utilizando la otra, descansada en el regazo de Nicole, para estrechar la de ella.
Tenían que hacer compras, y él estacionó el coche delante de la tienda; pero, en lugar de apearse, se puso a hablarle de su madre. Hacía mucho que no se veían, y ella, aquejada de una grave artritis, apenas podía caminar. Gary interrumpió su relato. Los ojos se le habían llenado de lágrimas y a Nicole le sorprendió que pudiese sentir por su madre algo tan intenso. Creyéndole más duro, le pasmaba que fuera capaz de llorar. Pero nada dijo: acercóse más y le acarició las lágrimas. Por lo general, el espectáculo de un hombre que llora le resultaba repulsivo. Cuando alguno lo había hecho ante ella, porque iba a dejarlo, eso aumentó su resolución: llorar por una mujer le parecía una debilidad. Con Gary, en cambio, no se le ocurrió pensar en eso. Hubiera querido, por el contrario, poder ayudarle: chasquear los dedos, por así decirlo, y traerle a su madre.
Hablaron entonces de ir a visitarla a Portland. Si conseguían ahorrar un poco, podían trasladarse allí en el coche de ella, o en el de Gary, si el de él estaba en condiciones de aguantar el viaje. Luego pasaron a hablar de esas islas que se alquilan por noventa y nueve años. Él dijo que apenas sabía nada sobre el tema, pero que iba a procurarse información.
Entre semana, tenía que madrugar; pero él estaba habituado a eso.
Y a Nicole no dejaba de complacerle sentir sus abrazos según despuntaba el día, oírle susurrar que la amaba. Ambos dormían desnudos, pese a lo cual, para percatarse de su presencia, aún precisaba tocarla. Esas efusiones, sin embargo, podían resultar un problema, pues a Nicole no le gustaba besarle en esos momentos: a él le olía bien el aliento, porque no fumaba; pero a Nicole, que sí lo hacía, y mucho, la boca le sabía espantosa a las cinco y media de la mañana.
Al poco, ella saltaba de la cama, iba a la cocina, preparaba emparedados para él y ponía en marcha el café. A veces llevaba una pequeña bata de baño, muy corta, pero otras corría desnuda por la casa. Él se sentaba entonces a tomar su desayuno: un sucedáneo de café y un montón de vitaminas. Maníaco de las vitaminas, las creía una fuente de vigor. Si había bebido mucho después del trabajo, por la mañana, desde luego, se sentía cansado. Pero, aun así, resultaba una compañía agradable. Durante el desayuno, que prolongaba cuanto le era posible, no dejaba de mirarla, de decirle lo guapa que era, y cómo le maravillaba: nunca hubiera imaginado que una mujer pudiera resultar tan agradable al tacto, tan fragante. Y a ella le complacía oírle esas cosas, pues se esmeraba en el baño y, pese al aspecto que a veces pudieran presentar la casa y los niños, al suyo personal le concedía mucha importancia.
Limpia de maquillaje, su cara, aseguraba él, tenía la frescura del rocío. La llamaba su duende y le decía que era el encanto personificado. Pasado un tiempo, Nicole llegó a convencerse de que, como a ella, le estaba ocurriendo algo incomprensible: la sensación de vivir perpetuamente junto a algo bello.
Antes de marchar, pasaba veinte minutos en el cuarto de baño. Peinándose —imaginaba ella— y atendiendo a sus necesidades. Luego, consumían los últimos cinco minutos a la puerta, de donde no se separaba ella hasta verle marchar en el coche. A menudo le costaba arrancarlo, y en esos casos, después de ponerse los tejanos, Nicole salía a empujar. Otras veces cogía el coche de ella, dependiendo de cuál de los dos tuviese más gasolina. En ocasiones pasaban verdaderos apuros económicos.
Pese a eso, a ella no le importó dejar el trabajo. Desde el día en que se tomó permiso para salir a merendar con Sue, supo que no iba a seguir adelante con su empleo. Necesitaba tiempo para pensar. Y no era fácil concentrarse en una máquina de coser cuando lo que deseaba era pasar el tiempo soñando con su hombre. Por otra parte, contaban con el sueldo de él y con lo que ella recibía de la Asistencia Social, y Gary no tenía nada en contra de que plantase lo de la costura.
Ausente él, ella atendía pequeños quehaceres, arreglaba la casa, daba de comer a los niños. Pasaba largos ratos trabajando en el jardín, o bebiendo café. En eso se le iban a veces dos horas, que dedicaba a pensar en Gary. Sentada con la taza en la mano, se sonreía de sí misma. Era tanto su bienestar, que le costaba dar crédito a algunos de sus sentimientos. Muy a menudo, sacaba el coche y, sólo por estar con él, se iba a llevarle el almuerzo, que él salía a comer en su compañía en el mismo auto.
En esa época empezó a visitar con frecuencia a Kathryne, su madre, pues, viviendo ésta no lejos de donde Gary trabajaba, podía dejarle a los niños, tomar juntas una taza de café y, luego, salir al encuentro de él. Esas ocasiones la llenaban de contento. Después de la entrevista, volvía a casa de su madre, pasaba con ella otra hora y a continuación regresaba a Spanish Fork, dispuesta a ordenar la casa y esperar. Por primera vez descubría los goces de una vida de ocio.
Un domingo, y mientras ella se dedicaba a cavar en el jardín, Gary grabó sus nombres en el manzano. Lo hizo con el cortaplumas, pero muy perfecta, muy pulcramente: GARY AMA A NICOLE. Jamás le habían hecho una dedicatoria parecida.
Al día siguiente, muy ocupada, ardía en deseos de volver a casa. Lo primero que hizo, en cuanto llegó, fue limpiar a fondo el coche de él; luego, se encaramó en el manzano y, por encima del lugar que él había utilizado, grabó a su vez: NICOLE AMA A GARY. Regresó al interior justo a tiempo de darle la bienvenida.
Él salió al patio, a tomarse una cerveza, y Nicole le pidió que examinase el manzano. Pero, como no la advertía, por último tuvo que señalarle ella misma la inscripción. Se puso contento como un chiquillo y le aseguró que le había salido mejor que la suya. El corazón que había dibujado alrededor, dijo, era precioso.
Cosa de una semana después del inicio de su convivencia, Nicole encontró entre las cosas de él una carpeta grande, amarilla, y, en ella, un fajo de papeles referentes a su pelea con un dentista de la prisión. Los hechos, descritos en típico lenguaje oficial, resultaban tan divertidos, que, sentada mientras leía, no pudo contener la risa. ¡Cuántos tecnicismos para una simple dentadura postiza! A Gary, sin embargo, no le hizo mucha gracia cuando se lo contó. Habiendo silenciado lo de la prótesis, enterarse de que ella lo había descubierto le fastidió enormemente.
Nicole, claro está, ya lo sabía. Lo notó la primera noche. Primero porque había vivido con un hombre que usaba dientes postizos, y, luego, porque cualquiera que los llevara lo hacía evidente en el momento de besar: jamás permitían que les pusieran la lengua en la boca, y, en cambio, insistían en explorar con la suya la boca de la mujer. Llevó ella la broma hasta llamarles «las masticaderas», pero a él no le sentó bien: se había alterado como si alguien, de pronto, hubiese apagado la luz. Aun así, continuó tomándole el pelo, como para hacerle ver que aquello le tenía sin cuidado; no buscaba compararle con otros ni calificarle; estaba dispuesta a tomarlo como era.
Día a día se percataba de lo mucho que la complacían algunas de sus cosas. Él, por ejemplo, no fumaba; pero, viendo que ella se liaba los cigarrillos, le llevó un cartón. Y esos pequeños detalles eran maravillosos.
Por la noche, sentados a beber cerveza, el tiempo les pasaba sin sentir. Con él podía referirse abiertamente a su pasado, sin silenciar nada, Gary no se perdía una palabra de lo que dijera. En otro le hubiera estomagado aquella atención, pero no en él. Y su forma de estudiar a Gary no era menos minuciosa.
Nunca le bastaba el tiempo que pasaban juntos. Si antes miraba con avaricia los minutos que pudiera dedicarse a sí misma, ahora se impacientaba por verle regresar. En cuanto daban las cinco y aparecía él, la jornada se antojaba completa. ¡Cómo le gustaba servirle aquella primera cerveza!
Algunas veces sacaban la escopeta y en el patio, usando latas y botellas de cerveza como blanco, se dedicaban a disparar hasta que, llegada la noche, sólo el rebote de las balas, o el estallido del cristal, permitían determinar los aciertos. El crepúsculo iba cayendo lento y era como aspirar una vez y otra el perfume de una brazada de rosas. El aire tenía aroma de marihuana aquellas tardes.
Si se quedaban en casa, no faltaban niños por medio. La chica que cuidaba de los de Nicole, una linda adolescente llamada Laurel, tenía un montón de primitos y los traía consigo. Algunas veces, de regreso de un paseo en el coche, Gary y Nicole se encontraban a toda aquella chiquillería en la casa y él aprovechaba para jugar con los pequeños. Les daba vueltas «a caballo» y, a horcajadas sobre sus hombros, los niños podían tocar el techo con las manos. Él prefería pasear así a los que menos miedo mostraban, pero se lo pasaba en grande con ellos.
La mayoría de las veces, sin embargo, llamaban a Laurel, en cuanto Gary llegaba a casa, y marchaban solos en el coche. Por lo regular iban a un cine al aire libre y allí cenaban, y en alguna que otra ocasión se llegaban al Stork Club, a jugar al billar. Otras tardes, al terminar Gary el trabajo, marchaban directamente al centro comercial, donde elegían, para ella, ropa interior sugestiva, o adquirían cerveza y cigarrillos que llevarse al cine al aire libre. En cuanto llegaban allí, Gary le pedía que se desnudase. Y luego hacían el amor en el asiento delantero. A Gary le encantaba verla en cueros: no acababa de digerir la idea de que fuese una mujer desnuda lo que tenía entre los brazos.
Cierta vez, para ver la película —daban «Peter Pan»—, se instalaron, espalda contra espalda, sobre la misma plancha del portamaletas, ella desnuda. Habían estacionado el Mustang a un extremo de la explanada, pero no faltaban coches alrededor, y ella, sin nada encima. ¡Qué sensación aquella! Después de tantos años de reclusión, Gary se volvía loco viéndola pasear con el sexo al aire y los pechos en balanceo. Y a ella le complacía despertar así su atención. Se daba cuenta Nicole de que la tenía conquistada, y la verdad es que no le importaba lo más mínimo.
Pese a eso, él no se mostraba arrogante. Y, cuando le pedía algo, resultaba conmovedor. Cierta vez, muy entrada ya la noche, Nicole se avino incluso a desnudarse en la escalinata posterior del mismísimo templo capitular de la Iglesia Mormona, en el Provo Park, como quien dice en el centro de la ciudad. Pero no pasaron de eso: sentarse en los peldaños la ropa de ella sobre la hierba. Luego Nicole bailó un poco, y Gary e puso a cantar con una voz que recordaba la de Johnny Cash, sólo que menos buena (para quien no estuviese enamorado de él). La canción era «Amazing Grace», que dice:
Desafiando peligros, fatigas y trampas
Hemos llegado ya,
Fue la Gracia la que nos trajo salvos hasta aquí,
Y esa Gracia ya no nos dejará.
La noche era cálida, de primavera, y allí estaba ella, sentada a su lado, desnuda, a las dos de la madrugada, con el aire frío de las montañas sustituido por las cálidas ráfagas que llegaban del desierto.
Esa misma noche, mucho más tarde, ya en la cama, consumaron verdaderamente el amor. En el mejor momento del acto, él le propuso abrir con sus manos toscas su feminidad y alentar por ella hasta alcanzarle el alma, y eso la llevó al orgasmo. El primero que conocía a su lado.
Al amanecer, se sentó ella a escribirle una carta en la que le decía que le amaba y ansiaba seguir haciéndolo. Le dejó la pequeña esquela junto a las vitaminas, y, aunque él nada respondió después de haberla leído, un par de noches más adelante, y según paseaban a espaldas de Center Street, cerca de la misma iglesia, vieron una estrella fugaz. Ambos formularon un deseo; pero, cuando él pidió conocerlo, ella no quiso revelárselo. Más tarde, sin embargo, le dijo que había rogado porque su amor fuera constante y eterno. Él declaró haber pedido que jamás fuesen víctimas de una tragedia innecesaria. A ella le acometió entonces una oleada de recuerdos; fue como cuando, en sueños, tiene uno la sensación de haberse caído.
Un día, al preguntarle Gary si recordaba la primera vez que se había acostado con alguien, Nicole, tras un titubeo, respondió:
—Vagamente.
—¿Qué quiere decir eso de «vagamente»? —indagó Gary.
—Que no fue nada del otro jueves. Yo debía de tener once o doce años.
Como es natural, no se lo contó todo de golpe. Primero fueron las anécdotas simpáticas, como la del pequeño mapache que se llevaba a la escuela, puesto en el hombro, convencida de que eso la hacía irresistible. Tenía seis años en ese entonces.
Solía hacer novillos con mucha frecuencia, le explicó. Por lo general, sus escapadas la llevaban a una pineda, situada por encima de la colina que había detrás de la escuela, y, allí sentada, se quedaba contemplando a los idiotas que asistían a clase. Pero una vez se pasó de lista y, en lugar de quedarse en el bosquecillo, desando el camino carretera abajo en el preciso instante en que su madre pasaba por allí en el coche. Aún recordaba sus palabras: «Qué bonita, la niña. Sube inmediatamente.»
En otra ocasión, su madre le cortó tanto el cabello, que las orejas le quedaron al descubierto. La tomaban por un chico. Así se lo dijeron unos niños, en el patio de la escuela. Y ella fue y les demostró que se equivocaban.
Gary rompió a reír. Eso la animó a continuar.
Le habló de la carta que le había escrito, cuando tenía ella diez u once años, a un chicuelo odioso que tenía una lengua de lo más puerca. La carta era pornográfica, y ni siquiera sabía por qué la había escrito, pues, una vez leída, la rompió y arrojó los pedazos al cubo de la basura. Su madre, sin embargo, los recuperó, recompuso con cinta adhesiva la carta, y le dijo que era una niña repugnante. Sería porque se le ocurrió escribir: «Bueno, ya que tanto hablas de la cosa esa, a ver cuándo la hacemos.»
En ciertos momentos, y porque su madre adivinaba el pensamiento de los demás, Nicole la había creído muy inteligente. Nunca tuvo a Kathryne por muy aguda en cuanto a sí misma; pero, en lo tocante a los demás, era un lince. Antes de que pudiera uno pensar dos veces en una cosa, ya estaba ella mencionándola. Y eso, a buen seguro, le permitía tener a la gente en un puño. Ser una menudencia de mujer no le impedía enfrentarse a su marido, un hombre como una encina, con un precioso bigote negro, y decirle que era un golfo, y que se fuese a calentarle la cama a la zorra con la que había estado hasta ese momento. Cuando Charley volvía tarde del trabajo —que era casi siempre—, porque se había parado a tomar unas copas por el camino, ni entraba haciendo eses ni hablaba como los borrachos, pero traía consigo una media sonrisa, un poco al estilo Clark Gable, por la que podía ver Nicole que estaba entonado. Era entonces cuando Kathryne lo cogía por su cuenta. Y no se andaba con contemplaciones.
Un día, Kathryne lo sorprendió bajando las escaleras de una especie de motel en cuyo piso tenía él una querida. Kathryne, que llevaba consigo la pistola reglamentaria de él, amenazó con matarle. Pero no lo hizo. Con todo y eso, era Charley quien siempre la acusaba a ella de adulterio. ¡A Kathryne, que no había conocido más hombre que él ni llegó nunca a conocerlo! Pero su padre prescindía de eso. Una de aquellas noches en que regresaba tarde, y al encontrar vacía la casa, pensó que Kathryne había huido con otro y se había llevado a los niños. Lo cierto, sin embargo, es que sólo habían ido a un cine al aire libre. Pero, al regresar, no quiso creerla. Los pequeños tuvieron que salir corriendo hacia el coche. Ya arrancaban, con mamá al volante, cuando Charley, que trataba de subir en marcha, se cayó y se rompió una pierna. Eso ocurría cuando contaba Nicole siete años y su padre, veinticinco.
Siempre estaban peleando por causa del dinero. Kathryne le echaba en cara que, avariento para con la familia, se lo gastaba todo en escopetas y en beber con sus amigotes del ejército. Pese a eso, Nicole recordaba que, teniendo ella diez años, cuando enviaron a su padre al Vietnam y Kathryne no vivía pensando que pudieran matarle, a veces la oían llorar en el silencio de la noche.
Como Gary dijese que le gustaría conocer a Kathryne, Nicole no mencionó su última conversación con ella, en la que, como fuera de esperar, su madre le salió con que su último novio era, según tenía entendido, bastante mayor, eso para no hablar del hecho de que hubiera estado en la cárcel, una magnífica influencia, sin duda... «Yo saldré con quien me dé la santísima gana», le respondió Nicole.
Sin embargo, cuando se celebró, la visita transcurrió normalmente. Gary, muy cortés, se quedó junto al aparador, en pie, con Jeremy en los brazos, y nada dijo: se limitó a observar y empaparse del ambiente, como si le hubieran programado para tenerse derecho y lanzar alguna que otra mirada. «Encantado de conocerla», le dijo a Kathryne cuando se despidieron. Pero Nicole se dio cuenta de que se llevaba él una sensación de incomodidad.
Nicole reparaba en esas cosas a causa del temor de lo que la gente pudiera hacerle a Gary, que entre extraños se mostraba envarado como un adolescente. Ella lo comprendía. Se percataba de lo que era la cárcel, como si también ella la hubiera conocido. Estar en la cárcel es el deseo de respirar cuando alguien le tapa a uno las narices: desaparecida la obstrucción, el aire le vuelve a uno loco. Cárcel, también, era haberse casado demasiado joven y estar cargado de críos.
No recordaba de fijo qué historias le había contado, y cuáles no; y mejor así, porque algunas eran de alivio. Pero nada como aquella sensación, de que un par de palabras bastaban para transmitirle sus pensamientos. Paulatinamente fue contándole más y más cosas. Él la escuchaba sin mostrarse chocado. Y eso era muy importante.
Hasta la edad de ocho o nueve años, se había visto muy fea, como una especie de pájaro torpe. Y luego, repentinamente, se produjo un cambio espectacular. No había, en sexto curso, pechos mayores que los suyos, y en cierta época no se daban iguales en todo el colegio. No tenía que esforzarse, claro está, para que se fijaran en ella. La habían apodado Bombas de Espuma.
Hasta cumplir los once años, no consintió que nadie entrase en ella. Pese a eso, disfrutaba desnudándose, permitiendo que los chicos la miraran, la tocasen. Le gustaba atraerse la atención de los más guapos; eso, sin duda, porque nunca se había considerado popular: apenas la invitaban a ninguna fiesta, y las hijas de las familias mormonas de calidad, las niñas que asistían a la escuela dominical, le hacían rabiar lo suyo.
Al iniciar la segunda enseñanza empezó a frecuentar a lo peor de los muchachos, de los cuales unos se distinguían por cizañeros y otros, por feos. También robaba cuanto podía, sobre todo de los armarios de sus condiscípulos. Y, aunque nunca la atrapasen, todos sospechaban de ella y la despreciaban. Nadie, en cambio, parecía interesado en fomentar su lado bueno. Hasta que acabó convenciéndose de que asistir a la iglesia o sacar buenas notas no valía la pena: ¿quién se lo tendría en cuenta?
Luego, a los trece años, la metieron en el manicomio. La habían llevado a asesorarse con una dama muy pingorotuda que la persuadió a dejarse llevar allí. Le dijo que sólo sería por un par de semanas; pero, cuando soltó la lengua sobre lo del tío Lee, las dos semanas se convirtieron en siete meses.
El tío Lee había estado viviendo con ellos desde que Nicole comenzó a ir a la escuela. Su padre le calificaba de amigo del alma, y los niños, aunque no fuera tío suyo ni tuviera parentesco alguno con ellos, le llamaban tío Lee. Su padre, sin embargo, lo consideraba más próximo que a ninguno de sus hermanos. Desde luego, tenía parecido suficiente como para pasar por hermano suyo. Y, puesto que Charley Baker trataba, cuando joven, de parecerse a Elvis Presley, vistos en mutua compañía por la calle, Lee y Charley daban la impresión de Elvis Presley caminando junto a Elvis Presley.
El tío Lee había muerto ya; pero, desde que Nicole cumplió los seis años, estuvo viviendo intermitentemente con la familia, cosa que Nicole no perdonaba a sus padres, pues a ella la había jodido de mala manera, y hasta le creía responsable de que se hubiese convertido en una perdida.
Lee aprovechaba las ocasiones en que sus padres regresaban tarde: él, porque se quedaba de servicio en la Base; Kathryne, porque trabajaba de noche. Cuando uno y otro estaban fuera, Nicole sabía en seguida lo que se avecinaba. Se ponía nerviosa en cuanto le veía entrar en el baño. Poco después de salir, y sentados a solas en la sala, en bata, abría ésta y le pedía que jugase a lo que él llamaba «tocar pipis». Apagada la luz, ella no conseguía averiguar qué era lo que tocaba ni lo que el otro le pedía que besase. Pasado un tiempo, la cosa se le hizo tan normal, que incluso le preguntaba ella, muy amable, si lo estaba haciendo bien, a lo cual él respondía que sí.
Hasta cumplir los doce años no se atrevió a decirle que ya no podía obligarla a seguir con aquello. En esa época compartía su cuarto con April, y, como la creyera despierta cuando él vino a despertarla, le dijo eso. Entonces Lee le salió con que la había sorprendido en el cuarto de baño, y pasó a referirse a la pequeña masturbación que había presenciado. «Con un espíritu tan liberal —le dijo—, no veo por qué no puedes hacerme a mí la misma cosa.» Ella le respondió: «Me tiene sin cuidado lo que hayas visto: puedes contárselo al mundo entero.» Poco después marchaba al Vietnam y moría allí. El suceso hizo pensar a Nicole si no sería que le hubiese marcado con una maldición, pues los sentimientos que le inspiraba no eran lo que se dice buenos.
Porque temía que no la creyesen, nunca contó a su familia lo que le había hecho el tío Lee. De todas formas, ahora parecían al corriente. Quizá se lo hubiese dicho aquella señora tan fina, la que la envió al manicomio.
Gary observó un largo silencio.
—Tu padre —dijo por fin— merecería que lo fusilaran.
—¿De veras quieres que te lo cuente todo? —indagó ella.
—Sí —asintió Gary—, quiero oírlo.
De manera que le relató lo del loquero y lo de su primer matrimonio. Sin silenciar la orgía que intervino entre ambos sucesos. De otra forma, hubiera resultado difícil explicar que a su segundo marido lo conoció antes que al primero.
En realidad, el manicomio participaba a un tiempo de loquero y de reformatorio. Era una especie de albergue juvenil. Y, de no haber sido porque a ella la enfurecía saberse encerrada, el lugar no hubiera resultado malo del todo. ¿Por qué me tienen aquí, si no estoy loca?, solía preguntarse por las noches, cuando caía el silencio. Y, si alguien rompía a gritar, se sentía sola.
La primera vez que le dieron permiso para visitar a la familia, tuvo que hospedarse donde su abuela. Fue entonces cuando unos fulanos que vivían en la puerta de al lado le preguntaron si quería participar en una fiestecita. Se fue, pues, a casa de ellos, y, como la cosa se prolongase unos cuantos días, haber extralimitado el permiso le costó disgustos. De vuelta a la institución, la sometieron a una vigilancia tan estrecha, que pasaron seis meses antes de que pudiera procurarse una nueva licencia.
Ésta fue clandestina, aprovechando que habían puesto de guardia en la puerta a una señora realmente chocha. Burlada su vigilancia, echó a correr campo a través, saltó un par de cercas, cruzó unos cuantos jardines particulares y, habiendo salido a una carretera de cierta importancia, hizo autostop hasta llegar a casa de Rikki y Sue, donde se quedó algunos días y empezó a salir con Jim Hampton, el tipo que habría de ser su primer marido. Jim, que se decía enamorado de ella, ya no dejó, desde la primera noche, de hablarle de matrimonio. A Nicole le parecía un zoquete sin pizca de madurez; pero, aun así, pasó con él todos los días que duró su escapada. Por una parte le complacía sentirse superior a él; por la otra, resultaba cómodo tenerle de compañero por las noches. Incluso llegó a hospedarse en casa de sus padres.
Hasta que el de Nicole descubrió su paradero y salió a su encuentro. No estaba furioso ni nada por el estilo. Por el contrario, encontró genial lo de su huida del manicomio. Y le aconsejó que se casara.
A Nicole aquel le pareció siempre un matrimonio inducido, que era la palabra que usaban en el manicomio cuando alguien se escapaba movido por personas capaces de influirle. Y, además de inducido, resultaba evidente que sus padres querían librarse de ella.
Eso aparte, y aunque la personalidad de Hampton no la complaciera ni le impresionase gran cosa su inteligencia, ella lo encontraba guapísimo. Su padre, por añadidura, le había dicho que, si se casaba, no tendría que volver al manicomio. Así las cosas, cuando Hampton se la pidió en matrimonio, le dijo: «Adelante con los faroles.» A ella ni siquiera la consultó.
Él y Hampton se metieron en el coche como si fueran viejos camaradas —su padre no había cumplido los treinta y Jim pasaba de los veinte—, a ella la sentaron en el asiento de atrás y... el coche arrancó. Nicole sabía que no iba a traerle libertad de ninguna clase aquella boda; pero, puesto que se había metido en ello, decidió poner todo lo posible de su parte. En el asiento delantero, según avanzaban, la bebida corría libremente.
El viaje, con todo, no resultó demasiado malo. Por el camino recogieron a una amiga de ella, una tal Cheryl Kumer, que les acompañó hasta Elko, en el estado de Nevada, donde Nicole y Jim Hampton se casaron y estuvieron viviendo juntos cuatro meses.
Jim nunca se mostró rudo con ella; muy al contrario, la trataba con dulzura y amabilidad, como si fuese una muñequita preciosa. Ante sus amigos solteros, no dejaba de exclamar: «Fíjate, lo que he pescado. ¿Qué me dices?» Como estaba sin trabajo, vivían del desempleo. Y, aunque no quisiera dar golpe, con las máquinas de distribución de refrescos, teniendo a mano una lima para las uñas, sí sabía emplearse. Y, por mucho que no le entusiasmara vivir a base de calderilla, a Nicole la cosa le parecía divertida.
Pasados unos meses, Nicole seguía siéndole fiel, cosa en cierto modo agradable, pues en esa época ella aún trataba de sacudirse sus complejos sexuales. Pero no había regularidad en sus contactos, que iban del defecto al exceso. Ella jamás conseguía el orgasmo, y le constaba que la culpa no era enteramente de él. Además de lo del tío Lee, tenía otro gran secreto que nunca reveló a Hampton: lo de la fiesta donde, aprovechando el primer pase de fin de semana que le dieron en el manicomio, consumió dos días enteros, con sus noches.
El tipo que la engrescó para que asistiese al guateque, que se celebraba junto a la casa de su abuela, y donde no faltó ni bebida ni droga que fumar, rondaría los veintiocho años. A ella el fulano aquel le gustaba mucho: la mimaba, la cubría de atenciones y no se alejaba de su lado; y, cuando hacía el amor con ella, le dejaba una especie de languidez. Luego les dijo a sus compinches que había una cosita dulce en el dormitorio, y que fueran a hablar con ella. La verdad es que Nicole seguía sintiendo afición por aquel tío, aún después de que él le diese a entender que joder con sus amigos era una forma de mostrarle amistad.
Sintió un montón de cosas mientras duró aquello. Abstraída de sí misma, se observó desde lejos. Era una manera de pensar, de buscar soluciones a los problemas.
En el fondo, se sentía orgullosa. Porque, aunque en cierto modo los tipos aquellos la estuvieran jodiendo, era una fiesta a la que ninguna de sus amigas hubiera tenido arrestos para asistir, y eso resultaba excitante. Tanto, que perdió un poco la cabeza y terminó acostándose más o menos con todo quisque. Tal vez fueron tres días los que pasó en la casa. Sin salir absolutamente para nada.
Fue allí donde conoció a Barrett, un tipo pequeño, enclenque, al que no había visto hasta ese momento. Entró en el dormitorio, donde ella se encontraba sola, en la cama, con sensación de flotar; y, sin pasar de la puerta, le dijo: «Sabes, no es preciso que hagas esto. Tú vales más. No es preciso, de veras, que te malgastes.» Así fue su encuentro con su segundo marido, Jim Barrett. No pasó con ella sino unos pocos minutos; pero, aun así, nunca olvidó la expresión que tenía su rostro en esos momentos.
No volvió a verle hasta pasado un mes, cuando, de vuelta ella al manicomio, también a él le encerraron allí. No estaba loco, ni mucho menos; pero, como había desertado del Ejército, su padre firmó todo lo necesario para que le internaran: el manicomio era mejor que el paredón. Su padre, le explicó él, había pertenecido a la policía estatal antes de convertirse en agente de seguros, de manera que no costó convencer a las autoridades de que su hijo no podía estar en su sano juicio.
Fue en el manicomio donde se enamoró de Barrett. Llegaron a ser como dos personas en una sola. Y él era tan despierto, tan gentil: un verdadero tesoro. Sólo sonrisas y dulzura; botas de cowboy, pantalones de marino, camisas ajustadas, bien peinado, cuidadísimo... un muñeco.
Luego se lo llevaron otra vez a la mili, y a eso siguió un largo silencio, largo como no habían de conocer ningún otro. De modo que ella volvió a fugarse y se casó con el otro Jim: Jim Hampton.
Barrett reapareció un día, meses más tarde. Se lo encontró esperándola en el estacionamiento del supermercado. ¡Qué alegría la de ambos! ¿Cómo pudo casarse a sus espaldas?, le preguntó él. ¿Acaso no le quería? ¿No habían hablado de vivir por su propia cuenta, en una casa donde nadie pudiera hostigarles? Si el tipo con quien se había tasado la hacía feliz, él le dejaba libre el campo. La quería lo bastante como para desearle amor y suerte. Pero, si no era dichosa... ¡Qué hermoso juego de confusión el que se traía! Pasados treinta minutos, dijo adiós en su corazón a Hampton y se largó con Barrett.
Pusieron rumbo a Denver. Hizo frío durante el viaje. Primero estuvieron de visita en casa de un amigo; luego, regresaron a Utah y se instalaron en casa de los padres de él. Nicole trataba de llamarle Jim; pero, como ése era también el nombre de Hampton, se lo cambió por Barrett, que le resultaba menos embarazoso.
Marie, la madre de él, se mostró agradable por demás y les hizo todos los honores, menos el de la casa. Si queréis dormir aquí, os casáis, fue su ultimátum. A Nicole no le importó. En su vida había sido tan feliz como cuando se escapaba y se iba a dormir en un huerto, de modo que no la inquietó tener que pasar las noches en el asiento trasero de un Volkswagen. Era Barrett quien se sentía desamparado en la calle. Por su padre se había enterado de que, mientras estaban en Denver, Jim Hampton les había estado buscando ayudado por Charley Baker. A Nicole le parecía una estupidez que ni su padre ni Jim fuesen capaces de ocuparse de sus propios asuntos; pero, en vista de que, según él mismo expuso, Barrett no estaba hecho para enfrentamientos físicos, se buscaron mejor escondite.
Era un pequeño apartamento inmundo situado en la calle principal de Lehi. La escalera se ponía imposible de borrachos que, procedentes del bar instalado en la planta, se estacionaban allí. La calle desembocaba en el desierto y el viento la recorría silbando. Desde la ventana, que daba a esa calle, Nicole podía ver a su padre, cuando éste visitaba el bar.
Un buen día Charley se les presentó en la puerta. Todos les habían estado buscando, pero sólo su padre fue capaz de descubrir que se encontraban no sólo en el estado, no sólo en la ciudad, sino, lo que era más, justo encima de su antro favorito. Entró en el apartamento, con aquella sucia sombra en los labios, le preguntó a Nicole qué tal le iba, y a Barrett, cuando se hizo visible, le dijo: «Chico, te voy a cortar los huevos. Te los voy a arrancar.» Eso con la voz de Clark Gable. Barrett contestó algo de no mucho carácter, como: «¿No podemos hablar primero?» Y, a continuación, se puso a explicarle que él no era una mala persona y que quería mucho a Nicole. Ella, entretanto, no perdía a su padre de vista. Su actitud, al poco rato, había cambiado por completo.
Y se fue tranquilamente a casa. Nicole no podía creerlo.
Un par de días más tarde aparecieron los polis y empaquetaron a Barrett por indeseable. Ésa es la fórmula que usaron con el pobre Jim: «Persona Indeseable». Nicole sacó la conclusión de que había sido su madre, informada por Charley, quien había tirado de la manta. De todas formas, el tipo que abastecía a Barrett de droga para vender pagó la fianza y lo sacó. Luego le tocó la vez a Nicole. Se vino abajo. Ella y Barrett habían pasado una noche en la furgoneta de un amigo, donde se dieron un viaje a base del alucinógeno que contenía una caja de cerillas. A la mañana siguiente todos estaban triturados, pese a lo cual lo repitieron por la noche. Nicole se desquició. Estaban estacionados en la Center Street, de Provo, con la radio en marcha, y de pronto empezó a sonar «Grand Funk», una canción compuesta con un fondo de sirenas. La furgoneta empezó a reverberar con las vibraciones de los que se encontraban en su interior y, a todo eso, ¡zas!, Nicole se sintió volar carretera abajo, aunque lo que hacía era correr, claro. Jim salió zumbando detrás de ella, consiguió atraparla y hacerla volver; pero él mismo se sentía demasiado volátil. Nicole, que prorrumpió en alaridos, estaba armando una escandalera, y Barrett tuvo que llevarla al hospital. Pero ni ahí consiguieron reducirla: echó a correr de un lado para otro gritando que las enfermeras eran feas, que veía tigres, leones. Y entonces la enviaron al albergue juvenil.
Kathryne rehusaba autorizar su salida. Le dijo a Barrett que, si quería casarse con Nicole, primero habría de pagar la factura del hospital. De otro modo, la ingresarían en el reformatorio. Barrett tuvo que recurrir a sus viejos. «Dejad que me case con ella —les dijo—; es lo único que deseo en la vida.» Y les sacó los ciento ochenta dólares que le hacían falta.
Kathryne le prestó el vestido para la boda. Era negro, brevísimo y con cortes a ambos lados de la falda. Eso afectó a Nicole, que no encontraba apropiado un vestido negro para una novia de quince años.
Y también, aunque nada dijo a su madre, no le sentó bien el que no hubieran fotos. Tiene que haber una cámara escondida en algún sitio, se repetía. No puede ser que nadie quiera una foto de mi boda. Dos semanas más tarde, su familia se quitaba de en medio. A Charley le habían destinado a Midway, en el Pacífico, y hacia allí salieron él, Kathryne y los niños.
Su vida sexual con Barrett no se diferenciaba gran cosa de la que había disfrutado con Hampton. Novicia en aquel entonces, no gozaba, ni mucho menos, tanto como quería dar a entender. Al principio, pues, no fueron demasiado felices.
Barrett arrastraba una gran preocupación que terminó revelando a su padre. Todo muy dramático, como en las películas de la televisión. Pero, policía como había sido en sus tiempos, el viejo no puso en duda sus palabras. «Verás —le dijo Jim—, unos tipos me dieron un poco de droga para vender, yo me pateé el dinero y ahora no puedo pagarles. Andan detrás de mí y tengo que salir de la ciudad.» Eso bastó para conseguir que le comprara una furgoneta de segunda mano en la que, después de haber metido un colchón en la parte trasera, emprendieron viaje. Mucho tiempo más tarde, Nicole decidiría que Barrett le había endilgado un cuento a su padre, y que no se encontraba, ni mucho menos, en semejantes apuros.
Fueron a parar a San Diego, a un hotel llamado The Commodore, que ocupaba un destartalado edificio de madera. Allí, en mitad del camino, a punto de que lo atropellasen, Nicole se encontró a un gato redondito, que salió a recoger. Lo cierto, sin embargo, es que el gato era hembra, que estaba preñada y que dos semanas más tarde tuvo gatitos. A Nicole le pareció perfecto.
Fueron días divertidos, mixtos de felicidad y desventura. Ella había comenzado a experimentar orgasmos con Barrett, y él a jugar con la idea de explotarla, no tanto por ella misma como por el hecho de que él era un vendedor nato y necesitaba algún artículo que colocar. Deseosa de experimentar, ella no se opuso. El resultado fue una serie de locas sensaciones que Nicole no se resolvía a explicar a Gary. En parte porque eran demasiado descarnadas, y también porque, a decir verdad, nunca llegó a ponerse en venta. No lo hizo porque, después de reflexionarlo, le pareció mejor no poner a prueba los sentimientos de Barrett, que era celoso en extremo.
Por último, regalaron los gatos y emprendieron el regreso a Utah. Al llegar a Orem, dejaron la furgoneta estacionada en la misma salida de la interestatal. Barrett ni siquiera se dejó ver en casa de sus padres: se limitó a ponerles en el correo una postal en la que, después de señalar dónde había escondido las llaves del vehículo, les presentaba sus disculpas por no haber sido capaz de atender los plazos. Encontraba divertido, le dijo a Nicole, que sus viejos, que le hacían en California, fuesen a recibir una tarjeta con el matasellos de Orem.
Desde ahí, y en autostop, se trasladaron a Modesto, donde un tipo siniestro, con un solo ojo —y ése también medio fastidiado— les alquiló, por cincuenta dólares mensuales, una diminuta barraca llena de cucarachas. Apagaban la luz, encendían otra vez, y mataban a las cucarachas. Fue allí donde descubrió Nicole que estaba embarazada.
Lo del niño les costó una pelotera, porque Barrett porfiaba que lo enredaría todo. Más tarde, y ya de regreso en Utah, Nicole decidió que habían llegado al punto en que sus caminos se separaban. Porque ella quería que se buscase un empleo, y él aseguraba que así lo haría, pero la cosa quedaba siempre en palabras. Por último, y haciendo gala de su talento nato, Barrett convenció a una mujer, que trataba de venderse una casa de trece habitaciones, para que se la alquilara por ochenta dólares al mes. De esa forma, le dijo, los compradores podrían verla en cualquier momento. Una vez instalados allí, y en lugar de buscarse un empleo, Barrett empezó a invitar a amigos y a organizar fiestas, tras lo cual volvió al tráfico de drogas. Al alcanzar Nicole su sexto mes de embarazo, vivían en una fiesta perpetua.
Un buen día la propietaria se presentó en la casa con el jefe de policía, le devolvió a Barrett el importe de medio mes de alquiler y el poli los desahució en el acto. Barrett insistía en quedarse, pero le pusieron el dinero en la mano y le mandaron descampar. A Nicole la contrarió tener que trasladarse encinta a casa de su abuela mientras él se hospedaba con sus padres. No sólo estaban llenos de trampas, sino que Barrett se pasaba el día entero sin dar golpe, siempre colocado y con sus amigos. La vida se había convertido en una pesadez.
En ese punto, procedente de Midway, de donde había vuelto por alguna gestión, apareció su padre. En plan de broma, le dijo: «¿Qué, quieres volverte conmigo y conocer el Pacífico?» Y ella respondió: «¡Me muero por hacerlo!»
Fue así como se separó de Barrett la primera vez: de siete meses y tan de improviso como había plantado a Hampton. Durante el vuelo no dejó de pensar en sus primeros días con Jim, cuando, de puro enamorada, incluso adivinaba lo que él sentía.
El viaje fue por todo lo alto. Cuando aparecieron en la casa, faltó poco para que a Kathryne se le saltasen los ojos de las órbitas. Nicole reparó en lo enclenque que estaba, y en la expresión de vacuidad que tenían sus ojos cuando la abrazó, como si todo aquello la excediera. April y Mike, unos simples chiquillos cuando Nicole los vio por última vez, se estaban volviendo ingobernables. Todo eso la afectó tanto, que durante los dos primeros días Nicole incluso evitaba fumar delante de su madre.
Cuando Barrett descubrió su paradero, la factura del teléfono de su padre se fue por las nubes. El impacto emocional había sido tan grande, y tan enamorado de ella volvía a estar, que se había buscado un trabajo, y ahora, le aseguró, hasta tenía una cuenta corriente. Iba ir a ver a Nicole.
Ella, desde el otro lado de la línea, le envió su cariño. Y le dijo que no fuera, que le buscaría líos a su padre. Para conseguir una reducción en el billete, Charley la había declarado persona a su cargo, de manera que todos la tenían por madre soltera.
¿Iba eso a detener a Barrett? Ni hablar. Tras librar, en el aeropuerto de Salt Lake, un cheque que su padre hubo de afianzar más tarde, tomó el avión de Midway, se dirigió al hospital, dio con el pabellón de maternidad, se apostó junto a la ventana de Nicole y, en cuanto Kathryne salió de la habitación, él se deslizó al interior. Nicole estuvo contenta de verle, y la visita cambió las cosas, aunque no radicalmente. No podía perdonarle del todo. Pasados un par de días, le hizo volver a casa.
A esas alturas, Nicole deseaba saber cosas de la vida de Gary; pero Gary no quería hablar de sí mismo, prefería oírla a ella. A Nicole le llevó tiempo darse cuenta de que, habiendo pasado su adolescencia recluido, y en prisión la mayor parte de los siguientes años, hallaba más interés en descubrir lo que ocurría en una cabecita como la suya. Y es que había crecido sin una compañera como ella.
Si se resolvía a contar algo, eran, por lo general, cosas de su niñez. Pero a ella le gustaba su forma de relatarlas. Había un paralelismo entre su narrativa y su dibujo, por lo concisos. Unas pocas palabras le bastaban para plasmar lo que quería decir. Como ocurrió A, y luego B y C, el resultado tenía que ser D.
A. Al ingresar en séptimo curso, su clase votó sobre si debían cambiar tarjetas con motivo del Día de San Valentín. Él, pensando que eran demasiado mayores para eso, fue el único en votar en contra. Al descubrir que había perdido, compró y envió tarjetas a todo el mundo A él nadie le mandó ninguna. Al cabo de un par de días se cansó de dar viajes al buzón.
B. Una noche, pasando ante el escaparate de una armería, encontró un ladrillo y rompió la luna. Se hizo un corte en la mano, pero consiguió el arma que quería: un Winchester semiautomático que costaba ciento veinticinco dólares de los de 1953. Luego, consiguió una caja de cartuchos y dedicóse a probar el rifle. «Tenía yo dos amigos, Charley y Jim —le explicó Gary—, que se morían por aquel Winchester; y yo, harto de tener que esconderlo donde mi viejo no lo viera, porque las cosas, cuando no puedo tenerlas como yo las quiero, dejan de interesarme, les dije: “Voy a echar el Winchester al río. Si alguno tiene redaños para sacarlo del fondo, suyo es.” Pensaron que me coñeaba, hasta que lo oyeron caer al agua. Allá fue Jim entonces, que se hirió una rodilla con el saliente de una roca. Pero el fusil no lo consiguió: había demasiada profundidad. Yo me meaba de risa.»
C. Al cumplir Gary los trece años, su madre le dio a elegir, como obsequio, entre una fiesta o un billete de veinte dólares. Él optó por la fiesta, con Charley y Jim como únicos invitados. Ellos cogieron el dinero que sus padres les habían dado para Gary y se lo gastaron por su cuenta. Y encima se lo dijeron.
D. Discutió con Jim y, furioso, lo dejó medio muerto de una paliza. El padre del chico, un cabrón y un mala saña, plantó a Gary en la calle y le dijo: «Que no te vuelva a ver por aquí.» Poco después, Gary se metía en líos por otro asunto y le enviaban al reformatorio.
Más adelante, le habló de su ángel de la guarda. Cierta vez, cuando él tenía tres años, y cuatro su hermano, sus padres entraron a comer en un restaurante de Santa Bárbara. En un momento dado, su padre se levantó y dijo que tenía que ir a buscar cambio, que volvía en seguida. No lo hizo en tres meses. Abandonada, sin dinero y con dos niños pequeños, su madre se puso a hacer autostop en dirección a Provo.
Se quedaron atascados en el Humboldt Sink, en Nevada, en pleno desierto, expuestos a una muerte segura. No tenían ni un céntimo y llevaban dos días sin comer. A todo eso apareció, caminando carretera adelante, un hombre que llevaba en la mano una bolsa color castaño. «Verá —dijo—, mi esposa me ha preparado el almuerzo, pero es mucho para mí. ¿Quieren parte de él?» «Pues, la verdad —le contestó su madre—, le quedaríamos muy agradecidos.» El hombre le entregó entonces la bolsa y siguió su camino. Ellos se sentaron al borde de la carretera, la abrieron y encontraron tres emparedados, tres naranjas y tres pastas. Bessie se dio vuelta para darle las gracias, pero el hombre había desaparecido. Y la carretera era una de esas calzadas lisas y rectas que en Nevada se extienden hasta donde alcanza la vista.
Gary afirmaba que era su ángel de la guarda, un personaje que aparecía cuando uno lo necesitaba. Cierta fría noche de invierno, plantado en pie en mitad de un estacionamiento, todo el contorno cubierto de nieve, a Gary se le habían quedado ateridas las manos. En ese instante, situados allí mismo, sobre la nieve, encontró dos guantes como los que usan los esquiadores, de interior forrado de piel. Eran exactamente de su medida.
Sí, tenía un ángel guardián, sólo que le había dejado mucho tiempo atrás. Pero lo reencontró la noche en que Nicole puso los pies en casa de Sterling Baker. Le gustaba decirle eso a Nicole cuando, sentados en el coche, ella sin bragas y con las piernas apoyadas en el salpicadero, avanzaban State Street abajo.
A él no le inquietaba en lo más mínimo que alguien pudiera verla. Una vez, por ejemplo, un camión grande se detuvo junto a ellos a la altura del semáforo y el conductor se quedó mirando desde su cabina, pero Gary y Nicole rompieron a reír, porque la cosa se la traía lo que se dice floja. Gary, que había sacado un petardo, lo encendió y dijo que iba a ser el mejor porro de su vida. Luego, según tomaban un bocado, comentó que: «Dios ha puesto las cosas en el mundo para que las disfrutemos.»
Una noche, al llegar al cine al aire libre, descubrieron que eran los primeros. Gary, por simple diversión, empezó a correr con el coche por encima de los andenes que servían de divisoria entre filas. Maldito si un tío de la gerencia no salió detrás de ellos en una furgoneta gritándoles con toda la mala pata que a ver si dejaban de circular de esa forma. Gary paró el coche, bajó, se encaró con el fulano y le soltó tal chorro de humo, que el otro dijo, muy contrito: «Bueno, hombre, tampoco hace falta que se ponga así.»
Y es que Gary estaba hecho una fiera. Cuando la noche hubo cerrado, fue a buscar unos alicates y se hizo con dos altavoces. La próxima vez que visitaron el cine, se empeñó en chorizarles otro par. Eran aparatos prácticos: podía uno colgarlos en diferentes habitaciones y conseguir así ambiente musical en toda la casa. De todas formas, no llegaron a instalarlos: se quedaron tirados en el portaequipajes del Mustang de Nicole.
A veces salían a pasear por los prados que quedaban entre el manicomio y las montañas. Verse encima de la colina que dominaba el sanatorio hacía que Nicole se electrizase. ¡Qué concho, si aquel era el agujero donde la habían encerrado seis años atrás...!
A Sunny y a Peabody aquello no les gustaba demasiado, sobre todo de noche, y si la brisa empezaba a soplar con aire de ventarrón y las montañas parecían, en lo alto, frías como el hielo. En tales casos, Gary y Nicole visitaban solos el lugar.
Una vez, y conforme corría ella a lo lejos, él la llamó. Algo había en su voz que la hizo emprender una loca carrera, e, incapaz de frenarse, fue a chocar contra él con tal fuerza, que se lastimó de veras la rodilla. Él la levantó del suelo. Y Nicole, las piernas en tomo a su cintura, los brazos alrededor del cuello, los ojos cerrados, tuvo una extraña sensación, la de una presencia maligna que emanaba de Gary. Pero le resultó parcialmente agradable. Bueno, se dijo, si es el diablo, no estoy segura de que no quiera acercármele.
Más que una sensación aterradora, era un sentimiento extraño, poderoso, como si Gary fuese un imán que hubiera atraído infinidad de espíritus a su persona. Y, según se mirase, ¿qué fuerzas no podrían conjurar en la noche todos aquellos lunáticos presos entre ventanas escudadas?
«¿Eres el diablo?», le preguntó en la oscuridad.
Gary la dejó en el suelo y no dijo nada. De pronto, se había hecho un frío intenso a su alrededor. Entonces le contó que en la cárcel tenía un amigo, un tal Ward White, que en cierta ocasión le hizo la misma pregunta.
Años atrás, estando en el reformatorio, Gary entró de improviso en una habitación donde Ward White estaba siendo sodomizado por otro chico. Gary jamás se refirió a ello. Él y Ward se separaron y no volvieron a verse hasta que, años después, tropezaron el uno con el otro en la penitenciaría estatal de Oregón. Tampoco entonces hablaron de aquello. Un día, sin embargo, conforme visitaba el taller de manualidades de la cárcel, Ward se le acercó y le dijo que acababa de obtener, por medio de una empresa de las que operan por correo, cierta cantidad de plata, y le pidió que le hiciese un anillo con ella. Sirviéndose de un libro de dibujos egipcios titulado «El Círculo de Osiris», Gary reprodujo un sello que recibía el nombre de Ojo de Horus. Pero, una vez terminado, le dijo a Ward que se trataba de un anillo mágico y que quería conservarlo. No mencionó lo que sabía de él. No fue preciso: Ward le dio, sin más, el Ojo de Horus. Nicole vio siempre en aquel anillo una prenda arrebatada al chico que se dejó cabalgar por otro.
Gary dijo entonces que quería regalárselo. Según él, los hindúes creían en la existencia de un tercer ojo, situado en mitad de la frente. El anillo podía ayudarle a uno a utilizar ese ojo. Cuando volvieron a la casa, le pidió que se tendiese en el suelo y, cerrados los ojos, esperase la aparición de ese otro, en el espacio comprendido entre ellos. Debía concentrarse hasta que se abriera. Si eso ocurría, podría ver por él.
Pero nada sucedió aquella noche: ella se reía demasiado. Esperaba ver una pirámide, y no apareció. En una velada posterior, en cambio, creyó ver que algo se abría. Quizá fuese el efecto de lo que habían fumado —hierba de buena calidad—, pero lo cierto es que a través de aquel ojo empezó a representársele su vida pasada y recordó cosas que había olvidado; cosas tan recónditas, sin embargo, que no estaba segura de que quisiera revelárselas a Gary. Temía conjurar nuevos fantasmas.
Así pues, y aunque siguió hablándole de sus cosas, no fue con la antigua sinceridad. Progresivamente iba restando importancia a sus novios de otros tiempos, como si nada hubieran representado en su vida, y empezó a reservarse lo mejor para sí. Después de lo ocurrido aquella noche junto al manicomio, gran parte de su pasado no llegó a exteriorizarse. Era como si, espectadora de una película que representara su vida, una película que sólo a ella le resultaba visible, no comentase más que algunas de sus escenas.
Antes de que Sunny alcanzase su tercer mes de vida, Nicole empezó a salir, en Midway, con tipos que no supieran lo que era gozar en una cama. Si inició esa nueva experiencia fue, en parte, porque Barrett la había convencido de que no sabía hacer el amor. Por eso optó por hombres sin exigencias. Lo que a Barrett le ocurría, en el fondo, es que se veía en apuros para enderezarse con cualquiera que no fuese ella. De ahí, aunque callados, sus celos de maníaco. Si, paseando por la ciudad, se cruzaban con algún hombre que sonreía a Nicole, para él era prueba de que habían estado en la cama. Sólo que se lo guardaba, y no lo sacaba a relucir hasta pasados tres o cuatro días, y entonces trataba a Nicole como si fuese una tirada: decía atrocidades sobre el número de hombres que la habían pasado por las armas, sobre lo dilatada que estaba. Y ella sentía siempre la tentación de replicarle que la cosa no sería tan grave si tuviera él entre las piernas algo más grueso que un dedo. Eso la llevó a la conclusión de que necesitaba una temporada de acostarse exclusivamente con hombres que no sintieran más que gratitud.
Al poco tiempo, sin embargo, decidió regresar de Midway. Había hecho mucho ejercicio, su forma física y moral era óptima y la niña estaba preciosa. Era verano y encontró a Barrett esperándola en el aeropuerto. Rebosante él mismo de prosperidad, pues por sus manos pasaban a diario un par de libras de la mejor hierba, le pidió que volviese con él. Ella le salió con un golpe inesperado: «Ni tú eres mi marido —le dijo— ni yo soy tu mujer. Haré lo que me apetezca.» Pero, aun así, se fue a vivir con él. Ese verano se lo pasaron colocados todo el tiempo a base de THC y Cannibanol de la mejor calidad. A ella se le despertó un verdadero apetito sexual.
Fue entonces cuando Barrett se convirtió en el tipo capaz de hacerla gozar a más y mejor. Se preguntó si querría eso decir que estaba llamado a ser el hombre de su vida. Porque, aunque fuera, quizá, un reflejo condicionado, Barrett conseguía excitarla con sólo entrar en la habitación. El THC la había dejado llena de languidez, y a todas horas sentía ganas de bailar. El único inconveniente era que empezaban a darle jaquecas en cuanto interrumpía las dosis, que le dolían las muelas y que también le dolían los riñones: una droga poderosa aquella. Pese a todo, la cosa sexual funcionaba de maravilla.
Lástima que se sintiese tan sola. Porque Barrett no sabía nada de lo que ocurría en su cerebro. Sólo le importaba darse pisto: el traficante del que todos viven pendientes. Lo del karma era un vacío para él. Nicole le dio a leer A World Beyond, el libro de Ruth Montgomery Ford, del que sólo le dijo, pasado un tiempo, que ya lo había terminado: un comentario no demasiado brillante para un tipo de su inteligencia. Por lo menos, no ayudó en nada a Nicole, quien, a causa del Cannibanol, había entrado en una especie de fase suicida. Tenía sueños en los que se creía muerta. En uno, se vio tendida en una tumba excavada en el desierto, donde, en los últimos instantes, una noche negra descendía sobre ella y, envolviéndola por entero, susurraba: «Ven conmigo.»
La trastornó tanto, que le dijo a Barrett que la muerte le había hablado, y que ella la aceptaba de buena gana. Él le respondió: «¿Es que no te das cuenta de lo valiosa que eres?» Pero pasó por alto el tema.
Por otra parte, habían surgido problemas personales. Barrett tenía un socio, un tal Vaughn, que a ella le hacía tilín, y, como estaba viviendo en la casa, una noche, entorpecida por el calor, se acercó a Barrett y le dijo: «Oye, ¿por qué no te vas a dormir al sofá y le das un respiro a Vaughn?» A él se le juntó cielo y tierra, pero, como habían convenido que ella ya no era su mujer, se pasó al sofá y Vaughn se acostó con Nicole. Barrett estaba tan fuera de sí, que se largó en el coche; pero, de vuelta cosa de veinte minutos más tarde, le dijo a Vaughn que pusiera pies en polvorosa. Eso pareció zanjar el asunto.
Pero, un par de noches más tarde, y pensando, sin duda, que era aquello lo que ella quería, se la llevó a una fiesta que se celebraba en lo alto del Cañón e hizo de todo para no compartir a Nicole con dos de sus compinches. Pero después le dio una especie de ataque y tuvieron una de padre y muy señor mío. Nicole le arrojó un machete que atravesó el enrejillado de la puerta, y, luego, un martillo que salió volando por la ventana de la cocina. Rompieron, por último, y Nicole cogió a Sunny y se fue a vivir con Rikki y Sue en casa de su bisabuela.
Fue salir de la sartén para caerse en las brasas. En su vida se había llevado peor con Sue, que tenía la casa sembrada de pañales cagados. Había un olor espantoso.
Fue entonces cuando Rikki y Sue la sorprendieron en la cama de su bisabuela, en compañía de Tom Fong, un chino de lo más agradable, que se sacaba muy buen dinero robando en el restaurante de su patrón y que quería casarse con ella: otro de los muchos hombres que le habrían de proponer el matrimonio. Había llevado a Tom al cuarto de su bisabuela en busca de intimidad. Él era especialista en masajes, y Rikki y Sue acertaron a entrar en la habitación en el momento en que, desnuda de cintura para arriba, le daba uno. Cuando Tom se quitó de en medio, tuvieron una trifulca, ella soltó la lengua y Rikki le juró que, como volviese a oírle un lenguaje semejante, descubriría el jarabe de palo. A todo eso aparecieron sus tíos, que se pusieron como fieras al saber que había estado en aquella cama. No quisieron atender a ninguna de sus razones, y su tío incluso se permitió cruzarle la cara. Nicole cogió una funda de almohada, arrojó a su interior lo que encontró a mano, pañales, alimentos infantiles, biberones, lo metió todo en una mochila, cargó con Sunny y cogió el portante. Carretera abajo, hacía por contener las lágrimas.
La recogió un tipo tartamudo que se dirigía a Pensilvania. A ella le tenía sin cuidado a dónde fuese, y ni siquiera sabía si el fulano aquel le gustaba o no; pero, como él andaba, a todas luces, necesitado de compañía, siguió viaje con él. Y acabaron viviendo juntos en Devon, en el estado de Pensilvania, donde él se ganaba muy bien la vida eradas a una tienda de artículos de piel. Se habló, incluso, de matrimonio. El hombre, en la cama, echaba el resto. Lo que fuese, con tal de complacerla.
Lo cierto, sin embargo, es que la convivencia no resultó fácil, primero porque el chico, que se llamaba Kip Eberhart, era un paranoico en toda regla, y, segundamente, porque Nicole cometió el error de ponerle al corriente de su vida. Marchar él al trabajo y asaltarle el temor de que Nicole estuviera con alguien en el mismo remolque donde tenían su vivienda era todo una. Lo que a ella le turbaba eran sus deseos secretos de meter en la casa a un compañero complaciente con quien matar alguna que otra tarde de ocio. Kip sabía hacer el amor como un poseso, pero a veces contagiaba su frenesí.
Llegó a extremos ridículos, como el de acusarla de haberse acostado con un viejo gordo que tenía negra de roña la cara. Y, en ocasiones, la pegaba. ¡Santo Dios, que ella le quisiera tanto, y que él fuese tan berzotas...! Todos los hombres de su vida no le habían hecho, combinados, tanto daño.
Teniendo en cuenta que ella le dio un año de su vida, y que él estuvo a punto de quitarle el juicio, Nicole no tenía más remedio que despreciarle por esas palizas. Él, bajo, menudo, de hombros caídos, no tenía más que nervios, de manera que algunas de las peleas tomaron feo cariz. Poco faltó, en un par de ellas, para que Nicole saliese vencedora.
No había cumplido los dieciocho cuando descubrió que volvía a estar embarazada. Cuando Kip lo supo, no cabía en sí de gozo. Iban a ser padres, repetía una y otra vez. Nicole, por su parte, se sentía asqueada. No deseaba pasarse el resto de su vida al lado de aquel fulano. Y le acometió, como nunca antes, el deseo de escapar.
Porque estaba, además, su paranoia: a cada dos por tres salía con que alguien se dedicaba a seguirle, o hablaba de extraños entuertos, de calamidades inminentes. Lo ves, ¿no?, le solía decir. Ella no veía nada.
Dijo adiós a todo eso y tomó el autocar en dirección a Utah. Veinticuatro horas más tarde, estaba en la cama con un tipo simpático al que había conocido en el autobús. Nada especial: simple relajarse, charlar, reír. Según se mirase, no le apremiaba volver a ninguna parte.
Consideró la idea del aborto. Pero no se resolvía a matar a un angelito. A Barrett no podía soportarlo ya, pero, en cambio, adoraba a Sunny. ¿Cómo dar muerte, pues, a una criatura a la que podía querer del mismo modo?
Un día después del nacimiento de Jeremy, Barrett se presentó en el hospital. Nicole se preguntaba a qué estaría jugando. Al ver al niño, dijo que se sentía como si fuera su hijo. Y, después de que la dieran de alta, siguió acudiendo. Jeremy había nacido tan prematuro, que hubo que dejarlo en la incubadora; y, con eso, Nicole tenía que trasladarse en autostop al hospital cada dos días.
Barrett, que la acompañaba en el autostop y en las visitas, volvió a lo del niño y dijo que ahora la quería si acaso más que nunca. Para él era muy enternecedor todo aquello; para ella, sólo cotidiano. «Está bien —le dijo—, me iré a vivir una temporada contigo.» Tenía que reconocer que Barrett parecía disfrutar yendo al hospital, poniéndose la blusa blanca y la máscara, contemplando al niño. Con Sunny jamás se tomó aquellos calores.
En Utah, la familia no se cansaba de decir la suerte que había tenido en conseguir la parejita. Nicole no acababa de ver dónde estaba la suerte de tener dos hijos a su cargo, cuando ni siquiera estaba segura de haber deseado el primero. En los peores días, no dejaba de pensar que había desperdiciado mucho.
A Barrett los negocios se le habían venido abajo entretanto. Todo por culpa de un polizonte de Springville que no le dejaba ni a sol ni a sombra y echaba mano de cualquier excusa con tal de emprender un registro: cuando no era la matrícula, que al poli le parecía mal atornillada, era un piloto trasero, que no funcionaba. Por ese último motivo le detuvieron una noche, a última hora. Y, como le encontraran en un bolsillo del pantalón un lote de veinticinco bolsitas de nieve, se lo llevaron a la comisaría.
Fue Rikki quien lo sacó de allí, alrededor de las dos de la madrugada y previo el pago de los ciento diez dólares de la fianza, y se lo devolvió a Nicole. Ella no se mostró enfadada, sino, por el contrario, muy comprensiva. Pero a Barrett las cosas se le habían puesto verdaderamente feas, de manera que en el curso de los siguientes dos días hicieron maletas y se trasladaron a Vemo, en el mismo condado de Utah.
Era, al menos por una temporada, el fin del negocio.
A esas alturas, Nicole había empezado a desentenderse de las cosas: ya no le inquietaban como antes.
En Vemo, Barrett trabajaba en el transporte de gasolina, de conductor. Conseguía empleos con la misma facilidad con que los plantaba. Vivo de genio, no necesitaba demasiados motivos para mandar a un jefe a hacer puñetas.
Esa falta de seguridad llegó a desesperar a Nicole de tal forma, que un día, de regreso a casa, Barrett se la encontró caminando carretera abajo con los dos niños y unas pocas pertenencias. Eso abocó en un altercado formidable en cuyo curso él intentó darle una paliza. Pero sucedió al revés: Nicole se hizo con la sillita infantil de Sunny y lo cubrió de cardenales. Tenía tantos en todo el cuerpo, que Nicole suspendió su marcha: el espectáculo era demasiado bueno para perdérselo.
De vez en cuando, pensaba en continuar los estudios, y hasta envió solicitudes de ingreso a un par de centros. Pero Barrett, como antes le había ocurrido con Kip, se limitaba a decir: de acuerdo, de acuerdo. Kip, en especial, solía replicarle que no tenía por qué continuar ningún estudio: él podía mantenerla. Nicole llegó a la conclusión de que tanto el uno como el otro no veían en ella sino una hembra tan sabrosa como estúpida que les halagaba tener en propiedad.
Barrett apareció un día hablando de un nuevo traslado. Pidió prestado un camión y dijo que él mismo cuidaría del transporte de los muebles. Cuando Nicole quiso darse cuenta, se lo había vendido todo: el estéreo, el secador automático de ella, las lámparas. El dinero lo invirtió en droga con qué reiniciarse en el tráfico, y a continuación desapareció.
Con muebles o sin ellos, Nicole llevó adelante su ingreso en la escuela y sacó de la Asistencia Social lo necesario para alquilar un remolque. Con los ciento treinta dólares que recibía por Jeremy se instaló, lejos de todo, en una colonia para remolques, donde halló una independencia que adoraba. Desaparecido Barrett, aquella pasó a ser una de las épocas felices de su vida. Su única inquietud era que, pagados los noventa dólares del alquiler, el dinero no le alcanzaba para comida. De nuevo se apoderó de ella la ansiedad.
Ahí surgió un tal Steve Hudson, un tipo mucho mayor que ella. Aunque tal vez no pasara de los treinta, parecía que les separasen siglos. Nicole se lo tomó mucho más en serio que a ninguno de los otros. Era un hombre cabal y con convicciones religiosas. Tras unas relaciones de tan sólo unos meses, se casaron. Pero, dos semanas después de la boda, Nicole le abandonó. No conseguían, sencillamente, entenderse. Eso acabó por deprimirla hasta el extremo de que, poco tiempo más tarde, iniciaba un trato con otro hombre, un tipo corpulento, de hablar reposado, que se llamaba Joe Bob Sears. Su nuevo amigo se cuidaba bien, trabajaba con ahínco, hacía el amor de la misma manera y sentía verdadera afición por los dos pequeñines. A Jeremy, a decir verdad, lo trataba mejor que ella misma, que aún no había tenido tiempo de encariñarse con él. Nicole, si el chiquillo se ponía a llorar, lo tomaba en brazos; pero, si no callaba, lo devolvía, de un envión, a la cuna. No lo lastimaba, pero el niño, desde luego, se llevaba sus baques contra el colchón. Joe Bob, quizá por tener un hijo al que apenas había visto, le mostraba otras consideraciones a Jeremy.
El padre de Joe Bob, que vivía en Mississippi, estaba muriendo de cáncer, y él quería visitarle; de manera que Nicole dejó a los pequeños con Charley y Kathryne y partió con su nuevo amigo. Cifraba muchas esperanzas en sus relaciones. Joe Bob no sólo hacía que se sintiese protegida, sino que resultaba, además, un compañero excitante.
Una noche, ya en Mississippi, Nicole se llevó la mayor sorpresa de su vida. Los padres de Joe Bob, que poseían la mejor carnicería de la ciudad, criaban unas cuantas vacas para su uso personal. Y aquella noche, encontrándose casualmente en el establo, descubrió, a través de las tablas de una cerca, que su marido se estaba haciendo succionar por una ternera.
Aunque Joe Bob ya le había hablado en alguna ocasión de libros raros, que mostraban fotografías de gallinas en el acto de ser montadas por perros, y pese a que le preguntara si había visto ella curiosidades semejantes, Nicole nunca dio mayor importancia a ese interés. En aquel momento, en cambio, se dijo: «Ríndete a la evidencia: toda tu vida serás una fracasada.»
Incluso ante sí misma hubo de fingir que no había visto a Joe Bob con la ternera. Él sólo hablaba de hacerse cargo de la carnicería de su padre, quien, al parecer, no estaba enfermo, según le había explicado él en Utah, sino a punto de retirarse. Ahora le proponía volver a casa, recoger a los niños y emprender de nuevo el regreso a Mississippi. A una tienda donde estarían rodeados de animales. Sólo que éstos, muertos. Nicole se sintió, como nunca antes, cogida en una trampa.
El panorama, en cuanto llegaron a Vemo, no podía pintar más desastroso donde Joe Bob. Parte de los animales que criaba se habían escapado de sus jaulas y corrían de un lado para otro. Las reparaciones de la casa se habían retrasado: los arrimaderos todavía estaban por clavar; los suelos, desventrados; los lavabos, pendientes de instalación. Para acabar de empeorar las cosas, el pequeño remolque que guardaba en el patio había desaparecido. Joe Bob supo de inmediato quién era el autor del robo, pues a él se lo había requisado previamente en vista de que no le pagaba una deuda pendiente. Joe Bob le explicaba todo eso a la policía mientras Nicole aguardaba en pie junto a la puerta. La cabeza le dolía como si le fuese a estallar. Sunny y Teremy lloraban.
Nicole oyó responder al policía que la posesión era el noventa por ciento del derecho, y que, como él no se había posesionado oficialmente del remolque, poco podía hacer ahora.
Cuando, al volver a la casa, empezó a explicarle todo eso a Nicole, ella dijo: «Ya lo sé. Lo he oído. No quiero que me lo cuentes.» Añadió que se sentía débil y que no estaba para charlas. Él comenzó a decir groserías. Ella le respondió con otras. Y algo muy gordo debió de soltar, porque, cuando aún no llevaban quince minutos en la casa, él la cogió en vilo y la arrojó al otro extremo de la habitación. Seguidamente fue, la levantó del suelo y la volvió a lanzar por los aires. Por fortuna había colchones en tierra, pero los batacazos contra la pared no se los quitó nadie.
Sentado sobre ella, le atenazó el cuello. Le dijo que estaba harto de esto, de aquello y de lo de más allá. Y por primera vez se puso en la boca que ahora era su esclava. Pesaba ochenta kilos largos y los había descansado casi todos sobre la espalda y los hombros de ella. Se pasó así horas enteras, y la golpeó cuantas veces le vino en gana. Luego la tuvo encerrada varios días en una de las habitaciones de atrás.
A los niños les daba de comer un par de veces por día y, de vez en cuando, les permitía pasar a verla. No había cerrado con llave; pero, aun así, Nicole no podía salir del cuarto: no le hubiera dejado. Ella pasaba largos ratos llorando. Algunas veces rompía a gritar. Otras, durante horas, sentábase y esperaba. Cuando se dejaba ver, era para abofetearla, por hacer ruido. Ella cerraba el rostro a las emociones y no emitía sonido alguno. Hacía como si no advirtiese su presencia.
También la follaba, y mucho —a ese respecto, sus hábitos no habían variado para nada—, llamándola poopsie, muñequita y chata. Ella prorrumpía en gritos y alaridos, o bien fingía no percatarse de que la estaba poseyendo. Pasado un tiempo se acordó del pistolón que guardaba él, y eso le dio fuerzas para seguir. Discurría la manera de hacerse con el arma. Cuando la encontrase, le mataría. A Joe Bob le aseguraba que podía hacerla fosfatina, pero que no conseguiría que se quedase. Jamás.
Cuando él se percató de que lo decía en serio, le anunció: «Vamos a divorciamos». Se la llevó adonde su abogado y le advirtió: «Una palabra, una sola palabra de queja, y, amiga mía, no quisiera yo estar en tu piel cuando volvamos a casa.»
Pero, al concluir con el abogado y darse cuenta de que de todas formas habría de volver con Joe Bob y pasar otra noche en su casa, se puso histérica. Nadie, ni el abogado ni su secretaria, hizo nada. Se la quedaron mirando, y eso fue todo. Como era de esperar, tan pronto la tuvo en descampado, Joe Bob la cogió por su cuenta.
Así siguieron las cosas durante otra semana. Sólo que las palizas se habían reducido a una diaria, y que le permitía salir al jardín. E incluso marchaba a su trabajo. Oliéndose una trampa, Nicole nada hizo al principio. Pero, pasados un par de días, tomó el portante y se plantó en la estación de autobuses. Era el primer aniversario de Jeremy. Telefoneó a Barrett, y éste, una vez más, acudió en su socorro: cuando no había, en todo el jodido mundo, adónde volver los ojos, siempre aparecía él. Barrett lo sabía. Y le encantaba. Era el único capaz de sacarla de las peores situaciones. El Príncipe Azul.
Primero estuvieron viviendo, ellos dos y los niños, en una pequeña tienda plantada en el jardín de un amigo. Luego consiguieron en Provo un pequeño apartamento donde pasaron juntos las Navidades. Ella puntualizaba a todas horas que no tenía intención de quedarse con él, y Barrett trataba de convencerla de lo contrario. Hasta que, por fin, se largó a Cody, al estado de Wyoming, con un amigo suyo también apellidado Barrett. Eso fue poco antes de que ella encontrase la casita de Spanish Fork, que parecía salida de un cuento de hadas.