CUARTA PARTE LA MUERTE DE MAX JENSEN Y BENNY BUSHNELL
En cierta ocasión le habían dicho que parecía una virgen de Botticelli. Alta y esbelta, tenía marfileña la piel, castaño claro el cabello y una nariz larga y bien dibujada, con una pequeña corcova en el puente. De la obra de Botticelli, sin embargo, era poco lo que sabía, pues en la Universidad estatal de Utah, donde estudiaba Bellas Artes, no enseñaban gran cosa sobre el Renacimiento.
Fue en la Universidad estatal donde le presentaron a Max Jensen, su futuro esposo. Luego, ambos se reirían de lo mucho que les había llevado conocerse. Las pocas veces que Max la había visto en el campus dio la casualidad de que estuviera ella hablando con su primo. Y, convencido de que tenía novio, nunca se le ocurrió proponerle una salida.
Al año siguiente, sin embargo, el azar quiso que él y el chico que hablaba con ella fueran compañeros de cuarto, ocasión que Max aprovechó para preguntarle si aún seguía interesado por la muchacha aquella, a lo cual el otro rompió a reír y le dijo que no se trataba de ningún idilio: eran primos nada más. A esas alturas, Colleen había dejado ya la Universidad; pero, como seguía asistiendo a su Departamento Cultural, podía decirse que aún formaba parte de ella.
Colleen no se fijó en él hasta el día en que Max pronunció una plática en la iglesia, a principios del siguiente curso. Él vestía traje aquel día y parecía muy distinguido, si bien algo mayor que el resto de los alumnos, cosa nada extraña teniendo en cuenta que ya había terminado los dos años de su misión. Eso, por lo demás, saltaba a la vista, pues en su alocución habló de la importancia de no hundir al prójimo, sino de ayudar a su edificación moral. Lo hizo, sin embargo, mostrando sentido del humor.
Era un hombretón que debía de medir alrededor de un metro ochenta y cinco y rondar los noventa kilos. De facciones regulares y cabello pulidamente peinado con raya a un lado, se le veía verdaderamente apuesto en lo alto del pulpito. Tanto, que entre las muchachas cundieron murmullos, cosa natural teniendo en cuenta que el pabellón universitario al que pertenecía Colleen era de solteros, o sea jóvenes y chicas en condiciones de frecuentarse.
Algunas semanas más tarde, Colleen organizó una pequeña cena a la que invitó a su primo y a sus cinco compañeros de cuarto como parejas para ella y las cinco chicas que compartían su dormitorio. Dispusieron la comida sobre una mesa, para que cada cual se sirviera a su antojo. El plato principal era «albóndigas puercoespín», o sea un guiso que las presentaba con arroz, y, puesto que todos eran mormones observantes, no se ofreció té ni café, sólo leche y agua. La cena, sin embargo, se sirvió en loza no en platos de papel, y todo fue muy agradable. Se habló de la escuela, de deportes, de las actividades eclesiales. Colleen recordaba que Max había tomado asiento a unos metros de distancia, sobre un grueso cojín, y que reía con todo el grupo. Tenía una voz muy particular, con un tonillo ronco. Luego se enteró de que tenía un asma de verano, y era eso lo que le daba aquel tono jadeante, típico del que sufre un catarro. Una de sus amigas confesó más tarde que había encontrado muy sensual su voz.
Al día siguiente recibió una llamada suya. Se la pasó una de sus compañeras de cuarto utilizando la contraseña de que se servían en tales casos. Si la que llamaba era una mujer, el aviso era: «¡Teléfono!»; si, en cambio, se trataba de un hombre, decían: «Una llamada para ti.» Y, como Colleen estaba habituada a esa segunda clase de avisos, no se le ocurrió pensar que fuese Max quien se hallaba al otro extremo del hilo. La víspera no había tenido ella la impresión de que hiciese esfuerzos por comunicarse; ahora, en cambio, le proponía ir juntos al cine esa noche. Ella accedió.
Más tarde se divirtieron lo suyo reconociendo que los dos habían visto anteriormente «¿Qué me pasa, doctor?», pero que no lo mencionaron por no quitarle al otro la oportunidad de ver la película. Al salir fueron a una pizzeria. La conversación giró en torno a sus conceptos de la vida, a la mucha actividad que desplegaban, tanto ellos como sus familias, en pro de la fe mormona.
Conforme él iba hablando, Colleen se percataba de su extraordinaria fuerza de carácter. Max era estricto y nada hubiera podido doblegarle ni en lo moral ni en lo intelectual. Se lo demostró el mismo hecho de que se sintiese obligado a participarle que estaba saliendo con otra chica. Pero lo suavizó aclarando que las cosas no iban demasiado bien entre ambos, pues ella, en su opinión, no compartía con suficiente fuerza su fe. Luego le dijo que tenía una hermana que se llamaba como ella, Colleen, y que ese nombre le gustaba de verdad.
Luego la acompañó al pabellón en su coche, un Nova rojo brillante que mantenía reluciente de puro limpio. Sus compañeras de habitación declararon que hacían muy buena pareja.
En su segunda cita, una noche de domingo, fueron a escuchar la prédica que daba un orador en la iglesia local. El tercer encuentro fue para asistir a la representación de «South Pacific» que ofrecían en la Universidad. Posteriormente, Colleen consiguió que la llevara al baile. Él no era partidario de ese tipo de distracción, pero el repertorio resultó muy agradable, todo a base de piezas lentas, valses y foxtrots. Ella le embromaba a cuenta de su falta de afición por el baile. ¿Acaso ignoraba que sus ancestros habían danzado de uno a otro lado de las llanuras en la época en que no existían otras diversiones?
A partir de entonces, sus salidas se hicieron muy frecuentes. Colleen, pese a todo, nunca llegó a creer que lo suyo se tratara de un flechazo. Hubiera sido más exacto decir que estaban impresionados el uno por el otro.
El 3 de diciembre, para el cumpleaños de ella, Max reservó una mesa en el Sherwood Hills, un lugar distante treinta y cinco kilómetros y notable por su cocina. Esa noche se presentó él con una rosa roja, un detalle que ella apreció mucho. Colleen llevaba un vestido de terciopelo y él iba de traje. La cena, a base de carne, duró sus buenas dos horas.
Su compromiso se produjo el día primero de febrero de 1975. Esa misma mañana había recibido él de la Brigham Young University (BYU) una carta en la que aceptaban su solicitud de ingreso a la Facultad de Derecho. Por la noche asistieron a un partido de baloncesto, en cuyo transcurso fueron varias las veces que, vuelto hacia ella, empezó: «El año que viene, cuando estemos en la BYU...» Pero Colleen, como aún no mediaba una petición de matrimonio, le corrigió repetidamente: «Cuando estés en la BYU.»
A él le empezó a inquietar aquello. Y más tarde, esa misma noche, camino ya de Montpelier, a Idaho, en cuya iglesia el padre de él había de pronunciar una plática al día siguiente, Max detuvo el coche junto a la ribera del Lago de los Osos, en un caminillo que conducía a la zona de los embarcaderos, y, entre broma y serio, le pidió que bajase del auto. Colleen objetó que se iba a helar. «Anda, ven a ver esta maravilla de vista», insistió él. Ella estaba temblando pese a la chaquetilla enguatada y al cuello de piel, pero acabó apeándose. Y, en pie en el embarcadero, mientras admiraban la luna y el agua, él se lió la manta a la cabeza y le pidió el matrimonio.
Cosa de un mes antes, durante las fiestas navideñas, conforme se dedicaban a lavar platos, su madre le había preguntado:
—Si Max te propusiera casaros, ¿le aceptarías?
Colleen se dio vuelta, la miró y dijo:
—Sería una loca si no lo hiciera.
De regreso al coche, Max dijo que no debían revelárselo a nadie hasta que él le hubiese dado el anillo. Pero estaban tan sólo a quince minutos de la casa de sus padres, y su emoción era tal cuando llegaron allí, que les dieron la noticia nada más atravesar la puerta.
Fueron muy pocos los rasgos negativos que descubrió en él durante el noviazgo. Su perfeccionismo era el principal. A veces, si Colleen decía algo gramaticalmente incorrecto, no le importaba herir sus sentimientos observando: «Acabas de cometer un error.» Esperaba, por el contrario, que lo corrigiese.
Muy orgulloso de sus cuadros y dibujos, en ocasiones le tomaba el pelo en público diciendo que, si deseaba oírla hablar, no tenía más que pronunciar la palabra «pintura», y ella se disparaba como una posesa.
Pero, en general, sus relaciones eran muy buenas. Antes de que se casaran, una vez le preguntó a ella su madre: «¿Qué es lo que te incómoda de Max.» Y Colleen respondió: «Nada.» Se refería, claro está, a que no encontraba en él defectos que no fuesen de rápida enmienda.
La boda se celebró en el Templo Mormón de Logan el 9 de mayo de 1975, a las seis de la mañana y en presencia de treinta familiares y amigos íntimos. Los dos se vistieron de blanco para la ceremonia. Iban a casarse en el tiempo y en la eternidad; no sólo en esta vida, sino, como ambos habían explicado con frecuencia en las clases de la escuela dominical, también en la muerte, pues las almas de marido y mujer vuelven a encontrarse en la eternidad, donde viven unidas por siempre. Según la doctrina mormona, el matrimonio de otras iglesias cristianas equivalía prácticamente al divorcio, pues era disuelto por la muerte. Eso habían enseñado Max y Colleen a sus discípulos. Y ahora estaban contrayendo nupcias. Por siempre jamás.
Por la noche se celebró una recepción en la iglesia a que ambos pertenecían. Sus familias habían cursado ochocientas invitaciones. Se sirvieron refrescos y se constituyó un desfile de pláceme en el que intervinieron centenares de parientes y amigos.
Su viaje de bodas fue a Disneylandia. Después de hacer números vieron que, si economizaban, el dinero les alcanzaría para eso. Y fue una decisión acertada, porque resultó una semana muy grata.
Colleen quedó encinta al poco tiempo. Max no acababa de comprender que el estado físico de ella no fuese siempre el mejor. Ambos trabajaban, pero ella había perdido tanto el apetito, que a la hora del almuerzo sólo preparaba un pequeño emparedado para cada uno. «Me vas a matar de hambre», se quejaba él. Ella rompía a reír y le recordaba que aún tenía mucho que aprender sobre los cuidados que requiere un marido.
Jamás se alzaban la voz. Si alguna vez sentía ella la tentación de decir algo incisivo, lo reprimía. De buen principio habían convenido no separarse jamás sin darse un beso, ni acostarse con problemas personales por resolver. Si surgía algún disgusto entre ellos, velarían hasta elucidarlo. Por nada se entregarían al sueño enojados el uno con el otro.
Como es natural, también loqueaban por divertirse. Tonterías como combates a base de espuma de afeitar o rociadas de agua.
Cuando ella empezó a sentirse indispuesta por las mañanas, Max no cesaba de repetir: «¿Puedo hacer algo por ti?» Colleen, sin embargo, trataba de reservarse su malestar. Se había dado cuenta de que estaba cansado de oírla decir: «Me estoy deformando.»
En agosto, próximo el inicio del curso en la Facultad de Derecho, dejaron Logan para trasladarse a Provo. Fue una buena temporada. Colleen había superado sus náuseas matinales y podía enfrentarse normalmente al trabajo. Max vivía concentrado en sus estudios. Encontraron un lindo apartamento compuesto por un pequeño salón y una alcoba aún menor que, si bien instalado en un sótano, quedaba cerca de la Universidad y pagaban cien dólares. Sus relaciones eran inmejorables.
Una semana antes de dar a luz, Colleen le mecanografió a Max un trabajo de treinta folios, y él le envió, a modo de reconocimiento, una docena de rosas rojas. El detalle le conquistó el corazón. El nacimiento coincidió con el Día de San Valentín. Poco más de nueve meses después de su boda, Colleen traía al mundo una niña de más de tres kilos de peso y abundantísimo cabello oscuro. Max, orgulloso a más no poder de la pequeña, empezó a sacarle fotos ya en su primer día de vida. Le dieron el nombre de Mónica. Max se extasiaba jugando con ella.
Como necesitaban un alojamiento más espacioso, se compraron un remolque que les tenía cautivados. Medía tres metros y medio por dieciséis de largo y tenía dos dormitorios. Los padres de Colleen les prestaron el dinero para el pago inicial, y les dieron, también, algunos muebles viejos con que poner casa.
Además de una parcela de césped, disponían de un pequeño huerto en el que Max plantó tomates que regaba a diario. Había en la colonia alrededor de otros cien remolques, y vecinos de todas clases, la mayoría gente de su misma edad, con chiquillos, simpática. Encontraron, incluso, varias parejas que asistían a su misma iglesia.
Le habían prometido, para los meses de verano, trabajo manual en una empresa de construcción. Pero, no vacante todavía la plaza cuando concluyó el curso, se trasladaron por unas semanas a la granja del padre de él, donde Max ayudó en trabajos como el de limpiar acequias, alimentar y marcar el ganado, sembrar e irrigar los campos. Daba gusto verle tonificado por el trabajo físico después del agotamiento de los estudios.
Cuando regresaron a Provo, el hombre que le había prometido la plaza en la empresa constructora le salió con que aquélla había sido ocupada ya por el hijo de uno de los obreros. ¡Un empleo que le hubiese reportado seis dólares y medio por hora!
Aunque sabía dominarlo, Max era vivo de genio, y aquello fue un verdadero golpe para él. Era la primera vez que Colleen le veía verdaderamente deprimido. Le costó no poca persuasión devolverle la moral. «Está bien —aceptó por fin—, comenzaré a pensar en otro empleo.» Y se dirigió a la oficina de colocación de la Universidad. Pero, muy avanzada ya la temporada estival, la única vacante que encontró fue de auxiliar en una gasolinera, a razón de 2.75 dólares por hora.
Se trataba de la empresa Sinclair, una gasolinera de autoservicio situada en una calle secundaria de Orem, y el trabajo se limitaba a facilitar cambio, limpiar ventanas y cuidar de los lavabos. La jornada era de tres de la tarde a once de la noche y, aunque la paga resultaba, por supuesto, muy inferior a lo que tenían previsto, y por la noche volvía acalorado y rendido de cansancio, Max desempeñó sin una queja el trabajo durante todo el mes de junio y las primeras semanas de julio. Pese a todo, empezaba a captarse amigos entre los clientes, y el gerente, que asistía a los servicios religiosos en el mismo templo que frecuentaba él, le mostraba simpatía.
La tercera semana de julio, Max y Colleen fueron invitados a dar sendas charlas en la iglesia. Max habló de la integridad, su importancia y su escasez, pese al hecho de ser la piedra angular de toda empresa humana. Colleen se refirió por su parte al tema del júbilo: el que había experimentado al conocer a Max, al convertirse en su esposa, al dar a luz a su hijo. Más tarde, ya de regreso a casa, porque él la había abrazado estrechamente, Colleen se sintió inundada de gozosos sentimientos. «Comenzamos a amarnos —le dijo—, como nunca lo habíamos hecho.» Se acostaron en auténtica comunión espiritual.
La mañana del lunes, Max, empeñado en terminar una estantería para el cuarto de Mónica, la pasó martilleando, aserrando, clavando. También Colleen estaba muy atareada con la colada, el planchado y los preparativos de la comida, que de ordinario despachaban con tiempo más que suficiente para que él pudiera estar a las tres en su trabajo. Pero ese día, y a causa de los estantes que Max quería acabar, andaban justos de tiempo. A cada paso la interrumpía para mostrarle el progreso de su carpintería, que también Mónica contemplaba. Luego, cuando por último anunció: «Bueno, listo», Colleen hubo de ayudarle a colgar la estantería, que quedó fijada rápidamente. Reculando unos pasos soltó él un suspiro y dijo: «En fin, una cosa hecha.»
Se sentaron a la mesa. Como ya llevaba algún retraso, Max comió apresuradamente. No le gustaba rezagarse en nada, y, si acaso, siempre le sacaba a ella un minuto de ventaja. Así pues, y en cuanto hubo engullido la comida, Colleen todavía a la mesa, se levantó, recogió a toda prisa las cosas que debía llevarse, y ya se disponía a dejar el remolque, cuando se dio cuenta de que no le había dado el habitual beso de despedida. Se detuvo, se dio vuelta y le sonrió, como diciendo: «¿Qué, compartimos la distancia?» Ella le besó, sé abrazó a él con fuerza: «Hasta la noche», «Hasta la noche», respondió él. Y, sin más, salió, se metió en el coche y partió.
Conductor en extremo prudente, jamás excedía el límite de velocidad: su marcha era una constante de noventa kilómetros por hora. Ella seguía mentalmente su ruta a lo largo de la interestatal, hasta que, siempre al mismo régimen, y alcanzada una suave curva, desaparecía de su campo visual dejando libre su mente para concentrarse en la multitud de pequeñas tareas que aún le aguardaban ese día.
Sobre la misma hora en que Max Jensen comenzaba su jornada en la Gasolinera Sinclair, Gary Gilmore, en las oficinas de la V. J. Motors de State Street, distante cosa de una milla de allí, negociaba con Val Conlin el pago de la furgoneta. Ante la ausencia de avalista, Gary entregaría su Mustang, a cuenta del cual llevaba pagados cerca de cuatrocientos dólares (sumado el coste de la batería y sin deducir el del parabrisas), y sobre esa cantidad abonaría, dos días más tarde y en metálico, otros cuatrocientos dólares, más otros seiscientos por todo el cuatro del próximo agosto. Val le autorizaba el cambio en ese mismo momento, y por la noche Gary tendría lista para la firma la documentación.
Según les oía establecer el trato, Rusty Christiansen, la empleada que asistía a Val en 1a contabilidad, el mantenimiento de su cuenta bancaria, la gestión de matrículas y otros trabajos administrativos, pensó que el precio de la furgoneta era exageradísimo. Marcada en 1.700 dólares, con los intereses se pondría en cerca de 2.300. A cambio de una carraca por la que probablemente no había pagado mil dólares, Val se quedaba con un Mustang que revender, y de ahí a la primera semana de agosto recibiría mil dólares en metálico, o, caso contrario, recuperaba el dominio del vehículo. ¡No era tanto el riesgo que corría! Por ese precio Gary hubiera podido conseguir de seguro algo mejor que aquel ángel blanco con ciento sesenta mil kilómetros sobre las espaldas... Se había enamorado de un trabajo de pintura.
Atenta a la conversación, Rusty oyó a su jefe recordarle una vez más a Gilmore que disponía de un duplicado de las llaves y que, como no se presentase con el dinero, no le iba a quedar más coche que el de San Fernando. La vieja cháchara aleccionadora que hubiera hecho de Val un magnífico instructor de retrasados mentales. «Consigue ese dinero, Gary», repitió conforme el otro ponía en marcha la furgoneta.
Gary fue a buscar a Sterling, para invitarle a dar una vuelta. Estaba orgullosísimo del nuevo motor, mucho más potente que el del Mustang, y también más brioso. Pese a todo, se guardó de forzarlo. Durante un rato estuvo circulando a marcha lenta, y sólo después de eso acometió la carretera.
Cuando Kathryne le vio anochecía ya. Había recibido aquel día la visita de algunos familiares. Las cerezas del jardín estaban ya maduras, y a esa hora su madre, dos de sus hermanos y los chiquillos seguían aplicados a la recolección, mientras que ella y su amiga Pat Blakeley permanecían en la cocina. Gary apareció en ese momento y le dijo: «¿Podemos hablar afuera?» Kathryne le invitó a entrar, pero él insistió: «No, tiene que ser afuera. Es importante.»
Al salir, y viendo la furgoneta, prorrumpió en exclamaciones. A Gary le encontró un aspecto extraño; no porque le pareciera borracho, sino por el empeño que ponía en asegurarle que estaba sobrio. El aliento no le olía a bebida, pero a él, desde luego, no se le veía normal. Le respondió que no, que no había visto a Nicole. «Por mí, que se vaya al infierno», le dijo a Kathryne. Y, en seguida, con todo el aire de estar perdiendo el mundo de vista, añadió: «Que la abomben.»
Eso, ni que decir tiene, le produjo una sacudida a Kathryne. No concebía que Gary pudiese referirse a Nicole en términos semejantes. Entonces, y con una de aquellas miradas suyas que conseguían penetrar lo más íntimo del pensamiento, declaró:
—Quiero que me devuelvas la pistola que te di, Kathryne.
—Mira, Gary —acertó ella a contestar—, según te veo en estos momentos, prefiero no hacerlo.
—Estoy en un apuro y la necesito —dijo él—. Ya las he recuperado todas, excepto tres. Es que hay un poli, sabes, que está al corriente de que las robé...
A Kathryne le dio la impresión de que estaba improvisando un cuento.
—Y ese poli me ha dicho —continuó— que, si las devuelvo a la tienda, no me pasará nada.
—¿Por qué no vuelves mañana y la recoges, cuando estés sereno, Gary? —repuso Kathryne.
—Ni estoy bebido ni voy a meterme en ningún lío —replicó—. Lo que es más, si necesitara largar un tiro, con esto me basta y me sobra.
Y, desabrochada la chaqueta, dejó a la vista, sujeta bajo el cinturón, una de las pistolas que Kathryne no podía dejar de reconocer: una auténtica Luger alemana.
—Eso sin contar con que tengo todo un saco de ellas.
Y, en efecto, como abriera la portezuela de la furgoneta, vio Kathryne una bolsa de yute que, medio ladeada por la sacudida, sonó como si contuviese otra docena de revólveres.
«¿A qué retenerla?», se dijo, en vista de ello, la mujer. Y, recuperada la Special de bajo el colchón, se la entregó Luego, de pie junto a él bajo el crepúsculo, hizo por serenarle. Se le veía tan airado...
En ese mismo instante April salió corriendo de la casa. Estaba al borde de la histeria.
—¿Dónde, dónde está Pat? —exclamó.
—Se ha marchado, April —dijo Kathryne.
—¡Oh! —exclamó su hija—. Había prometido llevarme al K-Mart, a por la cuerda que necesito para la guitarra...
—Yo te acompaño —terció Gary inopinadamente.
—No te hace ninguna falta —se apresuró a intervenir Kathryne—.
Pero April ya se había metido en la furgoneta, y apenas tuvo tiempo de repetir—: No hace ninguna falta que vaya, Gary.
—Tranquila, mujer —replicó él—. Te la traeré de regreso.
Y desapareció con ella.
Fue en ese momento cuando Kathryne cayó en la cuenta de que ni siquiera conocía el apellido de Gary. Para ella era Gary, a secas.
Se reunió con su familia en la cocina, en medio de las cajas de cerezas que habían recogido. No tenía la intención de avisar a la policía. Si le detuvieran, Gary era bien capaz de abrir fuego contra los agentes. Prefirió aguardar el regreso de su amiga Pat, en cuya compañía salió en busca de la furgoneta blanca. Estuvieron dando vueltas y recorriendo carreteras hasta tal vez las dos de la madrugada. No había esperanza, al parecer, de dar con Gary Gilmore.
April se le acercó más, puso la radio y dijo:
—Es difícil amoldarse cuando se ve una obligada a esperar y esperar... Las habitaciones se te hacen estrechas y siempre hay un perro cerca. —Y, pensando en el perro, se puso a temblar—. Los días se vuelven todos iguales, como si fueran el mismo. —Meneando la cabeza añadió—: Y hay que ocuparlos...
—Muy cierto —comentó Gary.
Estaban circulando por Pleasant Grove.
—No quiero volver a casa — declaró April—. Quiero pasar fuera toda la noche.
—Perfecto —dijo Gary.
Julie había tenido que quedarse otra noche en el hospital, de manera que Craig Taylor seguía solo. Estaba acostando a los niños cuando Gary apareció en la puerta con una muchacha a quien le presentó como April, hermana de Nicole. Aunque no bebidos, a los dos se les veía extraños. La muchacha, por de pronto, actuaba como una paranoica. Incapaz de permanecer quieta en su asiento, no cesaba de dar vueltas en torno a Craig, como si fuera éste un barril, o algo parecido.
Gary, al salir del cuarto de baño, le preguntó si aún guardaba la pistola. Claro, le respondió Craig. Gary le pidió que se la devolviese. Junto con unas cuantas balas.
—No faltaría más —respondió Craig—. ¿No es tuya? Pues te la devuelvo. —Y añadió—: ¿Para qué la quieres?
Gary no le dio una respuesta precisa.
—Me gustaría que me la devolvieses —fue cuanto dijo por fin.
Craig sentía un marcado malestar cuando le entregó la munición. Gary mostraba una frialdad terrible.
—La pistola es tuya y no puedo negártela, Gary —dijo.
Pero, aun así, le dedicó una última ojeada. Era una Browning automática, de gatillo dorado, cañón de metal negro y pulida culata de madera.
—No quiero volver a casa —repitió April de regreso a la furgoneta.
—Pues, qué demonios —exclamó Gary—, yo me encargo de eso.
Se dirigió a donde Val Conlin, a firmar la documentación. April se dio cuenta por el camino de que no habían ido, después de todo, a buscar la cuerda de la guitarra. Pero volver sobre el asunto se le hacía demasiado complicado. Tenía la sensación de agitarse entre telarañas.
Al entrar en la VJ Motors, April dijo en voz alta: «¡Toma, esto es como ir al cine gratis!» Gary y el tipo aquel, Val, concentrados en examinar llaves de coche, parecían magos que estudiasen hierbas de extrañas propiedades. ¡Qué inquietante! Empezó a pasear por el local, pero todo se trastocaba; había algo aberrante en la atmósfera, de manera que se sentó en un rincón, única forma de mantener las cosas en su sitio... Los hombres se le acercaron, pero no acertó a entender lo que hablaban. Sólo que le decían: «Mire esto. Usted será testigo.» La firma de un papel.
Rusty Christiansen se sentían fastidiada. Con los intereses todavía por calcular, y el estudio de los plazos, no se quitarían a Gary de encima antes de las nueve y media, y ella no llegaría a casa hasta las diez y cuarto. Los hombres, entretanto, daban viajes y más viajes a la explanada de la exposición, para anotar los números de coche y furgoneta. De vez en cuanto, la chica que estaba en el rincón decía algo en voz demasiado alta.
Tampoco el tono que se gastaba Val podía pasar por discreto.
—Si corro esta aventura —le decía a Gary—, es porque te has portado bien conmigo. Pero, maldita sea, Gary, te aconsejo que pagues.
—Descuida.
—No se hable más —siguió Val—, voy a correr la aventura.
Eso fue antes de que Gary saliese para trasladar a la furgoneta unas prendas que tenía en el Mustang. Pero, cuando volvió, Val se le encaró de nuevo:
—Amigo, como no me traigas esos cuatrocientos dólares dentro de dos días, la furgoneta te la retiro tan rápido, que ni siquiera te enterarás de que tuviste ruedas. Te quedarás sin ella y sin el Mustang, ¿te enteras, Gary? O pagas, o andas. ¿Está claro?
—Está claro —respondió él—. No habrán problemas. Todo en orden.
Y firmó los últimos papeles de la cesión.
Una vez en el coche, Gary le dijo a April que daría una vuelta en busca de Nicole. «Usa tu radar», le pidió. Ella no le quiso hablar de la interferencia, una fuerza capaz de impedir que lo más intenso de las influencias que llegaban a la mente alcanzasen su centro. No le quiso hablar de ello por miedo a que no la comprendiera. De modo que continuaron el viaje en silencio. Ella buscaba algo adecuado que decir, segura de que eso crearía mucha energía. Pues, en efecto, una palabra atinada era cuanto se precisaba para devolver a todos la armonía.
Gary paró y estacionó la furgoneta.
—Voy a telefonear a tu madre —dijo—, a ver si ha tenido noticias de Nicole.
De ahí, contorneada la esquina, se dirigió a la Gasolinera Sinclair, que a esa hora estaba desierta. Un único empleado atendía el servicio. Se trataba de un joven de aspecto serio, pero agradable, de anchos hombros, cabello netamente peinado con raya y recias mandíbulas que sobresalían un poco sobre el perfil de las orejas. En la pechera del mono llevaba una placa con su nombre: MAX JENSEN.
—¿En qué puedo servirle? —le preguntó.
Gilmore sacó la Browning automática, calibre 22, y le ordenó que se vaciara los bolsillos. Conseguidos los billetes, se hizo, también, con la caja que contenía las monedas para el cambio, y dijo al empleado:
—Entre en los servicios.
Apenas trasponer la puerta, una segunda orden:
—Tiéndase en el suelo.
El piso estaba limpio. Jensen debía de haberlo fregado hacía menos de un cuarto de hora. Ahora, mientras se tumbaba en tierra, hacía por sonreír.
—Las manos bajo el cuerpo —dijo Gilmore.
Jensen se quedó boca abajo, las manos en contacto con el abdomen. Todavía trataba de sonreír.
La dependencia tenía alicatadas de verde las paredes hasta la altura del pecho y, de ahí hacia arriba, pintadas de color canela. El suelo, de dos metros por uno y medio de superficie, estaba embaldosado de un gris mate. En la pared, un distribuidor de toallas de papel. El asiento del inodoro estaba hendido. En el techo, un aplique luminoso.
Gilmore aplicó la Browning a la cabeza de Jensen.
—Éste —dijo— es por mí.
Y disparó.
—Y este otro, por Nicole.
Y repitió el disparo.
El cuerpo respondió a cada uno de ellos.
Se levantó entonces. La sangre manaba en abundancia y se extendía sobre las baldosas con una rapidez impresionante. Parte de ella le alcanzó los bajos del pantalón.
Salió de los servicios y, los billetes en el bolsillo, la caja del cambio en la mano, cruzó el distribuidor de refrescos, cruzó ante el teléfono mural y salió de aquella gasolinera, notable por su limpieza.
Aplicada a sus tareas sin interrumpir el ritmo, Colleen había hecho mucho trabajo aquel día; no sólo el de plancha y el de limpieza, sino también en el jardín, donde estuvo recogiendo judías. Si bien su intención era esperar despierta a Max, se acostó antes de que dieran las once.
A punto de abandonarse al sueño, tuvo la impresión de que llamaban a la puerta; pero no había nadie allí cuando abrió. Pensando que debía tratarse de un gato, pues aún era temprano para que Max estuviese de regreso, volvió a la cama. Se durmió de inmediato.
Pese a que la radio funcionaba a mucho volumen, April, en el interior de la furgoneta estacionada en aquella calle tranquila, pensaba que afuera debía reinar la calma. Eso, al menos, era lo que con su aspecto daban a pensar los árboles. Una larga noche esperaba sentada allí mismo.
Tras un rato pasado en fumar un poco de «hierba» y aguardar, vio aparecer a Gary.
—Anda, vamos —dijo él.
Conforme entraban en el cine al aire libre, y como leyese la palabra «Cuco» en el cartel, pensó que iban a ver «El Cuco Estéril», la película de Liza Minelli, que April ardía en deseos de admirar, pues siempre había pensado que la actriz tenía que sentirse por dentro justo como ella era por fuera. Luego, al detenerse el coche bajo la luz de la taquilla, se dio cuenta de que Gary tenía manchados de sangre los dobladillos del pantalón.
Estacionaron. Gary empezó a revolverse en el asiento y dijo que iba a orinar. Se puso a rebuscar en la trasera de la furgoneta, de donde sacó lo que parecía un par de pantalones, y con ellos se encaminó al retrete de caballeros. April se percató repentinamente de que la película que había estado mirando no era «El Cuco Estéril», sino «Alguien voló sobre el nido del cuco».
Por la pantalla desfilaban todos los lunáticos con quienes había convivido en el hospital. Jack Nicholson la inquietaba lo indecible con aquella zona torpe que tenía en el labio superior, tan parecida a la que veía ella en el suyo. Eso la llevó a pensar en la sangre que le había visto a Gary en los pantalones. Fue el rígido caminar de Jack Nicholson el que le indujo esa idea.
Cuando Gary regresó, le dijo:
—Larguémonos de aquí. No soporto esta película. El cabrón ese me está sacando de quicio.
Él pareció decepcionado.
—Es una de las pocas películas que quisiera repetir —replicó.
—Estás loco de remate —exclamó ella—. ¿Tan mal andas de gusto?
A las once de la noche llegó a la Gasolinera Sinclair un cliente que se sirvió cincuenta litros de gasolina y uno de aceite. Y, como no viese por ninguna parte al empleado, dejó una tarjeta comercial con el detalle de lo que había adquirido. Minutos más tarde, Robbie Hamilton, vecino de la localidad de Toelle, se detuvo a su vez en la gasolinera y, después de llenar el depósito de su coche, pasó al taller de engrase, cuya puerta aparecía abierta, y voceó: «¿No hay nadie aquí?» Al no recibir respuesta, volvió al coche. Su esposa le recomendó que llamase a la puerta de los servicios. Como tampoco ahí obtuviese contestación, abrió un poco. Viendo por la rendija que había mucha sangre en el interior, se abstuvo de entrar. Se limitó a llamar a la policía de Orem, a cuyos agentes les costó un cuarto de hora dar con la gasolinera. Forastero en la ciudad, el señor Hamilton ignoraba el nombre de la calle, y hubo de describirle el lugar al recepcionista en términos generales.
De vuelta ya del hospital, John estaba durmiendo otra vez en el sofá y Brenda se dedicaba a leer para conciliar el sueño cuando oyó que llamaban a la puerta. Era Gary, acompañado de una muchachita de extraño aspecto.
—Vaya, ¿de dónde sales, primo? —le saludó.
—Oh, hemos ido a ver «Alguien voló sobre el nido del cuco» —dijo él con una sonrisa.
—No me digas que has vuelto a ver esa cosa —se escandalizó Brenda.
—Bueno, es que ella no la había visto —explicó Gary.
Brenda miró con atención a la muchacha.
—Mucho me parece que ni siquiera se ha enterado de lo que ha visto.
—Te presento a January, la hermana de Nicole.
La muchacha se puso furiosa. Era su primera reacción visible.
—Bueno, se llama April —rió Gary entre dientes.
—Bueno, April, mayo, junio o julio, o como te llames, encantada de conocerte —dijo Brenda. Y, vuelta hacia Gary, inquirió—: ¿Qué le pasa?
Porque el aspecto de la chica era espantoso.
—Oh, un ramalazo de LSD —explicó Gary—. Aunque hace tiempo de la toma, los efectos se le reproducen periódicamente.
—Está enferma, Gary —apuntó Brenda—. Tiene una palidez horrible.
La muchacha dijo entonces que necesitaba ir al lavabo. Según la acompañaba, Brenda le preguntó:
—¿Te sientes bien, tesoro?
—Sí, no es nada: el estómago, un poco descompuesto. Brenda salió al encuentro de Gary e indagó:
—¿Qué está ocurriendo?
Él nada respondió. Brenda lo encontró inquieto y cauteloso. Muy inquieto y muy cauteloso. Sentado al borde de la silla, daba la impresión de escuchar el silencio al acecho de posibles rumores.
Al regresar, April dijo:
—Me asustas cuando actúas así, chico. No puedo evitarlo.
—¿Qué es lo que te ha asustado, pequeña? —quiso saber Brenda.
—Gary me asusta. Me asusta de veras.
Él se enderezó en el asiento.
—April, dile a Brenda que ni te he violado ni he intentado propasarme contigo.
—Venga, ya, tú sabes que no era eso lo que quería decir —replicó April—. Te has portado bien conmigo. Pero, amigo, me das miedo.
—¿Miedo de qué? —insistió Brenda.
—No sabría decirlo —repuso la muchacha.
Había algo de tan turbio en todo aquello, que la propia Brenda comenzó a sentir malestar.
—¿Qué has hecho esta vez, Gary? —le increpó.
Él, para su sorpresa, compuso una fea mueca.
—¿Quieres que lo dejemos, eh? —replicó—. ¿Quieres dejarlo? —Y, luego—: ¿Podemos hablar aparte?
Después de llevarla a la cocina, le soltó:
—Mira, yo sé que John acaba de salir del hospital, y que tardaréis un tiempo en recibir el cheque del seguro médico; así es que ¿no te vendrían bien cincuenta pavos?
—Mira, no, Gary —respondió ella—. Tenemos comida en casa y nos arreglaremos.
—Es que quiero ayudaros. De veras —le instó él.
—Eres muy generoso, cariño —dijo Brenda.
Se sentía, a pesar suyo, ridículamente conmovida. Por mucho que lo echara todo a farolería, el hecho de que su primo pensara un poco en ella le puso al borde de las lágrimas. Pero, conteniéndolas, dijo:
—Resérvate el dinero. Quiero que aprendas a administrarte. —Pero, de pronto, invadida por las peores sospechas, no pudo menos de indagar—: ¿De dónde has sacado tú tanto dinero, Gary?
—Un amigo me ha prestado cuatrocientos dólares —explicó él—, para la furgoneta.
—¿Quieres decir que los has robado?
—Esas son palabras muy feas.
—Sólo si me equivoco —dijo ella.
Gary le tomó la cara entre las manos y la besó en la frente.
—No puedo decirte lo que ocurre —declaró—. No quiero mezclarte en esto.
—Si la cosa es tan grave —repuso ella—, harás bien, desde luego, en no mezclarnos.
—Sí, es lo normal —dijo.
No estaba enfadado. Recogió a April y se dirigió hacia la furgoneta. Tomó a la chica solevándola, como quien dice, por los codos; y así la sacó a la calle.
Brenda, sin saber por qué, los siguió. En la trasera de la furgoneta llevaba él una botella con dos litros de leche y un envoltorio de ropa sujeto por una tira de trapo.
—Déjame que te acondicione bien esa leche —dijo Brenda—, que la vas a derramar.
—¡Deja eso! ¡No toques nada! —replicó él.
—Bueno, pues derrámala. Mucho me importa a mí que la derrames.
Lejos ya el coche, Brenda empezó a preguntarse qué le ocurriría a la ropa, para que no quisiera él que la viese.
Gary le preguntó a April si quería que la llevara a un motel; lo único que la chica respondió, sin embargo, es que no deseaba volver a casa. De manera que se pusieron a dar vueltas en la furgoneta. No tardaron en perderse. Y, apenas percatarse él de que siguiendo carreteras secundarias habían cubierto toda la distancia comprendida entre Orem y Provo, el vehículo se quedó sin gasolina. Se paró en seco en el desierto tramo de Center Street que quedaba entre la salida de la interestatal y las afueras de la población.
Bajó Gary del coche, se internó en una pequeña hondonada que se abría al borde de la carretera, y escondió entre unos arbustos la pistola, el cargador y el clasificador de monedas. Luego, salió en busca de la tienda más próxima.
Wade Anderson y Chard Richardson se encontraban en una tienda de comestibles de la West Center Street, que permanecía abierta fuera del horario comercial, cuando apareció un sujeto que les ofreció cinco dólares por conducirle a una gasolinera.
Su aspecto, aparte de que se le veía cansado y con mucha prisa, era normal. Tan pronto subieron a la furgoneta les dio los cinco dólares, e, instalado junto a la ventanilla, centró su atención en la calle. Dijo repetidas veces que había dejado sola en su furgoneta a una chica y que no quería que nadie la molestase, en especial ningún polizonte, pues era bien capaz de ponerlo como un trapo.
Está bien, nos daremos tanta prisa como podamos, dijeron sus acompañantes. Sólo que, al llegar a la gasolinera, no tenían ningún recipiente donde cargar el carburante. Wande Anderson propuso ir a buscar una lata a su casa. El desconocido dijo: «Bueno, con tal que sea deprisa...»
Trasladarse al extremo este de la ciudad, recoger la lata en el garaje del padre de Anderson y volver a la gasolinera les llevó unos cuantos minutos. Cuando llegaron a la furgoneta del desconocido, y mientras cuidaba de trasvasar la gasolina, Wade, que cazaba al vuelo cualquier oportunidad de charlar con chicas, trató de entablar conversación con la que estaba en la furgoneta. Eso, claro está, sin perder de vista al larguirucho que habían traído consigo, y que en esos momentos, provisto de una linterna de pilas prestada por Richardson, escudriñaba en la hondonada como si buscase algo.
—¿Cómo va eso? —preguntó Wade a la muchacha.
Ésta le miró muy seria y le dijo con voz gruesa:
—¿Tú eres el hijo de Gary Gilmore?
—Oh, no —replicó Wade—. Yo no... Acabo de conocerle.
En ese momento el otro pareció encontrar lo que buscaba. Wade le vio extraer de entre los arbustos una pistola, un cargador y una caja clasificadora de monedas, con los que volvió hacia donde ellos estaban. Mientras se acercaba embutió con un chasquido el cargador en la culata del arma y guardó ésta, junto con el clasificador de monedas, bajo el asiento de su furgoneta. Chad, que se había mantenido un poco alejado mientras Wade trasvasaba la gasolina, cambió con su amigo una mirada elocuente. ¡Su madre!
Vacía ya la lata, el tipo aquel dijo: «Muchísimas gracias», y se dispuso a arrancar. Pero la furgoneta no se ponía en marcha. Tenía agotada la batería. Wade y Chad les empujaron con su vehículo. Y ahí paró la cosa.
De nuevo en camino, Gary dijo a April:
—Ya está bien de dar vueltas. Quiero ir a dormir a un sitio de categoría: algo como el Holiday Inn.
Y, desviándose hacia la interestatal, pisó a fondo el acelerador durante los tres kilómetros largos que les separaban de la próxima salida.
—Yo no voy a follar contigo, eh —dijo April—. Me siento demasiado paranoica.
—Y yo tengo que madrugar mañana —le informó él—. Pediremos camas separadas.
Frank Taylor, el administrativo que cubría el turno de noche del Holiday Inn, estaba en el mostrador de la recepción cuando vio aparecer a un hombre alto al que acompañaba una muchacha de corta estatura. Él llevaba un envase de dos litros de leche y ella sujetaba en alto, un poco a la manera de la Estatua de la Libertad, una lata de cerveza Olvmpia. Aquí tenemos un caso de alivio, pensó Frank Taylor. Y, como además de la contaduría atendía a la recepción, su pensamiento inmediato fue que aquella noche no iba a terminar con los libros tan pronto como imaginaba: la chica, por las trazas, iba a dar quehacer. Su acompañante, sin embargo, no daba la impresión, cuando se acercó al mostrador, de estar bebido.
La chica no cesaba de dirigir a Frank Taylor preguntas chocarreras. ¿Se lo pasaba bien trabajando de noche en un motel? ¿No tenían chinches las camas? Luego preguntó dónde estaba el lavabo de señoras. Cuando Frank Taylor le informó que se hallaba al otro lado del vestíbulo, a la izquierda, ella partió en la dirección contraria, hacia el fondo. En vano voceó Taylor que no era por ahí: la chica ya había desaparecido por el otro extremo. Su acompañante, a todo eso, se limitó a sonreír. Dos minutos más tarde, la muchacha cruzaba el vestíbulo en sentido opuesto. El hombre quiso saber dónde podían tomar un bocado, y escuchó con toda atención conforme Taylor le explicaba que el Rodeway Inn, instalado dos puertas más abajo, permanecía abierto las veinticuatro horas del día. A continuación, y en grandes letras de imprenta, inscribió en el registro su nombre: «GARY GlLMORF.» y sus señas: «Spanish Fork.» Para pagar la habitación sacó del bolsillo un enorme fajo de billetes pequeños. Taylor les entregó la llave y se quedó mirándolos según se alejaban, cogidos de la mano, hacia la habitación.
Minutos más tarde se disparaba el zumbador de la 212. Gilmore se quejaba de no haber podido conseguir, pese a haber echado las monedas necesarias en la máquina distribuidora que había en el pasillo, el dentífrico, las hojas de afeitar y el Alka Seltzer que precisaba.
Dichosa máquina, pensó Frank Taylor. Y, retirados los efectos de las cajas de remanente, se encaminó, a través de largos pasillos de verde alfombrado y paredes amarillo mostaza, cruzando ante las frágiles puertas de contrachapado, el mueble distribuidor de hielo y la máquina expendedora de golosinas, hacia la habitación 212.
Gilmore apareció en la puerta desnudo de cintura para arriba y metido en unos ajustados pantalones rojos de cuyo bolsillo extrajo un gran puñado de monedas. Después de apartarlas a cierta distancia, como si sólo así consiguiera distinguir los valores, seleccionó las que necesitaba. Aunque no vio a la chica, Taylor le oyó soltar una risita cloqueada conforme se cerraba la puerta.
La única ventana de la habitación, situada a un extremo de la pared del fondo, daba sobre la piscina. Debajo, y como no era practicable, había un acondicionador de aire. A ambos lados, abiertos, los paños de un cortinaje de tejido sintético, de un color verde azulado, con cordones y guías de material plástico, de un blanco lechoso. Dos silloncitos circulares, tapizados de una imitación de cuero negro, flanqueaban una mesa octogonal, de poliéster castaño, dispuesta frente a la ventana. Próximo a la mesa, un aparato de televisión encima de un soporte giratorio cuyas ruedas esféricas, con protección de caucho, se hundían en la moqueta, también de fibra sintética, gastada y de color azul.
Gary se alejó unos pasos y sacó un cigarrillo de marihuana.
—Yo también quiero —dijo April.
Él rompió a reír mientras mantenía el pitillo fuera de su alcance.
—A cambio de un beso —propuso.
—No puedo —replicó April—. Es por Nicole. Se enteraría.
Gary encendió el cigarrillo y dijo:
—¿Una chupadita?
Pero, cuando la chica se acercó, volvió a escamoteárselo.
April, que se había tendido en la cama, sentía que la habitación daba vueltas.
—Déjame darle una chupada, Gary —pidió—. Estoy como ida.
Le alcanzó el pitillo, que la chica chupó con avidez. Cuando él la besó por fin, April comentó:
—Tú y Nicole nacisteis el uno para el otro, Gary.
—A Nicole, que la abomben.
—Durmamos —dijo ella.
Gary no se opuso. Él se metió en su cama, ella en la suya, él apagó la luz, y April, tendida boca arriba, se quedó mirando el techo en la oscuridad. Al cabo de un rato, Gary pasó a su cama y trató de conseguirla. Como ella se resistiera, le rasgó la ropa interior. Pero, sujetando los jirones, April se impuso:
—No, Gary, no quiero que lo hagamos. —Y razonó—: A Nicole esto no le parecería demasiado bien. Debes de estar loco.
Él desistió por fin. April se quedó, como antes, escudriñando la oscuridad.
Profundamente dormida, Colleen tardó algún tiempo en percatarse de que estaban llamando a la puerta. Los suaves golpecitos la sobresaltaron. No sabía qué hora era. Luego, al cruzar ante la cocina, vio que eran las dos de la madrugada y Max aún no había vuelto. Encendió entonces la luz exterior, y, al mirar por la ventanita de la entrada, se llevó un gran susto.
Había afuera cinco hombres y, en cabeza de ellos, Kanin, el Superior mormón de su comunidad.
Le rodeó los hombros con el brazo y dijo:
—Colleen, Max no vendrá esta noche a casa.
Le acometió el presentimiento de que no volvería a verle en ella.
—¿Ha muerto? —preguntó.
Los cinco hombres asintieron con la cabeza.
Rompió a llorar. No le parecía posible.
Pasado un momento, uno de los desconocidos preguntó a Kanin:
—¿Cuidará usted de ella?
Y, como el otro respondiera afirmativamente, marchó junto con su compañero. Colleen cayó en la cuenta de que se trataba de policías de paisano.
Kanin la ayudó a componer el número telefónico de sus padres. Como nadie descolgara, Colleen recordó que aquella mañana habían marchado de excursión con ánimo de acampar. En vista de ello, telefoneó a los padres de Max. Atendió la llamada una señora que dijo que también ellos se encontraban acampando, pero que haría por localizarlos. Al preguntarle Kanin si podían llamar a alguna persona, Colleen pensó en sus primos, también domiciliados en Clearfield, justo frente a la casa de sus padres. Estaban en su domicilio y dijeron que salían inmediatamente al encuentro de Colleen. El viaje les llevaría una hora y media.
Cuando Kanin preguntó si sabía de alguien que pudiera acompañarla, a la espera de que llegasen sus primos, Colleen mencionó a una joven de la comunidad, instalada dos remolques más allá. La llamaron. Cuando llegó la muchacha, Kanin y sus dos acompañantes se despidieron.
La vecina le hizo compañía durante un par de horas. Tendidas en la cama, estuvieron charlando. Mónica seguía dormida, y Colleen, como insensible. No tenía el menor deseo de saber dónde habían llevado el cuerpo de Max ni sintió la necesidad de decir: «Dejadme verle.» Se contentaba con permanecer allí, hablando con su vecina. Todo le parecía irreal. Conversaban un rato y, en cuanto se hacía un silencio, esa sensación se apoderaba otra vez de ella. Eran las cinco menos cuarto cuando sus parientes llamaron a la puerta.
April se había quitado un pendiente y con él se presionaba el cuello en la oscuridad. Había soñado que un día iba a darse una inyección y acabar con todo. Y ahora, deseosa de imaginar qué sensación le produciría, se aplicaba al cuello una y otra vez el cierre del pendiente.
Con las primeras luces del día, Gary volvió a su cama y de nuevo trató de seducirla. Con menos empeño esa vez. Luego, se sirvió más leche. Más que satisfacción sexual, era amor lo que necesitaba. Pero, sabedora de que Nicole seguía queriéndole, April rehusaba jugarle una mala pasada.
A las seis y media, cuando Mónica despertó con el amanecer, Colleen se recordaba que ella y la niña seguían vivas, y que la pequeña necesitaba cuidados. Trastornar a la niña sería una atrocidad. Eso la animó a levantarse, dar los buenos días a Mónica, dispensarle caricias, bañarla, disponerla para el día que empezaba.
Cuando el día iluminó la ventana, April y Gary se vistieron y él la condujo a casa. Al apearse ella, Gary dijo:
—Pasara anoche lo que pasase, April, quiero que tengas presente que siempre seré tu amigo y siempre te apreciaré.
Al entrar, April no encontró a nadie en la casa. Kathryne había marchado a acompañar a Mike en el coche. April se puso a fregar el suelo. Enzarzada en esa tarea, exclamó en voz alta:
—Jamás me casaré. Jamás.
Kathryne se había pasado la noche en vela esperándoles. Debió de quedarse dormida a eso de las cinco, y, poco más tarde, sonaba el despertador. Diariamente tenía que acompañar a Mike al Cañón, donde trabajaba él para el Servicio Forestal: un viaje de treinta y tantos kilómetros por carreteras sinuosas. Y, tras un día y toda una noche de fumar cigarrillos, el miedo que llevaba adentro era como una sirena presta a ulular con cada inhalación.
Cuando, de vuelta del viaje, entró en la casa, se encontró a April instalada en una silla de la cocina con todo el aire de un muerto en vida.
—¿Dónde demonios has estado?
April nada respondió. Se limitaba a mirarla de hito en hito.
—¿Has pasado toda la noche con ese piojoso?
Por mucho que sus temores se hubieran aligerado, no conseguía recuperar el sosiego. La invadía el malestar. April, Dios santo, estaba en trance.
—¿Vas a decirme, maldita sea, si has pasado la noche con Gary? —gritó Kathryne.
April rompió a chillar de repente.
—¡Déjame en paz! ¿Es que no puedes dejarme en paz! Yo no sé nada.
Y salió corriendo hacia el dormitorio.
—¡Eres una entrometida! —gritó detrás de la puerta.
«No puedo hacer nada», se dijo Kathryne para sus adentros. Daba gracias de que la pequeña hubiera vuelto a casa.
Era otra de las paredes que Kathryne había de apuntalar con su vida.
Su única pelea, en toda su vida de casados, fue el día en que Ben le levantó la voz porque Debbie, embarazada como estaba, se había sentido indispuesta, pero no quiso visitar al médico. Con los once chiquillos que tenía a su cargo en la guardería, carecía de tiempo para eso. Ella le había contestado que la chinchaba.
Ambos se sentían orgullosos de que hubiera sido esa su peor desavenencia. Porque para ellos el matrimonio era un constante esmerarse por hacerse felices mutuamente. Al contrario de lo que decía aquella canción, «Nunca te prometí un jardín de rosas», ellos, en cierto modo, sí se lo habían prometido: no querían parecerse a las demás parejas.
Debbie, que medía un metro cincuenta, apenas excedía los cuarenta y cinco kilos de peso. Ben, con uno noventa de estatura, pesaba ochenta y cinco kilos cuando se casaron. Dos años más tarde, había alcanzado los ciento treinta, y Debbie lo encontraba rollizo, corpulento v espléndido. Él siempre estaba o bien a régimen, o bien haciendo alardes de fuerza. Porque, para mantenerse en forma, dedicábase a levantar pesas.
Por relación a las demás jóvenes parejas mormonas, vivían bien. En su frigorífico no faltaban las chuletas, y les entusiasmaban las pizzas. Más tarde aprendieron a hacerlas mejores que las compradas en la calle: Ben las cubría de carne y de queso en toda su superficie, sin dejar un resquicio. Aparte de eso, vestían bien y se permitían un pago mensual de cien dólares sobre su coche, un Pinto. Ben, por cierto, parecía el gigantón que emergía del pequeño coche de esa marca en los anuncios de la televisión.
Con todo, trabajaban de firme. Ben siempre había deseado reemprender sus cursos de empresariado en la Universidad; pero mantener el tren de vida que tan felices les hacía le obligaba a él a desempeñar diariamente hasta tres empleos distintos, y a Debbie, a regentar la guardería. De ahí que pudieran pasarse la mar de bien sin amistades. Además de Benjamín, su hijito, se tenían el uno al otro. Era cuanto precisaban.
Debbie, por su parte, no entendía de otras cosas que las de la casa. Experta en braguitas de plástico y pañales de un solo uso, lo sabía todo acerca de los niños, con quienes resultaba insuperable, y prefería fregarse el suelo de la cocina a coger un libro. El único inconveniente era que, no disponiendo de permiso de conducción, no podía ir a la tienda de comestibles ni a la lavandería, ni a ninguna otra parte, si no la llevaba Ben.
Entre las muchas cosas que desconocía estaban la cuenta bancaria y las deudas de la familia. El suyo era un mundo poblado por personitas de dos a cuatro años de edad. Cuidaba admirablemente de Ben, de Benjamín y de la casa. Y cinco de las siete noches de la semana cenaban en la calle. Ésa era, salvo cuando Ben se ponía a régimen, su diversión: despachar a medias una de aquellas pizzas de lujo que costaban ocho dólares.
Ben no podía pasar con menos de dos o tres empleos simultáneos. Durante una temporada previa al nacimiento de Benjamín, estuvo levantándose a las cuatro de la mañana, para, a las cinco, dejar a Debbie en la guardería, donde ella lo organizaba todo para la entrada de los niños, que comenzaba a las siete. Para entonces Ben había llegado ya a Salt Lake City, donde regentaba un restaurante rápido. Trabajaba allí de seis de la mañana a ocho de la noche. Luego, tomó otro empleo que, si bien le permitía no iniciar su jornada hasta las doce, le obligaba a llegar a casa a las dos de la madrugada. En invierno, con las carreteras heladas, era particularmente penoso. Hasta que le tomó aprensión a esos desplazamientos diarios que le forzaban a recorrer setenta kilómetros en ambas direcciones día y noche.
Sus fuentes de ingresos complementarios procedían de su trabajo en la plantilla de mantenimiento de la Universidad y cuantas otras tareas de limpieza podía procurarse. Debbie, entretanto, cuidaba de Benjamín en la guardería, y hasta le había instalado una cunita en las oficinas. Los domingos, o cuando quiera que encontraba una hora libre, Ben impartía instrucción religiosa a domicilio por cuenta del obispo Christiansen. Y, si alguna de las viudas de la comunidad precisaba un trabajo de lampistería o fontanería, o había ventanas que limpiar o un caminillo que nivelar, Ben ponía en seguida manos a la obra. No había mes que no prestase cinco o seis servicios de esa clase.
Cuando el City Center Motel anunció una vacante de director, Ben asió la oportunidad por los cabellos. Si bien el mínimo asegurado era de ciento cincuenta dólares por semana, aparte la vivienda, el resultado definitivo dependería de la calidad de su gestión. Aunque el motel no era grande ni muy moderno ni se hallaba en una carretera principal, los ingresos de Ben, si conseguía llenarlo, podían alcanzar los seiscientos dólares semanales. Y, por añadidura, él y Debbie, que siempre lo habían deseado, podrían estar juntos todo el tiempo.
La mayoría de sus clientes eran o turistas, o padres de alumnos que cursaban estudios en la Universidad. Se trataba, en su conjunto, de gente apacible. Y, si alguna vez se les presentaba alguna pareja con aire de no estar casados, Debbie, ciertamente poco amiga de esas cosas, se las ingeniaba para darles una linda habitación, lo más sucia y ruidosa posible.
Lo peor del trabajo comenzaba a las nueve, con el personal de la limpieza. Para atenderla habían contratado a cuatro interinas, cada una a cargo de cierto número de habitaciones que asear en un tiempo dado. Si invertían seis horas en lo que no debió llevarles más de dos, dos les pagaban. Para saber el tiempo que requerían, Ben y Debbie habían atendido personalmente a esos menesteres al principio. Mientras que la mayoría de los moteles pagaban por horas el trabajo de limpieza, ellos lo hacían por habitación. Si alguna aparecía desacostumbradamente sucia, Ben, claro está, llegaba a un arreglo con la interina. Siempre se mostraba justo.
Pasado un tiempo, Debbie comenzó a cobrarle al trabajo del motel mucha más afición de la que imaginara. Aparte de que pasaban juntos muchas horas, atendida la afluencia de la mañana, y hasta la caída de la tarde, momento en que se registraban la mayor parte de los clientes, la actividad no era mucha. Ben empezó a hablar de reemprender sus estudios.
El trabajo, si acaso, era un tanto esclavo. No podían, por ejemplo, ausentarse del motel sin haber tomado providencias con antelación. Eso dificultaba sus salidas al restaurante, e incluso les obligaba a cenar de prisa. En ocasiones habían de hacerlo antes de lo normal.
Pero, como no necesitaban vida social, el tiempo pasaba sin sentir.
Y Ben conseguía relacionarse lo suficiente en sus excursiones por la ciudad. Resuelto a dar a conocer el nombre del City Center Motel, había establecido acuerdos especiales con algunos de los establecimientos de mayor tamaño. Por cada cliente que le enviase de los que no podía acoger, Ben pagaba al recepcionista un dólar de comisión. De los pequeños moteles de la localidad, el City Center era siempre el primero en poner el cartel de COMPLETO
Tampoco les preocupaba el riesgo de un atraco. Más de una vez, comentando cómo reaccionarían ante el cañón de un arma, Ben se había encogido de hombros. Un poco de dinero, decía, no justificaba poner la vida en juego. Él se plegaría a las exigencias del atracador.
A la mañana siguiente, al enterarse por la radio del asesinato de la gasolinera, lo primero que pensó Craig Taylor fue que Gary lo había cometido. Luego, al precisar el locutor que Jensen había muerto por el disparo de un arma calibre 32, concibió esperanzas. La Browning automática era del 22.
Gary no observó una conducta anormal en el trabajo. No se mostró, por lo menos, más crispado de lo habitual desde su ruptura con Nicole.
Más tarde, esa misma mañana, Spencer McGrath atendió la llamada de una señora que decía disponer, en Provo, de un apartamento para Gilmore. Le recomendaba, si iba a tomarlo, que pasase a dejar un depósito. Convencido de que Gary no conseguiría salir adelante como no abandonase Spanish Fork y aprendiera a vivir por su cuenta, le autorizó a disponer de la tarde. La triste verdad era, resolvió Spencer, que se sentía más contento cuando no andaba Gary por medio.
Craig no tuvo ocasión de hablar con Gary en toda la mañana; pero, a eso de las doce menos cuarto, cercana ya la hora del almuerzo, le dijo aquél: «¿Echamos una partida a los chinos?» Y, con eso, sacó del bolsillo, y presentó en la palma, un enorme puñado de monedas. Desaparecido Gary, Craig no pudo menos de preguntarse si procedería aquel dinero del crimen de la gasolinera.
Gary pasó por donde Val Conlin, para dar las gracias a Rusty Christiansen, que se había prestado a representar a la señora del apartamento vacante. Val aprovechó la ocasión para recordarle el pago de la furgoneta.
Gary fue a ver a Vern e Ida y les pidió permiso para ducharse. Pero, como sea que se disponían a marchar y deseaban dejar cerrada con llave la casa, las cosas se complicaron. Viendo su mirada de extravío Vern propuso cerrar la casa y dejarle tomar la ducha en el sótano, que tenía entrada independiente. Vern, aunque Gary se mostró conforme, seguía sintiendo malestar. El otro parecía ofendido por las reservas que tomaban con él.
Poco después del almuerzo, Val Conlin recibió una llamada de Gary: estaba en el supermercado de la Universidad, había perdido las llaves de la furgoneta y, como no podía cerrarla, necesitaba que alguien fuese a recoger sus cosas. Val le envió a Rusty Christiansen.
Se lo encontró esperándola en la zona de estacionamiento, sentado y sonriente.
—Conque traemos el coche del jefe, ¿eh? —dijo Gary.
A Rusty no le gustó la insinuación. El auto que conducía, un Thunderbird azul, era de su propiedad y no estaba lo que se dice flamante. Gilmore, con todo, hizo por compensar el resbalón inicial. Casi se pasó de galante abriéndole puertas.
Llevaba en la furgoneta, asomando por la ventanilla, un par de esquís multicolores, para la práctica del slalom acuático, todavía con el precio del Grand Central marcado en una etiqueta. Quería, dijo, guardarlos bajo llave en el maletero de ella.
Hecho eso, salieron en busca de las llaves. Gary volvió sobre sus pasos de tienda en tienda, hasta que dio con ellas —todo un manojo— en un comercio de alimentos de régimen.
Ya de regreso, Rusty se detuvo ante una juguetería. Su hijita coleccionaba las Muñecas Internacionales de Madame Alexander, y vio que habían sacado una nueva, española.
—¿Dispone de un minuto? —le preguntó Rusty.
—Caramba, no faltaría más —respondió él.
Las vendedoras, dos señoras de edad, se encontraban al fondo del establecimiento. Rusty esperó pacientemente, quizá por espacio de cinco minutos, sin que nadie se acercase a atenderles. Gilmore, advirtió Rusty, no soportaba aguardar: se estaba poniendo nervioso.
—¿Cuál quiere? —le preguntó por último.
Ella se lo indicó.
—Nada, no se preocupe —dijo él.
Y, sin más, abrió la caja, sacó la muñeca, la tomó a ella del brazo y, antes de que Rusty pudiera pronunciar una palabra de protesta, ya estaban fuera de la tienda.
—Es una preciosidad, desde luego —dijo Gary por la muñeca, vestida con una bata de raso carmesí.
Rustv ignoraba si lo habría hecho por alarde; nada, sin embargo, era capaz de escandalizarla ya a esas alturas de su vida, y lo único que quería era quitarse de en medio antes de que los vigilantes los detuvieran.
Conforme se dirigían, dando un rodeo, al estacionamiento, Gary observó:
—Es usted una mujer muy serena. Sabe conducirse de maravilla. No se viene abajo por nada. — Y, como ella asintiese, agregó—: Llevo tiempo buscando un colaborador así.
—Vaya, que bien —repuso Rusty.
No veía el momento de meterse en el coche. Y, como ya había llegado a la conclusión de que era un desequilibrado el que tenía delante, no quiso herir su susceptibilidad.
—Me alegra que me considere eficiente —contestó.
—No está usted nada mal —dijo él—, pero es mayor para mí —Y, tras una mirada apreciativa—: ¿Qué edad tiene?
—Veintisiete —respondió Rusty.
—¿No tiene ninguna hermana menor? —quiso saber él.
«Dios mío —pensó Rusty—, si la tuviera, ¡la encerraba en el sótano!»
—Es una lástima que le sobren unos pocos años... —siguió Gilmore—. A mí me gustan más jóvenes.
—En fin, yo me lo pierdo —replicó Rusty.
Como Gilmore se detuvo a coger un par de lotes de cerveza, Rusty llegó antes que él a la Vf Motors.
—Mira, Conlin —dijo nada más entrar—, esto no me lo vuelvas a hacer. La próxima vez, vas tú.
Y le explicó lo de los esquís.
Gary se presentó con su botín.
—No quiero para nada esos patines —le dijo Conlin.
—Pues valen ciento cincuenta pavos —protestó Gary.
—Oye, Gary no teniendo motora ni la madre que la crió, ¿para qué necesito yo unos esquís? —Y, como Gilmore los dejara en un rincón, le preguntó—: ¿Cuándo vas a sacar tus mierdas del Mustang, que yo pueda venderlo?
—Echa una ojeada a esos esquís —insistió Gary.
—¿Afanados?
—Y eso, ¿qué más da?
—Ni esto es una casa de empeño —comenzó Val— ni yo soy un perista ni necesito más problemas de los que tengo.
—Pues son una ganga —adujo Gary.
—Sin motora, no valen una caca. ¿Y dónde está la motora? Tú no te olvides de mis cuatrocientos pavos. Para mañana.
—Los tendré.
—Gary, me cago en todo —se le encaró Val—, que quede esto claro y bien claro: como no me traigas ese maldito dinero, caminas. Ni te enterarás de que tuviste ruedas.
—Tú te has portado bien conmigo, Val, y no tienes por qué preocuparte. Te pagaré.
—Perfecto. No se hable más.
Aprovechando la pausa Val tomó el diario y comenzó a leer. Un instante más tarde lo apartaba escandalizado.
—¡San Pedro bendito! Pero ¿será posible? ¿Quién habrá sido el idiota capaz de un crimen semejante? El tío tiene que estar como un choto, para meterse en una gasolinera y matar así a un muchacho, por nada. —Estaba trastornado de veras. Dio un golpe en la mesa con el periódico y dijo—: Que venga un hijo de puta y le suelte un tiro a uno que no quiere entregar el dinero, todavía lo comprendo. Pero que alguien se lleve la recaudación y luego meta a la criatura en los servicios y le haga estirarse en el suelo y le dispare dos veces en la cabeza... ¡El tío tiene que ser un psicópata... un malnacido! Ese cabrón merece la horca.
Conlin se sentía arrebatado por la cólera conforme hablaba. Gilmore se volvió y, mirándole a los ojos, dijo:
—Bueno, a lo mejor el otro merecía que lo matasen.
Había tanta frialdad en su rostro, que Rusty se convenció de que sabía algo del crimen. ¿Habría vendido acaso una pistola robada?
Val había roto a bramar:
—Pero, por el amor del cielo, Gary, ¡dispararle a una criatura en la cabeza...! Tú tienes que estar loco, chico. ¡Majara perdido!
—Bueno... —empezó a decir Gary.
Pero lo dejó ahí. Se puso en pie y le preguntó a Val si le apetecía otra cerveza.
—No —dijo Val—, aún nos queda. Llévatela tú, Gary.
Quizá fuera culpa de la cerveza. Lo cierto, sin embargo, es que la tarde se había quedado triste.
Las tardes de los martes Gary celebraba su entrevista semanal con Mont Court. Sus encuentros venían durando más desde que robó el estéreo en Grand Central, y el de aquella calurosa tarde de julio se prolongó más de una hora. Gilmore había comenzado a abrirse, y Mont veía en ello la oportunidad de acceder a él. En breve había de pronunciarse sobre la conveniencia de instruir diligencias, y ahora estaba casi resuelto a recomendar una semana de arresto. Como aviso.
No le complacía, sin embargo, recurrir a ese expediente. Por mucho que Gilmore persistiese en su actitud antisocial, se hacía difícil no sentir compasión por él. Sobre todo en ocasiones como aquélla, cuando, refiriéndose a la bebida, hablaba de su vivo deseo de romper con ella. Era ésa, a su forma de ver, la única manera de recuperar a Nicole. Y había de recuperarla.
A lo largo de la conversación descubrió Mont Court que la chica le había abandonado por miedo. Eso turbaba a Gilmore, que no quería pasar por violento ante ella. Aunque le escuchaba con atención cortés, Court veía falta de realismo en su actitud: no es posible sortear el miedo de otros mediante nuestro solo deseo de que no lo sientan. Realista, en cambio, le parecía su reconocimiento de que necesitaba a Nicole y que abandonar la bebida incrementaría sus posibilidades de recuperarla.
Su aspecto, desde luego, no era el de un abstemio en esos momentos. Su perilla iba camino de convertirse en barba y sus ropas denotaban desaliño.
De todas formas, ninguna de sus charlas había alcanzado la sinceridad de aquélla. Abatido, la voz desmayada, Gilmore reconocía sus deficiencias de amante. Eso consolidaba una pizca sus relaciones con Court.
Gary pasó las siguientes horas al volante buscando a Nicole por Orem y Provo, y, luego, por Springville y Spanish Fork. Mientras él avanzaba por un camino, Nicole y Roger Eaton se alejaban por otro.
Nicole estaba taciturna y Roger Eaton, al poco tiempo, compartía su estado de ánimo. La tarde que con tanto anhelo había esperado no se presentaba bien.
Lo primero que hizo ella fue referirle su encuentro del domingo con Gary, en Spanish Fork. Luego le enseñó la pequeña Derringer. Su manera de sacarla del bolso convenció a Roger de que sabía servirse de ella. «Guarda eso», le dijo. En su vida había conocido a nadie que viviese ni remotamente como Nicole se veía forzada a hacerlo.
Durante el paseo en coche le habló Roger del homicidio ocurrido la víspera en la gasolinera. Era la primera noticia que recibía Nicole del suceso. De haberse enterado, le dijo, no se hubiera movido de casa.
—Tengo miedo —confesó. Y, un instante más tarde, en voz baja—: Creo que ese crimen ha sido cosa de Gary.
—¿No querrás tomarme el pelo?
—Creo que ha sido él —repitió ella.
—Pero no estás segura —propuso él.
Ella no quiso responder.
La había llevado al supermercado de la Universidad, donde le compró unos tejanos y una camisa por un total de sesenta dólares. A continuación, y tan deprisa como pudo, la condujo de vuelta a su apartamento de Springville. Se estacionó a una manzana de distancia. Ella, antes de apearse, le advirtió que Gary conocía la carta que le había escrito.
Pensando que Gary podía dar con Nicole, obligarla a palos a que le diese su nombre y, conocido éste, salir a su encuentro en el supermercado, se dijo para sus adentros: «Estás con la mierda al cuello.»
Cuando se despedían, y sin poder evitarlo, dijo a Nicole:
—Me asusta el que Gary pueda encontrarme.
—Si eso ocurriese —replicó ella—, te mataría.
—Pero ¿qué le has hecho?
—¿Yo? —respondió ella—. Nada. Que no puede pasar sin mí.
—Debe quererte mucho más que yo —repuso Roger—, porque yo no estoy dispuesto a que me maten por tu causa.
—Y lo comprendo —dijo ella.
—Si esto ha de costamos la puñetera vida a uno de los dos —continuó él—, prefiero que cortemos el rollo.
Oscurecía cuando se dijeron adiós.
Esa noche, el periódico en la mano, Johnny dijo a Brenda:
—¿Te has enterado del asesinato de la gasolinera de aquí? —Y, tras aguardar a que terminase ella la noticia, declaró—: Tiene el mismísimo sello de Gary Gilmore.
—Gary será un gilipollas, Johnny —protestó ella—, pero no un asesino.
—Yo temo lo contrario —respondió su marido.
Después de un día de incesante nerviosismo, Debbie Bushnell se había pasado la tarde telefoneando a su amiga Chris Caffee, cosa inusitada por demás, puesto que no cruzaban llamadas más de dos veces por mes, y sólo se veían muy de tarde en tarde, cuando Chris la visitaba en el motel. Antigua empleada suya en la guardería, y aunque mantenían buenas relaciones, no podía decirse, sin embargo, que fuesen íntimas. En su inquietud, no obstante, Debbie había repetido las llamadas aquella tarde hasta que la otra, por último, le dijo:
—Mira, Debbie, tengo quinientas cosas por hacer, y nada más que decir.
Sin poder evitarlo, Debbie volvió a telefonear dos horas más tarde.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Nada —respondió Chris—. ¿Para qué me llamas?
La aprensión que la dominaba se había iniciado el domingo y, presente durante todo el día del lunes, el martes por la tarde alcanzaba su máximo. Otro tanto le ocurría a Ben. El domingo, uno de los pocos en que tomaban licencia del motel, habían ido a visitar a Porter Dudson, un viejo amigo de Ben que vivía en Wyoming. Y en todo el día no había tenido un momento de sosiego. Ni se lo dio al pobre Porter y a su esposa, Pam, ni siquiera durante la comida. El martes, sin embargo, olvidando lo que pudiera inquietarle, había pasado parte de la tarde trabajando con las pesas, y luego durmió la siesta. Era Debbie quien no sabía qué hacer consigo mismo esa tarde.
Levantado Ben, le dispuso una ensalada y una chuleta y se sentaron a la mesa. El niño estaba ya bañado y en la cama, y empezaba, por fin, a oscurecer. Mientras ella atendía a los primeros clientes, Ben conectó la televisión de la oficina y se puso a ver las Olimpíadas. Atendida la clientela, Debbie se aplicó a la limpieza de la casa. Aquella estúpida aprensión no dejaba, sin embargo, de atenazarle el estómago.
Gary detuvo el coche en la gasolinera existente en el cruce de University Street con la calle Tres Sur —a un par de manzanas de la casa de Vern—, donde conocía a un tipo llamado Martin Ontiveros, cuyo coche había estado pintando aquella semana. El motivo de la visita era pedirle prestados cuatrocientos dólares; pero Norman Fulmer, el padrastro de Martin y propietario del negocio, le dijo que, habiendo comprado aquel mismo día veinticinco mil litros de carburante, no les quedaba un ochavo en el cajón. Casi todos los clientes pagaban con tarjetas de crédito. El metálico apenas lo veían. Gary se marchó.
A eso de las nueve recomenzó, en Spanish Fork, la búsqueda de Nicole. Pero, habiéndose detenido en una tienda por el camino, al salir no le arrancaba el motor, y hubo de pedir que le empujaran. De manera que de ahí se dirigió otra vez a la gasolinera de Fulmer. No sólo tenía dificultades en arrancar, se quejó, sino que, además, el motor se le calentaba.
—Pues, nada —dijo Norman—, mételo en el taller; le cambiaremos el termostato.
Gilmore quiso saber cuánto tiempo le llevaría. Cuando el otro dijo que veinte minutos, respondió que se iría un rato de visita. En cuanto hubo marchado Gilmore, Martin subió a la furgoneta y dio el contacto. El motor se puso en marcha sin dificultad.
Debbie dejó a medias la limpieza de la tapicería del sofá, para pasar a la oficina y pedirle a Ben que se llegase a la tienda y comprara leche descremada. Tenía la esperanza de que le trajese, además, helado y caramelos. Y, pensando que sin duda volvía a estar embarazada, rió por lo bajo. Lo cierto, con todo, era que se había observado síntomas reveladores. Pero, absorto en las Olimpíadas, Ben no quería salir en ese momento.
De vuelta a la limpieza de la tapicería, bastante laboriosa por cierto, oyó a Ben hablando con alguien en la oficina. Porque había oído el estallido de un globo, y pensando que debía tratarse de un chiquillo, salió a ver. Sin motivo alguno: porque le apetecía hablar con un niño.
Conforme cruzaba la puerta de comunicación entre el piso y la oficina, vio a un hombre de elevada estatura, con perilla, que, a punto de marcharse, se dio vuelta como si quisiera ir a por ella. No pudo ser más absurda su reflexión. «¡Madre, el coco!», se dijo. Y, volviendo sobre sus pasos, se apresuró a entrar en el apartamento.
La verdad es que se retiró a lo más hondo de la habitación del niño.
No podía quitarse de la imaginación la estampa de aquel hombre, que la había mirado de lleno desde el otro lado del mostrador. Sentía helado el corazón. Aquel individuo iba a por ella...
Luego, cobrando ánimos, salió del cuarto, cruzó la sala de estar y atisbó por la ventanilla que, próxima al aparato de televisión, permitía ver el despacho desde la cocina. El hombre de la perilla salía en ese instante a la calle. Debbie se dirigió al despacho.
Ben estaba en tierra, boca abajo y con las piernas trémulas. Al inclinarse, advirtió que le sangraba la cabeza. En el cursillo de primeros auxilios que había seguido años atrás les recomendaron, en caso de heridas sangrantes, obturarlas presionando con la mano. Pero aquella era una hemorragia importante: la sangre no dejaba de brotar a chorros del cabello. Aplicó, sin embargo, la mano.
En esa posición descolgó el teléfono y, con la mano libre, marcó el número de Urgencias. El timbre sonó cinco, diez, quince veces antes de que apareciese en la oficina un hombre que dijo haber visto al tipo de la pistola. Dieciocho, veinte, veintidós, veinticinco timbrazos y Urgencias seguía sin contestar. «Necesito una ambulancia», le dijo al recién llegado. Éste, a pesar de no hablar bien el inglés, se hizo cargo del auricular. Urgencias, con todo, seguía sin responder. El desconocido salió a llamar a la policía.
Debbie marcó seguidamente el número de Chris Caffee, fácil de recordar después de haberla llamado cuatro veces aquella tarde. Hecho eso se quedó allí, la mano prieta en la cabeza de Ben, y el tiempo comenzó a pasar y dilatarse. Ignoraba cuánto había transcurrido cuando llegaron auxilios.
Peter Arroyo volvía al City Center Motel procedente del Golden Spike, el restaurante donde había estado cenando con su esposa, su hijo y dos sobrinas desde las nueve y media. Eran cerca de las diez y media cuando se disponían a regresar a sus habitaciones.
A esa hora, y conforme cruzaba ante la oficina del motel, Arroyo vio algo extraño por la ventana. En la dependencia, atendida cuando efectuó él su inscripción por un recepcionista corpulento y su esposa, una mujer menudita, no había ahora más que un hombre de elevada estatura, con perilla, que contorneaba el mostrador justo en el momento en que Arroyo daba la vuelta a la esquina. Primero vio que llevaba en la mano la gaveta de una caja registradora; y, luego, que en la otra blandía una pistola de cañón largo.
Los niños no se habían fijado en nada. Una de sus sobrinas pretendía, incluso, entrar en la oficina, para comprar sellos. «Sigue adelante», le dijo Arroyo sin más. Había visto, por el rabillo del ojo, que el hombre se daba vuelta y regresaba al mostrador. Sin llevar más allá su examen, Arroyo siguió marchando hacia su coche. Alentaba la esperanza de que lo de la pistola fuese una broma de alguien. Era posible que lo visto por él tuviera una explicación sencilla y normal.
Al llegar al coche, estacionado a cosa de quince metros de la oficina, envió a sus sobrinas a la habitación y procedió a descargar el equipaje que llevaba en la baca. Dos hombres habían salido al porche, y se preguntó si se dirigirían a la oficina; pero era hielo lo que buscaban, y volvieron derechamente al piso alto.
Acto seguido apareció en la puerta el hombre de la pistola quien, habiendo torcido a la derecha, marchó a pie calle arriba. Arroyo se encaminó directamente a la oficina.
Al llegar encontró al gerente tendido en el suelo, junto a su esposa, que tenía un teléfono en la mano. Había sangre por todas partes. El hombre sólo emitía sonidos inarticulados, y sacudía levemente una pierna. Arroyó trató de ayudar a su esposa, que quería darle la vuelta. Pero el piso estaba resbaladizo, el herido era muy corpulento y el charco de sangre donde yacía, enorme.
Según se alejaba a pie del motel, Gary se guardó el dinero en el bolsillo y arrojó la gaveta a unos arbustos. Distante cosa de una manzana de la gasolinera, se detuvo para desembarazarse del arma. Asiéndola por la boca del cañón la hundió entre las ramas de otro seto. Pero alguna debió de tropezar con el gatillo, porque la pistola se disparó. La bala le perforó la carne del pulpejo, entre el pulgar y la palma.
Norman Fulmer llenó un cubo, arrojó el agua contra el alicatado del cuarto de baño y, provisto de una esponja, limpió azulejos y suelo. Salió entonces con ánimo de inspeccionar la reparación de la furgoneta de Gilmore y su progreso; pero lo que vio fue al propio Gary, que, cruzándose con él, marchaba como una exhalación hacia los lavabos que Fulmer acababa de limpiar. Iba dejando un rastro de sangre tras de él. «No sé... —se dijo Fulmer—, habrá tenido un accidente.» Y procedió en seguida a recoger los goterones que habían manchado el piso del taller.
Por el amplificador de la frecuencia especial de la policía, instalado en el mismo taller, Fulmer oyó el parte que la recepcionista de la policía daba sobre el atraco a mano armada ocurrido en el City Center Motel. Norman Fulmer, asiduo oyente de la frecuencia especial de la policía, que hallaba más interesante que la música, escuchó con atención. El parte precisaba ahora que el atracador había descargado su arma sobre un hombre emprendiendo a continuación la fuga.
Fulmer se internó en el taller. Una ojeada le bastó para comprender que Martin Ontiveros también había oído el parte. Sin haber retirado tan siquiera el termostato viejo, se dedicaba en ese momento a atornillar en su sitio una de las tuercas removidas. Fulmer fijó la otra y acto seguido dejaron caer la cubierta metálica del motor, justo en el momento en que salía Gary de los lavabos.
—¿Listo? —preguntó.
—Listo, sí señor — respondió Fulmer.
Entró en la furgoneta por el lado del acompañante y de ahí se deslizó hasta el del conductor. Fulmer advirtió que estaba dolorido. Ya ante el volante, hubo de echar todo el cuerpo a la izquierda, para alcanzar con la diestra la llave del contacto. Una vez en marcha el motor, Fulmer dijo: «Ea, a cuidarse.» Gary respondió: «Lo mismo digo», hizo marcha atrás y, como fuera de prever, fue a estrellarse contra el poste de hormigón que protegía el surtidor de agua potable. «¡Oh, Dios!», exclamó Fulmer para sus adentros. Y, aunque el otro no maniobraba, y Fulmer le creía portador de una pistola, acercóse al auto, soltó una palmada junto a la portezuela y dijo:
—Parece que estamos un poco cansados. No le vendría mal un reconstituyente.
—Sí —respondió Gary—, estoy molido.
—Bueno, nada —se despidió Fulmer—, hasta mañana.
Cuando la furgoneta arrancó, Fulmer retuvo el número de la matrícula y lo apuntó inmediatamente. Advirtiendo que había doblado a la derecha en la calle Tres, de modo que probablemente cruzaría ante el City Center Motel, tomó el teléfono, llamó a la policía y les describió el vehículo de Gilmore. Cuando le preguntó la recepcionista qué le hacía pensar que era el hombre que buscaban, Fulmer le habló del rastro de sangre, que había dejado Gilmore. A su pregunta de cómo se peinaba, respondió: «Con raya en el medio. Y lleva perilla.» «Es él», replicó la recepcionista. Alguien debía de haber facilitado ya su descripción.
Momentos más tarde oía la voz de la recepcionista informando a los coches policiales que el sospechoso se dirigía hacia el oeste por la avenida de la Universidad. En ese preciso instante atravesaba la encrucijada de la gasolinera, en dirección este, un ululante coche de patrulla. Fulmer volvió a llamar a la recepcionista y dijo:
—Eh, oiga, que uno de sus amigos acaba de pasar dándole a la sirena y hacia el lado que no es.
Y se dio el gusto de oírla gritar a su colega:
—¡Dé la vuelta y salga en dirección contraria!
Vern e Ida, sentados a esa hora en su sala de estar, próxima, sin embargo, al motel, no se habían apercibido de nada. Tenían encendida la televisión y habían visto sucesivamente «Perry Masón» e «Ironside». Luego, al oír las sirenas policiales justo delante de la casa, salieron, como es natural, a averiguar qué ocurría. Vern iba en zapatillas, e Ida, vestida con una bata color naranja, ni siquiera había tenido tiempo de ponérselas, y estaba descalza. Tan súbita fue la llegada de los agentes.
Ida jamás había presenciado algo semejante. Los coches de patrulla no cesaban de afluir, sus luces azules oscilando en medio de aquellos sirenazos espantosos. De los altavoces partían toda clase de ruidos: unos vociferaban órdenes dirigidas a los agentes; otros mugían incesantemente la misma apelación a los curiosos: «SIRVANSE DESPEJAR LAS ACERAS, POR FAVOR. SIRVANSE DESPEJAR LAS ACERAS, POR FAVOR.» Entre fucilazos y haces luminosos Ida vio llegar una ambulancia de la que saltaron a la carrera varios enfermeros. Un gran foco blanco rodaba y rodaba como buscando al culpable. Cada vez que su luz cruzaba ante los ojos, tenía uno la impresión de estar sometido a interrogatorio. Las sirenas ululaban con desespero. Un nuevo coche policial llegaba al recinto del motel a cada treinta segundos. Desde la misma Center Street, distante tres manzanas, llegaban espectadores, algunos corriendo. El estruendo no hubiese sido mayor si la ciudad de Provo ardiese por los cuatro costados.
Aparecieron, uno detrás de otro, dos equipos de cinco hombres del SWAT, que, con sus uniformes azul marino y sus botas de alta caña, parecían tropas aerotransportadas. Salvo que éstas mostraban, bordada en grandes letras amarillas en la camisa la palabra POLICE.
En la explanada del motel, uno de los clientes gritaba con insistencia: «¡He visto a alguien que corría hacia ahí!», y señalaba, al mismo tiempo, la habitación 115, situada en la planta.
Caer sobre un homicida armado no es labor sencilla. Los agentes, bañados en sudor, abatían a hachazos la puerta del cuarto, cuyo interior inundaron de gas lacrimógeno. Luego, caladas las máscaras, se precipitaron hacia adentro pisando los montones de astillas de la puerta hundida. No había nadie en la habitación. El olor del gas lacrimógeno, tan parecido al del vómito, comenzó a invadir la explanada del motel. Los que allí estaban quedaron impregnados para toda la noche de aquella hediondez.
La gente seguía agolpándose ante las ventanas de la oficina. Los chiquillos llegaban disparados, se asomaban, salían corriendo otra vez. En un momento dado, la multitud se congregó frente a la vidriera donde el motel exhibía fotos de sus instalaciones, y allí se quedó viendo cómo los enfermeros aporreaban el pecho de Benny Bushnell, que ahora yacía en una camilla frente al mostrador de la recepción. Ida consiguió de la escena un atisbo de pesadilla. Las oficinas parecían un matadero.
Los enfermeros emprendían continuas carreras entre el edificio y la ambulancia. Chris y su marido, David, no habían conseguido acceso. Ella estaba medio aturdida todavía. Cuando sonó el teléfono, ella y David dormían y, despierta por la voz de Debbie, que chillaba: «¡Le han pegado un tiro a Ben!», Chris, adormilada aún, respondió: «No son horas para esa clase de bromas. No tiene ninguna gracia.» Arrancada de un sueño profundo, nada tenía sentido para ella. Habían revuelto la casa buscando qué echarse encima y, cuando lo encontraron, corrieron hacia el motel. Tanta había sido la precipitación, que horas más tarde se dio cuenta de que David llevaba abierta la portañuela.
Abriéndose paso como pudo hasta la puerta, Chris voceó: «¡Estoy aquí, Debbie!» Vio que Debbie, cuya cabeza apenas descollaba sobre el mostrador, había captado el aviso, pues retrocedió hacia su vivienda, para aparecer, seguidamente, en la entrada particular. Tenía al niño envuelto en una manta y en la mano llevaba una gran bolsa de pañales. Inopinadamente le lanzó el niño. Se lo arrojó, sin más, como si fuera un ser inanimado. Aunque no gritaba, su aspecto era inquietante.
—Le han pegado un tiro en la cabeza y creo que se va a morir —dijo.
—Oh, no, Debbie —respondió Chris—. ¿Acaso no recuerdas cuando mamá se cayó por las escaleras, en Washington, y se partió la cabeza? Sangraba a borbotones y, sin embargo, ahora, ya ves, como si nada. Ben se saldrá divinamente.
No sabía qué decir. Un tiro en la cabeza no es algo que ocurra cada día. Ignoraba por completo sus alcances. Cuando Debbie volvió al interior, David dijo:
—Si le han disparado en la cabeza, ya no está con nosotros.
Aunque Vem sólo conocía a Bushnell de forma superficial, de las charlas que cambiaban mientras el uno regaba su césped y el otro las flores del motel, la impresión que de él tenía era que se trataba de un hombre de bien.
Cuando Martin Ontiveros se le acercó para decirle: «Gary lo ha matado», Vern respondió:
—¿Gary quién?
—Gilmore —replicó el chico.
—¿Y tú cómo sabes que ha sido él? ¿Acaso le viste hacerlo?
—No —reconoció el otro.
—Entonces ¿por qué no pude haber sido yo? —le preguntó Vern—. Tú no estabas delante. —Y agregó—: Ve y díselo a un agente. Si piensas que ha sido él, ve y díselo.
Ontiveros pasó a explicar que Gary había estado, hacía un momento, en la gasolinera, y que tenía cubiertos de sangre los pantalones.
«Bueno, algo debe de haber en todo ello», pensó Vern. Y, reparando en la presencia de Phil Johnson, un policía casado con una sobrina de Ida, se lo llevó aparte y le pidió que hiciera unas indagaciones. Después de un intercambio de información a través de un emisor policial, Phil regresó y dijo: «Tiene que haber sido él, Vem.»
—¿Crees que lo ha hecho Gary? —le preguntó Ida.
—Sí que lo ha hecho, el imbécil de mierda —repuso Vern.
Ida telefoneó a Brenda.
—Cariño, alguien le ha disparado un tiro a ese pobre señor Bushnell de aquí al lado, —Rompió a llorar y, entre sollozos, añadió—: Y han visto a Gary, que salía corriendo. Lo han identificado.
—¡Oh, mamá!— exclamó Brenda, que no había conseguido, en toda la tarde, librarse de los malos presentimientos que la asaltaban.
—Irá a verte —dijo Ida—. Ya sabes que siempre recurre a ti.
Brenda, que conocía al recepcionista de la policía de Orem, le telefoneó y dijo:
—Tal vez sea una sospecha infundada, pero pienso que puedo necesitar protección contra mi primo. Localízame a Toby Bath antes de que salga de servicio.
Toby vivía en la casa de al lado. Era como tener una escolta policial para su uso personal.
A continuación cerraron con llave las puertas. Johnny sacó su rifle calibre 22. Apenas tomadas esas precauciones, sonó el teléfono. Era Gary.
—Brenda —dijo—, ¿está Johnny en casa? ¿Puedo hablar con él?
Brenda pensó: «Ésta es nueva. Por lo general, es conmigo con quien quiere hablar en primer lugar.»
—Johnny —le dijo—, necesito que me ayudes.
—¿Qué ocurre?
—Me han disparado. Es una herida grave, chico. Estoy en casa de Craig Taylor. Necesito que me ayudes.
En el hospital, Glen Overton, el propietario del motel, que había acompañado a Debbie hasta allí, trataba de distraerla con otros pensamientos. Con tal ánimo, la convenció de que telefonease a su tío, el de Pasadena. La llamada pareció despertarle a Debbie el deseo de informar a terceras personas, pues, en cuanto Chris y David Caffee aparecieron con Benjamín, le pidió a ella que se comunicase con Dean Christiansen, el obispo de Ben.
Las pesquisas requirieron su tiempo. En la guía telefónica de Provo Orem había una pléyade de Christiansen —el apellido mormón por excelencia—, Y todos se escribían de forma distinta. Por si eso fuera poco, Chris ignoraba si Dean era su nombre de pila, o un título.
Por último condujeron a Debbie a un despachito. Sentada allí, y pensando que era preciso creer en algo, trató de llevar a su ánimo la convicción de que Ben iba a salvarse. Más tarde se dio cuenta de que en el cuarto habían entrado el médico y el obispo Christiansen, y que ambos estaban sentados frente a ella. ¿Por qué no estaba el médico con Ben? Luego apareció un segundo doctor. Todos aguardaban en silencio. Entonces, lentamente, empezó a comprender: estaban armándose de valor.
El obispo Christiansen la miró y susurró con ternura algo que no alcanzó a oír. Ella tenía la mirada fija en sus cabellos plateados. El médico dijo que, de haber sobrevivido, la existencia de Ben hubiera sido la de un vegetal. Esas palabras calaron en lo más hondo de su ser e hicieron lúcido su pensamiento.
—Si Ben hubiera vivido —dijo Debbie—, habría sido todo ternura, y yo habría podido cuidar de él y alimentarle. —Jamás había estado tan cierta de algo. Añadió—: Por lo menos, le habría tenido a mi lado.
Había conocido a Ben en el Instituto Mormón de la Universidad de Pasadena. Debbie, que contaba entonces veintiún años, no alentaba la menor esperanza de salir con él. Ben era un apuesto hombretón, dueño de una espléndida cabellera negra y rizosa; y ella, nada más que una menudencia de mujer, en otro tiempo un diablillo con faldas, notable sólo por su ancha nariz respingada y su barbilla, ligeramente metida. En clase, sin embargo, se empeñaba en sentarse detrás de él: no quería perderle de vista.
A Ben le llevó lo suyo resolverse a proponerle una salida. Lo hizo, de todas formas. La víspera de la Navidad de 1972. Asistieron a un servicio religioso. Debbie no consiguió recordar nada de lo que el obispo había dicho en su plática: toda su atención estaba centrada en Ben. Después de eso se vieron diariamente, por las noches. No necesitaban más que mirarse para ser felices. No llevaban saliendo juntos ni una semana cuando decidieron casarse.
Glen Overton acompañaba a Debbie cuando la llevaron a verle. Para Glen fue éste, tal vez, el trago más amargo de la noche. El hombre con quien había estado hablando tres horas antes yacía ahora exánime, el rostro amoratado, la boca abierta. Glen había visto a un muchacho muerto víctima de un alud. Esto era peor.
Estaba cubierto por una sábana hasta el mismo cuello. Debbie avanzó hacia él, le rodeó con los brazos, le estrechó. Tanto se había aferrado, que prácticamente tuvieron que arrancarla del cadáver. Ella no cedía. Le permitieron quedarse otros treinta segundos con él antes de pedirle nuevamente que saliera. Hubo que recurrir a la fuerza para conseguirlo.
Uno de los médicos se llevó a Chris Caffee aparte.
—¿Tiene inconveniente en que la señora Bushnell se quede en casa con usted? No tiene a nadie en Provo.
—Ningún inconveniente —replicó Chris—, siempre y cuando la policía vigile mi casa minuto a minuto durante toda la noche.
Porque el asesino seguía suelto.
Una enfermera salió detrás de ellos cuando abandonaban el hospital y les entregó una bolsa de papel con la ensangrentada ropa de Ben, su reloj y sus efectos personales.
—¿Quiere la alianza? —preguntó la enfermera.
Chris les miró y repitió la pregunta:
—¿La quiero?
—Quédate con ella —le dijo David—. Si luego cambias de opinión, siempre puedes pedir que se la pongan otra vez.
Se quedaron allí, en pie, en espera de la enfermera. Ésta, al regresar, dijo:
—No podemos quitársela. Está demasiado grueso. ¿Quiere que la cortemos?
Su insensibilidad era atroz.
—Déjesela — respondió el matrimonio.
Debbie empezaba a perder el dominio de sí. No porque llorase histérica ni nada por el estilo, sino porque se la veía como desmoronada.
Julie Taylor, de vuelta por fin del hospital, dormía junto a Craig en su cama de matrimonio cuando llamaron a la puerta. Craig se levantó y asomóse a la ventana. Gary, plantado en pie en el porche, le enjaretó como si tal cosa:
—Me han pegado un tiro.
Y puso mucho empeño en mostrarle a Craig la mano, que le sangraba. Se moría de dolor, le dijo.
Ni él le pidió entrar en la casa ni Craig se sentía demasiado dispuesto a invitarle. No hubiera sabido decir por qué, salvo que no le apetecía. Julie acababa de salir del hospital y Craig no quería que le dejase por todas partes sangre que ella tendría que limpiar.
Gary, sin embargo, no pareció molestarse por eso. Dijo solamente que necesitaba ayuda. Precisaba una muda. Y que Craig le llevara al aeropuerto.
—Si quieres, te acompaño al hospital —dijo Craig.
—No —respondió Gary desde el otro lado de la puerta de rejilla—, no puedo pensar en eso. —Lo dijo sin escandalizar ni nada, despegando apenas los labios. Y agregó—: Llama, entonces, a Brenda.
Al oír su voz, Craig pasó el teléfono por la ventana, de manera que Gary pudiese hablar desde el porche. Julie estaba tan fatigada que, según pudo ver Craig por el rabillo del ojo, se había vuelto a dormir.
Mientras Johnny hablaba con Gary, Toby Bath y su compañero, Jay Barker, llegaron en el coche y por señas pidieron a Brenda que saliese. Al llegar junto al coche de patrulla, una voz difundía por la radio el parte policial. «Gilmore —dijo— está armado y es peligroso en extremo. Dispónganse a disparar en cuanto le vean.»
Brenda contuvo un grito.
—Acercaos —consiguió decir—. Lo tengo al teléfono.
Como necesitaba un lápiz para anotar las señas que Gary iba a darle, Johnny le entregó a Brenda el auricular. Ella, armándose de coraje, dijo:
—¿Qué tal va eso, Gary?
Él le salió con un cuento de que le habían herido cuando intentaba desarmar a un tipo que estaba atracando una tienda. La historia era un pegote y él, un pésimo embustero. Malo de verdad.
—¿Vendrás a ayudarme? —preguntó él.
—Sí que lo haré. Tengo un poco de codeína y vendas. ¿Dónde estás?
Le dio las señas, que Brenda repitió en voz alta a fin de que Johnny pudiera anotarlas. Toby Bath y Jay Barker, en pie no lejos de allí y ambos de uniforme, las apuntaron a su vez.
Que Gary estuviese en casa de Craig Taylor, que tenía mujer y dos chiquillos, no arreglaba para nada las cosas. Brenda ya se imaginaba el tiroteo. En cuanto hubo colgado, sin embargo, lo que los policías propusieron fue que Johnny saliera al encuentro de Gary en su furgoneta, ellos escondidos en la trasera.
Si Gary llegaba a descubrir que se había traído a la policía, nadie, pensó Johnny, saldría con bien de aquello. Se dio cuenta entonces de que estaba encendiendo un pitillo sin tan siquiera haber tocado el que acababa de dejar, encendido también, en el cenicero.
—No quiero ir —dijo.
Nunca había sentido un miedo como aquel.
Tras una reflexión, también los agentes decidieron que era arriesgado en exceso.
—Iré yo —dijo Brenda—. Gary no sería capaz de hacerme daño. Sólo quiero que me dejéis curarle.
—Tú no vas —replicó Johnny.
Los policías repitieron la rotunda negativa.
Brenda no hubiera sabido decir si era alivio o desazón lo que sentía.
Johnny acompañó a Toby Bath y a Jay Barker a la comisaría, para enterarse de la estrategia que contemplaban. El jefe de la policía de Orem telefoneó a Brenda entretanto y dijo:
—Entreténgame a Gilmore todo lo que pueda. Necesitamos tiempo.
Convinieron en comunicarse a través del radiotransmisor que llevaba Brenda en el coche, eso a fin de que Gary encontrase desocupado el teléfono.
Al poco, Craig telefoneaba de nuevo.
—Oye, Gary se me está poniendo nervioso —dijo—. ¿Cuánto hace que salió Johnny?
—Dile a Gary que Johnny, como de costumbre, se había quedado sin gasolina.
El subterfugio podía aplacar a su primo por espacio de cinco minutos: Johnny era famoso en la familia por su virtud de tener esperando a la gente mientras se proveía de gasolina.
Afuera, los coches policiales contorneaban la esquina haciendo chirriar los neumáticos.
Craig volvió a llamar. Esta vez le dijo Brenda que, aunque no tenía noticias de Johnny, lo más probable era que se hubiese extraviado. Para la gente de Orem, le explicó, con una ciudad en forma de cuadrícula perfecta, no resultaba fácil orientarse en Pleasant Grove, de calles endiabladamente retorcidas, donde la Cuatro Norte no tenía inconveniente alguno en contonear el culo por delante de la Tres Sur.
A continuación se comunicó con la policía para advertirles que Gary se estaba impacientando.
Se sentía una traidora. La confianza que le tenía Gary era el arma de que se estaba sirviendo para entregarle. Cierto, se dijo, que deseaban que le apresaran. Pero hubiera querido..., en fin, no tener que traicionarle para conseguirlo.
Craig había salido al porche, para hacerle compañía. Allí se quedaron, sentados en la oscuridad. Durmiendo como se encontraba cuando ocurrió el asesinato de aquella noche, no tenía noticia alguna de él; el de la víspera, en cambio, seguía atormentándole, por mucho que no se atreviese a interrogar abiertamente a Gary al respecto. Dijo, sin embargo:
—Mira, Gary, si yo me llegara a enterar de que habías tenido algo que ver con la muerte de ese chico, Jensen, te entregaba en este mismo momento.
—Te juro por Dios que yo no maté a ese tipo —le respondió.
Y le miró de lleno a los ojos. Tenía verdadera facilidad para coserle a uno con la mirada.
De nuevo le pidió Gary que telefonease. Craig volvió al interior, descolgó el auricular, repitió la llamada. Brenda estaba nerviosa. Aunque ella nada dijese al respecto, por su forma de preguntar si él y su familia estaban bien, si se comportaba Gary como era debido, intuyó Craig que había avisado a la policía.
—Todos estamos bien —dijo—. Y él se porta perfectamente.
Regresó al porche.
Gary le manifestó que tenía amigos en el estado de Washington y que posiblemente se pasaría a la clandestinidad. Mencionó a Patty Hearst y dijo que podía establecer contacto con su antigua red. Craig no hubiera sabido determinar si en verdad conocía a la Hearst, o estaba fanfarroneando. Cuando volvió a preguntarle si quería que le llevara al hospital, Gary respondió que, con sus antecedentes de presidiario, le buscarían líos allí.
Pasaron media hora sentados afuera. Gary se refirió a April y dijo que era una tía cachonda y una gran persona. A medida que se prolongaba su permanencia en el porche, mayor se hacía su sosiego. Éste, por último, dio paso a una especie de desaliento. Primero dijo que, tan pronto se situara, le enviaría un cuadro. Y, luego, que le haría llegar sus señas, a fin de que Craig pudiera enviarle sus efectos personales: los dibujos, los poemas, el sobre de papel manila donde guardaba sus fotografías, y el resto de las cosas que se había traído de Spanish Fork.
—Envíamelo todo cuando tenga casa —fueron sus palabras.
Craig, para sus adentros, repetía sin cesar: «Johnny, cabronazo, a ver si llegas de una vez.»
Al llegar a casa, los Caffee descubrieron que Debbie estaba cubierta de sangre de pies a cabeza. Chris hubo de llevársela a la habitación contigua y procurarle una muda. Luego, Debbie quiso hacer llamadas. Telefoneó a su madre, a todos sus hermanos y hermanas, a la hermana de Ben, a su amigo Porter Dudson, el de Wyoming. Una conferencia tras otra, sin parar. En cuanto le contestaban, rompía a llorar y decía: «Le han pegado un tiro a Ben y me lo han matado.» Se hubiera dicho una grabación.
Chris desplegó el sofá-cama del salón y en él se tendieron ella y David conforme Debbie, instalada en la mecedora, adormecía a Benjamín.
Esta vez era Gary quien llamaba.
—¿Dónde está John? —preguntó.
—Ya tendría que haber llegado —dijo Brenda.
—Pues todavía no está aquí, hostia.
—Un poco de paciencia, tesoro.
—Dime, prima, ¿de veras has salido hacia aquí?
—De veras, Gary. —Y entonces, súbitamente iluminada—: Qué número me dijiste que tenía la casa, ¿el 67 o el 69?
—No, es el 76.
—¡Pues sí que...! Se lo di mal.
—¿Te enterarás bien esta vez? —replicó él, seco.
—Descuida, Gary —dijo ella en tono conciliador—. Johnny también tiene una CB en la furgoneta. Usaré el transmisor de aquí para avisarle del error. Espérale atento. —Respiró hondo—. Si sientes débil la cabeza, o si la herida te da malestar —continuó—, ¿por qué no sales al porche y respiras a fondo el aire fresco? Deja encendida la luz, que Johnny pueda localizarte.
—Pero ¿tan estúpido me crees?
—Bueno, perdona. Quédate adentro, entonces.
—Está bien —se plegó.
No le quedaba más remedio que confiar en ella.
Apenas colgar el auricular, Brenda rompió en increpaciones. ¡Le parecía tan odioso tenerlo que hacer de esa forma! Con todo, volvió a llamar a la policía.
—¡Se está poniendo muy impaciente! —dijo.
Y a Gary, que de nuevo telefoneaba pasado un instante:
—Mira, ya sé que debe dolerte. Contén los nervios. Aguanta un poco.
Finalmente en contacto con los jefes de la policía de Orem, Provo y Pleasant Grove, Brenda se dio cuenta, por el espíritu de los avisos que transmitían, que las casas lindantes con la de Craig Taylor estaban siendo evacuadas en silencio mientras la policía tomaba posiciones. Uno de sus jefes quiso saber en qué habitación se encontraba Gary. Brenda dijo tener la impresión de que estaba en el cuarto de estar. Había luces encendidas, indagó el jefe. No creía que las hubiera, repuso Brenda.
Justo en ese instante, Gary volvió a llamar.
—Como Johnny no aparezca de aquí a cinco minutos, yo me largo.
—Cielo santo, Gary —replicó Brenda—, ¿es que te persiguen, o algo así?
—Que me largo dentro de cinco minutos, digo —repitió él.
—Gary, ten cuidado. Tú sabes que te quiero.
—Ya —dijo él.
Y colgó.
—Va a salir —dijo Brenda a la policía—. Ya sé que está armado; pero, por lo que más quieran, miren de no matarle. —Y añadió—: ¿Lo oyen? Él no sabe que están aquí. Hagan por rodearle...
No tenía seguridad de que nadie la escuchara.
Tras la última llamada, y como Craig persistiera en hablarle desde el otro lado de la rejilla, Gary acabó por decirle:
—Asómate, que te vea yo la cara. —Luego, y dándole la mano, agregó—: Bueno, como no acaban de llegar, me las piro.
Y repitieron el apretón de manos, muy firme, con los pulgares hacia arriba, Gary sosteniéndole a Craig la mirada. Y, a continuación, se alejó Gary hacia la furgoneta. Craig apagó la luz del porche y le miró marchar calle abajo.
Brenda pudo seguir durante unos momentos el intercambio de avisos policiales. El radiotransmisor captó una voz que decía: «Gilmore se dispone a marchar. Distingo la furgoneta. Arranca en este momento. Ha puesto las luces.» Lo único que supo, después de eso, es que había avanzado hasta la próxima encrucijada. Ahí terminaron las noticias. Por lo visto, había contorneado la manzana y roto el cerco. Andaba suelto por Pleasant Grove.
—Tengo que retirarle la emisión —le dijo alguien de la policía.
Y vaya si lo hicieron. Durante hora y media. Todo ese tiempo le llevó enterarse de lo ocurrido.
Craig telefoneó a Spence McGrath y le advirtió de la posibilidad de que Gary, que andaba en apuros, se dejase caer por su casa. Pensaba, agregó, que la policía andaba tras de él. «Pues sí que pinta bonita la cosa», comentó Spencer. Acto seguido sacó su escopeta de caza y la dejó apoyada junto a la puerta.
Los reflectores iluminaron la ventana y Craig Taylor oyó que le gritaban: «¡Salga con las manos en alto!» Julie apareció en bata, pero no por eso extremaron los polizontes su cortesía. Habiendo descubierto la ropa de Gary mandaron a Craig que se personase y prestara declaración ante la policía de Provo. Se pasó en pie toda la noche.
Un equipo SWAT de Provo, cinco agentes de Orem, tres de Pleasant Grove, dos jefes de seguridad de otros tantos condados y una patrulla de la policía de carreteras habíanse reunido y formado un improvisado puesto de mando en el Instituto de Enseñanza Superior de Pleasant Grove. Su primera providencia, ante la indudable posibilidad de un titoreo, había sido evacuar los alrededores de la casa de Craig Taylor. La operación, que suponía moverse de puerta en puerta con el mayor sigilo, y sacar a la gente primero de la cama y luego de la vecindad, llevó su tiempo. Dos de las principales arterias del barrio habían sido bloqueadas entretanto.
Al tenerse noticia de que alguien había abandonado la casa de Taylor al volante de una furgoneta blanca, todos esperaban la aparición de un vehículo lanzado a toda velocidad. El hecho de que el coche pasara a marcha prudencial, redujese en la curva y enfilara la transversal como si tal cosa, confundió a los que esperaban. El bloqueo, por otra parte, no era aparatoso: una simple barrera tendida a través de uno de los dos carriles de la calle, con un coche policial apostado junto a ella. Al rebasarla la furgoneta, y como se dieran cuenta de que su conductor usaba perilla, identificaron en él al fugitivo. Dos coches salieron tras él.
Ante la posibilidad de que el conductor fuese un reclamo destinado a atraerse la policía y dejarle libre el camino al tal Gilmore, dos de los agentes permanecieron en sus puestos.
Dada la desventaja de los controles viarios, siempre susceptibles de desencadenar un tiroteo incontrolable, Peacock, el teniente que dirigía la operación desde el puesto de mando de Pleasant Grove, había recomendado a sus hombres franquear el paso a cualquier furgoneta blanca que suscitase la menor duda. Luego, por las noticias recibidas, verificó que la descripción del conductor respondía a la de Gilmore; y momentos más tarde avistaba la propia furgoneta, que, a marcha no excesiva, de no más de quince kilómetros por encima del límite de velocidad —de cuarenta kilómetros en aquel punto—, se alejaba en dirección este por Battle Creek Drive, una calle que conducía hacia las montañas. Peacock pidió por radio un coche que la siguiera; pero, al enterarse de que no había ninguno libre en las inmediaciones, tomó el suyo, un Chevelle cuatro puertas y sin distintivos, y siguió personalmente a Gilmore. No tardó en avistar de nuevo la furgoneta. Un segundo coche policial iba ahora a su zaga, sin duda en respuestas a los avisos que por radio había estado dando de su posición.
La furgoneta torció a la derecha y siguió hacia el oeste por un camino rural que bordeaba Pleasant Grove. Aunque eran contadas las casas que había a uno y otro lado de la calzada, Gilmore estaba retrocediendo hacia el casco urbano. En ese momento, y habiendo aparecido un tercer coche de patrulla detrás del anterior, Peacock decidió que disponía de suficiente respaldo para dar el alto a la furgoneta. Si bien no excesiva, la anchura de la carretera permitiría el paso simultáneo de tres coches. En vista de ello, y siempre por radio, pidió a sus dos escoltas que se colocaran a su altura, por la izquierda. Tan pronto lo hubieron hecho, los tres encendieron a un tiempo sus reflectores y las rojas luces giratorias instaladas en el tejadillo.
Sirviéndose de los amplificadores Peacock voceó: «CONDUCTOR DE LA FURGONETA BLANCA, DETENGA SU VEHÍCULO, DETENGA SU VEHÍCULO.» La furgoneta hizo una ese, redujo, se detuvo. Peacock abrió la puerta de su coche. Aunque llevaba en el asiento delantero una Remington calibre 12, por reflejo empuñó, al apearse, su arma reglamentaria.
La furgoneta se había detenido en el mismo centro de la calzada. Peacock se parapetó tras la puerta de su vehículo. Ahí le llegó la voz de Ron Alien, el que pilotaba el segundo coche, según ordenaba a Gilmore que levantase las manos. Que lo hiciera desde el propio asiento del conductor, de modo que pudieran verlas. Gilmore vacilaba. Alien tuvo que repetir tres veces la orden antes de que se decidiera a obedecer. Alien, a continuación, le mandó sacar ambas manos por la ventanilla. Nuevo titubeo de Gilmore antes de cumplir la orden. Seguidamente se le pidió que abriese por fuera la portezuela y que, hecho eso, se apeara del vehículo.
Peacock, entretanto, había contorneado el Chevelle por detrás para situarse al lado derecho de la calzada, a espaldas de los reflectores, donde, deslumbrado por éstos, y sumido él en la oscuridad, el sospechoso no podría verle. Aprestó, sin embargo, el arma. Los agentes, a todo eso, se habían colocado tras las abiertas portezuelas de sus coches.
Instruido en tal sentido, Gilmore se alejó dos pasos de su vehículo. Luego le mandaron que se tendiese en el firme. Vaciló. En ese instante, la furgoneta comenzó a deslizarse. Gilmore seguía indeciso: no sabía si correr hacia el vehículo y echar el freno de mano, o tumbarse en el suelo. Peacock voceó: «DEJE LA FURGONETA Y TIÉNDASE INMEDIATAMENTE. DEJE LA FURGONETA.» Cumplida por fin la orden, la furgoneta continuó su deriva alejándose más y más y cobrando velocidad camino abajo, que seguía en pendiente hasta el mismo casco urbano.
Lenta, suavemente, de manera casi reflexiva, el vehículo giró hacia el arcén derecho, rompió una valla, se internó en un prado y fue a pararse en su centro.
Los tres agentes, arma en mano, iniciaron entonces el avance. Peacock y el que más cerca estaba de él empuñaban sus armas reglamentarias. El otro llevaba un fusil.
Al llegar a la altura de Gilmore, Peacock, la pistola devuelta a su funda, lo cacheó en el mismo suelo. Simultáneamente, el agente Alien enunciaba los preceptos del Estatuto Miranda:
Tiene usted el derecho de guardar silencio y negarse a responder, si lo desea. ¿Lo comprende así?
Un cabeceo de asentimiento. El detenido no hizo uso de la palabra.
Cualquier cosa que diga, puede ser utilizada en su contra ante un tribunal. ¿Lo comprende así?, prosiguió Alien.
Nuevo cabeceo.
Tiene usted el derecho de no hablar con la policía, ni ahora ni en lo sucesivo, como no sea previa consulta con un abogado y en presencia de éste. ¿Lo entiende así?»
Otro cabeceo.
Caso de no poder costearse los servicios de un abogado, se le procurará uno, de oficio. ¿Lo entiende así?
El detenido asintió con un movimiento de cabeza.
Caso de no disponer de abogado, tiene usted el derecho de guardar silencio a la espera de su asesoramiento. ¿Lo entiende así?
Gilmore asintió como antes.
Conocidos sus derechos, ¿acepta responder en ausencia de abogado?, concluyó Alien.
Peacock, entretanto, había estado esposando al detenido.
—Ojo con esa mano, que la tengo herida —dijo Gilmore cuando por fin habló.
Ceñidas las esposas, Peacock le dio vuelta y se puso a registrarle los bolsillos. Distribuidos por los de la camisa y el pantalón encontró más de doscientos dólares en billetes pequeños. Los ojos de Gilmore, a todo eso, mostraban una expresión de desespero. «Y ahora, ¿qué hago? —parecían decir—. ¿Qué salida me queda?»
Tenía Peacock la impresión de que su detenido no perdía de vista, en ninguno de sus movimientos, la posibilidad de huir. Pese a tenerle esposado, Peacock no distrajo la guardia. Para él era como si todavía no lo hubiera capturado. Tanta era la resistencia con que Gilmore seguía ejecutando las órdenes. Se hubiera dicho un gato rabioso que, atrapado en el interior de un saco, mostrara una mansedumbre sólo pasajera.
Una porción de curiosos procedentes de las viviendas cercanas habíanse congregado en círculo y miraban de hito en hito al detenido.
En ese momento llegó un nuevo coche policial y, en él, el teniente Nielsen, que fue a situarse junto a Peacock. Ante su aparición, el prisionero declaró inopinadamente, al tiempo que señalaba a Nielsen:
—Yo no hablo con nadie, como no sea con ése.
Cuando le hubieron acomodado en el asiento trasero del coche de Peacock, Nielsen, que fue a sentarse a su lado, dijo:
—¿Qué ha pasado, Gary?
—Estoy herido, sabe —respondió Gilmore—. ¿Quiere darme una de esas píldoras? —y señaló la bolsa de plástico donde habían metido cuanto le encontraron encima.
—Mire, le vamos a llevar al centro, y allí le curarán —respondió Nielsen.
Y el auto se puso en marcha.
Una gran agitación dominaba a Kathryne esa noche, horas antes de la captura. April había vuelto a desaparecer y, a la espera de su regreso, y porque no menguaba el calor, increíble durante todo el día, habían dejado abiertas puertas y ventanas. Era tal la tensión que reinaba en la casa, que ni siquiera hallaban manera de acostarse. Nicole, que había aparecido con los niños, instalóse a su lado, en busca de frescura, en el suelo de una de las habitaciones. Pero Kathryne y Kathy, demasiado nerviosas y asustadas, se habían quedado levantadas y charlando.
Ahí, de pronto, focos de reflectores atravesaron las ventanas. Cielo santo, ¿qué era aquello? Oyeron entonces los bramidos de un potente, de un potentísimo altavoz: «EL DE LA FURGONETA BLANCA...», voceaban. Cuatro palabras —el loco de Gary— acudieron de inmediato a los labios de Kathryne. A continuación les llegaron las órdenes que vertía el altavoz: «CUANDO OIGA CONTAR HASTA DOS, ALCE LAS MANOS. ALCE LAS MANOS.» Otra voz, menos estridente, agregó: «Si no obedece, dispónganse a abrir fuego.»
Kathryne y Kathy no esperaron a más para arrojarse a tierra. Lo hicieron —tal fue la viveza del impulso— con la prontitud de dos combatientes. El dormitorio quedó inundado de luz. Cuando por fin se animaron a levantar la cabeza, vieron a tres policías que avanzaban por el camino pistola en mano. Alguien chilló entonces: «¡Le han atrapado!»
Despierta en mitad de un sueño angustioso, Nicole prorrumpió en alaridos. Kathryne, abrazada a ella, gritaba: «¡No salgas, nena! No puedes salir»; que, claro está, fue cuanto necesitó Nicole para soltarse, echarse corriendo a la calle y unirse al grupo de los que contemplaban a Gary tendido en el suelo. Envuelto en la luz de tanto reflector, él ni parecía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Como la policía no le permitiera acercarse, Nicole permaneció donde estaba, la mirada fija en él. Kathryne acababa de aparecer y uno de los policías se puso a interrogarla. «¿Le conoce usted?» «Sí», dijo ella. «Pues de buena se ha librado —explicó el agente—; lo hemos detenido a punto de metérsele en la casa.» A eso añadió otro polizonte: «Creemos que también cometió el asesinato de anoche.» Fue entonces cuando el pánico se apoderó de Kathryne: seguía sin noticias de April.
Nicole no sabía si deseaba o no acercarse a Gary. Se quedó donde estaba, incapaz de otra cosa que mirarle conforme le encañonaban con aquellos rifles. Se sentía vacía.
Al regresar al interior, sin embargo, rompió a temblar, a gritar, a llorar. Cogió la foto de Gary y la arrojó a la basura. «¡Maldito hijo de puta! —gritaba—; ¡debí matarle cuando se me presentó la ocasión!»
Luego, en el curso de la noche, se produjeron en ella toda clase de cambios. Tendida en la habitación, palabras y fragmentos de cosas que se habían dicho cruzaron, como salidas de un disco rayado, por su mente. Se repetían una y otra vez.
Toby Bath telefoneó a Brenda.
—Le tenemos —dijo.
—¿Está bien? —quiso saber ella.
—Sí, lo está.
—¿Y nadie ha salido herido?
—No, nadie.
—Alabado sea Dios. —En su vida había conocido una agitación como aquella, que ni siquiera le permitía llorar—. Ah, Gary no me lo va a perdonar —continuó—. Poco contento como estaba ya conmigo, ahora me cobrará aversión.
Eso le preocupaba más que ninguna otra cosa.
Chris Caffee no había conseguido pegar ojo, y Debbie no dejaba de repetir: «No puedo, no puedo creer que Ben haya muerto.»
Se sentían, todos, al borde de la paranoia. Chris, que había entrado en el cuarto de baño con ánimo de ducharse, se echó a temblar al darse cuenta de que, teniendo aquél una ventana que daba a la calle, el asesino podía colarse por allí al interior. Y, con el agua corriendo, ella no oiría nada. Como en la película «Psicosis».
Luego, al regresar a la sala, casi soltó un alarido al ver a un hombre corpulento que cruzaba, linterna en mano, el patio delantero. El desconocido resultó ser un policía que, habiendo reparado en que una de las puertas de su coche estaba abierta, quería advertirles de que un gato se había aposentado en el asiento trasero. Invitaron a entrar al agente y por él se enteraron de que habían detenido a un sospechoso. No estaban seguros de que fuese el asesino, pero, por lo menos, ya tenían a alguien.
Después del arresto, ya de camino hacia el hospital, Gary dijo a Gerald Nielsen: «Cuando estemos a solas, se lo contaré todo.» Nielsen respondió que de acuerdo.
Eso le animó a propiciar una confesión. Aunque la mayor parte del tiempo habían guardado silencio, Gilmore repitió lo de antes: «Quiero explicárselo, sabe.»
Ya en el hospital, Gerald Nielsen siguió de cerca la cura. La policía de Provo había telefoneado previamente para encargarle que sometiesen a Gilmore a una prueba detectora de metal, que Gary rehusó.
—Primero quiero hablar con un abogado —dijo.
—Le conseguiremos el abogado —repuso Nielsen—, pero de nada le servirá en cuanto a eso, pues se trata de una prueba prevista por la ley.
—¿Prevé la ley mi derecho a negarme? —inquirió Gilmore.
—Sí, tiene ese derecho —repuso Nielsen—, pero también tenemos nosotros el de someterle por la fuerza.
—Bueno, pues por la fuerza tendrán que hacerlo —dijo Gilmore.
Soltó un par de blasfemias, y algunos tacos, y dio algunas voces según aseguraba que no se sometería, eso hasta el extremo de que Nielsen pensara que la cosa iba a terminar en altercado; pero, por último, se avino. La prueba confirmó que había empuñado un objeto metálico.
—La lima que utilicé hoy en el trabajo —adujo Gilmore.
Cuando los médicos le enyesaban la mano a Gilmore, Nielsen decidió probar suerte y dijo:
—Déjenle un cerco, para que podamos ponerle las esposas.
—¿Sabe que tiene un sentido del humor de lo más asqueroso? —replicó Gary.
Nielsen vio un acercamiento en eso.
Debían de ser las cuatro de la mañana cuando llegaron a la prisión municipal de Provo.
Noall Wootton, el fiscal del condado de Utah, era un hombre de pequeña estatura, cabello claro, frente despejada y voluminosa nariz que daba la impresión de haber sido achatada. Dinámico por naturaleza, era como uno de esos remolcadores que, una vez alcanzada su marcha regular, la siguen tenazmente hasta haber dado cuenta cabal de su pesada misión.
Para Wootton, el mejor de cuantos abogados había conocido era su padre; y, tal vez por eso, los nervios le atenazaban el estómago cuantas veces pisaba la sala de un tribunal. Las causas, aunque las ganase, siempre le dejaban descontento, por no haber estado, según él, a la altura de lo conveniente. De ahí que se esmerase en observar los requisitos legales la noche en que Gilmore fue conducido ante la policía de Provo.
La noche del martes, o, mejor dicho, el miércoles, a la una, cuando le comunicaron telefónicamente, en su domicilio, que había un detenido en relación con el homicidio del motel de Provo, envió Noall un representante suyo al hospital, y él se personó en el lugar del crimen, donde pasó hora y media dirigiendo la búsqueda del arma. Después de hablar con Martin Ontiveros, y enterado de que Gilmore sangraba cuando se presentó en su taller, siguió el rastro de sangre que, partiendo de la gasolinera, le condujo hasta su punto da origen, unos arbustos de la calle. Buscando entre la espesura hallaron una Browning automática, calibre 22.
Wootton estaba sentado ante el escritorio de la sala de inspectores de la Comisaría de Provo, con botas y tejanos y un aspecto no muy oficial, cuando Gilmore fue conducido a su presencia. Con el brazo en cabestrillo y el pelo en completo desorden, la perilla hirsuta y la mirada extraviada, el detenido ofrecía una estampa caótica. Se le hubiera dicho, también, fuera de sus casillas.
La principal razón de su enojo eran los grilletes que le habían puesto en los pies. Wootton se congratuló de que no faltasen policías en la sala. Aherrojado y todo, no le hubiera gustado quedarse a solas allí con Gilmore.
En cuanto supo que Gerald Nielsen era la única persona con quien consentía hablar Gilmore, Wootton se llevó aparte al teniente y la expuso la estrategia que debía seguir: aquietarle, crear un clima amistoso, ponerle al tanto de todos sus derechos, cerciorarse de que no se hallaba bajo la influencia del alcohol y sabía dónde se encontraba y qué estaba haciendo. Y, lo más importante, no someterle a presiones.
Wootton cuidó de no entrar en diálogo con Gilmore. Lo contrario podía fácilmente convertirse en testimonio que le obligase a declarar ante el tribunal. Siendo su propósito dirigir la acusación, evitaba tener que comparecer en la causa a otro título que el de fiscal. Por tal motivo, siguió por un altavoz la conversación que conduciría Nielsen en otra dependencia.
21 de julio de 1976 5: horas.
GILMORE: ¿Por qué se me ha detenido?
NIELSEN: Aunque no lo sé con certeza, supongo que por atraco a mano armada. Casi aseguraría que de eso se trata.
G.: ¿De qué atraco me habla?
N.: Del ocurrido esta noche en Provo, en el motel, y del que hubo anoche en la gasolinera de Orem.
G.: Le diré que puedo justificar perfectamente mis movimientos de anoche; y, en cuanto a los de esta noche...
N.: Esos no los puede justificar demasiado bien, Gary.
G.: Sí que puedo... Primero estuve en Penncys, para unos ajustes en mi furgoneta. Llevo las facturas en la guantera. Luego fui a tomar un trago. Como la furgoneta no dejaba de pararse, la llevé donde esa gente y les dije: «Os la dejo y vendré a recogerla mañana para ir al trabajo, y voy a alquilar una habitación.» Así es que me presenté en el motel y me encontré a un tipo apuntando al otro con una pistola. Yo la sujeté, y cuando él quiso dispararme a la cabeza, la empujé hacia arriba, y entonces me dio en la mano. Como ya estábamos como quien dice en la calle, yo me volví a por la furgoneta y me fui en ella a Pleasant Grove...
N.: ¿Esa es su versión?
G.: Esa es la verdad.
N.: No le creo, Gary; la verdad es que no puedo creerle; y me consta que usted sabe que yo...
G.: Le estoy contando exactamente lo que ocurrió...
N.: Usted se da cuenta de que su historia no me convence, ¿verdad? Lo que no puedo comprender es por qué había que dispararles a esos hombres. ¿Por qué lo hizo, Gary? Eso es lo que quisiera saber.
G.: Yo no le he disparado a nadie.
N.: Yo creo que sí lo hizo, Gary. Y eso es lo único que no consigo entender.
G.: Escuche, ayer pasé toda la noche con una chica.
N.: ¿Qué chica?
G.: April Baker.
N.: ¿April Baker? ¿Dónde vive? ¿Cómo puedo ponerme en contacto con ella?
G.: Vive en Pleasant Grove y estuvo conmigo toda la noche. Su madre le confirmará que llegué allí temprano todavía y me la llevé en la furgoneta. Yo solía salir con su hermana mayor, sabe, que vivía en Spanish Fork, pero rompimos; de manera que fui a enseñarles la furgoneta y April dijo: «Llévame ahí, a la esquina, que quiero comprarle una cosa a mi hermano», y yo le contesté: «¿Quieres que vayamos a dar una vuelta y tomemos unas cervezas por ahí?», y ella me dijo: «De acuerdo.» No se lleva bien con su madre; pero, como me dijo que de acuerdo, salimos por ahí, tomamos unas cervezas, nos fumamos unos porros y yo le dije: «Vayámonos a un motel, que yo tengo que madrugar.» Ella me dijo: «Quedémonos aquí, en American Fork»; pero, como no pude encontrar allí ningún motel, acabamos en Provo.
N.: ¿En qué sitio?
G.: En el Holiday Inn.
N.: ¿En el Holiday? ¿Se inscribió con su nombre?
G.: Sí. Estuvimos allí hasta las siete. Luego la llevé a casa.
N.: ¿Hasta las siete de esta mañana?
G.: Eso mismo. Y luego me fui al trabajo.
N.: ¿A qué hora la había recogido?
G.: A las siete. A las cinco. No, a las siete. No lo recuerdo. No llevo reloj. No me gusta llevar reloj.
N.: ¿Le acompañaba ella cuando se paró en la gasolinera?
G.: Yo no me paré en ninguna gasolinera.
N.: Yo pienso que sí lo hizo, Gary.
G.: Pues no lo hice.
N.: ¿Ha visto, al entrar, la automática calibre 22 que hay ahí fuera?
G.: Lo que he visto ha sido un tío tendido ahí fuera.
N.: ¿Había visto antes esa pistola?
G.: No.
N.: Porque, como la tenga registrada a su nombre, está usted hundido.
G.: No está a mi nombre.
N.: Como quiera. En fin, Gary, no sé. No puedo...
G.: Oiga, yo le he dicho sólo lo que sucedió. Aunque usted no lo crea.
N.: Y es que no lo creo, Gary. No lo creo, de veras que no. Creo que estuvo con la chica; lo que no puedo comprender es por qué le dio por dispararles. Eso es lo que no entiendo.
G.: Escúcheme...
N.: Le estoy diciendo lo que pienso, Gary.
G.: ¿Cree usted que sería capaz de cargarme a una persona estando con esa chica?
N.: No lo sé. Si la dejó en el coche, en la esquina, o si ella no sabía nada, la cosa cambia.
G.: Puede hablar con ella...
N.: ¿Cómo la localizo?
G.: Vive con su madre...
N.: ¿Puede darme las señas?
G.: Le puedo dar el teléfono: 865-47-12. A lo mejor la encuentra enfadada, por haberme pasado la noche con su hija...
N.: April Baker.
G.: Estuvo conmigo todo el tiempo.
N.: ¿Qué edad tiene?
G.: Dieciocho.
N.: O sea mayor de edad. No sé, Gary, esto huele mal... ¿Puede decirme qué aspecto tenía el atracador?
G.: Pelo largo y vestido, bueno, con téjanos y una chaqueta más fuerte de color, de esas... tejanas.
N.: Lo comprobaré, haré comprobaciones, pero sigo sin creerlo. Pienso que, por el cariz que tiene la cosa, y teniendo en cuenta sus antecedentes, le van a colgar un atraco como una casa. Lo que no entiendo es por qué hubo que matarles. Eso es lo que yo no entiendo.
G.: ¿Qué es lo que no entiende?
N.: Que hubiera que matarles. No lo entiendo. ¿Qué necesidad había de matarles, Gary?
G.: ¿A quién?
N.: Al hombre del motel y al otro, el de allí...
G.: Yo no he matado a nadie.
N.: No sé, yo creo que sí.
G.: Como ya le he dicho, no hay minuto que no sepa dónde estuve.
N.: ¿Y si interrogo yo a esa gente y me dicen: «Le está colocando un rollo»?
G.: No lo harán.
N.: ¿Seguro? ¿Lo confirmarán todo?
G.: Bueno, a lo mejor discrepan un poco en las horas y todo eso.
N.: ¿Qué me dirá April si le pregunto qué pasó anoche a las diez treinta?
G.: No sé, está un poco ida. De joven, unos tipos la cogieron por su cuenta, le dieron no sé qué clase de alucinógeno, sin ella saberlo, y la violaron. No sé qué le contará. April pasó conmigo toda la noche... Yo estaba añorado de Nicole, de manera que me fui a buscar a su hermana pequeña. April quería dar una vuelta. Hicimos manos, reímos, tonteamos, y me quedé con ella toda la noche. Bueno, ya ve, eso es lo que ocurrió.
N.: Lo comprobaré. Hablaré con la chica.
G.: No voy a decirle más, sin abogado. Eso es todo. ¿Puedo tomar algo?
N.: Se acerca la hora del desayuno. ¿Tiene hambre? Daré aviso.
G.: Y la mano, que me sigue doliendo...
N.: O sea que sin abogado no quiere contestarme, ni aun extraoficialmente, a lo que le pregunté antes.
G.: ¿Qué me preguntó?
N.: Que por qué mataron a esos hombres después de marchar usted.
G.: No lo sé. Yo no lo hice.
N.: Espero que sea verdad, porque es eso lo que me preocupa, ese lado. Es el que no entiendo. El otro, el del robo, puedo comprenderlo.
G.: Yo no he robado a nadie ni he matado a nadie.
N.: ¿Tiene inconveniente en que nos entrevistemos otra vez esta tarde, después de que haga unas comprobaciones sobre esto?
G.: Yo no he matado a nadie ni he robado a nadie.
N.: Eso es lo que yo quisiera, Gary, pero me cuesta creerle. Según están las cosas, me cuesta creerle.
G.: Tengo hambre y me duele la mano.
Para cuando llegaba a su casa, la mañana del miércoles, Wootton tenía prácticamente decidido acusar a Gilmore de homicidio en primer grado en el caso del motel. Si bien la única huella que presentaba la pistola estaba demasiado borrosa para permitir la identificación, les quedaba la prueba de la parafina y un testigo, Peter Arroyo, que había visto a Gilmore en el motel con la pistola y la caja de caudales. A Wootton el caso se le antojaba prometedor.
A eso de las tres y media de la mañana, Val Conlin recibía una llamada telefónica.
—Policía al habla —dijo la voz—. Nos hemos incautado de un coche de su propiedad.
Val, aletargado, respondió:
—Pues nada, muy bien. Perfecto.
—Queríamos comunicarle que el coche está en nuestro poder. Ha habido un homicidio.
—Pues muy bien —dijo Val.
Y colgó.
—¿Qué era? —quiso saber su esposa.
—Que se han incautado de un coche. Ha habido un homicidio. No sé a qué viene todo eso; de veras que no lo sé.
Y se volvió a dormir. A la mañana siguiente no recordaba nada.
Cuando llegó, por la mañana, al despacho, se encontró a Marie McGrath esperándole para informarle.
—Debes estar de broma —dijo Val—. ¿Que mató al tipo de la otra noche?
—¿Cómo, al de la otra noche? —replicó Marie—. Al de anoche.
—¿El de anoche? —se asombró Val.
Se hubiera dicho que todas las noticias le llegaban con retraso.
—Sí, le han detenido por el que mató anoche —confirmó Marie.
Fue entonces cuando Val se enteró del asesinato del motel. Y le volvió a la memoria la llamada telefónica de aquella madrugada.
Un poco más tarde, la policía examinaba el Mustang. Empezaron a sacar prendas de vestir, que inspeccionaban en busca de sangre.
—¿Le vendió pistolas en alguna ocasión? —preguntaron a Val.
—A mí, no —respondió Val—. No me gustan las pistolas. No me gustan.
—Pues robó una porción de ellas —le dijo el agente—. Y las estamos buscando.
—Oiga, a mí no me vendió nada —argüyó Val.
La visita de la policía se prolongó una hora. Desaparecidos los agentes, Rusty salió a echar unos desperdicios en la explanada.
—Ven a ver lo que acabo de encontrar —dijo al volver.
El viento lo había sembrado todo de desechos. Embutida bajo un viejo cajón de refrescos Rusty había descubierto una bolsa en la que, abierta, halló varias pistolas envueltas en papel de periódico.
Nada más verlas, Val gritó:
—¡Espera, espera un momento! ¡NO TOQUES ESO PARA NADA! Corre al teléfono y avisa a un inspector.
Al llegar, la policía volvió a preguntarle si Gilmore le había propuesto la compra de algún arma.
—No —respondió Val—. Si lo hubiesen hecho, yo me cago. No me gustan las pistolas.
A las nueve de la mañana, Gary estaba al teléfono.
—¿De dónde me llamas? — quiso saber Brenda.
Él soltó una risita ahogada.
—Que más da. Me han detenido —explicó—. No puedo ir a verte. —Oh, Jesús, loado sea Dios —exclamó con una voz que le hirió sus propios oídos. La falta de sueño la tenía tensa como no lo había estado en su vida—. Oye —continuó—, ¿de veras estás bien?
—¿Por qué no viniste? —le preguntó Gary.
—Tuve miedo.
—Y a John, ¿qué le pasó?
—No le dejaron ir, Gary.
—Me traicionaste —dijo él.
—No quería verte despachurrado en mitad de una carretera. No quería ver volando por los aires a unos policías que conozco, ver viudas a sus esposas. Son vecinos míos —y agregó—: Por lo menos, estás vivo, ¿no?
—Habría sido mucho más fácil si me hubieran afrijolado allí.
—No quería que te despachasen como a un vulgar criminal —adujo Brenda—. Para mí, no eres nada vulgar. Serás pícaro, pero no vulgar. —Podrías haberme llevado hasta la frontera estatal —argüyó.
—Eso es un sueño bonito, pero irrealizable.
—Yo lo hubiera hecho por ti —protestó él.
—Te creo —admitió ella. Y añadió—: Yo, en cambio, con quererte mucho, no lo habría hecho por ti.
—Me traicionaste.
—No veía otra forma de darle la vuelta al asunto —dijo ella—. Y te quiero.
Siguió un largo silencio tras el cual dijo Gary:
—Bueno, necesito ropa.
—¿Qué ha pasado con la tuya?
—La retienen como prueba.
—Te llevaré algo.
—Tiene que ser antes de las diez.
—Allí estaré.
—Nada más, prima —dijo Gary.
Y colgó.
Brenda se dirigió al Provo City Center, donde habían instalado el nuevo centro de detención, que era moderno, de piedra oscura, y que se parecía mucho al Orem City Center, también moderno, de piedra del mismo color y dotado, a su vez, de un centro de detención. Le llevaba algunas prendas de las que John usaba para el trabajo. Puesto que no iba a recuperarlas, no veía motivo para regalar lo de más vestir.
Al llegar se enteró de que lo tenían en uno de los calabozos del sótano y que, como aún no le habían procesado, no podía verle.
—Maldita sea —exclamó—, no querrán que se presente en cueros ante el juez.
—Le haremos llegar la ropa —le dijeron.
A todo eso, Brenda todavía en el vestíbulo, apareció un equipo de la televisión que llenó los locales de cables, minicámaras y gente totalmente desconocida para ella. Sin maquillar como iba, con el pelo recogido en una cola de caballo cetrina, metida ella en unos calzones cortos que debían de hacerla tan gorda como se sentía, por nada del mundo se hubiera dejado captar por una cámara.
Pero, como estaban subiendo a Gary a la planta, se parapetó tras un equipo de filmación manejado por un corpulento cámara y desde allí le vio avanzar por el corredor. Se dio cuenta de que la buscaba con la vista. Y, para sus adentros, se dijo: «No me hace ni pizca de gracia mirarle a la cara.» Aunque probablemente no tenía por qué, se sentía avergonzada.
Mike Esplin, el asesor jurídico designado por el tribunal, tenía cierto aire de ranchero. Lo cierto, con todo, es que procedía de una familia de rancheros. De estatura bastante elevada y bien proporcionado, lucía un pequeño bigote estilo pincel. A no ser por los ojos, de un azul-gris acuoso, habría sido un hombre guapo. Lo que, sin embargo, no podía negarse es que cuidaba su vestido: de camisa gris, corbata roja, y traje de tejido a cuadros grises con una fina lista encarnada, iba elegante de verdad.
Su primera noticia sobre el caso Gilmore fue el aviso recibido aquella mañana del secretario del Juzgado Municipal de Provo, que en nombre del juez solicitaba su presencia en el acto del procesamiento.
La convocatoria no presentaba dificultades, pues todos los abogados de Provo tenían sus bufetes a no más de dos manzanas de distancia del Juzgado. Sólo que, con la premura, no tuvo oportunidad de establecer contacto con su nuevo cliente, a quien de hecho vio por primera vez en la sala del tribunal.
La cosa, por supuesto, nada tenía de extraordinario: los asesores designados por los tribunales ni siquiera habían de estar presentes en el acto del procesamiento. Que le hubiesen convocado en esa primera fase obedecía, tan sólo, al hecho de que se hallasen ante un caso de homicidio en primer grado. Un minuto después de haberse presentado a Gilmore, Esplin se enfrentaba con él ante el tribunal.
Una vez leída la acusación, pasaron a una antesala donde pudieron celebrar un breve cambio de impresiones. El ambiente, sin embargo, no era propicio: con cuatro o cinco agentes de la policía y varios representantes de la Prensa, mal podía decirse que estuvieran a solas. Gilmore parecía incómodo. «Soy nuevo aquí y no conozco a ningún abogado», fue lo primero que dijo a Mike. Y, luego, que carecía de medios económicos.
Porque Esplin deseaba entrevistarse con él en un ambiente más propicio, los trasladaron a la sala de detención, un pequeño cuarto provisto de dos camastros. Obsesionado por la idea de que pudieran oírles mediante algún micrófono oculto, Gilmore le explicó con bisbiseos que había llegado al City Center Motel justo a tiempo de sorprender el atraco.
Al preguntarle Esplin por qué no se presentó ante la policía después de recibir el disparo, Gilmore dijo que temió, en vista de sus antecedentes, que no le creyeran. Al abogado la historia le pareció un cuento.
Como en casos de homicidio en primer grado la defensa podía servirse de dos asesores jurídicos, terminada la entrevista Esplin hizo algunos contactos desde su bufete. Informado por dos de sus colegas de que Craig Snyder, a quien conocía superficialmente, manejaba bien lo criminal, le telefoneó para preguntar si estaba dispuesto a tomar parte en el asunto. Si bien la actuación de Esplin corría a cargo de los honorarios de 17.500 dólares anuales que recibía como abogado de oficio, Snyder percibiría por su intervención 17,50 dólares por hora de asesoramiento, y 22 por cada una de las que actuase frente al tribunal. Snyder se mostró de acuerdo.
Cuando regresó al centro de detención, alrededor del mediodía, Esplin comunicó a Gilmore el nombre de su segundo asesor. También le participó que iban a imputarle igualmente el homicidio de Jensen.
Mirándole derechamente a los ojos, Gilmore dijo:
—De eso, ni hablar, amigo.
La víspera por la noche, después de que la policía se llevara a Gary, Nicole repitió varias veces que estaba loco y que ella debió haberse separado mucho antes de él. «El chiflado de mierda, el chiflado de mierda», seguía exclamando en sus adentros por la mañana.
Y cuando, convocadas por la policía de Orem un poco antes de mediodía, Kathryne y Nicole comparecieron ante el teniente Nielsen, su actitud fue fría y hasta deliberada. Dijo a Nielsen que tenía frecuentes peleas con Gilmore y que le había abandonado porque le daba miedo. En una ocasión, agregó, había tenido que bajarse del coche y echar a correr carretera adelante, porque quiso estrangularla. Luego le reveló que Gary había robado las pistolas en el Swan’s Market de Spanish Fork.
—Y, aparte de eso —concluyó—, poco más puedo decirle.
—Mire —dijo Nielsen—, no tengo intención de encausarla.
Nicole, ante eso, le explicó que Gary le había dado la Derringer como medio de defensa, pero que al cabo de poco se convenció de que era de él de quien debía defenderse.
Terminada la entrevista, Nicole le pidió:
—Por favor, no le diga que le he contado estas cosas, porque... —Hizo entonces una pausa durante la cual se notó ausente de cuanto le rodeaba, como si presenciara todo aquello desde lejos. Y prosiguió: ... porque todavía le quiero.
Minutos más tarde, Nielsen la condujo a su apartamento de Springville y Nicole le entregó la pistola y una caja de munición. Al teniente le causaba asombro la enorme depresión que parecía haberse adueñado de ella. Había tomado declaración a gente muy abatida, pero a nadie que aventajase en eso a Nicole.
De regreso a la comisaría, Nielsen se puso a revisar las pruebas de que disponía. Los dos casquillos de bala hallados bajo el cadáver de Jensen, y el que hallaron en el charco de sangre que rodeaba la cabeza de Bushnell, resultarían particularmente útiles, pues el estriado de la munición que empleaban las pistolas automáticas hacía fácil el identificarlas. Tanto Provo como Orem iban a disponer de pruebas sólidas. Si conseguían demostrar que el arma era propiedad de Gilmore, el caso estaba salvado.
Nielsen fue a ver a Gary sobre las cinco de esa tarde. Ya le habían trasladado a la prisión del condado, que era vieja, sucia y ruidosa. Un auténtico pudridero. La entrevista que obtuvo allí fue una señora entrevista.
Había llevado consigo un maletín cuya asa, movida de determinada manera, ponía en funcionamiento el magnetófono oculto en su interior. No se atrevió, sin embargo, a entrarlo en la celda. A Gilmore le asistía el derecho de indagar qué contenía; y si, receloso de que estuviera grabando la conversación, le obligase a abrirlo, daría al traste con la fe que pudiera tenerle. Así pues, puso en marcha la grabadora, pero dejó el maletín en la sala de detención, al otro lado de la reja. Que registrara lo que pudiera.
El de la prisión provincial tenía que ser uno de los edificios más viejos del condado de Utah. El calor que reinaba en su interior llegado el mes de julio lo hacía digno de una antesala del infierno. Abiertas todas sus ventanas, podía uno aspirar el humo de los escapes del tráfico de la autopista. Erigida al borde mismo del desierto, en medio de un escorial, se levantaba la prisión entre las rampas de acceso a la autovía y salida de ella, por lo cual era considerable el ruido que llegaba al edificio. Y, como también se hallaba próximo a un ramal de la vía férrea, la entrevista salió entreverada del traqueteo de los mercancías. Cuando Nielsen trató, ya en su despacho, de reproducir lo grabado, lo único que pudo oír con claridad fue el rumor del tráfico rodado de una cálida tarde veraniega.
Nielsen había cifrado muchas esperanzas en ese encuentro. Desde el mismo momento en que, practicada la detención en Pleasant Grove, Gilmore había pedido hablar con él, intuyó la posibilidad de arrancarle la confesión. Eso le hizo encamar rápidamente, y no sin soltura, el papel del viejo amigo y del policía bueno.
El trabajo policial le obligaba a uno, de vez en cuando, a hacer un poco de teatro, cosa que no desagradaba a Nielsen. Sólo que el desempeño de su personaje demandaba compasión. Y por anteriores experiencias sabía Nielsen que la cosa no pararía en mero teatro: tarde o temprano acabaría sintiendo auténtica compasión. Y lo aceptaba. Esa era una de las vertientes más interesantes de la labor policial.
Esa calurosa tarde del mes de julio Nielsen empezó por decirle a Gilmore que su historia, por desgracia, estaba llena de lagunas. La estaban verificando, pero no tenía cuerpo. Por eso deseaba saber si tenía inconveniente en que hablasen.
—Me han imputado un crimen del que soy inocente —dijo Gilmore— y entre todos ustedes me están arruinando la vida.
—Gary, yo sé que las cosas están feas —repuso Nielsen—, pero mi propósito no es arruinar la vida de nadie. Usted sabe que, si no lo desea, no tiene por qué hablar conmigo.
Gary se alejó unos pasos. Cuando se volvió a acercar, pasado un momento, dijo:
—En hablar no tengo inconveniente.
Nielsen pasó cosa de hora y media encerrado a solas con Gilmore en la celda de máxima seguridad, charlando. Al principio empleó mucho tiento.
—¿Ha visto a su abogado?
Gilmore dijo que sí. Luego se interesó el teniente por su salud.
—¿Cómo va ese brazo? —le preguntó.
—Pues que me duele horrores. Sólo me han dado un analgésico, y el médico dijo que debía tomar dos.
—Pues nada —replicó Nielsen—, les diré que yo mismo le oí prescribirle dos.
Gary meneó la cabeza y dijo:
—Esto le va a costar la vida a mi madre, cuando se entere. —Tras otro cabeceo, añadió—: Es que, sabe usted, está tullida, y llevamos mucho tiempo sin vernos.
—Gary —abordó Nielsen—, ¿por qué mató a esos dos hombres?
Los ojos de Gilmore se clavaron en el fondo de los suyos. En la mirada de los detenidos estaba Nielsen acostumbrado a ver odio, o remordimiento, o esa insensibilidad que le hiela a uno el corazón, pero la manera que tenía Gilmore de fijar en uno la vista hacía que se estremeciese por dentro, como si el otro estuviera escudriñando en lo más íntimo de su ser. No era fácil aguantar aquella mirada.
—Pues... no lo sé —dijo Gilmore—. No puedo darle un motivo.
Había hablado con calma y con tristeza. Daba la impresión de estar al borde de las lágrimas. Nielsen le notó apenado, percibió la lástima que le invadía en ese instante.
—Gary —dijo Nielsen—, yo puedo entender muchas cosas. Puedo entender que uno mate a un tipo que le ha hecho una putada, o al que le está amargando la vida. Todo eso lo entiendo, sabe... —Se detuvo. Había conseguido un clima de acercamiento que deseaba conservar, y no quería que la voz le traicionase—. Lo que no puedo entender, de veras, es matar a esos hombres casi sin motivo alguno.
Sabía Nielsen que estaba corriendo riesgos considerables. Por de pronto, rozar los límites del Estatuto Miranda hasta el extremo de propiciar una apelación, llegado el caso. El empleo de fórmulas como «esos hombres», o «¿por qué mató a esos dos hombres?», era otro error. Para que el testimonio tuviera la mínima validez ante un tribunal, debía decir: «El señor Bushnell, de Provo», o: «¿Por qué mató a Max Jensen, de Orem?» Era imposible incriminar al presunto autor de dos homicidios cometidos en localidades y fechas distintas englobando ambos crímenes en una sola frase. Jurídicamente, ambos homicidios tenían que ser particularizados.
Nielsen, con todo, estaba convencido de que sería contraproducente interrogar a Gilmore en términos más formales. Eso lo echaría todo a perder. Así pues, insistió:
—¿Fue porque atestiguarían contra usted, si los dejaba vivos?
—No, la verdad es que no sé por qué fue —dijo Gilmore.
—Mire, Gary, yo tengo que pensar como lo haría un buen policía haciendo una buena labor. Porque el verdadero éxito de mi trabajo estará en evitar que ocurran cosas de esta clase. Por eso quisiera comprenderlo: ¿qué le hizo asaltar esos dos lugares? ¿Por qué el motel de Provo y la gasolinera? ¿Por qué esos dos, precisamente?
—Bueno —respondió Gilmore—, el motel quedaba junto a casa de mi tío Vern, y dio la casualidad de que me encontraba allí.
—Pero ¿y la gasolinera? —le apremió Nielsen—. ¿Por qué esa gasolinera en un rincón perdido?
—No lo sé —dijo Gilmore—. La encontré en mi camino. —Por un momento dio la impresión de querer ayudar a Nielsen—. Y, si no, fíjese en el sitio donde fui a esconder aquello, después de lo del motel... —Nielsen comprendió que se refería a la caja de caudales sustraída del mostrador de la recepción—. Bueno, pues la metí entre aquellos arbustos —continuó—, porque era el mismo lugar donde de niño le segaba yo el césped a una anciana.
Nielsen trataba de traer a la memoria precedentes jurídicos de aplicación a un caso como el que le ocupaba, pues una confesión obtenida en una entrevista que no contara con el expreso consentimiento de la defensa carecía de valor legal. La confesión, por otra parte, podía ser espontánea, y era ése el argumento que pensaba esgrimir Nielsen. ¿O no le había preguntado a Gilmore, en su encuentro de la mañana, si tenía inconveniente en que volviesen sobre el tema cuando hubiera comprobado su versión de los hechos? Gilmore no se había opuesto. Tenía Nielsen la idea de que, ante un Tribunal Supremo como el entonces constituido, una confesión obtenida en tales circunstancias resultaría valedera.
No olvidaba, por eso, lo que el mismo tribunal había dictado en el caso Williams: una vez provisto un detenido de asesor jurídico, la policía no podía entrevistarle sin consentimiento de éste.
Y, pese a eso, allí estaba él conversando con Gilmore a escondidas de sus abogados... Claro que podía interponer, en todo caso, un par de tecnicismos. El hecho de que ya en el momento de su detención en la carretera, y en presencia de Nielsen, se le hubieran leído a Gilmore los derechos que le asistían conforme al Estatuto Miranda. Y, también, que los asesores jurídicos habían sido designados por el homicidio de Provo, no por el de Orem. Eso le daba el suficiente respaldo legal. Y, además, su objetivo primordial no era obtener una confesión, sino demostrar una culpabilidad.
Aun en el caso de que no pudieran utilizarla, la confesión resultaría útil porque, a la luz de sus informaciones, podrían conseguir pruebas incriminatorias que diesen solidez al caso. En tanto no ventilasen la confesión ante el tribunal, no se verían en dificultades en cuanto al Estatuto Miranda.
Desaparecido el clasificador de monedas que utilizaba Jensen en la gasolinera, la policía había pasado gran parte de la víspera buscándolo sin resultados entre los desechos del Holyday Inn. Nielsen, como quien no quiere la cosa, pasó a interrogarle a ese respecto. Gilmore le miró largo rato y con fijeza, como diciendo: «No sé si puedo responderle a eso. No sé si puedo fiarme de usted.» Por último, farfulló:
—La verdad es que no lo recuerdo. Creo que lo tiré por la ventanilla de la furgoneta; pero no consigo recordar si fue en el cine al aire libre o por la carretera. —Ahí hizo una pausa, cual si tratara de traer a la memoria una escena de una película, y continuó—: De veras que no me acuerdo. Quizá fue en el cine al aire libre.
—¿Sabría decírnoslo April? —propuso Nielsen.
—Olvídese de April —respondió Gilmore—. Ella no vio nada. —Meneó la cabeza—. A efectos prácticos, no estaba allí. —Y torció la boca hasta componer lo que casi parecía una sonrisa—. Sabe —continuó—, si las últimas dos noches hubiese estado tan lúcido como hoy, ustedes no me echan el guante. De chico, los robos se me daban muy bien... —Su expresión era ahí la de un alcahuete que se vanagloriase del número de mujeres que habían trabajado para él al correr de los años—. Creo que debí dar cincuenta o setenta, o puede que hasta cien golpes con éxito. Sabía cómo planear las cosas y llevarlas adelante.
Nielsen le preguntó a continuación si hubiera seguido matando, de no haber sido atrapado. Gilmore asintió. Lo creía probable. Permaneció en silencio un instante con expresión de pasmo, o, más bien, de extrañada sorpresa.
—Cristo, ¿en qué estaré pensando yo? —exclamó—. Jamás me había ido de la lengua con un policía.
Nielsen pensó que probablemente, era verdad: el historial presidiario de Gilmore hablaba de su dureza en todos sentidos. Haber arrancado una confesión a un sujeto de ese jaez no podía menos de halagar la vanidad de Nielsen.
—¿Cuántas pistolas robó? —preguntóle el teniente.
—Nueve.
—¿De dónde procedían?
—De Spanish Fork.
—Entonces sólo nos quedan tres por recuperar. ¿Qué ha sido de ellas?
—Han desaparecido.
Nielsen no quiso insistir. Por la respuesta resultaba evidente que habían sido vendidas. Y Gilmore jamás revelaría a quién.
—Es cosa mía —dijo—. No busquen complicaciones a otras personas. —Y, en seguida—: ¿Le habló Nicole de su pistola?
—No —respondió Nielsen—, fui yo quien le hizo la pregunta.
—No quiero que le busquen ningún lío por ese asunto —dijo Gary.
Nielsen le tranquilizó al respecto. Quería conocer con más detalle los homicidios propiamente dichos. Gilmore, que se mostraba explícito en cuanto a sus pasos antes de entrar en la gasolinera y después de haberla abandonado, no quería referirse al crimen en sí.
Nielsen trataba de determinar cómo se habían desarrollado los hechos. Gilmore mandó a Jensen que se tendiera en el suelo. A continuación debió de pedirle que colocase los brazos bajo el cuerpo, pues nadie adoptaría por propia voluntad una postura tan incómoda. Luego había disparado, primero a unos centímetros de distancia y, luego, con la pistola aplicada a la cabeza de Jensen: la manera más segura de matar a una persona sin causarle sufrimientos. La orden de colocar los brazos bajo el cuerpo era, igualmente, la mejor garantía de que la víctima no le agarrase una pierna conforme le aplicaba él la boca del arma a la cabeza. Pero Nielsen no había conseguido que Gilmore le confirmase todo eso.
—¿Por qué lo hizo usted, Gary? —le preguntó de nuevo, en tono apacible.
—No lo sé —fue su respuesta.
—¿Seguro?
—No pienso hablar de eso —dijo. Y, moviendo suavemente la cabeza, miró a Nielsen y agregó—: No consigo hacer frente a la vida. —Le preguntó entonces—: ¿Qué cree que me harán?
—No lo sé —dijo Nielsen—. La cosa es muy seria.
—Me gustaría hablar con Nicole —continuó Gilmore—. He estado buscándola, y me gustaría de veras hablar con ella.
—Bueno, veré qué puedo hacer para traérsela —respondió Nielsen.
Y se dieron la mano.
Esa misma tarde, a eso de las cinco, conforme Nielsen celebraba su conferencia con Gary, April apareció por casa. Enterada, por la radio, de los homicidios, dijo que no era verdad, que Gary no los había perpetrado. Y añadió que ella no se presentaba en ninguna comisaría.
Charley Baker había regresado de Toelle al informarle Kathryne de la desaparición de April. En cuanto los vio juntos, April, llena de hostilidad, se puso a gritar que, como intentasen llevarla a la comisaría, buscaría quien la protegiese contra su padre. Luego, y de la misma imprevisible manera, pareció aplacarse y consintió en comparecer.
Kathryne, sin embargo, no se animaba a conducirla sola a la comisaría. ¿Y si le daba por abrir la portezuela y saltar del coche? En vista de ello, suplicó a Charley que la acompañase. Éste, sin embargo, se mostraba reacio. «Si ves que cambia de opinión —dijo—, das la vuelta donde te encuentres y te la traes a casa. Y que se vayan al diablo.» Por nada del mundo quería pisar la comisaría.
21 de julio de 1979.
NIELSEN: ¿A qué hora cargó gasolina?
APRIL: Cuando llegamos a la estación de servicio de Pleasant Grove.
N.: ¿Había anochecido?
A.: Estaba oscuro, era después de la puesta del sol.
N.: Y luego ¿estuvieron dando vueltas por ahí?
A.: Él quería llevarme a casa. No quería ni oír hablar de rollos míos sobre a dónde ir, y dijo que él quería un sitio de tono, como el Holiday Inn, y allí nos plantamos. Yo iba a dormir, porque estaba muerta y, no sé por qué razón, me sentía como si me persiguiesen. Desde que alguien rompió las ventanas del cuarto de baño de casa, no he vuelto a dormir como Dios manda.
N.: O sea que pasaron allí la noche. ¿Hasta qué hora del día siguiente?
A.: Serían las ocho y media, o las nueve.
N.: No es mi intención insinuar nada ni meterme en las cosas de usted, pero ¿se acostó con él?
A.: Estuve a punto de hacerlo, pero luego cambié de opinión.
N.: Y él ¿se irritó por eso?
A.: Se irritó porque la mitad del tiempo me comporté como una cría; aunque lo que había ocurrido es que ya no le quería. Pero, de dormir con él o eso, nada.
N.: ¿Se lo dijo así a su madre?
A.: Ella no me lo preguntó, porque sabe que tengo mi vida, y que si la quiero mandar al demonio, mía es...
N.: April, Gary está en un grave aprieto. Me consta lo que digo. Lo he hablado con él, y él lo sabe sin duda alguna. Él me ha dicho que estuvieron juntos a esa hora, y, por tanto, sé que está usted al corriente de lo que pasó. Mi interés no es hacerla hablar para incriminarla. No pienso incriminarla. Lo que me interesa es conocer la verdad.
A.: Sufro un desdoblamiento de personalidad. Hoy me domino bastante bien, pero a menudo me dejo ir y me entrego a mi otro yo...
N.: Quiero que me hable otra vez de la gasolinera. ¿No le parece, April, que lo mejor sería decirme la verdad?
A.: No me acuerdo de la gasolinera de Orem.
N.: ¿Le vio sacar una pistola al llegar allí?
A.: Sé que fuimos a una gasolinera justo antes del Holiday Inn, y estoy segura de que no salieron pistolas a relucir. A lo mejor las llevaban encima, pero nada más.
N.: ¿Las llevaban? ¿Quiénes?
A.: Los fulanos que rondaban por allí.
N.: ¿Los conoce?
A.: Puedo identificarlos, pero algunos no sé cómo se llaman. Uno de ellos trabaja con Gary donde los aislantes.
N.: ¿Los aislantes?
A.: El sitio donde trabaja él: la Ideal Insulation. Estoy segura de que es el amigo que fuimos a visitar.
N.: ¿El del café?
A.: No sé si era un café.
N.: ¿Prefiere volver a casa?
A.: Sí. Me pregunto qué estoy haciendo aquí.
N.: Si en algo puedo ayudarla, cuente conmigo.
Al encontrarse con Kathryne, terminada la declaración, April dijo:
—Mamá, me aseguran que Gary mató a dos hombres. ¿Tú lo crees?
—Bueno, April... me parece que eso hizo.
—Pero Gary es incapaz de matar a nadie, mamá.
—No sé, April —respondió Kathryne—, parece ser que Gary lo ha reconocido.
Gary fue conducido de Provo a Orem a la mañana siguiente, y Nielsen, que le recibió en su despacho, le presentó excusas por la muchedumbre que se había congregado a 1a puerta. Si bien estaban presentes los equipos de la televisión y numerosos reporteros y funcionarios llenaban los pasillos, lo que mayor embarazo causaba a Nielsen era que la mitad de los efectivos policiales, empezando por los agentes francos de servicio, también se habían dado cita allí. No faltaba quien, para no perderse el espectáculo, se había subido a una silla.
Nielsen pidió a su secretaria que sirviese café. Luego, anunció:
—El teniente Skinner se dispone a firmar una denuncia contra usted por el homicido de Max Jensen.
Gary, tras una breve pausa, dijo:
—Sabe, me duele de veras lo de esos dos hombres. Anoche, al leer una de las esquelas en el diario, me enteré de que era joven, tenía un crío y era misionero. Me dio verdadero malestar.
—También yo siento malestar, Gary. No puedo comprender que se le quite a una persona la vida por una cantidad de dinero así.
—No sé qué cantidad fue —contestó Gary—. ¿Cuánto había?
—Ciento veinticinco dólares. Y en el motel, aproximadamente lo mismo.
Gary rompió a llorar. Lo hizo en silencio; pero tenía lágrimas en los ojos.
—Cuento con que me ajusticien por eso —dijo—. Merezco la muerte.
—¿Lo dice de verdad, Gary? ¿Acaso no le asusta?
—¿Le gustaría a usted morir?
—Claro que no.
—Pues a mí, tampoco; pero creo que merezco la pena de muerte.
—No sé qué decirle —respondió Nielsen—; siempre hay que dejar margen a la clemencia.
Algo más tarde, Gary telefoneaba en privado a Brenda.
—¿Cómo se enteró la poli de que estaba yo en casa de Craig? —le preguntó.
—Prefiero que lo sepas por mí, Gary, a que te lo digan terceras personas. Yo telefoneé a la policía.
—Entiendo.
—Aunque probablemente no quieras mirarme más a la cara, esto no podía seguir, Gary. El lunes cometes un asesinato y el martes, otro. No iba a esperar al turno del miércoles...
—Déjalo, prima, no te preocupes —dijo él.
—Esta vez lo vas a pagar caro, Gary —continuó Brenda—. Te van a sentar mano.
—Oye, ¿y tú cómo sabes que no soy inocente?
—¿Qué te pasa a ti en la cabeza, Gary?
—No lo sé. Debí perder el juicio.
—Y con tu madre ¿qué hacemos? —preguntó Brenda—. ¿Qué quieres que le diga yo a tu madre?
Después de un rato de silencio, contestó:
—Dile que es verdad.
—Muy bien. ¿Algo más?
—Dile, también, que la quiero.
Craig Snyder, el segundo asesor jurídico de Gary, más bajo que Esplin, mediría un metro setenta y cinco, era ancho de hombros, rubio, de ojos claros, y llevaba gafas de montura de suave color. En esa ocasión vestía un traje de tono crema, una corbata en la que combinaban el amarillo, el verde y el naranja, y una camisa de color crudo.
Snyder y Esplin ignoraban esa mañana, hasta que se lo dijo Gary antes de que le procesasen en Orem, que había sido entrevistado por Gerald Nielsen. Cuando, reunidos con Gilmore, éste se confesó autor de ambos homicidios y dijo que así lo había reconocido ante Nielsen, su contrariedad fue mayúscula. Por mucho que le hubieran dado a conocer, en el momento del arresto, los derechos que le confería el Estatuto Miranda, sus preceptos no habían sido observados plenamente una vez en prisión. La confesión que hubiera podido hacer Gilmore, determinaron, no podía tener validez. Pero era irritante: les habían tenido esperando tres cuartos de hora mientras un inspector jefe sonsacaba a su cliente.
Gary, en cambio, parecía más interesado por la promesa de Nielsen de permitirle una visita de Nicole. Quería que los abogados se encargasen de hacerle cumplir al teniente su palabra.
Nicole se encontraba con Barrett en Springville cuando se presentó la policía. Sin llamada telefónica u otro aviso previo, apareció el agente y le pidió que se aprestase a acompañarles. Minutos más tarde, el teniente Nielsen llegó en su coche y dijo que la llevaría a ver a Gary.
No estaba segura de lo que sentía ni tampoco de que le importase lo que pudiera sentir. Escuchar a Barrett, que durante los últimos dos días estuvo actuando de hombre sabio, había sido una pesadilla. Ahí tenía su buen sentido, le decía sin cesar; ¿a quién había ido a buscarse por compañero? ¡A un asesino de edad madura!
Por el camino, Nielsen, muy caballero, le había hablado sin ambages: la entrevista se la permitían a condición de que le preguntase si había cometido los asesinatos. La propuesta le hubiera enfurecido, de no comprender que el teniente necesitaba un pretexto para justificar la visita. Dio por sentado que no creía a Gary tan estúpido como para responder a semejante pregunta a oídos de toda la policía.
La cosa fue así: Nicole entró en el edificio de la prisión, que era de una sola planta, y siniestro, recorrió dos pequeños pasillos, cruzó ante un puñado de reclusos con aire de borrachos, luego frente a unos cuantos tipos que le silbaron, unos retorciéndose el bigote, otros mostrándole los bíceps, todos haciendo el gamberro, y, seguida inmediatamente por Nielsen y un par de agentes, penetró en una amplia celda que tenía cuatro camastros, una mesa en el centro y una reja de gruesos barrotes.
Vio entonces a Gary, que se acercaba hacia ella por el extremo opuesto. Tenía enyesada la mano izquierda. Y, aunque sólo hubieran pasado tres fechas de la noche en que presenció su arresto, el cambio operado en él le resultó palpable.
—Hola, pequeña —le dijo.
Nicole ni siquiera quería mirarle, al principio. Baja la cabeza, musitó:
—¿Tú hiciste eso?
Lo dijo con un murmullo a fin de que, de responderle él afirmativamente, los policías no llegasen a captar las palabras de ella.
—No me hagas esa pregunta, Nicole —replicó Gary.
Fue entonces cuando alzó ella los ojos. Le sorprendió sobremanera lo límpidos que se veían los suyos. Por un instante, nada más se dijeron. Luego, él deslizó un brazo entre los barrotes. Ella quería tocarle, pero no lo hizo. Ese impulso, sin embargo, ya no la abandonó. Fue haciéndose, por el contrario, más y más fuerte.
Fue una experiencia rayana en lo sobrenatural. Nicole no hubiera sabido decir qué sentía. Desde luego, no era compasión por él. Ni por sí misma. Era, más bien, como un ahogo. Era, sorprendentemente, como si fuese a desvanecerse. En ese instante se dio cuenta de que, a despecho de cuanto hubiera podido decir de él en las últimas semanas, le había amado desde el momento en que le conoció y le amaría por siempre.
Se trataba, más que de una emoción, de una sensación física. Como si los barrotes estuvieran imantados y la atrajesen hacia ellos. Avanzó una mano y la descansó en el brazo que él tendía, y uno de los agentes se adelantó y dijo: «Nada de contactos.»
Ella retrocedió y miró a Gary. Su aspecto era bueno. Pasmosamente bueno. Sus ojos mostraban un azul que jamás habían tenido. La turbiedad que les daba el Fiorinal había desaparecido por completo. Y con esos ojos le miró como si volviese del fondo de algo muy lejano, algo feo que interpuesto antes entre ambos, había desaparecido por entero. Durante aquellas últimas semanas de mal recuerdo había sido como si envejeciera él un año con cada día que pasaba. Ahora su aspecto era espléndido.
—Te amo —dijo cuando se despedían.
—Y yo a ti —respondió ella.
Alrededor de la hora en que Nicole visitaba la prisión, April, presa de un ataque de locura, rompió a gritar que alguien intentaba volarle la cabeza. Kathryne, sin saber qué hacerse con ella, hubo de llamar primero a la policía y, luego, decidió ingresarla en el hospital. Fue espantoso. La pobrecilla se había enajenado por completo. Tanto, que fue preciso, durante el tiempo que le llevó a Kathryne tomar la decisión, alejar de la casa a los chiquillos.
Ken Cahoon, el alcaide, era un bonachón. Alto, de cabello blanco, con gafas de montura metálica, tenía una gran nariz, en contraste con la boca y la barbilla, que eran pequeñas, y exhibía una pancita redonda y prominente.
Momentos después de marchar Nicole, Cahoon decidió girar una visita a Gilmore.
—Tengo ampollas en los pies —le informó el preso.
—¿De qué?
—Pues de hacer paso gimnástico —replicó Gilmore.
—Pues, hijo, deja de hacer paso gimnástico.
—No —respondió Gilmore—, consígame esparadrapo. Quiero hacer un poco más de ejercicio.
Al día siguiente, la misma historia: quería más esparadrapo, para los pies.
—Bueno, veamos eso —dijo Cahoon—, no sea que se te haya infectado.
—No, con el esparadrapo me basta. No es nada.
—Ni hablar —replicó Cahoon—; si tienes ampollas, quiero verlas.
—Oh, maldita sea, déjelo correr —fue su respuesta.
Cahoon estaba seguro de que se trataba de una comedia, por más que no imaginase para qué podía querer el esparadrapo. A menos que se propusiese sujetar contrabando a los bajos del somier, o algo parecido.
A la mañana siguiente, Gilmore dijo a uno de los carceleros:
—Quiero salir de aquí hoy mismo. Quiero ejercer mi derecho de habeas corpus. Que venga el jefe.
Cahoon llegó a la conclusión de que Gilmore, quizá porque la cárcel era vieja, pequeña y modesta, debía tomarles por palurdos.
—Mire —empezó el preso en tono confidencial y cortés—, llevo aquí cinco días, sin que exista contra mí más que una infracción de tráfico. Quisiera, por tanto, que me sacaran de aquí sin demora. Es que, sabe —continuó—, tengo que ponerme en manos del médico. Como sin duda no ignora, llegué enyesado, y esta clase de cosas requieren atención. Me gustaría que me condujeran al hospital. Tienen que curarme la mano y, si impiden que reciba tratamiento, podrían presentarse, claro está, complicaciones.
Cahoon pensó que Gilmore tenía buena fibra de presidiario. Y, teniendo en cuenta lo que había en juego, no se tomó ni mucho menos a broma la posibilidad de que su custodiado pudiese escapar mediante alguna simple, descabellada maniobra.
Como fuera de imaginar, Gilmore no desistió fácilmente. Al poco, era a su abogado a quien quería ver. Dijo que demandaría a la prisión por negarle cuidados médicos. Era notable la compasión que le inspiraba aquella mano suya.
Fracasados todos los subterfugios, dijo Gilmore:
—Ya sé que el condado de Utah es pobre de espíritu y está lleno de resentimientos hacia mí; pero ahora puede dejarme volver a casa, alcaide. Ya se me ha pasado la locura.
Sentido del humor no le faltaba, concedió Cahoon.
Las cosas se suavizaron con su consentimiento de que Gilmore decorase las paredes de la celda. Cahoon cuidaba de impedir toda clase de dibujos obscenos, pero los de Gary, lejos de ser pornográficos, tenían su belleza. Además, podían borrarse fácilmente. Él mismo lo hacía: acabados un día, al siguiente los borraba e iniciaba otros. Cahoon no quiso, por ello, convertir el asunto en motivo de discusión.
Sus relaciones fueron muy aceptables hasta que se enteró Gilmore de que no le permitían las visitas de Nicole, por no existir parentesco con el preso. Ello dio lugar a que Gary le retirase a todo el mundo la palabra.
Durante su segunda visita a la prisión, que fue un domingo, semana y media después del arresto, Brenda coincidió allí con Nicole. La expresión que iluminó el rostro de él sabiéndola afuera fue, Brenda tuvo que admitirlo, de verdadera nobleza.
—Oh, Dios mío —exclamó—, me prometió volver y lo ha hecho.
Por desgracia, añadió, no le dejarían verla: todavía no estaba incluida en su lista de visitas.
—A ver si puedo yo conseguir algo —dijo Brenda.
Y, dirigiéndose al guardián que custodiaba la puerta, un indio recio, corpulento y con aire de saber manejarse, le dijo:
—Alex, ¿querría cederle los últimos cinco minutos de mi visita a Nicole Barrett?
—Verá usted, la verdad es que no se pueden violar las reglas.
—Tonterías —replicó ella—, ¿qué más da que esté yo o Nicole? ¡No se le va a escapar por eso! Vamos, Alex, ¿no me irá usted a decir que no puede manejarse con un infeliz que tiene una mano inútil? ¿Qué quiere que haga con una sola mano? ¿Despedazarle?
—Bueno —dijo el guardián—, creo que podremos mantenerle a raya.
Mientras Nicole asistía a la entrevista, Brenda se acercó a la cuñada de aquélla, que había venido en su compañía. El día era caluroso, y Sue Baker, que llevaba en los brazos a su hijo recién nacido, estaba sudando a mares.
—¿Qué tal va Nicole? —le preguntó Brenda.
Un sol de justicia azotaba el escorial abierto a espaldas de la cárcel.
—Está muy afectada — respondió Sue.
—Gary no saldrá con bien de esto —dijo Brenda—. Como Nicole se deje llevar, dará al traste con su vida.
—No hay manera de que lo olvide —respondió Sue—. Ya lo hemos intentado.
—Pues le esperan muchos sinsabores —dictaminó Brenda.
Nicole, al salir, venía llorando. Brenda la estrechó en los brazos y le dijo:
—Las dos le queremos, Nicole. —Y añadió—: Pero ¿por qué no miras de apartarte? Gary no saldrá jamás de aquí. Te vas a pasar la vida visitando una prisión. Ése es todo el porvenir que te aguarda. —Y ahí rompió a llorar—. Esos lindos recuerdos, guárdalos, guárdatelos en el corazón.
Nicole musitó:
—No pienso abandonarle.
Alentaba hacia Brenda una animosidad que ni siquiera conseguía entender. Se le hizo audible lo que pensaba: «Ni que le debiese un millón de dólares por haberme cedido cinco minutos de su tiempo de visita...»
El 3 de agosto se celebró en Provo una vista preliminar que Noall Wootton había resuelto despachar con tanta dureza y rapidez como fuera posible. Bien provisto de testigos, su único afán era conservar intacta la causa. Cuando la defensa solicitó un aplazamiento, Wootton se opuso.
Tenía bastante confianza en conseguir la declaración de culpabilidad, o, dicho con mayor exactitud, pensaba que el no obtenerla sería enteramente culpa suya. Conseguir la pena de muerte le parecía, en cambio, más dudoso. Por eso sentía, a la espera de la vista, la tensión que ya le era habitual. Tenía un nudo en el estómago aquella mañana.
Si bien Gilmore no pasó a declarar durante el juicio oral, Wootton pudo hablar con él cara a cara durante la suspensión de la vista. El encuentro fue cordial, e incluso bromearon. A Wootton le impresionó su inteligencia. Se refirió Gilmore al hecho de que el sistema penal distaba de alcanzar su verdadero objetivo, es decir, la rehabilitación. A su forma de ver, era un completo fracaso.
Como es natural, no hicieron alusión alguna al propio objeto del juicio, si bien Wootton creyó discernir en su interlocutor el decidido propósito de ablandarle. Gary, en efecto, no dejaba de encomiar sus virtudes de fiscal y su básico sentido de la equidad. Equidad como la suya, dijo, no la había encontrado en fiscal alguno.
Un convicto cualquiera no hubiera sido capaz de una actuación semejante. Wootton supuso que Gilmore se proponía obtener un compromiso. Al tanto de que el ministerio público perseguía la pena de muerte, debió de pensar que, dada la suficiente afabilidad por su parte, Wootton podía considerar una postura menos drástica. Menos drástica, esto es, desde el punto de vista del acusado.
Como fuera de imaginar, Gilmore hizo venir bien las cosas para preguntarle qué creía él que podía ocurrir. Mirándole de lleno a los ojos Noall dijo: «Es posible que restablezcan la pena de muerte.» «Sí, ya sé; pero ¿qué cree que harán realmente?» «Puede que le ejecuten», repuso Wootton. Tuvo la impresión de que eso dejó helado a Gilmore.
Snyder también salió al encuentro de Wootton, él para proponerle una confesión de culpabilidad por el primer homicidio y la aceptación de cadena perpetua. Wootton lo rechazó sin ambages. «Ni hablar», fue su respuesta.
Después de examinar el historial de Gilmore, había resuelto solicitar la pena de muerte. Vista su violenta conducta en prisión, sus tentativas de fuga, los infructuosos esfuerzos por rehabilitarle, Wootton se vio obligado a sacar tres consecuencias: primera, que Gilmore buscaría la posibilidad de evadirse; segunda, que constituiría un riesgo para los demás reclusos; tercera, que la rehabilitación era inviable. A eso no había más que unir dos sucios asesinatos a sangre fría.
Nicole asistió a la vista preliminar del 3 de agosto, pero sólo le permitieron entrevistarse un instante con Gary. Verle con grilletes en los tobillos le dio mareos. Y el tiempo que les concedieron sólo le permitió darle un abrazo y, luego, antes de que se lo llevaran, un beso formidable. La dejaron en el pasillo con el mundo girando locamente a su alrededor. Afuera, los tábanos hendían la luz estival con una saña impensable.
Ensoñada mientras regresaba a Springville, tuvo un accidente. Nadie salió mal parado, salvo el coche. El resto del camino el Mustang lo hizo gimiendo como si se retorciera de dolor. No pudo utilizar más marcha que la segunda.
El viaje fue alucinante. Sentía el tenaz impulso de saltar el andén central y precipitarse con el coche sobre los que venían en dirección contraria. Con el correo de la mañana siguiente le llegó una extensa carta que Gary había comenzado en cuanto, concluida la vista, le devolvieron a la prisión. Cayó entonces en la cuenta de que aquellas palabras se las dirigía en el preciso momento en que, al volante del coche, sentía ella aquel acuciante deseo de estrellarse contra cada uno de los que avanzaban de frente.
Leyó una y otra vez la carta. Al quinto intento, las palabras le atravesaban la cabeza como un viento que soplase desde la cima del mundo.
3 de agosto.
Nada de cuanto llevo vivido me permitía esperar un amor abierto y sincero, como el que tú me has dado. Estoy tan hecho a la hostilidad y las idioteces, a la mezquindad y al engaño, a la maldad y al odio, que todas esas cosas se han convertido en mi habitat natural y me han modelado. Miro al mundo con ojos de sospecha, de duda, de miedo, de odio, ojos que se burlan y engañan, ojos de vanidad y egoísmo. Todo lo inaceptable me parece natural, y como tal he llegado a admitirlo. Mirando alrededor de esta fea celda inmunda comprendo que es el lugar que me corresponde, porque ¿qué sitio podía ser el mío, sino este lugar sucio y húmedo? El suelo está encharcado de agua del jodido retrete, que no funciona bien. La ducha está asquerosa, y el delgado jergón que me dieron, negro de puro viejo. No tengo almohada. En los rincones hay cucarachas muertas, y por la noche mosquitos, y la luz es mortecina. A solas con mis pensamientos, noto la decrepitud. ¿Recuerdas que te hablé de La Decrepitud y que tú dijiste lo feo que era eso, la decrepitud, la decrepitud? También oigo el rechinar de las ruedas de la carreta, que es fea como el carajo y se me acerca tanto. Siendo niño tuve una pesadilla... soñé que me decapitaban. Pero no fue un simple sueño, sino más bien como un recuerdo. Me hizo saltar de la cama. Y fue una especie de momento decisivo de mi vida... que en los últimos tiempos comienza a cobrar sentido: tengo una deuda pendiente de antiguo. Esto debe deprimirte, Nicole. No le había hablado a nadie de ello, salvo a mi madre, la noche de la pesadilla, cuando ella acudió a consolarme; pero ya no volvimos a tocar nunca más ese tema. A ti empecé a explicártelo una noche, hasta que me resultó claro que no querías que te hablase de eso. A veces han pasado años sin que pensara en ello verdaderamente, hasta que, de golpe, algo (la imagen de una guillotina, el tajo de un cadalso, el hacha de un verdugo, o hasta una soga) me devuelve el recuerdo y paso días con la sensación de estar a punto de descubrir algo muy personal, algo que me concierne. Algo que, aunque no consumado, me marea. Como una deuda, diría yo. Ojalá lo supiera.
Una vez, recuerdas, me preguntaste si era el diablo. No lo soy. El diablo se mostraría mucho más inteligente que yo, actuaría a una escala mucho mayor y, desde luego, no sentiría remordimientos. De manera que no soy Belcebú. También sé que el diablo es incapaz de sentir amor. Lo que podría suceder es que estuviera mucho más cerca de él, que de Dios. Lo cual no está bien. Se diría que conozco mucho más de cerca el mal, que la bondad, y eso tampoco es buena cosa. Quiero estar en paz, quedar en paz, íntegro, con mis deudas saldadas (¡cueste eso lo que costase!), no tener ningún baldón, ningún motivo de temor ni de remordimiento. No quisiera parecer grotesco, pero me gustaría comparecer ante Dios sabiéndome limpio, justo y recto. Cuando uno es todas esas cosas, lo sabe, y cuando no las es, también. Lo llevamos dentro, todos y cada uno de nosotros; sólo que, por lo visto, yo me aparté de ello, y cuando quise volver a ese camino, lo hice mal, me desalenté, me venció el aburrimiento, la pereza, y, por último, me hice inaceptable. Pero ¿qué hacer ahora? No lo sé. ¿Colgarme?
Llevo años pensando en eso, y es posible que lo haga. ¿Debo confiar en que el Estado me ejecute? Eso resulta más aceptable y fácil que el suicidio. Pero aquí no ajustician a nadie desde 1963 (poco más o menos la fecha en que se suspendieron las ejecuciones en todas partes). ¿Qué hacer, pues? ¿Pudrirme en prisión? ¿Envejecer y amargarme y darle vueltas a la misma idea hasta convencerme de que soy yo el que sale jorobado, de que soy una simple víctima de las borricadas de una sociedad? ¿Qué puedo hacer? ¿Consumir mi vida en la cárcel buscando el Dios que tanto tiempo he deseado conocer? ¿Volver a mi pintura? ¿Componer poesía? ¿Jugar al balonmano? ¿Reconcomerme el alma pensando en el portentoso amor que me diste y que yo tiré cierta noche de un lunes, porque mi mala crianza no me permitía pasarme sin una furgoneta blanca que quería inmediatamente? ¿Qué hacer? Porque siempre nos queda una opción, ¿no es eso?
No vayas a pensar, Ángel mío, que te pido respuesta a unas preguntas que yo mismo no sé contestar. Debo decidir por mi cuenta. Pero, si se te ocurre comentar, sugerir, decir algo, lo acogeré con la mejor voluntad.
Dios mío, cómo te quiero, Nicole.