LA LÁPIDA DE LA BRUJA

HABÍA una bruja enterrada en el límite del cementerio; no era un secreto para nadie. La señora Owens siempre le advertía a Nad que no debía acercarse por allí bajo ningún concepto.

—¿Por qué? —le preguntó un día Nad.

—No es lugar seguro para nadie que posea un alma mortal —le respondió la señora Owens—. En los confines del mundo hay mucha humedad. Aquello es casi una marisma. Allí no encontrarás otra cosa que la muerte.

El señor Owens, por su parte, tenía mucha menos imaginación que su esposa y solía responderle de forma más evasiva.

—No es un sitio muy recomendable —fue todo cuanto le dijo.

El cementerio propiamente dicho terminaba justo al pie del monte, bajo el viejo manzano, y estaba cercado por una herrumbrosa verja cuyas rejas acababan en punta; pero más allá había un erial plagado de malas hierbas, ortigas, zarzas y hojas secas, y Nad, que era en esencia un niño bueno y obediente, nunca había intentado colarse allí por entre las rejas, aunque solía contemplarlo desde detrás de la verja. Sabía que aquel lugar tenía una historia cuyos detalles le habían ocultado siempre y eso le irritaba.

Nad subió hasta la iglesia abandonada situada en el centro del cementerio y se quedó esperando a que oscureciera. Unas luces de color púrpura anunciaban ya la caída de la noche, cuando oyó un ruido en lo alto de la torre, algo como el rumor de una capa de grueso terciopelo, y vio que Silas había dado por concluido su descanso en el campanario y descendía hasta el suelo.

—¿Qué es lo que hay allá al fondo —le preguntó Nad—, más allá de Harrison Westwood, Panadero de este Concejo, y Esposas, Marion y Joan?

—¿Por qué lo preguntas? —inquirió su tutor, mientras sus pálidas manos sacudían el polvo que había quedado adherido a su traje negro.

Nad se encogió de hombros.

—Simple curiosidad.

—Ese suelo está sin consagrar —le respondió Silas—. ¿Sabes lo que significa eso?

—Creo que no —dijo Nad.

Silas avanzaba por el sendero sin perturbar en modo alguno las hojas secas que encontraba a su paso y, finalmente, ambos se sentaron en el banco de piedra.

—Hay quien piensa —comenzó a explicarle, con ese tono suave tan característico— que toda tierra es sagrada. Que ya era sagrada antes de llegar nosotros y que seguirá siéndolo cuando nos hayamos ido. Pero aquí, en esta tierra en la que vives ahora, es costumbre bendecir las iglesias y, en torno a ellas, el terreno destinado a enterrar a los muertos. Pero, en el extremo más alejado, dejan siempre una zona sin consagrar para enterrar a los criminales, los suicidas y cualquiera que no profese su misma fe.

—¿Quieres decir que todos los que están enterrados en esa parte eran malos?

Silas alzó una ceja.

—¿Mmm? Oh, no, ni mucho menos. Veamos, hace tiempo que no me doy una vuelta por allí. Pero tampoco recuerdo que hubiera nadie especialmente malvado. Piensa que antiguamente colgaban a la gente por robar un simple chelín. Y siempre ha habido personas que, sintiendo que su vida se ha vuelto más difícil y dolorosa de lo que son capaces de soportar, llegan a creer que lo único que pueden hacer es adelantar su partida de este mundo.

—Quieres decir que se suicidan, ¿no? —preguntó Nad. Tenía unos ocho años, los ojos grandes de mirada perspicaz y no tenía un pelo de tonto.

—Eso es.

—¿Y funciona? Quiero decir: después de muertos, ¿son más felices?

Silas reaccionó ante la ingenuidad del niño con una sonrisa tan espontánea y tan amplia, que dejó asomar los colmillos por la comisura de sus labios.

—Algunas veces. Pero por lo general, no. Sucede lo mismo que con los que creen que marchándose a otro lugar serán más felices; tarde o temprano acaban descubriendo que no es así como funcionan las cosas. Por muy lejos que te vayas, nunca podrás huir de ti mismo. No sé si entiendes lo que quiero decir.

—Más o menos —respondió Nad.

Silas se inclinó y le revolvió el cabello con la mano.

—¿Y la bruja? —preguntó el niño.

—Exacto —replicó Silas—: suicidas, criminales y brujas. Todos aquellos que murieron sin confesar sus pecados.

Silas se puso en pie de nuevo. Era como una sombra de medianoche en mitad del crepúsculo.

—Con tanta charla casi me olvido de que todavía no he desayunado —dijo—. Y tú llegas tarde a tus clases.

Entre las crecientes sombras del cementerio, tuvo lugar una implosión silenciosa, un susurro de oscuridad envuelta en terciopelo; Silas se había esfumado.

La luna empezaba a ascender en el cielo cuando Nad llegó al mausoleo del señor Pennyworth. Thomes Pennyworth (Aquí Yace en la Certeza de la más Gloriosa Resurrección). Le estaba esperando ya y no parecía de muy buen humor.

—Llegas tarde —le reprendió.

—Lo siento, señor Pennyworth.

Pennyworth chasqueó la lengua. La semana anterior, las lecciones del señor Pennyworth habían girado en torno a los Elementos y los Humores, pero Nad seguía confundiendo los unos con los otros. Creía que aquella noche tocaba examen pero, en lugar de eso, el señor Pennyworth le anunció:

—Creo que ha llegado el momento de dejar las clases teóricas a un lado por unos días y centrarnos en cuestiones más prácticas. A fin de cuentas, el tiempo vuela.

—¿En serio?

—Eso me temo, jovencito. Veamos, ¿qué tal vas con la Desaparición?

Hasta ese momento, Nad albergaba la secreta esperanza de no tener que responder a aquella pregunta.

—Bien, bien —dijo—. Bueno. Ya sabe…

—No, señor Owens. No lo sé. ¿Qué tal si me hace una demostración?

A Nad se le cayó el alma a los pies. No obstante, cogió aire y se esmeró cuanto pudo: entornó los ojos e intentó desaparecer.

El señor Pennyworth no parecía muy satisfecho.

—Bah. Esperaba algo más, francamente. Esperaba mucho más. Deslizarse y desaparecer, ésas son las facultades que definen a un muerto. Nos deslizamos por entre las sombras. Desaparecemos para trascender los sentidos. Inténtalo de nuevo.

Nad lo intentó poniendo aún más ahínco.

—Sigues siendo tan perceptible como esa nariz que sobresale en mitad de tu cara —le dijo el señor Pennyworth—. Y mira que es obvia tu nariz. Lo mismo que el resto de tu cara, jovencito. Lo mismo que tú. Por lo que más quieras y todos los santos, deja la mente en blanco. Ya. Eres un callejón desierto. Eres un umbral deshabitado. Eres nada. No hay ojo capaz de verte. No hay mente capaz de percibirte. En el espacio donde tú existes no hay nada ni nadie.

Nad volvió a intentarlo una vez más. Cerró los ojos e imaginó que se desvanecía hasta integrarse en la mampostería del mausoleo, transformándose en una sombra más entre las sombras que conforman la noche. Y estornudó.

—Lamentable —sentenció el señor Pennyworth, exhalando un suspiro—. Francamente lamentable. Creo que voy a tener que hablar de esto con tu tutor. —Y meneaba la cabeza con desazón—. Pasemos a otro asunto. Los humores. ¿Cuáles son?

—A ver… Sangre. Bilis. Flema. Y el cuarto… La bilis negra, creo.

Y continuaron con sus lecciones hasta que llegó la hora de pasar a la clase de Lengua y Literatura con la señorita Letitia Borrows, Solterona de este Concejo (Quien en Toda su Vida nunca Infligió Sufrimiento a Hombre Alguno. ¿Puede Quien esto Lee Afirmar lo Mismo?). A Nad le gustaba la señorita Borrows y el hogareño ambiente que reinaba en su pequeña cripta y, sobre todo, lo increíblemente fácil que resultaba distraerla de su lección.

—Dicen que hay una bruja enterrada en la zona no congr… consagrada —le comentó.

—Sí, tesoro. Pero no merece la pena que visites esa parte del cementerio.

—¿Por qué no?

La señorita Borrows le sonrió con esa ingenuidad con la que únicamente los muertos pueden sonreír.

—No son como nosotros —respondió.

—Pero también forma parte del cementerio, ¿no? Quiero decir, ¿puedo ir a visitarla, si quiero?

—En realidad —dijo la señorita Borrows—, sería preferible que no lo hicieras.

Nad era un niño obediente, pero también curioso, así que al finalizar sus clases aquella noche, cruzó el límite fijado por el monumento que coronaba la tumba de Harrison Westwood, Panadero, y Familia —un ángel de cabeza rota—. Sin embargo, no bajó hasta la fosa común. En lugar de eso, subió hasta el montículo donde un picnic celebrado unos treinta años antes había dejado su huella en la forma de un inmenso manzano.

Nad había aprendido muy bien ciertas lecciones. Unos años antes, se había pegado un atracón de manzanas: unas estaban verdes, otras picadas y algunas tenían aún las pepitas blancas. Después, se había pasado varios días lamentándolo, sufriendo unos horribles retortijones mientras la señora Owens le sermoneaba sobre lo que debía comer y lo que no. Desde entonces, siempre esperaba a que las manzanas maduraran antes de comérselas y nunca comía más que dos o tres por noche. Se había comido la última manzana que quedaba en el árbol la semana anterior, pero le gustaba sentarse en el manzano para pensar.

Trepó hasta llegar al recodo que se formaba entre dos ramas —su lugar favorito—, y se quedó mirando el terreno donde estaba la fosa común, justo debajo de él; la luz de la luna se derramaba sobre las zarzas y malas hierbas que se habían adueñado del lugar. Se preguntó si la bruja sería una mujer vieja, con dientes de acero y patas de gallina, o simplemente una mujer flaca, de nariz afilada, que volaba montada en una escoba.

Al cabo de un tiempo, le entró hambre. Entonces, lamentó haberse zampado ya todas las manzanas del árbol. Si hubiera dejado al menos una…

Alzó la vista y creyó ver algo en una de las ramas más altas. Volvió a mirar un par de veces más para asegurarse. Era una manzana, roja y madura.

Nad presumía de saber trepar por los árboles como nadie. Se levantó y comenzó a trepar de rama en rama, imaginando que era Silas escalando por la pared de la torre con la agilidad y la elegancia de un gato. La manzana, tan roja que a la luz de la luna casi parecía negra, estaba en un sitio difícil de alcanzar. Nad avanzó lentamente por la rama hasta colocarse justo debajo de ella. Entonces, se estiró y tocó la perfecta manzana con las puntas de sus dedos.

Se iba a quedar sin poder hincarle el diente.

Un chasquido, tan sonoro como el disparo de una escopeta, y la rama se tronchó bajo sus pies.

Se despertó con un dolor punzante, como si le estuvieran pinchando con agujas de hielo, como un trueno que recorría lentamente todo su cuerpo, y se encontró sentado sobre un lecho de hierba.

El terreno parecía bastante blando y extrañamente cálido. Al hacer presión con la palma de su mano, le dio la sensación de que lo que tenía debajo era el tibio pelaje de algún animal. Había aterrizado sobre el lugar donde vaciaba su cortacésped el jardinero que cuidaba el cementerio y un mullido montón de hierba había amortiguado su caída. Aun así, le dolía el pecho y debía de haberse torcido una pierna al caer, porque también le dolía.

Nad soltó un gemido.

—Sshh, tranquilo pequeño, sshh —murmuró una voz a su espalda—. ¿De dónde has salido? Te parecerá bonito, aterrizar aquí como una bomba.

—Estaba ahí arriba, en el manzano —le explicó Nad.

—Ah. Deja que le eche un vistazo a esa pierna. Seguro que está tan rota como la rama del manzano —Nad notó unos dedos fríos que le presionaban la pierna izquierda—. Pues no, no está rota. Pero sí dislocada, puede que incluso te hayas hecho un esguince. Ni que fueras el mismo diablo, menuda suerte has tenido de ir a caer justo sobre el montón de césped. Tranquilo, que no es el fin del mundo.

—Oh, estupendo —dijo Nad—. Aun así, duele bastante.

Giró la cabeza para ver quién era la persona que estaba detrás de él.

Resultó ser una niña algo mayor que él y su actitud no era ni amigable ni hostil. Más bien parecía cautelosa. Su rostro tenía una expresión inteligente, pero no era bonita en absoluto.

—Me llamo Nad —se presentó.

—¿El niño vivo? —le preguntó.

Nad asintió con la cabeza.

—Me lo imaginaba —dijo la niña—. Ya habíamos oído hablar de ti, incluso aquí, en la fosa común. ¿Cómo dices que te llamas?

—Owens —respondió—. Nadie Owens. Pero todo el mundo me llama Nad, para abreviar.

—Encantada de conocerle, señorito Nad.

Nad la miró de arriba abajo. No llevaba más que una especie de camisón blanco, sin bordados ni puntillas. Su cabello era largo y de un castaño no muy oscuro, y su cara recordaba un poco a la de un duende, con esa sonrisilla ladeada y siempre inquieta, independientemente de la expresión que adoptase el resto de su cara.

—¿Te suicidaste? —le preguntó Nad—. ¿Robaste un chelín?

—Yo nunca he robado nada. Ni tan siquiera un pañuelo. Y para tu información —añadió, en tono impertinente—, los suicidas están allí, al otro lado del espino, y los dos ajusticiados, junto a las zarzas. Uno era un falsificador y el otro, un salteador de caminos o eso dice, pero para mí que no era más que un vulgar ratero.

—Ah —dijo Nad. Pero entonces, un cierto recelo comenzó a apoderarse de él y tanteó—: Dicen que hay una bruja aquí enterrada.

La niña asintió con la cabeza.

—Ahogada, quemada y enterrada aquí mismo. Y sin una triste lápida que indicara dónde enterraron mi cuerpo.

—¿Te ahogaron y además te quemaron?

Se sentó a su lado, sobre el lecho de hierba cortada, y tomó la pierna herida entre sus gélidas manos.

—Se presentaron en mi casa con las primeras luces del alba, estando yo aún medio dormida, y me sacaron a rastras. «¡Bruja, más que bruja!», gritaban. Recuerdo que estaban todos gordos y colorados, se ve que habían madrugado para frotarse a conciencia, como se hace con los cerdos el día que hay mercado. Luego, uno por uno, empezaron a acusarme: el uno decía que se le había cortado la leche, el otro que sus caballos cojeaban y, por último, la señorita Jemima, que era la más gorda y la que más a fondo se había restregado, se levantó y dijo que Solomon Porrit ya no la saludaba y, en cambio, se pasaba el día merodeando por el lavadero como una avispa que ronda un tarro de miel, y que la culpa de todo la tenía yo, porque estaba claro que lo había hechizado y que había que hacer algo para liberar al pobre chico de mi diabólica magia. Así que me ataron al taburete de la cocina y me metieron de cabeza en el estanque de los patos, diciendo que si era bruja no tenía nada que temer, que no me ahogaría, pero que si no, me daría cuenta enseguida. Y el padre de la señorita Jemima les dio una moneda de plata a cada uno para que aguantaran el taburete un buen rato, a ver si me ahogaba con el agua verde e inmunda del estanque.

—¿Y te ahogaste?

—Desde luego. Los pulmones se me llenaron de agua. Y dejé de respirar.

—Oh —replicó Nad—. O sea, que al final resultó que no eras una bruja.

La niña clavó en él sus diminutos y fantasmagóricos ojos, y esbozó una media sonrisa. Seguía pareciendo un duende, pero ahora sí resultaba guapa. Nad pensó que seguramente no le había hecho falta recurrir a la magia para atraer a Solomon Porrit, no con una sonrisa como aquélla.

—Qué bobada. Pues claro que lo era. Se dieron cuenta en cuanto me desataron y me tendieron sobre la hierba, nueve partes de mí muertas y toda llena de algas y demás porquerías del estanque. Puse los ojos en blanco y lancé una maldición sobre todos y cada uno de los allí presentes, les dije que su alma no hallaría reposo en tumba alguna. La maldición salió de mis labios con tal facilidad, que yo misma me sorprendí. Es como bailar al son de una melodía que no has oído nunca; sólo tienes que escucharla y dejar que tus pies sigan el compás y, de pronto, te das cuenta de que ya ha amanecido y llevas toda la noche bailando. —La niña se levantó y comenzó a bailar, con la luz de la luna iluminando sus pies descalzos—. Y así fue como los maldije a todos, con el último aliento de aquellos pulmones encharcados de agua sucia y pestilente. Justo después, me morí. Quemaron mi cuerpo allí mismo, sobre la hierba; dejaron que ardiera hasta convertirse en carbón. Luego, me enterraron en la fosa común, sin siquiera una lápida con mi nombre grabado en ella.

Por primera vez desde que comenzara a contarle su historia, la niña se quedó callada y, por un momento, Nad percibió cierta melancolía en su semblante.

—¿Y alguno de ellos está enterrado en este cementerio? —preguntó Nad.

—No, ninguno —replicó la niña, con un destello de luz en la mirada—. Al sábado siguiente, el señor Porringer recibió una alfombra muy bonita y muy fina que había comprado en Londres. Pero resultó que aquella finísima alfombra de buena lana, tejida con tanto esmero y delicadeza, venía cargada de miasmas, nada menos que la peste, y ese mismo domingo ya había cinco personas soltando esputos de sangre y con la piel más negra que yo después de que me tostaran. Una semana más tarde, prácticamente todos los habitantes del pueblo se habían contagiado. Cavaron un hoyo muy profundo a las afueras del pueblo para arrojar dentro los cadáveres infectados, todos revueltos, y sepultarlos bajo un montón de tierra.

—¿Murieron todos los habitantes del pueblo?

La niña se encogió de hombros.

—Todos los que estaban presentes cuando me ahogaron y me quemaron. ¿Qué tal va esa pierna?

—Mejor —respondió Nad—. Gracias.

Nad se puso en pie lentamente y, cojeando, se alejó del montón de hierba. Se apoyó en la verja.

—¿O sea, que siempre fuiste una bruja? Quiero decir, ya lo eras antes de lanzar aquella maldición.

—Pues sí que me hacían falta conjuros a mí —dijo ella, muy digna— para tener a Solomon Porrit mariposeando a mi alrededor todos los días.

Aquello no respondía en absoluto a su pregunta, pensó Nad, pero se guardó mucho de decírselo a ella.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Mi tumba no tiene lápida —respondió ella, con tristeza—. Podría ser cualquiera, ¿no?

—Pero tendrás un nombre.

—Liza Hempstock, ¿te gusta ése? —replicó, en tono cortante—. No creo que sea pedir demasiado, ¿verdad? Algo que indique cuál es mi tumba. Estoy ahí, un poco más abajo, ¿lo ves? Todo cuanto puedo señalar para indicarte donde descanso es ese montón de agujas de pino.

Parecía tan triste que, por un instante, Nad sintió ganas de abrazarla. Pero al colarse entre dos rejas para volver al cementerio, tuvo una idea. Encontraría una lápida para Liza Hempstock, con su nombre grabado en ella. Lograría que volviera a sonreír.

Mientras subía por la ladera, se volvió para decirle adiós con la mano, pero ella ya se había ido.

Había trozos de lápidas y de estatuas funerarias rotas desperdigadas por todo el cementerio, pero Nad sabía que no podía presentarse con algo así ante la bruja de ojos grises que residía en la fosa común. Tendría que apañárselas de otra manera. Decidió que sería mejor no contarle sus planes a nadie, pues lo más probable era que intentaran quitarle esa idea de la cabeza.

Se pasó varios días ideando toda clase de planes, a cuál más complicado y extravagante. El señor Pennyworth se desesperaba.

—Tengo la impresión —le dijo, mientras se rascaba su polvoriento bigote— de que, más que progresar, retrocedes. Sigues sin dominar la Desaparición. Eres palmario, muchacho. No pasas precisamente desapercibido. Si te presentaras ante quien fuera acompañado de un león rojo, un elefante verde y el mismísimo Rey de Inglaterra ataviado con sus ropas de ceremonia y montado sobre un unicornio naranja, seguramente, serías tú quien primero llamaría su atención.

Nad se limitaba a mirarle fijamente, sin abrir la boca. Estaba pensando si en las ciudades y los pueblos que habitaban los vivos habría tiendas especializadas donde sólo vendieran lápidas y, de ser así, cómo podía encontrar una; la Desaparición era el menor de sus problemas.

Se aprovechó de la facilidad con la que la señorita Borrows se dejaba distraer de sus lecciones de lengua y literatura, para preguntarle cosas acerca del dinero —cómo funcionaba eso exactamente y cómo se usaba para obtener las cosas que uno deseaba—. Nad tenía unas cuantas monedas que había ido encontrando por ahí a lo largo de los años (había descubierto que en los lugares frecuentados por las parejitas, era fácil encontrar alguna que otra moneda entre la hierba), y pensó que finalmente había encontrado el modo de darles un buen uso.

—¿Cuánto podría venir a costar una lápida? —le preguntó a la señorita Borrows.

—En mis tiempos —le respondió—, costaban unas quince guineas. Pero no tengo la menor idea de qué precio tendrán ahora. Imagino que serán más caras. Mucho más caras, seguro.

Nad tenía cincuenta y tres peniques. Obviamente, necesitaría mucho más que eso para poder comprar una lápida.

Habían pasado ya cuatro años, más o menos la mitad de su vida, desde la última vez que visitó la tumba del Hombre Índigo. Pero todavía recordaba cómo encontrarla. Subió hasta el punto más alto del cementerio, el lugar en el que se erigía el mausoleo de Frobisher, que semejaba un diente cariado; desde allí se podía ver absolutamente todo: incluso la copa del viejo manzano y el campanario de la iglesia en ruinas. Se coló dentro del edificio y bajó y bajó hasta llegar a los minúsculos escalones labrados en la roca. Descendió por ellos hasta la gruta, situada a la altura del pie de la colina. Allí abajo reinaba la oscuridad, una oscuridad tan absoluta como la de la más profunda galería de una mina, pero Nad, al igual que los muertos, podía ver en la oscuridad, de modo que la gruta le reveló de inmediato todos sus secretos.

El Sanguinario estaba acurrucado en el interior de una carreta. Era tal como lo recordaba: el negro cabello ensortijado, lleno de odio y codicia. Esta vez, sin embargo, no sintió el más mínimo temor.

TÉMEME —susurró el Sanguinario—, PUES CUSTODIO OBJETOS PRECIOSOS QUE JAMÁS HAN DE PERDERSE.

—No te tengo ningún miedo —replicó Nad—, ¿o es que ya no te acuerdas? He venido porque necesito llevarme de aquí algunas cosas.

NADA SALE JAMÁS DE ESTE LUGAR —respondió el Sanguinario, sin moverse de su sitio—. El PUÑAL, EL BROCHE, EL CÁLIZ. TODOS HAN DE PERMANECER EN LA OSCURIDAD, BAJO MI CUSTODIA. ESTOY A LA ESPERA.

En el centro de la gruta, había una losa de piedra sobre la cual se veían un puñal de piedra, un broche y un cáliz.

—Perdona mi curiosidad —le dijo Nad— pero ¿es ésta tu tumba?

EL AMO NOS DEJÓ AQUÌ, EN LA LLANURA, PARA CUSTODIAR EL LUGAR, ENTERRÓ NUESTROS CRÁNEOS BAJO ESA PIEDRA, NOS DEJÓ AQUÌ CON UNA MISIÓN. DEBEMOS CUSTODIAR ESTOS TESOROS HASTA QUE EL AMO REGRESE.

—Pues yo diría que se ha olvidado de vosotros —señaló Nad—. Probablemente murió también hace siglos.

SOMOS EL SANGUINARIO. CUSTODIAMOS LOS TESOROS.

Nad se preguntó cuántos años habría que retroceder en el tiempo para que la gruta situada en lo más profundo de la colina se hallara en una llanura. Probablemente, una eternidad. Podía percibir la corriente de miedo que el Sanguinario generaba a su alrededor. Sentía que el frío le paralizaba lentamente, como si una víbora polar le hubiera inoculado su gélido veneno en el corazón.

Se acercó a la losa de piedra y se inclinó para coger el broche.

—¡EH! —susurró el sanguinario—. NOS GUARDAMOS ESO PARA EL AMO.

—No le importará que lo tome prestado —replicó Nad. Dio un paso atrás y se fue hacia la escalera, sorteando los resecos cadáveres humanos y de animales diseminados por todo el suelo.

El Sanguinario se agitó furiosamente, enroscándose alrededor de la minúscula gruta como un humo espectral. Luego se calmó.

REGRESARÁ —dijo el Sanguinario, con aquella extraña voz que parecían tres—. SIEMPRE REGRESA.

Nad subió por las escaleras lo más deprisa que pudo. Por un momento, tuvo la impresión de que alguien le perseguía, pero en cuanto llegó arriba, al mausoleo de Frobisher, y pudo respirar por fin el fresco aire del amanecer, vio que allí no había nadie más que él.

Nad salió del mausoleo, se sentó en la hierba y sacó el broche de su bolsillo. En un primer momento, pensó que era negro, pero a la luz del sol vio que la piedra engastada en la negra filigrana era roja y tenía una veta en forma de espiral. Tenía el tamaño de un huevo de petirrojo y Nad se quedó mirándola fijamente y preguntándose si habría algo moviéndose en su interior. Por unos instantes, se quedó mirando la espiral como hipnotizado. De haber sido más pequeño, habría sentido la tentación de metérsela en la boca.

La piedra iba unida a la pieza de metal por una especie de grapa negra y varias patillas, que parecían garras, unidas entre sí por algo que parecía una culebra, pero que tenía demasiadas cabezas para ser una culebra. Nad se preguntó si el Sanguinario tendría el mismo aspecto visto a la luz del día.

Bajó por la ladera, tomando todos los atajos que conocía; se metió por entre la maraña de hiedra que cubría el panteón de los Bartleby (dentro, se oía refunfuñar a los Bartleby mientras se preparaban para irse a dormir) y siguió bajando y bajando hasta llegar a la verja.

Se deslizó por entre los barrotes y se dirigió a la fosa común.

—¡Liza! ¡Liza! —gritó, y miró a su alrededor a ver si acudía a la llamada.

—Buenos días —le saludó Liza.

Nad no podía verla, pero había una sombra bajo el espino y, al acercarse a ella, vio una forma blanca y translúcida que parecía una niña con los ojos grises.

—A estas horas debería estar durmiendo como la gente decente —le dijo la niña—. ¿Qué es eso que traes ahí?

—Tu lápida —respondió Nad—. Sólo quería saber qué debo escribir en ella.

—Mi nombre. Tienes que escribir mi nombre: con una E grande, de Elizabeth, como la reina que murió cuando yo nací, y una H igual de grande, de Hempstock. Lo demás me da igual porque nunca he sabido leer.

—¿Y las fechas? —le preguntó Nad.

—Guillermo el Conquistador 1066 —canturreó la niña—. Tú sólo pon una E y una H bien grandes.

—¿Tenías un oficio? Quiero decir que si, aparte de ser bruja, hacías algo más.

—Lavaba la ropa —respondió ella.

En ese momento, la luz del sol inundó el erial y Nad se encontró de nuevo solo.

Eran las nueve de la mañana y todo el mundo dormía. Nad estaba decidido a permanecer despierto. Después de todo, tenía una misión. Tenía ocho años y el mundo que se extendía más allá de los límites del cementerio no le infundía ningún temor.

Ropa. Iba a necesitar algo de ropa. Sabía que su atuendo habitual —una sábana gris enrollada a modo de túnica alrededor del cuerpo— no resultaba en absoluto apropiado para andar por ahí. Para andar por el cementerio era más que suficiente, pues el color armonizaba con el de las piedras y las sombras, pero si iba a aventurarse a salir al mundo exterior, necesitaría algo que no llamara la atención.

Había algunas prendas de vestir en la cripta situada detrás de la iglesia en ruinas, pero Nad no quería entrar allí, ni siquiera a plena luz del día. No le importaba tener que dar explicaciones al señor y a la señora Owens, pero no estaba dispuesto a tener que justificarse ante Silas; se avergonzaba sólo con pensar en cómo le mirarían aquellos ojos negros si le hacía enfadar o, peor aún, si le decepcionaba.

Había un pequeño cobertizo al fondo del cementerio, una caseta verde que olía a aceite de motor donde se guardaban el viejo cortacésped —oxidado por la falta de uso— y algunas herramientas de jardín. Dejó de utilizarse cuando se jubiló el último jardinero y, por entonces, Nad no había nacido siquiera. Desde entonces, era el ayuntamiento quien se ocupaba de cuidar el cementerio entre los meses de abril y septiembre (enviaban a alguien una vez al mes para que cortara el césped), y el resto del año la tarea quedaba en manos de la Asociación de Amigos del Cementerio.

La puerta tenía un candado enorme, pero Nad sabía que en la parte de atrás una de las tablas estaba suelta. A veces, cuando le apetecía estar un rato a solas, se colaba allí dentro y se sentaba a pensar en sus cosas. Por eso sabía que alguien se había dejado una chaqueta marrón y unos vaqueros viejos con manchas de verdín colgados detrás de la puerta. Los pantalones le venían demasiado grandes, pero se los arremangó hasta los tobillos y se los ató con una cuerda para que no se le cayeran. Vio unas botas en un rincón y se las probó a ver si le valían, pero eran enormes y estaban llenas de barro, así que apenas podía levantarlas del suelo. Salió del cobertizo y se puso la chaqueta marrón. También le venía grande, pero se la arremangó para dejar las manos libres y en paz. Metió las manos en los amplios bolsillos de la chaqueta y pensó que con aquella ropa iba hecho un figurín.

Nad se dirigió a la puerta principal del cementerio y echó un vistazo a través de los barrotes. Un autobús pasó por la carretera; ahí fuera había coches y ruido y tiendas. A su espalda, un lugar tranquilo, lleno de árboles y hiedra: su hogar.

Con el corazón a punto de saltar de su pecho, Nad salió al mundo.

Abanazer Bolger había visto mucha gente rara a lo largo de su vida; cualquiera que regentara una tienda como la de Abanazer, los habría visto también. Su establecimiento —que funcionaba como tienda de antigüedades, bazar y casa de empeños (ni el propio Abanazer tenía muy claro cuál era el lugar dedicado a cada cosa)—, estaba situado en el laberinto de calles que componían el casco antiguo y atraía a todo tipo de gente extraña; algunos venían a comprar y otros a vender. Abanazer Bolger atendía a sus clientes en el mostrador, ya vinieran a comprar o a vender, pero sus mejores negocios los hacía en la trastienda, donde aceptaba objetos que quizás habían sido adquiridos por medios no del todo honestos y que después cambiaba por otros. Su negocio era un iceberg. El pequeño establecimiento lleno de polvo no era más que lo que se veía desde la superficie. El resto estaba sumergido, pues eso era exactamente lo que deseaba Abanazer Bolger.

Abanazer Bolger llevaba unas gafas de cristales muy gruesos y un leve gesto de asco permanentemente dibujado en el rostro, como si acabara de descubrir que la leche que había añadido a su té estaba cortada y no pudiera quitarse el mal sabor de la boca. Dicho semblante le resultaba muy útil cuando alguien intentaba venderle algo. «Sinceramente, esto no vale un céntimo. No obstante, como veo que para usted tiene cierto valor sentimental, le daré lo que pueda», les decía con el gesto torcido. Tenías suerte si lograbas obtener de él algo siquiera remotamente parecido a lo que tú creías que querías.

Un negocio como el de Abanazer Bolger atraía a todo tipo de gente rara, pero el niño que entró en la tienda aquella mañana era uno de los personajes más extraños que Abanazer recordaba haber visto a lo largo de toda una vida dedicada a desplumar a todo bicho raro que pasara por su establecimiento. Aparentaba unos siete años, e iba vestido con la ropa de su abuelo. Olía a cobertizo. Iba descalzo. Tenía el cabello largo y enmarañado, y estaba muy serio. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de una chaqueta marrón y llena de polvo, pero aunque no podía verle las manos, Abanazer sabía que tenía algo fuertemente apretado en su mano derecha.

—Perdone —le dijo el niño.

—Dime, rapaz —replicó Abanazer, sin bajar la guardia.

«Niños —pensó—. Todos vienen a vender algo que han birlado o algún juguete». En cualquiera de los dos casos, normalmente les decía que no. Si le comprabas un objeto robado a un niño, al día siguiente se te presentaba allí un adulto hecho un basilisco acusándote de haberle comprado su alianza de boda al pequeño Johnnie o a la pequeña Mathilda por diez cochinos dólares. Los niños siempre traían problemas, no merecía la pena.

—Necesito comprarle algo a una amiga —dijo el niño—, y he pensado que podría venderle a usted una cosa para conseguir el dinero.

—No hago negocios con niños pequeños —le respondió Abanazer, sin andarse por las ramas.

Nad sacó la mano del bolsillo y dejó el broche sobre el cochambroso mostrador. En un primer momento, Bolger lo miró con desconfianza, pero el objeto captó inmediatamente su atención. Se quitó las gafas. Cogió un ocular que había sobre el mostrador, como el que usan los joyeros para estudiar la talla de una piedra preciosa, y se lo encajó en el ojo. Encendió una lamparilla y examinó el broche a través del ocular. «¿Piedra de serpiente?»[21], dijo para sus adentros. Luego, se quitó el ocular, se volvió a poner las gafas y miró fijamente al niño con aire suspicaz.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó.

—¿Quiere usted comprármelo? —le preguntó a su vez Nad.

—Lo has robado. Lo birlaste de un museo o algo parecido, ¿no es así?

—No —respondió Nad, categóricamente—. ¿Va usted a comprarlo o me lo llevo a ver si puedo vendérselo a otra persona?

La expresión de Abanazer se suavizó. De pronto, se volvió de lo más afable. Le sonrió abiertamente.

—Perdóname, rapaz. Es que uno no tropieza muy a menudo con objetos como éste. De hecho, es una pieza de museo. Y sí, me encantaría poder quedármela. ¿Qué te parece si nos sentamos a tomar una taza de té y unas galletas (precisamente tengo en la trastienda un paquete entero de galletas de chocolate) mientras decidimos cuánto puede valer? ¿Eh?

Nad sintió un gran alivio al ver aquel cambio de actitud.

—Sólo necesito el dinero suficiente para comprar una lápida —le dijo—. Es para una amiga mía. Bueno, no es exactamente una amiga, sólo una conocida. Me hice daño en la pierna y ella me ayudó, ¿sabe?

Abanazer Bolger, sin prestar demasiada atención a lo que el niño decía, lo llevó hasta el almacén, un espacio pequeño y sin ventanas abarrotado de cajas de cartón llenas de mercancías. En un rincón, había una caja fuerte, grande y anticuada. Nad vio también un cajón lleno de violines, un montón de animales disecados, sillas rotas, libros y grabados.

Junto a la puerta, había un escritorio no muy grande. Abanazer Bolger se sentó en la única silla que no estaba rota y Nad no tuvo más remedio que quedarse de pie. El viejo se puso a buscar algo en un cajón y Nad vio que dentro tenía una botella de whisky. Abanazer sacó el paquete de galletas que andaba buscando y le ofreció una. Luego, encendió la lámpara que tenía sobre el escritorio y examinó la pieza de metal sobre la que iba montada la piedra, reprimiendo un leve escalofrío al ver la expresión dibujada en los rostros de las serpientes.

—Es muy antiguo —y pensó, «de un valor incalculable»—. Probablemente no vale nada, pero nunca se sabe.

Nad se llevó una gran desilusión. Abanazer le sonrió con aire afable.

—Antes de darte un solo penique por él, quiero asegurarme de que no lo has robado. ¿No lo habrás cogido del tocador de tu mamá? ¿O de la vitrina de un museo? A mí puedes decirme la verdad, te prometo que no le diré nada a nadie. Simplemente, necesito saberlo.

Nad negó con la cabeza y siguió masticando su galleta.

—Entonces, ¿de dónde lo has sacado?

Nad se quedó callado.

Abanazer Bolger se resistía a soltar el broche, pero lo dejó sobre la mesa y lo deslizó hacia el niño.

—Si no me lo dices, será mejor que te lo lleves. En los negocios, la confianza entre ambas partes es esencial. Ha sido un placer conocerte. Siento que no hayamos podido cerrar el trato.

Nad se puso muy serio y, tras unos instantes de difícil reflexión, se decidió a hablar.

—Lo encontré en una tumba muy antigua —le explicó—. Pero no puedo decirle exactamente dónde.

No dijo nada más, pues el semblante afable de Bolger se había transformado completamente y la expresión de su rostro revelaba ahora una avidez y una codicia inquietantes.

—¿Y hay más como éste allí?

—Si no le interesa, buscaré otro comprador —le dijo—. Gracias por la galleta.

—¿Te corre prisa venderlo, eh? Tus papás se estarán preguntando dónde andas, ¿no?

El niño negó con la cabeza, pero enseguida se arrepintió de no haber dicho que sí.

—No te espera nadie. Estupendo. —Abanazer Bolger cerró su mano sobre el broche—. Pues ahora me vas a decir exactamente dónde lo has encontrado, ¿eh?

—No me acuerdo —replicó Nad.

—Demasiado tarde, amiguito. Te voy a dar un rato para que hagas memoria y trates de recordar dónde lo encontraste. Luego, cuando lo hayas pensado bien, tendremos una pequeña charla y me lo contarás.

Bolger se levantó, salió del almacén y cerró la puerta con un una llave grande de metal.

Abrió la mano, miró el broche y sonrió con avidez.

El sonido de la campanilla colocada encima de la puerta le indicó que alguien acababa de entrar en la tienda. Bolger, sorprendido, alzó la vista, pero no vio a nadie. Sin embargo, la puerta estaba entreabierta, así que la volvió a cerrar y, por si las moscas, colocó el cartel de cerrado. Para mayor seguridad, echó también el cerrojo. No quería que nadie viniera a meter la nariz en sus asuntos.

Era otoño y el día había amanecido soleado, pero ahora estaba nublado y una fina lluvia salpicaba el mugriento cristal del escaparate.

Abanazer Bolger cogió el teléfono que había sobre el mostrador y, con mano trémula, marcó un número.

—He encontrado un auténtico chollo, Tom —le dijo a la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico—. Pásate por aquí lo antes posible.

Nad comprendió que le habían tendido una trampa en cuanto oyó que el viejo echaba la llave. Empujó la puerta, pero no se abrió. Pensó que había sido un estúpido al dejar que Bolger lo llevara hasta el almacén; tendría que haber hecho caso de su primer impulso y no haberse fiado de aquel hombre. Había infringido las normas del cementerio y ahora estaba metido en un buen lío. ¿Qué diría Silas? ¿Qué dirían los Owens? Sentía que el pánico empezaba a apoderarse de él, pero se obligó a reprimirlo. Todo iba a salir bien. Pero para eso tenía que encontrar el modo de salir de allí…

Se puso a inspeccionar la habitación en la que lo habían encerrado. No era más que un pequeño almacén con un escritorio. La puerta era la única vía de escape.

Abrió el cajón del escritorio, pero dentro sólo encontró unos cuantos frascos de pintura (de la que se usa para restaurar antigüedades) y una brocha. Pensó que si arrojaba pintura a los ojos del hombre, quizá podría cegarle el tiempo suficiente para huir de allí. Abrió uno de los frascos e introdujo un dedo.

—¿Qué estás haciendo? —le susurró una voz al oído.

—Nada —respondió Nad, mientras volvía a cerrar el frasco y se lo guardaba en uno de los gigantescos bolsillos de la chaqueta.

Liza Hempstock le miró, impasible.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó—. ¿Y quién es ese carcamal de ahí fuera?

—Es el dueño de la tienda. Estaba intentando venderle una cosa.

—¿Por qué?

—Eso a ti no te importa.

La niña le miró con desdén.

—Deberías volver al cementerio —le dijo.

—No puedo. Estoy encerrado.

—Claro que puedes. No tienes más que atravesar la pared…

El niño negó con la cabeza.

—No puedo. En casa puedo atravesar las paredes porque cuando era un bebé me concedieron la Ciudadanía Honorífica del Cementerio, pero fuera de allí no tengo ese poder.

Nad la observó a la luz de la bombilla. Casi no podía verla, pero llevaba toda su vida hablando con muertos.

—Y a todo esto, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Qué haces tú fuera del cementerio? Es de día. Y tú no eres como Silas. Se supone que no puedes salir del cementerio.

—Esas reglas sólo son para los que están enterrados en el cementerio, en tierra consagrada. A mí nadie me dice lo que tengo que hacer y tampoco necesito el permiso de nadie para ir a donde me dé la gana. —Elizabeth miró hacia la puerta con el ceño fruncido—. No me gusta nada ese tipo. Voy a ver qué es lo que está haciendo.

En un abrir y cerrar de ojos, la niña desapareció. Nad oyó el estallido de un trueno a lo lejos.

En la oscuridad de su abigarrada tienda, Abanazer Bolger alzó la vista con recelo, convencido de que alguien le estaba observando, pero enseguida se dio cuenta de que era una idea absurda. «El niño está encerrado en el almacén. Y he echado el cerrojo a la puerta», se dijo. Estaba frotando con una gamuza la pieza metálica sobre la que iba montada la piedra de serpiente y lo hacía con tanto mimo y delicadeza como un arqueólogo que limpia una pieza recién extraída de la tierra. Había logrado quitarle toda la mugre y la plata relucía ahora como si fuera nueva.

Empezaba a arrepentirse de haberle dicho a Tom Hustings que se pasara por la tienda, aunque Hustings era una mole y sabía cómo intimidar a la gente. También lamentaba tener que vender el broche cuando todo hubiera acabado. Era un objeto muy especial.

Pero seguro que en el lugar del que procedía había más. El niño le diría dónde lo encontró. Y le llevaría hasta allí.

El niño…

De pronto, se le ocurrió una idea. Venciendo la reticencia que sentía a separarse del broche, lo dejó sobre el mostrador y abrió el cajón para sacar una lata de galletas que contenía sobres, papel de cartas y unas cuantas tarjetas.

Se puso a buscar entre los papeles y sacó una cartulina algo más grande que una tarjeta de visita. Tenía los bordes negros y sólo se veía una palabra escrita a mano: Jack. Debía de llevar allí muchos años, pues la tinta había adquirido un tono sepia.

Al dorso, a lápiz, Abanazer había anotado con letra diminuta y precisa una serie de instrucciones, aunque recordaba perfectamente cómo usar aquella tarjeta para llamar al hombre Jack. No, «llamar» no era la palabra más adecuada. «Invitar». No era el tipo de persona al que uno pudiera llamar sin más.

Alguien llamó a la puerta de la tienda.

Bolger dejó la tarjeta encima del mostrador y fue a ver quién era.

—Date prisa —le urgió Tom Hustings—. Hace un frío que pela y me estoy empapando.

Bolger quitó el cerrojo y Hustings, impaciente, empujó la puerta; traía la gabardina y el pelo completamente mojados.

—A ver, ¿qué es eso tan importante que no me puedes contar por teléfono?

—Algo que nos va a hacer ricos —le dijo—. Ni más ni menos.

Hustings se quitó la gabardina y la colgó detrás de la puerta.

—¿Y de qué se trata? ¿Una valiosa mercancía que cayó de la parte trasera de un camión?

—De un auténtico tesoro —le dijo Bolger—. Dos, en realidad.

Llevó a su amigo hasta el mostrador y colocó el broche bajo la luz de la lámpara para que su amigo pudiera verlo bien.

—Es una pieza antigua, ¿verdad?

—Anterior a la era cristiana —precisó Abanazer—. Muy anterior. De la época de los druidas. Antes de que llegaran los romanos. Lo llaman piedra de serpiente. Las había visto ya en algún museo. Nunca había visto un trabajo de orfebrería como éste, tan exquisito. Seguramente perteneció a algún rey. El chico que me lo trajo dice que lo encontró en una tumba. Imagina una carretilla repleta de objetos como éste.

—Igual merece la pena llevar este asunto por lo legal —dijo Hustings, pensando en voz alta—. Notificar a las autoridades competentes que hemos hallado un tesoro. Tienen la obligación de comprárnoslo a precio de mercado y podríamos pedirles que le pusieran nuestro nombre. El legado Hustings-Bolger.

—Bolger-Hustings —le corrigió automáticamente Abanazer—. Conozco a unos cuantos coleccionistas, gente que maneja mucho dinero, que estarían dispuestos a pagar por él una cantidad muy superior a su precio de mercado, si les damos la ocasión de cogerlo en sus manos tal como lo tienes tú ahora. —Pues Hustings lo estaba acariciando suavemente, como si fuera un gatito—. Y sin hacer preguntas.

Bolger alargó el brazo y Hustings, no sin cierta reticencia, le devolvió el broche.

—Mencionaste dos tesoros —dijo Hustings—. ¿Cuál es el otro?

Abanazer Bolger cogió la tarjeta que había dejado sobre el mostrador y la alzó para mostrársela a su amigo.

—¿Sabes qué es esto? —le preguntó.

Hustings dijo que no con la cabeza.

Abanazer volvió a dejar la tarjeta sobre el mostrador.

—Hay alguien que busca a alguien.

—¿Y?

—Hasta donde yo sé —le explicó Abanazer—, el segundo alguien es un niño.

—Niños hay a montones —replicó Tom Hustings—. Por todas partes. Das una patada y salen cien. De lo cual deduzco que el tipo en cuestión está buscando a un niño en particular, ¿no es eso?

—Este niño en particular tiene la edad adecuada. La pinta que lleva… en fin, enseguida verás a qué me refiero. Y fue él quien encontró el broche. Creo que podría ser él.

—¿Y si, en efecto, es él?

Abanazer Bolger cogió la tarjeta y la agitó lentamente en el aire, como si le hubiera prendido fuego y quisiera avivar la llama.

—Esta vela alumbrará el camino hasta tu cama… —canturreó Bolger.

—… y este hacha te cortará la cabeza[22] —replicó Hustings, pensativo—. Pero, piensa una cosa: si llamamos al hombre Jack, perderemos al niño. Y si perdemos al niño, nos quedamos sin tesoro.

Se pusieron a discutir la cuestión, sopesando los pros y los contras para dilucidar si merecía la pena entregar al niño y renunciar al tesoro, que había ido creciendo en su imaginación hasta convertirse en una cueva repleta de valiosísimos objetos y, mientras hablaban, Bolger sacó una botella de licor de endrinas de detrás del mostrador y sirvió dos generosas copas «para celebrarlo».

Liza se aburrió pronto de escuchar su conversación —que no hacía más que dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, sin llegar a ninguna conclusión—, y volvió al almacén. Nad estaba de pie en medio de la habitación, con los ojos y los puños fuertemente apretados y el rostro contraído, como si le dolieran mucho las muelas, y colorado, a fuerza de contener la respiración.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —le preguntó la niña, siempre impasible.

Nad abrió los ojos y se relajó.

—Intento la Desaparición —le respondió.

—Vuelve a intentarlo —dijo ella, en tono displicente.

El niño lo intentó una vez más, aguantando la respiración durante más tiempo.

—Para ya —le dijo la niña—. Vas a reventar.

Nad respiró hondo y suspiró.

—No hay manera —dijo—. ¿Y si le tiro una piedra y salgo corriendo, sin más?

Pero allí no había ninguna piedra, así que cogió un pisapapeles de cristal y lo sopesó en su mano, pensando si tendría fuerza suficiente para dejar seco a Abanazer Bolger de un solo golpe.

—Ha venido otro hombre, está con él ahí fuera —le explicó Liza—, de modo que aunque logres escapar de uno, el otro te pillará. Dicen que van a obligarte a decirles dónde encontraste el broche y que luego inspeccionarán la tumba para llevarse el tesoro.

Liza no le habló del otro asunto que les había oído discutir, ni de la tarjeta con el borde negro.

—Y a todo esto, ¿por qué has hecho semejante estupidez? —le preguntó, meneando la cabeza—. Conoces las reglas del cementerio perfectamente y sabes que no puedes salir de allí. Mira que son ganas de meterte en líos.

Nad se sentía insignificante y estúpido.

—Sólo quería comprarte una lápida —admitió, con un hilo de voz—. Pero no tenía dinero suficiente. Por eso quería venderle el broche, para que tuvieras tu lápida.

La niña no dijo nada.

—¿Estás enfadada conmigo?

Liza dijo que no con la cabeza.

—Es la primera vez en quinientos años que alguien hace algo bueno por mí. ¿Cómo voy a estar enfadada? —respondió, con su sonrisilla de duende. Y, tras una breve pausa, le preguntó—: ¿Qué es lo que haces, cuando intentas la Desaparición?

—Lo que me dijo el señor Pennyworth, pienso: «Soy un umbral deshabitado, un callejón desierto. Soy nada. No hay ojo capaz de verme, ni mente capaz de percibirme». Pero nunca he logrado que funcione.

—Eso es porque estás vivo —le dijo Liza, con gesto displicente—. Eso sólo podemos hacerlo nosotros, los muertos. Para nosotros lo difícil es manifestarnos. Los vivos no podéis desaparecer.

La niña se abrazó con fuerza, balanceando su cuerpo hacia delante y hacia atrás, como si intentara tomar una decisión difícil. Al cabo de unos instantes, le dijo:

—Ha sido por mi culpa por lo que te has metido… Ven aquí, Nadie Owens.

Nad se acercó a la niña y ella le puso su gélida mano en la frente. Era como un pañuelo de seda húmedo.

—A ver si lo puedo arreglar echándote una mano —le dijo.

Y dicho esto, empezó a murmurar en voz muy baja palabras que Nad no lograba descifrar. Luego, Liza dijo en voz alta y clara:

Sé pozo, sé polvo, sé sueño, sé viento,

Sé noche, sé oscuro, sé deseo, sé mente,

Huye, deslízate, muévete sin ser visto,

Hacia arriba, hacia abajo, a través, entre medias.

Algo inmenso le tocó y barrió su cuerpo de los pies a la cabeza. Nad se estremeció. Se le pusieron los pelos de punta y la carne de gallina. Notó que algo había cambiado.

—¿Qué es lo que has hecho? —le preguntó a la niña.

—Echarte una mano, nada más —respondió ella—. Estoy muerta, pero sigo siendo una bruja. Y una bruja nunca olvida.

—Pero…

—Calla —le susurró—. Ya vienen.

Oyeron el sonido de la llave al abrir la cerradura.

—Muy bien, chaval —dijo una voz desconocida—. Seguro que ahora todos vamos a ser muy buenos amigos. ¿Verdad?

Tom Hustings echó un vistazo al interior del almacén sin pasar del umbral. Se quedó un poco desconcertado. Era un tipo muy, muy corpulento, con el cabello pelirrojo y la nariz roja y redonda de un payaso.

—Vaya. ¿Abanazer? ¿No me dijiste que estaba aquí dentro?

—Ahí fue donde lo dejé —respondió Bolger, que venía justo detrás de él.

Abanazer se asomó por encima del hombro de su amigo y echó un vistazo al interior del almacén.

—Es inútil que intentes esconderte —dijo, alzando la voz, mientras inspeccionaba la habitación, empezando por el lugar en el que estaba Nad—. Te veo perfectamente. Sal de ahí.

Los dos hombres entraron en el almacén y Nad se quedó quieto justo delante de sus narices, pensando en las lecciones del señor Pennyworth. No dijo nada, no movió un solo músculo. Dejó que las miradas de aquellos hombres le atravesaran sin verle.

—Te vas a arrepentir de no haber salido la primera vez que te lo pedí —gritó Bolger, y cerró la puerta de nuevo.

Entonces, se volvió hacia Hustings y le dijo:

—Muy bien. Tú quédate en la puerta, para que no se nos escape. Yo registraré el almacén.

Bolger se puso a mirar entre las cajas y se agachó para echar un vistazo debajo del escritorio. Pasó justo al lado de Nad y miró dentro del aparador.

—Te estoy viendo —gritó—. ¡Sal de ahí ahora mismo!

Liza dejó escapar una risilla.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Hustings, y se dio la vuelta.

—Yo no he oído nada —replicó Abanazer.

Liza volvió a reír. Luego, juntó los labios y sopló, emitiendo un sonido que empezó como un suave silbido y acabó pareciendo un viento lejano. Las luces del almacén parpadearon con un zumbido y, a continuación, se apagaron.

—Condenados plomos —masculló Abanazer—. Salgamos de aquí. Esto es una pérdida de tiempo.

Cerraron la puerta, y Liza y Nad se quedaron otra vez solos en el almacén.

—Se ha escapado —dijo Abanazer. Nad le oía perfectamente a través de la puerta—. En un sitio tan pequeño, si hubiera estado escondido lo habría encontrado enseguida.

—A ese tal Jack no le va a gustar nada la noticia.

—¿Y quién se lo va a decir?

Una pausa.

—Eh, tú, Tom Hustings, ¿qué ha pasado con el broche?

—¿Mmmm? ¿El broche, dices? Sólo quería ponerlo a buen recaudo.

—¿A buen recaudo? ¿En tu bolsillo? Pues no me parece a mí el sitio más seguro para guardarlo. Más bien parece como si hubieras querido robármelo… Ya sabes, quedártelo para ti solito.

—¿Tu broche, Abanazer? ¿Tu broche, dices? Querrás decir nuestro broche.

—Nuestro, claro. Pues no recuerdo yo que estuvieras presente cuando se lo quité a ese mocoso.

—¿Te refieres al mocoso que no fuiste capaz de retener para entregárselo a ese tal Jack? ¿Te imaginas lo que hará contigo cuando se entere de que el niño que andaba buscando estuvo en tu poder y lo has dejado escapar?

—Probablemente no se trataba del mismo chico. Hay millones de niños en el mundo; ¿qué probabilidades hay de que fuera precisamente ése el que estaba buscando? Me apostaría el cuello a que se largó por la puerta de atrás en cuanto me di la vuelta —y luego, con voz aflautada y lisonjera, añadió—: No te preocupes por ese tal Jack, Hustings. Estoy seguro al cien por cien de que ése no era el niño. Estoy viejo y mi mente me jugó una mala pasada, eso es todo. Mira, nos hemos bebido ya casi todo el licor de endrinas; ¿te apetece una copa de whisky? Tengo un buen escocés guardado en la trastienda. Tú ponte cómodo mientras voy a buscarlo.

No habían echado la llave a la puerta del almacén y Abanazer entró sigilosamente, con una linterna y un bastón en la mano. La expresión de su rostro era aún más perversa que de costumbre.

—Si sigues ahí escondido —murmuró—, será mejor que no intentes escapar de mí. Te he denunciado a la policía, para que lo sepas.

Hurgó en un cajón del escritorio y sacó una botella de whisky medio vacía y un minúsculo frasquito negro. Abanazer abrió el frasquito y vertió unas gotas del líquido que contenía en la botella de whisky.

—Ese broche es mío y sólo mío —murmuró en voz muy baja y, acto seguido, gritó—. ¡Ya voy, Tom!

Con el ceño fruncido, echó un vistazo al interior del almacén, sin advertir en absoluto la presencia de Nad y salió de allí con la botella en la mano. Esta vez, cerró la puerta con llave.

—Aquí tienes —le oyó decir Nad a través de la puerta—. Acércame tu vaso, Tom. Un trago de este whisky y como nuevo. Tú dirás basta.

Silencio.

—Bah, sabe a matarratas. ¿Tú no bebes?

—El licor de endrinas me ha caído como un tiro. Dame un minuto para que se me siente un poco el estómago… —Y de pronto—: ¡Eh, Tom! ¿Qué has hecho con mi broche?

—¿Otra vez tu broche? Baagh… Creo que me estoy mareando… ¡Me has puesto algo en el whisky, maldito gusano!

—¿Y de qué te sorprendes? Te he visto venir, sabía que intentarías robármelo otra vez. Eres un ladrón.

Y entonces se pusieron a dar voces y se armó un verdadero escándalo, como si estuvieran volcando los muebles…

… y, de pronto, todo quedó en silencio.

—Rápido, éste es el momento. Larguémonos de aquí —dijo Liza.

—Pero la puerta está cerrada con llave —dijo Nad, y miró a la niña—. ¿Hay algo que puedas hacer para sacarnos de aquí?

—¿Yo? No conozco ningún conjuro que pueda sacarte de una habitación cerrada con llave por arte de magia.

Nad se agachó y miró por el ojo de la cerradura. No se veía nada; el hombre había dejado la llave puesta. Nad reflexionó un momento, luego, esbozó una sonrisa y su cara se iluminó como una bombilla. Cogió un periódico arrugado que había en una de las cajas y arrancó una hoja, la alisó lo mejor que pudo y la pasó por debajo de la puerta, dejando dentro tan sólo una esquinita.

—¿Se puede saber a qué estás jugando? —le preguntó Liza, impaciente.

—Necesito un lápiz o algo por el estilo. Pero un poco más fino… Ya lo tengo —cogió un pincel muy fino que había visto antes sobre el escritorio, introdujo el mango en el ojo de la cerradura, lo movió un poco y, finalmente, empujó.

Al salir la llave sonó un clic y la oyó caer sobre la hoja de periódico. Nad tiró de ella y la llave pasó por debajo de la puerta.

Liza, sorprendida, se echó a reír.

—Muy ingenioso, jovencito. Qué idea tan inteligente.

Nad introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Los dos hombres estaban tirados en el suelo, en mitad de la tienda. Efectivamente, habían volcado varios muebles; había sillas y relojes rotos por todas partes y, en medio de aquel estropicio, el inmenso cuerpo de Tom Hustings aplastando el de Abanazer Bolger. Ninguno de los dos se movía.

—¿Están muertos? —preguntó Nad.

—No caerá esa breva —respondió Liza.

No muy lejos de donde habían caído los dos hombres, vieron brillar la filigrana de plata que adornaba el broche; allí estaba también la piedra con vetas anaranjadas y rojas, sujeta con garras y serpientes, y en las cabezas de las serpientes se veía una expresión de triunfo, de avaricia y de satisfacción.

Nad se guardó el broche en el bolsillo, junto con el pisapapeles de cristal que había cogido en el almacén, el pincel y el frasco de pintura.

—Llévate esto también —le dijo Liza.

Nad miró la tarjeta con el borde negro y la palabra JACK escrita en una de sus caras. Le produjo cierta desazón. Había algo en ella que le resultaba vagamente familiar, algo que removía viejos recuerdos, algo peligroso.

—No la quiero.

—No puedes dejarla aquí, con ellos —dijo Liza—. Iban a usarla para hacerte daño.

—No la quiero —repitió Nad—. Es mala. Quémala.

—¡No! —exclamó Liza—. No la quemes. Ni se te ocurra.

—Pues se la daré a Silas —decidió Nad. Metió la tarjeta dentro de un sobre, para no tener que tocarla directamente, y se guardó el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta.

A doscientas millas de allí, el hombre que se hacía llamar Jack se despertó y olfateó el aire. Bajó por las escaleras.

—¿Qué pasa? —le preguntó su abuela, que estaba removiendo el contenido de una gigantesca olla puesta al fuego—. ¿Qué te pasa?

—No lo sé. Pero está pasando algo. Algo… interesante —respondió, y se relamió—. Huele rico. Muy rico.

Un relámpago iluminó la empedrada calle.

Nad corría bajo la lluvia por el casco viejo de la ciudad, sin perder de vista en ningún momento la colina en la que estaba situado el cementerio.

Se había pasado el día encerrado en el almacén y se le había hecho de noche, así que no le sorprendió ver aquella sombra familiar revoloteando a la luz de las farolas. Nad vaciló un momento y entonces vio cómo el revoloteo de negro terciopelo adquiría la forma de una figura humana.

Silas se plantó justo delante de él, con los brazos cruzados. Se le acercó con aire impaciente.

—¿Y bien?

—Lo siento mucho, Silas —le dijo Nad.

—Estoy muy decepcionado, Nad —dijo Silas, meneando la cabeza—. Llevo buscándote desde que me levanté. Y me da en la nariz que te has metido en algún lío. Sabes de sobra que tienes terminantemente prohibido salir al mundo de los vivos.

—Lo sé. Lo siento mucho. —Gotas de lluvia rodaban por el rostro del niño, como si fueran lágrimas.

—Antes de nada, te voy a llevar a casa. —Silas se inclinó, y envolvió al niño en su capa. Nad sintió que sus pies perdían contacto con el suelo.

—Silas.

Silas no respondió.

—Me asusté un poco —le dijo—, pero sabía que si la cosa se ponía fea de verdad, tú vendrías a rescatarme. Y Liza estaba allí conmigo. Me ayudó mucho.

—¿Liza? —le preguntó, en tono seco.

—La bruja. La que está enterrada en la fosa común.

—¿Y dices que te ayudó?

—Sí. Sobre todo con la Desaparición. Creo que ahora ya sé cómo hacerlo.

—Ya me lo contarás todo cuando lleguemos a casa —gruñó.

Nad no volvió a abrir la boca hasta que aterrizaron en el cementerio, justo al lado de la iglesia. Entonces la lluvia empezó a arreciar y se metieron dentro.

Nad sacó el sobre en el que había guardado la tarjeta con el borde negro.

—Ejem. Pensé que sería mejor que tú decidieras qué hacer con esto —le dijo—. En realidad fue idea de Liza.

Silas miró el sobre y, a continuación, sacó la tarjeta. La examinó un momento, le dio la vuelta y leyó las instrucciones que Abanazer había escrito a lápiz en el dorso, con su diminuta letra. Explicaban cómo había que usar la tarjeta.

—Cuéntamelo todo —le dijo al niño.

Nad le contó todo lo que había pasado ese día tratando de no olvidar ningún detalle. Cuando terminó, Silas meneó lentamente la cabeza, con aire pensativo.

—¿Me vas a castigar? —le preguntó Nad.

—Nadie Owens —comenzó Silas—, desde luego que vas a ser castigado. No obstante, dejaré que sean tus padres adoptivos quienes decidan qué castigo mereces. Mientras tanto, yo me ocuparé de esto.

La tarjeta desapareció entre los pliegues de su capa y, a continuación, Silas se esfumó.

Nad se cubrió la cabeza con la chaqueta y subió por el embarrado sendero hasta el mausoleo de Frobisher.

Luego, bajó por la escalera de piedra hasta llegar a la cripta situada en pleno corazón de la colina.

Dejó caer el broche al lado del cáliz y del puñal.

—Aquí lo tienes —dijo—. Y bien reluciente. Así es mucho más bonito.

HA RETORNADO —susurró el Sanguinario, en tono satisfecho—. SIEMPRE RETORNA.

Había sido una noche larga, pero estaba a punto de amanecer.

Nad pasó, soñoliento y con cierta cautela, junto a la tumba de aquella mujer de nombre maravilloso, la señorita Liberty Roach[23] (Lo que gastó se perdió sin más, lo que regaló permanecerá siempre con ella. Sed caritativos), y junto a la tumba donde descansaba Harrison Westwood, Panadero de este Concejo, y Esposas, Marion y Joan, de camino hacia la fosa común. El señor y la señora Owens habían muerto varios siglos antes de que los pedagogos decidieran que no estaba bien pegar a los niños, de modo que aquella noche el señor Owens había cumplido con lo que él consideraba su obligación, por muy penosa que le resultara, y Nad tenía el trasero en carne viva. Sin embargo, ver la cara de preocupación de la señora Owens le había dolido mil veces más que los azotes.

Llegó hasta la verja y se deslizó por entre los barrotes para ir hasta la fosa común.

—¿Hola? —gritó.

No hubo respuesta. Y tampoco vio ninguna sombra bajo el espino.

—Espero que no te hayan castigado por mi culpa —dijo.

Nada.

Había vuelto a dejar los vaqueros en el cobertizo —iba más cómodo con su sábana gris—, pero había decidido quedarse con la chaqueta. Los bolsillos resultaban muy prácticos.

Al ir a devolver los vaqueros, había encontrado en el cobertizo una pequeña guadaña y decidió llevársela para segar las ortigas que crecían sobre la fosa común. Se había aplicado a fondo y ahora no quedaban más que los rastrojos.

Sacó del bolsillo el pisapapeles de cristal, cuyo interior estaba decorado con una mezcla de vistosos colores, y también el tarro de pintura y el pincel.

Introdujo el pincel en la pintura y, con mucho esmero, escribió sobre la superficie del pisapapeles las letras

E H

y debajo de ellas, las palabras

NO OLVIDAMOS

Ya era casi de día. Pronto llegaría la hora de irse a dormir y, durante algún tiempo, debía ser prudente y no retrasarse a la hora de volver a casa.

Colocó el pisapapeles sobre el terreno antes cubierto de ortigas, justo donde él pensaba que debía de estar la cabecera de la tumba y, deteniéndose tan sólo unos instantes a contemplar su obra, se fue hacia la verja, se deslizó por entre los barrotes y comenzó a subir por la ladera.

—No está mal —dijo una voz a su espalda, en tono descarado—. No está nada mal.

Pero al girar la cabeza, vio que el lugar estaba desierto.