CÓMO HABLAR CON LAS CHICAS EN LAS FIESTAS
VENGA —dijo Vic—. Va a ser genial.
—No, no lo será —repliqué, aunque hacía horas que había perdido aquella batalla y lo sabía.
—Va a ser fantástico —insistió Vic, por enésima vez—. ¡Chicas! ¡Chicas! ¡Chicas! —exclamó, sonriendo de oreja a oreja.
Ambos estudiábamos en un colegio masculino del sur de Londres. Mentiría si dijera que no teníamos experiencia en materia de chicas —Vic había tenido varias novias y yo había besado a tres amigas de mi hermana—, pero lo cierto es que hablábamos y nos relacionábamos principalmente con otros chicos, y nos resultaba más difícil entender a las chicas. O, por lo menos, a mí. Es difícil hablar en nombre de otra persona y llevo treinta años sin ver a Vic. No estoy seguro de si ahora sabría qué decirle.
Íbamos callejeando por el laberinto de calles secundarias que hay detrás de la estación de Croydon. Un amigo le había hablado a Vic de una fiesta que alguien había organizado para esa noche, Vic estaba decidido a ir y le daba igual si yo quería o no, que no quería. Pero mis padres tenían un congreso y estarían fuera toda la semana, de modo que Vic me había invitado a pasar esos días en su casa y yo iba con él a todas partes.
—Pasará lo de siempre —le dije—. En menos de una hora tú estarás dándote el palo con la chica más guapa de la fiesta y yo en la cocina, con la madre de alguien, aguantando un rollo tremendo sobre política, poesía, o algo por el estilo.
—Sólo tienes que hablar con ellas —me dijo—. Me parece que es en aquella calle de allí. —Y se puso a gesticular alegremente, balanceando la bolsa de plástico en la que llevaba la botella.
—¿No sabes dónde es?
—Alison me explicó cómo llegar y lo anoté en un papelito, pero me lo he dejado en la mesa del recibidor. Tranqui, tío. Fijo que la encuentro.
—¿Cómo? —Todavía era posible que no tuviera que ir a la dichosa fiesta.
—Seguimos la calle —me explicó, como si le estuviera hablando a un idiota— y vamos buscando una casa en la que haya una fiesta. Así de fácil.
Miré las casas por las que íbamos pasando, pero no veía ninguna fiesta: sólo un montón de casas con coches y bicicletas oxidadas en sus asfaltados jardines delanteros; y los polvorientos cristales de los kioscos de prensa, que olían a especias exóticas y vendían toda clase de cosas, desde tarjetas de cumpleaños y cómics de segunda mano hasta revistas pornográficas, tan pornográficas que venían envueltas en plástico. En cierta ocasión, vi a Vic meterse una de aquellas revistas bajo el jersey, pero el dueño de la tienda le pilló y le obligó a devolverla.
Llegamos hasta el final de la calle y torcimos por una callejuela de casas adosadas. Todo estaba en silencio y aparentemente deshabitado.
—Para ti es muy fácil —le dije—, tú les gustas. No te hace falta ni hablar con ellas.
Y era cierto: con aquella sonrisa aniñada, podía permitirse escoger a la que más le gustara.
—Qué va. Tú hazme caso: tienes que hablar con ellas.
No recordaba haber hablado con ninguna de las amigas de mi hermana a las que había besado. Simplemente, habíamos coincidido en casa mientras esperaban a que llegara mi hermana y, en un momento dado, las había besado. No recuerdo que hubiéramos charlado. Yo no sabía de qué hablar con una chica y así se lo expliqué a Vic.
—No son más que chicas —replicó él—. No vienen de otro planeta.
A medida que avanzábamos por la calle en curva, mis esperanzas de no encontrar la fiesta se fueron desvaneciendo: de una casa un poco más allá venía un sonido grave y trepidante, música amortiguada por muros y puertas. Eran las ocho ya, algo tarde si no tienes dieciséis años, y nosotros aún no los teníamos. Todavía no.
A mis padres les gustaba saber dónde andaba su hijo, pero no creo que a los padres de Vic eso les preocupara demasiado. Era el menor de cinco hermanos. Sólo ese hecho ya me parecía mágico: yo sólo tenía dos hermanas, ambas menores que yo, y me sentía al mismo tiempo único y solo. Siempre había deseado tener un hermano. Cuando cumplí los trece, dejé de pedir deseos a las estrellas fugaces, pero hasta ese momento, siempre deseaba un hermano.
Entramos por el jardín, pasamos por delante de un seto y de un solitario rosal y llegamos a la casa. Llamamos al timbre y una chica salió a abrirnos la puerta. No habría sabido decir qué edad tenía y ésa era, precisamente, una de las cosas que detestaba de las chicas: de pequeños, no somos más que niños y niñas, y crecemos a la misma velocidad, todos vamos cumpliendo cinco, siete u once años. Y, de repente, un buen día la cosa se acelera y las chicas nos dejan atrás, de pronto, saben todo lo que hay que saber, les baja la regla, les salen pechos y empiezan a maquillarse y Dios-sabe-que-más —yo, desde luego, no tenía ni idea—. Los gráficos del libro de biología no servían de mucho a la hora de enfrentarse a una joven adulta de carne y hueso. Porque eso es lo que eran las chicas de nuestra edad.
—¿Sí? —nos dijo la chica.
—Somos amigos de Alison —dijo Vic.
Habíamos conocido a Alison —toda pecas, con el cabello naranja y una sonrisa perversa— en Hamburgo, en un intercambio con estudiantes alemanes. Los que organizaban el intercambio enviaron con nosotros a unas cuantas chicas de un colegio de la zona, para equilibrar la cosa de los sexos. Las chicas, que tenían más o menos la misma edad que nosotros, eran escandalosas y divertidas, y salían con chicos mayores que tenían coche y trabajo y moto y —en el caso de una chica con los dientes torcidos y un abrigo de mapache, que me lo confesó muy afligida al final de la fiesta en Hamburgo, cómo no, en la cocina— esposa e hijos.
—Pues no está aquí —dijo la chica que había salido a abrirnos la puerta—. Aquí no hay ninguna Alison.
—No importa —dijo Vic, con una de sus deslumbrantes sonrisas—. Me llamo Vic. Y éste es Enn. —Un segundo, y la chica le sonrió. Vic llevaba en la bolsa de plástico una botella de vino blanco que había cogido del botellero que sus padres tenían en la cocina—. ¿Dónde dejo esto?
La chica se hizo a un lado para dejarnos pasar.
—La cocina está al fondo —dijo—. Déjala allí, en la mesa, con las demás botellas.
Tenía el cabello rubio y ondulado, y era muy guapa. El recibidor estaba algo oscuro, pero pude ver que era preciosa.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —le preguntó Vic.
Ella le dijo que se llamaba Stella y Vic le sonrió y le dijo que debía de ser el nombre más bonito que había oído nunca. Un donjuán, el cabrón. Y lo peor de todo era que sonaba sincero.
Vic fue a la cocina a dejar la botella y yo eché un vistazo a la habitación de donde venía la música. Había gente bailando. Stella entró y se puso a bailar, moviéndose por su cuenta al ritmo de la música, y yo me quedé mirándola.
Eran los primeros tiempos del punk. Nosotros escuchábamos a los Adverts y a los Jam, a los Stranglers, los Clash y los Sex Pistols. Aunque en las fiestas, la gente ponía a la ELO, o a 10cc o, incluso, a Roxy Music. Y quizá, con un poco de suerte, algo de Bowie. Durante el intercambio, el único LP sobre el que logramos ponernos todos de acuerdo fue el Harvest, de Neil Young, y «Heart of Gold» fue como la banda sonora de aquel viaje: I crossed the ocean for a heart of gold[16]…
No logré identificar qué música estaba sonando en aquella habitación. Me recordaba por un lado a un grupo alemán llamado Kraftwerk que hacía pop electrónico y, por otro, a un LP que me habían regalado en mi último cumpleaños, unos extraños sonidos grabados por el Taller Radiofónico de la BBC. Pero la música tenía ritmo y la media docena de chicas que había en la habitación se movían con gracia, aunque yo sólo tenía ojos para Stella. Resplandecía.
Vic me empujó y entró en la habitación. Llevaba una lata de cerveza.
—Hay priva en la cocina —me informó.
Se acercó a Stella y se puso a charlar con ella. La música no me dejaba escuchar lo que decían, pero sabía perfectamente que no había sitio para mí en aquella conversación.
A mí no me gustaba la cerveza, por aquel entonces. Fui a la cocina a ver si había alguna otra cosa que me apeteciera beber. Sobre la mesa de la cocina había una botella grande de Coca-Cola y me serví un vaso. No me atreví a entrarles a las dos chicas que estaban charlando en la cocina. Parecían simpáticas y no estaban nada mal. Las dos tenían la piel muy negra y el cabello brillante, e iban vestidas como estrellas de cine. Tenían acento extranjero y con ninguna de las dos habría tenido la menor oportunidad.
Con mi vaso en la mano, me di una vuelta por la casa.
Era más grande de lo que parecía y la distribución era más compleja de lo que esperaba. Todas las habitaciones tenían una luz muy tenue —dudo que en aquella casa hubiera alguna bombilla de más de cuarenta vatios— y en todas las habitaciones en las que entraba había gente: que yo recuerde, sólo chicas. No llegué a subir al piso de arriba.
En el invernadero sólo había una chica. Su cabello era tan rubio que parecía blanco, lo llevaba largo y liso, y estaba sentada en la mesa de cristal, con las manos entrelazadas, contemplando el jardín. Tenía una expresión melancólica.
—¿Te importa si me siento aquí? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza y, a continuación, se encogió de hombros para indicarme que le daba lo mismo. Me senté.
Vic pasó por delante de la puerta del invernadero. Iba hablando con Stella, pero me miró y me vio allí sentado, muerto de vergüenza, incómodo, y me hizo un gesto abriendo y cerrando la mano como si fuera una boca. Habla. Vale.
—¿Vives por aquí? —le pregunté a la chica.
Ella negó con la cabeza. Llevaba un top plateado y traté de no mirarle descaradamente las tetas.
—Me llamo Enn, ¿y tú?
—Wain’s Wain —respondió, o algo parecido—. Soy una segunda.
—Es un nombre… diferente.
Ella me miró con sus ojos inmensos y líquidos.
—Quiere decir que mi progenitora también se llama Wain y que estoy en la obligación de informarla. No puedo procrear.
—Ah. Vaya. Aún es un poco pronto para pensar en eso, ¿no?
La chica separó las manos, las extendió sobre la mesa y me dijo:
—¿Ves? —Tenía torcido el dedo meñique de la mano izquierda y se bifurcaba en la punta, dividiéndose en dos yemas. Una pequeña malformación—. Una vez terminada, había que tomar una decisión: quedarse conmigo o eliminarme. Afortunadamente, decidieron a mi favor. Ahora viajo mientras mis hermanas más perfectas permanecen estáticas en casa. Ellas son primeras. Yo soy una segunda.
»Dentro de poco tendré que volver a Wain para informarle de todo lo que he visto y comunicarle mis impresiones sobre este lugar.
—La verdad es que yo tampoco vivo en Croydon —le dije—. No soy de aquí.
Me pregunté si sería americana. No tenía ni idea de lo que me estaba hablando.
—Como tú dices, ninguno de los dos somos de aquí —dijo, y colocó su mano izquierda bajo la derecha, como si quisiera ocultarla—. Yo esperaba que fuera más grande y más limpio, y con más colores. Pero, en cualquier caso, sigue siendo una joya.
La chica bostezó, tapándose la boca con la mano derecha, pero fue sólo un segundo, enseguida volvió a ponerla sobre la mesa.
—Empiezo a estar un poco cansada del viaje, a veces me gustaría que se acabara ya. En una calle de Río, durante el Carnaval, las vi sobre un puente, doradas y altas y con ojos y alas de insecto, me puse tan contenta que estuve a punto de salir corriendo para acercarme a saludarlas, pero luego me di cuenta de que se trataba de gente disfrazada. Le pregunté a Hola Colt: «¿Y por qué ponen tanto empeño en parecerse a nosotras?», y Hola Colt me respondió: «Porque se odian a sí mismos, con sus aburridos tonos rosas y marrones, y su pequeñez». Yo también tengo esa impresión y eso que no soy adulta. Es como un mundo de niños, o de enanos —entonces, sonrió y dijo—: Me alegro de que ninguno de ellos pudiera ver a Hola Colt.
—Eeh… ¿Quieres bailar?
Ella se apresuró a negar con la cabeza.
—No me está permitido —me explicó—. No puedo hacer nada que pueda provocar un daño a la propiedad. Soy de Wain.
—¿Te apetece beber algo, entonces?
—Agua —respondió.
Volví a la cocina, me serví otro vaso de Coca-Cola y fui a coger agua del grifo. Luego, volví con las bebidas al invernadero, pero allí ya no había nadie.
Me pregunté si habría tenido que ir al lavabo y si cambiaría de opinión sobre lo del baile. Fui a la habitación donde estaba puesta la música y miré a ver si estaba allí. La habitación estaba abarrotada. Se habían puesto a bailar unas cuantas chicas más y también había algunos chicos a los que no conocía, parecían mayores que Vic y yo. Los chicos y las chicas mantenían las distancias, pero Vic bailaba cogido de la mano de Stella y, cuando terminó la canción, le pasó un brazo por los hombros, como quien no quiere la cosa, como si no quisiese que nadie se metiera por medio.
Pensé que igual la chica del invernadero había subido al piso de arriba, porque no la veía por ninguna parte.
Entré en el salón, que estaba al otro lado del recibidor, y me senté en el sofá. Había una chica sentada allí. Tenía el cabello oscuro, corto y de punta, y una actitud algo nerviosa.
«Habla», pensé.
—Me sobra un vaso de agua —le dije—, ¿lo quieres?
La chica asintió, alargó la mano y cogió el vaso con mucho cuidado, como si no tuviera costumbre de coger cosas, como si no pudiera confiar en su vista ni en sus manos.
—Me encanta ser una turista —dijo, y sonrió tímidamente. Tenía los incisivos algo separados y bebía el agua a sorbos, como un adulto al beber un buen vino—. En el viaje anterior fuimos al sol y nos bañamos en los mares de fuego con las ballenas. Nos contaron muchas cosas y tiritamos de frío en las regiones exteriores, luego buceamos hasta la parte más caliente y fue una gozada.
»Yo quería volver allí esta vez. Me quedaron muchas cosas por ver. Pero al final vinimos al mundo. ¿Te gusta?
—Gustarme, ¿qué?
Ella hizo un gesto señalando toda la habitación: el sofá, los sillones, las cortinas, la chimenea de gas.
—Sí, supongo que no está mal.
—Les dije que no quería viajar al mundo —me explicó—. Mi madre-profesora no me hizo caso. «Allí aprenderás muchas cosas», me dijo. Y yo le dije: «Me queda mucho que aprender en el sol. O en las profundidades. Jessa tejió redes entre galaxias. Yo quiero hacer eso».
»Pero no hubo manera de convencerla y al final tuve que venir al mundo. Mi madre-profesora me envolvió y me dejó aquí, encarnada en un trozo de carne putrefacta colocada sobre un bastidor de calcio. Al encarnarme sentí cosas dentro de mí, cosas que vibraban y latían y fluían. Era la primera vez que soltaba aire por la boca, haciendo vibrar las cuerdas vocales, y solía decirle a madre-profesora que ojalá me muriera, y ella admitió que esa era la forma inevitable de salir del mundo.
Llevaba una pulsera de cuentas negras en la muñeca y jugaba con ellas mientras hablaba.
—Pero ahí es donde está el conocimiento, en la carne —dijo—, y estoy decidida a aprender de ella.
Estábamos ahora muy cerca el uno del otro, en el centro del sofá. Decidí que le pasaría el brazo por los hombros, como quien no quiere la cosa. Extendería el brazo sobre el respaldo del sofá y, después, lo bajaría muy suavemente hasta dejarlo sobre sus hombros.
—¿Sabes cuando se te llenan los ojos de líquido y todo se vuelve borroso? Nadie me había hablado de ello y sigo sin entenderlo. He tocado los pliegues del Susurro y he palpitado y fluido con los cisnes tachyon y, aun así, sigo sin entenderlo.
No era la chica más guapa de la fiesta, pero estaba bastante bien y, qué demonios: era una chica. Deslicé suavemente mi brazo hasta que tocó su espalda, a ver qué pasaba, y ella no me pidió que lo retirara.
Entonces, Vic me llamó desde la puerta. Su brazo rodeaba los hombros de Stella y me hizo un gesto con la mano para indicarme que me acercara. Intenté hacerle ver que estaba ocupado diciéndole que no con la cabeza, pero me llamó en voz alta y, no sin cierta reticencia, me levanté del sofá y fui hacia la puerta.
—¿Qué?
—Esto… Verás. La fiesta —me dijo Vic, en tono de disculpa—. No es la fiesta que yo creí que era. He estado charlando con Stella y, entonces, me he dado cuenta. En fin, más o menos, ha sido ella la que me lo ha explicado. No es la fiesta que íbamos buscando.
—Mierda. ¿Hay algún problema? ¿Tenemos que marcharnos?
Stella dijo que no con la cabeza. Vic se inclinó y la besó, suavemente, en los labios.
—Estás encantada de tenerme aquí, ¿verdad, preciosa?
—Ya sabes que sí —contestó ella.
Vic me miró y sonrió con aquella sonrisa canalla y adorable que estaba a medio camino entre Artful Dodger[17] y un Príncipe Azul espabilado.
—No te preocupes. Están aquí de vacaciones. Es una especie de intercambio, ¿verdad? Como cuando nosotros fuimos a Alemania.
—¿Ah, sí?
—Enn. Tienes que hablar con ellas. Y eso implica que tienes que escucharlas también. ¿Lo entiendes?
—Eso es lo que estoy haciendo. Ya he hablado con dos de ellas.
—¿Y has hecho algún avance?
—Estaba en ello cuando me has llamado.
—Siento haberte interrumpido. Sólo quería ponerte al corriente, ¿vale?
Vic me palmeó el hombro y se marchó con Stella. Entonces, los dos juntos, subieron por las escaleras.
Entendedme, todas aquellas chicas parecían preciosas con aquella luz del atardecer; sus caras eran perfectas, pero tenían algo mucho más interesante, había algo extraño en sus proporciones, algo peculiar y extrañamente humano que es lo que distingue a una verdadera belleza de un maniquí. Stella era la más guapa de todas, pero, naturalmente, ella estaba con Vic. Habían subido arriba los dos juntos y así es como serían siempre las cosas.
Había varias personas sentadas ahora en el sofá, hablando con la chica de los dientes separados. Alguien contó un chiste y todos se rieron. Habría tenido que abrirme paso a empujones para volver a sentarme a su lado y no parecía que ella me estuviera esperando, ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que me había levantado, así que salí al recibidor. Me asomé a mirar a los que estaban bailando y, de repente, me pregunté de dónde vendría la música. No veía ningún tocadiscos, ni tampoco los altavoces.
Volví a la cocina.
Las cocinas son perfectas para las fiestas. No necesitas una excusa para estar allí y, por suerte, nada indicaba que hubiera ninguna madre en la casa. Examiné las distintas botellas y latas que había sobre la mesa de la cocina, y decidí ponerme un Pernod con Coca-Cola. Añadí un par de cubitos de hielo y lo probé, paladeando el sabor a golosina de mi cubata.
—¿Qué es eso que bebes? —preguntó una voz femenina.
—Es Pernod —respondí—. Sabe a anís, pero tiene alcohol.
No le dije que me había decidido a probarlo porque en un disco grabado en vivo de la Velvet Underground se oía a alguien pedir un Pernod.
—¿Puedo tomar uno?
Le preparé otro Pernod con Coca-Cola y se lo pasé. Tenía el cabello de color castaño caoba, muy rizado y alborotado. No es un peinado que esté de moda ahora, pero en aquella época se veía mucho.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Triolet —respondió.
—Bonito nombre —le dije, aunque no estaba muy seguro de que me lo pareciera. Pero era muy guapa.
—Es un tipo de poema —me explicó muy orgullosa—. Como yo.
—¿Eres un poema?
La chica sonrió y bajó la mirada, como si le diera vergüenza. Tenía un perfil casi completamente recto, con una nariz perfectamente griega. El año anterior habíamos interpretado Antígona con el grupo de teatro del colegio. Yo interpretaba al mensajero que le comunica a Creonte la noticia de la muerte de Antígona. Llevábamos unas máscaras que tenían esa misma nariz. Al ver su cara, en la cocina, me acordé de aquella obra. También me recordaba a los dibujos de las mujeres de Conan, de Barry Smith: cinco años más tarde, me habría recordado a los prerafaelitas, a Jane Morris y a Lizzie Siddall. Pero en aquel entonces sólo tenía quince años.
—¿Eres un poema? —le pregunté de nuevo.
La chica se mordió el labio inferior.
—Si quieres verlo así. Soy un poema, o un esquema, o de una raza cuyo mundo fue engullido por el mar.
—¿No es difícil ser tres cosas al mismo tiempo?
—¿Cómo te llamas?
—Enn.
—Así que eres Enn —dijo—. Eres un macho y eres un bípedo. ¿No es difícil ser tres cosas al mismo tiempo?
—Pero esas tres cosas no son diferentes. Quiero decir que no son contradictorias.
Había leído aquella palabra muchas veces, pero esa noche era la primera vez que la pronunciaba y puse el acento donde no debía. Contradictorias[18].
Llevaba un vestido blanco de seda fina. Sus ojos eran de color verde pálido, un color que ahora me haría sospechar que llevaba lentillas coloreadas; pero esto fue hace treinta años y las cosas eran diferentes entonces. Recuerdo que me pregunté qué estarían haciendo Vic y Stella en el piso de arriba. A esas alturas, seguro que estaban en alguno de los dormitorios, y sentí tanta envidia de Vic que casi me dolía.
Pero yo al menos estaba hablando con una chica, aunque aquello pareciera un diálogo de besugos, incluso aunque no se llamara Triolet (los de mi generación no teníamos nombres hippies; todas las Arco iris, Lluvias y Lunas tenían seis, siete u ocho años todavía). La chica dijo:
—Sabíamos que pronto se acabaría todo, así que lo pusimos todo en un poema, para contarle al resto del Universo quiénes éramos y por qué estábamos aquí, y explicarle cuáles habían sido nuestros pensamientos, sueños y anhelos. Plasmamos nuestros sueños en palabras y las ordenamos según un determinado esquema para que se mantuvieran siempre vivas, para que nunca fueran olvidadas. Después, las enviamos al corazón de una estrella, que transmite el mensaje a todo el espectro electromagnético, a la espera de que, un día, algún planeta a mil sistemas solares de distancia, capte y decodifique el mensaje, y pueda así leer nuestro poema.
—¿Y qué pasó después?
La chica me miró con sus verdes ojos, parecía como si me mirara desde detrás de su propia máscara de Antígona, como si sus ojos de color verde pálido fueran un elemento independiente de la máscara, situado en algún lugar más profundo.
—No puedes leer un poema sin que te cambie de alguna manera —me dijo—. Ellos lo escucharon y el poema les colonizó. Anidó en su interior y sus ritmos se integraron en su manera de pensar; las imágenes transformaron sus metáforas; los versos, con la actitud y las aspiraciones que llevaban implícitas, se convirtieron en su vida. La próxima generación de niños nacería conociendo el poema y, al poco tiempo, dejaron de nacer niños. No eran necesarios, ya no. Sólo quedaba un poema, que se encarnaba y caminaba y se propagaba por todo el mundo conocido.
Me arrimé más a ella, hasta que noté su pierna contra la mía. No pareció disgustarla: me puso la mano en el brazo, con cariño, y sentí que una sonrisa afloraba a mis labios.
—Hay lugares en los que somos bien recibidos —dijo Triolet—, y lugares en los que nos consideran una mala hierba, o una enfermedad, algo que hay que poner en cuarentena y eliminar de forma inmediata. Pero ¿dónde está la frontera entre el contagio y el arte?
—No lo sé —respondí, sonriendo.
En la otra habitación, seguía sonando aquella desconocida música.
Triolet se inclinó hacia mí y, supongo que fue un beso… Supongo. En cualquier caso, apretó sus labios contra los míos y, después, satisfecha, se apartó, como si ya me hubiera puesto su sello.
—¿Quieres que te lo recite? —me preguntó, y yo asentí con la cabeza, sin saber muy bien qué era exactamente lo que me estaba ofreciendo, pero convencido de que yo necesitaba cualquier cosa que ella quisiera darme.
Comenzó a susurrarme algo al oído. Eso es lo más extraño de la poesía: la reconoces como tal aunque no conozcas el idioma. Escuchas a Homero en griego y, aun sin entender una sola palabra, sabes que es poesía. He escuchado poemas en polaco y en esquimal, y sabía que eran poemas aun sin tener la más mínima noción de ninguna de esas dos lenguas. Con su susurro me pasaba lo mismo. No conocía aquella lengua, pero las palabras iban calando en mí y, mentalmente, veía torres de cristal y diamante; y seres de ojos color verde pálido; y, bajo cada una de las sílabas, podía sentir el inexorable avance del océano.
Puede que la besara de verdad. No lo recuerdo. Sólo recuerdo que yo lo deseaba.
Y, después, noté que Vic me sacudía violentamente.
—¡Vuelve! —gritaba—. ¡Rápido! ¡Vuelve!
Mentalmente, empecé a regresar desde algún lugar a mil kilómetros de allí.
—Venga ya, idiota. Vuelve. Haz un movimiento, aunque sea —decía, y me insultaba. Hablaba con verdadera furia.
Por primera vez en toda la noche, reconocí la canción que estaba sonando en la otra habitación. Un melancólico saxofón seguido de unos acordes líquidos y una voz masculina que cantaba a los hijos de la era silenciosa. Quería quedarme a escuchar la canción.
Ella dijo:
—No he terminado todavía. Aún queda más de mí.
—Lo siento, preciosa —dijo Vic, pero ya no sonreía—, quizás en otro momento.
Vic me agarró por el codo y forcejeó conmigo para obligarme a salir de la habitación. No opuse resistencia. Sabía por experiencia que, si a Vic se le había metido en la cabeza que tenía que salir de allí, me sacaría aunque fuera a golpes. No lo haría a menos que estuviera enfadado, pero ahora estaba muy enfadado.
Salimos al recibidor. Mientras Vic abría la puerta, me volví a echar un último vistazo, esperando ver a Triolet en la puerta de la cocina, pero ella no estaba allí. Sí vi a Stella, en cambio, en lo alto de la escalera. Estaba mirando a Vic y vi su cara.
Todo esto sucedió hace treinta años. He olvidado muchas cosas y seguramente seguiré olvidando, y llegará un día en que no recuerde absolutamente nada; sin embargo, si alguna certeza tengo de que existe vida después de la muerte, no está plasmada en salmos ni en himnos, sino en esta única cosa: no puedo creer que me sea posible olvidar jamás aquel preciso instante, o aquella expresión en el rostro de Stella mientras veía a Vic huir de ella como alma que lleva el diablo. Eso lo recordaré incluso después de muerto.
Llevaba la ropa manga por hombro y se le había corrido el maquillaje, y sus ojos…
Sería terrible hacer enfadar a un universo. Estoy completamente seguro de que un universo enfadado miraría con esos mismos ojos.
Vic y yo salimos de allí corriendo, huyendo de aquella fiesta y de aquellas extrañas turistas. Corríamos como si todos los demonios del infierno fueran pisándonos los talones, atravesando el laberinto de calles como un rayo, sin mirar atrás. No dejamos de correr hasta que nos faltó el aliento. Entonces, nos detuvimos, jadeando, incapaces de dar un solo paso más. Estábamos destrozados. Yo me recosté contra un muro y Vic echó hasta la primera papilla.
Se limpió la boca.
—Ella no era…
Negó con la cabeza y continuó:
—¿Sabes?… Estoy pensando una cosa. Una vez que has llegado tan lejos como puedes llegar, si vas más allá, ¿dejarías de ser tú? ¿Serías la persona que ha hecho eso? El punto hasta el que no puedes llegar… Creo que eso es exactamente lo que me ha pasado esta noche.
Creí entender a qué se refería.
—¿Quieres decir que te la has tirado? —le pregunté.
Me puso los nudillos en la sien y giró la mano, apretando con fuerza. Pensé que iba a tener que pegarme con él —y perder— pero, de repente, Vic bajó la mano y se apartó de mí, tragando saliva.
Le miré, intrigado y entonces me di cuenta de que estaba llorando: se puso completamente rojo y la cara se le llenó de lágrimas y de mocos. Vic se puso a llorar en plena calle de forma tan espontánea y conmovedora como un niño pequeño. Entonces, echó a correr hasta haberse alejado lo suficiente como para que yo no pudiera verle la cara. Me pregunté qué habría ocurrido en aquella habitación del piso de arriba para que Vic se comportara ahora de esa manera, qué podía haberle asustado hasta ese punto. No era capaz siquiera de imaginarlo.
Las luces de la calle empezaron a encenderse una por una. Vic siguió adelante, arrastrando los pies, y yo le seguí como pude. Era casi de noche y mis pies parecían moverse al ritmo de un poema que, por más que lo intentaba, no lograba recordar, y que jamás podré recitar a nadie.