7. El ocaso del tabù
Sole senz’ombra su virili corpi abbandonati.
Tace ogni virtù.
Lenta Vanima afonda -con il mare- entro un lucente sonno.
D’improvviso balzano -giovami isolotti- i sensi.
Ma il peccato non esiste più.
SANDRO PENNA
LA CRISIS DEL PROCREASIONISMO
El tabú del placer sexual autónomo instaló como natural e individual un comportamiento que, en realidad, es producto de una convención social y, por lo tanto, un hecho histórico, modificable. Dicho tabú contaminó milenariamente al sexo mismo en todas sus manifestaciones, incluidas aquéllas «legales»: los niños nacen en un repollo o los trae la cigüeña y los padres carecen de relaciones sexuales. Pero este encubrimiento, arraigado en reflejos aparentemente inmodificables, viene sufriendo los embates de los cambios históricos y va perdiendo su presunta «naturalidad».
A partir de los nuevos desequilibrios económicos y demográficos, nuevas categorías golpean sobre el tabú del placer sexual autónomo y sobre su origen ideológico: el procreacionismo. La «planificación familiar» y el implícito control de la natalidad, racionalmente inobjetables, y las políticas demográficas que promueven la contracepción (anticonceptivos, ligamiento de trompas, vasectomía, aborto, preservativos, diafragmas, etc., etc.) oficializan, sacan de la clandestinidad una realidad largamente encubierta por pudores, eufemismos y dobles morales. Finalmente hemos aceptado la obviedad de que hacemos sexo por placer.
La integración de aquellas prácticas en la sociedad como legítimas da prueba de la fragilidad del tabú ante circunstancias que alteran o sustituyen a aquellas en las que éste se nutriera. Se va instalando como convicción socialmente legitimada la inobjetabilidad de la consecución del placer sexual como meta en sí misma, independiente de todo otro fin. Asociada más a la felicidad que a la reproducción.
El SIDA -«inmunodefíciencia adquirida»- termina de desmontar la falsa naturalidad del tabú, exhibiendo su carácter absurdo. El puro goce evidencia su carácter de irrenunciable, incluso a pesar de pender sobre él la amenaza de la muerte. Y el estado público de esta amenaza y de aquella irrenunciabilidad termina de legitimarlo. El preservativo, método originariamente contraceptivo, ha devenido gracias al SIDA método higiénico, cargando de sentido directo un apelativo que inicialmente fuera gestado como eufemismo -«profiláctico»-: el desplazamiento metafórico original vino a ser confirmado por la enfermedad. Los homosexuales, que disfrutaron largamente de inmunidad natural al embarazo, han tenido que aprender a utilizarlos.
En la historia de la ética sexual occidental, la irrupción del SIDA representa un punto de inflexión, una efeméride: la cancelación de los fundamentos de la doble moral. Razones de fuerza mayor derrumban las murallas, otrora inexpugnables, del tabú del sexo autónomo, exhibiendo su carácter reversible. La célebre consigna española «Póntelo, pónselo» oficializó -para horror de la Iglesia- el levantamiento de la veda. Comenzaron a aparecer tiendas especializadas en condones y lubricantes con toda naturalidad, a la luz del día, ajenas a la culposa nocturnidad de los sex-shops.
El mayor impacto transformador lo ha producido una práctica elemental: el tener que vencer los pudores y restarle conflictividad al acto sencillo de adquirir, a cara descubierta, los preservativos y elegir tamaños y texturas sin sentir ante la vendedora aquella vergüenza incontenible. Pues la «penetración», palabra tremenda cargada de connotaciones míticas, pasa a ser una práctica declarable, sencilla y honesta, que no va en desmedro de ninguno sino a favor del placer de ambos.
Inscrita en el mismo proceso de legitimación social del placer sexual, la homosexualidad, por vía de lo consuetudinario, va superando barreras con mayor velocidad y, además, va perdiendo el halo tremendista, a favor o en contra, que le colocara la marginación: pierde todo dramatismo, o sea, se «normaliza».
En ese paquete de cambios va incluida la liberación sexual de la mujer, que pierde su función -falsamente esencial- de paridora, y pasa a ejercer su sexualidad como una dimensión de su persona, disociada de toda relación de parentesco. Cae así en el olvido el mandato de la virginidad y el sentido de ésta comienza a revertirse de virtud en síntoma de conflicto psicológico o retraso en la maduración. Lo otrora pecaminoso comienza a aceptarse como sano y normal, y lo virtuoso -la castidad- comienza a desplazarse hacia el terreno de lo atípico: opción curiosa, extravagancia, tendencia autorrepresiva de origen neurótico. Y no se trata tanto de conquistas de una supuesta batalla ideológica como de meros «efectos secundarios» de modificaciones estructurales, propias del proceso espontáneo de cambio social, no intencionales ni planeadas.
OBSOLESCENCIA DEL TABÚ
El hombre, para lograr ser, imita al personaje que le ha tocado representar dentro del modelo social, hasta el punto de creérselo. La mujer, para lograr ser, imita a ese ser imaginario deseado por el hombre y se disfraza de ese fantasma hasta creer que es ella misma. El homosexual, más privado aún de realidad, para alcanzarla imita a ese ser mítico, aquella quimera, mitad hombre, mitad mujer, a aquel «tercer sexo» imaginado por el modelo social, autorrestringido a un sistema binario anclado en el sexo anatómico. Somos seres vacíos en busca de una identidad y la adquirimos por imitación de los personajes estereotipados por el sistema de relaciones sociales.
Un milenario sistema de valores, una concepción del amor y una ética sexual estampados en las matrices del lenguaje han vuelto natural un hecho que, ante una mirada inteligente, aparece como abiertamente aleatorio: el modelo del amor dominante en nuestra sociedad descansa sobre un dato tan caprichoso y parcial como la diferencia anatómica de los copartícipes sexuales. Inversamente, un modelo del amor no basado en el sexo anatómico de los amantes sino en el tipo de sentimiento que los une, no reconocería ninguna diferencia entre las formas de apareamiento y haría, por lo tanto, ociosa toda clasificación.
La existencia y recreación en el discurso de identidades imaginarias (arquetipos, patrones, roles, etc.) está arraigada en estructuras culturales de gran inercia cuya función es garantizar un grado de cohesión y continuidad a la sociedad. Pero su cristalización como modelos rígidos restringe las posibilidades de ejercicio libre y abierto de las expectativas de realización personal, estrechando, por lo tanto, los horizontes de felicidad del individuo. Por otra parte, la modificación de estos patrones sociales de identidad es un proceso extremadamente lento que requiere no sólo una simple voluntad de transformación sino también condiciones estructurales de lo socio-cultural que alienten el cambio.
El conflicto aparece, precisamente, cuando el sistema de relaciones sociales deja de respaldar un modelo identitario y, paradójicamente, la inercia propia de la cultura y la ideología hace que éstas sigan reivindicándolo a contrapelo de los hechos. La «identidad sexual» queda entonces a la deriva, privada de todo soporte real. La locura proviene del desfase, de la asincronía.
Lo opinable, lo relativo del tabú de la homosexualidad no reside en que éste sea «no más que una pura convección naturalizada»: la cultura entera no es más que un complejo sistema de convecciones naturalizadas. Lo relativo y opinable del tabú de la homosexualidad es que ha perdido el sustento de las condiciones históricas que lo naturalizaran: el tabú de la homosexualidad ha devenido, él mismo, «contra natura», en el sentido de «anti-histórico».
Ha entrado en crisis una representación de la sexualidad humana reducida a la mera humanización de la sexualidad animal y asociada a un sistema productivo basado, primero, en la herencia y, después, en la reproducción de la mano de obra. Seguir hoy categorizando la sexualidad por el sexo de los copartícipes -cualquiera fuera la combinatoria- con indiferencia hacia el complejo y metamórfico universo imaginario (la fantasía sexual) en el que se sustenta, es omitir, desplazar, eludir la referencia a la sexualidad humana. O sea, negarla; hablar de otra cosa, de una cosa que no existe.
La característica esencial de lo imaginario es su capacidad y función de sustituir a lo real, o sea, de instituirse en realidad. En nuestro caso, en ello no ha de encontrarse conflicto alguno. El conflicto, en realidad, no se entabla entre lo imaginario y lo real, sino entre un imaginario obsoleto pero impuesto y un imaginario reprimido. La homosexualidad imaginada oficialmente mutila la sexualidad soñada por la mayoría de los homosexuales, devenida hoy legítima gracias al debilitamiento del tabú.
Caducadas las condiciones que reclamaran aquella cosmovisión y volvieran natural el tabú de la homosexualidad, éste pierde su función original, tal como la ha perdido el mandato de la virginidad. Así como en el reconocimiento del partenaire la pregunta por su virginidad carece hoy de sentido debido a la irrelevancia social de esa condición, la superación definitiva del tabú de la homosexualidad se producirá cuando, en el discurso sobre mi sexualidad, el sexo de mi partenaire resulte también un dato irrelevante. Se desjerarquizaría el tipo de objeto sexual, perdiendo su ya injustificada primacía.
Esta superación ya se ha iniciado: va tomando cuerpo una nueva segmentación ideológica: aquellos que omiten la clasificación de las personas conforme la oposición hetero/ homo; y aquellos que siguen consagrando dicha polaridad como criterio identificatorio esencial.
La citada obsolescencia del tabú hace que el primer grupo crezca aceleradamente, especialmente en los sectores sociales menos conservadores; mientras que el segundo grupo va quedando restringido a los homófobos y a los fundamentalistas de la «cultura gay», unidos en el apuntalamiento -fóbico o maníaco- de aquella diferenciación.
La progresiva despenalización de la homosexualidad, que denominamos «ocaso del tabú», podría entenderse como un progreso humano. Tal supuesto debe tomarse con cierta cautela; pues la propia idea de progreso hace tiempo que viene siendo cuestionada y, más aún, en el campo de la ética. Más sensato es considerar que no hay progresos ni retrocesos sino cambios sistémicos que ajustan la ética a las condiciones de existencia de la sociedad concreta.
En ese sentido, la ética sexual judeo-cristiana no representa un «retroceso» respecto de la romana; ni nuestra nueva ética sexual representa un «progreso» respecto de la judeo-cristiana. Lo crítico de esta última no es una supuesta injusticia intrínseca, sino su progresiva obsolescencia. Lo que se defiende, en realidad, no es una ética «mejor» sino «más acorde».
No se trata, entonces, de un supuesto progreso ético: el ser humano no progresa y, mucho menos, éticamente. El ser humano simplemente cambia y, en tanto el cambio es asincrónico, genera antagonismos que bloquean la felicidad. No es el tipo de norma ética la que produce infelicidad sino su pérdida de sentido, el haber devenido absurda. Ninguna norma es verdadera ni universal. Las vuelve ilusoriamente verdaderas y universales el sistema de relaciones sociales que las necesita: el sistema naturalizado como verdadero, naturaliza los pilares artificiales que lo sostienen. El campesinado medieval, sometido a una ética sexual mucho más restrictiva que la nuestra, no era por ello menos feliz. La infelicidad no proviene de tener que realizar un sacrificio sino de tener que hacerlo en servicio a un Dios en el que ya no se cree.
EL GUETO COMO MERCADO
El proceso de despenalización de la homosexualidad se ha acelerado notablemente en los últimos años, fenómeno que suele atribuirse a las conquistas de la lucha por los derechos del homosexual. Y puede que haya algo de ello. Pero, más estructuralmente, debe atribuirse al debilitamiento del tabú por pérdida del sustento socio-económico: esta sociedad ya no necesita reprimir a los homosexuales. Y, más aún, comienza a necesitar incluirlos en el sistema, desmarginarlos. Lo necesita el mercado de consumo y el mercado político, razón más que suficiente para el indulto.
La represión de la homosexualidad está íntimamente vinculada a la sociedad de la producción. La sociedad de consumo, en cambio, necesita de los homosexuales como nunca antes; al menos de su arquetipo: el del gueto. Y la «comunidad gay» genera, inevitablemente, una «cultura gay», o sea, un sistema de usos y costumbres diferenciados que articulan un mercado basado inicialmente en el consumo lúdico hedonista: lugares de entretenimiento (bares, restaurantes, discotecas), moda, pornografía, hoteles, turismo programado, prostitución, saunas, estética, asistencia psicológica y matrimonial, contactos, chateo, ligue-e. Un gigantesco mercado creado por el tabú; pero, paradójicamente, subexplotado por culpa del mismo tabú.
El levantamiento del tabú se produce sólo después de haber cristalizado un gueto con una necesidad imperiosa de «salir del armario» pero disfrutando el privilegio de constituir una comunidad singular y con una compulsión al autorreconocimiento en el consumo diferenciado. O sea, la «cultura gay», sistémicamente condicionada, ha creado espontáneamente lo que en mercadotecnia se llama «segmentación»: delimitación precisa de un estilo de consumo que facilita una oferta superespecífica y con bajísimo margen de error; o sea, sin riesgos de bajas ventas: la totalidad de las Publicaciones «gay» son meras plataformas del mercado de oferta segmentada. En el momento exacto que el pastel se termina de hornear, la oferta tiene todos los dispositivos preparados para comérselo. Y da la orden de indulto.
La inicial necesidad imperiosa de contar con lugares de encuentro, donde expresarse y contactarse sin inhibiciones, ha venido a confluir con la necesidad, ajena, de captar ese mercado potencial para todo tipo de oferta. De los bares gay y las saunas gay -inicialmente marginales o, incluso, clandestinos- se ha pasado a las empresas y cadenas explícitamente definidas como servicios de entretenimiento para gays. Y, de allí, a todo lo demás: hay restaurantes gay, tiendas de ropa gay, hoteles gay, cruceros gay, revistas de decoración gay, circos gay, olimpiadas gay, vinerías gay.
Un reciente anuncio de la denominación de origen Ribera del Duero reproduce una botella con una etiqueta «rainbow»: la pulsión homosexual está siendo traducida por la oferta en términos de «compra impulsiva». Obviamente, el arco iris de la etiqueta no alude a un tipo de vino sino a un tipo de bebedor, clasificado por un atributo absolutamente ajeno a la cultura del vino: no existe un «paladar gay».
No cabe la menor duda de que el primer empresario musical que programe un ciclo de compositores homosexuales lograría un rotundo éxito de taquilla. Y una orquesta íntegramente vestida de rosa llevaría el espectáculo al apoteosis. «Gay Classics» podría ser un excelente nombre para el ciclo.
El marketing orientado al cliente -el «clienting»- no se apoya en la cualidades de la mercancía sino en su direccionamiento hacia un sujeto específico: el destinatario se siente aludido, esa oferta es «para él», aunque sea agua mineral. El «clienting» no es sino la versión mercadotécnica de la demagogia: actúa por adulación del receptor.
El gueto, inicial medio de supervivencia psicológica y sexual, se ha transformado en un auténtico mercado diferenciado al que se le puede vender exactamente lo mismo que al resto de la población; pero con mayores probabilidades de persuasión. Quien leyera los anuncios de los destinos turísticos exclusivamente en las revistas gay se llevaría la impresión de que el Vaticano es una sucursal de San Francisco.
Reza un titular de un periódico general[23]: Buena noticia:
PRESENTARON UN NUEVO PASEO DE COMPRAS PARA LA COMUNIDAD GAY. Y aclara: La Segunda Exposición y Paseo de Compras para la Comunidad Gay, que se realizará en el mes de noviembre, fue presentada hoy, durante un encuentro sobre Marketing, Consumo y Mercado para atraer a empresas al evento (...). La reunión apuntó a difundir los alcances de «el boom del marketing gay» (...). Cinco panelistas disertaron acerca de cómo las empresas deben elaborar estrategias de marketing para posicionarse en este mercado y participaron representantes de la comunidad gay que contaron sus experiencias.
Uno de los panelistas -más evolucionado que el publicitario de Ribera del Duero- recomienda «romper los paradigmas típicos», tales como «utilizar tarjetas de crédito rosas o con los colores de la bandera gay: al consumidor gay hay que tratarlo con respeto». En síntesis: se inaugura la era de la «sectarización respetuosa», alegremente asumida por la comunidad gay y su cultura.
No estamos en un escenario de mera tolerancia de lo gay sino de su abierta promoción. A la oferta no le conviene la integración indiferenciada de los homosexuales en la sociedad sino su agolpamiento como «target» específico. La creciente despenalización social de la homosexualidad, que disolvería el sentido del gueto, va acompañada por la promoción artificial de la cultura gay como motor de un mercado potente de fronteras abiertas y alcance imprevisible.
Pues a la clientela homosexual se suma un nuevo segmento: el de los filo-gays, voyeurs, cazadores de curiosidades y «modernos desprejuiciados». Los comerciantes ya están en ello: han inventado la categoría mercadológica de «gay friendly»: puedes ir a mezclarte con ellos sin que te violen.
«En el capitalismo todo deviene mercancía»; pues bien, nuestra «diferencia» ya está en el mercado: somos los habitantes y entertainers de un enorme parque temático con sucursales en toda ciudad que se precie de moderna. En el momento en que están dadas las condiciones para la caducidad definitiva de la discriminación sexual, el gueto es relanzado consagrándoselo como folclore diferenciado, pintoresquismo mercantilizable. El capitalismo envilece toda esperanza humana.
OTRA MASCULINIDAD
Aun así, por debajo de toda tolerancia social y actualización jurídica, el tabú -sordo a toda declaración- sigue orientando ciertos comportamientos sociales relacionados con la homosexualidad, tanto en contra como a favor. Y, en su manifestación más retardataria, sobrevive como una suerte de «homofobia pasiva», concentrada no casualmente en los varones. Cumple una función menor: la de favorecer la autoafirmación compulsiva del machista en una identidad que ha entrado en crisis al desaparecer, por idénticas razones, las condiciones que la volvieron «natural». Por lo tanto, el «maricón», contrafigura negativa, «chivo emisario», resulta indispensable para el apuntalamiento de una idea de masculinidad ya obsoleta y en proceso de desmoronamiento. Es esta necesidad la que mantiene en pie el sentimiento homofóbico, que no desaparecerá hasta tanto no pierda vigencia aquella caricatura.
Y esa pérdida de vigencia está ya en curso: un fenómeno similar a la despenalización progresiva de la homosexualidad -y directamente relacionado con ella- es la paralela redefinición del modelo masculino o, mejor dicho, la progresiva acuñación de un arquetipo que difiere del convencional. El varón clásico, atado a un complejo sistema de tabúes que dibujan los límites de la masculinidad y sus atributos, se ve obligado a una austeridad que restringe sus usos a un repertorio reducido y cerrado y, por lo tanto, rutinario. Todo lo asociado al cuerpo, al placer, a lo íntimo, cae bajo la mirada del pudor masculino, al estar socialmente codificado como inherente a la mujer. Ante el consumo de bienes de uso íntimo, el hombre tradicional se paraliza y, para comprar su ropa interior, sus perfumes y artículos de cosmética, necesita del auxilio de una mujer: su esposa, su secretaria, su hermana. En esa timidez, en ese temor a ser descubierto en un acto de hedonismo «poco viril», no cuesta nada detectar la actividad del estereotipo de la masculinidad, que amasa la propia subjetividad imponiéndole como propio un sistema de pudores de naturaleza social y, en última instancia, económica.
En la evolución de la gestualidad, sistema de signos principalísimo en la comunicación de la sexualidad, podemos observar claramente esta redefinición de la masculinidad. Comparemos la gestualidad de un joven urbano contemporáneo con la de su abuelo: aplicando los patrones clásicos, nos resultará claramente afeminada, más desinhibida, más expresiva, menos mecánica, más elástica. Ese nieto no se afemina: se desbloquea.
El arquetipo clásico de la masculinidad va perdiendo sustento a medida que desaparecen las condiciones histórico-sociales que lo hicieron necesario. Y resulta, además, disfuncional a un sistema económico basado en el consumo. El hombre tradicional -infraconsumidor- comienza a constituir un mercado potencial o «emergente», actualmente subexplotado por culpa de un modelo que ha entrado en crisis por las mismas razones que volvieron obsoleto el tabú de la homosexualidad.
La instancia más desprejuiciada del sistema -el mercado- despliega entonces una campaña multisectorial a favor de la construcción del nuevo -o los nuevos- arquetipos, liberados y liberadores de las restricciones. Y crea, así, al «hombre objeto», figura que reinstala una categoría milenaria pero larguísimamente soterrada hasta su completo olvido: la «belleza masculina», hoy directamente asociada a la aducción y el erotismo. Una figura calcada sobre los patrones retóricos ya sólidamente decantados y perfeccionados de la belleza femenina.
El aflojamiento de los roles tradicionales permitió una apertura a nuevos usos lícitos acordes con los nuevos arquetipos y, por consiguiente, a nuevos consumos. La eclosión inusitada e irreversible del erotismo masculino y su instrumentación como argumento de reclamo en todo tipo de negocio es un indicador claro de ese proceso de resignificación desinhibidora. El «hombre objeto» o el «metrosexual» carece ya de contraindicaciones en el género masculino y comienza a operar como modelo. Sin él, los negocios de la moda, la cosmética, el deporte, la salud, verían reducida su capacidad de penetración en el mercado.
Para medir la línea evolutiva de las matrices de valor social no hay nada como observar la evolución de los mercados: la oferta posee todos los medios de investigación de tendencias de consumo -frenos y permisos- y obra como un auténtico observatorio sociocultural. Detrás de la permisividad hacia la homosexualidad y detrás de la resignificación de la masculinidad opera el mismo mecanismo de adecuación de las matrices éticas a las transformaciones socio-económicas.
En este nuevo contexto, la colectivización de la «identidad homosexual» comienza a transformarse en una supervivencia de etapas previas, claramente desfasada, retardataria, respecto del contexto real. La colectivización de la «identidad homosexual» es la respuesta a la marginación mediante una automarginación afirmativa que la confirma. Es, en todo caso, una necesidad táctica. Pero lo que realmente necesita el homosexual es precisamente lo contrario a su «reivindicación»: dejar de ser considerado «homosexual». El homosexual no necesita acentuar su «diferencia» ni que se le valore por ella, sino disolverla, volver al seno de la sociedad como el igual que es, como uno más: indiferenciado. O sea, ser reintegrado a la sexualidad de todos como un congénere. Y el nuevo escenario ético favorece claramente ese objetivo.
Aquella sensación de molestia en la autodefinición como homosexual no proviene, entonces, tanto del carácter artificial del concepto sino de la desnaturalización del tabú que lo ha originado: la palabra «homosexual» ha perdido las raíces que la hicieran indispensable; resulta casi tan arcaica como «doncella» o «mancebo». Se trata de la obsolescencia del tabú.
Ser homosexual no es algo de lo que haya de avergonzarse pero tampoco enorgullecerse; pues no es ningún defecto ni es una virtud: es una característica normal y corriente de la persona, no más importante que cualquier otra.
LA LIBERACIÓN SEXUAL
Si de algún privilegio disfrutan los marginados es del de poder rechazar no sólo su marginación sino, fundamentalmente, su propia condición de sector, y revertir sobre la sociedad una conciencia que el sistema y sus preferidos no pueden desarrollar. La hipótesis de que la homosexualidad no es un atributo diferencial de una tribu, sino una dimensión universal de lo humano, expresa o latente, asumida o recanalizada, no sólo es teóricamente más cercana a la verdad, sino que resulta éticamente más justa y culturalmente más transformadora.
Pues aquel imaginario impuesto es la proyección de una sexualidad imaginaria e igualmente restrictiva y mutila toda forma de sexualidad. Una mitología obsoleta sigue sometiendo la sexualidad a unas servidumbres que ensombrecen su disfrute. Entre esos mitos, las supersticiones acerca de la «identidad sexual» y sus estereotipos han devenido corsés que maniatan al cuerpo y a la fantasía, impidiéndoles el desplegamiento de sus potencialidades en la conquista del placer. Mencionemos como ejemplo el predominio de una representación sadomasoquista de la penetración, claramente anclada en la hegemonía del modelo machista de la relación heterosexual. Deriva de él el abuso de la imaginería de la «entrega» y la «posesión», de lo «pasivo» y lo «activo», tan legítima como aleatoria, opcional, en las prácticas sexuales reales.
Parecerían estar dadas las condiciones para la expansión de una cultura sexual superadora que asuma el goce sexual sin roles preestablecidos ni compromisos paródicos con la cópula procreativa, donde la fantasía sexual que lo acompaña esté abierta a todas las imágenes favorables al placer, como en toda ensoñación, en todo sueño. Una cultura sexual que efectivice la desestandarización de la práctica sexual en general, la destrucción de los tipos y la conquista de la singularidad e irrepetibilidad de la experiencia erótica. La desmarginación de la homosexualidad arrastrará consigo, por efecto cascada, la desmarginación del sexo. No es, por tanto, un objetivo exclusivo de los homosexuales sino un objetivo de toda persona que haya superado el estadio procreacionista de la cultura sexual
Pues el discurso represivo no sólo actúa sobre los clasificados como «homosexuales» sino sobre el conjunto de la población, y crea artificialmente a los «normales» que, con el tiempo, devienen «heterosexuales». En ese sentido es totalmente lógico, pleno de significado, hablar de una necesidad de «liberación del heterosexual». Se trata, en realidad, de un problema único: el papel social conflictivo de la sexualidad y su relación con estructuras de dominación profundas y muy estables. Mientras la identidad genérica opere como corsé de la identidad individual, cualquiera que sea el género, no podemos hablar de libertad.
Una sexualidad abierta, no catalogada, no compartímentada, reconocida como unitaria en su universalidad y no fragmentada en variedades conforme a parámetros caprichosos o secundarios, es el sueño de algunos en el que puede identificarse la humanidad entera. No hay liberación grupal verdadera si ésta no conlleva la liberación del conjunto de la sociedad de sus propias ataduras.
Si bien el rechazo social de una inclinación sexual condiciona, inevitablemente, la identidad del rechazado, también es un hecho que la vivencia íntima y el ejercicio concreto de la propia sexualidad se realiza -o puede realizarse- al margen de los estigmas de la moral dominante.
Y esto es idénticamente válido para los aceptados como normales, pero amordazados por esa misma «normalidad».
Un hombre y una mujer en la cama no son más que un hombre y una mujer en la cama soñando con quién sabe qué irrepetibles paisajes de la ternura. Quien los tache de heterosexuales no hace sino mutilar una experiencia que, como tal, es inclasificable. La injusticia no aparece entonces con el desprecio; nace ya en el momento mismo de la clasificación. «Discriminar» significa, en estricto castellano, «clasificar».
La intimidad del deseo y su satisfacción abre un espacio de libertad en el cual el imaginario social está ausente. En esos momentos únicos, la «identidad sexual» -que es inevitablemente un discurso pactado- desaparece: las palabras que la describen socialmente -ofensivas o reivindicativas- se desvanecen. En el encuentro erótico somos sólo seres humanos gozando.
Es en ese espacio de no condicionamiento donde se han de buscar las palabras adecuadas cuando haya que narrarlo. Y ninguno de los clisés sociales ayudará. Hay que dejar hablar al deseo, legitimar sus términos más honestos y alusivos, y sacarlos a la luz, reivindicando abiertamente su derecho a la legitimidad. Limpiar al deseo homosexual -y al sexo mismo- de las palabras con que, injustificadamente, se sigue ensuciándolo.
Atreverse a disolver en la nada el discurso enmarañado y enfermo que la sociedad ha fraguado en torno a la homosexualidad. Desintegrar ese mito y dejar al deseo a solas con sus sueños; limpios de todo temor, de toda ofensa, de todo envilecimiento. Demoler definitivamente esa falsa «identidad homosexual», esa cárcel construida por otros, y circular por el mundo anónimamente, sin otro nombre que el propio, sin etiquetas, como el igual que se es. Olvidar toda afrenta, toda culpa y manifestar nuestro deseo ya no como una carencia sino como un homenaje al mundo. Atreverse a ser en el deseo y no fuera de él. Alegrarse de sentirlo y abandonar toda visión atormentada de la pulsión.
Él es mi compañero, mi novio, mi amigo, mi pareja, el hombre que amo. Y no por ello soy yo «homosexual», «gay», «pájaro», «maricón» ni, mucho menos, «puto». Sencillamente: me gustan los hombres. Y me niego a vivir en aquella jaula de palabras.
La homosexualidad ha devenido «condición» sólo porque antes ha sido estigma. La superación del estigma conduce, mejor dicho conducirá, a la disolución de la homosexualidad y, por lo tanto, de la heterosexualidad. Se podrá, entonces, concurrir al lecho completamente desnudo de marcas: concurrir uno mismo, único, al libre ejercicio de su inclasificable sexualidad.
El sexo se manifestará como un desplegamiento, como una apertura, como una eclosión idéntica a las expansiones del espíritu. Reinará así, liberada, la Sexualidad Humana, muy junto a su legítima hermana: la Espiritualidad.