3. Los estereotipos y sus
paradojas
Cuando comienzan a vemos como esto,
como aquello, comienzan a no vemos.
ANTONIO PORCHIA
EL «AMBIENTE» GAY: GUETO HEGEMÓNICO
«Gay» es un término de jerga recientemente oficializado. Alude básicamente a la homosexualidad masculina: la palabra «gay» suscita sólo la imagen de un hombre. Y el conjunto de iconos, usos y costumbres asociados a «lo gay» están referidos exclusivamente al mundo masculino.
La palabra «gay» contiene en sí misma las distorsiones y perversiones propias de la verbalización de una práctica reprimida: «alegre», «frívolo», «mundano». El término se ha positivado, por auto-afirmación y por efecto de la creciente aceptación social; pero nada le quita su resonancia despectiva o, como mínimo, irónica: para decir «gay» hay que insinuar una sonrisa que cumpla el papel de las comillas. El vocablo sigue circulando en cierta ilegalidad y, entre latinos, arrastra un problema fonético-ortográfico irresoluble. El vocablo es, él mismo, marginal.
Este barbarismo ha sido importado de los centros de mayor actividad del movimiento gay y su subcultura; centros que no casualmente se localizan en el macro-gueto homosexual de los Estados Unidos, país occidental líder en homofobia. Y es esta homofobia la que ha favorecido el desarrollo de la cultura gay, que no es más que una contrafigura defensiva (gay pride). Estos centros operan como emisores de léxico de uso internacional: fist-fucking, ball-rings, cruising, leather, drag-queen, taxi-boy...; aunque no sólo de léxico. Estados Unidos tiene hegemonía sobre el mercado mundial de publicaciones gay y, a través de ellas, se universalizan sus usos y costumbres, prácticas y productos, iconografía, arquetipos, etc. Igual que en todos los campos de la sociedad globalizada, Estados Unidos educa al mundo en la forma de ser homosexual.
A pesar de su irregularidad, frente a «homosexual» «gay» tiene indudables ventajas: su brevedad, que obra a favor de su adopción mayoritaria, y el hecho de omitir la alusión explícita a lo sexual; alusión molesta y, en determinados contextos, no pertinente. Por su crudeza, el término «homosexual» se utiliza con cierto pudor y se sustituye por «gay».
Pero «gay» remite a una determinada inscripción cultural, alude sólo a un subgrupo, a una tribu. El universo de hombres que sólo tienen relaciones sexuales con hombres tiene, mal que le pese, un único nombre correcto: «homosexual»; término que hace referencia clara y exclusiva al único rasgo común a todos ellos.
La sociedad no ha encontrado un solo término que permita denominar a todos los homosexuales por una característica objetiva distinta a la de su homosexualidad. Simplemente porque no la hay. Todos los términos existentes son denigrantes o parcializantes. Sólo «homosexual» hace justicia a la realidad.
Inicialmente «gay» y «comunidad gay» fueron adoptados como autodenominación por un subgrupo de homosexuales, caracterizados por una determinada actitud y conducta ante la discriminación. No obstante, el término «gay» se usa hoy como sinónimo coloquial de «homosexual» y de todas las denominaciones que la homosexualidad ha ido adoptando en su milenaria historia. Este uso inclusivo incurre en una gruesa inexactitud: no todos los homosexuales son ni se consideran a sí mismos «gays»; pues este término posee una fuerte connotación subcultural, subsectorial, específica.
La exuberante iconografía gay es sólo expresión de ciertas minorías activas que asumen, a priori, la representación del conjunto. Y aquí vuelve a cumplirse el principio inexorable de que toda identidad gregaria hegemónica produce segregados internos: existe un discurso gay que discrimina, de facto, a otros homosexuales. La «nación gay» tiene también sus propios marginados. La imposibilidad objetiva de una auténtica identificación general del «colectivo homosexual» es prueba de ello: imposible dar con un conjunto de atributos que satisfagan a todos por igual.
Pero la institucionalización de aquella «comunidad» ha exigido optar por algún modelo, o sea, un paradigma de rasgos «esenciales» no limitado a aquella marca primaria: la práctica homosexual. Y ese paradigma vino servido por los protagonistas más notorios de aquella reivindicación, los más singulares. Éstos impusieron, naturalmente, su propia idiosincrasia como arquetipo: quien asuma su homosexualidad y decida integrarse en la «comunidad» deberá, en algún grado, imitar al modelo como señal de pertenencia. Dicho más tajantemente: muchos homosexuales mariconean simplemente por mimetismo.
La institucionalización defensiva de aquella cultura, ha hecho posible reconocer a los homosexuales como una comunidad (el «ambiente gay» o, sintéticamente, «el ambiente»), casi una nación, con bandera e himnos. Ello no ha hecho sino satisfacer la necesidad sistémica de segregarlos como etnia diferenciada. Un sacerdote argentino llegó a decir que habría que asignarles un territorio (como a los judíos). De hecho, en toda gran ciudad disponen de al menos un barrio. La reivindicación gay es, a modo de «efecto espejo», la contrafigura de la discriminación; un fenómeno psicosocial típico consistente en positivar reactivamente la segregación: el triángulo rosa (préstese atención al color) con que los nazis marcaban a los homosexuales devino el símbolo del «orgullo gay», hoy reemplazado por el arco iris.
En tanto la homosexualidad no puede ser motivo ni de vergüenza ni de orgullo, tal orgullo sólo aparece como respuesta al desprecio. Y lo confirma. Un servicio de información sobre el SIDA, prestado por una agrupación gay, comenzó a registrar un alto número de consultas de heterosexuales, sin duda debido a su mayor credibilidad. Al aconsejárseles que capitalizaran ese reconocimiento social y se asumieran como servicio universal, prefirieron mantenerse circunscritos a su colectividad y asesorar principalmente a los «compañeros». El estigma es revertido en identidad, y la militancia, en fidelidad al gueto.
Como en todo movimiento social reivindicativo, en el movimiento gay aflora, inevitablemente, cierto regodeo en el victimismo, cierto temple heroico. Y, a la vez, cierta autoafirmación en la marginación, cierto sentimiento de superioridad, implícito en el privilegio de salirse de lo común; cierta satisfacción en el sobresalir, en no formar parte del montón; cierto elitismo del «diferente». Y ese cuestionar la marginación conservándola como privilegio es lo que resulta funcional al sistema.
En una revista gay[11] se lee la siguiente noticia: Dinamarca (...) tendrá, gracias a la asociación Rainbow 36, espacios para urnas en una zona especial en el cementerio de Copenhague destinado a los entierros de homosexuales. Ivan Larsen, cofundador de la asociación, ofrece a sus miembros una urna funeraria por 525 dólares aproximadamente (...). La tumba estará señalada con la bandera del arco iris ya que, según Larsen, «tenemos nuestros propios lugares donde nos podemos reunir y divertimos, bares gays, etc. Por eso quisimos crear nuestro propio cementerio». Evidentemente, hay gente que quiere vivir en el gueto aun después de muerta. Y hay comerciantes despiertos que al paquete de productos para el mercado gay suman la urna: con apenas 525 dólares lograrás ser eternamente diferente.
Tal funcionalidad al sistema ha facilitado la difusión y socialización de una suerte de retrato-robot que cristalizó como estereotipo generalizado. Los medios de comunicación han necesitado utilizar los términos en uso en el gueto y los han esparcido sobre la opinión pública, con uno u otro signo según los casos; últimamente de un modo aprobatorio o, al menos, permisivo. Como consecuencia de ese encadenamiento de procesos del imaginario social, internos y externos a los homosexuales, la inexistente «comunidad homosexual» devino real y, mediante una sinécdoque naturalizada, ha quedado identificada con una determinada manifestación de la homosexualidad: «lo gay».
El movimiento por los derechos del homosexual no tendría por qué constituir un «movimiento gay», si no fuera porque sus activistas han necesitado echar mano a una cultura diferenciada y disponible, mitificarla e imponerla como factor de identificación del conjunto de los homosexuales. Pero instalada la «cultura gay» como arquetipo; quien no se inscribe en ella aparece como un «gay-no-asumido». En toda «marcha del orgullo gay», encabezada, como suelen estar, por la multicolor alegría y el fascinante desparpajo de los travestís, un porcentaje de participantes desfila, inevitablemente, con cierta incomodidad. El objetivo común no logra homogeneizar las identidades, apenas si las sinergiza.
Por otra parte, y para mayor dispersión, no todos los homosexuales, por el mero hecho de serlo, aceptan la homosexualidad. Así como hay obreros de derechas y mujeres machistas, hay homosexuales homófobos. Y más aún: es imposible que, de un modo u otro, no lo sean todos. La pulsión homosexual y la homofobia son contradictorias pero no incompatibles.
La homofobia no es un defecto individual sino un rasgo sistémico de la sociedad, igual que el racismo. Puede atenuarse individual o sectorialmente; pero, en tanto sistémica, es compartida por todos los miembros de la sociedad. Y, desde ya, es compartida por los homosexuales, a pesar de su «orgullo».
El «orgullo gay» puede entenderse no tanto como afrenta al establishment sino como consigna terapéutica dirigida a los propios homosexuales con la misión de neutralizar la culpa, o sea, el autodesprecio. Tchaikowsky, en una carta a su hermano, le declaraba estar harto de las murmuraciones que corrían acerca de su sexualidad y le confesaba que estaba dispuesto a casarse con tal de frenarlas. Es muy difícil que, ante niveles tan altos de tormento, el homosexual no soporte el peso de la culpa y no desarrolle cierto autodesprecio y, por tanto, un repudio de aquello que lo culpabiliza.
Sabiéndose socialmente pensado sólo mediante palabras ofensivas y pensándose a sí mismo con ellas, es imposible que el homosexual no padezca la experiencia continua de la culpa. El homosexual, aunque ría, es un «alma en pena». Logrará alivios aislados, fragmentarios; pero inevitablemente navegará en un mar de ilegitimidad.
Una prueba de ese desprecio la da el uso aparentemente parabólico pero intencionalmente despectivo del término «marica» o «maricón», dentro del propio «ambiente». Otras metáforas autoimpuestas aluden más abiertamente a la anormalidad, base del descontrol: «loca», «loca perdida»; o a la histeria: «reina» («queen»). Y el autodesprecio llega a su extremo, ingresando de lleno en lo ético, mediante el «afectuoso» epíteto de «puto» con que suelen aludirse entre sí muchos homosexuales argentinos.
El desfase entre realidad y representación ideológica es» por lo tanto, amplísimo: «comunidad gay», con la expansión de su uso, deviene sinónimo -forzado e inexacto- de «comunidad homosexual»; expresión ésta que, por su parte, alude a un hecho puramente imaginario. Lo único real y demostrable es la existencia de personas que prefieren tener relaciones con personas de su mismo sexo; se los denomina «homosexuales» y no constituyen una comunidad ni comparten una cultura.
El discurso social sobre la homosexualidad -en todas sus variantes- está habitado exclusivamente por fantasmas; condición sine qua non para impedir que la homosexualidad real acceda al espacio mental de la sociedad, o sea, para que, a la inversa del mito, lo real devenga imaginario.
EL A PRIORI DEL AFEMINAMIENTO
La marca de aquella manifestación particular de la homosexualidad, oficializada como universal, es básicamente la presencia de lo femenino; factor que, paradójicamente, está negado por la práctica real de un sector importante de hombres homosexuales.
La presencia de lo femenino como rasgo definitorio de la homosexualidad no es una constatación de hecho sino una necesidad estructural del arquetipo ideológico de la homo- fobia. La manera más eficaz de justificar y favorecer la instauración de la homofobia (mandato del tabú) es asociar la homosexualidad a la femineidad («alma femenina en cuerpo de hombre»). Pues es básicamente este cambio de género, esta «degeneración», lo que avala el desprecio: lo repudiable no es tanto el mantener relaciones con otro hombre, sino «perder la virilidad», atributo jerárquico indiscutible frente a su opuesto «inferior», la femineidad. El marica ha renunciado nada menos que al privilegio de la virilidad, se ha autodenigrado, ha hecho lo peor que puede hacer un hombre: parecerse a una mujer.
Aquí reaparece aquel clisé citado al inicio del prólogo: el de la «personalidad homosexual» y lo que podríamos llamar «estigma del marica»: su espíritu supuestamente egocéntrico y desleal, poco fiable; un carácter que suele atribuirse también a la mujer -«constitucionalmente traidora, envidiosa y vengativa respecto de las otras mujeres»- y, prácticamente sin diferencias, a las putas, afectas como son a hacer «putadas», especialmente a sus colegas. Esta asimilación marica-mujer-puta, en absoluto casual, es precisamente uno de los prejuicios clave de la representación social de la homosexualidad. Estamos situados, de cuerpo entero, en pleno pensamiento mágico, donde lo que guía a la conciencia es la superstición. Detrás de la homofobia encontraremos inmediatamente al machismo, tendencia paranoide que denigra por igual a las mujeres, las putas y los maricas, incluyéndolos en el mundo amenazante de lo anti-masculino: las Evas y las Pandoras.
Obviamente el origen de esta ideología se sustenta sobre la piedra fundamental de toda nuestra ética sexual: la superioridad «irrefutable» del hombre sobre la mujer. Para instalar esa creencia ha sido necesario caricaturizar la virilidad haciéndola depender directamente de la función reproductiva. El espermatozoide es un macho chiquito que reclama la presencia del óvulo para violarlo. Se instaura así la preeminencia de lo fecundante sobre lo fecundado, de lo «activo» sobre lo «pasivo». Una matriz amortizada en interminables usos analógicos que cubren desde las funciones fisiológicas hasta las producciones culturales.
De esa función «originaria» de lo masculino se derivan una serie de rasgos (fuerza, violencia, arrojo, valentía, etc.) que configuran su caricatura. Una imagen que está plenamente naturalizada a pesar de que sólo es satisfecha por un sector parcial de los hombres, sin duda minoritario: aquellos que sobreactúan inconscientemente su «virilidad» por la presión social que los fuerza a mimetizarse paródicamente con el modelo legitimado.
Esta caricatura de la virilidad excluye de un modo ostensible a la amplia mayoría de los hombres, que sólo pueden reproducirla en parte. Pues, contraviniendo la realidad, en dicha caricatura queda excluido maniqueamente todo rasgo femenino: lo masculino y lo femenino son y han de ser universos estancos. Tal como lo son el espermatozoide y el óvulo. Otra creencia mítica.
La codificación cerrada de ciertos rasgos exteriores (habla, gestualidad, indumentaria, etc.) como afeminamiento, o sea, como rasgos exclusivamente femeninos, sumada a la asociación biunívoca entre afeminamiento y homosexualidad, vuelve inmediatamente sospechoso de ser homosexual a todo hombre que muestre aquellos rasgos; a pesar de que no lo fuera. Recíprocamente, la virilidad manifiesta en aquellos rasgos codificados por el estereotipo aleja toda sospecha de homosexualidad, a pesar de que su portador fuera homosexual.
Para el estereotipo de la masculinidad, la homosexualidad de Alejandro Magno es sencillamente inexplicable: un déspota, ambicioso y guerrero que al frente de sus huestes asoló y conquistó, espada en mano, media Asia en compañía de su amante. Igualmente inexplicable resulta la homo-sexualidad de la mayoría de los homosexuales que, sin conquistar Asia, hacen una vida tan masculina como la de sus compañeros de equipo en el fútbol, en el ejército, en la policía o en la flota de camiones. Uno de los arquetipos del homosexual más frecuentes en la galería gay es, precisamente, el «super-macho». Estamos en el reino de la analogía, o sea, el de la creencia en la veracidad de los símiles codificados socialmente, el de las apariencias.
La caricatura oficial de lo masculino hace que los rasgos ajenos a ella -cualesquiera que éstos fueran- sean considerados como provenientes del espacio exterior, o sea, del otro sexo, y no como el desplegamiento del propio. Para la ideología oficial de los géneros, lo neutro no existe: todo rasgo no-masculino es, por fuerza, femenino. De este modo, la homosexualidad, entendida como afeminamiento, constituye necesariamente una de-generación.
La caricatura de la homosexualidad se calca sobre otra caricatura: la de la virilidad. Y en tanto no hay ningún atributo real de la virilidad que le sea negado al homosexual; para segregarlo resulta indispensable reconocer que la renuncia a la práctica heterosexual conlleva la identificación con el sexo opuesto y arrastra consigo inexorablemente todo atributo masculino.
De allí que el vínculo homosexualidad-afeminamiento resulte indispensable. Es necesario creérselo. Un círculo vicioso típico de toda representación mítica.
Hasta hace relativamente poco era masivamente considerado anti-femenino, y desde ya inmoral, que la mujer montara al hombre: la mujer es y ha de ser «pasiva». De allí a considerar como afeminado al hombre que, en su práctica heterosexual, acepta como zona erógena a su ano, como si éste fuera un órgano femenino, hay un paso. Toda ideología abusa de la metáfora, o sea, de la analogía. No es sólo la homosexualidad sino la propia sexualidad la que está representada por un sistema de fantasmas que la distorsionan y recortan.
Los rasgos que se le atribuyen a una supuesta psicología diferenciada no son sino las marcas de una codificación social de los tipos humanos y sus formas de relación interpersonal; codificación que elige -y construye- los tipos a oficializar y les asigna la valoración ética, cultural o psicológica que conviene al modelo social. Codifica, por ejemplo, el afeminamiento con un protagonismo altísimo y una valoración negativa y, en cambio, disimula el amaneramiento opuesto, el «virilismo» (que, en ciertas personas y sectores sociales, adquiere aspectos patéticos, abiertamente caricaturescos) y, desde ya, lo valora positivamente.
El afeminamiento masculino es una de las variantes de autoexpresión del hombre. Quien en un hombre afeminado vea una mujer estará viendo visiones. A excepción de aquellos que objetivamente se asumen como mujer, existe un extensísimo sector de hombres -no necesariamente homosexuales- que desarrollan formas de afeminamiento. Un afeminamiento que, conjeturalmente, podríamos atribuir a algún grado de identificación con la mujer, posiblemente adoptado en la niñez en su relación con la madre, la hermana o las niñas con quienes jugaba.
Tal identificación es una de las posibilidades naturales en el ser humano: único animal liberado de la obligación a la reproducción de la especie. Dicha liberación cancela la estanqueidad macho-hembra y, en su lugar, instituye la polaridad masculino-femenino como componentes compatibles combinados en distinto grado en cada persona. Y en ningún caso debería merecer descrédito alguno, si no fuera por la creencia en la «pureza» genética, hija de la fe procreacionista.
Merece una especial atención el fenómeno del travestismo que oscila entre una decidida identificación femenina que introduce intervenciones afeminadoras en el propio cuerpo (depilación, cosmética, cirugía, etc.), cuya forma extrema es la transexualidad, hasta formas conscientemente paródicas cuya manifestación más pura es el transformismo teatral, auténtico género artístico.
El travestismo debe considerarse una facultad específicamente masculina, que nada tiene que ver con la femineidad. En el travestismo no hay una recreación mimética sino una construcción masculina de un personaje femenino fantaseado, en el cual se plasman voluntades auto-expresivas del hombre. En el travestismo se desocultan facetas de la personalidad masculina que, en el hombre «masculinizado», han sido reprimidas o decididamente olvidadas.
LA «PLUMA»
La jerga nos brinda una vía explícita para el análisis de las implicaciones ideológicas; no sólo denomina: desnuda. ¿Por qué a un homosexual afeminado se le «acusa» de tener «pluma»? ¿Por parecerse a una mujer? En absoluto: las mujeres no usan ni tienen plumas. La pluma es una sinécdoque abierta, descarada, de la vedette: vedetismo, divismo, histrionismo, egocentrismo, rutilancia; en síntesis, el paradigma de la histeria.
Al elegir la idea de «pluma», la jerga gay sincera su actitud ante el afeminamiento y acuña un sentido perverso: con «pluma» acepta castigando. Tal como lo hace con el término «maricona» o «marica perdida». El homosexual no está exento de homofobia: cuestiona lo que reivindica. Y en ello radica el doble filo del movimiento gay.
Al aceptar y positivar el componente femenino como consustancial a la homosexualidad, se viene a coincidir con el estereotipo construido por el mito oficial. El movimiento gay, independientemente de lo justo de sus reivindicaciones y de la eficacia práctica de su activismo, es compatible con el sistema de valores imperantes en la sociedad; pues legitima, por la positiva, la arbitraria segmentación y corrobora la caracterización parcializada, reductiva, de los homosexuales como inexorablemente afeminados.
Un conocido intelectual español que, en su madurez, optó no sólo por salir del armario sino también por enrolarse en la causa gay, confiesa en uno de sus artículos para una revista de ambiente: Soy tímido, o cobardica, así que no me atrevo a desplegar mucha pluma, o eso me parece a mí, y bien que lo lamento: siempre he pensado que ser gay y no tener pluma es una forma de represión[12].
Nadie puede poner en duda que al expresarse como a uno le sale del alma, cada cual pone en acto el derecho de ser como es; y que disimularlo es traicionarse a sí mismo y a los demás. Pero suponer que un homosexual que no mariconea es porque reprime su «pluma» implica adscribir al mito oficial e incurrir en una actitud tan sectaria como la del homófobo. La pulsión homosexual en el hombre no supone la condición inexcusable de la femineidad. Esto es verificable en los hechos y sorprende que un intelectual no lo haya percibido. En nuestro personaje, su reivindicación de la pluma no es sino fruto de una presión de contexto: el papel político del «orgullo» de ser distinto.
Pero vayamos más allá: la actuación de la pluma va acompañada casi siempre por un cambio de género en el discurso: el maricón mariconea en femenino; y de ello suele deducirse, mecánicamente, que él desdeña su masculinidad; interpretación superficial que se desmonta fácilmente.
Le pregunto a un amigo -mariquita de agudísimo humor- cuántos eran de familia y él me contesta, con una velocidad y una naturalidad sorprendentes: «Somos cuatro hermanas; yo soy la pequeña». ¿Debemos interpretar que mi amigo se asume como una mujer? Desde ya que no. No hace falta demasiada perspicacia para comprender que él aprovechaba la oportunidad que yo le brindaba para poner en juego su capacidad para la ironía. Parodiaba al estereotipo, lo caricaturizaba. Se reía de sí mismo; o, mejor dicho, se reía del personaje de ficción socialmente construido y que él aceptaba representar.
La feminización gramatical, frecuente en «el ambiente», se inscribe exclusivamente en el discurso del humor, en la actuación paródica o sarcástica, en el juego con el esperpento. Ningún homosexual, por mariquita que sea, habla de temas serios en femenino.
La feminización del discurso es obviamente más tenaz en el travestí (reiteremos: el travestí): por simple coherencia, resulta chocante, grotesco, hablar en masculino luciendo una bata de cola. Pero el travestí, en medio de una impecable actuación, de pronto se distrae, se le cruza un tema totalmente ajeno al libreto: su voz se vuelve, entonces, más grave, olvida cómo está vestido, y su discurso retoma el género masculino. El mariquita es hombre. Sólo un hombre puede ser mariquita
MASCULINO-FEMENINO
La crítica al clisé del afeminamiento del homosexual nos lleva a preguntarnos por el grado de realidad del par masculino-femenino; y replanteamos la objetividad de los géneros: ¿hasta qué punto los géneros son hechos reales y en qué medida, construcciones imaginarias?
Retomemos una de las hipótesis del primer capítulo: La única realidad objetiva que puede sustentar la idea de «identidad sexual» es la diferencia entre los sexos, o sea, aquella que permite reconocer a los hombres y las mujeres como distintos gracias a su diferencia sexual. La singularidad psicofísica de lo masculino y lo femenino es objetivamente verificable: las diferencias anatómicas y fisiológicas van acompañadas por ciertas diferencias psicológicas.
Aceptado lo anterior, resultará esclarecedora una relectura de los fenómenos opuestos a la identificación sexual convencional: las socorridas «feminización del hombre» y «masculinización de la mujer». Estos fenómenos -señalados como características exclusivas de la sociedad contemporánea- suelen entenderse como una suerte de «mestizaje de géneros», cierto «hermafroditismo» psicológico o cultural, valorados, por lo general, negativamente.
Pero a poco de analizarse, dicha lectura evidencia su origen: está realizada desde el modelo sexual dominante y en crisis. Bien mirados, esos procesos de feminización del hombre y masculinización de la mujer no expresan sino el desplegamiento, en cada género, de aquellos atributos y capacidades que estaban reprimidas por los estereotipos largamente vigentes. Estos estereotipos separaban unos rasgos asignados a lo masculino con exclusividad de otros asignados a lo femenino con exclusividad. O sea, teñían con carácter sexual aquello que, en realidad, era común, indistinto: sexualizaban lo asexuado.
Y el origen de este fenómeno se entiende perfectamente: la sociedad sexista todo lo sexualiza. Se explica, entonces, que cuando la mujer recupera y pone en acción una potencialidad universal que estaba convencionalizada como exclusiva del hombre -tal, por ejemplo, la capacidad directiva- se tenga la sensación ilusoria de que está perdiendo femineidad, o sea, está masculinizándose. En realidad, está desplegando una capacidad propia de ambos sexos.
Aquella lectura espontánea muestra hasta qué punto el binomio macho-hembra (pareja-cupla-cópula) constituye una estructura ideológica profunda, fundante y explicante de todo lo real. En España, así como las farmacias se identifican mediante una cruz, algunas ferreterías aún utilizan como emblema el símbolo masculino. Las ferreterías, los talleres mecánicos, las herrerías, fueron durante siglos antros exclusivamente masculinos, auténticos androceos.
Allá por los años 60, en una escuela técnica de Buenos Aires intentó inscribirse una joven. Los funcionarios creyeron que se trataba de una confusión de la postulante; pero ésta los convenció de su voluntad de estudiar uno de aquellos oficios. Buscando los argumentos reglamentarios para rechazar su solicitud, descubrieron que en las normas del Ministerio de Educación y de la propia escuela no figuraba ninguna cláusula que excluyera a las mujeres de esas carreras. Era la pura ideología laboral, socialmente homogénea, la que había normativizado espontáneamente la división sexual del trabajo. Ausente una prohibición expresa, la joven fue admitida y ¡oh sorpresa! no había en el edificio lavabos para alumnas. La joven fue autorizada a usar el lavabo de las profesoras. Aquella joven tuvo el privilegio de ser el primer emergente de una redefinición de la división sexual del trabajo y del consiguiente crecimiento -hoy aceleradísimo- de los oficios sexualmente neutros. Pues, en dicha redefinición, lo normal no es que los oficios se troquen sino que se compartan.
Una mirada que consiguiera descartar aquella matriz sexual primaria consideraría tan propio del hombre el trabajo pesado en la fábrica como el cambiarle los pañales a su bebé; y tan propio de la mujer el guisar para la familia como el conducir el camión de la basura o un autobús. Y en ninguno de estos casos necesitaría recurrir a la filiación de género de esas tareas.
En realidad no se trata de un proceso de feminización del hombre y masculinización de la mujer sino un cambio de ambos paradigmas y una de-sexuación de aquello que no es objetivamente sexual, una resignificación de los comportamientos fuera de la polaridad masculino-femenino. La debilidad del sexo débil y la fortaleza del sexo fuerte se van reduciendo a su pura objetividad, quizá a la mera diferencia de los recursos anatómicos, que por otra parte, están condicionados por la ideología.
Podemos hablar, con más propiedad, de una ampliación del espacio de lo neutro, lo no-sexualizado, y una restricción creciente de lo sexual a aquello que constituye una diferencia psicofisica de índole objetivamente sexual.
O sea, el género se va acercando al sexo al ir desprendiéndose de unas atribuciones míticas, ya superfluas.