4. La razón cautiva

 

.... Lo que se ha de entender desto de convertirse en lobos es que hay

una enfermedad a quien llaman los médicos manía lupina

MIGUEL DE CERVANTES

Los trabajos de Persiles y Sigismunda

(Citado por Alejo Carpentier)

 

 

¿UNA ETIOLOGÍA GENÉRICA?

Más allá de las creencias generalizadas y presuntamente por encima de ellas, la psicología ha intentado brindar una explicación racional, no mítica, de la homosexualidad. Dejando de lado los ascos, la ciencia se ha preguntado ¿por qué tantas personas sienten atracción sexual por individuos de su mismo sexo? O mejor aún: ¿por qué existe la homosexualidad?

La pregunta da por sentada la existencia de un objeto con características propias -la homosexualidad- cuya «fisiología» singular permitiría diferenciarlo otológicamente de los otros objetos de su mismo paradigma que, en realidad, es sólo uno: la heterosexualidad. Se trata de una polaridad. Aun en los casos en que el abordaje psicológico descarte la hipótesis de la enfermedad, su indagación parte de suponerle a la homosexualidad una etiología genérica, común a todos los que participan de ella; y se da la tarea de descubrirla.

Esta tarea incluye, necesariamente, la respuesta de la pregunta hermana: ¿por qué tantas personas durante la historia de la humanidad han deseado y desean a personas del sexo opuesto? ¿Por qué existe la heterosexualidad? Pregunta absolutamente lógica si se descarta la hipótesis biologista (supervivencia de la especie); hipótesis obviamente insuficiente para explicar la sexualidad humana. Y dicho interrogante no es gratuito, no supone una mera especulación formal o una provocación. Para un homosexual puro (o sea, para aquel que exclusivamente desea a personas de su mismo sexo) la relación heterosexual resulta absolutamente enigmática: ¿cómo es posible que un hombre desee a una mujer?, ¿qué es lo que le atraerá? El deseo, cualquiera que éste sea, resulta naturalmente insólito a todo aquel que no lo sienta.

En el mundo de la vida -que no en el teórico- la pregunta por el origen de una determinada orientación sexual es, en realidad, la pregunta por el deseo del otro: la pregunta por el sentido del deseo no sentido. Todo deseo no sentido es un enigma. Tu enigma contra el mío.

Recíprocamente, aun impenetrable a la razón, el deseo se manifiesta ante el deseante como la más unívoca e incuestionable aspiración a la plenitud: el sentido mismo, puro y previo a la consciencia, pugnando por realizarse. Es el lugar de la fusión perfecta con el mundo: un paraíso de deleites sin límite. El objeto del deseo y el placer que promete su posesión es lo que más sentido tiene para mí: nada puede igualársele. Sobre todo lo demás, sobre todo otro sentimiento y apetencia habrá siempre una sombra de duda.

Pero ese sentido contundente, monolítico, inobjetable, es, a la vez, inefable. La experiencia del placer sexual es, como la experiencia de la música, un éxtasis inexplicable, pura subyugación de algo que, aun estando en mí, no es yo. Y, aun no siendo yo, me ayuda a ser.

A un célebre personaje de la farándula -declarado homosexual- un periodista de pocas luces le preguntó si a él le gustaban los hombres. Haciendo gala de una sagacidad admirable, le contestó: «No todos».

En esas dos palabras -para el que sepa escuchar- se encierra un enigma mucho más profundo que el de la homosexualidad: el enigma de la opción sexual ya no por un género sino por un individuo.

Hay hombres que sólo pueden tener sexo con jovencitos y sienten una total repulsa por los hombres de su misma edad. Para su suerte, hay jóvenes que sólo se excitan con señores mayores. Hay hombres que sólo pueden tener sexo con varones que parezcan mujeres y que actúen como tales. Recíprocamente, otros pierden la cabeza sólo por machos velludos, musculosos y dominantes. A diferencia de todos los casos anteriores, hay hombres que sólo se sienten atraídos por varones de su misma edad, su misma estatura, su mismo peso. ¿Cuál es el proceso identificatorio común a todos estos homosexuales? —¿A Ud. le gustan los hombres? —No todos—. Dos palabras a tener en cuenta.

¿Por qué sólo te excitan los hombres? Porque, para mí, son mucho más atractivos que las mujeres. ¿Y por qué sólo ciertos hombres? Porque hay hombres que son menos atractivos aún que las mujeres. A partir de aquí, el diálogo no puede avanzar sin ingresar en el terreno de la pura especulación. En el caso de que detectáramos un factor común detrás del deseo homosexual y otro distinto detrás del deseo heterosexual, nos veríamos forzados a reconocer que dicho factor sería insuficiente para explicar las opciones sexuales del individuo. O sea, la indagación de cada opción sexual concreta exigiría descifrar una complejísima combinatoria de condicionantes: una labor analítica ímproba, prácticamente imposible.

Aceptando que la homosexualidad tuviera causas, resulta arriesgado presuponer una causa común detrás de toda pulsión homosexual individual. La riquísima variedad de contextos familiares, sociales y culturales en que se manifiesta la homosexualidad y la complejísima urdimbre de simbolizaciones y de prácticas predilectas que se sintetizan en cada opción homosexual no parecen alentar la reducción de todas ellas a un patrón común. Dificultad que se amplía si se tiene en cuenta que las peculiaridades del apareamiento varían imprevisiblemente en la experiencia del individuo a lo largo de su historia sexual y que los vínculos homosexuales y heterosexuales pueden no sólo alternarse sino coexistir.

¿Cómo y por qué se produce una opción sexual (o cualquier tipo de opción)? ¿Cómo explicar ese giro que da la vida en un determinado momento? A ciencia cierta, el individuo poco sabe de sus propias inclinaciones, que aparecen ante su conciencia como aleatorias. Por mucho que explore en su interior, su «ello» nunca llegará a coincidir con su «yo». Para apaciguar esa indeterminación, inventará un motivo: «elegí estudiar Arquitectura porque me gustaba dibujar»; pero en su fuero íntimo él sabe que el enigma lo acompañará toda su vida. Confrontadas con las experiencias sexuales reales -sean homo, hetero o mixtas- las respuestas teóricas siguen exhibiendo su carácter hipotético. La sexualidad sigue siendo inasible por la razón. Inefable, sigue habitando en el corazón del misterio de la condición humana.

La hipótesis de la existencia de una etiología genérica de la homosexualidad es, como tal hipótesis, tan válida como la opuesta: la suposición de que, detrás de la homosexualidad, no existe una causa única sino una tipología de cuadros etnológicos heterogéneos que convergerían en motivar la opción homosexual. Esta segunda hipótesis, por otra parte, parece estar alentada por la heterogénea casuística de las manifestaciones de la homosexualidad, la estanqueidad entre éstas y -en muchos casos- su incompatibilidad: a muchos homosexuales la sola idea de tener sexo con un travestí les produce un rechazo tanto o más grande que la de hacerlo con una mujer.

Aparte del mayor valor teórico de una u otra hipótesis, desde el punto de vista ideológico está claro que la segunda es más rentable; pues ayuda a romper la noción falsamente monolítica de homosexualidad, destruyendo todas las ideas en que se apoya la homofobia: la «comunidad homosexual», la «singularidad», la «diferencia», la otra «naturaleza», el «tercer sexo», la «femineidad», etc., etc.

Como siempre, el primer paso en la superación de ese prejuicio esencializador lo da Freud. Escuchémoslo en directo: Una definición (de la sexualidad humana) que tenga en cuenta la oposición de los sexos, la consecución del placer, la función procreadora y el carácter indecente de una serie de actos y de objetos que deben ser silenciados; una tal definición, repetimos, puede bastar para todas las necesidades prácticas de la vida: pero resulta insuficiente desde el punto de vista científico[13].

Esta diáfana declaración de Sigmund Freud pone sobre la mesa un hecho irrefutable: no puede concebirse la sexualidad humana sin tomar en cuenta todas sus manifestaciones y, fundamentalmente, la complementaria a la dominante, o sea, la homosexualidad. La definición de la supuesta «normalidad» sexual exige partir de un análisis que incluya la supuesta «anormalidad». La teoría, para cumplir su tarea, debe poner en suspenso toda caracterización espontánea de su objeto y, en el caso de la sexualidad, ha de descartar el preconcepto de «normalidad», o sea, escribirlo -como lo hace Freud- entre comillas.

 

 

LA IDENTIFICACIÓN CON LA MADRE

La pregunta por el origen de las opciones sexuales también ha tenido que planteársela el psicoanálisis, dado que éste inauguraba un enfoque de la sexualidad humana liberado tanto del naturalismo como de la mitología religiosa. La hipótesis más difundida acerca del origen de la homosexualidad -la identificación con la madre- se remonta a la fundación del psicoanálisis; y su verosimilitud le ha permitido sobrevivir hasta hoy.

De todas las variantes de esta hipótesis, la interpretación más realista parece ser la original freudiana. Elisabeth Roudinesco la resume así: (la homosexualidad) sobreviene tras las pubertad cuando se ha producido, en la infancia, un vínculo intenso entre el hijo y su madre. En lugar de renunciar a ella, éste se identifica con ella, se transforma en ella y busca objetos susceptibles de reemplazar su yo y que él pueda amar como ha sido amado por su madre[14]. El adolescente, identificado con su madre, asumiría así la única forma de amor de la que ha sido testigo y beneficiario: aquel que su madre manifestara por él. Imitándola, sólo amaría a otros como él.

Esta interpretación parece explicar bastante fielmente la predilección de ciertos hombres por «adolescentes», a los cuales los uniría un sentimiento y una conducta maternal.

Cuesta creer, en cambio, que este mecanismo sea el que operara genéricamente, por ejemplo, tras la paidofilia en la antigüedad, práctica que parece haber sido muy extendida y gozar de aceptación social.

También cuesta aplicarla a la tendencia homosexual opuesta: la predilección de ciertos jovencitos por los hombres maduros, en la cual la interpretación válida parece ser otra, quizá la más popular: al identificarse con la madre, el adolescente tomaría su lugar y desearía a su padre, o sea, a hombres mayores que él. El caso de los jóvenes homosexuales en busca de un amante que obre como padre protector parece responder bastante fielmente a esta hipótesis.

Aparecen, no obstante, algunos aspectos oscuros. Bajo la presión del horror al incesto, toda madre aparece ante su hijo privada de deseo y de práctica sexual, como una reencarnación de la Virgen María. La ocultación del deseo entre padre y madre ante su hijo, la actuación de un amor platónico, debe instalar en el hijo cierto «enigma genético», cierta convicción de haber sido «sin pecado concebido». ¿Cómo se produce, entonces, esa traslación del objeto sexual de la madre al hijo? ¿Cómo logra el niño reconocer el objeto sexual de su madre, cuando a él le resulta inconcebible que lo tenga? Una homosexualidad derivada de la identificación con la madre parecería exigir una imagen inicial de la madre como deseadora de hombres, una madre inequívocamente erotizada.

Pero aceptemos el carácter subliminal de ese reconocimiento del objeto sexual de la madre e indaguemos sus aspectos dudosos. Si «la homosexualidad» -o sea, toda forma de manifestación del deseo homosexual- nace de una identificación femenina que orienta el deseo hacia el hombre, ¿cómo se consuma dicho deseo? Aquí la hipótesis trastabilla, ya no en la explicación del deseo homosexual sino de su consumación: yo puedo desear a muchos hombres; pero sólo podré consumar mi deseo con otro homosexual. O sea, con otro hombre que, igual que todo homosexual, se haya identificado con la mujer. Está claro que el encuentro sexual de dos hombres identificados con la mujer sólo promete un placer «lésbico»: interpretación probable pero un tanto abusiva.

La franca heterogeneidad de las manifestaciones del deseo y la práctica homosexual dificulta la aplicación universal de la hipótesis de la identificación con la madre. El homosexual «coyuntural» (el preso) ¿padece «identificaciones intermitentes» con su madre? El padre de familia que «se pasa de bando», ¿por qué lo hace? ¿Con quién se ha identificado el bisexual? ¿Con quién se ha identificado el homosexual activo que busca en su amante hombre a una mujer y sólo hace sexo con travestís? ¿Con quién se ha identificado el heterosexual criado por una pareja de homosexuales?

En este último caso, el pensamiento más conservador, defensor a ultranza de la familia patriarcal, rechaza la adopción de niños por parte de parejas homosexuales precisamente con el argumento de «la identificación con las figuras paternas»: el hijo de homosexuales carecería inexorablemente de opción y recrearía la «desviación» de sus padres.

Pero queda aún otro aspecto oscuro, necesariamente previo: ¿la identificación con la madre implica necesariamente una identificación sexual? ¿Ante el niño, aparece la madre sólo o esencialmente como una hembra? Y debido a esa identificación, ¿el adolescente se sentiría necesariamente mujer? Esta forma de identificación parece clara en ciertas manifestaciones extremas del afeminamiento o, más aún, en el transexualismo; pero no está universalmente presente en la homosexualidad. La fragilidad identitaria del homosexual no proviene de que se sienta efectivamente mujer y esté convencido de serlo, sino del hecho de no ser reconocido socialmente como hombre.

La formulación inversa de aquella pregunta resultará más esclarecedora aún: ¿La identificación con la madre conduce necesariamente a la opción homosexual? Un hijo que se identifique con su madre ¿tendría necesariamente bloqueado el acceso a la heterosexualidad? De ser así, esta hipótesis se acerca a la idea primitiva de la homosexualidad como «tercer sexo»: «alma femenina en cuerpo de hombre». Retornamos fatídicamente al estereotipo dibujado por el tabú. Todo parece indicar que la hipótesis de la identificación con la madre se ha calcado sobre el estereotipo más divulgado del homosexual -el afeminado- que constituye, sin duda, sólo una versión y, además, minoritaria.

Los procesos identificatorios con figuras de la infancia marcan sin duda los derroteros de la vida adulta; pero las correspondencias madre-homosexualidad, padre-heterosexualidad son simplificaciones claramente insatisfactorias. Aun verosímil y quizá en muchos casos verificable, la hipótesis de la identificación con la madre no parece gozar de la universalidad a la que aspira. Y, además, parte de un presupuesto sospechoso: lleva implícito el reconocimiento de que para desear a un hombre es condición sinequanon ser o sentirse mujer. La teoría asume así como propia la creencia popular sin someterla a crítica. La mirada crítica se dirige, entonces, hacia el propio concepto de «identificación», noción harto lábil sobre la que recaen necesariamente todas las sospechas.

Aquellas preguntas no invalidan las hipótesis teóricas; pero muestran que éstas son insuficientes para explicar los orígenes de una opción sexual concreta. La homosexualidad puede tener que ver con una identificación con la madre; pero mi homosexualidad no queda con ello explicada.

Todo conocimiento destruye lo conocido. Y ésa es la razón por la cual la sexualidad humana -igual que la cultura- oculta sus raíces a la mirada de la razón y le tiende trampas. Por simple instinto de supervivencia.

De todos modos, aceptada la identificación con la madre como origen de la opción homosexual, a renglón seguido habría que responder otras preguntas: ¿Se trataría de una identificación tan normal como la opuesta? ¿O implicaría una demora o desviación respecto de la identificación «correcta», o sea, con el padre? Las respuestas a estas preguntas son éticamente impostergables y, en caso de imposibilidad de contestarlas, habrá que aparcar, cautelarmente, las hipótesis que las generara.

Hasta tanto se demuestre lo contrario, ambas identificaciones y su incidencia sobre la elección del objeto deben considerarse, en principio, compatibles puesto que, en los hechos, coexisten simultánea o sucesivamente en un mismo individuo sin quebrarlo; y, segundo, que carecemos de una «verdad primera» que nos permita determinar la mayor jerarquía (biológica, psicológica, antropológica) de una opción sobre otra.

Lo único comprobable en el homosexual puro es que en él se ha producido -sin duda en la adolescencia- una radical desexualización de la mujer. Y no parece desechable la hipótesis de un «exceso de celo» en el acatamiento de la prohibición del incesto. El miedo a ser castigado por desear a la madre ha sido paralizante hasta el punto de promover una «medida de seguridad»: desexualizar no sólo a su madre (madre indeseable) sino a todas las mujeres potencialmente deseables por su padre. Ese miedo al castigo por incesto ha sido superior al miedo al repudio por la recanalización del deseo hacia los hombres. Un padre castigador y, a la vez, seductor podría haber favorecido aquella opción: desexualizar a todas las mujeres y sexualizar sólo a ciertos hombres.

Independientemente del tipo de fenómeno identificatorio que se esconda detrás de la pulsión homosexual, sin duda complejo y variable, lo único evidente en todos los homosexuales prácticos es, en cierto modo, tautológico: por alguna razón, han logrado superar -parcial o totalmente- el tabú de la homosexualidad. Y dicha superación -estructural o coyuntural- es la que explica la efectiva posibilidad del disfrute de la relación homosexual. Se trata de una conquista que incluye una pérdida. Igual que la opuesta.

 

 

 

LA FAMILIA PATRIARCAL

La hipótesis de la identificación con la madre parece carecer de universalidad: sólo es compatible con la vigencia plena de la familia patriarcal, articulada por un sistema de tabúes no limitados al del incesto; pues dicho modelo hace indispensable, precisamente, el tabú de la homosexualidad. La arquitectura de categorías psicoanalíticas que explica las opciones sexuales se construye sobre la presunta universalidad antropológica de un modelo familiar histórico, sólo parcialmente válido. Presenta, por lo tanto, baches importantes en la explicación de los casos «impuros», sin duda numerosos.

Asumido el modelo patriarcal de la familia como universal y como crisol de constitución de la personalidad, y asumida la identificación con la figura paterna como clave de una opción sexual «normal», todos los heterosexuales que hayan crecido fuera de ese modelo resultan difícilmente explicables. No sólo serán inexplicables los heterosexuales hijos de parejas homosexuales sino también los huérfanos de padre, de madre o de ambos, los niños de la calle y los de los internados. Su «normalidad» resultaría etiológicamente enigmática. Habría que asumirla como «congénita».

Al dogma teórico le resulta difícil pensar lo ajeno a su regla y, por lo tanto, lo considera «excepcional»: lo recluye en el mundo inmenso de lo raro. Recrea, sin saberlo, el mecanismo exclusionista que hereda del sistema social.

La progresiva disolución del modelo patriarcal de la familia va desdibujando los roles tradicionales del padre y de la madre y modificando, por consiguiente, los paradigmas de la masculinidad y la femineidad. A ello hay que sumar la actual regularidad y aceptación de la reestructuración del grupo familiar, fruto de la inestabilidad del matrimonio, que diversifica los vínculos familiares del niño y, frecuentemente, los duplica. Hay que incluir el caso -nada anecdótico- de los hijos biológicos de padres bisexuales o de aquellos padres que, a posteriori de su paternidad, han optado inmediatamente por la homosexualidad.

Finalmente, hay que incluir la aparición de nuevas formas de agrupación familiar, cuya expresión extrema es la citada familia de parejas homosexuales con hijos adoptivos. Todos estos heterogéneos contextos familiares de la niñez y la adolescencia vuelven más complejos y oscuros los orígenes de las inclinaciones sexuales. El enigma se abre.

 

 

 

LA PERVERSIÓN IMAGINARIA

El mandato procreacionista que instaurara la relación heterosexual como modelo lleva implícita, inseparable, la necesidad de la mujer para que se materialice el vínculo sexual: sin la presencia de la mujer, el acto sexual resulta inconcebible. Por imperativo lógico, si entre dos hombres se entabla una relación sexual, uno de ellos deberá asumir y ejercer necesariamente el papel de la mujer.

Al naturalizarse una prohibición, lo prohibido deviene anormal respecto de lo canónico; y siendo la heterosexualidad lo canónico, toda otra variante de la práctica sexual aparecerá como un desplazamiento sustitutivo, o sea, como una perversión. El arquetipo de esa perversión es, obviamente, la homosexualidad. Ahora bien, si en esa argumentación se elimina la expresión «desplazamiento sustitutivo», el supuesto carácter perverso de la homosexualidad desaparece y ésta recupera su carácter de mera variante del ejercicio de la sexualidad normal.

La atribución de carácter perverso a la homosexualidad en todas sus manifestaciones proviene de suponer que en todas ellas se produce una sustitución de la forma de apareamiento considerada normal y que, con ésta, se entabla una relación paródica, en la cual alguien «hace de mujer».

O sea, una imitación que se disfruta como tal. La relación homosexual sustituiría conservando, es decir, fingiría la sustitución pero manteniendo la conciencia de la ficción como esencial al logro del placer. Este tipo de fantasía sustitutiva es observable en algunas variantes de la práctica homosexual, pero no constituye una condición ni universal ni exclusiva de la homosexualidad: no se observa en todas las relaciones homosexuales y sí en algunas variantes de la heterosexualidad (trueque de roles).

En la relación homosexual propiamente dicha, la mujer está ausente y, por lo tanto, no existe sustitución paródica. En tanto dicha relación se manifiesta como plena de sentido tal y como se materializa, carece de todo cariz perverso. O, en todo caso, sólo posee los ocasionales ingredientes perversos presentes en todo ejercicio de la sexualidad.

Para documentarlo, volvamos a las argumentaciones de Roudinesco-Freud: Freud no clasifica la homosexualidad como tal en la categoría de las perversiones sexuales y condena cualquier forma de discriminación que pesa sobre los homosexuales de su tiempo. A este respecto, universaliza la categoría de perversión y no la reserva a los homosexuales, aunque a menudo los considera perversos. Esta categoría la comparten los dos sexos puesto que no se reduce a una perversión sexual. El universalismo freudiano es pues mucho más progresista que el diferencialismo de los sexólogos y de los psiquiatras de finales del XIX que tratan a los homosexuales como «anormales» o como enfermos mentales, retomando de este modo la categoría cristiana del sodomita, maldito entre los malditos y culpable de todos los pecados[15].

La atribución de carácter perverso a la homosexualidad como atributo inherente es, ella misma, una maniobra perversa: sustituye una relación real por una relación imaginaria. Y esa sustitución se produce «naturalmente» gracias al abierto desconocimiento del fenómeno real; desconocimiento que -como se dijo- es otro producto del tabú. Dicho desconocimiento no se limita a la mera opinión espontánea regida por el imaginario social; pues se reproduce en el propio ámbito del análisis psicológico, donde se acuñara, precisamente, la categoría de «perversión».

Esta distancia del pensamiento científico respecto de la homosexualidad real queda reflejada en el párrafo de Freud citado más arriba, donde informa que Merced a minuciosas investigaciones (...) hemos podido comprobar la existencia de grupos enteros de individuos cuya vida sexual difiere notablemente de la considerada como «normal» y sólo individuos de su mismo sexo pueden llegar a constituirse en objetos de sus deseos sexuales[16]. Suena como mínimo risueño que la homosexualidad se haya descubierto «merced a minuciosas investigaciones». ¿Qué ha impedido el acceso directo a un hecho palmario de la realidad cotidiana? No otra cosa que el tabú.

Y el hecho de que la homofobia haya tenido tal hegemonía sobre el movimiento psicoanalítico internacional no da sino prueba de que las especulaciones del psicoanálisis acerca de la homosexualidad han estado condicionadas por los tabúes del imaginario social. En la citada entrevista, Elisabeth Roudinesco lo afirma tajantemente: «las instituciones psicoanalíticas y sus miembros reaccionan (ante la homosexualidad) como todo el mundo»[17].

Suele señalarse el peso decisivo que la propia neurosis de Sigmund Freud ha tenido en el desarrollo de las hipótesis básicas del psicoanálisis. Pues bien: la negación de las instituciones psicoanalíticas a aceptar homosexuales en sus filas tiene que haber incidido en un empobrecimiento del saber psicoanalítico acerca de esta orientación sexual.

Mucho habría ganado la ciencia -y ni qué decir, la sociedad- si Freud hubiese sido homosexual.

Pues él mismo -pionero en rechazar explícitamente la hipótesis de la homosexualidad como enfermedad- reserva sin embargo, el carácter normal para la heterosexualidad: Parece claro que la homosexualidad no es ninguna ventaja, pero no hay en ella nada de qué avergonzarse, no es un vicio, ni un envilecimiento y no podríamos calificarla de enfermedad; la consideramos una variación de la función sexual. Provocada por un detenimiento del desarrollo sexua[18]. La idea de «detenimiento del desarrollo sexual» lleva implícita la convicción de que existe una evolución completa, sin «demoras», que conduce al desarrollo normal de la sexualidad. Y está claro que esa «normalidad» es la que se ajusta al modelo canónico: la heterosexualidad pura. Para esta hipótesis la homosexualidad no constituye una enfermedad sino una tara, una carencia, la no posesión de una facultad. Algo en cierto modo más grave que la enfermedad, a la cual -a diferencia de la tara- le asiste la esperanza de la cura.

Pero, puestos a conjeturar, ¿por qué no considerar que la heterosexualidad pura representa un «detenimiento del desarrollo sexual» en una fase primaria coincidente «todavía» con el modelo biológico? ¿Por qué la homosexualidad ha de estar «antes» y no «después»? ¿Por qué cuando el heterosexual, padre de familia, realiza su segunda opción a favor de la homosexualidad ha de considerarse que ha hecho una «regresión»?

Simplemente porque se admite a priori que la relación sexual normal es la que se entabla entre dos personas de distinto sexo, y toda otra variante presupone como mínimo una evolución incompleta: la heterosexualidad es el culmen del desarrollo sexual del individuo. No hay escapatoria: el prejuicio no capitula ni negocia.

Del carácter directo, no perverso, de la práctica homosexual da prueba un hecho palmario, sencillo e irrebatible: el límpido placer que nos procura; ese éxtasis de la satisfacción mutua, de la fusión solidaria en el placer del otro, privado de toda culpa y de todo regodeo en transgresión alguna. En el abrazo sexual de dos hombres hay tanta naturalidad como en el que une a un hombre con una mujer. El logro de la armonía ansiada, el éxito de una fusión perfecta donde nada falta, nada sobra y nada es otra cosa que lo que es. O sea, la radiante evidencia de la naturalidad de ese deseo y la consumación del placer que persigue. Quien no lo experimente difícilmente podrá imaginarlo; pero puede ayudar el que recuerde el propio disfrute sexual. No cabe duda de que se trata del mismo.

 

 

EL AMOR NO TIENE PORQUÉ

A ciencia cierta, seguimos con el enigma de la aleatoriedad; seguramente fruto del complejo e inextricable haz de pulsiones y condiciones de contexto que confluyen y se anudan en un punto, introduciendo esa inflexión en la conducta: optar, dar un paso, tomar una decisión. ¿Qué es lo que se esconde en toda toma de decisión? ¿Qué es lo que hace que una decisión sea irreversible, o sea, se transforme en destino?

Las preguntas quedan en suspenso a la espera de una respuesta. ¿Por qué soy como soy? Algo está claro: moriré ignorándolo. Pero también, está claro que la homosexualidad es una opción sana y normal; y el hombre sano jamás se pregunta por los orígenes de su deseo. «El amor no tiene porqué. Intentad decir por qué amáis»; esta afirmación inapelable, en boca de un psicoanalista -Michel Schneider-[19], duplica su valor de verdad. Descartadas la hipótesis de la enfermedad y la hipótesis de la perversión, la investigación de la homosexualidad pierde en parte -si no todo- su interés.

La opción por la homosexualidad, tomada sin saberlo en una edad temprana que la amnesia arrojó en la oscuridad más espesa, marcó un destino tan preciso como desconocido.

El homosexual avanza por ese camino ignorando por qué; navega sin brújula siguiendo una ruta que no es aleatoria sino marcada por una ignota ley. Igual que el heterosexual.

Más rédito científico que la pregunta por los orígenes de la homosexualidad tendría una indagación de los orígenes de dicha pregunta. Y es evidente que su origen está en la curiosidad que despierta su «rareza», o sea, su diferencia respecto de lo modélico. En una sociedad en que la homosexualidad no estuviera reprimida, dicha pregunta no afloraría. O sea: no es posible salir del círculo vicioso ni siquiera por la vía de la ciencia: el tabú es eficaz. Y ha secuestrado largamente a la razón.

Resulta evidente, entonces, que la pregunta por los orígenes de la homosexualidad lleva implícita -aunque lo disimule- el supuesto de la anormalidad. O sea, la pregunta, en su formulación completa, es: ¿por qué algunas personas prefieren sexualmente a personas de su mismo sexo en lugar de personas del sexo opuesto, que sería lo normal?

Si por «normal» entendemos «sujeto a una norma», la respuesta es fácil: prefieren a personas de su mismo sexo pues la norma no ha condicionado su opción. Si por «normal», en cambio, entendemos «sano», la respuesta sólo puede rebatir la pregunta. La normalidad de una relación sexual no está en función del sexo de los copartícipes sino del grado de salud psíquica y física que procure su disfrute. O sea, que, recíprocamente, la anormalidad puede presentarse tanto en una como en otra opción, en función de parámetros clínicos.

La pregunta por los orígenes de la homosexualidad es, en sí misma, sospechosa e investigable. Toma como real un objeto del imaginario colectivo y, sin probar previamente su existencia, pasa a investigar sus «causas». Cautiva del tabú, la razón se da a la tarea de explicar un fantasma y, naturalmente, fracasa. Tal como fracasara ante la brujería o la licantropía. No está lejos el momento en que aquella pregunta resultará, a simple vista, absurda. O malsana.

La problemática de la homosexualidad es, ante todo, una problemática ideológica cuya resolución debe ser necesariamente previa a toda investigación psicológica. La desocultación de los mecanismos ideológicos que operan sobre las representaciones, las vivencias y los conflictos psicológicos orienta el programa investigativo de estos últimos. Dicho más drásticamente: el estudio de la homosexualidad varía según se parta o no del reconocimiento de que el único problema del homosexual es la homofobia de la sociedad en que ha nacido.

Más sano que preguntarse por los orígenes de la homosexualidad es indagar los orígenes de cada manifestación individual de la sexualidad, un autoconocimiento de inapreciable utilidad para la vida. ¿Por qué amo de este modo? ¿Por qué escojo estos amantes? ¿Por qué sufro ciertas formas de desamor? ¿Por qué fracaso en el amor?, etc., etc. Esa parece ser, precisamente, la auténtica tarea del psicoanálisis, su misión vital.

Si la reflexión teórica acerca de la homosexualidad alcanzara algún día su cometido de explicarla, llegaría a demostrar lo que la vida ha sabido desde siempre: que es una manifestación tan sana y normal como la heterosexualidad y que, igual que ésta, puede enfermar. Como toda pasión humana.