Acto 6.
Soy la voz del futuro...
10 de Septiembre, 2012.
—Estoy pensando en abandonar el trabajo —susurró Efrén mirando a las estrellas.
Se sentía un poco estúpido por estar en la terraza de su casa a las tres de la madrugada hablando con el cielo, pero era lo único que se le había ocurrido para llamar la atención de Laia. Había pasado una semana desde que había aceptado el puesto de maestro, desde que la había visto y escuchado por última vez... y la echaba mucho de menos.
No se había dado cuenta de lo mucho que la necesitaba hasta que ella dejó de susurrar en su mente. El primer día que no apareció para despertarle no le dio importancia, imaginando que estaría enfadada por la discusión e intuyendo que no tardaría mucho en regresar a su lado. El segundo día sin oír su voz fue un verdadero suplicio, pero estaba seguro de que en unas horas regresaría con él. El tercer día, rabioso porque ella no había vuelto, decidió que era mejor así y que no le costaría acostumbrarse a su silencio. El cuarto día comenzó a refunfuñar entre dientes ante cualquier tontería. Al llegar el sexto día se había convertido en una persona insoportable a la que no aguantaban ni siquiera sus padres y su bisabuela.
Y ahí estaba ahora. En la terraza, tentado de gritar su nombre con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Laia! ¿No me has escuchado? ¡Voy dejar el trabajo! —siseó con fuerza rezando para que ninguno de sus vecinos, o peor aún, sus padres, le escucharan.
—¿Por qué vas a hacer eso? —preguntó Laia enfadada apareciendo de la nada.
Efrén sonrió y se acercó lentamente a ella mientras la devoraba con la mirada. Tan hermosa, tan delicada y a la vez tan poderosa. Con sus pies descalzos y su túnica de ángel. Con su cabello rubio meciéndose con el viento y su piel dorada brillando bajo las estrellas.
—Quiero que cumplas tu amenaza —la desafió acorralándola contra las puertas cristaleras de la terraza.
—¿Qué amenaza? Yo jamás he amenazado a nadie —Laia le miró aturdida. ¿Por qué se pegaba tanto a ella?
—Me amenazaste con la promesa de seguirme eternamente si no aceptaba el trabajo —Efrén apoyó las manos en el cristal a la altura de los hombros femeninos, encerrándola entre sus brazos—. Desde que lo acepté no he vuelto a verte ni a escucharte. Bien, mañana mismo me despediré. Quiero que cumplas tu promesa.
—Creí que no querías verme pululando a tu alrededor —susurró ella posando las manos sobre el torso de Efrén y apoyando su angelical rostro contra las cicatrices que se marcaban en su mejilla lacerada.
—Yo también lo pensé, —musitó él atónito al percatarse de que no le importaba sentir su caricia en ese lugar prohibido de su piel. Al contrario, deseaba frotarse contra ella, impregnarse en su esencia. Y eso hizo. La abrazó con fuerza, meciéndose contra ella, buscando su boca—. Estaba equivocado —murmuró depositando un tímido beso sobre sus labios—. Te he echado tanto de menos que me dolía. Adoro escuchar tu voz...
—Eso es porque no la has oído cantar —afirmó una voz enfada tras ellos— Laia, sepárate de él. Ahora.
—¡Antares! ¿Por qué no te vas a dar una vuelta al polo norte? —sugirió la joven mirándole exasperada.
El hombre no respondió, simplemente se volvió transparente a la vez que, de improviso, se levantó un fuerte viento que arrebató a Laia del lado de su prometido.
Efrén observó turbado como la muchacha se volvía incorpórea entre los brazos del extraño hombre y ambos desaparecían ante sus propios ojos.
—¡Joder! —Sacó medio cuerpo fuera de la terraza y oteó el cielo nocturno. Buscándolos.
—Aunque no lo parezca Antares es un buen chico —susurró Marta asomada a la ventana de su cuarto. Efrén la miró aturdido. ¿Cuánto tiempo llevaba espiándole?—. Madre y los Hermanos creen que Laia es la portadora de sus sentimientos y emociones, por eso la vigilan con tanto celo, porque temen perderla. Ellos piensan que les hace ser más humanos, pero se equivocan. Salvo por sus extraños poderes, ellos son tan humanos como tú y como yo... solo que aún no lo saben. Oh, bueno... quizá Simba lo intuya.
—¿Simba? ¿El Rey León? —inquirió Efrén aturdido por las extrañas palabras de su bisabuela.
—Oh, no. Simba es el menor de los Hermanos, su nombre viene de... una broma de Madre —comentó divertida—, imagino que algún día los conocerás a todos. Pero hasta que llegue ese momento, vete a dormir. Mañana tienes que ir a trabajar —apostilló sonriente.
11 de Septiembre, 2012.
Efrén abandonó el edificio con la lista de la compra guardada en el bolsillo. Las clases de baile eran por la tarde, lo que le dejaba la mañana disponible para cooperar en las tareas de la casa, y comprar era lo que más le gustaba hacer. Se encaminó a través del parque hacia el mercado, y entonces la vio. Estaba junto al sendero, su largo vestido blanco ondeando contra sus pies desnudos y el pelo dorado cayendo cual cascada sobre sus hombros. Su rostro iluminado por una pícara sonrisa mientras sus manos revoloteaban nerviosas.
—Hola... —musitó casi con timidez.
—Hola, princesa —respondió a su vez Efrén, acercándose a ella a la vez que escudriñaba a su alrededor con suma atención—. ¿Vas a desaparecer otra vez? —le preguntó tomándola de la mano.
—No, Madre se enteró de que Antares me había hecho desaparecer delante de un humano, de ti, y se enfadó muchísimo. Les ha prohibido volver a secuestrarme... —comentó divertida al recordar la cara ofendida de su hermano mayor ante la regañina.
—Estupendo, no me gustó nada que desaparecieras —murmuró Efrén alejándose del sendero para ocultarse tras un grueso árbol—. No obstante, como parece que estamos solos, voy a aprovecharme un poco. —Tiró de ella, atrayéndola hacía a él—. Espero que a tu hermano no se le ocurra presentarse aquí en los próximos cinco minutos, porque pretendo besarte a conciencia —musitó desafiante antes de hacer exactamente lo que había dicho.
Laia se encontró de repente rodeada por los brazos de Efrén, su dulce cuerpo femenino acunado pon la dureza de él mientras sus labios, sus dientes y su lengua hacían cosas escandalosas en su boca. La besó en las comisuras antes de morder con suavidad su labio inferior para luego succionarlo hasta que ella se rindió, momento que aprovechó para invadir su boca. Acarició con la lengua sus dientes, recorrió el cielo del paladar y por último la instó con suaves caricias a reaccionar. Y ella, para que negarlo, reaccionó encantada. Se alzó sobre las puntas de los pies, pegándose más a él y enredó los dedos en su sedoso cabello a la vez que respondía a la invitación de su beso. Y mientras ambos se besaban como dos náufragos sedientos, una suave brisa se levantó en el parque. Una brisa que se convirtió rápidamente en vendaval. Y ellos continuaron besándose, a pesar de que las hojas caídas de los árboles formaban remolinos que se estrellaban contra sus cuerpos entrelazados. Y cuando el furioso silbido del viento azotó la melena dorada de Laia, cuando se coló entre ambos intentando separarlos, siguieron besándose. Y se hubieran besado eternamente de no ser por el rugido enfurecido de Antares.
—Debería daros vergüenza, estáis en una vía pública. ¡Cualquiera puede veros!
Efrén alejó remiso sus labios de los de Laia y contempló desdeñoso al hombre rubio que había aparecido frente a ellos.
—No vas a llevártela —afirmó desafiante, ciñéndola con fuerza.
Antares apretó los dientes y miró frustrado a la pareja. Su hermana abrazaba al muchacho con la misma intensidad con la que él la abrazaba a ella. Y eso era algo que le daba mucho miedo. Laia apenas había hecho caso a los anteriores humanos a los que él había espantado, pero con este se comportaba como si fuera suyo, como si no estuviera dispuesta a permitir que la apartaran de él... y eso significaba que estaba a punto de perderla.
—Antares... —le regañó la joven.
—No es decente besarse así en público —afirmó altivo.
Efrén abrió la boca para decirle al rubiales donde se podía meter exactamente la decencia, pero Laia se lo impidió dándole un suave y breve beso.
—Paseemos —sugirió tomándole la mano y guiándole de nuevo al sendero.
Efrén miró a Laia y al furioso rubio y, esbozando una taimada sonrisa, tomó de la cintura a su amiga y la devolvió el beso, haciéndolo más prolongado, para después asentir con la cabeza. Si Laia quería pasear, pasearían, no era cuestión de disgustarla enfrentándose a su querido hermano mayor. Todavía.
16 de Septiembre, 2012.
Despidió a sus pequeños alumnos con una sonrisa y tras cambiarse los pantalones de ballet por unos vaqueros y una camisa, abandonó la escuela. Estuvo tentado de bajar corriendo las escaleras, pero el latigazo de dolor en la rodilla al pisar el primer escalón le avisó de que esa tarde ya la había forzado más de la cuenta, por lo que optó por reprimir su impaciencia. Al fin y al cabo Laia le había dicho mil veces que le esperaría durante toda la eternidad y, ¿qué era un minuto más comparado con eso?
Cuando por fin pisó la calle, una enorme sonrisa se dibujó en sus labios, allí estaba ella, hermosa como un ángel travieso vestida con unos vaqueros rotos y una camisa blanca que le había robado esa misma mañana de su armario. Se acercó a ella cojeando ligeramente y la envolvió entre sus brazos.
—Te he echado de menos —musitó antes de besarla.
Y Laia se derritió entre sus brazos.
Y, como cada vez que osaba besarla, un fuerte viento se levantó a su alrededor, en esta ocasión acompañado de una pertinaz lluvia.
—¿Se ha unido Ailean a la fiesta? —inquirió Efrén, sus labios recorriendo la frente femenina.
—Eso parece... —musitó Laia enfadada. Sus hermanos no habían vuelto a secuestrarla, pero hacían lo imposible por fastidiarla. Y estaba empezando a cansarse.
Efrén se apartó de la joven y, como por arte de magia, la lluvia cesó, al igual que el fuerte viento. Giró sobre sus talones observando con atención lo que le rodeaba, aunque sabía que era inútil, Antares no había vuelto a mostrarse desde aquella primera mañana. Por tanto, solo tenía dos alternativas, enfadarse frustrado o reírse a carcajadas por las niñerías del hermano mayor de Laia. Escogió la segunda opción. Y luego volvió a besarla, por supuesto. Y, cómo no, el viento y la lluvia volvieron a arreciar.
—¿Qué te parece si pasamos la tarde en casa? —la preguntó separándose de ella, no era cuestión de acabar empapados.
—Perfecto. Te espero en tu habitación —musitó Laia buscando a su alrededor un lugar donde pudiera desvanecerse sin ser vista.
—No —la retuvo Efrén—. Me has entendido mal, quiero decir que pases la tarde en mi casa... —Ella asintió con la cabeza, confundida. Eso era lo que había entendido—. Me refiero a... de verdad. Sin esconderte en mi cuarto para que nadie te vea. Quiero entrar contigo en casa y presentarte a mis padres... Ya sabes, como...
—¿Cómo si fuera tu novia? —finalizó ilusionada la frase.
—No, no... —rechazó aturdido—. Como una amiga...
—Ah... estupendo.
Cuando llegaron al pequeño piso se formó un verdadero revuelo a su alrededor. Marta sonrió encantada desde el sofá al ver a su amiga del alma entrar de la mano de su bisnieto. Esther, observó atónita las manos unidas de su hijo y de Laia, y al instante siguiente una radiante sonrisa se dibujó en sus labios mientras les instaba a acomodarse en el salón y beber algo y, Mario, sentado en su sillón orejero, dejó el periódico que estaba leyendo y, tras recorrer a la muchacha de arriba abajo, lanzó una muy aprobatoria mirada a su hijo. Conversaron durante un buen rato con la familia, antes de que Efrén propusiera a Laia ir a su cuarto para escuchar música, a lo que ella asintió encantada.
—Excusas, solo quieren estar un rato solos —murmuró Marta a su nieta y su marido cuando los jóvenes abandonaron el salón. Y el matrimonio asintió encantado. ¡Ya era hora de que su hijo les presentara a la chica que le había devuelto a la vida!
—Dejemos la puerta abierta —comentó Efrén al entrar en la habitación—. No creo que a mamá le guste que me encierre contigo en mi dormitorio...
Laia asintió, sin prestar apenas atención a sus palabras. Estaba... entusiasmada. Cada mañana acudía allí para despertarle, y cada noche se despedía de él allí mismo, pero Efrén siempre mantenía la puerta cerrada, ocultándola. Hablaban en voz baja, se reían entre susurros, se tomaban de la mano en silencio... y nada más. Porque siempre había gente en la casa que podía descubrir su presencia si alzaban la voz. Pero esa tarde no. Esa tarde la había presentado a sus padres, y ahora estaban allí, los dos juntos, con la puerta abierta para que todo el mundo pudiera verlos. Y eso la llenaba de alegría.
Una emocionada carcajada escapó de sus labios a la vez que giraba sobre sus pies con los brazos extendidos.
Efrén contempló la alegría de la muchacha y, sintiéndose más feliz que nunca, se sentó en la cama y comenzó a frotarse la pierna. Laia detuvo su loca danza, se sentó junto a él y posó las manos sobre la rodilla, por encima de la tela vaquera de los pantalones. Efrén echó la cabeza hacia atrás dando un respingo. Quemaban. Sus manos quemaban. Pero a la vez alejaban el dolor. La observó embelesado mientras ella le friccionaba la pierna, escuchó arrobado la suave tonada que escapaba de sus labios e, incapaz de pasar un instante más alejado de ella, la tomó en brazos y la sentó sobre su regazo.
—Háblame de ti... —musitó enterrando la cara en su cabello dorado—. Cuéntame que has hecho durante cada segundo de tu vida qué no has estado a mi lado.
—Siempre he estado a tu lado —susurró Laia abrazándole.
—Pero yo no te veía... solo te escuchaba. Quiera saberlo todo de ti...
—No sé por dónde empezar —comentó ella encantas da por su interés.
—¿Cómo conociste a bisa Marta? Empieza por ahí y luego continúa hasta que te vi por primera vez en la sala de espejos del centro de mayores.
Y Laia comenzó a contarle una extraña historia sobre una Madre solitaria que decidió crear cuatro hijos a su imagen y semejanza, y a una hija casi humana que les enseñara a sentir.
Y mientras Laia hablaba, Efrén la escuchaba arrobado, la cara hundida en su cuello y las manos acariciando lentamente la fina cintura de aquella a la que empezaba a amar más allá de toda razón.
25 de Septiembre, 2012.
—¿Te apetece ir hoy al cine? —preguntó Efrén haciendo un esfuerzo por mostrarse agradable mientras se separaba de ella. La impertinente lluvia y el molesto viento que le acosaban cada vez que la besaba en la calle se estaban convirtiendo en un verdadero problema—. En una sala es imposible que llueva o haya un vendaval... —musitó enfurruñado.
Laia asintió avergonzada a la vez que dedicaba una irritada mirada a las nubes del cielo. Esa misma noche iba a mantener una amena y entretenida charla con sus hermanos.
Efrén sonrió satisfecho, un martes en la sesión de las diez de la noche no habría mucha gente en la sala del cine, con un poco de suerte y algo de pericia, podría hacer algo más entretenido que ver una película. ¡Y sin mojarse!
Laia observó extrañada las imágenes proyectadas en la enorme pantalla. Si sus ojos y oídos no la engañaban la película era polaca... y lo que era aún más extraño, no estaba doblada al español. Y que ella supiera Efrén no entendía ese idioma, ni ella tampoco ya puestos. Estaba subtitulada pero, francamente, era muy complicado prestar atención a las frases escritas en la parte baja de la pantalla mientras Efrén se dedicaba a... a hacer lo que estaba haciendo.
Estaban en la última fila de asientos y, si no había contado mal, compartían la sala con solo tres personas más que estaba sentadas mucho más abajo. Y estaba muy, muy oscuro. Y el sonido de la película eral muy, muy alto. Y Efrén la estaba besando ese punto entre el cuello y el hombro que la hacía estremecerse de placer, y mientras lo hacía su mano la acariciaba. Se colaba bajo el vestido y subía muy, muy alto entre sus piernas. Rozaba apenas ese lugar que nadie había tocado y que era muy, muy sensible, y volvía a bajar.
Y la estaba volviendo muy, muy loca.
Tanto, que al final hizo caso omiso a la película, se giró sobre el asiento y enredó los dedos en el oscuro pelo de Efrén mientras deslizaba la mano libre por el torso masculino... y bajaba, muy, muy abajo, hasta la cinturilla de sus pantalones. Porque si él pretendía volverla muy, muy loca. Ella no se iba a quedar atrás.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ailean sentado sobre el lavabo de los baños para caballeros del cines.
—Déjame pensar —gruñó Antares girando enfurruñado en un torbellino que vació de toallitas los dispensadores.
—Podrías dejarles tranquilos... —propuso Simba entrando tranquilamente por la puerta.
—¡Pero tú has visto lo que están haciendo! —exclama Antares furioso.
—Pues no. No tengo por costumbre espiar a mi hermana —replicó Simba mordaz.
—Nosotros tampoco lo hemos visto —apuntó Ailean con sinceridad—. En cuanto han empezado a besarse hemos desaparecido... Es lo que siempre hacemos. Descargamos un poco de agua y viento, pero sin mirar atentamente lo que hacen... nos da vergüenza.
Antares puso los ojos en blanco. Su hermano mediano tenía por costumbre ser demasiado sincero... ¿o debería decir ingenuo? Acaso no había aprendido que nunca, jamás, debía dar argumentos a Simba, pues este los utilizaría para reírse de ellos eternamente...
—Vaya... que interesante —musitó el joven dorado esbozando una peligrosa sonrisa.
—¡Antares, por qué estás aquí haciendo nada! —exclamó en ese instante Merak, surgiendo del suelo como una exhalación—. ¡Laia está con su humano haciendo... cosas!
—¿Y qué propones que hagamos? —inquirió Antares enfurruñado. Estaba un poco harto de que sus hermanos siempre le preguntaran a él. Laia era de todos, y por tanto, todos tenían que cuidar de ella. No le gustaba ser siempre el malo que interrumpía a la pareja.
—Una tormenta, un huracán, algún rayo que otro, un par de truenos... Lo de siempre —indicó Merak cruzándose de brazos. Le molestaba muchísimo tener que abandonar el centro de la tierra para subir a la superficie a ocuparse de las tareas de Antares.
—¿Dentro de un cine? Estupenda idea, Merak —declaró irónico Antares.
Merak frunció los labios, arrugó la frente y, acto seguido, volvió a sumergirse en el suelo.
—Pasa la eternidad conmigo... —musitó Laia sobre los labios de Efrén.
Efrén detuvo el deambular de sus manos sobre el cuerpo de su amada a la vez que se separaba apenas de su boca.
—La eternidad... ¿No crees que eso es mucho tiempo para decidirlo en un solo instante? —inquirió él remiso.
—Llevo años esperando tu decisión —murmuró ella mirándole con inusitada seriedad.
—Vayamos despacio, Laia... Tenemos todo el tiempo del mundo para pensarlo —rebatió con cierto temor en su voz.
—Yo tengo todo el tiempo del mundo, tú eres quien se está haciendo viejo —replicó ella fingiendo una diversión que no sentía.
Efrén esbozó una sonrisa que no le llegó a los ojos y volvió a besarla, más para evitar que siguiera hablando que por verdadera necesidad como hacía un instante. Había cometido un error tremendo al enamorarse de Isabel, no pensaba repetirlo. No hasta que no estuviera seguro de que Laia era tan maravillosa como parecía ser.
El beso, al principio mesurado, pasó rápidamente a tornarse febril. Una vez la tristeza fue distraída y el temor aparcado a un lado, la pasión tomó fuerza y con ella, el deseo. Y ambos amantes se olvidaron de todo, excepto de sus labios unidos y sus manos acariciantes.
Y en ese momento el suelo tembló.
Y no fue un ligero temblor. No. El suelo entero se sacudió, las paredes vibraron, la pantalla se estremeció y las butacas crujieron con fuerza.
—¡Vámonos! —gritó Efrén tirando de Laia para que se levantara y saliera corriendo como habían hecho los otros tres ocupantes de la sala.
—No. Nos quedamos —aseveró la joven sentándose enfurruñada en su asiento.
—¿No? —Efrén la miró aturdido—. Es un terremoto Laia... debemos irnos. —Se inclinó hacia ella, decidido a echársela sobre el hombro si seguía mostrándose testaruda.
—No es un terremoto. Es Merak. Y no pienso irme. ¡Estoy viendo una película! —gritó indignada porque sus hermanos no la dejaran en paz.
—¿¡A eso que hacías le llamas ver una película!? —Merak surgió del suelo, frente a la pantalla. Todo su cuerpo incandescente cual lava ardiente—. Te estabas... ¡Besuqueando con un humano!
—¡Es mi prometido, puedo besuquearme con él todo lo que quiera! —chilló Laia encarándose a su hermano.
—¡Te estás comportando como una vulgar ramera! —siseó Merak cruzándose de brazos.
Efrén observó aturdido al hombre que parecía hecho de hierro al rojo vivo. ¿¡Cómo se atrevía a hablarle así a su novia!? Sin pensárselo un instante se lanzó hacia él dispuesto a darle su merecido. Y en ese mismo instante se encontró flotando en el aire a dos centímetros del alto techo.
—¡Antares, bájale de ahí ahora mismo! —gritó Laia, tan furiosa, que su piel comenzó a brillar.
—Si le baja es muy probable que Merak le haga daño... —musitó Ailean con seriedad acomodándose sobre una nube que acababa de aparecer de la nada—, parece muy endeble para soportar una descarga de magma.
—Me cae bien el humano, no me gustaría que acabara convertido en cenizas —declaró Antares apoyando una mano en el hombro de Merak—. Tranquilízate hermano...
—Os tranquilizareis todos —ordenó una voz que parecía impregnada con el poder del universo.
Efrén buscó el origen de la voz, pero lo único que vio fue a los hermanos de Laia desvaneciéndose. Y, en el instante en que Antares desapareció, se encontró cayendo en picado mientras agitaba desesperado los brazos, buscando algo a lo que agarrarse. Ese algo fue Laia que, flotando junto a él, le sujetó hasta que sus pies tocaron el suelo.
—Lo siento —musitó antes de desvanecerse.
—¡Cómo se os ocurre comportaros así delante de los humanos! —les increpó Madre furiosa por el espectáculo que acababan de dar. No solo habían hecho volar a un humano, sino que Merak había aterrorizado a toda la ciudad con su estúpido terremoto—. ¿En qué estabais pensando?
—Nos diste una hermana que nos dotó de cierta humanidad... No puedes quejarte si reaccionamos como humanos —replicó Antares saliendo en defensa de sus hermanos y de él mismo.
—¿Me vas a decir de qué puedo quejarme? —Madre fijó una airada mirada en su hijo mayor.
Antares alzó la cabeza y afirmó las piernas dispuesto a soportar su cólera y lo que deviniera de ella; aún recordaba una época en la que cada vez que Madre se enfurecía y él osaba replicar, acababa en el suelo de rodillas y con la cabeza a punto de estallarle. Laia había cambiado eso. Les había cambiado a todos. Madre era más... compresiva. Menos... irascible. Y dios... ellos estaban hechos un verdadero lío. Durante milenios habían ignorado a los humanos, y ahora, Ailean se sentía fascinado por ellos; Merak, a pesar de su obsesión por el centro de la tierra, ascendía a escondidas a la superficie a observarles, y Simba se intentaba comportar como uno de ellos. Solo él parecía mantenerse inmune a sus cantos de sirena.
Madre observó a su hijo mayor, era el más fuerte de todos ellos, el más independiente, el que menos se mezclaba con los humanos... y también el más humano de todos. El que siempre defendía a sus hermanos, incluso sabiendo que podría ser castigado. El que los protegía y cuidaba...
—No me desafíes, hijo, no tienes poder para salir vencedor —dijo comenzando a desvanecerse. Antares inspiró profundamente a la vez que miraba a sus hermanos, parecía que iban a librarse de un merecido castigo—. No volveréis a mostraros tal como sois ante los humanos. Y no es una sugerencia —sentenció Madre brillando con intensidad antes de desaparecer por completo.
26 de Septiembre, 2012.
Efrén se mantuvo despierto durante toda la noche, esperando que Laia apareciera ante él y le dijera que todo estaba bien, pero eso no ocurrió, y al llegar la mañana y ver que ella no acudía como siempre a despertarle, decidió acudir a la única persona que podía ayudarle. Entró en el cuarto de su bisabuela, solo para comprobar que la anciana estaba dormida a pesar de que desde siempre acostumbraba a madrugar. Su respiración era más lenta de lo normal y su cuerpo delgado y frágil se estremecía con cada bocanada de aire.
La observó preocupado y retrocedió en silencio, decidido a no despertarla.
—Efrén... ¿Qué ocurre? —su voz casi un jadeo.
—No pasa nada, bisa, descansa...
La anciana arqueó una ceja, incrédula. Luego sonrió, intuía que era lo que preocupaba a su bisnieto.
—Laia no ha venido a verme esta noche —musitó mirándole perspicaz.
—A mí tampoco —confesó compungido—. Ayer discutí con sus hermanos mayores... y de repente se escuchó una voz enfadada y se esfumaron todos —resumió.
—¿Madre bajó a buscarlos? Tuvisteis que enojarla bastante... —comentó pensativa—. No te preocupes cariño, a Madre no le duran mucho los enfados. Laia volverá esta noche, ya lo verás —musitó con apenas un hilo de voz—. Si me disculpas, tengo mucho sueño...
Y así fue. Al caer la tarde, mientras Efrén estaba trabajando, y Esther dormía en el sillón del salón acunada por el ruido de la televisión, Laia se coló por la ventana del cuarto de Marta convertida en un soplo de aire. Estaba impaciente por relatarle a su amiga todo lo sucedido la tarde anterior... los besos de Efrén, y la discusión con sus hermanos.
—Marta, ¿se te ocurre alguna manera de fastidiar a mis hermanos? Me encantaría hacerles sufrir... —declaró divertida sentándose en la cama junto a la anciana—. Voy a hacerles pagar todo lo que me han... ¿Marta?
Cuando tiempo después salió del dormitorio de la anciana atravesó el pasillo aturdida, sobresaltando a Esther al pasar frente al salón, pues la mujer, por supuesto, no la había visto entrar. No se molestó en darle una explicación a su repentina aparición allí, simplemente la miró cabizbaja y esbozando una triste sonrisa abrió la puerta de la calle y abandonó la casa.
Efrén observó desde la esquina de la calle como Laia salía del portal de su casa para después cruzar la carretera e internarse en el parque. Se apresuró a correr hacia ella, pero su rodilla le obligó a detener su loca carrera y caminar. Cuando llegó al parque, Laia ya no estaba. ¿Por qué no le había esperado? Subió a casa y entró temeroso en su habitación. Ella tampoco estaba allí. Luego se dirigió al cuarto de Marta.
—Me ha dicho que acudas mañana al Palacio de Cristal... —musitó esta antes de quedarse profundamente dormida.
27 de Septiembre, 2012.
—¿Dónde estás? —gritó Efrén frente al Palacio de Cristal a la vez que se frotaba con ambas manos la rodilla.
No había parado de llover en toda la noche, y en consecuencia El Retiro estaba lleno de charcos que había tenido que esquivar hasta llegar al lugar de la cita, lo que había dado como resultado que su maldita rodilla se quejara de la única manera que sabía hacer: doliéndole.
—¿Te molesta la pierna? —le preguntó un hombre de cabello, piel y ojos dorados. Todo él parecía bañado por los rayos del sol.
—No más de lo normal, gracias por preocuparte —atinó a contestar Efrén. Era la primera vez que un desconocido le preguntaba, y se preocupaba, por su dolor.
—Déjame echarte una mano —comentó acercándose a él y posando la palma de la mano sobre su rodilla. Efrén jadeó ante la balsámica calidez que se filtró en su dolorida articulación—. Un poco de calor nunca viene mal —afirmó el joven dorado—. He abierto la puerta del palacio, entra dentro y espera —le indicó a la vez que le daba una ligera palmada en la rodilla y se alejaba caminando, como si confesarle que había abierto la cerradura de un sitio cerrado mientras le masajeaba la pierna fuera lo más normal del mundo.
Efrén carraspeó un par de veces, incrédulo, luego irguió la espalda y se dirigió al lugar indicado. Tal y como le había dicho el joven dorado, la puerta estaba abierta. Entró, y en ese momento fue como si todos los rayos solares del mundo se juntaran sobre ese lugar, bañándolo en un resplandor sobrenatural que le impedía ver lo que le rodeaba.
—Hola —escuchó la voz de Laia frente a él.
—¿Dónde estás? —inquirió él entornando los ojos cegado por la fuerte luz.
—Estoy aquí, acércate...
Efrén caminó hacia su voz, sintió un fuerte calor cubriendo su cuerpo y luego... la vio. Estaba frente a él. Ambos estaban ocultos bajo una cúpula hecha de... ¿Rayos de sol?
—Chico listo —dijo una voz a su espalda, era el hombre dorado—. Ahora no me hagas enfadar y mantén las manos quietas en los bolsillos del pantalón, ¿vale?
—¡Simba! —siseó Laia con las mejillas enrojecidas.
—¡¿Qué?! Si yo me arriesgo a que nuestros hermanos descubran mi engaño y me den una buena paliza, o algo peor si es Madre quien me pilla, tu prometido puede como mínimo comportarse decentemente y no hacerme enfadar. No es tan sencillo, solo tiene que...
—Mantendré las manos en los bolsillos —afirmó Efrén.
—Ya sabía yo que nos íbamos a entender sin problemas —dijo Simba guiñándoles un ojo a la vez que se fundía con los rayos que formaban la dorada cúpula.
Efrén esperó hasta que Simba desapareció por completo y luego abrazó a Laia. Un abrazo no podía considerarse indecente, ¿verdad?
—¡No puedes siquiera imaginar cuánto te he echado de menos! —musitó besándola.
—¿Qué es lo que quieres de mí, Efrén? —Le preguntó Laia cortante, apartándose de él.
—Quiero estar a tu lado, y besarte... —dijo él mirándola sorprendido. ¿Por qué se apartaba de él? ¿Por qué no le besaba?
—¿Estás completamente seguro de eso? —preguntó ella posando las manos sobre las mejillas de él.
—Sí. Me gusta sentirte cerca —afirmó confundido. ¿A qué venía esa actitud tan fría?
—¿Te gusta... o lo necesitas para sentirte bien? —susurró Laia alejando de improviso sus manos de él, llevándose la suavidad y el calor—. No quiero convertirme en tu ancla, Efrén. —Él la miró sin comprender—. Estabas perdido y necesitabas a alguien que te hiciera ver la situación en que te encontrabas, que te obligara a asumir la realidad. Ahora ya estás bien, y yo no quiero ser la voz de tu conciencia ni tengo paciencia para seguir esperando tu decisión... —aseveró mirándole fríamente.
—¿Mi decisión? ¿A qué decisión te refieres? —inquirió atónito. ¿De qué narices estaba hablando?
—Hace un siglo tu bisabuela me hizo una promesa en tu nombre. Quiero saber si vas a cumplirla.
—Hace un siglo yo todavía no había nacido, no puedes pedirme que haga algo que no he prometido. —musitó incrédulo. ¿Dónde estaba la dulzura angelical de Laia? ¿Por qué se comportaba así?
—No te pido que cumplas una promesa que no hiciste, te exijo que me digas cuál es tu decisión y que actúes en consecuencia. No puedo ni quiero ser tu amiga. Soy una diosa y como tal debo actuar. No voy a utilizar a Simba como escudo para esconderme de mis hermanos o de Madre, y tampoco voy a seguir escabulléndome para verte... y besarte. Y por supuesto no me voy a seguir siendo un fantasma invisible que te susurra al oído. Tengo más dignidad que todo eso —afirmó con gesto severo.
«Mentiras, mentiras y más mentiras. De mis labios solo salen mentiras» pensó la muchacha a punto de romper a llorar. Pero no podía permitírselo. No en ese momento. Tenía una misión, una misión que pronto llegaría a su fin... para bien o para mal.
—¿Qué te pasa, Laia? —preguntó él sorprendido por su actitud—. Tú no eres así. Eres dulce y cariñosa, divertida y...
—¡Tú no sabes cómo soy!
—¡Sí lo sé! Llevo escuchando tu voz desde que nací. Sé cómo piensas, cómo sientes, cómo ríes...
—Solo sabes lo que yo te he permitido saber. ¡Mírame ahora y decide! Decide qué quieres hacer... hasta dónde quieres llegar, y cuando lo sepas, búscame y dímelo... o simplemente olvídame —exigió Laia comenzando a brillar.
Efrén contempló asombrado como la mujer que había tomado por un ángel se convertía en un demonio.
El cabello de Laia comenzó a resplandecer, extendiéndose a su alrededor como si tuviera vida propia, su piel dorada comenzó a irradiar calor a la vez que se tornaba del color del magma demarrándose sobre la ladera de un volcán. Sus ojos, antaño verdes como los océanos comenzaron a cambiar de color con violenta rapidez: azules como un lago reflejando el cielo despejado, grises como la espuma del mar, negros como el fondo del océano, blancos como los glaciares. Y mientras todos estos cambios se sucedían en su físico, a su alrededor el aire danzaba, elevándola y envolviéndola en un torbellino que desprendía rayos azulados de energía.
—¿Sigues creyendo que te gusta sentirme cerca, Efrén? —susurró en la cabeza del joven la voz que tan bien conocía, aquella que había llegado a amar. Los labios de Laia, sin embargo, no emitían sonido alguno—. Toma tu decisión y házmela saber. Pero no tardes, mi paciencia se agota, y si esperas demasiado, quizá sea yo quien tome la decisión por ti... —advirtió desvaneciéndose en el aire.
—¡En qué estabas pensando, Laia! —rugió Antares enfadado. Los hermanos asintieron ante las palabras del mayor. Estaban ocultos de los ojos de Madre en las profundidades de la tierra—. Te has escondido de nosotros con engaños, utilizando al incauto Simba, para ¡mostrarte como realmente eres ante un simple humano! Si Madre lo descubre...
—¿Tienes la más remota idea de lo que podría haber pasado? Tu resplandor se veía a cientos de kilómetros, ni siquiera la cúpula dorada de Simba podía contenerlo —siseó colérico Merak—. Hasta yo he sentido la fuerza de tu poder, ¡y estaba en el mismo centro de la tierra!
—¿Por qué lo has hecho, Laia? —La preguntó Ailean pidiendo silencio a sus hermanos con la mirada. Su hermana se estaba comportando tan extrañamente como los humanos, y los humanos siempre le habían intrigado demasiado.
—Tiene derecho a saber cómo soy realmente.
—No es solo eso, Laia. Le has asustado a propósito, le has presionado y no entiendo por qué —susurró Simba acariciando la frente de la joven. Ella desvió la cara, intentado disimular su angustia—. Dices que le quieres, que siempre le has querido. Y yo te creo. Te he visto observarle día tras día, cuidar de él, emocionarte al verlo bailar y sufrir cuando él sufría. Te has mantenido en las sombras todos estos años, esperando paciente a que él estuviera preparado para conocerte... ¿Por qué tanta prisa ahora? ¿Por qué le has dado un ultimátum? Creía que los humanos se daban un tiempo para conocerse, un cortejo creo que lo llaman. ¿Por qué le exiges lo que quizá no pueda darte aun?
—Marta se muere, no puedo esperar más tiempo —dijo Laia por toda respuesta. Los cuatro hermanos jadearon aterrorizados.
—¡No puede morirse! —gritó Antares asustado, la muerte era irreparable. Cuando alguien se moría, ya no volvía nunca.
—¿Por qué no? Marta es humana... —replicó serena Laia.
Los hermanos se miraron unos a otros, comprendiendo al fin que esa vez Marta no iba a poder vencer la debilidad de su deteriorado cuerpo.