Acto 3.

Oigo tu voz en el viento.

Te escucho gritar mi nombre.

Invierno, 1999.

«Ten cuidado» susurró el viento en su oído.

Efrén dio un respingo y apartó la vista del cartel publicitario que anunciaba un nuevo espectáculo de ballet clásico, parpadeó para salir del aturdimiento en que se había visto inmerso, y miró lo que había frente a él: una carretera llena de coches.

Y él había estado a punto de sumergirse en esa vía rugiente y peligrosa sin percatarse.

Menos mal que su Ángel de la Guarda le había advertido del peligro.

Porque él tenía un Ángel de la Guarda, aunque jamás se atreviera a decírselo a sus amigos.

Su bisabuela se lo repetía a diario ante la mirada escéptica y divertida de su madre. Aunque Bisa Marta no decía que fuera un Ángel de la Guarda, eso era cosa de su padre. Bisa Marta le aseguraba, cuando estaban solos y nadie más podía oírla, que quien le cuidaba era su futura novia, una novia mágica con la que un día se casaría.

Su bisabuela era una bromista consumada. O eso, o estaba loca. Prefería la primera opción.

Porque si algo tenía claro era que no tenía ni por asomo una novia, y mucho menos, una mágica.

Se ajustó la mochila a la espalda y esperó a que el semáforo hiciera detenerse a los coches. Llegaba tarde a la escuela. Y con lo que le había costado convencer a su padre de que el ballet no era solo para chicas, no pensaba desaprovechar ni un minuto de las clases. Algún día sería el primer bailarín de la Escuela de Danza Diolch. Frunció el ceño, pensativo. No.

—¡Seré el mejor bailarín del mundo! —exclamó saltando sobre las puntas de sus pies.

«Lo serás» susurró la voz de ella en el viento.

Primavera, 2009.

Laia observó embriagada los movimientos de Efrén sobre el escenario. Parecía volar sobre las alas invisibles de la música. Su cuerpo esbelto y poderoso se elevaba para caer con tal elegancia que parecía caminar sobre una nube... solo que él era humano. No podía hacer eso, pero lo parecía.

Se mordió los labios sin dejar de contemplar al primer bailarín de la Compañía de Danza Diolch. Era tan hermoso que casi dolía mirarle. Se parecía a Marta en su porte elegante y orgulloso, en su cabello negro, su piel morena y sus ojos castaños. Era alto y delgado, fibroso. Y siempre sonreía.

Y su sonrisa casi siempre hacía que Laia tuviera ganas de llorar.

Porque nunca se la dedicaba a ella.

Le vio sonreír a la primera bailarina, mirarla arrobado antes de sostenerla por la cintura e impulsarla en una elevación exquisita. Ah, el amor era hermoso. Y no cabía duda de que Efrén estaba enamorado. Hacían una pareja perfecta, dos bailarines gráciles y delicados que creaban magia sobre el escenario. Pero la mirada que ella le dedicaba a él no estaba imbuida de la misma pasión que la de Efrén, al contrario. Era una mirada calculadora, soberbia, engreída. Era la mirada de quien sabe que ha pescado al mejor y se jacta de ello ante las demás bailarinas. Laia se encogió de hombros, no pensaba avisarle de eso, él tendría que averiguarlo por sí mismo. Se había jurado a sí misma que jamás se inmiscuiría en la vida del joven. Y pensaba cumplir su promesa.

Desvió la atención del escenario a la vez que fruncía el ceño al escuchar el sonoro gruñido de su hermano mayor. Antares se había empeñado en acompañarla al teatro y ahora estaba con ella en el peine de la caja escénica, convertido en remolino mientras giraba a pocos centímetros del altísimo techo.

—¿Falta mucho para que acabe este tostón?

—Vete si quieres, no hace falta que cuides de mí como si fuera un cachorrito —le susurró enfadada.

—Si te pierdo de vista Madre me matará. Además, no me fio de ti, en cuanto puedes desapareces...

Laia le guiñó un ojo con sonrisa pícara. Antares tenía razón, en cuanto alguno de sus hermanos se despistaba siquiera un instante, ella se escapaba. Pero la culpa no era suya, sino de ellos, no deberían estar siempre pegados a su espalda como si fueran sus sombras, ni tampoco debieran comportarse como matones cuando algún humano se acercaba a ella. ¡Así jamás podría pasar desapercibida! Y eso, era lo que más deseaba en el mundo.

Desvió la mirada de nuevo a la escena que se representaba en el teatro. La música había acelerado el tempo y sobre el escenario las bailarinas vestidas de blanco resplandeciente, imitando el plumaje de los cisnes, rodeaban a Efrén y a su novia quienes ejecutaban su danza como si estuvieran solos en el mundo. De repente, el segundo bailarín apareció en escena vestido de negro y con unas enormes alas de seda del mismo color, interpretando el papel de Rothbart, el villano del lago de los cisnes. Ambos bailarines comenzaron a moverse como si se batieran en duelo por Odette, la reina de los cisnes. El malvado intentaba atraparla y llevársela con él, mientras Efrén, que interpretaba al príncipe Sigfrido, defendía a su amada en una danza, tan etérea y a la vez enérgica, que consiguió que todo el teatro contuviera la respiración.

Laia observó emocionada cada uno de los vuelos que Efrén ejecutaba sobre el escenario y jadeó asustada al ver como una de las bailarinas resbalaba y caía justo en el lugar en que él iba a posarse. No se lo pensó dos veces, ordenó a la energía eólica que habitaba en su interior que elevará a Efrén haciéndole volar sobre la bailarina.

—¡Laia! —siseó Antares enfadado al ver que el vuelo del bailarín duraba más de lo humanamente posible—. ¡Qué estás haciendo! ¡Siempre nos exiges discreción y ahora has hecho volar a ese hombre!

—Estaba a punto de caerse —respondió la joven como única explicación.

En el escenario, Efrén recuperó el paso con el corazón acelerado y miró a su alrededor mientras continuaba danzando. La bailarina que había caído ya estaba en pie de nuevo y nadie parecía haberse dado cuenta de su extraño grand jeté. Respiró profundamente y se enfrentó al segundo bailarín en una serie de complicados brissé que ejecutó a la perfección para luego alejarse con la primera bailarina hacia un extremo del escenario y caer al suelo junto a ella, interpretando la muerte en el lago del príncipe y su amada. Un segundo después, el villano cayó muerto también al romperse el maleficio que había lanzado a la pareja, y el resto de los cisnes comenzaron a bailar alrededor de los bailarines principales, hasta que estos volvieron a levantarse y ejecutaron con precisión la danza final.

Las cortinas se cerraron frente a ellos con un ruido sordo. Efrén relajó los hombros y respiró aliviado al escuchar el clamoroso aplauso del público. Sonrió orgulloso y salió al escenario junto a sus compañeros para saludar. Y durante los largos minutos que estuvo bañándose en el fragor del teatro, no dejó de pensar en qué podía haber pasado durante el instante en que estuvo a punto de caer. Una fuerte corriente de aire lo había elevado sutilmente para luego posarle en el suelo con elegancia.

Cerró los ojos y vio dibujada en sus párpados la cara de bisa Marta. Su bisabuela no había podido acudir al teatro, era mayor y su salud estaba demasiado deteriorada como para viajar de una ciudad a otra para verle a él actuar, pero ella le había asegurado que su “novia”, su Ángel de la Guarda, estaría observándole y cuidándole.

«Quizá bisa Marta tiene razón» pensó dándole las gracias en silencio. La acariciante brisa que le había salvado había sido tan real...

—Has metido la pata hasta el fondo, estúpida —escuchó sisear a su novia, reprochándole la caída a la inexperta bailarina—. Podías haber hecho tropezar a Efrén y entonces... ¡¿Quién hubiera bailado conmigo la escena final?! ¡Nadie más está a mi altura!

—Tranquilízate Isabel, todos cometemos errores —le susurró él cogiéndole la mano. Su novia tendía a mostrarse irascible ante cualquier fallo de los demás.

—No digas nada, Efrén, tu vuelo tras su caída ha sido desacompasado, menos mal que el público no se ha dado cuenta, pero ten por seguro que a mí no me ha pasado desapercibida tu torpeza —le increpó—, y en cuanto a ti —se dirigió a la asustada joven—. Jamás volverás a bailar en mi escenario... ni en ningún otro si tengo algo que decir al respecto.

Verano, 2010.

Laia sonrió divertida cuando el joven tomó su mano haciendo una pomposa reverencia y la besó los nudillos. Era un muchacho agradable, y también muy divertido. Le gustaba mucho bromear y siempre se estaba riendo, y solo por eso, ella le había elegido. Casi un siglo de vida sin haber sido nunca besada era una verdadera eternidad, aunque tuviera la apariencia de una joven de apenas veinte años. Había llegado la hora de solucionarlo... solo esperaba que sus comprensivos y observadores hermanos la dejaran tranquila. Aunque lo dudaba.

Dio un trago a su San Francisco y entornó los ojos con sensualidad, o al menos eso esperaba ella. Tras pasar tantos años observando a los humanos creía conocer e imitar a la perfección todos sus gestos.

El muchacho esbozó una cautivadora sonrisa y se acercó un poco más ella, abrazándola.

«¡Ha funcionado!» se congratuló en silencio antes de recostar la cabeza en el hombro del chico. Cerró los ojos y respiró profundamente, no se estaba mal en esa postura... lástima que el joven no oliera igual de bien que Efrén, ni tuviera el timbre seductor de su voz ni sus preciosos ojos castaños ni su largo y acariciante cabello negro... En definitiva, era una verdadera pena que no fuera Efrén. Pero ella había hecho una promesa y pensaba cumplirla, y aunque no fuera así, Efrén tenía una novia estúpida, insolente, vanidosa y repugnante a la que adoraba. Por tanto, tendría que conformarse con el joven que la acompañaba. Al fin y al cabo para probar lo que era un beso solo era necesario que él fuera agradable, y lo era. Mucho.

El joven la envolvió la cintura con las manos y se inclinó ligeramente sobre ella.

Laia posó sus finos y largos dedos sobre los hombros masculinos, enredándolos en su cabello rubio y elevó la cabeza.

Él se aproximó lentamente a sus labios.

Ella los separó nerviosa e impaciente.

Un relámpago abrió en dos el cielo y el diluvio universal cayó sobre ellos a la vez que fuertes ráfagas de viento hacían volar las sombrillas de la terraza en la que estaban sentados.

—¡Vaya! —exclamó el muchacho sorprendido, dos minutos atrás el cielo había estado claro y sin nubes—. Parece una señal divina... deberíamos ir a mi casa a continuar lo que estábamos a punto de empezar —sugirió seductor.

Y en ese preciso instante el fuerte viento se convirtió en un vendaval que le levantó por los aires, silla incluida, lanzándole al otro extremo de la calle. Un segundo después, un rayo cayó a pocos metros de dónde se encontraba.

—¡Antares! ¡Ailean! ¡Basta ya! —gritó Laia enfurecida.

—¿Has visto eso? —preguntó su joven y aturdido acompañante corriendo hacia ella—. ¡Por poco me cae encima un rayo! Vámonos antes de que se ponga todavía más feo. —La tomó del brazo con la intención de llevarla a un lugar seguro. O al menos lo intentó.

Un hombre alto y delgado, con el pelo tan claro que casi parecía blanco y gélidos ojos azules, apareció de la nada y se colocó entre los amantes.

—¡Antares! ¡Ya está bien! —exclamó Laia golpeándole con los puños cerrados. Él se limitó a sujetarla por los codos y mirarla con ferocidad.

—¡Eh, colega! Deja a mi chica en paz —le increpó el muchacho.

—No es tu chica, es mi hermana —siseó Antares enseñando los dientes.

—Ah, vaya... Tranquilo... No estábamos haciendo nada malo, solo pretendía sacarla de la tormenta —musitó el muchacho dando un paso atrás ante la fiereza del hombre.

—¿Qué tormenta? —Antares alzó una ceja, ignorando el fuerte pisotón que le dio Laia.

—Ha escampado ahora mismo... —murmuró el muchacho confundido—. Hasta hace dos segundos estaban cayendo rayos y truenos, y llovía muchísimo, tienes que haberlo visto. Hay charcos en el suelo —los señaló para dar veracidad a su versión.

—Quizá era una señal divina para que te alejaras de mi hermana —comentó Antares. Laia puso los ojos en blanco al escucharle.

—¿Qué?

—Largo —susurró Antares levantando al muchacho por los aires con un fuerte golpe de aire.

El joven aterrizó al otro lado de la calle, en el lugar exacto que la primera vez. Miró asustado al hombre del pelo blanco y se puso en pie lentamente. Un nuevo rayo volvió a caer a pocos pasos de él.

Antares arqueó una ceja.

El muchacho salió corriendo en dirección contraria a la que se encontraba Laia.

—¡¿Qué has hecho?! ¡Iba a besarme! ¡Por fin! Y tú lo has espantado —clamó enfurecida.

—Es un cobarde. No te merece.

—¿Cómo quieres que sea valiente si le tiras rayos encima y le elevas por los aires?

—Pues siéndolo —replicó Antares encogiéndose de hombros.

—¡Con gusto te mataría! —gritó ella pateando el suelo—. Y tú, Ailean, no te escondas, sé que estás ahí, la lluvia ha sido cosa tuya... ¿Cómo te atreves?

—Él me lo ordenó —dijo Ailean apareciendo ante ellos y señalando a Antares.

—Ah, claro, y como él te lo ordena, tú lo haces. ¿Y si te dice que te tires desde un puente? ¿Lo harías?

—Claro... me gusta llover desde los puentes —asintió confuso. ¿Por qué no iba a tirarse desde un puente convertido en lluvia? Sobre todo si el puente estaba sobre un río... era tan hermoso caer sobre el agua.

—¡No! —profirió exasperada—. Tírate por un puente en tu forma humana, vamos, hazlo.

—Me dolería... ¿para qué iba a hacer eso?

—Porque yo te lo ordeno.

—Es una orden tonta —afirmó Ailean cruzándose de brazos. Antares asintió dándole su aprobación.

—Entonces... ¿Por qué obedeces a Antares cuando te dice que empapes a mis novios?

—Porque no es una orden tonta. Tú no debes tener novio.

—¿Ah, no?

—No. No debes. Y no hay más que hablar —intervino Antares con gran seriedad.

—¿Y por qué no debo?

Los dos hermanos se miraron uno a otro sin saber qué decir. A lo lejos se escucharon las carcajadas de Simba.

—Eso, ¿por qué no debe? Y que conste que me lo paso en grande cuando montáis vuestro numerito de rayos y tormentas. —Metió cizaña Simba apareciendo ante ellos.

Ailean miró a su hermano pequeño, a su hermana y por último centró la mirada en su hermano mayor. Esperaba que tuviera una respuesta a esa pregunta, porque él solo sabía que no le gustaba cuando los hombres tocaban a Laia... pero no tenía ni idea del porqué.

Antares abrió la boca, la cerró, se rascó la frente, frunció el ceño y a la postre, una enorme sonrisa se dibujo en sus labios.

—Porque estás comprometida y no está bien que beses a otro que no sea tu novio —sentenció cruzándose de brazos a la vez que afirmaba con rotundidad con la cabeza. Él también había observado y aprendido algunas de las absurdas reglas de los humanos.

Ailean se colocó junto a su hermano y asintió con firmeza con la cabeza. Había dado con la excusa perfecta.

Simba se limitó a arquear una ceja. Antares tenía razón.

Laia abrió la boca, la cerró, frunció los labios y estalló.

—¡Sois imposibles! ¡Dejadme en paz! —Y dicho esto, se marchó.