3

—¡Vaya, ésta sí que es una buena sorpresa!

Edith, que había abierto la puerta del piso para dejar entrar a Sarah, contrajo las amargadas arrugas de su rostro en una sonrisa.

—Hola, Edith, sol mío. ¿Está mamá?

—La espero en cualquier momento. Me alegro de que haya venido. A ver si la anima un poco.

—¿Necesita que la animen? Siempre parece de lo más alegre.

—Hay algo que no está nada bien en su mamá. Estoy preocupada por ella —Edith siguió a Sarah a la salita—. No es capaz de estarse quieta dos minutos y en cuanto se le hace un comentario casi le saca a una los ojos. Algo dentro, no me extrañaría.

—Vamos, no seas lechuza, Edith. Según tú, todos estamos a las puertas de la muerte.

—No se puede decir eso de usted, señorita Sarah. Parece una flor. ¡Ay! Mira qué tirar así sus preciosas pieles en el suelo. Es usted la misma. Son preciosas. Han debido costar mucho dinero.

—Sí, medio mundo.

—Mejores que cualquiera que haya tenido la señora. La verdad es que tiene usted cosas preciosas, señorita Sarah.

—Así tiene que ser. Cuando se vende el alma, el precio ha de ser alto.

—Ésa no es manera de hablar —dijo Edith con reproche—. Lo peor de usted es que siempre anda con altibajos. Qué bien me acuerdo, como si fuera ayer, aquí, en esta misma habitación, cuando me dijo usted que se casaba con el señor Steene y cómo me hizo dar vueltas bailando por el cuarto, como un tiovivo: «Voy a casarme… voy a casarme», decía usted.

—Calla… calla, Edith —le cortó—. No lo soporto.

El rostro de Edith pareció al instante alerta y lleno de comprensión.

—Vamos, vamos, queridita. Dicen que los dos primeros años son los peores. Si una los aguanta, todo va bien.

—Una visión muy poco optimista del matrimonio.

—El matrimonio es mal negocio siempre, pero supongo que el mundo no podría continuar sin él. Excúseme la libertad, ¿no hay nada en el camino?

—No, Edith, no hay.

—Lo siento. De verdad. Pero parecía usted un poco nerviosa y me preguntaba si sería ésa la razón. Es muy rara la forma en que algunas señoras recién casadas se comportan a veces. Mi hermana mayor, cuando estaba esperando, estaba un día en la tienda de comestibles y de pronto le vino la idea de que tenía que comerse una pera grande y jugosa, allí mismo. «Eh, ¿qué hace usted?», le dijo el dependiente. Pero el tendero, un padre de familia, comprendió la cosa. «Déjalo, hijo. Yo atenderé a la señora»; y no le cobró, además. Era muy comprensivo, porque tenía trece hijos propios.

—Qué mala suerte, tener trece. Qué familia tan maravillosa tienes, Edith. He oído cosas de ellos desde que era una criatura.

—Ah, sí, le he contado muchas historias. Cuidado que era usted seria y preocupada por todo. Y eso me recuerda que el otro día vino por aquí ese joven amigo suyo, el señor Lloyd. ¿Le ha visto?

—Sí, le he visto.

—Parece mucho mayor… pero está muy moreno. Eso es por estar tanto en el extranjero. ¿Le han ido bien las cosas?

—No particularmente.

—Ay, qué pena. No tiene bastante ambición… eso es lo que le pasa.

—Supongo que sí. ¿Crees que mamá vendrá pronto?

—Oh, sí, señorita Sarah. Va a cenar fuera. Así que primero vendrá a cambiarse. Si me pregunta, señorita Sarah, le diré que es una gran pena que no pase más noches tranquilas en casa. Se mueve demasiado.

—Supongo que le gusta.

—Tanto corretear por ahí. No le va. Siempre fue una señora tranquila.

Sarah volvió la cabeza bruscamente, como si las palabras de Edith hubiesen tocado alguna nota del recuerdo. Repitió musitando:

—Una señora tranquila. Sí, mamá era tranquila. Gerry lo dijo también. Es extraño lo que ha cambiado en los tres últimos años. ¿Crees tú que ha cambiado mucho, Edith?

—A veces diría que no es la misma señora.

—Solía ser muy distinta… Solía ser… —Sarah se cortó, pensativa. Luego siguió—: ¿Crees que las madres siempre quieren a sus hijos, Edith?

—Pues claro que sí, señorita Sarah. No sería natural si no lo hicieran.

—¿Pero es de verdad natural seguir preocupándose por los hijos una vez que han crecido y se han lanzado al mundo? Los animales no lo hacen.

Edith se escandalizó y repuso con rapidez:

—¡Conque los animales! Nosotros somos cristianos. No diga disparates, señorita Sarah. Recuerde el refrán: «Un hijo es un hijo hasta que se casa. Pero una hija es una hija toda la vida».

Sarah se echó a reír.

—Conozco muchas madres que odian a sus hijas como al veneno, e hijas que no quieren mucho más a sus madres, tampoco.

—Bueno, le diré sólo, señorita Sarah, que no creo que eso esté nada bien.

—Pero mucho, mucho más sano, Edith… al menos eso dicen los psicólogos.

—Será porque tienen unas mentes retorcidas.

—Yo siempre he querido muchísimo a mi madre —siguió Sarah, pensativa—; como persona no como madre.

—Y su madre la quiere, señorita Sarah.

Tras unos segundos de consideración, Sarah dijo despacio:

—Me lo pregunto…

—Si supiera usted el estado en que se encontraba cuando usted pasó la pulmonía a los catorce años…

—Oh, sí, entonces. Pero ahora…

Ambas oyeron la llave de la cerradura.

Edith comentó:

—Ya está aquí.

Ann entró sin aliento, quitándose un alegre sombrerito de plumas multicolores.

—¿Sarah? Qué sorpresa más agradable. Ay, este sombrero me hacía daño. ¿Qué hora es? Ando tardísimo. Estoy citada a las ocho con los Ladesburys en Chaliano. Ven a mi cuarto mientras me cambio, Sarah querida.

Sarah la siguió obediente por el pasillo, hasta el dormitorio.

—¿Cómo está Lawrence?

—Muy bien.

—Bien. Hace siglos que no le veo… ni tampoco a ti. Un día de éstos tenemos que organizar una fiestecita. Esa nueva revista en el Coronation parece muy buena…

—Madre. Deseo hablarte.

—¿Sí, cariño?

—¿No puedes dejar de ponerte cosas en la cara y escucharme?

Ann pareció sorprenderse.

—Vaya, Sarah, pareces muy excitada.

—Quiero hablarte. Es serio. Es… Gerry.

—Oh. —Las manos de Ann cayeron a sus costados. Pareció preocupada.

—¿Gerry?

—Quiere que deje a Lawrence y me vaya con él a Canadá.

Antes de contestar, Ann respiró profundamente un par de veces. Luego dijo con ligereza:

—¡Qué enorme tontería! Pobre Gerry. Es demasiado tonto para que hablemos de él siquiera.

—Gerry tiene razón —replicó Sarah, muy seria.

—Sé que siempre le has defendido, cariño. Pero en serio, ¿no crees que eres mucho más madura que él, ahora que has vuelto a verle?

—No me ayudas mucho, madre. —La voz de Sarah tembló un poco—. Quiero… hablar muy en serio.

—¿No pensarás tomar en serio esas tonterías ridículas? —preguntó Ann, enfadada.

—Sí pienso.

—Entonces eres una estúpida, Sarah.

—Siempre he querido a Gerry y él a mí —repuso.

Su madre se echó a reír, con una risa más bien nerviosa, histérica.

—¡Mi querida niña!

—Nunca debía haberme casado con Lawrence. Ha sido el mayor error de mi vida.

—Te adaptarás —repuso Ann tranquilamente.

Sarah se levantó y empezó a caminar, inquieta.

—No lo haré. No podré. Mi vida es un infierno… un verdadero infierno.

—No exageres, Sarah.

El tono de Ann era ácido.

—Es una bestia… una bestia inhumana.

—Te adora, Sarah —reprochó Ann.

—¿Por qué lo hice? ¿Por qué? La verdad es que jamás deseé casarme con él. —Se volvió de pronto hacia su madre—. No me habría casado con él de no haber sido por ti.

—¿Por mí? —Ann enrojeció de furia—. ¡Yo nada tuve que ver!

—¡Sí… tú, sí!

—Te dije entonces que tú tenías que tomar tu propia decisión.

—Tú me convenciste de que obraba bien.

—¡Qué malvada estupidez! Pero si yo te dije que su reputación era mala, que te estabas arriesgando…

—Lo sé. Pero es la forma en que lo dijiste. Como si no importara. ¡Fue todo! No me importa cuáles fueron tus palabras. Las palabras eran las correctas. Pero tú querías que me casara con él. Sí, madre. Sé que tú lo querías. ¿Por qué? ¿Porqué deseabas librarte de mí?

Ann se enfrentó muy enfadada a su hija.

—La verdad, Sarah, este ataque es de lo más extraordinario.

Sarah se aproximó mucho a su madre. Sus ojos, enormes y oscuros en el pálido rostro, contemplaron la cara de Ann como si buscaran en ella la verdad.

—Sé que lo que digo es cierto. Tú querías que me casara con Lawrence. Y ahora que todo ha resultado mal, ahora que soy infernalmente desgraciada, no te importa. A veces… incluso he pensado que estabas contenta.

—¡Sarah!

—Sí, contenta. —Sus ojos seguían indagando y Ann se sentía inquieta bajo aquella mirada—. Estás contenta… de que sea desgraciada…

Ann se apartó con brusquedad. Temblaba. Se encaminó a la puerta. Sarah la siguió.

—¿Por qué? ¿Por qué, madre?

Ann replicó, forzando a las palabras a salir de entre los labios secos:

—No sabes lo que dices.

—Quiero saber por qué deseabas que fuese tan desdichada.

—¡Yo nunca he querido que seas desdichada! ¡No seas absurda!

—Madre… —Tímidamente, como una niña, Sarah tocó el brazo de su madre—. Madre… soy tu hija… deberías quererme.

—¡Pues claro que te quiero! ¿Qué más?

—No. No creo que sea así. No creo que me hayas querido en mucho tiempo… Te has alejado de mí… a algún sitio donde no puedo alcanzarte…

Ann se esforzó por mantenerse entera. Su tono sonó como sin dar importancia al asunto.

—Por mucho que se quiera a los hijos, llega el momento en que deben aprender a mantenerse en pie por sí mismos. Las madres no deben ser posesivas.

—No, claro que no. Pero creo que cuando una está con problemas debería poder acudir a su propia madre.

—Pero ¿qué deseas que haga, Sarah?

—Quiero que me digas si debo irme con Gerry o quedarme con Lawrence.

—Quedarte con tu marido, naturalmente.

—Pareces muy segura.

—Mi querida niña, ¿qué otra respuesta puedes esperar de una mujer de mi generación? Me educaron en la observancia de ciertos niveles de conducta.

—Moralmente recto, quedarse con el marido, moralmente malo, irse con el amante, ¿no es verdad?

—Exactamente. Claro que me atrevo a decir que tus modernas amistades tendrán un punto de vista diferente. Pero tú me has pedido el mío.

Sarah suspiró y movió la cabeza.

—No es tan sencillo como tú pareces verlo. Todo está confuso. Lo cierto es que lo peor de mí desearía quedarse con Lawrence… ese yo que teme enfrentarse a la pobreza y a las dificultades… el yo que gusta de la vida cómoda… el yo con gustos depravados y esclavo de las sensaciones… El otro yo, el yo que quiere irse con Gerry, no es una mujerzuela sucia y enamoriscada… es el yo que cree en Gerry y desea ayudarle. ¿Ves, mamá? Es que yo tengo justamente eso de que carece Gerry. Llega un momento en que él se sienta a compadecerse de sí mismo y ¡entonces me necesita para que le dé un tremendo puntapié en el trasero! Gerry podría ser una persona realmente notable… lo lleva consigo. Sólo necesita de alguien que se ría de él, que le azuce y… oh, él… me necesita a mí…

La muchacha se detuvo mirando implorante a Ann, cuyo rostro parecía tallado en pedernal.

—De nada sirve que parezca impresionada, Sarah. Te casaste con Lawrence por tu propia y libre voluntad, digas lo que digas, y debes seguir con él.

—Quizá…

Ann aprovechó su ventaja para seguir en tono más cariñoso:

—¿Sabes, cariño? No creo que estés hecha para una vida de asperezas. Parece muy fácil hablar de esta nueva vida, pero estoy segura de que la detestarías, una vez enfrentada a ella, especialmente… —sintió que éste iba a ser un buen argumento— especialmente cuando te dieras cuenta que estabas frenando a Gerry en lugar de ayudarle.

Pero casi al mismo tiempo comprendió que había hecho un movimiento en falso.

El rostro de Sarah se endureció. Dirigiéndose al tocador tomó y encendió un cigarrillo. Al fin dijo en tono ligero:

—Haces de abogado del diablo, ¿eh, mamá?

—¿Qué quieres decir?

Ann estaba sorprendida.

Sarah volvió a acercarse y se plantó firme ante su madre. Su expresión era dura y desconfiada.

—¿Cuál es la verdadera razón de que no quieras que me vaya con Gerry, madre?

—Ya te he dicho…

—La verdadera razón… —Con deliberación, perforando casi con los suyos los ojos de Ann, la hija afirmó—: ¿Temes, verdad, que pueda ser feliz con Gerry?

—¡Temo que puedas ser muy desgraciada!

—No, no es cierto. —Sarah escupió las palabras con amargura—. No te importaría que fuera desgraciada. Pero es mi felicidad lo que no quieres. No me quieres. Es más que eso. Por una u otra razón me odias… Eso es, ¿verdad? Me odias. ¡Me odias como a nada!

—¡Sarah! ¿Te has vuelto loca?

—No, no me he vuelto loca. Por fin estoy llegando a la verdad. Me odias hace mucho… años. ¿Por qué?

—No es cierto…

—Es cierto. Pero ¿por qué? No es que estés celosa de mí porque soy joven. Algunas madres son así con sus hijas, pero tú no. Tú siempre eras dulce conmigo… ¿Por qué me odias, madre? ¡Debo saberlo!

—¡No te odio!

—¡Oh, basta de decirme mentiras! Sal a campo abierto. ¿Qué te he hecho para obligarte a odiarme? Siempre te he adorado. Siempre he intentado ser buena contigo… hacer cosas por ti.

Ann se volvió a mirarla. Habló con resentimiento y apoyando las palabras para marcar su significado.

—¡Hablas como si todos los sacrificios hubiesen estado de tu lado!

—¿Sacrificios? —exclamó Sarah con asombro—. ¿Qué sacrificios?

La voz de Ann temblaba. Comprimió las manos.

—He renunciado a mi vida por ti… he renunciado a cuanto me importaba… ¡y tú ni siquiera te acuerdas!

—¡Ni siquiera sé de qué me hablas! —exclamó Sarah, siempre con sorpresa y desconcierto.

—No, claro que no. No te acordabas del nombre de Richard Cauldfield. «¿Richard Cauldfield?», preguntaste. «¿Quién es?».

A los ojos de Sarah fue asomando algo parecido al entendimiento. Sintió cómo dentro de ella la invadía el desaliento.

—¿Richard Cauldfield?

—Sí. Richard Cauldfield. —Ann acusaba ya abiertamente—. Te disgustaba. ¡Pero yo le amaba! Le quería mucho. Deseaba casarme con él. Pero por ti hube de renunciar.

—Madre…

Sarah estaba abrumada.

—Tenía derecho a mi felicidad —dijo Ann, desafiante.

—No sabía… que le querías de verdad —tartamudeó Sarah.

—No querías saberlo. Cerraste los ojos. Hiciste cuanto estuvo en tu mano para impedir la boda. Es cierto ¿no?

—Sí, es cierto… —El pensamiento de Sarah volvió al pasado. Se sintió un tanto enferma al recordar su infantil y voluble seguridad—. Yo… no creía que iba a hacerte feliz…

—¿Qué derecho tenías a pensar por otra persona? —preguntó con fiereza.

Gerry se lo había dicho, Gerry se había preocupado por lo que ella intentaba hacer. Y ella se había sentido tan orgullosa de sí, tan triunfante de su victoria sobre el detestado «Coliflor». Habían sido unos celos tan torpes e infantiles… ¡ahora lo veía! Y por culpa de ella, su madre había sufrido, había ido cambiando poco a poco, hasta convertirse en esta mujer nerviosa y desdichada que ahora se enfrentaba a ella con un reproche para el que carecía de respuesta.

No podía sino susurrar, incierta:

—No lo sabía… oh, madre, no lo sabía…

Ann había vuelto al pasado.

—Podríamos haber sido felices juntos. Era un hombre solitario. Su primera esposa había muerto con la criatura y aquello fue para él una gran pena y un golpe. Tenía defectos, lo sé; tenía tendencia a la pedantería; a ajustarse a la letra de la ley (son cosas que los jóvenes observan), pero bajo la superficie era amable, sencillo y bueno. Hubiéramos ido envejeciendo juntos, felices. En lugar de ello le herí profundamente… le despedí. Le mandé a un hotel de la costa sur, donde conoció a aquella estúpida y joven arpía, que ni siquiera le quiere.

Sarah retrocedió. Cada palabra que decía su madre le hacía daño. Pero se armó para defenderse como pudo.

—Si tanto le necesitabas, deberías haberte hecho fuerte y seguido adelante.

Ann la miró con brusquedad.

—¿No te acuerdas de las eternas escenas… las broncas? Siempre estabais los dos como perro y gato. Le provocabas deliberadamente. Era parte de tu plan.

Sí, había sido parte de su plan…

—No podía soportarlo, día tras día. Y se me planteó la alternativa. Tenía que elegir… Richard me lo puso así… elegir entre tú y él. Tú eres mi hija, mi propia carne y sangre. Te elegí a ti.

—Y desde entonces —dijo Sarah viéndolo todo claro— me has odiado…

Todo estaba ahora patente ante ella.

Recogió sus pieles y se volvió hacia la puerta.

—Bien. Ahora sé dónde estamos.

Su voz sonó clara y dura. De contemplar la ruina de la vida de Ann se había vuelto a contemplar la suya.

Ya en la puerta se volvió a hablar a la mujer de rostro agotado, que no había negado la última acusación.

—Me odias por estropear tu vida, madre. Bueno, yo te odio por destrozar la mía.

—Nada tengo que ver con tu vida. Tú elegiste por ti misma.

—Oh, no, no fue así. No seas tan hipócrita, madre. Vine a ti deseando que me ayudaras para no casarme con Lawrence. Sabías muy bien que me sentía atraída por él, pero que quería librarme de aquella atracción. Fuiste muy lista. Supiste muy bien qué decir y hacer.

—Bobadas. ¿Por qué iba yo a querer que te casaras con Lawrence?

—Creo… que porque sabías que no sería feliz. Tú eras desgraciada… y querías que también lo fuera yo. Vamos, madre, suéltalo ya. ¿No has sentido cierto gozo al saber que soy muy desgraciada en mi matrimonio?

En un repentino arranque de pasión, Ann exclamó:

—¡A veces sí, he pensado que lo tenías merecido!

Madre e hija se contemplaron implacables.

Luego Sarah rió, con una risa áspera y desagradable.

—¡Ya lo he conseguido! Adiós, madre querida…

Cruzó la puerta, salió al pasillo; Ann oyó cerrarse la puerta del piso con un seco ruido lleno de finalidad. Estaba sola.

Temblando todavía llegó a la cama y se echó en ella. Las lágrimas mojaban sus mejillas y caían sin cesar.

Una tempestad de llanto como no conociera hacía años la sacudió.

Lloraba y lloraba…

No tenía idea de cuánto tiempo había estado llorando, pero cuando al fin sus sollozos empezaron a disminuir se oyó un tañir de porcelana y Edith entró con una bandeja con té. La dejó en una mesita, junto a la cama, y se sentó junto a su señora, dándole suaves palmaditas en la espalda.

—Hala, hala, corderito mío, linda mía… Aquí tiene una rica taza de té que se va a tomar, diga lo que diga.

—Oh, Edith, Edith…

Ann se aferró a la fiel sirvienta y amiga.

—Vamos, vamos, querida, no se lo tome así. Todo saldrá bien.

—Las cosas que he dicho… las cosas que he dicho…

—No se preocupe. Siéntese. Le serviré el té. Ahora bébaselo.

Ann obedeció, sentándose, y se tomó el té caliente.

—Mire, va verá cómo se siente mejor dentro de un momento.

—Sarah… ¿cómo he…?

—Vamos, no se preocupe…

—¿Cómo he podido decirle esas cosas?

—Mejor decirlas que pensarlas, se lo digo. Son las cosas que se piensan y no se dicen las que se vuelven amargas como la hiel… es un hecho.

—He sido tan cruel… tan cruel…

—Yo creo que lo que usted ha tenido de malo durante tanto tiempo ha sido lo que llevaba encerrado dentro. Una buena bronca y acabado, eso digo yo, en vez de callárselo todo y fingir que no pasa nada. Todos tenemos malos pensamientos, pero no siempre nos gusta admitirlo.

—¿He odiado de veras a Sarah? Mi pequeña Sarah… solía ser tan dulce y divertida. ¿Y yo la he odiado?

—Pues claro que no —replicó Edith con energía.

—Sí. Quería que sufriera… que sintiera dolor… al igual que yo.

—Vamos, no se ponga a imaginar un montón de tonterías. Usted quiere a la señorita Sarah y siempre la ha querido.

—Todo este tiempo… todo este tiempo… iba por dentro como una negra corriente… odio… odio…

—Una pena que no lo soltara todo antes. Una buena discusión siempre aclara la atmósfera.

Ann se tumbó, cansada, en las almohadas.

—Pero ya no la odio —se admiraba—. Todo ha desaparecido… sí… desaparecido.

Edith se levantó y le dio unas palmaditas más.

—No se excite, linda mía. Todo saldrá bien.

Ann denegó con la cabeza.

—No, nunca más. Ambas hemos dicho cosas que ninguna de las dos va a olvidar.

—No crea eso. Las palabras duras no rompen huesos. Y ése sí que es un refrán verdadero.

—Hay ciertas cosas, cosas fundamentales, que nunca se pueden olvidar.

Edith recogió la bandeja.

—Nunca es mucho tiempo —concluyó la vieja sirvienta antes de salir.