9

Durante dos días hubo una paz inesperada y bien venida. Ann se sentía más animada. Después de todo las cosas no estaban resultando tan mal. Con el tiempo, como ella había dicho, todo iría encajando. Su súplica a Richard había tenido éxito. Dentro de una semana estarían casados… y después, creía ella, la vida sería más normal. Seguramente Sarah dejaría de resentir tanto la presencia de Richard y se interesaría más por cosas exteriores.

—Hoy me siento mucho mejor —le comentó a Edith. Pensó que ahora el transcurrir un día sin un dolor de cabeza era casi un fenómeno.

—Calma en la tempestad, se diría —asintió Edith—. Como gatos y perros, la señorita Sarah y el señor Cauldfield. Se diría que se tienen una manía natural.

—Pero creo que a Sarah se le va pasando, ¿verdad?

—Yo no me haría falsas ilusiones si fuera usted, señora —dijo Edith, lúgubre como siempre.

—Pero es que no pueden seguir siempre así.

—Yo no estaría tan segura.

¡Esta Edith, siempre pesimista! ¡Cómo disfrutaba prediciendo desastres!

—Últimamente todo ha ido mejor —repitió.

—Ah, es porque el señor Cauldfield ha estado aquí casi siempre durante el día, cuando la señorita Sarah está en su asunto de las flores y la tiene a usted por las noches. Además, está preocupada con eso de que el señorito Gerry se va al extranjero. Pero una vez que se casen ustedes, les va a tener a los dos aquí juntos. Y entre los dos me la van a destrozar a usted.

—Oh, Edith.

Ann se sintió acongojada. El símil era horrible. Y era exactamente lo que había estado pensando.

—No puedo soportarlo —dijo, desesperada—. Detesto las escenas y las peleas que tienen continuamente.

—Cierto. Usted ha vivido siempre tranquila y protegida, y eso es lo que le conviene.

—¿Y qué puedo hacer? ¿Qué harías tú, Edith?

—De nada sirve quejarse. Me lo enseñaron de niña. «Esta vida no es sino un valle de lágrimas».

—¿Es cuanto se te ocurre para consolarme?

—Estas cosas se nos envían para probarnos —siguió Edith, sentenciosa—. ¡Si al menos fuera usted de esas señoras que disfrutan con las broncas! Hay muchas que les gusta. Por ejemplo, la segunda esposa de mi tío. No hay nada que le guste más que darle a la lengua de mala manera. Y la tiene bien mala… pero mire, cuando ha soltado lo que quería, no siente rencor alguno ni vuelve a pensar en ello. Aclara la atmósfera, por así decirlo. Yo se lo achaco a su sangre irlandesa. Su madre era de Limerick. No hay maldad en ellos, pero siempre están deseando pelear. La señorita Sarah es algo así. Recuerdo que usted me dijo que el señor era medio irlandés. Le gusta soltar el gas, a la señorita Sarah, pero nunca se ha visto una muchacha de mejor corazón. Si me pregunta, le diré que es bueno que el señorito Gerry se vaya al otro lado del mar. Nunca se sujetará en serio a un sitio. La señorita Sarah encontrará mejores muchachos.

—Me temo que le quiere mucho, Edith.

—Yo no me preocuparía. La ausencia enternece el corazón, dicen, pero mi tía solía añadir «el del otro». «Ojos que no ven, corazón que no siente», es un proverbio más auténtico. Vamos, usted no se preocupe por ella ni por nadie más. Aquí tiene ese libro que tanto quería leer, y que cogió de la biblioteca. Yo le traeré una taza de café y unas galletas. Disfrute mientras pueda.

La insinuación ligeramente siniestra de las tres últimas palabras fue ignorada por Ann, que dijo:

—Eres un gran consuelo, Edith.

El jueves, Gerry Lloyd se marchó y cuando Sarah volvió a casa su pelea con Richard fue mayor que nunca.

Ann les dejó para refugiarse en su propia habitación. Se tumbó en la oscuridad, tapados los ojos con las manos, apretándose con los dedos la frente dolorida mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Una y otra vez repetía para sí por lo bajo:

—No puedo soportarlo… no puedo soportarlo…

Luego oyó el final de una frase de Richard, gritando casi al salir de la sala:

—… y tu madre no va a escaparse siempre con uno de sus eternos dolores de cabeza.

Después el portazo de la calle.

Los pasos de Sarah sonaron en el pasillo, lentos y vacilantes hacia su propia habitación. Ann la llamó:

—Sarah.

Se abrió la puerta. La voz de Sarah, algo arrepentida, preguntó:

—¿Sola en la oscuridad?

—Me duele la cabeza. Enciende la lamparita del rincón, por favor.

Sarah lo hizo así. Se acercó despacio a la cama, desviados los ojos. Tenía un aire infantil y perdido que llegó al corazón de Ann, aunque sólo unos segundos antes se sintiera violentamente enfadada con ella.

—Sarah. ¿Tienes que hacerlo?

—Hacer ¿qué?

—¿Discutir con Richard todo el tiempo? ¿No sientes nada por mí? ¿No te das cuenta de lo infeliz que me haces? ¿No quieres que sea feliz?

—Claro que quiero que seas feliz. ¡Ésa es la cuestión!

—No te comprendo. Me haces perfectamente desgraciada. A veces me parece que no puedo seguir adelante… Todo es tan distinto…

—Sí, todo es distinto. Él lo ha echado todo a perder. Quiere que me vaya de aquí. Pero tú no le consentirás que te haga echarme, ¿verdad?

Ann se enfadó.

—Claro que no. ¿Quién ha insinuado tal cosa?

—Él. Hace un momento. Pero no lo harás, ¿verdad? Es como una pesadilla. —De pronto Sarah empezó a llorar—. Todo anda mal. Todo. Desde que volví de Suiza. Gerry se ha ido… seguramente no volveré a verle más… Y tú te has vuelto en contra mía…

—¡Yo no me he vuelto en contra tuya! No digas tales cosas.

—Oh, madre… mamá.

La muchacha cayó de rodillas junto a la cama, sollozando incontrolablemente.

Sólo repetía a intervalos aquella querida palabra:

«Madre».

Al día siguiente, en la bandeja de desayuno, Ann encontró una nota de Richard:

Querida Ann: Las cosas no pueden seguir así. Tendremos que pensar un plan. Creo que hallarás a Sarah más dócil de lo que crees. Tuyo siempre.

RICHARD.

Ann frunció el entrecejo. ¿Estaría Richard engañándose a propósito? ¿O habría sido la explosión de Sarah la noche anterior histérica más que nada? Era posible la segunda explicación. Ann estaba segura de que Sarah sufría el dolor de la cría que se separa de su madre y del primer adiós al amado. Después de todo, ya que Richard la disgustaba, tal vez fuera cierto que se sentiría más feliz fuera de casa…

Cediendo a un impulso Ann tomó el teléfono y marcó el número de Laura Whitstable.

—¿Laura? Aquí Ann.

—Buenos días. Qué llamada tan temprana.

—Oh, es que estoy al borde de mis fuerzas. La cabeza no cesa de dolerme y me siento enferma. Las cosas no pueden seguir así. Quería pedirte consejo.

—Yo no doy consejos. Es algo muy peligroso.

Ann no le hizo caso.

—Escucha, Laura, ¿crees… que sería conveniente… que sería bueno… que… que Sarah fuese a vivir por su cuenta… quiero decir, que compartiera un piso con una amiga… o algo parecido?

Tras una pausa, dame Laura preguntó:

—¿Parece desearlo?

—Bueno… no… exactamente no. Quiero decir que era una idea.

—¿Sugerida por quién? ¿Por Richard?

—Bueno… sí.

—Muy práctica.

—¿A ti te lo parece? —indagó Ann, ansiosa—. Quiero decir que lo es desde el punto de vista de Richard. Richard sabe lo que desea… y va a por ello.

—Pero ¿qué te parece a ti?

—Ya te lo he dicho, Ann. Yo no doy consejos. ¿Qué dice Sarah?

Ann vaciló.

—No lo he tratado verdaderamente con ella… todavía.

—Pero seguramente tendrás cierta idea.

—No creo que quiera, por ahora —hubo de responder de mala gana.

—¡Ah!

—Pero tal vez yo debería insistir.

—¿Por qué? ¿Para curarte de tus dolores de cabeza?

—No, no —exclamó horrorizada—. Sólo por su propia felicidad.

—¡Eso suena magnífico! Siempre desconfío de los sentimientos nobles. Explícate, ¿quieres?

—Bueno, me he estado preguntando si es que tal vez soy de la clase de madres que se aferran a sus hijos. Y si no sería mejor para Sarah el que se alejara algo de mí. Para así poder desarrollar su propia personalidad.

—Sí, sí, muy moderno.

—La verdad, ¿sabes?, yo creo que la idea le gustaría. Al principio no me gustaba a mí, pero ahora… ¡Oh, di lo que piensas!

—Mi pobre Ann.

—¿Por qué dices «mi pobre Ann»?

—Me has preguntado lo que pensaba.

—No me ayudas mucho, Laura.

—En el sentido que tú quieres, no lo deseo.

—Comprende, Richard se está volviendo difícil de manejar. Esta mañana me ha enviado una especie de ultimátum… Pronto me pedirá que elija entre él y Sarah.

—¿Y a quién elegirás?

—Oh, no, Laura. No quería decir que habíamos llegado a ese punto.

—Tal vez suceda.

—Eres enloquecedora, Laura. Ni siquiera intentas ayudarme.

Ann colgó el auricular, furiosa.

A las seis de la tarde telefoneó Richard Cauldfield. Fue Edith quien respondió al teléfono.

—¿Está la señora Prentice?

—No, señor. Ha salido a ese comité al que suele ir… Hogar de Ancianas o algo así. No volverá hasta casi las siete.

—¿Y la señorita Sarah?

—Acaba de llegar. ¿Desea hablar con ella?

—No. Me acercaré ahí.

Richard recorrió la distancia entre su pisito y el edificio de Ann con paso firme y rápido. Había pasado la noche sin dormir, llegando al fin a una resolución definitiva. Aunque era hombre que tardaba en tomar sus decisiones, una vez tomadas se aferraba a ellas con obstinación.

Las cosas no podían seguir como estaban. Tendría que hacérselo entender primero a Sarah y luego a Ann. ¡La muchacha estaba agotando a su madre con sus pataletas y su terquedad! ¡Su pobre y tierna Ann! Pero no sólo sentía por ella pensamientos amorosos. Sin querer casi reconocerlo, sentía cierto resentimiento. Continuamente evadía la cuestión mediante artificios femeninos… dolores de cabeza, hundimiento en medio de la batalla… ¡Ann tendría que enfrentarse a las cosas!

Las dos mujeres… ¡Toda aquella tontería femenina tenía que acabar!

Tocó el timbre, fue admitido por Edith y entró en la salita. Sarah, con un vaso en la mano, se volvió, apoyada en la repisa de la chimenea.

—Buenas tardes, Richard.

—Buenas tardes, Sarah.

—Lamento lo de anoche, Richard —dijo Sarah con esfuerzo—. Me temo que fui bastante grosera.

—Está bien —Richard hizo un gesto magnánimo con la mano—. No hablemos más de ello.

—¿Quiere un trago?

—No, gracias.

—Creo que mamá tardará un poco. Ha ido a…

—No importa. He venido a verte a ti.

—¿A mí?

Los ojos de Sarah se oscurecieron y estrecharon. Se aproximó a Richard, sentándose, y observándole con desconfianza.

—Quiero hablar contigo. Me resulta perfectamente claro que no podemos seguir como vamos. Con tantas discusiones y rencores. Por un lado, no está bien para con tu madre. Y tú quieres a tu madre, estoy seguro.

—Naturalmente —repuso con voz neutra.

—Entonces, entre nosotros, tenemos que darle un respiro. Dentro de una semana estaremos casados. Cuando volvamos de nuestra luna de miel, ¿qué clase de vida crees que va a ser la de nosotros tres viviendo en este piso?

—Un infierno, supongo.

—¿Lo ves? Tú misma lo reconoces. Bueno, quiero hacer constar que no te echo a ti toda la culpa.

—Es muy magnánimo por su parte, Richard.

El tono de Sarah era decidido y cortés. Pero él no conocía aún lo bastante a Sarah para reconocer la señal de peligro.

—Es una pena que no nos llevemos bien. Para ser francos, yo sé que te desagrado.

—Si quiere saberlo, sí.

—Está bien. Por mi parte, no te tengo un cariño especial.

—Me odia como al veneno.

—Oh, vamos, yo no diría tanto.

—Yo sí.

—Bueno, digámoslo de esta forma: nos desagradamos. A mí no me importa mucho el que me aprecies o no. Me voy a casar con tu madre, no contigo. He intentado ser amigo tuyo, pero tú no lo has querido… así que hemos de hallar una solución. Estoy dispuesto a hacer lo que pueda, en otro modo.

—¿Qué otro modo? —seguía la desconfianza.

—Puesto que no puedes aguantar la vida en esta casa, haré lo posible por ayudarte a organizar tu propia vida en otro sitio donde te halles más dichosa. Cuando Ann sea mi esposa, estoy dispuesto a mantenerla por completo. Habrá mucho dinero para ti. Puedes tener un bonito piso que compartir con una amiga. Amueblarlo y decorarlo totalmente a tu gusto.

—Qué hombre tan maravillosamente generoso es, Richard.

Los ojos de Sarah se habían estrechado hasta parecer dos ranuras.

Él no sospechó la burla. Interiormente se aplaudía a sí mismo. Después de todo, la cosa estaba resultando sencilla. La chica sabía perfectamente bien lo que le convenía. Todo iba a resultar de lo más amistoso.

Le sonrió animosamente.

—Bueno, no me gusta ver a las personas desdichadas. Y comprendo, cosa que tu madre no, que los jóvenes desean siempre seguir su propio camino y ser independientes. Te sentirás mucho más feliz por tu cuenta que viviendo aquí como perro y gato.

—Así que eso es lo que sugiere, ¿eh?

—Es una buena idea. Todos contentos.

Sarah se echó a reír. Richard la miró con sorpresa.

—No va a librarse de mí tan fácilmente.

—Pero…

—No me iré, se lo digo. No me iré…

Ninguno de los dos oyó la llave de Ann en la puerta de la calle. La abrió y se los encontró lanzándose furiosas miradas. Sarah temblaba y repetía con histeria:

—No me iré… no me iré… no me iré…

—Sarah…

Los dos se volvieron bruscamente. Sarah corrió hacia su madre.

—Cariño, cariño, no le dejarás que me eche, ¿verdad? Para vivir en un piso con una amiga. Odio a las amigas. No quiero estar sola. Quiero estar contigo. No me eches, madre. No… no…

—Claro que no —repuso Ann, rápida y suavemente—. Está bien, mi cielo. ¿Qué le has estado diciendo? —preguntó con aspereza a Richard.

—Le estaba haciendo una sugerencia perfectamente normal.

—Me odia, y hará que tú me odies.

Sarah sollozaba entrecortadamente. No era más que una niña histérica.

—No, no, Sarah —decía Ann con tono tranquilizador—, no seas absurda. —Hizo una señal a Richard—. Hablaremos de ello en otro momento.

—No. —Richard apretó la mandíbula—. Hablaremos aquí y ahora. Tenemos que solucionar la cuestión.

—Oh, por favor.

Ann dio un paso hacia adelante, se llevó la mano a la cabeza, en un gesto de dolor, y se sentó en el sofá.

—De nada servirá que intentes escapar diciendo que le duele la cabeza, Ann. La cuestión es quién es antes, ¿Sarah o yo?

—Ésa no es la cuestión.

—¡Yo digo que lo es! Hay que solucionar esto para siempre. No puedo aguantar mucho más.

El tono elevado de la voz de Richard penetró el cerebro de Ann, encendiendo sus nervios en una ola de dolor. La reunión del comité había resultado difícil, había salido cansada y sentía ahora que su vida, tal y como la estaba viviendo en esos días, era totalmente inaguantable.

—No puedo hablarte ahora, Richard —dijo débilmente—. De veras que no. No lo soporto más.

—Y yo te digo que hay que zanjar el problema. O bien Sarah se va de aquí o me voy yo.

Un leve espasmo recorrió el cuerpo de Sarah. Alzó la barbilla, contemplando a Richard.

—Mi plan es perfectamente lógico —siguió éste—. Ya se lo he indicado a Sarah. No parecía importarle mucho hasta el momento de entrar tú.

—No me iré.

—Pero, niña, puedes venir a ver a tu madre cuando te plazca, ¿no?

Sarah se volvió apasionadamente hacia Ann, arrodillándose a su lado.

—Madre, mamá, no vas a alejarme de ti. ¿Verdad que no, verdad que no? Tú eres mi madre.

El rostro de Ann enrojeció. Con repentina firmeza dijo:

—No voy a pedir a mi única hija que se vaya de casa a menos que lo quiera ella.

—Querría irse… si no fuera por fastidiarme —gritó Richard.

—¡Eso es lo que tú eres capaz de creer! —le saltó Sarah.

—Sujeta tu lengua.

Ann se llevó ambas manos a la cabeza.

—No puedo soportar esto. Os lo advierto a los dos, no puedo resistirlo…

—Madre —exclamó Sarah, suplicante.

—De nada te servirá, Ann —decía Richard, furioso—. ¡Ya está bien de dolores de cabeza! Tienes que elegir, maldita sea.

—Mamá —Sarah estaba fuera de sí. Se aferraba a Ann como una criatura asustada—. No permitas que te vuelva en contra mía. Mamá… no le dejes…

—No lo soporto más —Ann seguía sujetándose la cabeza entre las manos—. Es mejor que te vayas, Richard.

—¿Qué? —se la quedó mirando.

—Por favor, vete. Olvídame… De nada sirve…

Él volvió a enfurecerse. Al hablar su tono era duro:

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

—Debo tener paz —repuso, distraída—, no puedo seguir así…

—Mamá… —volvió a musitar Sarah.

—Ann —la voz de Richard estaba llena de un dolor incrédulo.

—No sirve de nada… no sirve de nada, Richard —exclamó Ann desesperadamente.

Sarah se volvió contra el hombre, furiosa e infantil.

—Vete, no te queremos, ¿lo oyes? No te queremos…

Su rostro, que hubiera parecido feo de no ser tan infantil, estaba iluminado por el triunfo.

Él no le hizo ningún caso. Miraba a Ann. Preguntó muy bajo:

—¿Lo dices en serio? No… volveré.

La voz de Ann sonó exhausta.

—Lo sé… lo sé… Es que… no puede ser, Richard, Adiós…

El hombre salió despacio de la habitación.

—¡Cariño! —exclamó Sarah, y hundió la cara en el regazo de su madre.

Mecánicamente, la mano de Ann acarició la cabeza de su hija. Pero sus ojos estaban clavados en la puerta por la que acababa de salir Richard.

Un instante después oyó el portazo de la calle, que se cerraba decididamente.

Sintió el mismo frío que había sentido aquel día en la estación Victoria, unido a una gran desolación.

Richard bajaba las escaleras, salía al portal… a la calle… Se alejaba de su vida…