29

La cámara de la Visión

—¿Donde estamos ahora? —preguntó Steel.

—Nos encontramos en la Cámara de la Visión —repuso Dalamar—. La creó mi shalafi, Raistlin Majere.

Estaban en una cámara circular en el centro de la cual, ocupando casi todo el espacio a excepción de una estrecha franja, había una laguna de agua oscura. Un chorro de llamas azules surgía del centro de la charca. Las llamas no echaban humo y lo que les servía de combustible —a menos que quemara el agua— era un misterio. Aunque emitía un fuerte brillo proporcionaba escasa luz, de manera que la cámara permanecía a oscuras.

—¿Y para qué sirve esta Cámara de la Visión —inquirió Steel mientras miraba con desagrado a su alrededor—, aparte de despedir un olor asqueroso?

Un movimiento junto al borde de la laguna atrajo su mirada; su mano fue hacia la espada.

—Tranquilízate, caballero —dijo Dalamar en voz queda—. No pueden hacerte daño.

Steel, que no se fiaba del Túnica Negra, no soltó la empuñadura del arma. Dirigió una mirada escrutadora hacia donde había visto el movimiento e hizo una brusca y siseante inhalación.

—¿Qué es eso, en nombre de Takhisis?

—En cierto momento de su notoria carrera, mi shalafi intentó crear vida. Éstos fueron los resultados. Se los conoce como los Engendros Vivientes.

Los Engendros Vivientes, unas masas sanguinolentas que semejaban larvas, reptaban, se retorcían o se arrastraban a lo largo del borde de la laguna. Hacían ruidos, pero Steel ignoraba si estaban hablando o meramente gimoteaban de angustia y dolor. El caballero había visto muchas cosas horribles; había presenciado cómo hacían pedazos a sus compañeros en una batalla; había visto dragones moribundos cayendo a plomo desde el cielo. Por primera vez en su vida, no tuvo más remedio que apartar la mirada y poner todo su empeño en calmar su estómago revuelto.

—Sacrilegio —dijo, deseando que las criaturas dejaran de emitir sus lastimosos gemidos.

—Cierto —se mostró de acuerdo Dalamar—. Mi shalafi no sentía mucho respeto por los dioses…, por ninguno de ellos. Pero no malgastes tu compasión con éstos. Los Engendros Vivientes han corrido mejor suerte, y lo saben.

—¿Mejor suerte que quién? —demandó Steel ásperamente.

—Que los que se conocen como los Engendros de la Muerte. Pero, vamos, señor caballero. Tu comandante quiere hablar contigo y estamos haciendo que pierda su valioso tiempo. Parecía muy impaciente.

—¿Cómo hablo con él? ¿Dónde está? —Steel escudriñó las sombras de la cámara como si esperara que el subcomandante Trevalin saliera de las paredes de piedra.

—No tengo idea de dónde está. No me lo dijo. Mira en la laguna.

Los gemidos de los Engendros Vivientes se volvieron excitados, y varios arrastraron sus cuerpos cerca del borde y señalaron el agua con sus deformes apéndices. Steel los miró a ellos, al elfo oscuro y a la charca con desconfianza.

—Ve al borde —instruyó Dalamar con impaciencia—, y mira en el agua. No te ocurrirá nada malo. Vamos, adelante, no es sólo tu comandante quien está perdiendo tiempo. El mundo está pasando por un momento crítico a causa de ciertos acontecimientos, como creo que estás a punto de descubrir.

Steel, sin estar del todo convencido, pero acostumbrado a obedecer órdenes, caminó hacia el borde de la charca con cuidado de no pisar a ninguno de los Engendros Vivientes. Miró fijamente la oscura agua y, al principio, no vio nada salvo el reflejo de las llamas azules. Entonces, éstas y el agua se mezclaron, se agitaron en ondas. El caballero tuvo la horrible sensación de que se sumergía en la laguna; extendió las manos para frenarse y casi estuvo a punto de tocar la imagen del subcomandante Trevalin.

El oficial se encontraba en las ruinas calcinadas de un castillo. Los muros estaban negros y chamuscados; las vigas del techo se habían desplomado y el techo era ahora el cielo.

El subcomandante estaba celebrando una reunión con sus oficiales, aparentemente, pues muchos caballeros que estaban a su mando se encontraban en la amplia habitación. Al otro lado de la estancia había otro caballero sentado, éste vestido con la armadura de los Caballeros de Solamnia. Steel podría haber tomado a este caballero por un prisionero, pero su armadura estaba chamuscada y ennegrecida igual que los muros del castillo. Unos ojos rojos como el fuego ardían a través de las rendijas del yelmo metálico. Steel conocía el nombre de este temible caballero, y comprendió dónde se encontraba su comandante.

En el alcázar de Dargaard, hogar del caballero muerto, lord Soth.

—Subcomandante Trevalin —saludó Steel.

El oficial se dio media vuelta.

—Ah, Brightblade. Aún eres un invitado de mi señor Dalamar, por lo que veo. —El subcomandante hizo un saludo—. Gracias, señor, por transmitir mi mensaje.

Dalamar inclinó la cabeza levemente, la boca curvada con una sonrisa que casi era una mueca burlona. Se encontraba en una posición muy delicada. No sentía ningún aprecio por los magos vestidos con túnicas grises, y sin embargo estaba obligado —al menos aparentemente— a hacer todo lo posible para el progreso de la causa de la Reina Oscura.

—¿Cómo va tu misión, Brightblade? —continuó Trevalin—. Los Caballeros Grises están deseosos de saber algo. —El modo en que enarcó una ceja expresaba claramente lo que pensaba de los Caballeros Grises y su impaciencia.

Steel afrontó a su superior con resolución, sin pestañear.

—Mi misión ha fracasado, subcomandante. El Túnica Blanca, Palin Majere, ha escapado.

—Un suceso muy lamentable. —Trevalin tenía una expresión grave—. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas volver a capturar al prisionero?

Steel miró de soslayo a Dalamar. El elfo oscuro sacudió la cabeza.

—A donde ha ido, no —dijo suavemente.

—No, subcomandante —contestó Steel.

—Una pena. —La actitud de Trevalin se tornó repentinamente fría—. Majere estaba sentenciado a muerte, y tú te ofreciste como garante de su regreso. Puesto que lo has dejado escapar, serás tú quien ocupe el puesto del prisionero.

—Soy consciente de ello, subcomandante.

—Tendrás, naturalmente, el derecho de exponer tu caso ante el censor correspondiente. Aunque en otros casos éste es elegido entre los caballeros de rango superior al nivel doce, en esta ocasión será el propio lord Ariakan quien ejerza el derecho, puesto que fue tu padrino y quien te presentó como solicitante para ser admitido en la orden de los Caballeros de Takhisis. —Trevalin parecía aliviado—. Afortunadamente para ti, Brightblade, y para mí, lord Ariakan está muy ocupado en este momento, y tu juicio será pospuesto debido a esta circunstancia. Eres un soldado valiente y diestro. Lamentaría perderte en vísperas de una batalla. Lo que me trae al asunto por el que quería comunicarme contigo. Tienes orden de regresar y reunirte con tu garra.

—Sí, subcomandante Trevalin. ¿Cuándo?

—Ahora, inmediatamente. No hay tiempo que perder. Ya he enviado a Llamarada para que te recoja.

—Gracias, subcomandante. ¿He de unirme a mi garra en el alcázar de Dargaard?

—No, Brightblade. Para entonces ya habremos partido de aquí. Te reunirás con nosotros en las montañas Vingaard. Mañana, al amanecer, atacaremos la Torre del Sumo Sacerdote. No te resultará difícil encontrarnos —añadió Trevalin, cuya ocurrencia fue celebrada con risas por los caballeros reunidos—. Los propios dioses mirarán desde lo alto a este vasto ejército y lo contemplarán con asombro. De todos modos te daré las indicaciones oportunas.

* * *

Dalamar observó y escuchó la conversación en silencio. Al principio de ésta, Jenna había entrado en la cámara y le hizo señas de que necesitaba hablar con él. Él respondió que esperara con un gesto. Cuando hubo oído lo que consideraba necesario oír, Dalamar fue hacia el extremo de la cámara y se paró junto a Jenna.

—¿Qué ocurre? Habla en voz baja.

Jenna se inclinó hacia él y susurró:

—¡La chica se ha marchado!

—¿Marchado? —Dalamar enarcó una ceja—. ¿Cómo?

—Con medios mágicos. —Jenna se encogió de hombros—. ¿De qué otro modo, si no? Sacó una redoma de cristal y rompió el sello de cera. Del recipiente salió humo y, antes de que tuviera ocasión de impedírselo, lo inhaló y ella se transformó en humo. No podía invertir el hechizo sin saber cuál había utilizado la irda.

—De todos modos, es muy probable que tampoco hubieras podido hacerlo aunque lo hubieses sabido —comentó Dalamar—. ¿Así que se ha marchado?

—La nube de humo se disipó, y con ella la muchacha.

—Interesante. Me pregunto por qué no se fue antes si posee esa capacidad.

—Quizá, como dijiste, los irdas la enviaron a espiarnos. ¿Te convence lo ocurrido de que la chica tiene al menos una parte de ascendencia irda?

—No. Un gully podría haber utilizado esos objetos encantados si alguien le hubiera enseñado cómo hacerlo. Esto no responde a ninguna de nuestras preguntas acerca de la muchacha. Bien, si se ha marchado, no hay nada que hacer. Tenemos otros asuntos más preocupantes de los que ocuparnos. Los Caballeros de Takhisis planean atacar la Torre del Sumo Sacerdote al amanecer.

Jenna abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Por Gilean bendito! —exclamó, atónita.

—Vencerán —pronosticó Dalamar al tiempo que miraba con gesto ceñudo a Steel.

Jenna observaba fijamente al elfo oscuro.

—¿Es posible que tal noticia no te complazca? ¿Acaso no estás de parte de tu reina?

—Si Takhisis estuviera de mi parte, yo estaría de la suya —replicó Dalamar con acritud—. Pero no es así. Mi reina ha considerado oportuno tener sus propios hechiceros para que le hagan el trabajo. Si la Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de sus caballeros, la ciudad de Palanthas se rendirá sin la menor duda, y estaremos al capricho y arbitrio de los Túnicas Grises.

—No estarás pensando que se atreverían a arrebatarte la Torre de la Alta Hechicería, ¿verdad? —Jenna estaba consternada.

—¡En cuanto puedan, querida! El Cónclave se les enfrentará, desde luego, pero ya vimos lo bien que funcionó nuestro ataque al alcázar de las Tormentas.

Jenna asintió con la cabeza, pálida y silenciosa. Su padre, Justarius, había muerto en la fallida intentona.

—A Nuitari le tiene que estar resultando difícil resistirse a su madre —continuó Dalamar sombríamente, refiriéndose al dios de la magia negra, hijo de Takhisis—. He notado que su poder ha menguado últimamente.

—Y no es sólo él —dijo la hechicera—. Lunitari está atravesando un momento de extraña debilidad, y, según el Túnica Blanca con el que hablé ayer en Wayreth, también Solinari parece estar alejado de sus seguidores.

Dalamar asintió con la cabeza.

—Creo que voy a hacer un corto viaje, querida.

—A la Torre del Sumo Sacerdote —adivinó Jenna—. ¿Qué hago con el caballero?

—Su dragón azul viene a recogerlo. Llévalo arriba, a la Avenida de la Muerte. Haré que la protección que rodea a la torre se abra el tiempo suficiente para que el dragón descienda y recoja a su amo.

—¿Es conveniente que lo dejemos marchar? Podríamos hacerlo prisionero.

Dalamar consideró esta posibilidad.

—No —decidió—. Dejaremos que se reúna con su ejército. Un caballero más o menos no va a influir en el resultado de la batalla.

—Podríamos utilizarlo como rehén…

—Los Caballeros de Takhisis no harían nada para salvarlo. De hecho, a su regreso será juzgado y probablemente sentenciado a muerte. Dejó escapar a su prisionero, ¿comprendes?

—Entonces, no volverá. ¿Por qué iba a hacerlo?

Est Sularis oth Mithas. Mi honor es mi vida. Los Caballeros de Solamnia fueron los primeros que lo dijeron, pero los Caballeros de Takhisis han adoptado el mismo código estúpido. Intenta hacer que lo rompa. Estoy convencido de que encontrarás muy divertida su respuesta.

»Además —añadió Dalamar, pensativo—, dudo que estemos haciendo un buen servicio a su Oscura Majestad al devolver a sus filas a este caballero en particular. No lo tiene totalmente bajo su dominio.

—Hablas de un modo enigmático, amor mío. —Jenna sacudió la cabeza—. Yo lo veo muy vinculado a Takhisis. ¿Qué quieres que haga después de que se haya marchado?

Dalamar contempló fijamente la oscura laguna. La luz de las llamas azules se reflejaba en sus ojos.

—Si fuera tú, mi querida Jenna, empezaría a hacer el equipaje.

* * *

Steel terminó la conversación con su oficial al mando. El conjuro acabó y el encantamiento se disipó. El caballero se encontró una vez más junto a la charca de agua oscura. Varios de los Engendros Vivientes se habían reunido a su alrededor, toqueteando y tanteando su armadura con curiosidad. Conteniendo un escalofrío, retrocedió tan rápidamente que casi chocó contra Jenna.

—Creo que nos dejas, señor caballero.

—Así es, señora —contestó Steel—. Mi dragón viene hacia aquí. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está lord Dalamar?

—Mi señor ha ido a retirar la protección mágica que rodea la torre. Te conduciré a la Avenida de la Muerte. Allí podrás reunirte con tu dragón. A no ser que prefieras regresar a través del Robledal de Shoikan, claro —añadió la hechicera con sorna.

Steel, consciente de que se estaba burlando de él, guardó un frío silencio.

—Por favor, sígueme, señor caballero. —Jenna señaló hacia la puerta—. Saldremos al pasillo. No me apetece subir un millar de peldaños, y prefiero no ejecutar un hechizo en esta cámara. Los encantamientos no armonizan bien.

Steel siguió a Jenna fuera de la Cámara de la Visión sin lamentar abandonar aquel lugar. Una vez que se encontraron en el pasillo inhaló profundamente. El aire de la torre estaba cargado y olía a hierbas y a especias, a moho y a putrefacción, pero al menos limpió su nariz del repulsivo hedor de la cámara.

Jenna lo observaba con curiosidad.

—Primero he de preguntar, señor caballero, si estás realmente seguro de que quieres dejarnos.

—¿Por qué no iba a querer? —preguntó Steel, que la miró con desconfianza—. ¿Hay alguna posibilidad de llegar hasta Majere?

—No en esta vida —contestó Jenna, sonriente—. No me refería a eso. Dalamar me dijo que si regresabas con tu ejército corrías el peligro de ser condenado a muerte.

—Fracasé en la misión encomendada, y la pena por ello es la muerte.

Steel se mostraba tranquilo y Jenna lo miró asombrada.

—Entonces, ¿por qué regresas? ¡Huye mientras tienes ocasión de hacerlo! —Se acercó a él y añadió suavemente—: Puedo enviarte a cualquier lugar adonde desees ir. Entierra esta armadura, y podrás iniciar una nueva vida. Nadie lo sabrá jamás.

—Lo sabría yo, señora —replicó el caballero.

—Entonces, de acuerdo. —Jenna se encogió de hombros—. Es tu funeral. Cierra los ojos. Te ayudará a disipar la sensación de mareo.

Steel cerró los ojos, y oyó que la hechicera se echaba a reír.

—Dalamar tenía razón. ¡Realmente divertido!