13

Vuelo de dragón

El consejo del dragón

Captor y cautivo

La hembra de dragón azul y los que montaban en ella partieron de Valkinord después de ponerse el sol, y volaron sobre Ansalon en la oscuridad, en silencio.

El cielo nocturno estaba despejado y aquí arriba, por encima de los jirones de nubes, hacía un fresco que no se notaba en ninguna otra parte de Ansalon. Steel se quitó el yelmo, que tenía la forma de una calavera, y sacudió el largo y negro cabello, dejando que el viento que levantaban las alas del dragón secara el sudor de su cabeza y su nuca. Se había despojado de la mayor parte de la pesada armadura que llevaba en batalla, dejando únicamente el peto debajo de una capa de viaje de color azul oscuro, brazales de cuero, y espinilleras por encima de las botas altas de cuero. Iba fuertemente armado, ya que se aventuraba en territorio enemigo. Un arco largo, una aljaba llena de flechas, y un venablo iban sujetos a la silla del dragón. Sobre su persona llevaba una espada, la de su padre, la antigua espada de un Caballero de Solamnia que en un tiempo perteneció a Sturm Brightblade.

La mano de Steel descansaba sobre la empuñadura, un gesto que había cogido por costumbre. Escudriñó atentamente hacia abajo a través de la oscuridad, procurando ver algo aparte de negrura; las luces de un pueblo, quizás, o la rojiza luz de luna reflejada en un lago. No vio nada.

—¿Dónde estamos, Llamarada? —inquirió bruscamente—. No he visto señales de vida desde que dejamos la costa.

—No imaginé que querrías verlas —replicó la hembra de dragón—. Cualquier ser vivo que encontremos aquí será hostil con nosotros.

Steel desestimó el comentario encogiéndose de hombros, como dando a entender que podían cuidar de sí mismos. Trevalin había hablado de «inmenso peligro», ya que viajaban sobre territorio enemigo, pero, en realidad, era mínimo. La mayor amenaza para ellos eran los otros dragones, los plateados y los dorados. Los pocos que se habían quedado en Ansalon cuando sus hermanos regresaron a las islas de los Dragones estaban, según los informes, concentrados en el norte, alrededor de Solamnia.

Pocos en esta parte de Ansalon se arriesgarían a entrar en combate con un caballero negro y un dragón azul. Llamarada, aunque pequeña para los de su raza, ya que medía sólo unos once metros de longitud, era joven, feroz y tenaz en la batalla. La mayoría de los dragones azules eran excelentes hechiceros; Llamarada era la excepción. Era demasiado impetuosa, carecía de la paciencia necesaria para lanzar conjuros. Prefería luchar con colmillos, garras y su devastador aliento de ardientes rayos, con los que podía hacer pedazos las paredes de un castillo y prender fuego a un bosque. Llamarada no tenía muy buena opinión de los magos y no le había hecho gracia la perspectiva de tener que transportar a uno de ellos. Había hecho falta un montón de súplicas y zalamerías por parte de Steel, así como el cuarto trasero de un ciervo, para por fin persuadirla de que permitiera que Palin montara en su espalda.

—Sin embargo, no lo hará, ¿sabes? —había comentado Llamarada con una sonrisa de satisfacción mientras devoraba el tentempié—. Me echará un ojeada y se asustará de tal modo que se ensuciará su bonita túnica blanca.

Steel había temido que ocurriera esto. El guerrero más valeroso del mundo podía perder la presencia de ánimo por lo que se conocía como «miedo al dragón», el terror y el sobrecogimiento que estos enormes reptiles inspiraban a sus enemigos. En efecto, Palin se puso lívido al ver a la hembra de dragón, con sus rutilantes escamas azules, sus llameantes ojos y las hileras de afilados dientes, que en ese momento chorreaban sangre del reciente refrigerio.

Al principio, Steel pensó que habría de renunciar a llevar consigo al joven o que tendrían que buscar otro medio de transporte más lento. Pero la imagen de los cuerpos de sus hermanos, envueltos y atados a la parte trasera de la silla de montar, había prestado coraje al mago. Palin había apretado los dientes, había caminado con resolución hacia el flanco del dragón, y, con ayuda de Steel, había montado.

El caballero había sentido temblar al joven mago, pero Palin se guardó de gritar o pronunciar una sola palabra. Se mantuvo erguido, con dignidad; una demostración de coraje cuyo mérito Steel no pudo menos de reconocer.

—Sé dónde estamos, en caso de que creas que me he perdido —añadió Llamarada suavemente—. Sara y yo recorríamos esta ruta… aquella noche, en que se encontró con Caramon Majere y te traicionó.

Steel sabía a qué noche se refería la hembra de dragón, y mantuvo un hosco mutismo.

Sara había volado hasta Solace una noche, buscando a Caramon para pedirle ayuda. Steel iba a llevar a cabo la Prueba de Takhisis a fin de ser nombrado Caballero del Lirio. Después de explicar a Caramon las circunstancias del nacimiento de Steel, le pidió que la ayudara a llevar al joven hasta la tumba de su padre, en la Torre del Sumo Sacerdote, confiando en que al verla y comprender lo que había representado Sturm, cambiara de parecer.

Caramon accedió, pero con la condición de que los acompañara Tanis, ya que no estaba muy convencido de que el padre de Steel fuera Sturm, y no el semielfo. Los tres, volando a lomos de Llamarada, habían entrado en el alcázar de las Tormentas, y sacaron a Steel dormido bajo los efectos de un narcótico. Por el aspecto del joven, tanto Tanis como Caramon comprendieron que no era hijo del semielfo. La primera reacción del joven al despertar fue violenta, pero una vez que Tanis y Caramon le explicaron sus motivos y se comprometieron a defenderlo con sus vidas, Steel accedió a viajar a la Torre del Sumo Sacerdote.

Entraron en ella sin dificultad pues, por voluntad de Paladine, tomaron a Steel por uno de sus caballeros, a pesar de su armadura negra. Dentro ya de la tumba, donde descansaba el cuerpo incorrupto de Sturm Brightblade, ocurrió algo extraño. Surgió una luz cegadora y, cuando se apagó, Steel tenía la espada de su padre y la Joya Estrella. También acabó entonces la ilusión que ocultaba el verdadero aspecto de Steel, y los caballeros de la torre se lanzaron contra él. Sólo gracias a la ayuda de Caramon y Tanis, el joven logró escapar con vida.

Ahora, sentado detrás de él —el caballero había cambiado la silla individual por otra en la que cabían dos personas—, palin rebulló y masculló palabras incoherentes. Ni siquiera el miedo al dragón había podido competir con el agotamiento. El mago se había sumido en un sueño que no parecía proporcionarle mucho descanso, ya que dio un respingo, lanzó un grito agudo y penetrante, y empezó a agitarse.

—Haz que se calle —advirtió Llamarada—. Puede que no veas señales de vida en el suelo bajo nosotros, pero la hay. Estamos volando sobre las montañas Khalkist, y en ellas habitan Enanos de las Colinas. Sus exploradores están alerta y son astutos. En contraste con el cielo estrellado somos una silueta negra. Nos identificarían con facilidad y harían correr la voz.

—De poco les iba a servir ni a ellos ni a cualquier otro —comentó Steel, pero conocía lo bastante bien a su montura como para no provocar su enfado, así que se giró sobre la silla y puso una mano firme y persuasoria sobre el brazo del mago.

Palin calló al notar el contacto. Suspiró hondo y rebulló hasta encontrar una postura más cómoda. La silla de dos plazas había sido diseñada para transportar dos caballeros a la batalla, uno blandiendo las armas y el otro lanzando conjuros, ya fueran mágicos o clericales, útiles para contrarrestar los ataques mágicos del enemigo. La silla estaba fabricada con madera ligera que iba forrada con cuero y estaba equipada con bolsillos y arneses pensados para guardar y sujetar no sólo armas, sino componentes de hechizos y artilugios mágicos. Los jinetes iban separados por una especie de moldura hueca, forrada con cuero acolchado; dentro había un cajón, concebido para guardar rollos de pergaminos, provisiones u otros objetos. Palin tenía apoyada la cabeza en esta moldura, con la mejilla manchada de sangre recostada sobre un brazo. La otra mano, aun estando dormido, mantenía aferrado el Bastón de Mago, que, siguiendo sus instrucciones, había sido atado a la silla de montar, junto a él.

—Revive la batalla —observó Steel. Viendo que el mago se había calmado, el caballero retiró la mano y volvió el rostro al viento.

La hembra de dragón dejó claro lo que pensaba de este último comentario con un resoplido desdeñoso y una sacudida de su escamosa cabeza azul.

—Fue una derrota absoluta. No la enaltezcas llamando «batalla» a una simple reyerta.

—Los solámnicos combatieron valerosamente —replicó Steel—. Se mantuvieron en sus puestos. No huyeron ni se deshonraron rindiéndose.

Llamarada sacudió la erizada cresta, pero no hizo ningún comentario, y Steel fue lo bastante prudente para no insistir con el tema. La hembra de dragón había luchado en la Guerra de los Dragones, veintiséis años atrás. En aquellos tiempos, los soldados de la Reina Oscura jamás pasaban por alto la oportunidad de ridiculizar o menospreciar a sus enemigos. Cualquier Señor del Dragón que se hubiera atrevido a ensalzar a los Caballeros de Solamnia, como acababa de hacer Steel, habría sido despojado de su rango y, posiblemente, se le habría arrebatado la vida. Llamarada, al igual que la mayoría de los otros dragones leales a Takhisis, estaba teniendo dificultad en acostumbrarse al nuevo estilo de pensar. Un soldado debía respetar a su enemigo; en eso estaba de acuerdo con lord Ariakan. Pero alabarlos excedía un poco el límite, a su forma de entender.

Steel se inclinó hacia adelante para palmear el cuello del reptil, gesto con el que manifestaba que respetaba su punto de vista y que no haría más comentarios al respecto.

Llamarada, que estaba bastante encariñada con su amo —de hecho lo adoraba—, demostró su afecto cambiando de tema. Sin embargo, como se notó por el argumento que eligió, los dragones azules no eran aclamados por su tacto.

—Supongo que no habrás sabido nada de Sara, ¿verdad? —preguntó.

—No. —La voz de Steel era fría y dura, manteniendo a raya los sentimientos—. Y sabes que no debes mencionar su nombre.

—Estamos solos. ¿Quién iba a oírnos? Quizá nos enteremos de algo durante nuestra visita a Solace.

—No quiero saber nada de ella —replicó Steel, todavía con el mismo tono cortante.

—Supongo que tienes razón. Si por casualidad descubriéramos dónde se esconde, tendríamos que capturarla y llevarla de vuelta. Lord Ariakan puede alabar cuanto quiera a sus enemigos, pero no le gustan los traidores.

—¡No es una traidora! —replicó el caballero, su frialdad derritiéndose con el estallido de su genio vivo—. Podría habernos traicionado infinidad de veces, pero permaneció leal…

—A ti ——dijo Llamarada.

—Me crio cuando mi propia madre me abandonó. Por supuesto que me quería. Lo contrario no habría sido natural.

—Y tú la querías a ella. Lo digo sin intención de menospreciar a nadie —añadió Llamarada al sentir que Steel se ponía rígido sobre la silla de montar—. También yo quería a Sara, hasta donde un dragón es capaz de querer a un mortal. Nos trataba como seres inteligentes. Nos consultaba, pedía nuestra opinión, escuchaba nuestros consejos. Casi siempre. La única vez que podría haberla ayudado, no acudió a pedirme ayuda. —Llamarada suspiró—. Qué lástima que nunca supiera entender nuestra causa. Podría haber recibido la Visión. Que conste que lo sugerí, pero, por supuesto, lord Ariakan no me hizo caso alguno.

—Por lo que sé, no estoy seguro de que mi propia madre hubiera llegado a entender nuestra causa —dijo Steel cáusticamente.

—¿La Señora del Dragón Kitiara? —Llamarada rio bajito, divertida por la idea—. Sí, era de las que marcaba su propio camino, y Takhisis arrolla a cualquiera que se ponga en el suyo. ¡Pero qué gran guerrera! Intrépida, audaz, diestra. Yo estaba entre los que combatieron con ella en la Torre del Sumo Sacerdote.

—No es precisamente una batalla que diga mucho en su favor —comentó el caballero con tono seco.

—Cierto, fue derrotada, pero se levantó de sus cenizas para acabar con lord Ariakas y obtener la Corona del Poder para sí misma.

—Lo que desembocó en nuestra derrota final. «El Mal se vuelve contra sí mismo». Un credo de envidia y traición que significa destrucción. Nunca más. Somos aliados, hermanos en la Visión, y sacrificaremos cualquier cosa a fin de que se cumpla.

—Nunca has revelado tu parte de la Visión, Steel Brightblade —observó Llamarada.

—Me está prohibido hacerlo. Puesto que no acababa de comprenderla del todo, se la relaté a lord Ariakan. Tampoco él la comprendió y dijo que sería mejor que no lo contara ni lo discutiera con otros.

—¡Pero yo no soy «otros»! —se encrespó la hembra de dragón, indignada.

—Lo sé —contestó Steel, suavizando el tono y dando palmaditas en el cuello del reptil otra vez—. Pero mi señor me ha prohibido que hable de ello con nadie. Veo luces. Debemos de estar acercándonos.

—Las luces que ves son de la ciudad de Sanction. Sólo tenemos que cruzar el Nuevo Mar y estaremos en Abanasinia, muy cerca de Solace. —Llamarada escudriñó el cielo y tanteó el viento, que parecía estar disminuyendo—. Falta poco para el amanecer. Os dejaré a ti y al mago en tierra, a las afueras del pueblo.

—¿Dónde te esconderás durante el día? No quiero que seas vista.

—Me refugiaré en Xak Tsaroth. La ciudad sigue abandonada, incluso después de todos estos años. La gente cree que está embrujada, que la frecuentan los fantasmas. Pero no son fantasmas, sino goblins. Me desayunaré unos cuantos antes de dormirme. ¿Regreso por ti a la caída de la noche o espero hasta que me llames?

—Espera mi llamada. Todavía no estoy seguro de cuáles serán mis planes.

Los dos hablaban despreocupadamente, sin mencionar el hecho de que estaban muy dentro de territorio enemigo, que sus vidas corrían peligro en todo momento, y que no podían contar con que nadie los ayudara. Ciertos caballeros de la Orden de Takhisis vivían en el continente de Ansalon, espiando, infiltrándose, reclutando a otros para la causa. Pero, aun en el caso de que Steel conociera a estos caballeros, no podría servirse de ellos, no podría hacer nada que hiciera peligrar el artificio tras el que se enmascaraban. Tenían una misión que cumplir, de acuerdo con la Visión, y él tenía la suya propia.

Salvo que no tenía muy claro cuál era esa misión.

Llamarada dejó atrás tierra firme y sobrevoló el Nuevo Mar. La luna roja no se había puesto todavía, pero la luz grisácea del alba amortiguaba el lustre de Lunitari. La luna se metió tras el horizonte del mar rápidamente, casi como si fuera un alivio para ella cerrar su ojo rojo al mundo.

Palin gimió en sueños y pronunció el nombre de uno de sus hermanos muertos:

—Sturm…

El nombre sonó espeluznante en los retazos de la Visión evocada. Sturm había sido el nombre del hermano del mago, pero se le había puesto tal nombre en memoria del padre de Steel.

—Sturm… —repitió Palin.

Steel se giró en la silla.

—¡Despierta! —ordenó bruscamente, con irritación—. Casi has llegado a casa.

* * *

Ni Steel ni Palin lo sabían, pero el dragón los dejó casi en el mismo sitio que en otro momento fue el punto de encuentro de dos amigos, muchos años antes.

Los tiempos no eran entonces muy distintos de los de ahora. Era otoño, en lugar de verano, pero puede que ésa fuera la única diferencia. Había sido una época de paz, como lo era la de ahora. Muchos decían entonces, como lo decían ahora, que esa paz perduraría para siempre.

Palin Majere se dejó caer en la misma piedra en la que Flint Fireforge había descansado antaño. Steel Brightblade dio unos pasos por el camino que en otro tiempo recorrió Tanis el Semielfo. Palin bajó la vista hacia el valle. Normalmente, los altos vallenwoods ocultaban casi toda señal del pueblo encaramado en sus ramas. Pero el espeso follaje verde tenía ahora un polvoriento tono marrón; muchas de las hojas habían muerto y estaban caídas. Las casas resultaban visibles, como desnudas, desiertas y vulnerables.

Aunque era temprano y los habitantes de Solace estaban despertando e iniciando la jornada, ningún humo de lumbre o forja se elevaba en el valle. Era peligroso encender fuego de cualquier tipo; la semana pasada un vallenwood, seco como yesca, había estallado en llamas y había destruido varias casas. Afortunadamente, no se habían perdido vidas; los que estaban en las viviendas habían conseguido saltar y ponerse a salvo. Pero, desde entonces, la gente había sido reacia a prender fuego para nada.

La posada El Último Hogar era el edificio más grande de Solace y el primero que vieron los dos. Palin miró fijamente su hogar, ansiando correr hacia él y, al mismo tiempo, alejarse de él a todo correr. Steel había descargado del lomo de la hembra de dragón los cadáveres de los hermanos de Palin, y ahora yacían, amortajados en lienzos de lino, sobre una burda narria improvisada por el guerrero con ramas de árbol; Steel estaba acabando de atar las últimas ramas. Cuando terminara, empezarían la caminata colina abajo.

—Listo —dijo Steel. Dio un tirón a la narria, que saltó por encima de una piedra y después se deslizó por el camino, levantando una nube de polvo a su paso.

Palin no la miró. La oyó arañar la tierra conforme avanzaba, pensó en la carga que llevaba y apretó los puños para soportar el dolor desgarrador.

—¿Estás en condiciones de caminar? —preguntó Steel, y, aunque la voz del caballero era severa y dura, tenía un tono respetuoso y no había en ella burla por el pesar de Palin.

El joven mago agradecía esto último, pero ello no era óbice para que se sintiera humillado de que le hiciera tal pregunta. Sturm y Tanin habrían querido que se mostrara fuerte, no débil, ante el enemigo.

—Estoy bien —mintió—. El sueño me ha venido bien, así como el emplasto que me pusiste en la herida. ¿Nos ponemos en marcha?

Se incorporó y, apoyándose en el Bastón de Mago, echó a andar colina abajo. Steel lo siguió, arrastrando la narria detrás de él. Palin echó una fugaz ojeada hacia atrás, vio dar un brinco a los cuerpos, oyó el traqueteo de armaduras conforme la narria avanzaba a saltos sobre el irregular camino de tierra. Tropezó y perdió el equilibrio.

Steel lo agarró para evitar que cayera.

—Hay que mirar hacia adelante, no hacia atrás —manifestó el caballero—. Lo hecho, hecho está. No puedes cambiarlo.

—¡Hablas como si hubiera volcado un cuenco de leche! —replicó Palin iracundo—. ¡Éstos son mis hermanos! Saber que no volveré a hablar con ellos, que nunca los oiré reír otra vez ni… ni… —Tuvo que callar para tragarse las lágrimas—. Supongo que jamás has perdido a alguien a quien querías. A vosotros no os importa nada ni nadie… ¡salvo matar brutalmente!

Steel no hizo ningún comentario, pero su semblante se ensombreció con la alusión de perder a alguien querido. Siguió caminando, tirando de la pesada narria con facilidad. Sus ojos, velados bajo las oscuras cejas fruncidas, se movían sin cesar, no al azar, sino tomando nota del entorno. Observaba atentamente la fronda y la espesa maleza.

—¿Ocurre algo? —Palin echó un vistazo a su alrededor.

—Éste sería un sitio excelente para una emboscada —apuntó Steel.

—De hecho, lo fue. —El semblante macilento del mago se relajó levemente—. Justo ahí delante, un goblin llamado Fewmaster Toede dio el alto a Tanis el Semielfo, a Flint Fireforge y a Tasslehoff Burrfoot, y les preguntó sobre un bastón azul. Ése suceso cambió sus vidas.

Guardó silencio, pensando en los espantosos sucesos que habían cambiado la suya y habían acabado con las de sus hermanos. La voz de Steel no interrumpió los pensamientos de Palin, sino que siguió la misma línea:

—¿Crees en el destino, mago? —preguntó de repente, con la mirada prendida en el camino de tierra abrasada—. En ese momento, aquella emboscada, cambió la vida del semielfo, o eso es lo que afirmas. Ello implica que su vida habría sido diferente de no haber tenido lugar tal hecho. Pero ¿y si pasó porque así estaba dispuesto y no había modo de eludirlo? Quizás el destino le había tendido una emboscada, lo estaba esperando, tan seguro como lo estaba esperando el goblin. ¿Y si…? —La sombría mirada de Steel se volvió hacia Palin—. ¿Y si tus hermanos nacieron para morir en aquella playa?

La pregunta fue como un puñetazo en la boca del estómago. Por un instante, Palin fue incapaz de respirar. El propio mundo pareció tambalearse; todo cuanto le habían enseñado pareció escapársele entre los dedos como arena. ¿Había un destino inexorable agazapado detrás de algún arbusto en alguna parte, esperándolo? ¿Acaso sólo era un insecto atrapado en las redes del tiempo, debatiéndose y retorciéndose en un fútil intento de escapar?

—¡No lo creo! —Inhaló hondo y se sintió mejor. Su mente se aclaró—. Los dioses nos dan libertad para elegir. Mis hermanos eligieron hacerse caballeros. No tenían que hacerlo. De hecho, puesto que no eran solámnicos ni tenían antepasados que hubieran pertenecido a la caballería, no les resultó fácil conseguirlo…

—En tal caso, también eligieron morir, ¿no? —argumentó Steel, cuya mirada fue hacia los cadáveres—. Podrían haber huido, pero no lo hicieron.

—No, no lo hicieron —repitió Palin suavemente.

Asombrado por la cuestión planteada por el caballero, preguntándose qué había tras ella, Palin observó fijamente a Steel, y el joven mago vio, por un breve instante, retirarse la férrea máscara de dura y fría resolución, y bajo ella pudo contemplar el rostro humano. En él se reflejaba la duda, la búsqueda, el sufrimiento.

Estaba pidiendo algo, pero ¿qué? ¿Consuelo? ¿Comprensión? Palin olvido su propia aflicción; se disponía a tender la mano y ofrecer el apoyo que pudiera, por poco que fuera, cuando en ese momento Steel se volvió y vio que Palin lo estaba observando. La máscara de hierro reapareció de inmediato.

—Entonces, eligieron bien. Murieron con honor.

También reaparecieron la amargura y la ira de Palin.

—Pues hicieron una mala elección. Yo hice una mala elección. ¿Qué hay de honorable en eso? —Señalo los cadáveres tendidos sobre la burda narria—. ¿Qué hay de honorable en tener que decir a mi madre…? ¿En tener que…?

Girando sobre sus talones, Palin se alejó del punto donde Tanis había oído hablar del bastón azul por primera vez, y siguió caminando sendero abajo.

A su espalda oyó la voz de Steel con un tono reflexivo, pensativo:

—De todas formas, sigue siendo un sitio estupendo para una emboscada.

Y a continuación sonó el ruido de la narria, brincando y arrastrándose sobre la tierra del camino.