40

Cuando aparcó en la avenida Petrarca faltaban diez minutos para las ocho. Antes de apearse del «escarabajo» se disfrazó. Se encasquetó el sombrero en la cabeza, y se puso las gafas de su abuelo dejándolas en la punta de la nariz para no tener que mirar a través de las lentes de un miope. Lo único que pretendía era alterar un poco su apariencia, por si acaso algo iba mal. Cualquiera que pudiese verlo en los alrededores de la casa de Beccaroni recordaría a un tipo con gafas y sombrero.

Para muchos era el momento de la vuelta a casa después de una jornada de trabajo y por la avenida pasaban un sinfín de coches y motos. También las aceras estaban muy transitadas, pero nadie prestaba la menor atención a un tipo ordinario con una bolsa en la mano. Llegó a Porta Romana y prosiguió sin apresurarse por la calle Senese. Había decidido dejar el tabaco en casa. No sabía cuánto tiempo permanecería encerrado dentro de la casa del abogado y no quería arriesgarse a caer en la tentación de fumar. Sería duro, era consciente, pero no podía permitirse dejar un rastro de ese calibre.

Tras andar un centenar de metros enfilo la empinada cuesta de la calle Sant'Ilario apenas iluminada por las escasas farolas. Ahora que se había acostumbrado a caminar por los bosques no sentía ningún cansancio. Tenía muy claro lo que quería hacer, pero ello sólo sería posible en caso de que Beccaroni regresase a la hora de siempre, solo, sin que nadie lo estuviese esperando, ni delante de la puerta ni en la casa. Una vez más se puso en manos del destino e hizo un juramento: si esa noche, por el motivo que fuese, no podía ejecutar su plan, renunciaría a él para siempre. En otras palabras, si el destino no estaba de su parte como pensaba era mejor tirar la toalla.

Dobló la esquina y tomó la calle de las Campora, más oscura que nunca. Vio que un coche se acercaba y escondió la cara alzando el cuello de la chaqueta. Hacía unos años había frecuentado bastante esa zona, por aquel entonces investigaba un caso de niñas asesinadas y, mirando hacia atrás, entrevió la casa del asesino inmersa en la oscuridad. Recordó cuando había resuelto el misterio con la ayuda de Piras. Después del arresto habían encontrado al asesino misteriosamente ahorcado en su celda... Otro falso suicidio, a decir verdad, bastante burdo. Él debía ejecutarlo mejor...

A esas alturas prácticamente todas las calles de Florencia le recordaban algo. No sólo las personas asesinadas... también las mujeres, los besos apasionados, las viejas historias de amor, los momentos de desolación después de que lo hubiesen dejado, y mucho más. Un bosque de recuerdos de los que era imposible liberarse...

Apenas entró en la calle de Marignolle miró el reloj bajo la luz amarillenta de una farola. Las ocho y catorce minutos. En otras circunstancias habría dicho que eran las ocho y cuarto, pero en ésta hasta los segundos eran determinantes. Se encontraba a tres o cuatrocientos metros de la casa. Si antes de llegar y de tener tiempo de apostarse pasaba el jaguar de Beccaroni o si, al asomarse por la puerta, comprobaba que el abogado ya estaba en casa, ya no podría hacer nada... y renunciaría. A la mañana siguiente iría al camposanto de Trespiano a pedir perdón a Giacomo y le diría que ciertas cosas sólo se pueden hacer cuando el destino juega a nuestro favor, porque, de no ser así, todo es inútil, mejor dicho, uno corre el riesgo de empeorar las cosas. ¿Lo entendería Giacomo?

La calle fluía bajo sus zapatos, los segundos pasaban, la casa cada vez estaba más cerca... Se cruzó con un joven de pelo largo que andaba con las manos hundidas en los bolsillos y que ni siquiera se dignó mirar al anciano señor con gafas y sombrero. Pasaron un par de coches, pero, dado que pudo ver con antelación la luz de los faros tuvo tiempo de esconderse en el vano de una puerta. Cuantas menos personas lo vieran, mejor.

A las ocho y veintiún minutos estaba delante de la casa. Se asomó por las rejas de la puerta para mirar el jardín. Una lámpara colgada en la esquina del edificio arrojaba sobre las flores y la grava una claridad lunar. Por los postigos cerrados no se filtraba ninguna luz. De repente vio dos sombras bajas avanzar en silencio por el jardín y dos dóberman hicieron su aparición. Se detuvieron a cierta distancia de él sin ladrar, gruñendo ligeramente. Debían de estar amaestrados.

Caminó un poco más buscando el lugar más adecuado para apostarse. Unos veinte metros más allá la calle se doblaba en una curva abierta flanqueada por muros de piedra. Era justo lo que necesitaba. Permaneciendo pegado al muro podía ver cómodamente la llegada del jaguar sin que el abogado se percatase de su presencia. Era la primera señal del destino. Si la calle hubiese sido recta no habría podido contar con el efecto sorpresa y todo habría resultado mucho más difícil.

Los segundos empezaban a hacerse interminables. Habría podido coger al menos un cigarrillo, maldita sea... Las ocho y veintitrés... Se puso los guantes, el pasamontañas estaba en el bolsillo de la chaqueta, listo para ser usado... Las ocho y veinticuatro... Oyó llegar un coche a sus espaldas y fingió que caminaba normalmente hasta que lo vio desaparecer en la curva. Retrocedió a toda prisa y se detuvo una vez más detrás de la curva... Las ocho y veintiséis... Las ocho y veintisiete... Las ocho y...

En la oscuridad que envolvía el fondo de la calle vio avanzar la luz blanca de dos faros. «Aquí está», pensó. Estaba seguro de que era él. Se quitó a toda prisa las gafas y el sombrero y se puso el pasamontañas. Pegado detrás del muro oyó un motor de gran cilindrada que aminoraba la marcha. En cuanto vio que el vehículo se detenía con el morro delante de la puerta de la casa empuñó la beretta. Debía confiar en que no pasase nadie durante los próximos dos minutos: ésa sería la segunda «señal». Miró la calle y vio la sombra de Beccaroni apeándose del jaguar. «¡Ahora!», pensó. Se acercó casi corriendo y llegó a espaldas del abogado en el preciso momento en que éste estaba abriendo la puerta...

—Tranquilo y todo irá bien —susurró y le puso la pistola en la nuca.

Beccaroni alzó las manos temblando como una hoja.

—No me mates...

Los perros se habían aproximado y, esta vez, sus gruñidos eran más fuertes.

—Baja las manos y no levantes ni por un momento la voz.

—Te daré todo lo que quieras —susurró el abogado.

—Cada cosa a su tiempo.

—Sí...

—Ordena a los perros que se vayan y abre la puerta.

—Sí... Sí... ¡Adolfo! ¡Benito!... ¡A la caseta! —murmuró manifestando, una vez más, su nostalgia por los buenos tiempos pasados.

Los perros se alejaron al instante.

—Abre la puerta y sube al coche —dijo Bordelli en voz baja para que no pudiera reconocerle la voz.

El abogado hizo lo que le ordenaba mirando de reojo la pistola que tenía apuntada contra su cabeza. Subieron al coche. Beccaroni iba al volante y Bordelli en el asiento posterior. Enfilaron el sendero y, antes de apearse, Bordelli le hizo una advertencia.

—Si veo aparecer los perros primero te dispararé y luego los mataré a ellos.

—No vendrán... Se lo juro... Y, en caso de que se acerquen, les diré que se marchan...

Apenas podía hablar, jadeaba.

—Vamos.

Cerraron juntos la puerta y se dirigieron hacia la casa, uno al lado del otro. Bordelli escudriñaba la oscuridad para evitar posibles sorpresas, listo para disparar, pero los perros no dieron señales de vida. Al abogado le temblaban las manos, de manera que, le costó meter la llave en la cerradura. Por fin entraron en la casa. Beccaroni apretó el interruptor y varias lámparas colgadas de las paredes iluminaron un amplio vestíbulo. Bordelli cerró de inmediato la puerta de entrada y corrió las dos grandes barras. A continuación miró en derredor. Muebles de lujo de diferentes épocas, pero bastante bien combinados, varios cuadros modernos, un bonito pavimento de baldosas hexagonales, rojas y negras, que formaban unas filas alternas y sesgadas. En pocas palabras, una casa preciosa, decorada con sumo gusto, suntuosa, pero acogedora. Si la hubiese visto sin conocer a Beccaroni habría pensado que era fruto de una mente refinada.

—Vamos a tu estudio.

—Sí... está aquí... —farfulló el abogado enfilando el pasillo.

Cada vez tenía más miedo y se pasaba continuamente las manos por la cara para enjugar el sudor. Entraron en una habitación grande, decorada de la manera más clásica posible, con estanterías abarrotadas de libros y un magnífico escritorio antiguo de madera oscura. Una alfombra inmensa cubría la mayor parte del suelo dejando entrever tan sólo a los lados las antiguas baldosas de terracota. En un rincón había una piel de tigre con la cabeza embalsamada y los ojos de cristal.

—¿Dónde guardas la pistola? —dijo Bordelli fanfarroneando.

—En el cajón de la izquierda...

El abogado miraba al desconocido con el pasamontañas en la cabeza y se preguntaba quién demonios podía ser y qué quería de él. Bordelli dejó la bolsa sobre la alfombra y dio la vuelta al escritorio. Abrió el cajón y encontró la pistola. Una browning 7,65 con el cargador lleno. «Otra señal del destino», pensó mientras se la metía en el bolsillo. Si Beccaroni le hubiese dicho que no tenía habría tenido que sacrificar una de las suyas.

—Siéntate al escritorio con las manos a la vista —le ordenó.

El abogado obedeció sin rechistar. Bordelli se sentó delante de él apuntándolo con la pistola y se quitó el pasamontañas.

—Usted... —dijo Beccaroni asombrado.

Se le escapó incluso una sonrisa. Era imposible saber si el descubrimiento lo aterrorizaba aún más o lo hacía sentir más a salvo.

—He venido para recordarle sus pecados —dijo Bordelli pasando del tú al usted para establecer una distancia adecuada.

—¿Qué pecados? —refunfuñó Beccaroni fingiendo que estaba desorientado.

—Ahora su conciencia soy yo, dado que, por lo visto, la perdió.

—No entiendo nada, explíquese, por favor...

—Estoy al corriente de todo y usted lo sabe de sobra.

—¿De qué?

Era un actor nada desdeñable, al igual que todos los abogados. Bordelli cabeceó en señal de desaprobación.

—Si se comporta así me veré obligado a enfadarme y cuando me enfado puedo ser terrible —dijo con toda tranquilidad.

Beccaroni buscaba la frase adecuada con una mirada que delataba su desesperación.

—No es como usted piensa... Permita que se lo explique —logró decir al final.

—Si me permite seré yo el que le explique una cosa... Si cuatro energúmenos le arrancaran la ropa y le hiciesen, por turnos, un bonito servicio, quizá lograría imaginar vagamente lo que sintió Giacomo Pellissari cuando ustedes lo violaron en el sótano...

—Estoy profundamente arrepentido —se apresuró a decir el abogado apoyando una mano en el corazón y usando el mismo lenguaje eclesiástico que había inaugurado Bordelli.

—Estupendo, ahora le ruego que coja un papel y un bolígrafo y que escriba una bonita confesión.

—Antes déjeme que le explique...

—Oigamos.

—Lo que ocurrió...

El timbre del teléfono lo sobresaltó. Bordelli le indicó con un ademán que no respondiese. Después de diez interminables timbrazos por fin se hizo de nuevo el silencio.

—¿Decía?

—Fue un terrible accidente... Una desgracia... Ninguno de nosotros deseaba que sucediese...

—Vaya, estoy realmente conmovido —dijo Bordelli sonriendo.

—Se lo juro... No teníamos ninguna intención de...

—Sólo pretendían divertirse un rato, ¿me equivoco?

—No nos dimos cuenta... Como si hubiésemos perdido el juicio...

—Tenía doce años...

—En cualquier caso no fui yo el que...

—Sé que fue Panerai el que lo estranguló... Pero, lo que hicieron los demás, ¿no fue también como matarlo?

—Bueno... Yo... —trató de decir Beccaroni y cuando Bordelli dio una palmada sobre el escritorio dio un salto sobre la silla.

—Basta ya de cháchara, coja papel y un bolígrafo y escriba una confesión...

—Como quiera... Sí...

Buscó el bolígrafo, cogió un folio en blanco y se lo puso delante.

—Empiece así, utilice sus mismas palabras: «Estoy profundamente arrepentido del delito que cometí...». Escriba...

Le apoyó la pistola en el entrecejo y el abogado empezó a redactar la misiva. Una vez acabada la frase levantó la cabeza esperando nuevas instrucciones.

—«No puedo perdonarme lo que hice, la conciencia no me da tregua...», escriba.

—Sí...

—«Confío en el perdón divino...»

Bordelli se levantó y se detuvo detrás de él. Notó que Beccaroni sujetaba el bolígrafo con la mano derecha, si bien ese detalle no excluía que fuese zurdo. Quizá en la escuela primaria lo habían obligado a no usar la mano del diablo. Era un pormenor que no debía pasar por alto. Esperó a que el abogado dejase de escribir y, a continuación, le quitó la hoja y la leyó. Las frases eran justas, la caligrafía pulcra. La comparó con la del resto de cartas que había esparcidas por el escritorio y vio que era exactamente igual.

—No es suficiente, empecemos de nuevo desde el principio —dijo dejando la hoja sobre el escritorio.

—¿Qué debo escribir? —preguntó, dócil como un corderito. Parecía un poco más tranquilo, tal vez porque sabía que una confesión de ese tipo carecía por completo de valor.

—Cuente lo que ocurrió esa noche en el sótano de la calle Luna, me refiero a la noche del homicidio. Esmérese, por favor. Usted es del oficio y sabe lo que quiero decir...

—Sí...

—Le aconsejo que no mienta, Signorini me lo contó con pelos y señales. Si cuenta algo distinto...

—No...

—Estupendo. Añada el nombre de sus amigos... Livio Panerai, Italo Signorini y monseñor Sercambi...

—Signorini y Panerai... Están muertos... —observó tímidamente. —Como ve, sea como sea la conciencia da sus frutos. Y ahora le ruego que se ponga manos a la obra —concluyó Bordelli apoyándole el cañón de la pistola en la nuca.

Aguardó a que el abogado hallase la inspiración para el incipit y, permaneciendo a sus espaldas, leyó:

20 de marzo de 1967

Yo, el abajo firmante, Moreno Beccaroni, nacido en Florencia el 9 de julio de 1922, confieso cuanto figura a continuación: la noche del 11 de octubre de 1966 en compañía de Livio Panerai, Italo Signorini y monseñor Sercambi, miembro de la Curia florentina, violamos...

Beccaroni se detuvo jadeando levemente, como si la palabra le supusiese un gran esfuerzo.

—Prosiga... —dijo Bordelli

... a un niño, Giacomo Pellissari, al que Signorini había raptado y drogado con anterioridad. Por desgracia, a causa de la excitación del momento, Panerai estranguló al niño. Fue un terrible accidente, ninguno de nosotros pretendía que sucediese. Nuestra intención era liberarlo esa misma noche. Estábamos desesperados, no sabíamos qué hacer. Panerai propuso una solución y todos nos mostramos de acuerdo. Metimos el cadáver en la nevera para frenar el proceso natural de descomposición y, varios días más tarde, un sábado, Panerai y Signorini aprovecharon el momento en que el canal nacional emitía Estudio Uno, introdujeron el cuerpo del niño en el coche de Panerai y...

Beccaroni se había lanzado y las palabras fluían sin el menor obstáculo, llamando a las cosas por su nombre. Bordelli lo dejó escribir y se puso a dar vueltas por la alfombra sin perderlo de vista.

En ese momento el abogado daba la impresión de estar casi sereno. A buen seguro no era por la ocasión que le había brindado de liberar su conciencia. Debía de estar convencido de que su vida estaba a salvo y, con toda probabilidad, pensaba ya en la manera de retractarse de su confesión...

Cuando llegó al final del folio cogió otro y siguió escribiendo. Al hacerlo sacaba ligeramente los labios hacia fuera, como si fuese un colegial concentrado en una redacción. El bolígrafo de oro galopaba por el papel sin detenerse en ningún momento. En el silencio de la habitación sólo se oía el murmullo de la punta que rozaba el folio acompañado del lento tictac del largo péndulo que ocupaba con elegancia un rincón del estudio. Bordelli lo miraba con lástima y de nuevo lo asaltó una duda... ¿Era justo lo que estaba a punto de hacer? ¿Era, de verdad, la única solución posible? Se mordió un labio y apartó esos pensamientos de su mente...

Beccaroni acabó de llenar el segundo folio y levantó la cabeza.

—He acabado —dijo soltando el bolígrafo. Bordelli se acercó a él para coger las hojas y, caminando arriba y abajo, leyó el texto. El relato correspondía a lo que, con más detalle, le había contado el joven Italo Signorini antes de tirarse por la ventana. Al final figuraba también su firma.

—Perfecto...

—¿Y ahora qué piensa hacer? —se aventuró a preguntar Signorini que, de nuevo, había empezado a sudar.

—No tenga tanta prisa.

—Puede que no me crea, pero estoy contento de poder expiar mi pecado.

—Podía haberlo hecho antes voluntariamente.

—Lo sé, lo sé... Tiene razón... Pero no es tan fácil... Usted ha sido el que...

Enmudeció, las lágrimas se le saltaban a los ojos.

—En ese caso debería darme las gracias. Le he brindado la ocasión de satisfacer su deseo de expiación.

—Sí... De hecho... Se lo agradezco inmensamente... No se imagina cuánto...

La voz le temblaba ligeramente, daba la impresión de que iba a romper a llorar de un momento a otro. Hasta parecía sincero. Bordelli dobló las hojas y se las metió en el bolsillo. A continuación debía verificar una cosa importante. Cogió un lápiz del escritorio y se lo lanzó a Beccaroni, que intentó cogerlo al vuelo... con la mano izquierda. Era zurdo. Para suicidarse debía empuñar la pistola con esa mano. El abogado no comprendió el motivo de la extravagancia, y sonrió con aire de idiota.

Bordelli decidió que había llegado el momento. Con paso lento y aire meditabundo rodeó de nuevo el escritorio y se detuvo detrás de la silla de Beccaroni.

—No me mire.

—¿Qué ocurre? —preguntó el abogado volviendo la cabeza.

—Tranquilo...

Sin que pudiese verlo, Bordelli metió la beretta en la funda y empuñó la browning. Por un instante pensó en decirle a Beccaroni que su amigo el carnicero no se había suicidado, pero cambió de opinión. Sólo serviría para inquietarlo. Cogió el primer folio que había dictado al abogado y se lo puso delante.

—¿Qué debo hacer? —dijo el abogado escrutándolo.

—Nada... —contestó Bordelli.

Sin que se diera cuenta lo obligó prácticamente a empuñar la pistola con la mano izquierda y le disparó a bocajarro en una sien. La cabeza del abogado se ladeó ligeramente y acto seguido cayó de golpe sobre el escritorio, justo sobre la primera y escueta confesión. Los perros empezaron a ladrar. Del agujero que había causado el proyectil manaba un hilo de sangre y los ojos abiertos del muerto tenían una expresión de asombro. La mano izquierda colgaba hasta rozar la alfombra. Bordelli la levantó, apretó los dedos del abogado sobre la empuñadura de la browning y soltó de nuevo la mano. Llevaba guantes, para no dejar ninguna huella, y si a alguien se le ocurría hacer la prueba de la parafina a un suicida el resultado no haría sino confirmar los hechos...

En ese momento sonó el timbre de la casa y Bordelli contuvo la respiración. Las diez y veintisiete, el tiempo había volado. Oyó tocar de nuevo, esta vez con más insistencia. Los dos dóberman ya no ladraban. Con sigilo, fue a sacar la linterna de la bolsa y, tapando la luz con los dedos, salió del estudio. Sin prisa, subió al primer piso. El timbre seguía sonando. Se metió en una habitación que daba a la calle y miró por las varillas de los postigos. Detrás de las rejas de la puerta se veía la sombra de alguien que escrutaba la casa... ¿El vigilante que hacía la primera ronda? ¿La hija de Beccaroni? ¿O tal vez un vecino que había oído el disparo?

De vez en cuando la sombra se apartaba de la verja para tocar el timbre, luego volvía a observar la casa. Probó todavía durante un par de minutos después de lo cual desapareció y, de inmediato, los faros de un coche se alejaron por la calle.

Bordelli bajó a la planta baja iluminándose con la pila para comprobar si todas las ventanas estaban bien cerradas y si había más puertas. Descubrió dos grandes salas y varias habitaciones tan bien decoradas y acogedoras como las demás. Los postigos internos de las ventabas estaban cerrados con la correspondiente barra y la puerta trasera tenía, además, pasado el cerrojo. La situación era idéntica a la del castillo de la condesa la noche en que Orlando se había ahorcado...

Prosiguió la visita turística sin encender las luces. Subió de nuevo al primer piso y se asomó a todas las habitaciones. Camas con dosel, grandes armarios oscuros, unos cuantos cuadros de diferentes épocas colgados en el lugar adecuado, incluso de buenos pintores. Era una de las casas más bonitas que había visto jamás. Costaba creer que todo ese refinamiento pudiese convivir con la perversión, si bien la historia estaba plagada de ejemplos similares. Entre los nazis y fascistas había hombres de gran cultura, amantes del arte y la literatura, capaces de hablar seis o siete idiomas, de conversar sobre filosofía, música sublime o el Renacimiento italiano... Y mientras se deleitaban con los platos más sofisticados y sorbían valiosos vinos su pensamiento y sus acciones generaban violencia y muerte.

Cuando llegó al fondo del pasillo abrió una puerta más estrecha que las demás y se encontró con una larga escalera que llevaba al desván. Subió hasta lo alto, empujó otra puerta pequeña e iluminó un amplio espacio, casi vacío. Exceptuando las telas de araña que colgaban de las vigas del techo sólo había un par de viejos armarios y una cama desmontada. El aire olía a polvo y a siglos pasados. Un lugar olvidado, ideal para esconderse en el momento oportuno, pero aún no era necesario.

Regresó a la planta baja, al estudio del «suicida» y se dejó caer sobre una silla frente al muerto. Si hubiese tenido tabaco se habría encendido de inmediato un cigarrillo. Sólo le restaba esperar...

Observaba los ojos abiertos de Beccaroni reflexionando sobre sus palabras desesperadas... ¿Sería cierto que se había arrepentido? ¿Habría estado dispuesto a confesar ante un juez y, quizá, arrastrar hasta el tribunal a monseñor Sercambi? En cierto momento le pareció sincero, como si, de repente se diera cuenta de la atrocidad que había cometido... ¿Había sido justo matarlo? En cualquier caso, era ya demasiado tarde para remediarlo...

Observaba los lomos de los centenares de volúmenes alineados en las estanterías. Ni siquiera ellos habían podido impedir que Beccaroni se convirtiese en lo que había sido. ¿Podían cambiar los hombres? ¿Podían transformarse de larva en mariposa? Durante una noche en la que habían bebido abundante grapa Dante le había dicho que Platón no estaba de acuerdo: uno es como ha nacido y la única posibilidad de cambiar es nacer «otro»... ¿Sería verdaderamente así? Así pues, ¿no existía la culpa? ¿Tampoco el mérito? ¿San Francisco y Hitler habían sido lo que eran por decisión del destino o habían podido elegir? En ese momento era fácil dejarse mecer por las dudas...

El sonido del teléfono hizo añicos sus divagaciones y colmó el silencio de la casa con un sonido ansioso. Supuso que sería la misma persona que había tocado el timbre sin cesar. Por lo visto el timbre seguiría, parecía incluso histérico. De repente dejó de sonar, pero volvió a la carga al cabo de unos segundos y se prolongó durante más tiempo que antes... Se detuvo e inició de nuevo, varias veces, casi rabioso... Hasta que un campanilleo se interrumpió y se hizo un profundo silencio. ¿Y ahora?

Se dio cuenta de que tenía mucha sed. Fue a buscar en la bolsa la botella de agua y bebió casi la mitad con la sensación de que, poco a poco, todas sus células recibían su correspondiente dosis de líquido. No tenía hambre, pero era mejor llevarse algo a la boca. Sin quitarse los guantes abrió una tableta de chocolate y comió un cuadrado dejando que se disolviese bajo el paladar. Sacó el libro y se puso a leer, pese a que no era fácil pasar las páginas con los guantes.

Al cabo de una media hora oyó que un coche se paraba delante de la casa, mejor dicho, debían de ser dos. Cogió la bolsa y salió del estudio y mientras subía la escalera oyó tocar el timbre. Fue a mirar por la misma ventana de antes. Uno de los dos coches era de la jefatura de policía y tenía la sirena encendida. Detrás de las barras de la puerta, iluminados a intervalos por la luz azul que giraba, se veían dos policías y otro hombre de uniforme que, sin lugar a dudas, era el vigilante nocturno que por lo visto, debía de haber oído la detonación. El timbre volvió a sonar durante un tiempo cada vez más prolongado. La tercera vez la llamada duró casi un minuto, luego, por fin, se hizo el silencio...