39

Empezó a preparar la bolsa a media mañana. Había ido ya al pueblo a hacer la compra y había metido en la nevera los tres bocadillos de jamón y los tres de salchichón, bien envueltos. A las cosas que debía llevarse había añadido una toalla que pensaba extender en el desván de la casa de Beccaroni para no dejar migas en el suelo. ¿Habrían hecho lo mismo los verdugos de Orlando? Era la primera vez que debía razonar como un asesino, y no era una bonita sensación. En el pasado solía meterlos en la cárcel o, al menos, lo intentaba. De hecho, siempre había logrado concluir sus investigaciones salvo en una ocasión, en el año 1952. Una mujer había aparecido muerta en un bosque, completamente desnuda, con el cuerpo cosido a navajazos. Ninguna prueba, ningún testimonio, ni un solo documento que permitiese identificar a la fallecida. Por si fuera poco, nadie se había presentado a denunciar su desaparición. El caso había sido archivado al cabo de tres semanas. De vez en cuando volvía a pensar en él imaginando que, tal vez, un día se toparía con algo y descubriría al asesino... Aparentemente por casualidad...

Acabó de llenar la bolsa. Se sentía como el engranaje de un mecanismo complejo e imparable... Nada le impedía reflexionar, pero era imposible cambiar las cosas. No podía evitar que los pensamientos a los que ya había dado mil vueltas le volviesen a la mente: lo importante era hacer creer a toda costa que Beccaroni se había suicidado... Nadie debía ponerse a indagar, todo debía parecer claro como el agua desde el principio... De no ser así algo podría salir a la luz en cualquier momento, y eso no debía suceder bajo ningún concepto. Si algo se torcía corría el peligro de desencadenar de nuevo la ira funesta de monseñor Sercambi... Y quizá esta vez el prelado de la Curia fuese más allá del estupro y ordenase, por ejemplo, la muerte de uno de los amigos del testarudo excomisario. Uno a uno para empezar y, luego, todos los demás... No, eso no debía suceder. Jamás se lo perdonaría. La media hora infernal que había vivido Eleonora debía de ser la única herida. No debía ocurrir de nuevo. Era necesario que todo saliese redondo...

Tal vez habría sido mejor despachar antes a monseñor Sercambi. Daba la impresión de ser el más peligroso, pero, al mismo tiempo, también el más difícil de golpear. Cabeceó pensando que así estaba bien. En caso de que, por ejemplo, Beccaroni fuese miembro de la masonería el problema sería idéntico. Así pues, era mejor empezar por él. A saber lo que estaría haciendo en ese momento el respetable abogado. ¿Estaría en el tribunal defendiendo la causa de la Justicia, pronunciando una arenga apasionada y adornada con numerosas citas de antiguos filósofos y máximas latinas? ¿Estaría estudiando un caso cómodamente sentado en un sillón frente a su escritorio? ¿O quizá estaba preparando una factura descomunal destinada a un empresario al que había salvado del castigo por fraude fiscal? Fuese lo que fuese, el caso era que, en ese momento, desconocía su destino. No se podía imaginar que en unas horas...

Salió de casa seguido del perro y al pasar junto a la huerta echó una ojeada a su obra. Los tomates crecían, los retoños de alcachofa tenían hojas nuevas, hasta habían brotado las primeras guindillas. Ver cómo crecían las plantas le producía una gran satisfacción. A saber cómo debía de ser cuando se trataba de un hijo...

Paseó entre los olivos. Una brisa fría arrancaba de la piel el calor del sol. De repente lo asaltó una duda, por primera vez. ¿No había otra manera de ajustar cuentas con Beccaroni? Sin ir más lejos, podía obligarlo a escribir una confesión. La cadena perpetua era perfecta. Una bonita confesión en la que se mencionase también al intachable monseñor de la Curia... Pero ¿qué valor podía tener una declaración redactada con una pistola en la sien? Beccaroni se retractaría de inmediato, cabía incluso la posibilidad de que intentase hacer pasar por loco al pobre comisario que no había logrado resolver el terrible homicidio. Era un abogado, conocía su oficio. El único resultado sería que monseñor Sercambi se enfadaría... No, era la única manera. Una vez aclarada esta última duda, en su mente ya no quedaba ningún obstáculo. Así pues, debía seguir adelante...

Se preparó un plato de espaguetis según el evangelio de Botta y se los comió delante del televisor acompañados de medio vaso de vino. Como de costumbre, las noticias más aburridas eran las políticas. El gobierno Moro resistía, pero ¿hasta cuándo?

Tras beberse un café se sentó junto a la chimenea a leer a Bulgakov, fumando poco y divirtiéndose muchísimo. En ciertos momentos, incluso, no podía contener la risa. Oyó que el teléfono sonaba varias veces, pero no respondió. Necesitaba soledad y silencio. Siguió pasando las páginas, tan cautivado por la historia que llegó a perder por completo la noción del tiempo.

Cuando miró el reloj faltaban diez minutos para las seis. Había llegado el momento de ponerse en marcha. Cerró el libro y se levantó. Tras hacer salir a Blisk le calentó la sopa y cambió el agua de su cuenco. Controló la bolsa una vez más. No faltaba nada... Guantes... Chocolate... Libro... Linterna... Pasamontañas... Almendras... Metió también los bocadillos, las manzanas y la botella de agua. Probó a levantarla y se sorprendió de lo que pesaba.

Fue a cambiarse. Eligió unas prendas viejas, que llevaba años sin usar. Metió las pistolas cargadas en dos fundas atadas a los costados y se abotonó la chaqueta. Se guardó en el bolsillo las gafas de vista de su abuelo, cogió del armario un viejo sombrero, muy elegante, y volvió a la cocina. El perro estaba arañando ya la puerta y apenas entró en casa se dirigió sin más hacia la sopa olfateando el aire. Parecía un poco sorprendido de encontrar la cena preparada tan pronto, pero, tras un instante de vacilación, hundió el hocico en el cuenco. Bordelli le acarició la enorme cabeza.

—Mañana vendrá Ennio a sacarte a pasear y a darte de comer, volveré dentro de unos días.

El perro se volvió a mirarlo por unos instantes moviendo ligeramente la cola y a continuación siguió comiendo. Bordelli cogió la bolsa, cerró la puerta y montó en el «escarabajo» exhalando un suspiro. El sol se había puesto hacía una media hora, pero, pese a que en la tierra era ya de noche, el cielo estaba velado por una luz desvaída.