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A primera hora de la mañana estaba ya en los bosques de Cintoia con la mochila al hombro, echando vaho por la boca, mientras Blisk se divertía, como siempre, corriendo entre los árboles. Tomó un sendero escarpado y salpicado de rocas rojizas que subía hasta la cresta y, a continuación, bajaba suavemente hasta La Panca. El aire húmedo olía a musgo y a hierbas silvestres. Era domingo y se oían bastantes disparos. Los cazadores solían evitar los senderos principales para adentrarse en la vegetación de forma que, con un poco de suerte, no se cruzaría con ninguno. Los castaños seguían estando desnudos, pero los capullos, túrgidos y llenos de vida, no tardarían en abrirse. También en las plantas más bajas se veían nuevos brotes y los pájaros parecían más agitados que nunca.
De vez en cuando un estremecimiento de emoción le sacudía la barriga recordándole que sólo faltaban dos días para la primavera. Aunque tal vez no fuese sólo la primavera... Adele... Eleonora... Y eso no era todo... Al día siguiente tenía una cita importante. ¿Saldría todo a pedir de boca? Por enésima vez se preguntó si no era una inconsciencia lanzarse a esa aventura confiando únicamente en un hipotético plan del destino... Pero a la vez sabía que nada lo iba a frenar. No había organizado un plan, consciente de que, en ocasiones, los planes más elaborados se veían truncados por un simple imprevisto. La voluntad humana no gobernaba los acontecimientos, había que metérselo en la cabeza...
Sólo sabía varias cosas, más o menos importantes, que había averiguado mientras investigaban el asesinato del niño: el abogado vivía solo, estaba separado, tenía una hija, dos dóbermans vigilaban el jardín y, por lo general, regresaba a casa a eso de las ocho y media. Eso debería bastarle. El lunes a las ocho y cuarto se apostaría en los alrededores de su casa y esperaría a que volviese del bufete...
Cuando caminaba en la soledad del bosque sentía que sus pensamientos se movían de manera diferente, con un ritmo más lento... y ya no podía privarse de esa sensación. Mutatis mutandis era lo mismo que le sucedía a un pintor que había conocido poco antes de la guerra, cuyo nombre no recordaba. Una noche, delante de una botella de vino, le había confesado la razón por la que pintaba... El resultado final era lo de menos, si bien reconocía que para comer debía exponer sus obras y venderlas. Ahora bien, lo que realmente buscaba al enfrentarse a una tela era la sensación que experimentaba cuando tenía el pincel en la mano, el espacio mental que se abría ante él, los largos viajes sin rumbo que lo invitaban a perderse en mundos desconocidos. Aseguraba que, de no haber experimentado esa sensación, jamás habría perdido el tiempo pintando...
En lugar de los pinceles Bordelli tenía el bosque. No se trataba tan sólo de mover las piernas, se podía decir que era casi una ocupación espiritual... La idea le hizo sonreír. Quién sabe, tal vez se debiese a la vejez, cuyo avance era imparable.
Después de haber vagado por los recuerdos sin detenerse en ninguno en especial se puso a hacer mentalmente la lista de las cosas que necesitaba para resolver el asunto de Beccaroni. Un par de guantes de piel, el pasamontañas que usaba en la guerra, las dos pistolas, la linterna eléctrica. Víveres para ¿cuántos días? ¿Dos? ¿Tres? ¿Quizá cuatro? ¿Y si pasaba un mes antes de que alguien fuese a buscar al abogado? Pero no, era imposible... Beccaroni tenía una hija de dieciocho años y a buen seguro hablaban todos los días por teléfono... Luego estaba su secretaria, que se sorprendería al no verlo... Quizá incluso tenía una asistenta que iba regularmente a su casa y que debía de tener las llaves... Algún pariente aprensivo... Su exmujer, que lo buscaba para pedirle más dinero...
Exhaló un suspiro e imaginó que, con un poco de suerte esperaría, como mucho, tres días. Así pues, seis bocadillos, seis manzanas, dos tabletas de chocolate y una buena cantidad de almendras peladas debían ser más que suficientes. En caso de necesidad siempre podía buscar algo en la cocina de Beccaroni. Una botella de agua bastaba, cuando se vaciara podía rellenarla en el grifo. Cogió también un libro, para no aburrirse durante la espera. Por último, días atrás se había puesto de acuerdo con Ennio para que se ocupase de Blisk. Todo parecía en orden.
Llegó a La Panca, cruzó la calle y siguió caminando por el sendero que conocía mejor... La gran encina con el tabernáculo... La abadía de Monte Scalari... El trivio de la Capella dei Boschi. Pasó una vez más junto a la planicie donde había ayudado al carnicero a suicidarse, y no le produjo el menor efecto.
Casi a mediodía se detuvo en Pian d'Albero, delante de la granja del exterminio nazi, y se dejó caer sobre la piedra llana que daba al valle de Figline. Tal y como esperaba, no había visto ningún cazador. Se acercaba la hora de comer y cada vez se oían menos disparos. Los cazadores volvían a casa con sus esposas e hijos, a atiborrarse de pasta con salsa de tomate y asado de carne.
Blisk había desaparecido hacía ya un buen rato y empezó a llamarlo. Al final se cansó de no obtener respuesta y sacó el bocadillo de la mochila. Apenas había dado dos mordiscos cuando el perro llegó corriendo. Se puso a dar vueltas alrededor de él, jadeando. Bordelli comprendió que, para hacerlo volver, no era necesario llamarlo sino ignorarlo. Ese tópico valía también en el caso del amor, si bien él jamás se lo había acabado de creer. Fuese como fuese, nunca le había gustado usar estrategias con las mujeres, se sentía mejor cuando se comportaba con naturalidad... Y que sucediese lo que debía suceder...
—¿Tienes hambre? —preguntó a Blisk ofreciéndole un trozo de pan.
El oso blanco lo cogió delicadamente con los labios y lo engulló en un segundo. Bordelli le dio a continuación las cortezas de queso que había apartado para él y luego le regaló incluso el resto del bocadillo mientras mordía la manzana.
Se le ocurrió jugar de nuevo con el destino, así, sin más, por puro entretenimiento. Sacó del bolsillo una moneda de cien liras y, estrechándola en la mano, pensó. Cruz, Eleonora. Cara, Adele. La lanzó al aire y la cogió al vuelo. Cara. Sintió una punzada de dolor. ¿Debía olvidarse de Eleonora? Aunque, de haber salido cruz, ¿no habría sufrido también al pensar que debía renunciar a la hermosa Adele? Se sentía un idiota, pero, en el fondo, se divertía. Bastaba no creer en el veredicto de una moneda.
A pesar de su escepticismo decidió lanzar de nuevo las cien liras aunque, en esta ocasión, no lo hizo por asuntos amorosos. Cruz, el asunto de Becaroni saldría bien. Cara, mal. No sin cierto temor lanzó al aire la moneda, la dejó caer en una mano y cerró el puño. No creía demasiado en esas cosas, pero sabía que si salía cara se inquietaría. Aunque sabía de sobra que era simple sugestión, prefería no tener que cargar con ella. Miró fijamente el puño, lo abrió de golpe y sintió que un escalofrío le recorría el pecho: cruz. También esa estúpida moneda estaba de su parte... Pero, si hacía caso del presagio, debía creer también en el veredicto sobre Eleonora y, una vez más, sintió una punzada de dolor, pese a que Adele le gustaba, y no precisamente poco. ¿Que haría si un día se veía forzado a elegir? ¿Si un día las dos mujeres lo ponían entre la espada y la pared y lo conminaban a elegir a una de ellas? No lo sabía, maldita sea, no lo sabía. Lanzó el corazón de la manzana entre los arbustos negando con la cabeza... Seguía fantaseando como un niño, imaginando que era un oso y que dos perros se peleaban por él, gozando de esa emoción.
Blisk se había alejado de nuevo y de vez en cuando lo oía correr entre los arbustos que lo rodeaban. De repente, en el cerezo que había en el barranco de enfrente apareció una lagartija grande que, tras detenerse un instante a mirarlo con la cabeza casi vertical, avanzó corriendo hacia él sin el menor miedo. La sorpresa lo hizo levantarse de un salto, se hizo a un lado y dejó que la lagartija pasase por encima de la piedra y se perdiese en la hierba alta que infestaba el patio de la granja. Se volvió a sentar sonriendo. Sentía cierta admiración por ese menudo reptil, valiente hasta el punto de desafiar a un ser vivo mil veces más grande que él. A fin de cuentas era como si un hombre corriese hacia King Kong convencido de poder asustarlo... Pero, en el fondo, ¿no era así la vida?