23 de diciembre

Seguía durmiendo cuando sonó el teléfono que estaba junto a la cama... pero no se despertó en el jardín del placer. Descolgó el auricular sin encender la luz.

—¿Sí?

—Comisario, ¿le molesto?

—¿Quién es?

—¿No me reconoce? Soy yo.

—Ennio... ¿pero qué hora es?

—Las siete, comisario, hace una hora que he salido del hotel.

—Qué buena noticia.

—Usted me dijo que le llamara enseguida... para aquel trabajito.

—Gracias, pero ya no es necesario, aquel tipo que quería atrapar ha sido asesinado.

El Botta resopló en el auricular.

—Qué pena, realmente me apetecía hacerle un favor —dijo, desilusionado.

—Lo dejamos para otra ocasión.

—¿Quién es el muerto?

—Un usurero.

—Magnífico. No me diga que está buscando desesperadamente a su asesino, comisario.

—Es mi trabajo, Botta. Pero también es cierto que no le pongo mucho ahínco.

—¿El cadáver lo tiráis al Arno o se lo echáis de comida a los cerdos? —dijo el Botta, serio.

—Cambiemos de tema, Ennio. ¿Estás sin blanca?

—¿Usted qué cree, comisario? ¿Alguna vez ha visto al Botta lleno de dinero?

—Si no te hubieras fundido el dinero de Grecia en el hipódromo...

—Le juro que he puesto punto final a los caballos —dijo Ennio con un suspiro.

—Si vienes a casa, nos tomamos un café —dijo Bordelli, pensando ya en la cena de Navidad.

—Encantado, comisario. ¿Necesita algo?

—Te pediría un cartón de cigarrillos, pero estoy intentando dejar de fumar.

—¿Un reloj?

—Ven y ya veremos.

—Voy para allá.

El Botta colgó y el comisario salió de la cama. Cogió de la silla los pantalones que la noche anterior había doblado cuidadosamente y metió las piernas. Fue al baño con los pies descalzos y los tirantes colgando. Se apoyó con las manos en el lavabo y se miró al espejo. Se palpó la carne del brazo, no parecía demasiado vieja, la piel seguía estando bastante lisa. Con cincuenta años cumplidos las cosas podían haber estado mucho peor. Le pareció un inicio de jornada muy positivo. Casi no le dio tiempo a lavarse la cara y oyó que llamaban al timbre. Se secó apresuradamente y fue a abrir. Permaneció en el umbral esperando. El Botta llegó jadeando y empapado de lluvia. Esbozó una sonrisa triste. Había adelgazado mucho, tenía la cara más chupada de lo normal.

—Hola, comisario, como ve, me han dejado salir antes de Navidad.

—Has tardado poquísimo, ¿estabas aquí cerca?

—No, estaba en Bolonia, pero le dije al chófer que tenía prisa.

—Te veo en forma —mintió Bordelli, estrechándole la mano.

—No diga gilipolleces, he perdido siete kilos. En esa maldita cárcel no saben cocinar.

—Presentaré una queja al Ministerio y pediré un chef francés para Murate.

—¿Preparo el café, comisario?

—Buena idea.

El Botta sacó del bolsillo dos falsos Bulova.

—Antes mire esto, sólo seis mil liras. Incluso tienen la ventanilla con la fecha.

—¿Acabas de salir y ya estás lleno de porquerías?

—Con la cocaína ganaría más dinero, pero es un sector que no me gusta...

—Lo sé, lo sé.

—¿Le gusta esto? —dijo Ennio, sujetando en alto un reloj.

—Anda, guarda todos estos trastos, Botta.

—Como si no hubiese dicho nada.

—Termino de afeitarme y estoy contigo —dijo Bordelli, dándole una palmada en el hombro.

—Voy a preparar el café.

—Está todo a la vista, no tienes que forzar nada.

—Qué lástima —dijo el Botta con una risita, y desapareció en la cocina.

Preparó el café en toda regla y, mientras el comisario se afeitaba, se puso a pasear por la casa. Nada había cambiado. Amontonadas junto a la entrada estaban las pilas de periódicos de costumbre y las cajas polvorientas que siempre había visto. Parecía la casa de alguien que se hubiera trasladado recientemente y que no hubiera decidido todavía dónde poner las cosas.

—¿Qué haces en Navidad, Botta? —preguntó Bordelli en voz alta desde el baño.

Ennio se asomó a la puerta.

—¿Qué dice, comisario?

Se miraron a través del espejo.

—Te pregunto que qué haces en Navidad.

—¿No lo sabe? Voy a mi casa de Montecarlo —dijo Ennio, haciendo una mueca.

Bordelli había acabado de afeitarse y se frotó la cara con aftershave. Quemaba como fuego, era una sensación agradable.

—¿Te gustaría organizar una cena aquí, en mi casa? —dijo. Recordaba todavía la cena de hacía dos años, en verano, cuando el Botta se había superado a sí mismo con una cena políglota.

—¿Quiénes son los demás? —preguntó, arrugando el ceño.

—Diotivede, Fabiani, Dante... gente que ya conoces.

—¿Y el sardo? ¿Ya se ha recuperado?

—Todavía está en Cerdeña. Está bien, dice que regresa en enero.

—Si habla con él, salúdelo de mi parte.

—Así lo haré —dijo Bordelli, intentando domar unos pelos de las cejas que habían crecido desmesuradamente. Los pelos son una cosa extraña, le había dicho Rosa una noche... cuanto más se envejece, más crecen.

—Para la cena ya tengo pensado algo —dijo el Botta, pensativo.

El comisario le lanzó una mirada a través del espejo.

—Me gustan las personas llenas de iniciativa. La única cosa...

—¿La única cosa? —dijo Ennio, preocupado.

—A Diotivede le gustaría una sopa de cebolla a la francesa, ¿sabes hacerla?

—¿Bromea, comisario? Al acabar la guerra me pasé un añito en Marsella, sé todo sobre la cocina francesa.

—Harás feliz al descuartizacadáveres más puntilloso de Italia —dijo Bordelli.

Se dio cuenta de que se había afeitado mal y volvió a enjabonarse la cara. Ennio ya estaba en plena fase organizadora.

—No estaría mal empezar hoy mismo a hacer alguna compra.

—Te doy el dinero enseguida.

—Si consigo encontrar lo que pienso...

El comisario tardaba mucho en afeitarse y al final el Botta se sentó sobre la tapa del váter.

—¿Cuánto quieres? —preguntó Bordelli.

—Diez mil serán suficientes.

—¿Cuándo necesitas la cocina?

—Tengo que empezar hoy, comisario, y debo darme prisa.

—De acuerdo, te dejo las llaves de casa, así puedes entrar y salir cuando quieras.

Bordelli pensó en lo que acababa de decir y se le escapó la risa. El Botta lo miró un poco ofendido.

—¿Por qué se ríe, comisario?

—¿Todavía te acuerdas de cómo funcionan las llaves, Botta? ¿Recuerdas cómo se hace? Se meten en la cerradura y se giran...

—Mire que no soy sólo un ladrón. En mi época, también estudié, ¿qué se cree?

Bordelli acabó por fin de afeitarse y volvió a echarse en la cara el fuego del aftershave.

—¿Cómo va el café? —preguntó.

Ennio se levantó de un salto y fue corriendo a la cocina. Bordelli oyó que hablaba en voz alta y, secándose las manos, le siguió.

—¿Con quién hablas, Botta?

—Ya sabe lo que dicen en Francia, comisario, café hervido, café jodido. Lo vuelvo a hacer.

—No tengo tiempo, Botta, lo tomaré fuera.

—Tardo sólo un minuto.

El Botta se puso enseguida manos a la obra. El comisario fue a buscar una camisa limpia y poniéndosela volvió a la cocina. La cafetera ya estaba en el fuego.

—Me decías que habías estudiado... —dijo Bordelli.

—Incluso hice un año de universidad.

—¿Y cómo te pagabas los estudios?

Ennio había aclarado dos tacitas y buscaba algo para secarlas.

—Todavía vivía mi padre. No sé cómo se las ingeniaba, pero el dinero para la comida y para los estudios no faltaba casi nunca. Y cuando faltaba...

—Tú te ocupabas de encontrarlo.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? Para aprender un oficio hay que estudiar, comisario, y para estudiar se necesita mucho dinero. ¿Le parece justo que los pobres sean unos ignorantes?

—Estoy de acuerdo contigo, querido Botta, pero por lo visto a alguien le gusta que sea así.

—Además, no me avergüenzo de ser un ladrón porque nunca he robado nada a quien tiene menos que yo. Cojo a los ricos lo que me pertenece, ¿acaso hay algo equivocado en ello?

—Hablas como un bandolero sardo.

—Don Bencini también dice que quien roba por hambre va al paraíso.

—¿Quién es don Bencini?

—Un cura con un par de cojones, uno que habla poco y hace mucho.

—¿Ese que va a las cárceles a charlar con los delincuentes como tú?

—El mismo... una vez me dijo que si Jesús viera Italia tal como es ahora, telefonearía al Padre para decirle que la inundara.

—Yo también lo creo.

—Se necesitan más curas como él... en lugar de esos títeres con ropajes de oro y papada.

Ennio se había quedado con las tacitas mojadas en la mano y al hablar las movía en el aire. Bordelli se abrochó los puños.

—¿Qué estudiabas exactamente? —preguntó.

—Hice casi un año de letras.

—Vaya...

—Mi padre quería que me hiciera profesor o algo así.

Se les escapó una sonrisa a ambos. El comisario se ajustó los tirantes y sacó la cartera del bolsillo.

—Ocupémonos de las cosas serias, Ennio —dijo, metiéndole en el bolsillo un billete de diez mil liras.

—Joder... me olvidaba del vino, comisario.

—¿En qué sentido?

—Para hacer las cosas como es debido, necesito vino francés y cuesta mucho... pero si quiere puedo comprar algo de Piamonte.

—Tú eres el cocinero y si has escogido vino francés tendrás tus razones. Ten otras cinco mil.

El café empezó a subir y el Botta seguía sin haber encontrado nada para secar las tacitas. Volvió a agitarlas en alto un par de veces, con fuerza, y después las puso sobre la mesa. Cogió la cafetera utilizando como agarrador la manga de su jersey y llenó las tacitas.

—Modestia aparte, pruebe este café —dijo.

El comisario abrió un armario y sacó el azucarero, lo colocó sobre la mesa y cogió una cucharilla del cajón... Ennio le observaba preocupado. Cuando vio que el comisario estaba a punto de echar azúcar en la tacita pegó un brinco.

—¿Qué hace, comisario? —gritó.

—Joder, Ennio, menudo susto.

—Dígame sólo una cosa, ¿quiere beber café o una porquería?

Bordelli se había quedado con la cucharilla llena en el aire y la vació en el azucarero.

—¿En qué me he equivocado?

—Yo creía que le gustaba amargo, comisario, si no yo le hubiera puesto el azúcar.

—¿Me haces de mamá?

—¡No entiende nada! El azúcar hay que ponerlo antes, no después... y además nada de cucharilla, si mueve el azúcar lo esparce y se estropea todo. Como mucho se puede hacer un ligero movimiento circular... así.

Hizo girar la tacita con suavidad. Al acabar la demostración cogió el café del comisario y lo vació en la cafetera. Bordelli lo observaba con curiosidad.

—¿Cuál es la diferencia?

—La misma que hay entre una cerveza y una meada de vaca —dijo Ennio.

Puso media cucharilla de azúcar en la tacita vacía de Bordelli y vertió encima el café hirviendo.

—Tenga, comisario, quizá sea ésta la primera vez en su vida que tome un verdadero café.

—¿Dónde lo has aprendido?

—De joven estuve un par de meses en Nápoles.

—¿Dentro o fuera?

—Dentro. Distribución de billetes falsos.

Bordelli bebió un sorbo de café.

—No está nada mal —dijo.

Ennio se sintió satisfecho.

—Ve, comisario, si se pone antes el azúcar no desaparece el sabor amargo, porque ya me dirá usted qué café es si no es amargo. Sin embargo, le quita esa parte muy amarga que sabe a... no sé cómo decirlo... en resumen, deja ese sabor amargo adecuado y elimina el equivocado.

El comisario terminó de beber su café y dejó la tacita en el fregadero.

—Tienes razón, le quita ese amargo desagradable, ese que sabe a quemado —dijo, saliendo de la cocina.

Ennio lo siguió hasta la puerta de entrada.

—Alguna vez le enseñaré a preparar la pasta con mantequilla y parmesano, comisario. Parece una tontería y en cambio es de los platos más difíciles, es todo cuestión de tiempos ajustados.

—Siempre se aprende algo nuevo... Adiós, Botta. Para la cena de Navidad estamos en tus manos.

—Yo me encargo de todo.

—Acuérdate de la sopa de cebolla.

—Oñón, comisario, se dice oñón.

El cielo estaba violeta y parecía a punto de desplomarse sobre la ciudad. La aguja del barómetro estaba casi horizontal y Bordelli tenía la sensación de notar el peso del aire sobre los hombros. En cuanto entró en el despacho, cogió el teléfono y marcó un número. Dejó que sonara al menos diez veces y al final oyó que descolgaban.

—¿Sí?

—Buenos días, Odoardo, ¿estaba durmiendo?

—Pero ¿quién es?

—Soy Bordelli, ¿le he despertado?

Se oyó un suspiro y luego silencio.

—Odoardo, ¿sigue ahí?

—¿Qué desea, comisario? —dijo Odoardo con voz de sueño.

—Tengo algo que me gustaría que viera.

—¿Qué es?

—Tendría que hacerme el favor de venir hasta aquí.

—Aquí, ¿dónde?

—A la comisaría. Pregunte por mí en la garita.

—No comprendo por qué —dijo Odoardo, molesto.

—Es cuestión de un minuto. No se eche a dormir de nuevo, le espero.

Bordelli dio por acabada la conversación, convencido de que llegaría de un momento a otro. Llamó a Mugnai a través de la línea interna y le preguntó si había llegado un envío sellado del Juzgado. El día anterior, Bordelli había telefoneado a De Marchi pidiéndole que le hiciera el favor de enviarle por la mañana las tijeras del caso Badalamenti.

—Acaba de llegar, comisario. Ahora se lo subo.

Un minuto después Mugnai entró en la habitación.

—Aquí está, comisario, le he traído también el correo —dijo dejando sobre la mesa una caja plana de cartón y algunos sobres.

—Gracias, Mugnai. Dentro de un rato debe llegar un muchacho que te preguntará por mí, se llama Beltempo...

—Esperemos que el buen tiempo se quede, comisario —dijo con una risita Mugnai.

El comisario suspiró.

—Tendrías que revisar tus bromas, Mugnai, sólo te hacen gracia a ti.

—Sólo era por decir una tontería, comisario. Estoy siempre encerrado en esa maldita celda de un metro...

—Te absuelvo, pero déjame que acabe de hablar —lo interrumpió Bordelli.

—Perdone, comisario, dígame.

—Cuando llegue ese chico, avísame, pero no le hagas pasar de inmediato. Ponle alguna dificultad, hazle esperar un rato, bueno, piensa tú en algo... antes de acompañarle hasta aquí ponle un poco nervioso.

—No se preocupe, comisario, yo me encargo.

—Pero no exageres, por favor.

—Ya sé lo que debo hacer —dijo Mugnai con aire de entendido.

Le gustaba tener que llevar a cabo una misión. Cuando se marchó, Bordelli se puso a resolver algunos asuntos burocráticos, firmó algún papel, hizo un par de llamadas pero, sobre todo, pensó en Odoardo. Estaba impaciente por verle.

Fue hasta la ventana y se puso a mirar afuera, con la cabeza llena de pensamientos inútiles. El cielo estaba cada vez más oscuro. Empezó a caer una lluvia intensa y fina. Las gotas dejaban en los cristales largos rastros que parecían cortes. Unos minutos más tarde ya se escuchaba el goteo del canalón roto que vertía el agua sobre las piedras del patio. Bordelli pensaba también en Raffaele, el zurdo, en su aspecto de cowboy y en sus sueños. Quizá hubiera tenido que convocarle también en la comisaría; sin embargo, aún no sentía la necesidad de hacerlo. De momento sólo quería charlar un poco con Odoardo. Había algo que no le cuadraba y quería intentar comprender mejor si aquel muchacho estaba mintiendo. Oyó el timbre del teléfono interno y corrió a contestar.

—Comisario, ha llegado —susurró Mugnai con un tono misterioso.

—Bien, ahora te toca a ti —dijo Bordelli, y colgó.

Todavía tenía un poco de tiempo. Abrió la caja y cogió el sobre de plástico transparente que contenía el arma del delito. Colgando de uno de los ojos de las tijeras había una etiqueta en la que estaba escrito: «Prueba n.° 001». Seguía siendo visible el nivel de penetración de las hojas, señalado con una raya de sangre seca. Hizo sitio sobre la mesa apartando a un lado el desorden con un brazo y, en el centro, colocó las tijeras. Mientras esperaba a Odoardo se puso a caminar arriba y abajo por la habitación, jugueteando con un cigarrillo apagado. De vez en cuando canturreaba algo, sin recordar de qué se trataba. Era cierto que la música había cambiado mucho desde su juventud, pensó. La de ahora encerraba un toque de rabia y seguramente existía algún motivo. Pero no era sólo la música, todo estaba cambiando. Parecía que de repente todo lo que oliera a viejo molestaba a los jóvenes. Quizá ésa era su manera de desprenderse de un pasado que no habían padecido y de mirar hacia delante. Había algo seguro, estaban hartos de oír las quejas de los viejos sobre la guerra y sobre las colas que habían tenido que soportar para ir a buscar el pan. Los que habían tenido que llorar, habían llorado, ahora había que empezar a vivir, a disfrutar. Quizá tenían razón...

Llamaron a la puerta y Bordelli se sobresalto. Se asomó Mugnai.

—Comisario, un muchacho pregunta por usted —dijo guiñando un ojo.

—Hazlo pasar.

Mugnai se giró.

—Entre, por favor —dijo.

Odoardo apareció, tenía una expresión dura, y se detuvo en el umbral.

—Ha tardado mucho, creí que se había vuelto a dormir —dijo Bordelli, haciendo un gesto a Mugnai para decirle que cerrara la puerta.

El joven se acercó a la mesa. Tenía el pelo mojado por la lluvia y parecía nervioso.

—Ese policía es una bestia —dijo, mirando hacia la puerta cerrada.

—Sólo cumple con su deber —dijo el comisario.

Odoardo bajó la mirada, vio las tijeras ensangrentadas y en sus ojos hubo un destello... o quizá sólo fue una impresión de Bordelli que lo observaba con demasiada atención y quizá estaba condicionado por lo que le rondaba en la cabeza. Pero quedaba el hecho de que el asesino era zurdo y Odoardo no, seguía diciéndose.

—¿Qué me tiene que decir, comisario? —preguntó el muchacho.

—Lo siento por la lluvia. ¿Quiere algo para secarse? El baño está aquí al lado.

—Sólo quiero acabar pronto —cortó Odoardo, lanzando una mirada fría a Bordelli.

El comisario hizo un gesto amistoso con la mano.

—Por favor, siéntese.

—Estoy bien de pie, gracias. ¿Qué quería decirme?

Bordelli se palpó la ropa buscando algo que no encontraba.

—¿Tiene un cigarrillo, por casualidad? Se me han acabado —dijo. Esta vez era cierto.

—Nunca fumo por la mañana —contestó el muchacho.

Bordelli se encogió de hombros.

—Bueno, pues así yo tampoco fumaré.

—Comisario, tengo poco tiempo.

—Ahora se lo contaré, no tenga prisa. ¿Alguna vez había entrado en un lugar como éste?

—No había tenido el placer.

El comisario se levantó, rodeó despacio la mesa y se detuvo delante de Odoardo. Le habló a un palmo de la cara.

—Según su opinión, Odoardo, ¿yo soy un buen policía?

—¿A qué viene esta pregunta? —dijo Odoardo, dando un paso atrás.

Bordelli sonrió tranquilamente.

—¿Por qué no se sienta?

—Me quedo de pie.

—Como quiera.

Como si ya no tuviera nada más que decir, Bordelli empezó a pasear por la habitación con las manos en los bolsillos, mirando a través de la ventana. La lluvia caía con más insistencia. A su espalda escuchó que el muchacho resoplaba.

—¿Qué es lo que quiere, comisario? Dígamelo sin más rodeos y acabemos de una vez.

Bordelli se dio la vuelta y le miró pensativamente.

—Me gustaría hacer un razonamiento con usted —dijo.

—Lo esperaba con impaciencia.

—Escúcheme con atención. Hagamos ver que cierto muchacho, que para mayor comodidad llamaremos Odoardo, ha cometido ese asesinato... ya sabe de qué estoy hablando, ¿no?

—No.

—Totuccio Badalamenti, el usurero de Piazza del Carmine.

—Ya le he dicho que no lo conozco —dijo Odoardo.

Bordelli levantó una mano y sonrió.

—Y yo le creo. ¿Usted me cree si yo le digo que yo le creo?

Los ojos de Odoardo eran más oscuros de lo normal.

—Sólo deseo saber claramente qué quiere de mí, creo que estoy en mi derecho —dijo, intentando permanecer tranquilo.

—Mire, no tiene ningún motivo para ponerse nervioso...

—No estoy nervioso. Sólo quiero saber qué estoy haciendo aquí, ¿le parece extraño? —dijo girando lentamente la cara hacia el otro lado.

«Está nervioso», pensó Bordelli, y se puso a caminar de nuevo arriba y abajo despacio.

—Digamos que me gustaría reconstruir con usted la dinámica del homicidio y quizá incluso avanzar alguna hipótesis sobre el móvil y la psicología del asesino. ¿Qué me dice? ¿Quiere probar?

—¿Cambia algo si no me apetece? —dijo Odoardo.

El comisario se detuvo.

—Se lo pido como un favor personal, Odoardo. No se puede negar —dijo.

—No perdamos más tiempo.

—No se ponga nervioso. Cada cosa a su tiempo, como decía mi abuelo.

Bordelli vio un destello de odio en los ojos del joven y empezó a caminar de nuevo de un lado a otro, completamente relajado, con las manos metidas en los bolsillos.

—Desde luego, este hipotético Odoardo tenía motivos muy serios para matar a Badalamenti y quizá sea justamente de aquí desde donde haya que partir —dijo el comisario, para después interrumpirse y dejar que el muchacho hiciera el siguiente movimiento.

—Le estoy escuchando —dijo Odoardo, mirando con indiferencia las tijeras ensangrentadas. Parecía menos nervioso.

Bordelli sacó una mano del bolsillo y se la puso detrás del cuello.

—Demos un paso atrás. Imaginemos que después de la muerte de su madre, nuestro imaginario Odoardo recibe la visita de un tipo al que nunca había visto. Un tipo desagradable, uno con aspecto de cabrón... ¿me sigue?

—Soy todo oídos.

—No se preocupe, no es una historia muy larga, pero vale la pena contarla con calma. Ahora esté atento. El tipo desagradable dice a Odoardo que su madre ha firmado algunas letras a su favor y añade que, según la ley, las deudas pasan a los herederos... le dice que los pagos están retrasados y que si no encuentra enseguida el dinero, tendrá problemas. Se podría quedar con aquella madriguera que tenía en el campo, pero quizá ni eso sería suficiente para pagar la deuda. Y si no paga, la cosa se pone fea. Parece realmente una amenaza. Odoardo se siente aplastado por aquella noticia... pero la cosa no acaba aquí. El usurero dice algo ofensivo sobre la madre de Odoardo y le habla de ciertas fotografías comprometedoras que si se divulgasen podrían manchar su memoria. Es más, Odoardo comprende que fue por culpa justamente de aquellas fotografías por lo que su madre tuvo que firmar aquellas letras. Una especie de chantaje a plazos... es como para enfadarse, ¿no? —dijo el comisario, parándose delante de él.

—¿Pero qué está diciendo? ¿Qué fotos? —dijo Odoardo, de nuevo nervioso.

El comisario aprovechó para mirarle fijamente a los ojos.

—¿No le interesan las letras de cambio?

—No me interesa nada de lo que me está diciendo —dijo Odoardo, apretando los dientes.

Bordelli sonrió.

—No se precipite. Pero volvamos a nuestra historia... Así pues, Odoardo se entera de aquellas cosas desagradables y además se entera a través de un tipo como Badalamenti, con su cara desagradable... recuerda la cara de Badalamenti, ¿no? —dijo.

—Creía haberle dicho ya seis o siete veces que no lo conozco.

—Es cierto, perdone, estaba un poco distraído... pero ¿está totalmente seguro de no haber ido nunca a casa de Badalamenti? ¿Ni siquiera una vez?

—¿Es una pregunta seria?

—Me temo que sí.

—Entonces le contestaré seriamente: no, nunca he ido. Ni siquiera una vez. No lo conocía, nunca lo he visto, no sé cómo es su cara, nunca lo había oído nombrar. ¿Falta algo?

—Muy bien, prosigamos. Imaginemos que nuestro amigo Odoardo se siente más o menos asustado después de aquel encuentro y que promete a Badalamenti pagar la deuda lo antes posible. Pero, naturalmente, quiere que le devuelva también las fotografías de su madre. El usurero dice que se las devolverá sólo cuando acabe de pagar todo, hasta la última lira. Entonces el muchacho pregunta a cuánto asciende la deuda de su madre y oye pronunciar una cifra con tantos ceros que el pelo se le pone de punta. Badalamenti tiene prisa, fija los plazos y se marcha diciendo al joven que no haga ninguna jugarreta... ¿hasta aquí está todo claro?

—Clarísimo —dijo Odoardo, cruzando los brazos sobre el pecho.

—Bien. Ahora hagamos ver que un día nuestro imaginario Odoardo va a casa de Badalamenti para pagar una de aquellas letras y que de repente se le ocurre pedir al usurero las fotos de su madre que ni siquiera ha visto. Badalamenti cuenta el dinero y después menea la cabeza. Imposible. Si Odoardo no paga todo no hay fotos. Odoardo jura que le pagará la deuda de su madre y sigue pidiéndole esas dichosas fotos, pero Badalamenti se ríe de él. Odoardo vuelve a insistir, al menos quiere verlas. Pero Badalamenti no atiende a razones y ordena al muchacho que se largue y, por si fuera poco, le vuelve a decir algo desagradable sobre su madre. Entonces sucede algo. La expresión de Odoardo cambia, se siente invadido por la rabia. Badalamenti le invita a desaparecer, pero él no se mueve. Intente imaginar a nuestro Odoardo... por fuera parece tranquilo, pero en cambio está furioso. Sólo ve unas tijeras metidas en el portalapiceros del escritorio, unas tijeras grandes y puntiagudas, muy largas... justo esas que están ahí encima, ¿las ha visto?

—Continúe.

—Veo que empieza a apasionarse usted también, me alegro.

—Estoy esperando el desenlace.

—Yo me imagino toda la escena... inténtelo usted también... Badalamenti se da la vuelta para ir a abrir la puerta y echar fuera a Odoardo, pero el joven no comparte su idea. De repente coge las tijeras, las levanta en el aire... y se las clava con fuerza en el cuello... así —Bordelli imitó el gesto con la mano izquierda, después siguió caminando arriba y abajo con aspecto tranquilo, y siguió hablando.

—Muerto Badalamenti, nuestro Odoardo tiene tiempo de buscar aquellas dichosas fotos. No exageremos, tampoco con tanta calma. Acaba de matar a un hombre y está impaciente por irse de aquel lugar. Revuelve deprisa toda la casa, busca en todos los rincones, incluso en el baño, pero no encuentra nada. Por fin, renuncia y se marcha. ¿Qué le parece? El desenlace flojea un poco, pero se puede mejorar.

—Sería una mala película —dijo Odoardo.

—Puede ayudarme a mejorarla.

—Escuche, comisario, me he portado bien, he escuchado su historieta hasta el final. Sin embargo, ahora quisiera marcharme.

—¿Cómo es que todos los de su edad siempre tienen tanta prisa? —dijo Bordelli, deteniéndose delante de la ventana. El muchacho no contestó.

—¿Qué es eso tan importante que tenéis que hacer? —insistió el comisario, observando la lluvia que no parecía tener intención de parar.

—No son sólo las cosas importantes —dijo Odoardo.

El comisario lo miró simulando gran sorpresa.

—Es una respuesta muy interesante, sabía que usted era un chico inteligente. Quizá para comprenderse sería suficiente con encontrar un lenguaje común... ¿conoce el ejemplo de Platón sobre el pescador y el sedal?

—No.

—Pero apuesto a que le gusta Kafka... ¿recuerda aquel terrible relato sobre una penitenciaria?

Odoardo le miraba como si tuviera delante a un loco.

—Haré una lista completa de todos los libros que he leído y se la enviaré por correo —dijo con voz ronca, debido a la irritación.

—También ésta es una respuesta interesante. ¿Usted qué cree, Odoardo? ¿Matar a alguien como Badalamenti es un delito o no? Quiero decir desde el punto de vista moral.

Odoardo apretó los dientes con fuerza y durante un instante le temblaron las mejillas.

—Ahora basta, comisario, si quiere acusarme, hágalo, pero esta comedia no tiene sentido —dijo intentando dominar la rabia.

«Está muy nervioso», pensó de nuevo Bordelli, poniendo cara de uno caído de las nubes.

—¿Acusarle a usted de qué?

—Eso mismo me pregunto yo.

—Estimado Odoardo, ya se lo he dicho, se trataba sólo de una hipótesis. He escogido su nombre sólo para conseguir que se metiera mejor en el personaje. Sin embargo, me gustaría que usted me dijera cómo...

—Yo no lo maté —le interrumpió Odoardo.

—Y yo le creo.

—Ahora déjeme en paz.

—Sólo un momento —dijo Bordelli.

Empezó de nuevo a pasear arriba y abajo y después se detuvo en medio de la habitación con un dedo en la frente. Fuera llovía cada vez con más fuerza.

—Le estaba diciendo que me gustaría entender algo... ¿Cómo es posible que un muchacho despierto e inteligente como Odoardo no haya encontrado el escondite secreto que había debajo de una baldosa de la sala? ¿No le parece extraño?

—¿Cómo dice?

—Lo que usted buscaba, Odoardo, estaba debajo del suelo... es decir, si usted fuese el Odoardo asesino, claro está. Seguimos con las hipótesis. Pero resulta extraño y yo, que soy menos inteligente que usted, no tardé en encontrar el escondite. En resumen, si todavía no lo ha comprendido, ahora las fotografías de su madre las tengo yo.

Odoardo cambió de color, pero no dijo nada. Bordelli señaló la mesa.

—Están ahí en un cajón. Imagino que tendrá unas ganas enormes de verlas.

El muchacho no hablaba pero miraba al comisario fijamente con ojos gélidos.

—Desgraciadamente no puedo satisfacerle —suspiró Bordelli, dramáticamente.

—No sé nada de esas fotos... estoy convencido de que se trata de otra de sus invenciones —dijo el muchacho, impasible.

—Estimado Odoardo, usted puede pensar lo que quiera.

—Si de verdad existen esas fotos, ahora que ha muerto mi madre, me pertenecen.

—Es preferible que no las vea, se lo aseguro —dijo el comisario.

Odoardo hizo una mueca como si fuera a sonreír, pero parecía más bien un perro enseñando los colmillos.

—Comisario, ¿por qué no acaba de una vez para siempre con todas estas gilipolleces? —dijo.

—¿Cree que le estoy tomando el pelo?

—Mucho peor. Usted tiene metido en la cabeza que fui yo quien asesinó a ese tipo y se está inventando un montón de tonterías para confundirme las ideas. No sabe por dónde tirar, pero para llegar al fondo de este asunto le basta con encontrar un culpable... y desgraciadamente me ha escogido a mí. Ustedes los policías hacen a menudo este tipo de cosas, ¿cree que no lo sé?

Odoardo esbozó una media sonrisa, como si finalmente hubiera encontrado el modo adecuado para defenderse. Pero estaba claro que ya no aguantaba más encerrado en aquella habitación. Bordelli suspiró muy lentamente.

—¿Sabe una cosa, Odoardo? He visto asesinos que tenían unas ganas terribles de confesar, como si revelar su delito diese un sentido más fuerte a lo que habían hecho. Recuerdo muy bien a uno de ellos, estaba sentado justamente ahí, en esa silla. Se llamaba Guido... Guido Mecocci. Me miraba fijamente a los ojos y sudaba, sudaba... es cierto que hacía también mucho calor, debía de ser julio... del 1956, creo...

—¿Sabe qué hora es, comisario? —dijo Odoardo con semblante aburrido, golpeando el reloj con los dedos.

—Deje que le cuente la historia de Mecocci, es interesante. Mecocci era un hombre bajo y fuerte, medio analfabeto, pero tenía un rostro inteligente. Sabe, esos tipos que tienen unos ojos... ¿cómo decirlo? Sí, en pocas palabras, ojos inteligentes. ¿Entiende lo que le digo?

—No son conceptos demasiado difíciles para mí —dijo Odoardo.

Ya no podía más con toda aquella palabrería. Bordelli estaba satisfecho, notaba que estaba representando bastante bien el papel del comisario un poco raro.

—¿Se ha dado cuenta, Odoardo? Los hombres que tienen la suerte de tener ese tipo de ojos, a pesar de ser bajos y feos, nunca se pierden nada... ¿lo había notado?

—Perdone, pero me importan un pito estas cosas.

—No se ponga nervioso, sólo le robaré un minuto más... En resumen, hemos dejado claro que Mecocci era un hombre de ese tipo, bajo y feo pero con todo el orgullo de uno apuesto. Pero vayamos al grano, si no corro el riesgo de aburrirle... Mecocci había matado a su cuñado a palos porque no soportaba seguir viendo cómo maltrataba a la mujer, que era además su única hermana. Era el principal sospechoso y no tenía coartada. Lo interrogué. Él no dijo nada durante un buen rato, aunque le veía inquieto. En un momento dado su expresión cambió y sin que le pidiese nada empezó a contármelo todo, de la A a la Z. Se alegraba de contarme cómo y por qué había matado a su cuñado, mejor dicho, «ese hijo de puta de mi cuñado», como le llamaba él. Después, incluso, me agradeció haberle escuchado. ¿No cree que es una historia interesante?

Odoardo parecía esculpido en cera.

—¿Y cuándo les toca el turno a los tres cerditos? —dijo.

—Oh, si es por eso, tengo un montón de historias para contar. Por ejemplo, ahora recuerdo una vez que fui a cazar a un asesino múltiple en lo alto de un tejado. Conseguí hacerlo bajar sin disparar ni un solo tiro, pero me cansé muchísimo. No le digo qué hambre me entró después. Comí como un cerdo, después me acosté y me quedé dormido de inmediato, sin leer ni una sola página... normalmente siempre leo. ¿Y usted? ¿Lee un poco antes de quedarse dormido?

—No puedo, por la noche me dedico a ir por ahí matando a la gente.

—Si no soy demasiado indiscreto... ¿cuál es el último libro que ha leído?

Crimen y castigo, y me ha gustado muchísimo. Sobre todo cuando Raskolnikov le parte la cabeza en dos a la usurera con el hacha.

Bordelli entrelazó las manos detrás de la nuca.

—¿Ha leído algo de Lermontov? —preguntó con interés.

—Comisario, yo ahora me voy. Si quiere detenerme, hágalo por un motivo preciso y, sobre todo, con una orden sellada y firmada —dijo Odoardo, y se dirigió decidido hacia la puerta.

Bordelli esperó a que la abriera y dijo tranquilamente:

—Usted quizá no lo sepa, Odoardo, pero yo soy su amigo.

El muchacho se dio la vuelta, tenía la cara pálida.

—Tengo bastante con los enemigos.

—Vaya, esto tengo que anotarlo —dijo Bordelli.

Odoardo cerró la puerta al salir. Seguía lloviendo, se calaría hasta los huesos.

El comisario se sentó y volvió suspirar por enésima vez. A fin de cuentas, a él tampoco le había gustado toda aquella comedia. Quizá tenía razón Odoardo, estaba valorando las cosas con la mente contaminada por un prejuicio. Se había empeñado en atormentar a aquel muchacho de todas las maneras posibles para observar sus reacciones. No tenía la más mínima prueba en su contra... pero aquel moscardón le seguía zumbando en la cabeza y no le daba tregua.

Apareció otro moscardón para fastidiarle, un moscardón de verdad gordo y peludo. Se le quedaba pegado en la cara sin cesar, siempre en el mismo lugar, junto a la nariz. Lo espantaba con la mano, el moscardón volaba a su alrededor con aquel zumbido molesto y, unos segundos después, volvía y se posaba allí, junto a su nariz. Parecía bastante atontado. Volvió a espantarlo. El cabrón llegó hasta la pared de enfrente y regresó. Bordelli preparó la mano abierta, esperó a que el moscardón volviera a la base, dejó que se relajara y lanzó una bofetada. Se golpeó en toda la cara, pero el moscardón fue más rápido. Lo oyó escapar zumbando lentamente y vio que se posaba en el techo. Le ardían la mejilla y la nariz debido a la bofetada y se imaginó a sí mismo sacando la pistola y disparándole. Si Dios había creado las moscas, debía de haber un motivo, estaba de acuerdo con esto, pero no entendía por qué Dios había creado aquel motivo. A partir de aquella reflexión se podía llegar lejos, muy lejos...

A media mañana, el cielo estaba completamente cubierto de nubes grises. Empezó a caer aguanieve. Incluso las palomas parecían notar el frío, estaban encaramadas formando grupos encima de los aleros más altos, resguardadas por el tejado.

Bordelli se puso en la boca, como de costumbre, un cigarrillo apagado. En aquel despacho hacía demasiado calor y ya se había quitado la chaqueta desde hacía un buen rato. Cuando notó una gota de sudor resbalando por la mejilla abrió la ventana y se puso a mirar afuera. Los copos eran pequeños y helados, la nieve no conseguía cuajar y, poco a poco, su memoria se puso en marcha... también en la Navidad de 1943 caía aguanieve como aquel día, en Torricella Peligna. Una Navidad terrible, con los nazis acampados en la colina de delante a no más de diez kilómetros. Aquel día Bordelli estaba nervioso, fumaba un cigarrillo tras otro y esperaba órdenes de la retaguardia. Nadie disparaba porque era Navidad, como buenos cristianos...

Al final de la mañana dos de sus hombres regresaron después de patrullar con la comida de Navidad atada a una correa, un hermoso cerdo amarrado con una cuerda al cuello. Dijeron que lo habían encontrado suelto por el campo. Parecían felices como niños. Todo el campamento se reunió en torno al animal, saboreando ya la carne asada. Aparecieron los puñales de combate y el cerdo empezó a agitarse. Bordelli tenía ganas como todos los demás de comer algo cocinado, estaba harto de untar las galletas italianas con carne enlatada americana. Pero aquello no le olía bien. Detuvo los cuchillos, llevó aparte a los dos que habían encontrado el cerdo y les pidió explicaciones más detalladas. Al final resultó que se lo habían robado a un campesino.

—No importa, comandante, ése tenía otro cerdo —dijeron ambos, intentando restar importancia al asunto.

Bordelli notaba el hormigueo del perfume a carne asada en la nariz, pero él era el comandante, no podía aceptar el saqueo y, haciendo un esfuerzo de voluntad, dijo que el cerdo debía ser devuelto al campesino. Le pareció adecuado hacer también un pequeño sermón.

—Esto es rapiña. ¡Nosotros no somos alemanes, joder! —dijo.

El cerdo volvió a su casa, con mil excusas y algunas tabletas de chocolate negro. Por la noche, en el campamento, untaron como siempre con las galletas italianas carne americana, pero aquella vez todo parecía mucho peor. En aquel momento no podían saberlo, pero iban a pasar más de seis meses antes de poder hacer una comida decente, seis largos meses durante los cuales varios compañeros de Bordelli murieron. Y no sólo mataban los seguros cada vez más sofisticados que los nazis inventaban para evitar la desactivación de minas. Una mañana Bordelli fue a recuperar el cuerpo de cuatro de los suyos que habían muerto en un sótano debido a la explosión de una granada defectuosa, mientras jugaban a las cartas. La habitación era pequeña y estaba inundada de sangre blanda y pegajosa. Las botas se quedaban pegadas al suelo. Un cascote había partido en dos el vientre de Gaetano y, por debajo del uniforme desgarrado, se veía mover la masa intestinal. Bordelli se inclinó para recoger una carta cubierta de sangre. Era la dama de picas. La guardó en el bolsillo. Después cargaron a los cuatro cadáveres en un camión y se dirigieron hacia el campamento. Bordelli fue el único que no vomitó cuando en una curva los intestinos de Gaetano se desparramaron sobre el remolque...

Al cabo de un rato, el aguanieve se convirtió en una llovizna fría. Sólo en las colinas seguía nevando. El comisario volvió a sentarse y encendió el cigarrillo que tenía en la mano desde hacía un rato. Lo fumó leyendo por enésima vez la lista de los acreedores de Badalamenti. Había diecinueve hombres. Casi todos tenían más de setenta años y alguno llegaba a los ochenta. Diotivede también había sido claro sobre este aspecto. Era muy difícil que un anciano tuviera la fuerza necesaria para clavar unas tijeras tan profundamente en el cuello de otra persona, llegando incluso a romperle una vértebra. Siguió reflexionando, soplando el humo hacia el techo. El moscardón había desaparecido, quizá ya hubiera muerto.

El asesino podía ser el hijo o el nieto de uno de los acreedores, aunque normalmente uno que recurre a alguien como Badalamenti, lo hace a escondidas de su familia. Pero siempre puede haber una excepción. Este razonamiento implicaba también a los hijos y maridos de las mujeres, y complicaba el asunto de un modo realmente descorazonador. Sin embargo, ateniéndose a la lista, cuanto más jóvenes fueran, más sospechosos. Y entre éstos estaba también Odoardo Beltempo, el más joven de todos, inteligente y nervioso, cerrado como un erizo e hijo de una mujer chantajeada... pero no era zurdo. Vete a tomar viento, Diotivede. Estaba también Raffaele, rebelde, irreverente, fanfarrón y, sobre todo, zurdo. Incluso podría haber otro que no estaba en la lista, uno que hubiera ido por primera vez a casa de Badalamenti... un asesino que nunca nadie encontraría y que para matar no había tenido necesidad de desear el jardín del placer.

Siguiendo aquellos pensamientos inútiles, se había puesto a garabatear en una hoja casi sin darse cuenta. Había dibujado una figura extraña, con patas de cerdo y dos cruces gamadas en lugar de ojos. Arrugó el papel y lo tiró a la papelera. Bostezó y suspiró. Pensó que después de las fiestas haría lo necesario para que fuera devuelto el resto de las letras a los otros de la lista... pero cambió de idea. Al día siguiente enviaría a un par de agentes a devolver las letras a todos, con la orden de hacerlo con la máxima reserva, hablando sólo con los interesados directamente. Tendría tiempo después de ir a visitarles, pero con aquellas letras debajo del árbol de Navidad seguro que pasaban una velada mucho más tranquila.

Llamó a la puerta el agente Biagi. Acababa de llegar un sobre del Juzgado con la respuesta sobre las fichas penales de todos los acreedores del usurero. La leyó de inmediato. Todos salvo dos hombres, los mismos que De Marchi había encontrado investigando las huellas, estaban limpios.

En el fondo no había esperado nada realmente importante de aquella investigación. Se preguntó si a fin de cuentas estaba verdaderamente convencido de que descubriría la verdad sobre aquel homicidio y meneó la cabeza. Le parecía haber llegado a un punto muerto. Muchas otras veces se había dicho cosas parecidas y en aquellas ocasiones, como última carta, había decidido seguir su instinto. Al final siempre había conseguido dar con el asesino, menos una vez... cuando en la campiña, cerca de Cerbaia, un cazador había encontrado el cadáver de una mujer de unos cuarenta años, de aspecto nórdico, asesinada a martillazos y abandonada después en un torrente que la había arrastrado sobre las piedras durante un centenar de metros. Ninguna pista, ningún sospechoso, nada de nada. Ni siquiera había conseguido descubrir quién era aquella mujer. La cara de aquella desgraciada había quedado irreconocible y no hubiera servido de nada publicar la foto en el periódico. Prefería no pensar en ello, era una historia terrible que no resultaba buena para su amor propio.

Se puso a juguetear con un cigarrillo apagado y siguió pensando en Odoardo Beltempo y en Raffaele Montigiani. Intentaba comprender qué paso debía dar ahora. Una vez más se dijo que no había ninguna prueba contra aquellos chicos y ni siquiera verdaderas sospechas. Sin embargo, aquel moscardón no cesaba de zumbar alrededor de un nombre. Odoardo.

El despacho del abogado Musillo estaba en Via Parpaglia, casi haciendo esquina con Via La Marmora, en el primer piso de un edificio antiguo. Piras llegó a Oristano a las once menos cuarto, recorrió toda Via Tirso y aparcó cerca de la Torre di Mariano. Insistiendo un poco, había conseguido que Ettore, que por miedo a estropear el coche nuevo iba al trabajo en autocar, le prestara el 500. Para que se quedara tranquilo, Piras le había hecho ver que a pesar de las muletas podía conducir sin peligro y, por fin, Ettore le había tirado las llaves diciéndole que fuera despacio porque el motor todavía estaba en rodaje.

Se detuvo en el bar de Ibba para tomar un café y luego recorrió a pie toda Via Parpaglia y a las once en punto llamó al timbre de Musillo. Se abrió la puerta de la calle. Piras subió en ascensor y al llegar al primer piso vio al abogado esperándole en la puerta. Era un tipo bajo, de unos cincuenta años, con un montón de pelo aún negro y gruesas gafas. Musillo miró las muletas y, por un momento, pareció embarazado. Saludó a Piras estrechándole la mano con firmeza, le invitó a entrar y cerró la puerta. En el vestíbulo sólo había un perchero, un paragüero y una vieja silla tapizada. Entraron al despacho.

—¿Está seguro de ser un policía en servicio? —preguntó Musillo con ironía, observando cómo cojeaba. Sus ojos eran penetrantes como los de un pájaro nocturno, agigantados por las lentes.

—No quisiera parecerle retórico, pero un policía siempre está de servicio —dijo Piras, sonriendo.

El abogado asintió y fue a sentarse detrás de su escritorio, cubierto de carpetas y documentos apilados en orden. La habitación no era muy grande y tenía toda una pared ocupada completamente por una librería llena de libros y un mueble con vitrina rebosante de carpetas. Piras se dejó caer con alivio en una silla y apoyó las muletas en la que tenía a su lado. Para que no quedaran dudas sacó su identificación y se la mostró a Musillo.

—No lo dudaba —dijo el abogado, con una sonrisita mentirosa.

—Sí, pero ahora está seguro —dijo Piras, guardando el documento.

El abogado entrecerró los ojos y durante un segundo su cara pareció vacía.

—Tengo que confesarle que nunca hubiera imaginado que un hombre como Benigno Staffa pudiera hacer algo parecido —dijo, moviendo apenas la cabeza.

—¿Por qué dice esto?

—No lo sé, es sólo una sensación.

—No es fácil entender qué tienen en la cabeza los demás —dijo Piras. No deseaba revelarle enseguida sus sospechas sobre aquel suicidio poco claro.

—Transmita mis condolencias a los familiares —dijo el abogado.

—Se lo agradezco.

—Dígame, Piras, ¿qué quería preguntarme?

—He sabido que Benigno le había encargado la venta de un terreno, aquí en Oristano.

—Sí.

—Era un terreno edificable, ¿no es cierto?

—Así es.

—¿Había ya un comprador?

—Había una oferta, pero la negociación sólo había empezado —dijo Musillo, buscando una carpeta entre las muchas que tenía encima de la mesa.

—Supongo que sería un constructor —dijo Piras.

—Ha adivinado. Uno de esos que están cambiando el aspecto de Oristano —dijo Musillo, sonriendo amargamente.

—¿Cómo se llama? —preguntó Piras.

A modo de respuesta el abogado le pasó la carpeta que por fin había encontrado. En la cubierta estaba escrito «Staffa-Pintus». Dentro había la hoja del mapa correspondiente al terreno, los datos catastrales, el documento de sucesión del tío de Benigno que probaba la proveniencia y una hoja de cuaderno con los datos del registro civil del constructor, escritos a mano, «Ing. Agostino Pintus, nacido en Custoza di Sommacampagna (VR) el 16 de julio de 1912, residente en Oristano en Via Marconi, 33 bis».

—¿Hijo de emigrantes? —preguntó Piras, levantando la vista.

El abogado asintió y sonrió.

—Yo también se lo pregunté, era curioso porque tiene un apellido sardo pero habla con acento véneto.

—¿Y qué dijo él?

—Nació y creció en Véneto, pero sus padres eran de un pueblo de la provincia de Cáller. Se quedó huérfano con treinta años y, después de la guerra, decidió venir a vivir aquí, a Cerdeña —dijo Musillo.

—E hizo fortuna.

—Eso es.

—¿Nadie más se había interesado por ese terreno? —preguntó Piras.

El abogado se apoyó contra el respaldo de la silla, con expresión tranquila.

—El señor Benigno me había pedido que valorara sólo una oferta a la vez, no le gustaba liarse.

—Me decía que con el ingeniero todavía no había llegado a un verdadero acuerdo...

—El ingeniero Pintus me había hecho una oferta oral, que yo debía transmitir al señor Benigno. Pero el señor Benigno no estaba de acuerdo con el precio. Quería sacar el máximo posible y no tenía prisa. Sin embargo, debo decir que las condiciones de pago eran muy ventajosas.

—Los constructores se lo pueden permitir —dijo Piras.

—Es cierto, pero para mayor garantía me informé sobre la solvencia de Pintus. Los bancos le llevaban en bandeja, al parecer es uno de los constructores más ricos de la región.

—En resumen, todo era correcto —dijo Piras.

—A mí me parecía un buen negocio, se lo dije también al señor Benigno.

—¿Puedo preguntarle a cuánto ascendía la oferta del ingeniero?

—Trece millones y quinientas mil liras. La mitad enseguida para sellar el compromiso y el resto a la firma del contrato, seis meses más tarde.

—Un buen pellizco —dijo Piras.

—Y prácticamente al contado. Pero el señor Benigno se había empeñado, quería quinientas liras más por metro cuadrado. Y en cambio Pintus no se movía de sus cuatro mil quinientas.

—Y usted intentaba que se pusieran de acuerdo sobre una cifra intermedia.

—Lo estaba intentando, pero todo era muy complicado. En parte porque el señor Benigno no tenía teléfono en su casa. Él me llamaba desde el bar de Tramatza, más o menos una vez cada dos días —dijo el abogado, encogiéndose de hombros.

—¿Cuándo le vio por última vez?

—El mismo domingo de la tragedia, aquí en mi despacho —elijo Musillo.

—¿A qué hora?

—Hacia las cinco. Hacía tiempo que intentaba organizar un primer encuentro entre él y el ingeniero Pintus para ver si era posible desbloquear la situación. No resultaba fácil porque el señor Benigno tenía la cabeza muy dura, por debajo de las cinco mil liras no quería ni siquiera oír hablar de ello. Y el ingeniero decía que no subiría ni una sola lira más, había echado sus cuentas y no podía gastarse más. Tenía la esperanza de que, si se encontraban, uno de los dos cediera.

—¿Por qué un domingo? —le interrumpió Piras.

—Todas mis citas con el señor Benigno habían sido en domingo, porque decía que durante la semana siempre tenía mucho trabajo. De todos modos, para mí no suponía demasiada molestia, vivo aquí cerca.

—Y ¿qué tal fue el encuentro?

—Mal... y además sucedió algo que no llegué a comprender del todo.

—¿Qué? —dijo Piras, impaciente.

—El ingeniero llegó antes de la hora. Cuando el señor Benigno llamó, fui a abrirle la puerta y le murmuré al oído que no fuera testarudo porque aquello era un buen negocio. Él hizo una broma, alegre como siempre. Pensé que finalmente había decidido aceptar la oferta del ingeniero y que disfrutaba ante la idea de embolsarse aquel dinero. En resumen, todo parecía arreglado. Entramos en este despacho y, cuando le presenté al ingeniero, el señor Benigno cambió de expresión. Miraba a Pintus de manera extraña...

—Extraña, ¿en qué sentido?

—No sé cómo explicarlo... al principio pensé que el ingeniero no le caía bien.

—Y ¿luego?

—Nos sentamos los tres. Pintus dijo que estaba dispuesto a adelantar el pago del resto a cuatro meses y que si se llegaba a un acuerdo entregaría de inmediato dos millones a cuenta. Pero su oferta seguía siendo de cuatro mil quinientas el metro, ni una lira más. El señor Benigno seguía observando al ingeniero de aquella manera, sin decir nada...

—¿Como si estuviera enfadado? —le interrumpió Piras.

—Más que enfadado parecía... asombrado.

—Y ¿luego?

—Pintus parecía algo molesto con aquel mutismo, pero finalmente sonrió. Sacó el talonario y me pidió una pluma. No me dio tiempo a dársela, el señor Benigno se había puesto de pie, dijo que había cambiado de idea y salió por la puerta. Casi parecía que estuviera huyendo. El ingeniero incluso dijo algo para retenerle, pero el señor Benigno ni siquiera se giró y oímos cerrarse la puerta de entrada. Yo me sentí muy molesto. Había pasado mucho tiempo organizando aquel encuentro y pensé que todo había sido para nada... y, en cambio, las cosas fueron mucho peor.

—¿Y el ingeniero?

—Estaba muy nervioso, tampoco él comprendía qué había sucedido. Sólo me dijo que mantendría su oferta durante una semana, guardó el talonario en el bolsillo y se marchó con la cara larga.

—Y unas horas después Benigno se pegaba un tiro —dijo Piras.

—Todavía me cuesta creerlo —dijo el abogado, parpadeando detrás de sus gruesas lentes.

—¿Tiene teléfono el ingeniero Pintus?

—Aparece en el listín, pero si desea se lo escribo —dijo Musillo.

—Da igual, pero si no le importa me gustaría copiar los datos del ingeniero.

—Coja la hoja.

—Gracias, abogado, le deseo una feliz Navidad —dijo Piras, levantándose.

—Feliz Navidad también para usted y su familia.

El abogado le acompañó hasta la salida y al llegar a la puerta se estrecharon la mano.

—Si le telefoneara Pintus... por favor, no le diga que he hablado con usted —dijo Piras.

—No diré nada a nadie, puede estar tranquilo.

—Gracias, abogado, si vuelvo a necesitarle, tendré que volver a molestarle.

A mellus biri —dijo Musillo, sonriendo.

Poco antes de la una, Bordelli aparcó el Escarabajo delante de la trattoria de Cesare, pero en lugar de ir enseguida a la cocina de Totó, se dirigió hacia el Mugnone. Quería volver a ver a Marisa, porque le quería preguntar... sí, bueno... más o menos cosas importantes.

Delante del liceo las mamás esperaban sentadas dentro de sus coches. Había dejado de llover hacía poco, los bancos de Piazza della Vittoria estaban mojados. Hacía frío y se puso a pasear arriba y abajo bajo los árboles. El cielo se movía y los nubarrones oscuros que se amontonaban prometían más agua.

Oyó la campana de la escuela y los jóvenes empezaron a salir. Sin cruzar la calle empezó a buscar a Marisa con la mirada. Todo era igual que la última vez. Manos que saludaban, muchachos que entraban en los coches, Vespas y bicicletas que se marchaban. Aquí y allá en la acera se habían formado grupitos de estudiantes que charlaban y se reían. Bordelli se había distraído mirando a una muchacha vestida y peinada como la madre que había venido a buscarla, y divisó a Marisa cuando ésta ya estaba girando la esquina de Via Ruffini. Cruzó despacio la calle y la siguió. Marisa estaba sola y caminaba deprisa. La vio desaparecer en la esquina de Via XX Settembre. Apresuró el paso y cuando dio la vuelta a la esquina vio a la muchacha que avanzaba sin prisa sobre el prado que rodeaba el Mugnone. En la calle había un 850 coupé rojo luego que la seguía lentamente. Ella de vez en cuando se daba la vuelta para mirar hacia el coche y meneaba la cabeza. En un momento dado, el FIAT aceleró y se detuvo un poco más adelante. Bajó un chico alto, subió a la acera y se apoyó con la espalda a un árbol, con expresión de tipo duro. Marisa llegó delante del chico y se paró. Se pusieron a hablar. Después ella intentó marcharse pero el joven la cogió por un brazo. Bordelli llegó en aquel momento, respirando afanosamente.

—Buenos días, Marisa —dijo.

La muchacha se dio la vuelta y al ver al comisario se sonrojó hasta las orejas. El chico le soltó el brazo. Era alto y delgado y llevaba el pelo corto, pero tenía la misma cara que aquellos delincuentes ingleses a los que había escuchado en casa de Guido. Debajo de la cazadora de piel desabrochada sólo llevaba una camiseta. Un verdadero superhombre. Miraba fijamente a Bordelli sin decir nada, masticando un chicle.

—¿Va todo bien? —preguntó Bordelli.

—¿Y a ti qué te importa? —dijo el chico.

—Me ha dado la sensación de que la señorita no quería que la molestaran.

—Métete en tus asuntos, abuelo.

—No puedo, tengo el síndrome de Robin Hood.

—Es mi novia —dijo él.

Marisa no dijo nada, estaba allí con la cartera en la mano y con expresión de fastidio. Sus pupilas negras parecían dos piedras recién sacadas de las brasas.

—¿Es cierto? —le preguntó el comisario.

Ella miró al muchacho como si quisiera pegarle fuego, y luego negó con la cabeza.

—No sé quién es.

—Marisa... —dijo él, enfadado. Intentó acercarse, pero ella dio un paso atrás.

—No me toques.

Estaba guapísima así, tan enfadada.

—¿Puedo hablar con usted un momento a solas? —dijo Bordelli.

—¿Me dices qué coño quieres? —dijo el chico, amenazante.

—Comisario Bordelli, quisiera hablar un minuto con la señorita.

—¿Policía? —dijo el muchacho, cambiando de expresión.

Bordelli asintió.

—No se marche, quizá también le necesite.

El muchacho miró a Marisa.

—¿Vas a decirme qué cojones está sucediendo? —dijo con incredulidad.

—Nada —contestó ella, encogiéndose de hombros. Parecía un poco más tranquila.

—¿Cómo nada?

—Nada grave —dijo Bordelli.

—No le he preguntado a usted —replicó el chico, nervioso.

—Venga, Marco...

Marisa asió al muchacho por el brazo y lo arrastró unos metros más allá. Estuvieron hablando durante un par de minutos y luego Marco se fue a su coche, se subió en él y permaneció quieto, esperando.

—¿Era sólo una riña? —preguntó el comisario.

—No me fío de él, es un mujeriego —contestó Marisa, lanzando una mirada nerviosa al 850.

—¿Hace mucho que están juntos?

—Lo dejé este verano y hoy ha vuelto a aparecer.

—Parece el principio de una buena película —dijo Bordelli.

—No conmigo.

—Nunca se puede saber.

—Tontea demasiado con las chicas y a mí eso no me va.

—¿Marco sabe algo de las fotografías?

—No lo veía desde agosto —dijo ella, en voz baja.

—¿Sólo su hermano está enterado de esa historia?

—Sólo él... Sé que ya ha hablado con él.

—Sí.

—Lele no sería capaz de hacer daño a una mosca, lo conozco demasiado bien —dijo Marisa, en voz baja.

—También los asesinos tienen madres y hermanas.

—Lele no es un asesino.

—Yo no he dicho esto —dijo Bordelli.

De vez en cuando se quedaba embobado mirando el rostro de la muchacha, notaba los más mínimos movimientos de sus cejas y sus labios... y se decía a sí mismo que era un viejo baboso. Aquella perla negra no había cumplido todavía dieciocho años. Se lo tenía que repetir continuamente: es una niña, es sólo una niña...

—¿Comisario?

—¿Eh?

—Le preguntaba por qué había venido a buscarme... quisiera irme a casa —dijo la muchacha, haciéndose un poco la coqueta.

—Sí, claro... quería preguntarle si por casualidad... había olvidado decirme algo importante.

—Le he dicho todo lo que sabía.

—¿Está segura? Piénselo bien.

—Creo que sí —dijo ella.

—Una última cosa. Ese chico, Marco... ¿Me jura usted que no sabe nada?

—Se lo juro —contestó Marisa sin pestañear.

—¿Cómo se llama de apellido?

—Bandinelli.

—¿Dónde vive?

—En el Lungarno Torrigiani... ¿por qué me lo pregunta?

—Por nada en particular —dijo el comisario. En aquel momento tuvo la sospecha de que había ido a hablar con Marisa sólo para volver a verla y casi se ruborizó.

—¿Puedo irme? —preguntó ella.

—Por supuesto, perdóneme la molestia.

Marisa lo saludó estrechándole la mano y se fue hacia su casa sin siquiera girarse para mirar al muchacho. Bordelli se acercó al coupé de Marco y se asomó a la ventana.

—¿Hace cuánto tiempo que no veía a Marisa? —preguntó.

—Más o menos desde este verano, ¿por qué? ¿Puede saberse qué ha sucedido? —dijo el chico.

—Una mosca se ha comido un ciprés —dijo el comisario, y se marchó.

Cuando era niño, su madre siempre le contestaba así y él se enfadaba. El 850 arrancó y se oyeron los neumáticos chirriar sobre el asfalto. Parecía que al muchacho tampoco le había gustado la respuesta. El comisario lo había dejado marcharse, estaba convencido de que Marisa le había dicho la verdad, Marco no sabía nada de aquella historia y ni siquiera sabía quién era Badalamenti.

Miró hacia atrás. Marisa ya había desaparecido. Estremeciéndose bajo su impermeable siguió caminando junto al Mugnone, contento de estar hambriento. Aún notaba en los dedos la mano de Marisa y de nuevo pensó en Milena, la morena Milena que el año anterior le había hecho perder la cabeza...

Bordelli estaba en la cocina de Totó. A fuerza de pasta al horno y guiso de jabalí había conseguido apartar de su mente el rostro de Milena. Sostenía en la mano un vasito lleno de grappa ilegal. Fuera hacía frío y en aquel licor veía una esperanza. Totó se otorgó un minuto de pausa y llenó dos tacitas con café, pero sólo después de haber puesto azúcar, como le había pedido el comisario. Era justo divulgar esos conocimientos que mejoran la vida. El cocinero se sentó junto a él. Bordelli encendió por fin el tercer cigarrillo del día, manteniéndolo lejos de la grappa.

—Y bien, comisario, ¿qué se cuece en la comisaría? ¿Algún muerto difícil?

—Estoy intentando descubrir quién ha asesinado a un usurero —dijo Bordelli.

—¿Cómo le han matado?

—Le han clavado unas tijeras en el cuello.

—Ah, sí, lo leí en La Nazione, pero no se decía que el muerto fuera un usurero.

—Las pruebas de su profesión se hallaron después.

—Se entiende que después, aquí, en el Norte, se vean con malos ojos a los terroni, como se les llama aquí. Si llegan cabrones como ése... —dijo el cocinero con desprecio.

—No todas las rosquillas salen con agujero, Totó. Pero si sólo llegara gente como tú, al poco tiempo engordaríamos todos.

—¿Y cuando encuentre al asesino qué hará, comisario? ¿Le dará sólo un beso en la frente o también algún billete de diez mil? —preguntó el cocinero.

—Soy de tu misma opinión, Totó. Pero no siempre se puede hacer lo que uno quiere, existe la ley.

—¡Pero qué ley, comisario! Cuando era un chaval así de alto, allá en el pueblo, había un par de esos señores... un tío mío tuvo que tirarse un tiro, lo recuerdo como si fuera ayer...

—Bebe conmigo, Totó —lo interrumpió Bordelli.

El cocinero llenó dos vasitos de grappa y puso cara triste.

—A mi tío Nicola le quería como a un padre, comisario, quizá aún más. Me llevaba con él cuando iba a pescar con la lámpara o a cazar ilegalmente en las reservas, y yo me meaba de la alegría. Y un día... ¡bum! Se tiró un tiro. En mi pueblo, allá en el Sur, se muestran los cadáveres incluso a los niños para acostumbrarles a la vida. El tío Nicola se había disparado en la boca con el fusil para cazar jabalíes y lo habían cosido lo mejor que habían podido...

—¿Cuántos años tenía? —preguntó Bordelli.

—Como yo ahora... un muchachote. Lo colocaron sobre la cama bien vestido, con calcetines negros y una rosa blanca entre los dedos. Yo le miraba y me preguntaba por qué no hablaba. Era un niño y no entendía nada, pero me daba cuenta de que aquello no era algo alegre. En un momento dado se oyó un murmullo y entró en la habitación don Vito, el usurero que había acabado con él. Era un tipo que poseía muchas tierras, vacas y cerdos, pero que consideraba que el dinero no era nunca suficiente, así que hacía préstamos. Iba vestido con un traje negro, elegante, y una aguja de corbata de oro que parecía una pinza de herrero. Venía acompañado por dos de sus muchachos y todos sabían que iban armados hasta los dientes. Nadie tenía el valor de respirar. Reinaba un silencio nunca visto, se podía oír cagar a las moscas. Todavía ahora recuerdo a aquel animal con su abrigo negro. Tenía la cara así de gruesa y cuando caminaba le temblaba. A los niños estas cosas se les quedan grabadas. Don Vito pasó entre la gente sin necesidad de pedir paso, todos se apartaban para no tocarle y a él aquello no le parecía mal. Llegó frente al ataúd, se quitó el sombrero, rezó cuatro segundos delante del muerto, se santiguó y después incluso besó al muerto en la cara. Antes de marcharse, dio también un beso a mi tía, la mujer del difunto. Dijo unas bonitas palabras sobre su pobre marido y ella le dio las gracias. Así se hacen las cosas allí, comisario, primero te matan y luego vienen a saludarte. Sin embargo, todos sabían que don Vito había venido también para ver si mi tío estaba realmente muerto, o si era todo un invento para intentar engañarle. Después le tocó a mi familia devolverlo todo... Le juro, comisario, que si yo encontrara a su asesino le cocinaría almuerzo y cena durante un año con vino y todo, sin pedirle ni siquiera cinco liras.

—Qué historia más terrible, Totó.

—Sé muchas más, comisario, a cuál más asquerosa. En mi región la gente no bromea, lo peor que hay aquí en el Norte, allá en el Sur es cosa de señoritas.

Totó llamaba Norte a cualquier cosa que estuviera por encima de Roma y hablaba de Pulla como si se tratara de un mítico far west.

—En Milán nos llaman Sur, querido Totó.

—Y a nosotros nos llaman África, pero son unos envidiosos. ¡Esos comepolenta ni se imaginan la belleza que tenemos en nuestra tierra! Eh, comisario... tengo unas ganas enormes de ver aquellos campos llenos de olivos y naranjos. ¡Y los pimientos! Aquí, en el Norte, no existen los pimientos que yo digo, esos verdes y largos... ¿y las salchichas? ¿Ha probado alguna vez una salchicha perfumada al jengibre con tomates secos?

Bordelli acababa de comer y no le apetecía demasiado oír hablar de salchichas y pimientos, pero era imposible hacer callar a Totó.

—Se cogen las salchichas, se agujerean con el tenedor y se asan sobre las brasas...

—Te llaman, Totó —dijo Bordelli.

La cabeza de un camarero había aparecido por el agujero de la pared, pero por respeto al comisario no molestaba. Totó le hizo un gesto con la mano diciéndole que esperara. Allí dentro, el amo era él.

—Resumiendo, comisario, si mis parientes me traen pimientos guardaré algunos para usted y espero que traigan también salchichas... ¡son sabores contundentes! —dijo apretando el puño, y se alejó llorando la belleza del Sur.

Habló con el camarero y con un gesto le dijo que se fuera. Abrió la nevera y sacó un trozo de carne oscura y temblorosa que parecía sangrar aún. Debía de ser hígado. El cocinero cortó un par de filetes con un cuchillo muy afilado y volvió a meter el trozo en la nevera. Qué asco, pensó Bordelli. El hígado era una de las pocas cosas que le repugnaban. Otra eran las aceitunas. Podía vomitar con sólo pensar en ellas. Una vez, de niño, cuatro amigos decidieron hacerle una broma y meterle en la boca una aceituna. Intentaron sujetarlo y él sin querer rompió tres o cuatro costillas y un par de narices. Después de la lucha había sangre en el suelo, pero los cinco seguían riéndose como gilipollas. Una de aquellas narices fue la de Binazzi, un chicarrón lleno de energía y de ideas socialistas que tenía dos años menos que él. Murió en España combatiendo contra los falangistas, en 1939. Parecían cosas de hacía un siglo, todo había cambiado como si hubieran pasado cien años... De un asqueroso trozo de hígado mira hasta dónde he llegado, pensó Bordelli. Cuando vio el hígado enharinado caer en la sartén, todavía tenía delante el rostro de Binazzi. Totó se puso a remover la carne en el aceite hirviendo, cuando estuvo bien frita le dio la vuelta, bajó el fuego y la cubrió. Arrancó un puñado de salvia de una planta fresca metida en una botella, lo picó finamente con el cuchillo y lo dejó encima de la madera. Se dio la vuelta hacia Bordelli y vio la mueca de asco en su cara.

—Es una lástima que no coma hígado, comisario, se pierde un trozo de paraíso —dijo con compasión.

Bordelli separó los brazos.

—No sé si alguna vez iré al paraíso, Totó.

—¿Otra grappa, comisario?

—Gracias, Totó, tengo que irme —dijo Bordelli levantándose. Tenía la cabeza llena de viejos recuerdos y pesaban más que el jabalí de Totó.

—Comisario, tengo que llevarle alguna vez a dar una vuelta con el 600, me he hecho trucar el motor por un amigo que hace los Abarth... ¡en la carretera que va hacia el mar llego casi a ciento cincuenta, joder!

—Ten cuidado, Totó.

—No se preocupe, sé lo que hago.

—Si no volvemos a vernos, feliz Navidad.

—Lo mismo le digo, comisario, páselo bien.

Cuando entró en su despacho seguía oliendo el perfume de la grappa. Se dejó caer en la silla y apoyó un cigarrillo sobre la mesa. Juró que no se lo fumaría antes de que pasara una hora. Encima de los radiadores, que estaban ardiendo, se veía bailar el polvo. Levantó el auricular del teléfono y marcó el número de su casa.

—Hola, Ennio, ¿qué tal va todo?

—Su cocina es un desastre, comisario —dijo el Botta, serio.

—¿En qué sentido?

—No hay nada... he tenido que traer ollas y fuentes de mi casa.

Parecía que alguien le hubiera pedido que construyera un viaducto con plastilina y tuviera que explicar por qué no funcionaba.

—¿Todo solucionado? —dijo Bordelli, para pasar a las cosas positivas.

—Claro... Sin embargo, ahora tengo que dejarle porque si no se me quema la cebolla.

Ennio colgó sin añadir nada más y el comisario se quedó con el teléfono en la mano. Miró la hora y pensó en llamar a Dante Pedretti para invitarle a la cena de Navidad. Hacía mucho que no hablaba con él. Aquel viejo gigante le había caído bien desde el primer momento que lo conoció, un par de años antes. Vivía en Mezzomonte, en una vieja casa con una torre y se pasaba los días en un sótano inventando complicados y, sobre todo, inútiles instrumentos.

Dejó sonar un buen rato el teléfono, pero nadie contestó. Ya que estaba con el teléfono, decidió hacer varias llamadas a sus familiares para felicitarles. Tías, tías segundas, primos y primos segundos. Personas a las que nunca veía. Dejó en último lugar a su primo Rodrigo, profesor de química en el liceo, sofista por naturaleza. Siempre se habían visto poco, pero desde hacía un par de años prácticamente se habían perdido de vista, es decir, desde que Rodrigo había conocido a una mujer que lo había hecho cambiar profundamente, mujer que Bordelli nunca había llegado a conocer. Quizá aquella pobre había conseguido realmente que Rodrigo fuera menos aburrido, aunque resultaba difícil de creer. Una vez había hablado con ella por teléfono y por la voz le había gustado. Quizá respondiera ella, pensó. Pero en cambio respondió él.

—Hola, Rodrigo, quería desearte feliz Navidad.

—De acuerdo, adelante.

—Bueno, ya te lo he dicho.

—No me había dado cuenta.

—¿Qué tal tus alumnos? —preguntó Bordelli para salir rápidamente de aquel tema.

—Perdona si te dejo, pero tengo mucho trabajo —dijo Rodrigo.

—¿Deberes para corregir?

—Si uno tiene mucho trabajo, ni siquiera tiene tiempo para decir lo que tiene que hacer, ¿no crees?

—Si me hubieras contestado o no, habrías ido más rápido —dijo Bordelli con el tono de quien tiene ganas de de bromear.

—Voy a colgar... —dijo Rodrigo, fúnebre.

—Vale. Hasta pronto.

—No veo por qué.

—¿De qué hablas?

—Por qué tenemos que vernos pronto.

—Es sólo una forma de hablar, Rodrigo.

—Las formas de hablar sólo las utilizan los que no tienen nada que decir.

—Bueno, no serás tan drástico...

—Yo sí. Perdona, pero tengo que dejarte.

Rodrigo colgó sin añadir nada más, ni siquiera un eructo. Nunca había sido fácil hablar con él. Pero en el fondo Bordelli se divertía, era un poco como ir al teatro. La mujer misteriosa, sin embargo, no había conseguido llevar a cabo la transformación. O quizá ya lo había abandonado y Rodrigo se había vuelto más gilipollas que antes. Intentó llamar de nuevo a Dante. Esperó un buen rato y por fin oyó que descolgaban.

—Soy Dante —dijo el viejo con su voz baja.

—Doctor Pedretti, ¿me recuerda?

—Hola, comisario, he tardado un poco porque no encontraba el teléfono —dijo Dante.

—¿Cómo está?

—Igual que las hojas sobre los árboles. ¿Y usted?

—Bastante bien, gracias. ¿Qué hace en Navidad? —preguntó Bordelli.

—Todavía no lo he pensado.

—¿Le apetece venir a cenar a mi casa mañana por la noche? Ennio cocinará platos franceses.

—No se puede pedir más.

—Le espero mañana hacia las nueve y media.

—A bientôt, commissaire.

Sólo faltaban dos días para Navidad. Las calles del centro estaban llenas de gente y de dinero. Bordelli todavía no había encontrado el regalo para Rosa y aquel asunto le tenía angustiado. Le había dicho que ya lo había comprado y en cambio seguía a la deriva. No conseguía que se le ocurriera una idea decente. Pensó en una nueva batidora, pero le parecía un regalo de marido. ¿Un par de zapatillas? ¿Un perfume? El timbre del teléfono interrumpió su meditación. Era Piras, hablaba en voz baja y parecía ligeramente nervioso.

—¿Qué sucede, Piras?

—Todavía nada serio, comisario. Pero quisiera que me hiciera un favor.

—¿Por qué hablas en voz baja?

—No quiero que me oigan mis padres.

—¿Qué quieres?

—Información sobre un hombre, todo lo que consiga saber.

—¿Quién es?

—Resulta demasiado largo de explicar, comisario, y además no puedo hablar.

—Cuelga, te llamo yo y así no gastas —dijo Bordelli.

—Gracias.

Piras colgó y el comisario volvió a llamarle enseguida.

—¿Cuánto tiempo tardará, comisario? —preguntó Piras.

—Me pongo con ello enseguida. ¿Cómo se llama? —dijo Bordelli, buscando una pluma.

—Agostino Pintus, es un ingeniero. Nacido en Custoza di Sommacampagna, en provincia de Verona, el 16 de julio de 1912, pero sus padres eran sardos. Ahora vive en Oristano, en Via Marconi, 33 bis.

—¿De verdad no quieres contarme nada? —dijo Bordelli, intrigado por aquella novedad.

—Espere un segundo —susurró Piras.

Dejó el teléfono encima de la mesilla y fue a ver dónde estaban sus padres. Su padre ya se había marchado al campo y su madre estaba en el patio, detrás de la casa, lavando las sábanas. En invierno no podían ir al río y la operación era larga, tenía que lavar la ropa con ceniza en un gran cuenco de terracota. Al volver al teléfono Piras pensó que tarde o temprano le regalaría una lavadora. Volvió a coger el auricular.

—Aquí estoy...

—No hagas que me preocupe, Piras.

—Puede estar tranquilo.

—¿Quién es este Pintus?

—Es una historia larga.

—Tengo todo el tiempo que quieras, Piras —dijo el comisario, conteniendo las ganas de encender un cigarrillo.

—Es un ingeniero que quería comprar un terreno a Benigno. Estaban en tratos pero no se ponían de acuerdo con el precio...

—No veo que haya nada raro.

—Espere. Fui a hablar con el abogado que se ocupaba de hacer de intermediario. Había conseguido por primera vez concertar un encuentro entre Pintus y Benigno aquel mismo domingo, pocas horas antes del suicidio, y me dijo una cosa...

Piras explicó al comisario todo lo que Musillo le había contado, repitiendo todos los detalles de cómo aquel encuentro había resultado fallido.

—El abogado me dijo que cuando Benigno había llegado parecía alegre y que en cuanto vio a Pintus le cambió la expresión.

—Como si lo hubiera reconocido —dijo Bordelli.

—Si realmente fue así, no debían de ser muy amigos.

—Empiezo a sentir curiosidad yo también, Piras...

—Tengo que saber lo antes posible quién es ese Pintus, comisario, quizá descubramos algo —dijo el sardo.

—Enseguida envío las comunicaciones oficiales.

—Gracias, comisario, y mientras tanto feliz Navidad.

Piras colgó y cuando se dio la vuelta vio a su madre quieta en el umbral de la cocina.

—¿Qué ha sucedido? —dijo María con el ceño fruncido.

—Nada —dijo Piras, yendo a trompicones hacia el perchero.

—¿Qué estás haciendo, Nino? ¿Ha sucedido algo malo?

—No, mamá, tranquila.

—No debes esconderme nada, Nino —dijo María.

Aquello estaba tomando visos dramáticos. Piras se puso el abrigo y sonrió.

—Estoy intentando ayudar a un amigo para un trabajo en Florencia. Pero no me gusta que se sepa... un policía no debería hacer ciertas cosas.

—¿Sólo es eso?

—Sólo eso, mamá.

—Júralo —dijo María.

Piras la miró a los ojos.

—Te lo juro —dijo, pensando que cualquier dios le hubiera perdonado. María se acercó y le acarició la cara.

—Sólo deseo que estés bien —dijo, con una sonrisa triste en los labios.

Piras no soportaba aquel tono de lamento, y suspiró.

—Aparte de estos bastones estoy bien, mamá. No pongas esa cara.

Luego se sintió culpable y la besó en la frente.

—Que Dios te bendiga —dijo María.

—Voy a pasear un poco.

Piras salió de casa y empezó a caminar en dirección a Milis. Intentó renunciar a una de las muletas, pero notó que todavía no había llegado el momento. En la calle se cruzó con los niños de siempre que jugaban. No había muchos en Bonarcado, casi todos los jóvenes que se casaban iban a trabajar a las ciudades o al continente. Incluso la generación de los que tenían cuarenta años era escasa, muchos habían muerto en la guerra y en los campos de trabajo en Alemania.

Hacia las tres, Bordelli aparcó en Via dei Benci, cerca de la casa de Rosa. Ya había ordenado que se mandaran las comunicaciones oficiales a la comisaría de Verona y de Oristano y sólo quedaba esperar las respuestas. Caía una llovizna ligera pero hacia el Oeste el cielo se estaba abriendo. La fachada medieval de San Miniato, en lo alto de la colina, parecía iluminada por focos.

El comisario casi nunca iba a casa de Rosa a aquella hora, pero aquel día tenía un buen motivo. Aún no le había comprado el regalo y tenía que intentar que se le ocurriera algo. Era un problema serio, tenía que lograrlo antes de que anocheciera. Yendo a su casa esperaba tener alguna idea, quizá mirando lo que tenía en casa o escuchándola hablar de algo que le gustaba. Pero no tenía que dejarse descubrir. Era una misión difícil.

Antes de subir al piso de Rosa, fue a tomar un café al bar de Carlino, un ex partisano que seguía lleno de rencor.

—Hola, Carlino.

—¡Qué sorpresa, comisario! Me parece haber vuelto a aquellos tiempos —exclamó Carlino, apoyando las manos en el mostrador. Dos manos enormes, llenas de «cicatrices fascistas», como decía él.

—Yo no pondría las cosas tan negras —replicó Bordelli.

—Están tan negras como el agujero del culo de un negro, comisario. El otro día vi en el periódico la fotografía de un diputado del Movimiento Social, y ¿sabe usted quién era ése?

Un fascista de Saló que disparaba a las mujeres y movía el culo detrás de Pavolini[14]... y ahora me lo encuentro en el periódico haciendo discursos sobre la política social.

—¿De qué te asombras, Carlino? Almirante[15] está ahí desde 1946.

—¡Hubiésemos tenido que matarlos a todos el 26 de abril, comisario, en lugar de aquella gilipollez de pacificación; Togliatti[16] cometió un gran error! Tarde o temprano, todos esos volverán, ya lo han intentado varias veces. Un buen día nos encontraremos con el Parlamento con el candado echado y un general en la televisión...

—Esperemos que no sea así, Carlino. Pero si sucede, significará que tendremos que ponernos de nuevo manos a la obra.

—¿Café, comisario?

—Gracias.

Carlino preparó el café y siguió escupiendo sobre lo que no le gustaba de Italia... es decir, todo salvo las mujeres y el vino. Bordelli se divertía escuchándole. Le gustaba comprobar que no todos habían olvidado. A veces, Carlino exageraba, pero detrás de sus discursos siempre había algo sano.

—Le invito yo, comisario —dijo Carlino, colocando la tacita en el mostrador.

—Gracias.

—Pero debo decirle una cosa, si usted no fuera policía, yo estaría más contento —dijo el ex partisano.

—Siempre dices lo mismo, Carlino.

—Debo de haber aprendido de la televisión.

Bordelli se bebió el café de un sorbo y se encontró misteriosamente con un cigarrillo en la mano.

—¿Va a casa de Rosa? —preguntó Carlino.

—Sí.

—Déle esto.

Carlino le dio una rosa rosa metida en un jarroncito rosa y todo envuelto en papel cristal de color rosa. Bordelli no hubiera imaginado nunca que un leñador siempre enfadado como Carlino pudiera concebir una cosa de aquel tipo y puso cara de admiración.

—No es cosa mía, me la ha dejado una chavala amiga de Rosa —dijo Carlino, aclarando la situación.

—Ah, vale...

—Yo le he regalado una botella de grappa.

Ahora todo volvía a encajar.

Adiós, Carlino, pasa una feliz Navidad.

—Usted también, comisario, aunque la mejor será siempre la de 1945 —dijo tirando la tacita vacía al fregadero.

—¿Era buena la tarta, osito?

—Buenísima.

—La he hecho yo con mis manitas.

—Eres increíble.

—Mira a este vago... —dijo Rosa acercándose al gato.

Gedeón estaba durmiendo con la cabeza hacia atrás y las patas traseras colgando del borde del mueble. Rosa lo cogió en brazos como si fuera un niño, lo alzó en alto y lo zarandeó cariñosamente sin que moviera un solo músculo, después lo dejó de nuevo en el mismo lugar y el gato siguió durmiendo como si nadie le hubiera tocado.

—Casi da asco —dijo Bordelli.

—Yo también cuando era pequeña era así, podían tirarme del colchón y no me despertaba —dijo Rosa con una risita, y luego llenó dos vasos minúsculos de moscatel.

Bordelli encendió el sexto cigarrillo... o era ya el séptimo. Tenía que recordar que había decidido dejar de fumar. A partir de mañana estaría más atento.

—¿Quieres un cigarrillo de los míos? —preguntó Rosa, con una sonrisa de niña mala.

—A estas horas mejor no, tengo que volver al despacho.

—Pero la próxima vez nos lo fumamos...

—Por supuesto.

—Sola no me divierto —dijo ella moviendo los hombros.

Bordelli la miraba e intentaba imaginársela de niña. La veía con diez años, los labios pintados con carmín y con los zapatos de tacón de su madre.

—¿Qué haces en Navidad, Rosa?

—¿Y tú?

—Una cena con viejos amigos.

—Bobo, podrías venir aquí con nosotras.

—¿Nosotras, quién?

—Somos cinco mujeres, todas unas cocineras maravillosas —dijo Rosa con voz insinuante.

—Sólo conseguiría molestaros —dijo Bordelli, aplastando la colilla en el cenicero.

—Menuda excusa... —dijo Rosa.

—Además, cinco mujeres juntas me hacen sentir incómodo.

—¿Por qué?

—No lo sé, ya de pequeño era así.

Rosa se puso a reír.

—¿Y cómo eras de pequeño, comisario?

—Siempre triste y con mocos en la nariz.

—Debías de ser monísimo... te imagino, ¿sabes? Con costras de sangre en las rodillas...

—¿Nos tomamos el último vasito? —dijo él.

—No estoy acostumbrada a estas horas, ya estoy borracha.

—¿Me obligas a beber solo?

—Pobrecito...

Rosa le llenó el vaso, después se sentó en la alfombra delante de la mesilla y se puso a escribir las últimas tarjetas para los regalos. Para cada una buscaba una frase divertida, incluso algo maliciosa. Miraba al vacío para dar con la apropiada, luego se reía y se ponía a escribir. Gedeón se despertó, bajó de un salto del mueble y lentamente fue a la cocina a comer. El comisario seguía mirando a su alrededor buscando una idea para el regalo de Rosa, pero estaba más confuso que antes. ¿Un abrebotellas? ¿Una taza? ¿Un cactus?

El gato volvió de la merienda, lleno de energía. Jugó con una bola de Navidad y casi la descuelga. Después cambió de idea, saltó al aparador y se acercó a una especie de frutero de porcelana. Rosa levantó la cabeza.

—Gedeón, deja en paz las avellanas —dijo, con voz de madre regañando al hijo.

El gato metió una pata en el frutero y a base de golpearos sacó una avellana, la tiró al suelo y se lanzó detrás de ella. Empezó a correr por la habitación golpeando la avellana con las patas y haciéndola saltar de un lado a otro.

—Ha cogido este vicio —dijo Rosa, resignada, y siguió escribiendo las tarjetas.

De vez en cuando Gedeón se paraba, daba una vuelta alrededor de la avellana con aire indiferente, se lanzaba de nuevo sobre aquella extraña bolita y la disparaba lejos para ir corriendo detrás de ella. Bordelli miraba la escena divertido, dejándose hipnotizar por el sonido de la avellana que rodaba sobre el suelo, perseguida por aquella especie de oso blanco en miniatura... se estaba quedando dormido con el vaso en la mano. Cerró los párpados y la cabeza le cayó hacia delante. De repente se puso a roncar.

—¿Sabes que estoy aprendiendo a jugar a tenis? —dijo Rosa, dándole una palmada en la cabeza. El comisario se sobresaltó. Abrió los ojos y se dio cuenta de que ya no tenía el vaso en la mano. El gato ya no jugaba y dormía de nuevo encima de un sillón.

—¿Eh? —dijo Bordelli, un poco atontado. Rosa estaba sentada a su lado y le metía los dedos en las orejas.

—Cuántos pelos, osito...

—Para, me haces daño.

—¿Has oído lo que te he dicho?

—Creo haber entendido algo de tenis. ¿Dónde está mi vaso?

—Toma, osito, te lo estabas tirando por encima —dijo Rosa, dándoselo.

—Si no fuera por ti... —dijo él.

Rosa insistía tocándole las orejas y se reía.

—¿Crees que soy demasiado vieja para el tenis?

—¿Vieja? Eres todavía una jovencita...

—¡Mentiroso! De todos modos, Artemio dice que tengo dotes.

—¿Quién es Artemio?

—El profesor.

—Ah, si él lo dice...

—Además es apuesto.

—Entonces seguro que es un campeón.

Bordelli se imaginó a Rosa corriendo por la tierra batida con los tacones de aguja y los brazos enjoyados, y le entraron ganas de reír.

—¿Te burlas de mí?

—No me tomaría nunca esa libertad.

Sin hacerle caso, Rosa se fue corriendo al dormitorio. Regresó dando saltitos con una raqueta en una mano y una pelota en la otra. Apartó la mesilla con las rodillas y se puso delante de él con las piernas en tensión.

—Ahora te voy a hacer una demostración —dijo.

—¿Quieres darle a la pelota aquí dentro?

—No, bobo, sólo te enseño el movimiento. Es difícil, ¿sabes? Pero yo lo he aprendido bien, Artemio dice que estoy dotada para el tenis.

—¿No me lo habías dicho ya?

Rosa se encogió de hombros, echó la raqueta hacia atrás, se puso de puntillas, armó el brazo y asestó el golpe en el aire. Le salió un movimiento absurdo y, por error, la punta de la raqueta dio en el pie de Bordelli.

—¡Oh, perdona! —dijo Rosa, tapándose la boca con la mano y riéndose como una jovencita.

Bordelli en cambio no se reía. Se enderezó de repente y se puso de pie. Su rostro se había vuelto muy serio.

—Rosa, pero tú...

—Venga, osito, no lo he hecho adrede. ¿Te duele mucho?

—¿Qué?

—Querido, ¿qué te sucede?

—Pero tú... eres zurda.

—Sí, ¿por qué?

Bordelli tenía los ojos enrojecidos y la miraba fijamente.

—¿Escribes con la derecha o me equivoco? —dijo.

—Pero qué policía más listo...

—¿Eres zurda y escribes con la derecha?

—Sí, tesoro.

—¿Por qué?

—Las monjas me obligaron, la izquierda es la mano del diablo... ¿no lo sabías?

—¡Joder! —exclamó Bordelli. —¿Qué te pasa?

—Nada, estoy pensando en una cosa. Bordelli volvió a sentarse con aire ausente, vació el vaso y encendió un cigarrillo. Rosa seguía sosteniendo la raqueta.

—¿Has visto qué bien le doy? —dijo, y se le escapó una risita aguda. Esperaba ver reír a su osito, pero el humor de Bordelli se había ensombrecido.

—Tengo que irme —dijo, levantándose de nuevo.

—¿Qué prisa tienes?

—Volveré mañana para traerte el regalo —dijo Bordelli, dirigiéndose a la puerta.

Rosa lo siguió con la raqueta en la mano.

—Me lo podías haber traído hoy —dijo.

—No era posible.

—¿Por qué?

—Bueno... lo entenderás cuando lo veas —improvisó Bordelli, sonriendo.

—Dios mío, qué curiosidad tengo —dijo Rosa, estrangulando el mango de la raqueta.

—Verás cómo te gusta —dijo el comisario, sintiéndose cada vez más atrapado en aquel asunto irresoluble.

En cuanto salió, subió al coche y fue directamente a casa de Odoardo. La Vespa no estaba y todas las luces estaban apagadas. Se quedó esperando en la era, sentado dentro del Escarabajo, con la esperanza de que llegara. No quería ir a buscarle al estudio del arquitecto para no crear una situación desagradable.

Hacía un buen rato que había dejado de caer aguanieve. Aquí y allá se veían charcos helados. Hacia el Oeste, un poco por encima de las colinas manchadas de nieve, el cielo se había aclarado un poco y bajo la capa de nubes negras se veía una raya luminosa y algunos rayos de sol que iluminaban el campo. Parecía que de un momento a otro podía aparecer Dios con una corte de ángeles.

Bordelli pensó en lo estúpido que había sido al no imaginarse que un zurdo podía escribir con la derecha. Aunque era cierto que nunca se había fijado. Había conocido zurdos que escribían con la izquierda y nunca se lo había planteado... pero, de todos modos, podía haberlo imaginado, se dijo. Un policía debe pensar en ciertas cosas. Quizá estaba envejeciendo mal.

Esperó hasta las cuatro y media, mirando el sol rojo fuego que descendía por detrás de las colinas de San Casiano, blancas por la nieve. Pero Odoardo no apareció.

Bajando por Via di Quintole, se acordó del regalo de Rosa y de su promesa. Tenía que olvidarse de Odoardo durante un rato y concentrarse en aquel grave problema. No conseguía que se le ocurriera nada. Ropa, ni hablar. Rosa tenía gustos muy personales y era muy exigente. Entonces ¿qué? Un jarrón para las flores, una cafetera, una olla a presión... ¡buf! Quizá le podía regalar algo para el tenis... una raqueta, algunas pelotas o una camiseta y unos pantalones cortos. Pero después pensó que quizá no era una buena idea, no veía a Rosa corriendo detrás de una pelota. Seguro que no aguantaría mucho tiempo con el tenis, como con todas las otras cosas... la guitarra, el esquí, el caballo, la pintura...

¿Qué le había regalado el año pasado? No se acordaba. Quizá un cascanueces antiguo que había encontrado por casa... o eso había sido en el 62. ¿Y cómo lo había resuelto todos los demás años en Navidad? ¿Y para los cumpleaños de Rosa? Recordaba que siempre había sido difícil, pero al final siempre lo conseguía. En cambio esta vez...

Pasando por el Galluzzo, empezó a sentirse ya muy desanimado y en Porta Romana pensó que buscar asesinos era más fácil que hacer un regalo a una mujer.

Al volver hacia la comisaría se encontró con embotellamientos en la circunvalación. Nunca había visto un lío como aquél. En Porta al Prato vio un coche de la policía aparcado junto al semáforo, con las luces de emergencia encendidas. Cuando consiguió acercarse vio al viejo vicebrigada Di Francescantonio que intentaba poner orden en el tráfico con ayuda de un agente muy joven que sólo conocía de vista. Al llegar a pocos metros de donde estaban bajó la ventanilla.

—¿Qué sucede, Tonio?

—Un accidente en Piazza Beccaria, comisario —gritó Di Francescantonio.

—¿Grave?

—No parece, pero hay un autobús atravesado.

—Mierda... ¿Puedo dejarte el coche, por favor? A pie iré más rápido.

—Intente dejarlo allí y déjeme las llaves, comisario.

—Gracias, Tonio.

El comisario consiguió llegar con un poco de paciencia junto al muro y aparcó el Escarabajo. Pasando con dificultad entre los coches fue a dar las llaves a Di Francescantonio, que se estaba volviendo loco en medio de los gases de los tubos de escape.

—Se las dejas a Mugnai —dijo, metiéndole las llaves en el bolsillo.

—De acuerdo, comisario... ¡Pase, señora, pase! —gritó Di Francescantonio a una mujer.

Bordelli le dio las gracias de nuevo y le dejó allí en medio de aquel follón. Se fue a pie hacia la estación. Hacía mucho frío, pero al caminar deprisa consiguió entrar un poco en calor. Atravesó el centro pasando por las calles más pequeñas donde había menos tiendas. En las calles principales las bocinas no cesaban de sonar y en las aceras era imposible andar sin chocar con alguien. Parecía la salida del campo de fútbol.

Cogió Via San Gallo y unos minutos después llegó por fin a la comisaría. Mugnai se frotaba las manos y golpeaba los pies en el suelo. Bordelli lo saludó con una palmada en el cristal de la garita y subió a su despacho. Como siempre, allí hacía mucho calor. Los radiadores pagados por los ciudadanos ardían y el ambiente era muy seco. Se quitó el impermeable y la chaqueta y se arremangó la camisa. Se sentó y con un cigarrillo apagado en la boca se puso a mirar fijamente la pared de delante. Siguiendo con la mirada las fisuras que se abrían en el revoque amarillento, intentó poner orden en sus pensamientos. Hizo alguna reflexión, arriesgó alguna hipótesis, la desmontó por completo un par de veces... eran ideas que no servían para nada, pero que conseguían tranquilizarle un poco.

Tuvo ganas de fumar y para no encender el cigarrillo intentó llamar a Odoardo. Nadie contestó. No hay prisa, pensó, dejemos pasar la Navidad. Pero en su interior sentía un enorme deseo de saber cuanto antes si aquel muchacho era... bueno, ya basta. Se sentía cansado de tanto si. Además, todavía tenía algo que hacer mucho más urgente. Encendió el cigarrillo que tenía en la boca y se levantó para ir a la caza del regalo para Rosa, pero en aquel momento llamaron a la puerta. Era Tapinassi.

—Dos comunicaciones oficiales para usted, comisario.

—Han sido rápidos —dijo Bordelli, sentándose de nuevo.

Tapinassi le dio las dos hojas y se marchó corriendo. La comunicación de Verona decía:

De las investigaciones realizadas: Agustino Pintus, nacido en Custoza di Sommacampagna (VR), el 16 de julio de 1912, no aparece en ningún documento del Ayuntamiento de Sommacampagna. Se precisa que: el registro civil del Ayuntamiento de Sommacampagna se perdió en 1945 a causa de un incendio que destruyó casi todo el edificio y volvió a ponerse en marcha en febrero de 1946. Se han efectuado otras investigaciones en el registro civil de Verona y de los Ayuntamientos limítrofes, donde era legítimo pensar que se pudiera hallar algún rastro de Pintus, pero la investigación no ha dado ningún fruto. Otras investigaciones llevadas a cabo en Verona en las fichas de la comisaría y en los archivos escolares no han dado ningún resultado. Fin del mensaje.

La comunicación de Oristano:

Agostino Pintus, nacido en Custoza di Sommacampagna (VR), el 16 de julio de 1912, resulta residente en Oristano, en Via Marconi, 33 bis, desde el 17 de noviembre de 1945. Bajo declaración jurada del mismo: proveniente del Ayuntamiento de Sommacampagna. Nunca ha llegado ningún documento a su nombre del citado Ayuntamiento al Ayuntamiento de Oristano, siendo el motivo la destrucción del registro civil de dicho Ayuntamiento en 1945. Además, bajo declaración jurada del mismo, se añade: hijo de Pietro Pintus, nacido en Armungia (CA), el 12 de julio de 1882, y de María Giuseppina Gajas, nacida en Armungia (CA), el 6 de noviembre de 1887. La persona objeto de esta comunicación es soltera. Titular único de la empresa homónima, ejercita desde 1949 la profesión de constructor en Oristano. Ningún cargo pendiente. Ninguna condena. Fin del mensaje.

El comisario llamó enseguida a Piras. Contestó su madre.

—Nino ha salido a caminar, comandante.

—¿Sabe cuándo volverá?

—Ya ha oscurecido, quizá esté en casa de algún amigo.

—Por favor, dígale que me llame enseguida, es urgente —dijo Bordelli, apagando el cigarrillo.

—En cuanto regrese se lo diré, comandante —dijo María.

—Gracias, salude a Gavino de mi parte...

El comisario colgó y, mientras esperaba la llamada de Piras, telefoneó de nuevo a Odoardo, pero nadie contestó. Fue al baño a refrescarse la cara, en aquel despacho hacía realmente demasiado calor. Mientras se secaba las manos oyó sonar el teléfono. Volvió corriendo. Era Piras.

—Tengo la información sobre tu hombre. Cuelga y vuelvo a llamarte —dijo Bordelli.

Marcó el número de Piras y le leyó las comunicaciones intentando dar la entonación adecuada a aquella extraña lengua.

—Eso es todo —dijo finalmente.

—Sabemos menos que antes —dijo Piras, decepcionado.

—Sin embargo, resulta extraño que no haya rastro alguno en la zona de Verona.

—Quizá Pintus hizo una declaración falsa.

—Corres mucho, Piras.

—No pronuncie ese verbo, comisario, estoy harto de estas muletas.

—Dentro de poco podrás encender el fuego con ellas —dijo Bordelli.

—Hay que seguir buscando, comisario —dijo Piras, impaciente.

—Pediré a Verona que hagan una investigación urgente en la iglesia parroquial de Custoza y que interroguen a los habitantes del pueblo para ver si alguien recuerda a un cierto Agostino Pintus. También podemos pedir a Cáller que hagan investigaciones análogas en Armungia, quizá encontremos algo sobre los padres de Pintus.

—Probemos. Pero, ¿para qué nos sirve? —dijo Piras, escéptico.

—De entrada para saber si Pintus ha dicho la verdad.

—Si no encontramos ninguna información sobre los padres, no querrá decir mucho, comisario. Nacieron en el siglo XIX y Armungia es un pueblecito de trescientos habitantes... nadie dirá nada a nadie, los sardos no hablan.

—Nunca se sabe. También voy a pedir una comunicación al Ministerio de Educación, si el ingeniero Pintus está inscrito en el Colegio tendremos una primera pista... pero desgraciadamente para todo esto hay que esperar hasta después de Navidad.

—¿Y si Pintus se hubiera cambiado de nombre? —dijo el sardo, siguiendo con sus hipótesis.

—Cada cosa a su tiempo, Piras. Esperemos que lleguen las respuestas a las comunicaciones y entonces ya veremos.

—Y si no encontramos nada, ¿qué hacemos? —prosiguió Piras, presa del pesimismo.

—Si no encontramos nada, pediré a todas las comisarías de Italia que realicen una investigación a fondo sobre tu hombre. Registros civiles, parroquias, archivos escolares, secretarías universitarias... y ya verás cómo tarde o temprano algo se descubrirá.

—Si tiene un nombre falso no servirá de nada —dijo Piras, sin abandonar su idea.

—Hay que tener un poco de paciencia...

—Lo que se necesita es un poco de suerte, comisario.

—Ya has tenido una buena dosis, Piras, no te quejes —dijo Bordelli, aludiendo al tiroteo en el que el sardo hubiera podido morir.

—Espero que la fortuna no me abandone ahora —dijo Piras.

—Mantenme informado y no hagas nada sin decírmelo.

—Quiero ir a visitar al ingeniero Pintus y después le llamaré.

—No quisiera desanimarte, Piras, pero en vuestra tierra abundan los misterios...

—Usted habla de fusiles con cañones recortados y de puñales, comisario. Pero si lo que sospecho es cierto, un homicidio maquillado de suicidio es algo demasiado refinado e incluso demasiado mezquino para los bandidos orgullosos de estas tierras.

—Siempre hay alguien que empieza una nueva escuela —dijo Bordelli, poniendo pegas a las hipótesis del sardo. Con los años había aprendido que durante una investigación se podían formar convicciones preconcebidas que contaminaban el trabajo de búsqueda, y era necesario tener mucho cuidado. Lo decía también por él... en relación al asesinato de Badalamenti.

—Sea como sea llegaré al fondo de esta historia, comisario, incluso teniendo que tirar la muleta como Enrico Toti[17].

—Basta con que nunca te olvides de reflexionar —dijo Bordelli.

—Haré todo lo posible —dijo Piras.

Colgaron y el comisario llamó enseguida a Tapinassi. Cuando llegó le dio papel y lápiz y empezó a dictarle las tres nuevas comunicaciones. Una para el Ministerio de Educación, otra de nuevo para la comisaría de Verona y la última para la de Cáller.

—Pon urgentísimo —dijo.

Después telefoneó a Mugnai para saber si habían llegado las llaves del Escarabajo. Di Francescantonio había llamado por radio diciendo que estaba a punto de llegar.

Pietrino entró en la cocina, se llenó un vaso de cerveza y gaseosa y fue a sentarse en el sillón delante de la hoguera. Su madre acababa de empezar a preparar la cena, le hablaba y él respondía con monosílabos. De una olla apoyada sobre las brasas se elevaba una columna de vapor. Era col negra, para la sopa. Gavino estaba atareado en la cabaña de detrás de la casa. Siempre tenía algo que reparar o que modificar. Si hubiera tenido dos brazos, hubiera construido otra casa, pensó Pietrino. Sin levantarse, cogió dos troncos y los colocó en la chimenea. Las llamas se reflejaban en la pantalla apagada del televisor. Su madre seguía quejándose del frío y de los caracoles que se comían las coles, pero él no escuchaba. Se sentía un poco nervioso. No sólo por el asunto de Pintus. Tenía otro problema también muy grave. Cuando al final de la mañana había devuelto el coche a Ettore y lo había dejado en el establo, se había dado cuenta de que en la puerta había un golpe, la chapa estaba un poco hundida. Debía de haber sucedido cuando había dejado el 500 aparcado en la Torre di Mariano, algún imbécil le debía de haber rozado haciendo maniobras... Joder, ahora Ettore se enfadará, pensó. Lo conocía muy bien, seguro que gritaría que presentía que iba a ocurrir, que no se lo tenía que haber prestado... que un policía con muletas no tenía que conducir ni siquiera una carreta, ¡JODER! Le haría un montón de reproches y adiós al 500. Explicarle que le hubiera podido suceder a él, no serviría de nada. Era un buen lío, pero prefería decírselo antes de que se diera cuenta por sí mismo. Al salir del establo había llamado a la puerta de los Cannas y le había dicho a la madre de Ettore si, por favor, en cuanto regresara su hijo le podía decir que se acercara a su casa para algo urgente. Ettore trabajaba lejos del pueblo, en la llanura, y no volvería hasta última hora de la tarde con el autocar.

Miró el reloj, eran casi las siete. Ettore podía llegar de un momento a otro.

—¿Quieres que encienda el aparato? —dijo María, señalando el televisor.

—Ya lo hago yo —dijo Pietrino.

Sin levantarse apretó el botón con el extremo de la muleta, ya tenía práctica. En el Nacional sólo había dibujos animados. Se puso a mirarlos sin poner demasiada atención, con la cabeza llena de ideas. Mientras Popeye se pegaba con Brutus, llamaron a la puerta y Piras se levantó.

—Ya voy yo —dijo.

Fue a trompicones hasta la entrada y abrió. Tal como esperaba, era Ettore. Parecía tranquilo. Todavía no ha visto el coche, pensó Piras.

—Papá me ha dicho que me buscabas —dijo Ettore.

—Sí...

—¿Por qué pones esa cara?

—Por nada... tengo que decirte algo.

—¿Qué ha sucedido?

—El 500...

—No me digas que has pinchado —dijo Ettore, nervioso.

—No, pero... esta mañana al volver... me he dado cuenta de que...

—Joder, ¿has visto qué golpe en la puerta? —lo interrumpió Ettore.

—Tranquilo, justamente te quería decir...

—Maldito palo... y quién podía verlo, ¡a la mierda! —dijo Ettore, meneando la cabeza.

—Ah... has sido tú...

—Me costará al menos treinta mil liras...

—Sí, es un buen golpe —dijo Piras, aliviado. Se le escapó incluso una sonrisa.

—Ríete, ríete...

—Perdona.

—Y tú, ¿qué querías decirme? —dijo Ettore.

Piras dejó de reír.

—Te quería decir que el 500... tiene las ruedas un poco desinfladas, podrías chocar...

—¿Ya está? —dijo Ettore.

—Sí, ya está.

—Me voy a comer... Hasta la vista.

—Hasta la vista.

Ettore se despidió con un gesto y fue hacia su casa meneando la cabeza.

El aire era seco y el viento helaba las manos. La calefacción del Escarabajo secaba la garganta. Hacia las ocho y media, Bordelli aparcó en Piazza Piattellina y bajó. Olfateando el aire le pareció que todo el barrio estaba invadido por el olor a cebolla. Todas las tiendas estaban ya cerradas y el barrio estaba casi desierto. Bajo la débil luz de una farola, un grupo de niños estaban jugando a la pelota en medio del cruce, emanando vapor por todos los poros de la piel. Las porterías estaban indicadas con ladrillos tomados «prestados» de alguna obra. Cuando Bordelli pasó por el medio de su campo de juego se detuvieron y le miraron mal. Apretó el paso y en cuanto se subió a la acera los niños empezaron a correr y a gritar.

—¿A cuánto vais? —preguntó Bordelli, buscando las llaves de casa en el bolsillo. El portero le echó una mirada rápida.

—Tres a uno.

Un pelotazo voló entre los ladrillos y un chaval con los ojos oblicuos se puso a gritar.

—¡No vale! ¡No vale!

Los demás se le echaron encima.

—¿Por qué no vale? ¿Qué quiere decir que no vale?

—¡No vale! El portero estaba distraído, ¡mierda! ¡Hablaba con aquél!

Señaló al intruso sin mirarlo, mientras seguía mirando fijamente a sus adversarios. Estaba a punto de producirse una pelea y Bordelli se entrometió.

—Tiene razón él, el portero estaba distraído —dijo avanzando hacia ellos.

Uno de los mayores le plantó cara. Debía de tener diez años, pelo largo y rizado.

—¿Y tú qué quieres? Nos arreglamos solos —dijo, haciéndose el duro.

Un niño con dientes de conejo le tiró de la manga.

—Es uno de la pasma —dijo en voz baja, pero no demasiado.

Todos se dieron la vuelta hacia Bordelli.

—¿Es cierto que eres un guardia? —preguntó uno.

—Me temo que sí —dijo Bordelli.

—¿Eres uno de los que arrestan criminales?

—Justo uno de ésos.

Los niños cambiaron de expresión, se olvidaron de la pelota y se acercaron al comisario.

—¿Hoy has cogido a algún asesino? —preguntó dientes de conejo.

—Hoy no, pero ando estos días buscando a uno —dijo Bordelli.

El del pelo largo dio un paso adelante con las manos en los bolsillos.

—¿Al que asesinó al recién llegado? —preguntó, con voz ronca de fumador.

—Has acertado.

—¿Lo cogerás? —dijo otro.

—Claro —dijo Bordelli.

—¿Y si no lo coges?

Parecía un verdadero reto. Bordelli sentía la necesidad de dejar de pensar un poco y aquel juego le estaba relajando.

¿Apostamos a que lo cojo antes de final de año?

—¿Y qué apostamos? —dijo uno.

—Si ganáis vosotros os traigo un balón nuevo, uno de verdad, de cuero...

—¡La Virgen! —dijeron dos o tres.

—Y si gano yo, me laváis el coche todos los domingos durante un año. ¿De acuerdo?

Bordelli tendió la mano. Tras un instante de reflexión, uno tras otro los niños convalidaron la apuesta. Los mayores intentaron estrechar con fuerza la manaza de Bordelli, para impresionarlo.

—¿Y si por Reyes no lo has cogido todavía? —dijo dientes de conejo, con aire de alguien experto en negociar.

Bordelli reflexionó un instante.

—Bueno, pues querrá decir que os traeré un poco de carbón.

—Mira que si pierdes tendrás que pagarnos de verdad —dijo el más duro.

—Palabra de poli —dijo Bordelli.

Veinte metros más allá se abrió la ventana de un tercer piso y apareció la cara de una mujer.

—¡Nino! ¡A casa corriendo!

La ventana se volvió a cerrar de golpe.

—Uf... nos vemos mañana.

Nino se separó del grupo y se dirigió a su casa con las manos en los bolsillos. Se había acabado el juego. Dientes de conejo fue a coger el balón y sujetándolo contra el vientre volvió donde estaba Bordelli.

—¿Cuántos asesinos has cogido en total? —preguntó.

—He perdido la cuenta.

—¿Nos dejas ver la pistola?

—Otra vez será, ahora tengo que irme. —¡Uf!

—¡Qué rollo!

Desde un televisor del primer piso se escuchó la música que anunciaba el telediario.

—Dentro de poco dan Carosello[18] —dijo uno de los niños.

—Y después, los payasos —dijo otro.

Todos saludaron apresuradamente al poli y se fueron corriendo a sus casas. La calle se quedó desierta. El comisario entró en el portal y mientras subía la escalera pensó que era una pena no tener hijos. Pero ya era demasiado tarde y resultaba inútil lamentarlo.

Entró en casa. En la cocina estaba el Botta con el delantal manchado removiendo una cazuela de barro. Todos los fogones estaban ocupados. La cocina estaba desordenada pero olía de maravilla. Sobre todo reinaba un fuerte perfume a cebolla cocida.

—Hola, Ennio, ya veo que no te andas con chiquitas.

El Borra estaba demasiado concentrado y no contestó. Bordelli se le acercó.

—Hola, Ennio.

—No me distraiga, comisario, estoy en un momento complicado.

—Me voy enseguida, sólo quería decirte que he hablado con Dante. Ha dicho que vendrá.

—Estupendo —dijo el Botta sin darse la vuelta.

—¿Crees que conseguirás tener algo también para esta noche?

—Quizá sea mejor salir, comisario. Pero más tarde, ahora no puedo.

Bajó la llama de una cazuela que crepitaba y añadió un poco de vino tinto. Se produjo una fumata breve pero intensa. Ennio la olió con satisfacción y con una cuchara partió por la mitad un trozo de mantequilla y puso un trozo en una sartén para que se derritiera. Al mismo tiempo levantó la tapa de una olla, miró en su interior y recibió en plena cara una nube de vapor. Volvió a colocar la tapa y se secó las manos en el delantal. Parecía un gran cocinero internacional y quizá lo era. Para estar seguro de ello sólo había que esperar al día siguiente. La cocina francesa no era una broma.

Bordelli lo dejó con su tarea y fue a la sala con un vaso de vino. Encendió el televisor, se sentó en el sillón y miró el final del telediario en el Nacional. Dejó también Carosello, esperando que dieran Colgate con Gardol... con Virna Lisi. Valía la pena esperar.

... la brillantina Linetti, Calindri sentado en medio del tráfico, café Paulista... faltaban aún dos... Arigliano con el digestivo Antonetto y después... la familia Papalla que esperaba un Philco. Nada de Colgate. Lástima.

Se levantó para poner el segundo canal y volvió a sentarse. Empezaba el telediario. Todavía no estaba seguro de si le gustaba o no la televisión, pero cada vez la veía más a menudo. Había comprado el aparato en 1958 y nunca se había estropeado. Todos los días veía por lo menos un telediario, pero también miraba otras cosas. Sobre todo se divertía cuando salían aquellos niños grandes como Tognazzi y Vianello, o Walter Chiari, Manfredi, Gaber, Panelli... o el gran Totó. Después de un día de trabajo, era un poco como quedarse delante de la chimenea encendida. Sin embargo, en aquel objeto mágico había algo también que le molestaba, no sabía exactamente qué era. Estaba allí sentado, bebiendo y fumando, y miraba en silencio aquella pantalla verdusca que se llenaba de imágenes... visto así parecía algo ridículo. Sin embargo, ya no conseguía imaginarse su casa sin aquella caja luminosa y, cada vez que la apagaba, sentía una punzada de tristeza. Quizá era aquello lo que le fastidiaba, la sutil sensación de dependencia que notaba.

Acabó el telediario y empezó el programa de Gaber. Durante la presentación se puso de nuevo a pensar en Odoardo. Tuvo la tentación de llamarle pero desistió. Además, aquella noche no iría, estaba demasiado cansado y necesitaba relajarse un poco. En la pantalla apareció la gran nariz de Gaber, que se había hecho más famoso que el Papa. Estaba a punto de ceder y fumarse otro cigarrillo pero lo salvó el timbre del teléfono. Era Fabiani.

—Quería darle las gracias por la otra mañana, comisario.

—No hice nada.

—Estuvo escuchando las lamentaciones de un viejo... y eso no es poco.

—Tarde o temprano le pediré que escuche las mías.

—Cuando quiera, comisario...

—¿Qué ha decidido para mañana por la noche, doctor Fabiani?

—Gracias, acepto la invitación.

—¿Le gusta la cocina francesa?

—¿Conoce a alguien a quien no le guste?

—Entonces le espero hacia las nueve y media.

Se despidieron y Bordelli fue enseguida a la cocina para informar al Botta. Lo encontró picando ajo con la medialuna.

—Mañana estaremos todos, Ennio. Ha llamado Fabiani y ha dicho que vendrá.

—¿No me lo dijo ya hace media hora? —dijo el Botta.

—No, aquél era Dante.

—No me distraiga, comisario.

El Botta dejó de picar y se acercó a los fogones para remover algo con una cuchara de madera, con delicadeza. Olfateaba el aire y no decía nada. Tenía una expresión muy seria, como Diotivede cuando se inclinaba sobre sus cadáveres. La tapa de una olla empezó a bailar, empujada por el vapor.

—Ennio, te pregunto sólo una cosa. ¿Qué te parece si para esta noche nos hacemos traer algo de Alfio?

La trattoria de Alfio cerraba siempre muy tarde.

—Como quiera —contestó el Botta.

—¿Qué te gusta?

—Decida usted, cualquier cosa del asador sabe siempre a pollo asado.

—Pues entonces, pollo asado, así vamos sobre seguro.

Bordelli telefoneó al asador de Alfio y encargó medio pollo asado con patatas. Mientras esperaba al repartidor fue de nuevo a tumbarse en el diván delante de Giorgio Gaber. Se notaba muy cansado y, a pesar de que se estaba divirtiendo mucho, no paraba de bostezar. En el piso de encima retumbaba una música de circo... y de no se sabía dónde llegaba aquella canción de Bobby Solo que había ganado en San Remo... no estaba mal aquel chico... y también el otro... cómo se llamaba... pero incluso aquellos delincuentes que escuchaban Raffaele y su amigo... incluso aquel cantante tenía una voz que no estaba nada mal... y además quizá... cómo decirlo... la música... en mis tiempos... en verdad...

El repartidor de Alfio tocó al menos cinco veces y por fin el Botta fue a abrir con una cuchara en la mano.

—¡Comisario! ¿No ha oído el timbre?

Nadie contestó. Ennio pagó el pollo y fue a buscar al comisario. Lo encontró dormido, tumbado en el diván delante de Gaber que estaba cantando. Apagó el televisor y ya que estaba allí miró a su alrededor para decidir cómo arreglaría aquella habitación para la cena de Navidad. Tras encontrar la solución, apagó la luz y cerró despacio la puerta. Volvió a los fogones y mientras seguía cocinando se comió el pollo y las patatas con los dedos.

A medianoche apagó todo y se puso el abrigo. Antes de marcharse, se asomó a la puerta de la sala para ver si el comisario seguía durmiendo. Oyó que roncaba. Cerró la puerta y se marchó. Salió a la calle. Hacía un frío tremendo. Las aceras estaban cubiertas de aguanieve helada. Se dirigió hacia su casa con las manos en los bolsillos, silbando una cancioncilla de Rita Pavone.