16 de diciembre

Por la mañana, al abrir los ojos, lo primero en lo que pensó fue en su corazón que latía. Se puso la mano en el pecho y le pareció que palpitaba débilmente. Pero sólo era una impresión, pensó. Ya eran las nueve. Se levantó de la cama y sintió un mareo que sólo duró un instante. Tranquilo, comisario, sólo estás un poco cansado. De vez en cuando tendrías que cogerte unas vacaciones, unas vacaciones de verdad. Debe de hacer diez años que no te tumbas en la arena frente al mar, sin pensar en nada...

Fue a prepararse un café en calzoncillos y se lo bebió lentamente, mirando a través de la ventana. El cielo estaba límpido. Se notaba extraño, le dolía un poco por todas partes, pero quizá sólo había dormido mal. Se vistió lentamente y fue al baño para afeitarse. Cogió la brocha, la mojó, la restregó en el jabón y antes de enjabonarse el rostro se quedó con la mano alzada a medio camino... varias veces había oído contar cosas del tipo: «Se ha enjabonado la cara, ha empezado a afeitarse y de repente, ¡paf!, se ha desplomado en el suelo». No, así no le gustaría. Enjuagó la brocha y la colocó en su sitio. Hoy no se afeitaría, pensó, mirándose en el espejo... nada de afeitado, nada de infarto. No es que lo creyese realmente, pero aquella mañana prefería no afeitarse, y ya está.

Bajó a la calle y se envolvió en su impermeable. Lucía el sol pero hacía frío. Compró el periódico en Piazza Tasso y se dirigió hacia la casa de Badalamenti. En la primera página había un gran titular: «la aventura más fantástica de la historia de la astronáutica – cita en el espacio». Las cápsulas Géminis 6 y Géminis 7 se habían encontrado allá arriba, sin fuerza de gravedad, y los astronautas se habían saludado desde la ventanilla. Todo había salido como estaba previsto y Estados Unidos reafirmaba su supremacía en el campo de las hazañas espaciales...

Bordelli dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo. Faltaba poco para que llegaran a la Luna y aquí en la Tierra todavía existían los usureros.

Sólo quedaba una semana para Navidad y los escaparates de las tiendas estaban llenos de lucecitas intermitentes y de banderolas de colores que hechizaban a los niños. Tenía que acordarse sin falta de comprar un regalo para Rosa, su amiga ex prostituta. Sabía lo importante que era aquello para ella. A su edad, Rosa era todavía una cría y adoraba los regalos. Pero Bordelli no tenía imaginación para aquel tipo de cosas y temía que llegara la noche del veinticuatro y se encontrara vagando por el centro sin ninguna idea.

Llegó frente a la casa de Badalamenti, abrió la puerta de la calle con las llaves y subió por la escalera hasta el último piso. Llegó casi sin aliento, por culpa de aquellos estúpidos cigarrillos. Quitó el precinto y empujó la puerta. El olor dulzón a cadáver seguía siendo fuerte y Bordelli tuvo la sensación de que se le pegaba a la piel.

Se puso a pasear con calma por la casa. Las habitaciones eran más bien amplias y con techos altos. Había dos dormitorios, una especie de salón, el estudio donde se había encontrado el cadáver, una gran cocina y un baño espacioso con bañera. El asesino había tenido la sangre fría de quedarse un buen rato en el apartamento para registrar cada habitación, incluido el baño. A juzgar por el estado del apartamento, la búsqueda había sido rabiosa y sumaria. Cajones vaciados encima de la cama, ropa tirada en el suelo, papeles por todas partes. Quién sabe si el asesino había encontrado lo que buscaba. Quizá no, porque si así hubiera sido, en lugar de seguir revolviendo todos los rincones de la casa, se hubiera detenido en un momento dado.

Bordelli pospuso el primer cigarrillo del día para más tarde y llamó a la comisaría utilizando el teléfono del estudio. El día anterior Rinaldi y sus compañeros habían trabajado hasta tarde interrogando a los habitantes de la zona. Confiaba en Rinaldi, era joven y muy eficiente.

—¿Habéis descubierto algo?

—Poca cosa, comisario. Sólo hay un testigo, una anciana, Italia Andreini, vive en uno de los edificios que están delante del de Badalamenti...

—¿Qué dice?

—Hace unos diez días no conseguía dormir, así que, bien abrigada, abrió la ventana y se puso a mirar la calle. Llovía con fuerza. Más o menos eran las dos de la madrugada y en la plaza no había nadie. Al cabo de un rato, vio a un tipo salir del portal de Badalamenti. Estatura normal, complexión delgada. Por la forma de moverse parecía un muchacho joven. No vio nada más porque la plaza estaba a oscuras y aquel tipo llevaba puesta la capucha para protegerse de la lluvia. La señora está segura de que no la vio porque tenía la luz apagada. El tipo caminaba deprisa y se dirigió hacia Piazza Piattellina. Esto es todo, comisario.

—¿Ni siquiera una mujer de la limpieza?

—Nadie sabe nada.

—Bueno. Ve a descansar —dijo Bordelli, y colgó.

Era menos que nada. Volvió al pasillo, colgó el impermeable del perchero y se puso manos a la obra. Empezó a inspeccionar las habitaciones, una tras otra, con calma. Revolvía los armarios ya registrados por el asesino, los separaba de la pared para mirar detrás, buscaba debajo y encima de todos los muebles, miraba debajo de las camas, sacaba los pocos cajones que se habían quedado sin sacar y los vaciaba encima de la alfombra, se subía a las sillas y a las mesas para inspeccionar las lámparas. En la cocina miró incluso dentro del tarro del café y en el azucarero. En el estudio, donde se había encontrado el cadáver, había una chaqueta marrón colgada de la silla. Rebuscando encontró un llavero de oro con las llaves del Porsche y se lo guardó en el bolsillo.

Cuanto más conocía aquel apartamento, más triste y frío le parecía, no tenía nada que ver con un nido en el que refugiarse. Pensó que su casa era mucho más hermosa... con los suelos a la veneciana, el baño con las baldosas finas y amarillentas, los muebles llenos de carcoma, heredados de las ancianas tías de su padre a las que sólo conocía en fotografía.

Se puso un cigarrillo en la boca y sin encenderlo siguió inspeccionando la casa. Registraba despacio, convencido de que tarde o temprano encontraría algo. Tenía todo el tiempo que deseaba. Si hubiera inspeccionado su apartamento de aquella manera seguramente hubiera encontrado un montón de cosas que ya no recordaba poseer.

Al final de la mañana, sólo le quedaban un par de habitaciones por registrar y todavía no había encontrado nada. Pero había conseguido no fumar y esto le daba cierta satisfacción. Si había conseguido salirse con la suya contra los nazis, también podía hacerlo contra aquel vicio idiota, pensó.

Decidió mirar primero el dormitorio de Badalamenti. Entró y encendió la luz. Fea habitación. Una lámpara con adornos de fruta en cristal, apliques metálicos pintados de verde, muebles de color marrón claro que recordaban los de las oficinas de correo. De la pared colgaba un gran espejo rectangular con el marco azul. Pero la pieza importante era la cama de madera dorada con una cabecera incrustada de volutas cursilonas. Sobre la colcha había un montón de ropa sacada de los cajones. Bordelli la revolvió con la mano. Calzoncillos, camisetas, calcetines, todo de marca. Junto a la ventana había un pequeño escritorio con la superficie de mármol negro y encima una máquina fotográfica Leica, de esas caras. Estaba claro que el asesino no había matado para robar.

Los dos cajones del escritorio ya habían sido registrados como los demás. Por el suelo estaban dispersos hojas y papeles, recibos, impresos postales por rellenar, sobres vacíos y sellos. Nada importante.

Echó una mirada por toda la habitación. Encima de la cabecera de la cama colgaba una lámina con un Cristo del siglo XV con un marco de madera negro. Bordelli lo descolgó para mirar detrás y algo cayó sobre la almohada. Dejó el cuadro y recogió un montoncito de fotografías en blanco y negro sujetas con un grueso elástico. También había un sobre con los negativos. En la primera foto aparecía una hermosa muchacha en bikini con el pelo largo y negro, jovencísima. Estaba de pie, con la espalda apoyada en el marco de una puerta y sonreía de modo inocente. En conjunto resultaba una imagen más bien provocativa. La muchacha tenía un cuerpo muy bello, aunque ligeramente inmaduro. Sin embargo, no debía de faltarle mucho para florecer totalmente. Bordelli se situó debajo de la lámpara y quitó el elástico. Había doce fotografías y aquella morenita era hermosa como el sol. En tres poses aparecía en bikini, en otras llevaba un vestido muy corto y unas piernas magníficas, en un par se adivinaba el seno detrás de los brazos cruzados. Al fondo se reconocían algunos rincones de la casa de Badalamenti. Detrás de todas las fotos había un nombre escrito con pluma: Marisa. ¿Por qué motivo Badalamenti las había escondido?, pensó. Volvió a juntarlas con el elástico y se las guardó en el bolsillo.

Siguió registrando la habitación minuciosamente, pero no encontró nada útil. Por fin se rindió y fue al salón, la última habitación que quedaba por inspeccionar. Era más bien espaciosa, con el suelo cubierto de grandes baldosas rojas y con cortinas floreadas que llegaban hasta el suelo. Entre el diván y los sillones de piel negra había una mesita baja de cristal que Badalamenti no debía limpiar muy a menudo. El único mueble era una fea vitrina moderna llena de vasos y botellas. El comisario abrió las puertas para poder mirar mejor. Coñac, whisky, brandy español, todas eran bebidas caras. En la parte inferior, junto a los vasos, había un bote de lata del tipo del de las pinturas. Lo cogió y abrió la tapa ayudándose con las llaves de casa. Dentro había estuco de color gris. ¿Qué pintaba un estuco gris entre los vasos? Volvió a colocar el bote en su sitio y miró la hora. Era casi la una, empezó a tener hambre. Seguiría con calma después de almorzar.

Salió a la calle pensando en acercarse a pie al mesón de Santo Spirito para comer un bocadillo y tomar un vaso de tinto. Luego cambió de idea. Se encaminó hacia su casa y cogió el Escarabajo. Pasó por el centro y fue a aparcar el coche en el patio interior de la comisaría. El cielo se había cubierto y no hacía tanto frío. Después de pasar toda la mañana encerrado en aquella fea casa le apetecía caminar al aire libre.

Cruzó el Viale Lavagnini y entró en la trattoria de Cesare, donde comía casi a diario desde hacía un montón de años. Al entrar saludó con un gesto al dueño y a los camareros e intercambió alguna frase con ellos. Era un poco como estar en familia.

El comisario nunca se sentaba en las mesas. Su sitio estaba en la cocina, junto a Totó, el cocinero pullés, allí tenía su banqueta. Lo consideraba un privilegio y, probablemente, se hubiera sentido dolido si alguien más hubiera tenido permiso para entrar en aquel paraíso de salpicaduras de salsa y bidones llenos de desperdicios.

—Totó, ¿has pensado alguna vez en casarte?

El cocinero estaba envuelto en un humo infernal, con seis sartenes en los fogones al mismo tiempo. Bordelli asistía divertido a la transformación de la materia. Un trozo de mantequilla, un poco de carne y cualquier otra cosa insignificante se convertían en un placer para el paladar. Totó era un tapón, pero tenía la maestría del torero. Cualquier animal tenía que sentirse orgulloso de ser maltratado por él. Era capaz de controlar varias cazuelas a la vez y alardeaba de ello como un crío. Sólo él se ocupaba de toda la cocina.

Bordelli terminó los espaguetis a la carbonara y pensó con placer en el cigarrillo que se fumaría después de la comida. Totó salió del infierno y se acercó.

—Le sirvo enseguida, comisario. Ya verá qué ossobuco.

—Estoy impaciente.

—¿Le ha gustado la pasta?

—Amor a primera vista.

—¿No tenía demasiada panceta? A veces yo también me equivoco.

—No te hagas el modesto, Totó, nadie te cree.

—Nadie es perfecto, comisario —dijo el cocinero, levantando las manos con una sonrisita de fanfarrón, y volvió a los fogones para seguir con los pedidos. Bordelli llenó de nuevo el vaso.

—Totó, ¿has oído la pregunta que te hice antes? —dijo.

—¿Qué pregunta, comisario?

—Olvídalo —dijo Bordelli.

El cocinero se acercó con una sartén en la mano.

—Le gusta el picante, ¿no es cierto? —preguntó.

—No puedo remediarlo.

—Entonces pruebe a ver si le gusta este osso.

La carne casi desaparecía debajo de una salsa roja bastante densa.

—¿Es una creación tuya?

—Casi... Pero lo he hecho un poco a la manera argelina.

—Te estás volviendo internacional como mi amigo Bottarini —le provocó Bordelli.

El año anterior, el Botta había sustituido a Totó en aquella cocina durante unos días, haciendo funcionar la trattoria sin demasiados problemas, y cuando Totó regresó del Sur oyó decir que su sustituto sabía cocinar platos extranjeros... sin saber que el Botta había aprendido aquellas recetas frecuentando las cárceles de media Europa y alguna del norte de África.

—¡Pero qué Botta, comisario! Yo todo esto lo he aprendido solito, pero antes nadie lo pedía —dijo Totó haciendo una mueca asqueado y moviendo las manos unidas de un lado a otro delante de la cara.

—No hay nada malo en aprender cosas nuevas —insistió Bordelli, con expresión ingenua. Totó sacudió la cabeza de forma teatral y suspiró.

—No aparte el vino, comisario, esto está al rojo vivo —dijo y volvió a los fogones balanceando los brazos. Nunca hay que decirle a un cocinero que alguien puede enseñarle algo, pensó Bordelli, mirando cara a cara el ossobuco. Tenía un aspecto magnífico aunque también peligroso.

Cada dos por tres, Totó llenaba platos y cuencos y los pasaba a los camareros a través de la abertura en forma de medialuna que comunicaba con la sala. Bordelli se metió en la boca el primer bocado de carne y notó que las encías le ardían. Bebió un buen trago de vino.

—Bueno —dijo con los ojos llenos de lágrimas.

—Me alegro que le guste —contestó Totó, malicioso.

—¿Qué haces en Navidad, Totó? ¿Bajas a ver a los tuyos? —preguntó el comisario cambiando de tema.

El cocinero tenía un momento de pausa y se acercó limpiándose las manos con el delantal.

—Este año vienen ellos, el señor Cesare ha decidido no cerrar. Y usted, ¿qué hará?

—Todavía no lo sé.

—¿Por qué no viene a casa, comisario? Somos más de cincuenta y armamos tanto jaleo que hasta los muertos se despiertan. Además tengo algunas primas... —dijo el cocinero, dibujando en el aire grandes curvas femeninas.

—Gracias, Totó, lo tendré en cuenta —dijo Bordelli, continuando con cautela su viaje al fuego argelino.

De momento no le apetecía demasiado pensar en mujeres. Todavía recordaba la última historia que había terminado mal, hacía un año y medio, Milena, una judía de veinticinco años... le había dejado dentro una herida que aún no había cicatrizado y, para no seguir pensando en ella, se llevó a la boca otro trozo de aquel ossobuco infernal.

Pietrino Piras regresó de su difícil paseo con las muletas. El médico le había dicho que el movimiento aceleraría la curación y él estaba impaciente por que llegara el momento de volver a Florencia. No le gustaba estar de manos cruzadas. Además Florencia significaba estar con Sonia. Se moría de ganas por verla. Ahora ella estaba en Palermo con su familia y pasaría allí todas las fiestas. Hablaba con ella por teléfono tres o cuatro veces por semana y su madre intentaba entender quién era aquella muchacha que preguntaba tan a menudo por su Nino. Él disimulaba y ni siquiera le decía cómo se llamaba. Era celoso con sus asuntos y sobre todo con Sonia.

Era la hora de la comida. En un rincón de la cocina había un pequeño árbol de Navidad con las mismas bolas de cristal de colores que había visto desde niño. Su madre lo había adornado aquella mañana, con mucho retraso comparando con otros años. En la chimenea el fuego estaba encendido desde la mañana. Pietrino se sentó a la mesa junto a su padre y la madre llegó con los espaguetis con tomate.

—Ha pasado la tía Bona, para Navidad traerá ella el vino espumante —dijo, llenando los platos.

—Mamá, me has puesto pasta para cuatro...

—Come, Nino, el doctor ha dicho que tienes que comer.

—Es demasiada.

—Ya verás como no lo es.

—Si haces esto, después no come la carne —dijo Gavino a su mujer.

Sus padres le mimaban como a un niño. Estaban contentos de tenerle en casa, aunque el mérito fuera de aquella desgraciada historia. Su madre, María, era una mujer bajita pero llena de fuerza. Trabajaba como una burra, nunca paraba. Hablaba en dialecto, pero había estudiado hasta tercero de primaria y sabía italiano bastante bien. Llevaba siempre un pañuelo anudado debajo de la barbilla y tenía una mirada dramática. Ella cuidaba de los animales. Tenían algunas gallinas, muchos conejos y un par de cerdos.

—Gigi y Pino tampoco vendrán esta Navidad —dijo María.

Eran sus otros dos hijos, ambos mayores que Pietrino. Estaban casados y vivían en Francia desde hacía muchos años.

—Lo sabemos desde octubre, ¿por qué hablas de ello ahora? —dijo Gavino.

—Podrían venir —contestó María.

—Vendrán el próximo año —dijo Gavino, fingiendo haber digerido aquel tema.

—Les comprendo, mamá, cuesta demasiado dinero.

—Ni siquiera en Navidad... —dijo María, mirando el plato. Siguieron comiendo en silencio. Sólo se oía el rumor del fuego que consumía la leña.

Gavino se ocupaba de su trocito de tierra. Había perdido un brazo en 1945, combatiendo junto a Bordelli. Sin embargo, con un solo brazo trabajaba como si tuviera tres. Excavaba zanjas, podaba los árboles, recogía los tomates. Estaba orgulloso de su trozo de tierra y, mientras pudiera, quería trabajarlo él solo. Cada mañana, al amanecer, pasaba un amigo suyo con el 600 familiar, compraba un poco de todo e iba a vender al mercado de Oristano.

Pietrino se dio cuenta de que tenía más hambre de la que creía y se acabó los espaguetis. Su madre le retiró el cuenco con una mirada satisfecha. Las madres siempre tienen razón. El vino era áspero y ligero y sabía todavía a uva. Lo hacía Gavino, repitiendo cada año todo aquello que había visto hacer a su abuelo y luego a su padre.

María trajo a la mesa dos sartenes. Polenta con col negra y pezz'imbinata, tiras de carne de cerdo maceradas en vino tinto y asadas a la brasa. Pietrino conocía bien aquellos sabores, formaban parte de su vida como las paredes de aquella casa o el cuadrito de Santa Bonacatu colgado encima de la chimenea.

—Esta col la he hecho yo con mis propias manos —dijo Gavino, hundiendo la cuchara en la polenta.

—Sólo tienes una mano y además las cosas las hace Dios —dijo María, burlándose de él.

Gavino no le hizo caso y miró a su hijo.

—Come, verás qué sabor... es bueno porque lleva dentro el cansancio —dijo apretándole el brazo.

—Cada día dices lo mismo, papá —contestó Nino, sonriendo.

—Tú también comes cada día —dijo Gavino, serio.

Pietrino siguió comiendo en silencio. Después del almuerzo fue a descansar al sillón junto a la chimenea, delante del televisor que estaba encendido, un bonito Sylvanya de 21 pulgadas con el mueble de plástico que había regalado a sus padres en su último aniversario de boda. A María no le gustaba mucho tener aquel objeto de hierro plantado encima del tejado, decía que atraería los rayos. El televisor de los Piras era uno de los pocos del pueblo y, a veces, amigos y parientes venían a ver algún programa, sobre todo el sábado por la noche y el domingo.

Mientras su madre fregaba los platos, Pietrino miró distraídamente el final de un programa de ciencias naturales y después apareció la carta de ajuste. Se inclinó hacia delante y sin levantarse apagó el televisor con el extremo de la muleta. Intentó leer unas líneas de Maigret, pero la digestión y el calor del fuego le hicieron adormilarse.

Se despertó hacia las tres y permaneció atontado mirando el televisor apagado. Bostezó, se notaba cansado de tanta ociosidad.

Gavino ya debía de estar en el campo y su madre había ido donde las abejas. A veces Piras iba con ella, pero nunca se acercaba a las colmenas. Siempre se asombraba al ver cientos de abejas posarse sobre los brazos y el rostro de su madre sin picarla.

Extendió la mano y cogió de nuevo la novela de Simenon. Había traído de Florencia una maleta llena de libros, se los había prestado Simone, un íntimo amigo de Sonia del que, al principio, se había sentido un poco celoso. Vivía justo delante de ella y, sobre todo, era guapo.

Le faltaban pocas páginas para acabar aquel Maigret. Tardó pocos minutos en leerlas, después cerró el libro y le dio una palmada. Siempre hacía aquel gesto cuando una novela le había gustado.

Se sentía ligeramente entumecido. Se estiró y oyó crujir los huesos. Para no volver a quedarse dormido se levantó, cogió las muletas y salió a la calle. Si se quedaba demasiado tiempo encerrado en casa se ponía nervioso. Aparte de la lectura, no tenía nada más que hacer y en aquellas condiciones ni siquiera podía ayudar a sus padres en el campo o en el establo. No le hubiera importado hacerlo, al menos así el tiempo hubiera pasado más velozmente.

El comisario salió de la cocina de Totó con ganas de irse a dormir. Sólo después de hacerlo se había dado cuenta de que él solito se había bebido una botella de vino. En la avenida había mucho tráfico debido a las fiestas de Navidad. Se encaminó hacia Via Zara reprimiendo las ganas de encender otro cigarrillo. No llovía, pero el cielo se había convertido en una losa de plomo y Bordelli notaba la humedad metida en los huesos. Prefería la nieve, pero en aquella ciudad casi nunca nevaba. Incluso una noche había dormido bajo la nieve, en 1944, en Umbría, y fue una de las pocas veces que durmiendo al raso en invierno no había pasado frío. «Bajo la nieve, pan», decían los campesinos. Él y sus compañeros se habían quedado dormidos metidos en los sacos de dormir y se habían despertado a la mañana siguiente completamente sudados, debajo de una capa de nieve de un grosor de treinta centímetros... No había manera, pensara en lo que pensara, siempre le venían recuerdos de aquella maldita guerra.

Al entrar en el patio de la comisaría, saludó a Mugnai con un gesto y fue a buscar a Rinaldi y a Tapinassi. Quería entregar a los dos agentes las fotografías de la muchacha que había encontrado en casa del usurero, con el encargo de encontrarla lo antes posible. Aquellas fotos habían sido tomadas por Badalamenti con su costosa Leica y, siendo optimista, uno podía pensar que la chica vivía en la ciudad. Si no la encontraban, la buscarían por la provincia y así, sucesivamente, por toda Italia. Era una pista que merecía ser seguida hasta el final. Encontró a los dos agentes en el despacho de la Brigada Móvil.

—Buscadme a esta chica —dijo Bordelli entregándole a Tapinassi dos fotos de Marisa que previamente había recortado por debajo de la barbilla. Las otras las tenía guardadas bajo llave.

Tapinassi miró las fotos y se ruborizó hasta las orejas.

—Déjame ver —dijo Rinaldi, arrebatándoselas. Vio a la chica y dilató los ojos.

—... jones —dijo.

Parecían dos idiotas. Y menos mal que habían visto las fotos en versión censurada, pensó Bordelli sacudiendo la cabeza. Ambos policías seguían mirando a la hermosa Marisa, hombro contra hombro.

—Tendréis mucho tiempo para admirarla. Coged una cada uno y no hagáis copias. Os tenéis que ocupar de este asunto sólo vosotros dos sin decir nada a nadie. ¿Entendido?

—Haremos todo cuanto esté en nuestras manos —dijo Rinaldi.

—Probad también en los colegios, pero nadie debe saber por qué la estamos buscando. En todo caso, os inventáis una excusa.

—¿Por qué la estamos buscando, comisario? —preguntó Tapinassi.

—De momento, no es importante que sepáis el motivo. Guando la hayáis encontrado, no os acerquéis a ella, no hagáis nada... me lo comunicáis enseguida.

—De acuerdo, comisario —dijo Tapinassi, mirando de reojo las fotos que sostenía su compañero.

Bordelli les dio una palmada en el hombro.

—No debierais tardar más de una semana, esto no es Nueva York —dijo.

—Lo conseguiremos —dijo Rinaldi, poniéndose firme.

—Máxima discreción —insistió el comisario dirigiéndose hacia la puerta.

Antes de salir pasó por su despacho sin un objetivo concreto. Quizá sólo para echar una ojeada a la habitación. Cada vez que entraba allí se sentía un poco como en casa y aquello le preocupaba. Hacía mucho calor. Tocó los radiadores, ardían a expensas de los ciudadanos. Se puso en la boca un cigarrillo apagado y dejó las cerillas sobre la mesa del despacho. Salió de la habitación y bajó la escalera decidido a fumar sólo si se cruzaba con alguien que tuviera lumbre.

Cruzó el patio ajustándose el impermeable y, al pasar delante de Mugnai, levantó la mano para saludarlo. Mugnai salió de la garita y fue a su encuentro.

—¿Quiere fuego, comisario?

Bordelli suspiró y encendió el cigarrillo con el fósforo de Mugnai. Le había salido mal, pero en el fondo eso era lo que esperaba, si no no se hubiera paseado por la comisaría con un cigarrillo apagado en la boca.

—Gracias —dijo, exhalando el humo con fuerza.

—Lléveselos —dijo Mugnai, y le puso la caja de fósforos en el bolsillo.

No había nada que hacer, si quería dejar de fumar tenía que contar sólo con sí mismo.

—Te compraré otra —dijo Bordelli.

—No importa, comisario, yo no fumo.

—¿Cómo has conseguido dejarlo?

—Nunca he empezado.

—Te entenderías con Piras —dijo Bordelli.

—A propósito, ¿cómo está el muchacho? —preguntó Mugnai.

—Está impaciente por volver a dar caza a los asesinos.

—Salúdele de mi parte.

—Lo haré.

Bordelli subió al Escarabajo y salió de la comisaría pensando en el joven Piras con muletas y en su padre, Gavino, sin un brazo.

Miró la hora. Apenas eran las tres. Antes de volver al apartamento de Badalamenti quería pasar por Careggi y ver a Diotivede. Cogió la circunvalación e intentó fumar aquel estúpido cigarrillo lo más lentamente posible para que le durase. Al pasar con el coche frente a la Fortezza vio a lo lejos a un hombre y a una niña que hablaban junto al estanque del jardín. En aquel momento no le dio importancia, pero cuando llegó cerca del cruce con Viale Milton detuvo el Escarabajo y dio marcha atrás, sin hacer caso de los bocinazos dirigidos a él. Aparcó entre dos árboles y bajó. Le había parecido reconocer a Lapo, un joven de treinta años, hijo de un comerciante del centro que había sido condenado varias veces por molestias sexuales a menores. Sus padres eran ricos y lo protegían pagando abogados carísimos que intentaban hacerlo pasar por loco, pero Bordelli no era un juez. Cruzó corriendo la avenida llena de coches y se acercó al estanque. El muchacho estaba de espaldas, agachado, y hablaba con la niña.

—¿Algún problema? —dijo secamente Bordelli.

El chico se giró sorprendido y al ver al comisario se levantó.

—Me ha asustado, comisario.

En efecto, era Lapo, con sus hombros como perchas y las caderas anchas como las de una mujer. Temblaba ligeramente por el susto.

—Tú sí que me das miedo —dijo el comisario.

La niña tenía más o menos diez años, con el pelo largo y rubio y una cartera roja colgada a la espalda.

—¿Eres tú el hombre de los juguetes? —preguntó, mirando a Bordelli con expresión seria.

—Pues sí, soy yo... ¿No vas a presentarme a tu hija? —preguntó el comisario a Lapo.

—No es mi hija —balbuceó el muchacho. Tenía la cara enjuta, los ojos demasiado grandes y la tez siempre brillante.

Bordelli avanzó hacia la niña sonriendo.

—¿Cómo te llamas?

—Beatrice, ¿y tú?

—Franco. ¿Qué haces a estas horas paseando tú sola?

—He ido a jugar a casa de una amiga mía... vive un poco más abajo —dijo, señalando con el dedito hacia Via dello Statuto.

—Y tú, ¿dónde vives?

—En aquella casa —dijo la niña, indicando un portal del otro lado de la avenida.

—Ven, te acompaño —dijo Bordelli, tendiéndole la mano.

—¿Y los juegos que me has prometido? —dijo ella.

El comisario lanzó una mirada a Lapo y éste miró hacia otro lado.

—Me he olvidado los juegos en casa.

—¡Vaya! Y ¿cuándo me los traerás?

—Vamos a hablarlo con tu madre —dijo Bordelli para salir del apuro, y se acercó a Lapo.

—Voy y vuelvo. Si te mueves de aquí, tendrás problemas —susurró.

—Esperaré aquí, se lo juro —dijo Lapo parpadeando.

Bordelli cogió a la niña de la mano y la acompañó hasta la puerta de su casa. Llamó al timbre y le dijo a la niña que quería hablar con su madre de los juegos. La mujer le escuchó atentamente y le dio las gracias, y de inmediato le dijo dos palabritas a la niña que la miraba sorprendida. Bordelli se despidió y mientras se cerraba la puerta oyó a la niña que protestaba porque el hombre de los juegos la había engañado.

Volvió despacio al jardín. Lapo estaba acurrucado en un banco, envuelto en su abrigo verde, y fumando un cigarrillo. El comisario se sentó a su lado. Permaneció un minuto en silencio, observando las copas oscuras de los robles del parque y las ramas desnudas de los plátanos que bordeaban la avenida. Los coches pasaban veloces y el tráfico iba en aumento. Después se giró hacia el muchacho y extendió un brazo sobre el respaldo del banco.

—Quería darte un pequeño sermón.

—Desde luego, comisario —dijo Lapo sin apartar la mirada del suelo. Apestaba a sudor y agua de colonia. Bordelli empezó con un suspiro de nerviosismo.

—Quisiera que lo escucharas atentamente porque no me gusta repetir las cosas.

—Desde luego, comisario —repitió Lapo.

Bordelli se giró de nuevo hacia la avenida.

—A partir de ahora haré que te sigan mis hombres, día y noche. Si me entero de que te acercas a menos de diez metros de una niña, iré a por ti personalmente y te llevaré directamente a la cárcel de Murate acusándote de violación. Cuarenta y ocho horas para investigar y buscar pruebas. Pero en la cárcel las voces corren deprisa y ¿sabes qué les hacen a los de tu calaña? Les cortan los huevos. Ahora, por favor, repíteme lo que acabo de decirte... palabra por palabra.

Bordelli no conseguía recordar en qué película del Oeste había visto una escena parecida, pero debía admitir que producía efecto. Lapo tomó aliento y empezó a hablar.

—A partir de ahora haré que te sigan... y si te acercas a una niña...

—Estupendo. Ahora termina la frase.

—... voy a por ti y... te llevó a la cárcel de Murate...

—Sigue.

—... y en la cárcel me... cortan...

—¿Los...? Dilo, es fácil.

—... los huevos...

—Muy bien, ahora estoy seguro de que lo has entendido. Y ¿sabes qué sucede si te cortan los huevos?

—No —dijo Lapo, pálido como un muerto.

—Bueno, pues si tienes curiosidad por saberlo acércate una vez más a una niña y se te aclararán las dudas. ¿Crees que necesitas más explicaciones?

—No —dijo Lapo.

Un instante después se tapó la cara con las manos y rompió a llorar como un niño. Sus hombros se estremecían como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Bordelli.

El muchacho le dio el paquete de HB sin levantar la cabeza. Seguía sollozando y sorbiéndose los mocos. El comisario cogió un cigarrillo y volvió a meterle el paquete en el bolsillo, después se levantó del banco y se fue hacia el Escarabajo. Si se hubiera quedado un segundo más le hubiera costado no darle una bofetada a aquel muchacho rico y enfermizo. Pero nunca le había gustado pegar y prefirió marcharse. Al subir al coche imaginó a Lapo con una niña y encendió el cigarrillo con los providenciales fósforos de Mugnai.

Dio la última calada al principio de Via Alderotti y, tras tirar la colilla, dejó la ventana un poco abierta para que saliera el humo. Hacía un frío tremendo, pero no se había dado cuenta mientras estuvo en el parque con Lapo.

Antes de que oscureciera, Piras quería recorrer al menos un par de kilómetros hacia Santu Lussurgiu. Era una bonita carretera y todavía quedaba algo más de una hora de luz. Su casa estaba a la entrada del pueblo, casi delante del cruce hacia Seneghe, y para ir hacia Santu Lussurgiu primero tenía que atravesar todo Bonarcado. Soplaba un poco de viento, pero no era desagradable. El sol calentaba más que en Florencia.

Caminar con aquellos bastones era cansado, pero notaba que se acercaba la curación y conseguía que le resultara placentero. Cada día que pasaba sentía las piernas más seguras. Quería regresar pronto y volver a ser el de antes... Ir a cazar asesinos y hacer el amor con Sonia.

Un burro rebuznaba como si sufriera, debía de ser el de los Perra. En el interior de las casas se veían los árboles con las bolas de colores y, en medio de la carretera, había dos niños jugando con un balón desinflado, corrían como ratones y su piel humeaba. También él había jugado en aquellas calles, pocos años antes.

Pasó por delante de la iglesia de Santa Maria, grande y maciza, casi demasiado imponente para un pueblo pequeño como aquél. Estaba hecha de piedras oscuras y el campanario no pasaba desapercibido. La fachada daba hacia el otro lado, hacia el bosque que ascendía por la colina. Parecía que la iglesia diese la espalda al pueblo. Cuando era niño, le llevaban a misa cada domingo. Aún recordaba el aburrimiento de aquellos momentos, los cantos de las viejas del pueblo, el cura que hablaba en una lengua extraña, su madre que le decía que tenía que confesarse, las velas torneadas que goteaban cera en el suelo de baldosas, el olor de las flores marchitas, las paredes ennegrecidas, los ojos redondos de Cristo que le miraban desde detrás del altar... cuando salía de allí se sentía renacer y, cada vez, se preguntaba cómo era posible que cada domingo todo el pueblo fuera a la iglesia para hacer una cosa tan triste. Con quince años se negó a ir y finalmente dejaron de llevarle.

Había vuelto a aquella iglesia sólo para algún funeral, la última vez hacía tres años, antes de trasladarse a Florencia, cuando murió su abuela María Serena. En aquellos tiempos, el cura era don Beniamino, un gordito que apestaba siempre a cerdo a la brasa y a vino. Sus homilías duraban una eternidad y las de los funerales, el doble. Tenía una voz aguda y siempre decía cosas que provocaban ansiedad. Un día, don Beniamino hizo una cosa que no tendría que haber hecho, empezó a vender a escondidas los terrenos que pertenecían a la iglesia de Bonarcado. Alguien lo descubrió y en media hora la voz corrió por todo el pueblo. Todos los del pueblo salieron a la calle, incluso las mujeres y los niños. Aquellas tierras eran de Bonarcado, no se podían tocar. Fueron a la iglesia a coger al cura y lo ataron encima de su asno con un cartel colgado del cuello: «S'ainu asuba 'e sa bestia», el asno encima de la bestia. Después fustigaron al pobre animal y mandaron al cura carretera abajo hacia Paulilatino, siguiéndole y murmurándole que no volviera. Y don Beniamino no había vuelto a aparecer.

Piras se esforzaba en caminar con un andar casi normal, pero la carretera de Santu Lussurgiu subía continuamente y el cansancio se dejaba notar. De vez en cuando tenía que detenerse y retomar aliento. Faltaba poco para la puesta de sol. Al menos quería llegar hasta el establo de Morgiu, y aceleró el paso. Muchos años antes de que él naciera, junto a aquella carretera había sucedido algo. Al principio del verano, al amanecer, un desconocido había sido hallado tumbado como un cristo en el polvo, con los ojos abiertos de par en par mirando hacia el cielo, muerto por un disparo de fusil de cañones recortados que le había partido el cuello. Debía de tener más de setenta años y tenía aspecto de sardo, pero nadie le había visto jamás. Tenía el rostro quemado por el sol, le faltaban casi todos los dientes y cuando lo levantaron la cabeza se le había desprendido y había rodado carretera abajo. Nadie descubrió jamás quién era, ni quién lo había asesinado. El cura celebró una misa en su memoria y lo enterraron. Encima de la tumba pusieron una lápida sin inscripción. En todos los pueblos de los alrededores se siguió hablando durante mucho tiempo de aquel asunto y después de algunos años empezó a circular la leyenda de un fantasma sin cabeza que caminaba de noche por el campo buscando a su asesino. Las madres utilizaban a menudo aquella historia para hacer obedecer a los niños: «Si no te duermes enseguida vendrá el muerto sin cabeza y te llevará». Su madre también se lo había dicho muchas veces y, poco a poco, aquella historia se le había quedado incrustada en el cerebro como la punta de un clavo. Durante años, todas las noches se había quedado dormido pensando que un día se haría policía y descubriría el misterio de aquel muerto asesinado. Pero ahora sabía, desde hacía tiempo, que nadie devolvería la paz a aquel fantasma sin cabeza que vagaba por la campiña.

Bordelli aparcó bajo los plátanos de Viale Pieraccini y subió lentamente los peldaños que conducían al laboratorio de Medicina Forense. Al llegar arriba se detuvo un instante y miró el cielo. Le hubiera gustado verlo de color blanco, cargado de nieve. Tenía ganas de sentir sobre la piel el frío seco de ciertos inviernos que había vivido de niño, pero las nubes eran oscuras y prometían lluvia.

Entró en el edificio. Incluso en el pasillo se olía el tufo dulzón y ácido típico de aquel lugar. Empujó la puerta del laboratorio y vio a su amigo médico de pie en medio de la habitación mirando fijamente la pared. Sostenía en la mano una probeta medio llena de un líquido oscuro, pero no le prestaba atención.

—Diotivede, ¿qué te sucede?

El médico sacudió la cabeza y fue a colocar la probeta junto al microscopio.

—Dentro de tres años me jubilo, me lo han comunicado hoy —dijo secamente.

—No me puedes hacer esto.

—Una vida no es suficiente. Apenas consigues entender dos estupideces y ya te tienes que largar a dar de comer a las palomas.

—Si sigues me echo a llorar —dijo el comisario.

Diotivede se acercó a una camilla. Con los gestos de siempre apartó la sábana que cubría el cadáver, la dobló como hace un ama de casa y la colocó en un estante. Bordelli había reconocido enseguida el rostro de Badalamenti, antipático incluso muerto. El cadáver tenía la barriga abierta.

Diotivede se puso los guantes con calma y empezó a trabajar con unas pincitas. El comisario se acercó a la camilla. El usurero tenía los párpados bloqueados, cerrados con dos alfileres. A Diotivede no le gustaba trabajar con un cadáver con los ojos abiertos.

Bordelli observó detenidamente el cuerpo rechoncho y muy peludo de Totuccio Badalamenti. Tenía los muslos cortos, ligeramente enanos. Parecía que hubiese crecido sólo de cintura hacia arriba. La última falange de cada dedo estaba manchada de tinta negra, De Marchi ya había venido a tomar las huellas del muerto.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó Bordelli, señalando al cadáver.

El médico no respondió.

—Diotivede, ¿me oyes?

—¿Eh?

—¿Hay alguna novedad sobre Badalamenti?

—Hace poco que lo he abierto, tenía mucho trabajo retrasado.

—Qué delicadeza... —dijo el comisario. Se puso un cigarrillo en la boca, pero no lo encendió. En el feudo de Medicina Forense no se podía fumar.

—Diotivede, ¿alguna vez has tenido que hacerle este servicio a algún amigo? Tiene que ser una experiencia extraña, ¿no?

El médico no dijo nada, parecía muy concentrado. Tenía ambas manos dentro de la barriga del cadáver y hablaba solo.

—Me cago en diez... —murmuró. Era evidente que estaba de mal humor, incluso parecía despeinado, pero era sólo una impresión. La pelusa que le cubría la cabeza no podía estar despeinada.

Bordelli suspiró.

—Tres años no es poco tiempo y luego puedes seguir trabajando de alguna manera —dijo, dándole vueltas al cigarrillo apagado entre los dedos.

—Tienes razón, puedo ponerme a diseccionar perros y gallinas para descubrir la causa de su muerte.

—¿Por qué no? Podrías abrir un laboratorio únicamente para ti.

Diotivede esbozó una fría sonrisa y hundió aún más las pinzas en la barriga de Badalamenti. Por el esfuerzo físico que hacía parecía que estuviera reparando un lavabo.

—Jubilarse no es algo tan malo —siguió diciendo el comisario.

—Me he enterado hoy y... no sé, me ha producido una sensación extraña... Pero dónde diablos ha ido a parar ese...

—¿Estás buscando el corazón? Te advierto que no sé si este modelo tiene.

Diotivede no prestó atención a las palabras de Bordelli. Seguía inspeccionando los intestinos del usurero y, de repente, encontró lo que estaba buscando.

—Así pues, no me había equivocado —dijo satisfecho, levantando en alto las pinzas. Entre las puntas en sierra había un arito metálico cubierto por una pátina oscura. El comisario se acercó intentando entender qué era aquello.

—¿Qué es esta cosa? —preguntó.

Diotivede no respondió. Sosteniendo las pinzas frente a sus gafas fue hasta el lavabo seguido por el comisario, abrió el agua y la dejó correr sobre el objeto misterioso. La pátina desapareció y se desveló el misterio: era un anillo de oro.

—Perdona un momento —dijo Bordelli. Cogió las pinzas de la mano de Diotivede y se puso delante de la lámpara. No se trataba de una alianza. Por un lado el aro era más delgado hasta casi convertirse en un hilo y en la parte más ancha había un pequeño brillante encastrado. En la parte interior había un nombre grabado: Ciro.

—¿Es posible saber cuánto tiempo antes de morir se lo tragó?

—No mucho antes, en cualquier caso no más de media hora.

—¿Estás seguro? —preguntó distraídamente el comisario. Diotivede se quedó inmóvil y le miró fijamente a los ojos.

—Yo sólo hablo cuando estoy seguro, si no me callo —dijo secamente.

—No te ofendas.

—Ya tendrías que saberlo.

—Sólo era una forma de hablar.

Bordelli seguía observando el anillo como si en él estuviera escrito el nombre del asesino. El médico se quitó los guantes y fue a lavarse las manos. Tres veces, como siempre. Ya se había tranquilizado.

—Con éste acabaré pronto. Pero no esperes grandes sorpresas, la causa y la fecha de la muerte están ya bastante claras —dijo, secándose las manos detenidamente.

El comisario bajó las pinzas.

—Murió por esas tijeras clavadas en el cuello —dijo con tono obvio.

—Exacto —dijo el médico, entrecerrando los ojos como un maestro complacido con su alumno.

—¿Cuándo murió?

—Casi con toda seguridad el viernes pasado, pero, como ya te dije, no es posible determinar la hora.

—Lástima —dijo Bordelli, pensando que sin la hora de la muerte todo se complicaba.

—Estoy casi seguro de que el asesino es zurdo, pero todavía debo efectuar alguna comprobación.

—Casi seguro no es propio de ti —dijo Bordelli.

—De hecho no quería decírtelo.

Diotivede se quitó las gafas para limpiar los cristales. Lo hacía cientos de veces al día. Era una operación larga y la llevaba a cabo metódicamente. Los cristales le servían para ver el mundo y quería que estuvieran siempre inmaculados. Bordelli volvió a colocar el anillo delante de la luz y lo observó unos segundos más. Luego fue hacia Diotivede con las pinzas en alto.

—Esto me lo quedo yo —dijo.

—Como quieras.

—¿Puedes envolvérmelo?

—Hay bolsitas en aquel cajón.

El comisario puso el anillo en una bolsita y se lo guardó en el bolsillo.

—No me pidas que escriba la perorata esa del informe, por favor, sólo lo sabemos tú y yo —dijo.

—Me fío... pero si lo vendes, vamos a medias.

—Por supuesto, y abrimos una cuenta en Suiza.

—Antes que entregarles el dinero a esos blandengues lo escondo en el colchón —replicó Diotivede, haciendo una mueca.

—¿Qué haces en Navidad? —preguntó Bordelli.

—Supongo que me iré pronto a la cama —contestó el médico mientras seguía frotando los cristales con un paño. Sin aquellas gafas en la nariz su cara cambiaba, se volvía vacía y casi divertida.

—¿No irás a visitar a tus parientes? —preguntó Bordelli.

—Iré el veinticinco a almorzar, como cada año.

—Si te va bien, el veinticuatro podemos cenar en mi casa. Nos conocemos hace mucho y nunca hemos pasado una Nochebuena juntos.

El médico volvió ponerse las gafas.

—Lo pensaré.

—Pero no esperes ningún regalito.

—No tenías que haberme quitado la ilusión —dijo Diotivede.

—Prepararemos una buena cena, como hace dos años. Beberemos vino y hablaremos de mujeres... ¿qué te parece?

—Lo pensaré.

—Dímelo con tiempo, falta poco para Navidad.

—Lo pensaré —dijo el médico por tercera vez.

—Bueno, si surge alguna novedad sobre nuestro amigo Badalamenti, llámame enseguida.

—No las habrá.

—Podías haberme dejado con la ilusión —dijo el comisario.

—En cuanto acabe, te llamaré.

Diotivede le saludó haciendo un gesto con la cabeza y mientras Bordelli se dirigía a la puerta empezó a sumergir instrumentos usados en la cubeta del desinfectante.

Hacia las cuatro y media, el comisario aparcó en Piazza del Carmine, debajo de la casa de Badalamenti. El sol se estaba escondiendo y las farolas ya estaban encendidas. El color sombrío del cielo amenazaba lluvia desde hacía rato, pero todavía no había sucedido nada.

Entró en el edificio del usurero y subió la escalera sin prisa. Estaba resuelto a no salir de aquel apartamento hasta que no hubiera encontrado lo que andaba buscando. Si era necesario rastrearía de nuevo toda la casa, centímetro a centímetro. A la fuerza tenía que haber algo, de lo contrario se sentiría vencido... y tendría que darle la razón a Ginzillo. Sería un duro golpe. Aquella cara de ratón de Ginzillo no podía tener razón.

En el rellano del penúltimo piso se detuvo para tomar aliento. Había comido y bebido demasiado y además ya no era un chaval. Quizá le sentaría bien ir un poco al gimnasio, quizá al de su amigo Mazzinghi y hacer un poco de boxeo como en los viejos tiempos.

Subió los dos últimos tramos de la escalera y entró en la casa de Badalamenti. Aparte del olor a muerto, sintió la misma sensación desagradable que ya había notado cada vez que había entrado en aquel lugar. Fue directamente al salón, abrió la vitrina y se sirvió un coñac. Bebió un trago. Era muy bueno, pero no alcanzaba los niveles del De Maricourt.

Cogió el bote de estuco gris que había visto antes de ir a almorzar y se sentó en un sillón. De momento era la única cosa extraña que había encontrado en aquella casa. Dándole sorbitos al coñac, intentaba comprender por qué Badalamenti guardaba aquel estuco en el salón, en la vitrina de los licores, entre los vasos. Descubrir el motivo podía no servir para nada, pero estaba acostumbrado a prestar mucha atención a los detalles, incluso a aquellos que aparentemente eran insignificantes. Apoyó el bote en la mesita de cristal y se puso a observarlo. En el fondo se estaba divirtiendo, era un poco como el juego de la caza del tesoro que hacía cuando era niño en casa de su primo Rodrigo. Quién sabe dónde andaba Rodrigo. Hacía mucho tiempo que no le veía y ni siquiera había tenido el honor de conocer a su nueva novia, la mujer que había conseguido hacer que cambiara de vida aquel pesado de Rodrigo... si es que seguían juntos. Al menos debería acordarse de telefonearle para felicitarle.

Bebiendo el coñac a sorbitos siguió reflexionando sobre aquel estuco gris. Partió de las cosas más elementales. Miró a su alrededor. No había más muebles. Así que si se quería guardar el estuco en el salón, había que meterlo en aquella vitrina. Pero ¿qué necesidad había de guardarlo en el salón? Bebió el último sorbo y le entraron ganas de fumar, pero intentó resistir. Quizá utilizaba aquel estuco a menudo en aquella habitación y no resultaba cómodo guardarlo en un lugar más alejado. Pero ¿por qué había que utilizar a menudo estuco en aquella habitación? Normalmente, una vez aplicado el estuco, resiste bastante tiempo. La cosa se estaba poniendo realmente interesante. Se levantó y fue a inspeccionar los cristales de las ventanas. No había rastro de estuco. Se sirvió otro coñac y de nuevo se dejó caer en el sillón. Apoyó los pies en la mesita e inclinó la cabeza hacia atrás sobre el respaldo. El estuco... presentía que estaba a punto de dar con la solución. Cerró los ojos y permaneció así unos minutos, aun a riesgo de quedarse dormido.

De repente se enderezó sonriendo. Quizá había comprendido. Se terminó el coñac de un trago y se levantó. Fue a la cocina y buscando en los armarios encontró una cajita de palillos. Cogió un par, volvió al salón y se puso a cuatro patas. Con un palillo empezó a rascar las ranuras que había entre las baldosas, una a una. Era un pavimento antiguo de baldosas de barro cocido de treinta por treinta. Siguió avanzando de rodillas como un niño que juega, sin importarle el polvo. No conseguía dejar de sonreír.

Por fin, en un rincón bajo la ventana, encontró lo que estaba buscando: el estuco en torno a una baldosa estaba blando. Lo rascó completamente con el palillo e intentó levantar la baldosa, pero sólo con los dedos no resultaba fácil. Volvió a la cocina para coger un cuchillo y haciendo palanca con la punta consiguió levantarla sin problemas. Se encontró con un hueco de cemento del tamaño de una caja de zapatos. Dentro había varias cosas. Un clasificador, un gran sobre amarillo lleno de cosas, una cajita redonda de terciopelo azul y un hatillo de tela blanca. Al sacar todas las cosas se dio cuenta de que el hatillo pesaba y lo abrió. Se encontró con una Glisenti 7.65 Parabellum con el número de serie limado. Pues qué bien nuestro Totuccio, pensó Bordelli. Volvió a envolver la pistola con el trapo y abrió la cajita de terciopelo azul. En su interior había varios anillos de oro, sobre todo alianzas. En ellas, en la parte interna aparecían grabados los nombres de los esposos y la fecha de la boda: «Argia Ferdinando 2 de octubre de 1902», «Nora Goffredo 14 de agosto de 1897» y así en todas.

Badalamenti era un hombre muy ordenado, incluso obsesivo. Había atado con un hilo a cada alianza una etiqueta en la que había escrito con tinta roja el nombre y el apellido del acreedor. El nombre que aparecía en las etiquetas correspondía siempre a uno de los dos grabados en la alianza, salvo en un caso. Probablemente había sido un hijo o un nieto el que había empeñado aquel anillo... pero ¿por qué sentirse tan incómodo?

Llevó todas aquellas cosas a la mesita de cristal y se sirvió otro coñac. Volvió a sentarse en el sillón, se colocó el clasificador encima de las rodillas y lo abrió. Había decenas de letras de cambio catalogadas por fecha. Cada compartimiento reunía un mes de caducidades. En el último había tres folios doblados en cuatro. Era el libro de cuentas de Badalamenti, la lista completa de los acreedores. Decenas de nombres y fechas escritas con caracteres tan minúsculos que para entender algo casi era necesaria una lupa. Bordelli encendió un cigarrillo y con cierta dificultad empezó a leer aquella lista de pobres diablos. Constituían un buen ejército. Se dejó caer de nuevo hacia atrás. Estaba ligeramente mareado, pero era una sensación placentera. Aquel coñac era realmente bueno. Dejó a un lado la lista y sacó algunas letras. Sumando los pagos de un solo mes daba una cifra bastante importante, más o menos el equivalente a un año de sueldo de un comisario jefe. Para el mantenimiento de un Porsche había que espabilarse.

Puso de nuevo en su sitio las letras y abrió el sobre amarillo. Encontró un montón de folios y se los puso encima de las rodillas. Más letras, compromisos de venta, contratos de varios tipos. Cogió uno al azar: una anciana sin herederos había cedido a Badalamenti la nuda propiedad de su villa de Settignano por dos millones. Se le escapó una sonrisa. Ahora que Badalamenti estaba muerto, la señora volvía automáticamente a poseer la nuda propiedad. Al menos aquel asunto tenía por sí solo un final feliz. Había varios contratos de cesión de nuda propiedad y otros de compraventa, siempre por un valor muy inferior al de mercado. No hacía falta ser un agente inmobiliario para darse cuenta. También había talonarios de varios bancos del Sur, casi intactos. Abrió un sobre de cartas cerrado con un elástico. Dentro había un buen manojo de letras de cincuenta mil liras, unidas con una grapa a la fotografía de una pequeña villa... una villa moderna con jardín, un seto de laurel junto a la verja y dos piñas de barro cocido encima de las columnas de la puerta de entrada.

—Joder... —dijo Bordelli sin dar crédito a sus ojos. Dio la vuelta a la fotografía. Detrás estaban anotados, con la misma pluma, la dirección y el nombre, los mismos que en las letras, «Mario Fabiani, Via di Barbacane, 65». Más abajo Badalamenti había añadido: «Interesante».

Bordelli sacudió la cabeza. Conocía al doctor Fabiani desde hacía varios años, alguna vez incluso lo había invitado a cenar a su casa. Era un psicoanalista de setenta años, más o menos jubilado, un alma buena apasionada por las plantas. Nunca le había oído decir ni una palabra sobre problemas económicos. Se sentía incómodo con sólo pensar en ir a verle, aunque fuera para darle la feliz noticia de la muerte de Badalamenti. Suspiró y pospuso aquella idea para después.

Siguió registrando entre los papeles y encontró una carta manoseada dirigida a «Distinguido Señor Totuccio Badalamenti». Unidas al sobre con clip había varias letras de cincuenta mil y un sobre más pequeño que contenía fotografías. Había cinco, en blanco y negro, tomadas en un lugar que parecía ser una especie de prostíbulo para militares americanos. Una muchacha rubia y casi desnuda, con tacones de aguja y ligas, estaba de pie, en medio de los sonrientes soldados que competían por meterle mano. En una de las fotos, un negro que medía unos dos metros imitaba una pistola con la mano y metía el enorme dedo índice en la boca de la rubia. Ella estaba con las manos levantadas y los ojos muy abiertos y todos los demás se reían. Foto de recuerdo de una guerra perdida.

Bordelli abrió la carta y empezó a leer. La caligrafía era ordenada y el trazo redondo. La había escrito una mujer. Rogaba al amabilísimo Badalamenti que no le pidiera más dinero porque ya no le quedaba. Terminaba así:

... le suplico que, suceda lo que suceda, nunca le diga a mi hijo lo que sabe de mí, no quiero que Odoardo crezca con el peso de la culpa de su madre. Confío en su buen corazón y pido perdón a la Virgen María para usted y para mí.

Que Dios le bendiga.

Su devota Rosaria Beltempo

La carta había sido escrita en octubre de 1964 y en el dorso del sobre estaba la dirección del remitente. Más abajo Badalamenti había anotado en rojo: «Casa de escaso valor, 2 hectáreas de olivar».

Tenía toda la pinta de tratarse de un chantaje pagado a plazos y garantizado con pagarés, un invento realmente genial, bravo Totuccio. El comisario suspiró profundamente y sonrió... se había acordado del juez Ginzillo. Quizá ahora aquella cabeza de ratón le escucharía y quizá entendería finalmente quién era Badalamenti. Sin embargo, conociendo a Ginzillo sabía que se cagaría de miedo antes que admitir que había sido un estúpido. Estaba impaciente por ir a ver a aquel genio de Ginzillo.

Oyó caer unas gotas y se giró hacia la ventana. Estaba empezando a llover. Volvió a la cocina y debajo del fregadero encontró una bolsa de plástico del supermercado. Metió todo lo que había encontrado, y antes de marcharse recorrió una vez más todas las habitaciones tranquilamente. Intentaba imaginarse a aquella sanguijuela paseando satisfecho por allí, calculando mentalmente el dinero que había ganado durante el día. Ahora ya no molestaría a nadie, una mano y unas tijeras habían puesto punto final a todo aquello. Entró en el baño y se miró en el espejo, el mismo que pocos días antes reflejaba el rostro de Badalamenti.

Bueno, ya no tenía nada más que hacer en aquel lugar. Podía marcharse. Cerró la puerta tras de sí y bajó lentamente las escaleras con la bolsa de plástico balanceándose a su lado. A pesar de la satisfacción, se sentía un poco melancólico.

Sólo faltaba una semana para Navidad. A medianoche todavía seguía lloviznando, gotas gélidas que no se decidían a transformarse en nieve. En una esquina del saloncito de Rosa había un abeto de metro y medio aproximadamente, cargado de bolas de colores y de lucecitas intermitentes. La mesa estaba cubierta de regalos envueltos y de otros por envolver. Gedeón, el enorme gato blanco de Rosa, dormía tumbado de espaldas encima de un mueble, con las patas levantadas. Era la imagen misma del sueño profundo.

Hago yo misma todos los paquetitos... ¿son bonitos verdad? —dijo Rosa.

—Preciosos.

Bordelli estaba recostado en el diván y sostenía entre los dedos una copa casi vacía de vino tinto. Observaba a Rosa y sonreía para sus adentros. A pesar de la vida que había llevado y de la gentuza que le había tocado frecuentar, Rosa era cándida como la espuma del mar. Aquella noche llevaba un vestido escotado con flores azules y zapatos morados de tacón.

El comisario se irguió y volvió a llenarse la copa. El salón tenía una ventana grande con una bonita vista. Más allá de las cortinas se veía toda una serie de tejados y al fondo la torre Arnolfo. Rosa había tardado mucho tiempo en encontrar la casa que le gustaba. Había trabajado toda una vida en los burdeles, verano e invierno. Después llegó la ley Merlin y entonces se dijo que ya era suficiente, no se veía paseando arriba y abajo haciendo la calle... le parecía una cosa triste y vulgar. Poseía el don de la parsimonia y había conseguido ahorrar un buen pellizco. Ahora se merecía un poco de descanso en un bonito apartamento sobre los tejados. En su hogar reinaba una luz cálida y acogedora que surgía siempre de las esquinas.

—¿Son sólo los regalos para esta Navidad o también para la próxima? —dijo Bordelli mirando las decenas de paquetes que cubrían la mesa. Ella estaba haciendo un lazo y se puso a canturrear.

—Non essere gelo-oso se con gli altri bailo il rock...[1]

—¿Me hablas a mí?

—Non essere gelo-oso se con gli altri bailo il twist... También tengo un regalito para ti, osito feo.

—No hacía falta, Rosa.

—Mentiroso, adoras mis regalos.

—No quería decir eso.

—¿Cómo es posible que nunca digas lo que deseas?

—Bueno, no quería... —dijo Bordelli, pero se calló porque estaba a punto de repetir la misma frase.

Rosa siguió canturreando.

—Con te, con te, con te che sei la mia passio-one, io ba-allo, il ballo del matto-o-one...

Bordelli bebió un sorbo de vino y encendió su sexto cigarrillo. Era más de medianoche y haber fumado sólo seis era un buen resultado.

—¿De verdad no me quieres decir para quién son todos estos regalos? —preguntó.

—Ya sabes que tengo un montón de amigas.

—¿Compañeras?

—No todas son putas. Qué te crees, no sólo me he dedicado a eso en la vida.

Rosa tenía los labios agrandados por el carmín y, cuando no hablaba, su boca parecía un corazón.

—Sólo era curiosidad —dijo el comisario.

Ella seguía haciendo paquetes. Rizaba el lazo con unas tijeras puntiagudas.

—Sabes, Rosa, ese tipo que vivía cerca de mi casa ha sido asesinado con unas tijeras muy parecidas a éstas.

—Vaya, qué simpático que me lo hayas dicho —replicó.

—Perdona, pero esa historia me sigue rondando por la cabeza.

—Según mi opinión, nunca lo cogerás.

—Gracias, Rosa —dijo Bordelli, y siguió reflexionando.

Por la tarde había entregado la lista de los acreedores del usurero a Porcinai, el archivero de la comisaría, pidiéndole que encontrara cuanto antes las direcciones y los números de teléfono de todos ellos. Se trataba sólo de un primer intento para empezar a moverse. De la lista de los acreedores había tachado el único nombre que conocía, el de su amigo Fabiani. También tenía la dirección de Rosaria Beltempo, estaba escrita en aquella penosa carta dirigida al «señor Totuccio Badalamenti».

Rosa terminó de envolver un paquete minúsculo y sosteniéndolo en la palma de la mano lo alejó para observarlo mejor.

Éste es para Tiziana, es un lápiz de labios que sólo se encuentra en París.

—Y tú, ¿cómo lo has conseguido?

—Me lo han mandado desde París por mi cumpleaños y a mí no me queda bien, así que...

—Rosa, no está bien regalar los regalos.

—Entonces qué tendría que haber hecho, ¿tirarlo? Le he rehecho la punta y parece nuevo... y además así lo puede disfrutar alguien todavía.

—Explicado de este modo, es fantástico.

—Tienes un montón de ideas anticuadas en esa cabezota de viejo —dijo Rosa, arrugando la nariz. Dejó a un lado el paquete y siguió con otro.

Bordelli soplaba el humo hacia el techo. Pensaba en las tijeras clavadas en el cuello de Badalamenti y cuando pensaba en el asesino emergían sentimientos poco claros.

—¡Qué serio estás esta noche...! ¿Tienes hambre? ¿Te preparo otra tostada? —preguntó, levantándose y acercándose a él.

—Gracias, Rosa, no tengo hambre.

—Ahora se acabó el vino tinto, vamos a beber un Monbazillac —dijo quitándole la copa de la mano.

—¿Otro regalo de París?

—París, París —chilló Rosa revoloteando dulcemente hasta la cocina sobre sus zapatitos morados. Un martillo hubiera resultado más silencioso.

—¿Nunca protestan los del piso de abajo? —preguntó Bordelli en voz alta.

—Vive una vieja bruja sorda —gritó Rosa desde la cocina. No se le podía achacar que no tuviera el don de la síntesis.

Fuera seguía lloviznando. De vez en cuando una gota dejaba un rastro largo y delgado sobre los cristales que daban a la terraza. Gedeón no se había movido, parecía un trapo tirado sobre el mueble. Bordelli apagó la colilla y se tumbó. Con los ojos cerrados se puso a escuchar el rumor de la lluvia que caía sobre el tejado. Desde la cocina llegaban los martillazos de los zapatitos de Rosa. Cuando volvió al salón llevaba una bandeja de plástico transparente con una botella y dos copas.

—¡Ta-tán! ¡Ta-tán! —exclamó, avanzando a paso de danza. Bordelli casi se había quedado dormido y se sobresaltó.

—Comisario... espero que realmente no te estés convirtiendo en un anciano atontado, ¿eh? —dijo Rosa colocando la bandeja sobre la mesita delante del diván.

—Quizá —dijo él, bostezando.

Rosa hizo saltar el tapón de la botella. Bordelli se enderezó y volvió a bostezar. El Monbazillac recién abierto exhalaba su perfume dulzón de uva noblemente mohosa y Bordelli tuvo la sensación de estar en paz con el mundo.

—Con lo bruto que eres, te parecerá lambrusco —dijo ella llenando las copas.

Bordelli cogió la suya y, en cuanto se la acercó a los labios, Rosa le agarró por el brazo.

—¡Espera, osito! ¿Por qué brindamos? —dijo emocionada. En su casa no se podía descorchar una botella sin brindar. Lo había aprendido en Francia, es decir en París, según ella, como si toda Francia fuese París.

—Por tu boda —propuso Bordelli intentando tocar la copa de Rosa, pero ella la apartó repentinamente a punto de derramar todo el vino.

—Hasta ahora me he salvado... ¡tonto! —dijo.

—Pues entonces decide tú.

—Brindemos por el que ha asesinado a esa sanguijuela... larga vida a él y que tú no consigas cogerlo nunca. ¿Qué te parece? —dijo, acercando su copa.

—Brindemos, de todos modos ya sabes que no se me escapará.

Estaban a punto de entrechocar sus copas cuando Rosa volvió a apartar la suya.

—Danlesié... No hagas trampas, osito; mírame a los ojos, si no, no vale —dijo. Otra costumbre parisina, decía siempre ella.

—¿Qué tal así? —dijo Bordelli mirándola fijamente con los ojos muy abiertos.

Las copas se entrechocaron emitiendo un bonito sonido de cristal. Bebieron un sorbo. No existían palabras para describir los aromas que penetraban en la nariz. Gedeón se estiró, abrió los ojos, los miró un instante con la mirada legañosa y se puso de nuevo a dormir.

—No querrás enviar a la cárcel a ese benefactor —dijo Rosa, con un destello de triunfo en los ojos.

—Pues claro que lo enviaré.

—No, no, no —dijo ella sonriendo, y bebió un buen trago de vino. Bordelli hizo lo mismo y vació la copa.

—No está nada mal esta espuma rubia —dijo.

Ella volvió a llenar las copas con gestos que intentaban imitar la elegancia de una gran dama. Cogía la botella por el cuello y levantaba el dedo meñique. Una vez, Bordelli había intentado sugerirle que si se movía de forma más natural hubiera sido aún más hermosa, y ella le había contestado algo así como: «¿Quieres decir que una vieja puta con el primero de primaria sólo puede escupir al suelo, blasfemar y rascarse entre las piernas?». También por esto Bordelli la apreciaba, porque siempre iba directa al grano. Rosa le dio un golpecito en la rodilla.

—¿Eh? —dijo él con expresión estúpida. De nuevo se había quedado absorto, pensando en Badalamenti.

—¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto a enamorar? —preguntó Rosa, preocupada.

—Sólo estoy un poco cansado.

Ella pareció conformarse con la respuesta.

—¿Otro brindis, comisario?

—Por tu belleza.

—¡Qué bobo! —exclamó con una risita y tendió la copa para hacer chin chin.