19 de diciembre
A la mañana siguiente Bordelli abrió los ojos hacia las nueve. Resopló y permaneció tumbado en la cama mirando el techo. Era domingo. Le hubiese gustado quedarse de nuevo dormido y despertarse directamente al día siguiente. Se levantó de la cama y fue a poner la cafetera en el fuego. Quería hacer pasar el día deprisa para llegar al lunes y seguir trabajando sobre el homicidio. Estaba impaciente por hablar con la muchacha de las fotografías.
No se le ocurrió nada mejor que salir de casa, subirse al Escarabajo y conducir hasta Grassina para coger Via Chiantigiana. Conducía lentamente, mirando las colinas salpicadas de casas y castillos. Siempre le había gustado aquella carretera. Brillaba el sol pero la campiña tenía los colores mortecinos del invierno. Aquellos colores también le gustaban. Cuando estudiaba en la universidad, había ido varias veces a Siena en bicicleta para oxigenarse la cabeza antes o después de algún examen.
Pasó el Ugolino y se detuvo en la fonda de la Martellina. Pidió un bocadillo de jamón, volvió al coche y cogió la carretera en dirección a Impruneta. De vez en cuando se cruzaba con un Bianchina o un Giardineta. Conducía despacio mientras comía el bocadillo, con la ventanilla un poco bajada. El aire era bueno, el pan también y el jamón una obra de arte. Le hubiera gustado un lugar como aquél para vivir sus últimos años.
Llegó a Impruneta. En la plaza de la iglesia había un mercadillo. Aparcó delante del ayuntamiento y se puso a pasear entre los tenderetes de verdura y queso preguntando a los campesinos si sabían de alguna granja en los alrededores que estuviera en venta. Todos le dijeron que fuera a hablar con el barbero o, mejor aún, con el tratante, porque si éste no sabía de ninguna, nadie estaría enterado. Bordelli había visto una vez un tratante cuando era niño, una vez que había ido a Greve con su padre a comprar aceite a un campesino. El tratante era un tipo que iba en bicicleta de casa en casa preguntando si tenían alguna escalera para arreglar, una silla que necesitaba un asiento nuevo de paja, un grifo para ajustar o cosas parecidas. Pero también se dedicaba a los trueques. Compraba huevos a los campesinos y los revendía en la ciudad a clientes fijos, o bien cambiaba un par de botas o una azada por una gallina, que después volvía a cambiar con otro por dos litros de aceite o por cualquier otra cosa. Charlaba con todos y siempre sabía qué había para vender o para comprar.
—¿Dónde puedo encontrarle? —preguntó Bordelli a un campesino bajo y ancho.
—Cuando hay mercado siempre aparece. Es uno alto y delgado, con la cara que parece que se la haya aplastado una puerta.
Bordelli siguió deambulando entre los tenderetes mirando a su alrededor, pero no vio a nadie con esos rasgos. Ya que estaba allí, compró un poco de verdura, un trozo de pecorino[7] curado y unas lonchas de finocchiona[8] y fue a dejarlo todo en el coche.
Siguió mirando a su alrededor, pero el tratante no aparecía. Por fin decidió probar con el barbero que estaba al final de la plaza. Lo encontró sentado en un banco hojeando La Domenica del Corriere. Era pelirrojo como un irlandés.
—En Terre Bianche podría haber una casa y además es muy grande —dijo.
—¿Qué significa «podría haber»?
—Hay una, pero nadie la quiere.
—¿Por qué? —preguntó Bordelli con curiosidad.
El barbero se inclinó hacia delante con expresión misteriosa.
—Dicen que por la noche...
—¿Fantasmas?
—Sólo uno, una mujer —precisó el barbero.
—¿Posee también algo de tierra?
—Cinco hectáreas de mixto.
—¿Mixto?
—Olivos y viña, todo en la solana. Habría que trabajarlo un poco porque hace tiempo que nadie lo ha tocado.
El viejo campesino había muerto y los hijos se habían marchado a la ciudad. Bordelli pidió que le explicara dónde estaba exactamente aquella casa, le dio las gracias y salió del local. Al volver hacia el coche vio al tratante que salía de un bar, no podía ser más que él. Alto y delgado como un clavo, con la cara afilada. Fue a su encuentro, se presentó y le preguntó si en la zona había alguna casa en venta. El tratante dijo que vendían una hermosa granja en Terre Bianche, con pajar y cinco hectáreas de terreno mixto. La vendían con muebles y todo.
—Si lo quiere, dejan también la cortadora para el forraje de los conejos —dijo. Le olía el aliento a vino.
—¿Es la del fantasma? —preguntó Bordelli. Debía de ser la misma casa de la que le había hablado el barbero.
—¡Noo, pero qué fantasmas! Es una ocasión, si tuviera dinero me la compraba.
—¿Cuánto piden?
—Eso no sé decírselo, pero seguro que es un buen negocio. El viejo Antero murió y sus hijos ya no quieren saber nada de pocilgas y gallineros.
—El barbero me ha dicho que se han marchado.
—Están los cinco en Florencia desde hace tiempo y el propietario ha decidido venderlo todo. ¿Quién le manda preocuparse de estas cosas del campo? Posee un horno de cal y una villa en San Casiano que parece un castillo.
—Gracias. Iré a ver la casa.
—Coja por aquella carretera, luego verá que sube y cuando vuelve a descender verá un camino a la izquierda...
—Ya me lo explicó el barbero, gracias.
El tratante levantó una mano a modo de saludo y se fue hacia los puestos del mercado. El comisario subió al Escarabajo, cogió la carretera por la que había llegado y poco después vio un camino que salía a la izquierda, debía de ser aquél. Lo cogió y siguió adelante unos cientos de metros y después del bosque frenó. El barbero había dicho que la casa era grande, blanca y que detrás había tres cipreses muy altos. La vio desde lejos y se acercó. Esperaba ver una granja medio en ruinas, pero en cambio parecía una hermosa casa sólida con el tejado y las ventanas en buenas condiciones. A un lado tenía incluso una especie de jardín, lleno de malas hierbas. El barbero y el tratante le habían dicho que estaba deshabitada, pero justo en la explanada enladrillada que había delante de la entrada estaba aparcado un 600 Multipla.
Dejó el coche junto al FIAT y bajó. Era un bonito lugar con vistas a las colinas. Pero la casa parecía inmensa. Empezó a caminar por allí. Se había alejado unos cien metros y mientras volvía sobre sus pasos vio a un tipo enorme con chaqueta y corbata quieto junto al Escarabajo.
—Buenos días —dijo en voz alta, y fue a su encuentro.
—Hola —dijo el tipo. Era alto y fuerte pero tenía la voz aguda. Sus enormes manos surgían de la chaqueta y colgaban casi hasta la altura de las rodillas.
—Perdóneme, el tratante me ha dicho que quizá esta casa estaba en venta —dijo Bordelli deteniéndose delante de él.
—Es cierto.
—¿Puedo verla por dentro?
—No es mía, es del amo —dijo el hombre, mirándole como si sólo deseara deshacerse de él cuanto antes.
—¿Dónde puedo encontrarle?
—Vive en San Casiano, pero su madre está en Impruneta, encima del bar de Piro.
—¿Es muy grande la casa?
—Quince habitaciones más los establos y el pajar.
—¿Cuánto piden?
—Dieciocho millones con el terreno y todos los muebles —contestó el hombre, mirándole sin el más mínimo interés.
—Gracias —dijo Bordelli.
Volvió a mirar la enorme fachada de aquella casa, subió al Escarabajo y se marchó. Dieciocho millones no era mucho dinero para un cuartel como aquél. Su casa de San Frediano valía más o menos lo mismo, podía venderla y cambiar de vida. Sin embargo, aquella granja era demasiado grande para él. Tenía que seguir buscando. Volvió a la carretera principal y giró a la izquierda para pasar por casa de Falciani. Quedaba todavía medio domingo, y cuando llegó a Tavarnuzze se le ocurrió pasar por Careggi.
—¿Estás observando la orina de Lorenzo el Magnífico? —dijo Bordelli al entrar en el laboratorio de Medicina Forense. Diotivede estaba mirando a contraluz una probeta. Era domingo, pero muchas veces ninguno de ellos lo tenía en cuenta.
—A cada uno su trabajo —dijo el médico, ácido.
Casi nunca se reía, como mucho doblaba los labios cuando quería decir alguna maldad.
—Fui a ver a Baragli, te saluda —dijo Bordelli, acercándose.
—¿Cómo está?
—Le queda poco...
—Un día de éstos iré a verle —masculló el forense. Conocía a Baragli y siempre lo había apreciado.
Permanecieron un momento en silencio, casi embarazados por aquella muerte inminente. El comisario observaba las operaciones de Diotivede sin entender nada.
—¿Has acabado con Badalamenti?
—Te dije por la tarde.
—Ya sabes que no tengo paciencia.
—De todos modos, he acabado —dijo el forense.
—¿Ves como tenía razón en pasar?
—Los primeros apuntes están ahí encima.
—¿Puedo?
—Si consigues entender algo...
—Sólo les echo una ojeada.
El comisario cogió una hojita escrita a mano y salpicada de manchas oscuras. Había aprendido a orientarse a través de los apuntes de Diotivede como un adivino a través de las vísceras de los pájaros. Después de la fecha de la muerte y de lo que ya le había comentado, venían los detalles científicos sobre los varios cortes y perforaciones de los tejidos. Del estudio del ángulo del corte y de otros aspectos se deducía que el asesino debía medir aproximadamente un metro ochenta, de complexión bastante fuerte y zurdo. Casi con toda probabilidad se trataba de un hombre. El golpe había sido asestado desde detrás de Badalamenti y la punta de las tijeras se había clavado entre dos vértebras, rompiendo una. «Como en la corrida», pensó Bordelli. La muerte había sobrevenido en pocos instantes. Los restos de adrenalina encontrados en la sangre de Badalamenti justificaban una gran rabia pero no el terror de la muerte. En resumen, no se había dado cuenta de lo que sucedía a su espalda.
Bordelli suspiró y colocó de nuevo la hojita en su lugar. No era mucho, pero era mejor que nada. Diotivede estaba extendiendo algo sobre un cristal del microscopio. Bordelli se acercó.
—Perdona si te lo pregunto, ¿estás totalmente seguro de que el asesino es zurdo? —dijo, desafiando la susceptibilidad del médico. Diotivede levantó la cabeza y lo miró fijamente a los ojos.
—¿Todavía no te has cansado de preguntarme si estoy seguro? —dijo.
—No te ofendas. Me gustaría que me explicaras cómo lo has deducido y así aprendo.
El médico volvió a pegar el ojo al microscopio.
—Estoy más que seguro. Ante todo, el corte interno de las hojas va de izquierda a derecha —dijo, con el tono de quien explica por enésima vez a un tonto una cosa sencillísima.
—¿Y no puede ser que haya golpeado así? —dijo Bordelli. Levantó la mano derecha por encima de su hombro izquierdo y, fingiendo tener en la mano un cuchillo, cortó el aire de izquierda a derecha.
Diotivede miró de reojo el gesto sin interrumpir su trabajo.
—No —dijo.
—¿Por qué no? —replicó Bordelli.
El médico suspiró y se apartó del microscopio.
—No puede ser por tres motivos. Primero: un diestro que golpea de ese modo desarrolla mucha menos fuerza y actúa con mucha menos habilidad y por lo tanto resulta más impreciso. Segundo: obstaculiza su propia visión. Tercero: un movimiento de este tipo no puede ser instintivo y, ciertos momentos, el instinto cuenta mucho. Y si lo aceptas, quizá haya un cuarto motivo.
—¿Cuál sería?
—Pues que jamás he visto algo parecido —concluyó el médico.
—En resumen, no tienes ninguna duda.
—Hagamos lo siguiente. Si descubres que el asesino no es zurdo, me jubilo enseguida.
—No digas nada más, me has convencido... el asesino es zurdo.
—Te lo agradezco.
Diotivede se inclinó nuevamente sobre el microscopio para observar el mundo maravilloso de las bacterias. Estaba inmóvil con una ligera mueca en el rostro y hacía girar las ruedecillas. Bordelli se estiró y bostezó.
—¿Qué has decidido hacer en Navidad? —preguntó.
—Creo que aceptaré tu invitación. ¿Quiénes serán los demás?
—Todavía no he dicho nada a nadie, pero pensaba en Dante Pedretti y en Fabiani... y si le sueltan a tiempo podría venir el Botta y así cocina él.
—No estaría mal —dijo el médico, siguiendo con interés a las hordas de microorganismos.
—Si no lo sueltan encargaremos algo en la trattoria de Cesare —dijo Bordelli.
—¿Qué tal está Piras? —preguntó el médico.
—Parece estar bien.
—Ha tenido mucha suerte ese muchacho.
—Depende del punto de vista...
—No digas siempre banalidades —dijo el médico, sin dejar de girar las ruedecillas del microscopio.
—Muy amable —dijo Bordelli, sonriendo.
De repente, Diotivede se apartó del microscopio con expresión dubitativa.
—Perdona, ¿qué día es hoy?
—Pues, domingo —dijo el comisario.
—¿Dieciocho?
—Creo que estamos a diecinueve... y creo haber oído que hoy en Francia había elecciones. ¿Quién crees que ganará?
—¿Ya estamos a diecinueve? Hubiese jurado que era el dieciocho —dijo el médico, aún sorprendido.
Bordelli había cogido unas tijeras pequeñas de la mesa y estaba jugando con ellas.
—Dieciocho, diecinueve o veinte, ¿qué diferencia hay para ti, Diotivede? Siempre estás aquí con la nariz metida en la barriga de los muertos.
—¿Es un pecado? —dijo Diotivede, sin mirarlo.
—Nadie ha dicho nada parecido —dijo el comisario levantando las manos. El médico no le hizo caso y se puso a escribir algo en una hoja. Después abrió un recipiente cilíndrico de cristal y con un pequeño hierro rascó del fondo una papilla amarillenta. Volvió al microscopio y extendió aquella porquería sobre otro cristal. Bordelli no dejaba de bostezar. En aquel periodo dormía realmente mal y se despertaba cansado.
—¿Qué te gustaría comer en Navidad? —preguntó. Diotivede sustituyó los cristales y volvió a inclinarse sobre el microscopio.
—Me gustaría una sopa de cebolla a la francesa, hace un montón de tiempo que pienso en ello —dijo.
—¿En Navidad?
—¿Por qué no?
—Bueno, si el Botta ha estado encarcelado en Francia seguro que sabe prepararla.
—Entonces esperemos que haya sido así —dijo el médico levantando la cabeza.
—Sólo falta esperar que lo suelten antes del veinticinco.
Piras estaba cenando con sus padres delante del telediario. La chimenea estaba encendida, como siempre, y las llamitas que ondulaban encima de la leña se reflejaban en las bolas de Navidad.
Llamaron a la puerta y Gavino fue a abrir. Era Pina Setzu, una vecina. Parecía angustiada. Con los ojos cercados de arrugas dijo que estaba un poco preocupada por su primo Benigno.
—Tenía que llegar a las siete pero no ha aparecido —dijo enarcando las cejas.
—Quizá estaba cansado —dijo Gavino.
—Siempre viene el domingo... —lloriqueó, apretándose el chal en torno a los hombros.
—Entra —dijo Gavino, estremeciéndose de frío.
Pina vivía en la casa de al lado desde que se había casado con Giovanni, hacía treinta y cinco años.
—Presiento que ha sucedido algo —dijo, entrando en la cocina, y se santiguó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Piras.
La mujer se abrió el chal y repitió lo que le había dicho a Gavino.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él? —preguntó Gavino.
—Vino el viernes a traerme el queso y dijo que vendría hoy...
—Hay que ir a ver —dijo María.
Todos sabían que Benigno vivía solo en una gran casa aislada y que no tenía teléfono.
—Quizá sólo se haya quedado dormido —dijo Gavino, fingiendo estar tranquilo. También él empezaba a pensar en algo malo, pero no quería que Pina se pusiera nerviosa.
—Iré yo —dijo Piras, levantándose.
Mientras se apoyaba en las muletas su madre lo miró preocupada, pero no dijo nada.
—¿Cómo piensas ir? —dijo Gavino.
Ni ellos ni los Setzu tenían coche, ni siquiera una motocicleta.
—Ettore tiene el 500 —dijo Piras, cogiendo la linterna que su padre tenía colgada encima de la chimenea. Se puso el abrigo y salió con Pina. Hacía mucho frío.
—¿Viene Giovanni con nosotros? —preguntó Piras, deteniéndose en el borde de la calle.
—No se encuentra bien, tiene un poco de fiebre —contestó ella meneando la cabeza.
Se encaminaron hacia la casa de Ettore sin decir nada. Pina caminaba deprisa y cada diez pasos se paraba para esperar a Piras, que renqueaba con las muletas. Empezaron a subir la cuesta en la que vivía Ettore y poco después llamaron a la puerta de los Cannas. Ettore estaba cenando con sus padres y su hermanita de cinco años, Delia.
—Pina está preocupada por Benigno —dijo Piras, y explicó a todos cual era la situación. Ettore se metió en la boca el último trozo de conejo, bebió un trago de vino, cogió su linterna y salió para ir a sacar el coche del establo. Subieron los tres en el 500 y cogieron la carretera hacia Milis. Piras iba sentado detrás. Nadie hablaba. Después de Tramatza cogieron la Cario Felice hacia Oristano. La calefacción soplaba en el interior del coche un aire muy caliente que olía a gases de escape, pero era mejor aquello que el frío.
La casa de Benigno estaba junto a aquella carretera nacional, cerca de la antigua cantera de Zocchinu, un par de kilómetros después de Tramatza. Era un edificio aislado con el tejado a medio caer, plantado en un terreno lleno de piedras a unos cincuenta metros de la carretera. Detrás había un cercado para las ovejas y una pocilga con los cerdos, que en aquella época debían de estar ya muy hermosos.
Benigno tenía cuarenta años, pero aparentaba muchos más. Era bajo, robusto y muy silencioso. Un solitario que nunca se había casado. Era propietario de varias hectáreas de tierra en torno a su casa, a un lado y a otro de la Cario Felice. Pero tenía también otras tierras cerca de Oristano, que había heredado de un tío hacía muchos años. Casi se podía decir que era rico, pero al verle no lo parecía.
Poco después cogieron el camino que conducía a la casa de Benigno y, desde lejos, vieron una ventana iluminada en el primer piso. El resto estaba muy oscuro. Pina volvió a santiguarse, farfullando una oración.
Ettore detuvo el 500 en la explanada de ladrillos que había delante de la puerta y bajaron todos. La luna estaba escondida detrás de un estrato espeso de nubes. Piras iluminó a su alrededor con la linterna. El Ape estaba aparcado como siempre bajo un tejadillo de chapa que Benigno había construido casi en la esquina de la casa, apoyado al muro. A primera vista todo parecía normal.
—¡Nino! —gritó Pina, llamando a la puerta.
Detrás de la casa, el perro se puso a ladrar. Era un perro bastardo, bueno como el pan. Por la noche, Benigno lo ataba a una larga cadena dentro del cercado de las ovejas.
—¡Calla, Leone! —chilló Pina.
El perro aulló y dejó de ladrar. Mezcladas con el aire frío llegaban de vez en cuando ráfagas con el tufo áspero de las ovejas.
Pina volvió a llamar y esperaron, pero la puerta no se abría. Del interior no llegaba ningún sonido. Ettore y Piras gritaron a coro tres o cuatro veces el nombre de Benigno y golpearon con los puños la puerta, pero no sucedió nada. Sólo se oían los gruñidos tranquilos de los cerdos, detrás de la casa, y, de vez en cuando, algún balido y el sonido de alguna campanilla.
—Puede que haya salido con un amigo —murmuró Ettore, pero ni siquiera él estaba convencido de lo que había dicho.
—¡Nino, abre! ¡Soy yo! —volvió a gritar Pina, con los ojos llenos de lágrimas.
Piras se puso la linterna debajo del brazo y caminando con cuidado por encima de los ladrillos irregulares se acercó al Ape. Se agachó para tocar el motor, estaba frío. Pero con aquella temperatura no hubiera tardado mucho en enfriarse, quizá ni siquiera una hora. Volvió sobre sus pasos y se dirigió a trompicones hacia la otra esquina.
—Seguid llamando, voy a ver detrás —dijo.
Avanzando apoyado en las muletas fue a la parte posterior de la casa y, antes incluso de ver las ovejas, oyó el rumor del rebaño medio adormecido. Leone empezó a aullar de nuevo. Piras se apoyó con un hombro a una estaca del cercado, dirigió la linterna hacia el perro y le acarició el hocico. Leone movía la cola y le lamía la mano.
—Quizá tú sabes dónde está Benigno —murmuró Piras.
Miró a su alrededor con la linterna. El asno estaba atado en su sitio, las ovejas dormían tranquilas, no se veía nada extraño. De nuevo se puso la linterna debajo del brazo y siguió avanzando. Oía a Pina que seguía gritando y aporreando la puerta.
La caseta de los cerdos estaba pegada a la casa. Piras corrió el cerrojo y entró. Se asomó por encima de la pared baja de la pocilga e iluminó con la linterna. Los cerdos lo miraban con aspecto tranquilo, olfateando el aire. Eran enormes y tenían una expresión de asombro en los ojos como todos los cerdos. Debían de estar repletos hasta las cejas, en el suelo quedaban todavía algunas manzanas. El solado de la pocilga estaba limpio. Antes de anochecer, Benigno había hecho todas sus tareas, había encerrado las ovejas y había dado de comer a los cerdos. Piras salió de la pocilga y cerró la puerta con el cerrojo. Al dirigirse hacia la esquina de la casa vio surgir el ojo luminoso de la linterna de Ettore.
—Nino, ¿has encontrado algo?
—Aquí está todo en orden —dijo Piras, yendo a su encuentro. Detrás de él vio la sombra de Pina, de nuevo envuelta en su chal.
—¿Qué hacemos? —preguntó Ettore.
—Entremos —dijo Piras.
Se puso a iluminar una por una todas las ventanas para descubrir cuál era la más vulnerable. Pina le cogió por un brazo.
—Delante hay una que no cierra bien —dijo.
Los tres volvieron delante de la casa y Pina indicó la ventana defectuosa.
—Es ésa —dijo, señalando la contraventana cerrada.
El alféizar estaba a menos de un metro del suelo. Pina explicó que la contraventana cerraba bien, pero que la ventana no ajustaba del todo.
—Sujeta la linterna —dijo Piras a su amigo.
Mientras Ettore iluminaba, Piras metió los dedos entre las láminas de madera y empezó a tirar, pero no se abría. Pina seguía murmurando oraciones. Sentía un gran afecto hacia Benigno, sobre todo desde que éste, con diez años, se había quedado huérfano debido a un terrible accidente.
—Déjame probar a mí —dijo Ettore.
Pasó la linterna a Piras y agarró la contraventana con los dedos. Tiró de ella un par de veces probando su resistencia y después se empeñó con todas sus fuerzas. Tras unos cuantos estirones la contraventana se salió de los goznes y poco faltó para que se le cayera encima. Siguió estirando hasta desmontarla por completo.
—Apártate —dijo Piras. Levantó una muleta y con la punta asestó un fuerte golpe en el centro de la ventana que se abrió de inmediato.
—Ettore, sujétamelas.
Piras se deshizo de las muletas y pasó por encima del alféizar. Ettore iluminó el interior, era la habitación del queso. También allí todo parecía estar en orden. Piras se hizo dar de nuevo las muletas y volvió a colocarse la linterna debajo del brazo.
—Voy contigo —dijo Ettore.
—No, espera aquí con Pina —dijo Piras.
Salió de la habitación y llegó al pie de la escalera que conducía al primer piso. Arriba se veía el resplandor de la única luz encendida en la casa, la misma que habían visto al llegar. Empezó a subir. Los peldaños eran estrechos y no resultaba fácil subir con las muletas. A mitad del tramo llamó a Benigno, pero nadie contestó. Llegó a lo alto, empezó a caminar por el pasillo y vio que la luz venía de la primera habitación. La puerta estaba abierta de par en par.
—Benigno, ¿estás ahí? —dijo en voz baja, como si temiera despertarlo. Le parecía notar un olor punzante que recordaba el perfume de la pólvora. Llegó a la puerta y se asomó.
—Joder... —dijo deteniéndose en el umbral.
Benigno estaba sentado en su viejo sofá, con la sien agujereada y los ojos muy abiertos que parecían mirar fijamente al techo. Un rastro de sangre espeso descendía hasta el cuello y le había empapado la camisa. Tenía los brazos colgando a lo largo del cuerpo y las manos no se veían, tapadas por los brazos del sillón. Piras avanzó hacia él y dio la vuelta hasta situarse delante. En la mano derecha de Benigno había una pistola e instintivamente se inclinó para mirar. Si no se equivocaba, debía de ser una Beretta 7.65, un arma reglamentaria de la Marina Militar durante la última guerra. Parecía ser que Benigno Staffa había decidido decir basta. Se enderezó y permaneció un momento observando aquel rostro ya grisáceo. La lengua ennegrecida se hinchaba entre los labios entreabiertos, parecía un trozo de carne listo para ser escupido. Con un dedo intentó mover la cabeza de Benigno y la notó rígida, el rigor mortis ya había empezado. Debía de llevar muerto al menos dos o tres horas. Pensó en Pina y se restregó la cara con la mano. No era capaz de imaginar cómo se lo diría. Intentó cerrar los ojos al muerto pasándole los dedos por encima, pero volvían a abrirse. Tuvo que insistir varias veces, pero por fin lo consiguió. Miró a su alrededor para ver si el pobre Benigno había dejado alguna nota, pero luego recordó que no sabía escribir. En el suelo, junto al sillón había un pequeño transistor apagado y su sombrero, una especie de boina que Piras creyó recordar habérsela visto puesta. Casi seguramente se había caído en el momento del disparo. Piras estuvo a punto de recogerla pero luego la dejó donde estaba.
Salió de la habitación y mientras bajaba la escalera empezó a pensar en las palabras que iba a tener que decir. Llegó a la planta con un hormigueo en el estómago. Tenía que evitar que Pina subiera. Abrió la puerta de la casa, Pina y Ettore estaban allí delante. Se detuvo en el umbral y miró a Pina a los ojos, buscando la frase adecuada... ella pareció comprenderlo todo y se lanzó hacia la puerta para entrar en la casa. Piras le aferró un brazo y la atrajo hacia sí.
—No subas, Pina —dijo.
Ella miraba hacia el interior como si pudiera recorrer la casa con la mirada.
—Nino... —dijo, luego se dejó caer de rodillas y se cogió la cara entre las manos. Empezó a decir algo sollozando, pero no se la entendía.
Sin que Pina le viera, Ettore hizo un gesto preguntando qué había pasado. Piras simuló una pistola con la mano apoyando el índice contra la sien. Ettore abrió mucho los ojos, meneó la cabeza y miró a la mujer.
—Por favor, Ettore, ve a llamar a los carabineros de Milis —dijo Piras. Hubiera preferido advertir a la comisaría de Oristano, pero hubieran tardado mucho más.
—¿Y ella? —dijo Ettore señalando a Pina.
—Irá contigo.
—Pina... —dijo Ettore.
La convenció para que se levantara y la condujo sujetándola por un brazo hasta el 500. Piras les observó mientras descendían por el camino hasta la carretera nacional y luego volvió arriba. Se sentó en una silla delante de Benigno y se puso a mirarle. Con los ojos cerrados tenía un semblante más sereno. A no ser por el agujero en la sien, parecía dormido.