¿QUÉ TIENES ENTRE MANOS?

Relato de terror ferial

Como te descuides te hacen socio de la Cruz Roja.

Y la dama de organdí te enseña un libro inédito de poesías. Él era un marino lapón que hacía la ruta entre New Orleans y Conil de la Frontera. Naturalmente le encontró en el puerto al anochecer. Y el poeta social vegetariano. Y la vieja decoradora a la que le falta un libro de veinte por treinta, a ser posible de tapas azules.

Y el crítico espontáneo que no está de acuerdo con lo último que escribes, pero en cambio aprecia mucho aquello tuyo tan bueno, sí hombre, aquello tuyo tan bueno, sí hombre, si lo tengo en la punta de la lengua, eso, ya está: Ashanti. Ashanti sí era bueno, pero lo último, muchacho, se te nota, no es lo tuyo. ¿Y usted cree que este libro le va a gustar a mi marido? ¿Cómo es su marido, señora? Muy recto. Pues no se lo compre usted. Muchas gracias, no sabe cuánto se lo agradezco, igual le compro el libro y luego me da la cena. Aunque el último libro se lo compré en la feria del setenta y ocho y aún no se lo ha leído. Dedícame éste. Ponme: A Leo, de su camarada Manolo. Ya somos dos. Te asesinan los ojos de los que saben de ti más de lo que escribes y de los que sólo saben de ti lo que escribes. Y luego los que miran el precio y te miran a ti y no pasas la prueba de idoneidad, muchacho, apoyado en el quicio de la mancebía, a la espera de la muchacha dorada, esa que llegará algún día y no te pedirá la firma, sino el número de teléfono. Avisan por los altavoces que estás aquí, pero de hecho asistes a una ceremonia plural en la que te bautizan, te casan y te entierran, una ceremonia ajena que contemplas desde más allá de esa identidad que pregona la megafonía. Esa megafonía, que no se entera. Hay coleccionistas de dedicatorias que quisieran les redactaras un prólogo para ellos solos y hay quien se molesta si pones algo más que un saludo a fulano de tal, como si le embadurnaras una fachada recién adquirida y pintada. Y el que juega a comprarte y no comprarte. Y la muchacha dorada que busca un escritor español tan hermoso como Le Clezio y no lo encuentra. Está desencantada de la literatura. Y el escritor que no se vende, ni tiene nada que vender, te envía desprecios en hipérbaton. Y el hijoputa aquel que no te metió en su antología. Y el enano asqueroso, seguramente impotente, que no te tuvo en cuenta en su apuesta sobre consagrados del año 2000. Y la menopáusica imbécil esa que cada vez que te ve te trata como si fueras el hombre de Ruiz Mateos en la Literatura Española. Confiesa, dime, ¿cuánta pasta gansa te da Lara por cada Carvalho? ¿Vendes? ¿Eh? ¿Vendes? Tratas de decir que no, que no vendes, que son infundios, que sólo te compra la inmensa minoría inteligente, que se sigue vendiendo más a García Márquez y casi tanto a Juan Goytisolo desde que tiene abuelo. Pero la imbécil sigue en sus trece ideas trece y tú nunca serás la catorce. Le lloras un poco. Se me ha estropeado la limusina. Se me ha muerto el perro. Lo he tenido que enterrar con estas manos. Se me pudren las latas de caviar en la belugateca del disgusto que tengo. Pero la imbécil insiste con su dedito achicado de tanto señalarme. ¡Vendes! ¡Vendes! ¡Yo lo he visto! Y pasa ese crítico de metodología previsible: tres ladillos pregonando que te ha entendido todo y el cuarto para demostrar que es más listo que tú, que te aconseja, que no es esto, que no es esto pero… menos da una piedra. Y el otro crítico que aprendió a leer una vez y para siempre y va de rigor mortis a todos los entierros literarios. Y la Bruja Pirula amenazante: ¡Tienes la fama pero no la gloria! ¡No se puede tener todo! La Bruja Pirula revolotea sobre la feria a lomos de una escoba que se compró en las rebajas de los saldos de una tómbola benéfica pro cama del escritor latifundista arruinado o del escritor tuberculoso rojo y pobre. Es el momento justo para el atentado. A ciento veinte metros de distancia se ha instalado el mercenario y con el fusil teleobjetivo. Es un exlegionario al que le han dado ciento cincuenta mil pesetas para que te mate y desalojes el espacio que ocupas. Desde la tendencia a la megalomanía que aún te queda llegas a creer que le han pagado los petroleros téjanos o algún departamento paralelo de la KGB. Y es posible que te acierte de pleno y nunca sepas que el patrón del disparo sea cualquier seudónimo finalista insuficiente en cualquier concurso sobre uvas verdes o maduras: por ejemplo el Planeta. O la Liga en Pro del Rigor Mortis Literario. O la Asociación de Viudas de Escritores Inéditos y bajo palabra de Honor. O la secta del Barroco Rosa o la del Ombligo sin Fondo.

Y si sobrevives, inevitablemente llegará esa muchacha a un magnetofón pegada, para decir que eres un polifacético y un prolífico y poeta y novelista y ensayista y periodista y gastrónomo, como si la gastronomía fuera un género literario. Pero aún te queda un último trago ferial. Cuando la muchacha del magnetofón ya te ha dejado para el arrastre biográfico, te pone el micrófono en los labios y quiere que le digas, siempre quiere que le digas, qué tienes entre manos.

1985