EL DELANTERO CENTRO FUE DEVORADO AL ATARDECER
Cuando levantaba el brazo y lo agitaba, cual si estuviera descoyuntado del cuerpo, le parecía que el alud de aplausos le pertenecía exclusivamente. Saltaba después sobre una y otra pierna, deseoso de que se mantuviera la atención del público sobre los recursos de su flexibilidad. Incluso mantenía la ilusión al caminar sobre el césped, mientras estrechaba la mano de su rival conocido o daba una protectora palmada sobre la espalda del debutante autóctono, protegido por las mejores miradas que se descolgaban desde los graderíos, como pinzas de un cangrejo inmenso y emocionado. Y después, cuando al borde del silbato inicial, se persignaba, creía imponer al público un distante respeto ante la fe sorprendida y sostenida, incluso bajo tan insólitas atmósferas. De su bota salía el saque inicial. Procuraba que la pelota rodara relajada hacia el interior derecho, una pelota confiada en la pierna que le dio movimiento. Un movimiento profesional y tranquilo, como el del cuchillo en manos del carnicero o el de los dedos de su madre cuando iban guiando con seguridad la recta del pespunte, bajo el piececillo implacable de la máquina de coser, marca Singer.
—Que gane el mejor. A pesar de mi condición de presidente del club, yo siempre, en mi fuero interno, pienso: Que gane el mejor. Y me parece que ha de ser así. No crea que una victoria no me interesaría. Ya lo creo. Están pidiendo mi cabeza. Ya sabe usted cómo son estas cosas. Cuando se gana, todo va bien. Cuando se pierde, en cambio… Yo confío mucho en ese chico. El mismo. Sí, soy de su misma opinión. Es un magnífico delantero centro. Por cierto, distraído por otros asuntos, he olvidado agradecerle su presencia en el palco presidencial. El agradecimiento es mío y de los miembros de la directiva. Usted siempre es bien acogido. Que lo sabemos, se lo aseguro. Por favor, que se le quiere a usted. Que todos sabemos que a usted el club le cae simpático. Si ganamos. Que Dios le oiga.
Le gustaban los primeros minutos. Cuando se busca el sitio. Cuando se hacen las primeras carreras y a uno se le pega el secante. De reojo hay que estudiarle. Hay que hacerle correr para ver qué tal te sigue. Por qué lado prefiere entrar, con qué pierna. Si es hablador. Si te dice: No tocarás pelota. O si ya empieza advirtiendo: Yo devuelvo dos patadas por cada una. Le gustaba ver el respeto y la prevención en los ojos de los más jóvenes o la zozobra y un cierto odio en los defensas centrales en el último año de titularidad: desmesurados en el atletismo de sus entradas, la seguridad de sus anticipaciones. A unos y a otros respondía: Tú, calla y juega. O bien: Te pagan por jugar, no por hablar. Le gustaba sorprenderles con una respuesta despectiva, pero educada. Como un señor. Exactamente como un señor del fútbol. ¿Por qué no?
—Ya no salen figuras como antes. Mire, ese chico es bueno; ¿pero le cambiaría por cualquiera de la media docena de delanteros centro de hace diez años? Hoy, a cualquier chico, porque sólo sepa atarse las botas, ya hay que pagarle. Es lo que decía el otro día el alcalde: Como sigan desapareciendo solares en los barrios, vamos a tener que fabricar futbolistas en plantas industriales. No hay mal que por bien no venga. Ya sé que es un signo de progreso. Los chicos hoy tienen otras salidas, gracias a Dios. Pero duele que cueste tanto encontrar alguno con clase y ganas. En cuanto tienen una categoría equis, calculan: en tantos años gano tanto, no hay que matarse. Fíjese. Fíjese qué manera de fallar un remate. Ese gol lo metía hasta usted. Perdone mi impertinencia. Se lo ruego. Es que yo sé que a usted le iba eso del fútbol. Que yo lo sé y de buena tinta. ¡Ah! Se dice el pecado, no el pecador. ¿Cuatro goles en mil novecientos veintitrés? ¿En un día? Entonces se tenía lo que había que tener. Y no lo digo porque esté usted delante.
Cuando la vio venir, automáticamente inició el salto. Le pareció como si el cuello se alargara inútilmente en busca de la pelota. Sintió primero el codazo en los riñones, después la pelota le rozó la sien y desde el suelo vio cómo la pala de los brazos del portero la recogían y la apretaban contra el pecho. Se levantó con una mano en el riñón, la otra en alto para llamar la atención del árbitro y una cierta fiereza en los ojos que buscaban al defensa. Allí estaba, mirándose los tacos de la bota, pero de reojillo a la espera de su reacción. En el mentón del defensa envejecían costurones, bajo dos ojillos que miraban el mundo a buena altura, desde hacía más de treinta años. Paleto de mierda, le gritó y el defensa sonrió mientras seguía en su atención a los tacos de la bota.
—¿Lo ve usted? El público está de uñas. Hasta a él le pitan. O a veces pienso que pitan precisamente al que más han aplaudido antes. Le molesta reconocer que se ha entregado a alguien. ¿Usted no cree en la psicología? Yo también creo en la disciplina. Pero la psicología enseña mucho, no crea. Enseña a comprender lo cabezota que es el hombre, lo cabezota que es la gente. Mi padre siempre me decía: El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Y tenía mucha razón. ¡Fíjese! ¡Qué manera de fallar!, no tiene su día. Ya le he dicho al entrenador que después del descanso repartan más juego por las alas. Ése no tiene su día y el público se le echa encima. Lo que resulta increíble es que después la toman con el palco presidencial. Se creen que pagar la entrada ya les da derecho a todo.
Ni él se lo explicaba. Pero a veces estas cosas pasan. Lo había declarado en muchas ocasiones a los periodistas: son cosas del fútbol. Por milímetros uno hace una virguería o una pifia. Esa pelota. ¡Ésa es la mía! La protegió con el cuerpo mientras levantaba la cabeza en busca de un compañero desmarcado. Burló el hachazo de la pierna del defensa, el aire de su arremetida, las esquirlas de tierra y césped. Vio abierto un camino verde y amarillo hacia el marco blanco. Cruzaba la expectación recobrada del público como se cruza una sustancia espesa que engulle. Vio tarde el cuerpo que se deslizaba a ras del suelo hasta sus pies. Cayó hacia delante mientras los ojos de su propia cabeza, vuelta, seguían la quietud de la pelota perdida entre las manos agarrotadas del portero. Y cuando se incorporó, el griterío del público era una lluvia de alfileres que se le clavaban en el estómago y en el corazón.
—¡Será bestia! ¿Pero usted ha visto? Tiene ganas de armarla. Ya salieron los pañuelos. Falta conciencia cívica, tiene usted mucha razón. Y educación y maneras. No, no es cosa sólo de este público. Es cosa del país. Aquí no podemos tener nunca la fiesta en paz. Sí, señor, tiene usted razón. Sacas la vara y te llaman asesino. Sacas la pipa de la paz y te llaman gilipollas. ¿Eso es jugar? Si por mí fuera, les soltaba al público. No se ría usted. ¡Les soltaba el público! Son unos desgraciados. Les sacas de la nada, haces de ellos unos señoritos, unos millonarios y no te lo agradecen. ¿Sabe usted qué me contestó el otro día un malasombra? Usted no sale a ganarse al público todos los domingos. ¿Que no salgo? ¿Y quién da la cara cuando las cosas van mal, tú, rico? Tiene razón mi mujer, nadie me mandaba meterme en esto. Pero llevo el fútbol en la sangre, y el club aquí, en el corazón. Y vamos, creo que esto es como un servicio público. Mírelas: cuarenta mil personas reunidas, al aire libre y con un interés común. ¡Esto del deporte es algo serio!
Lo peor es perder la seguridad, se repetía. Lo peor es tratar de sustituir con teatro la seguridad. Él no podía hacer como ese desgraciado que roba aplausos del público yendo a por todas. Yendo a por todas no se coge ni una. Y estaba cayendo en la trampa, en la trampa de aceptar la pelota como un capote; una y otra vez embestía, y una y otra vez burlado. Incluso le pareció que el rostro del defensa se había transfigurado, que había dejado de estudiarle, de tomarle la medida. Era el rostro de una persona segura de su efectividad que actúa sin preocuparse por el antagonista. Por eso el delantero centro corría detrás de todas las pelotas, y cuando ya estaba claro que no llegaba se tiraba con los pies por delante, con rabia en el estómago. Y en los saltos lanzaba los codos rígidos por ver si le daba en la boca al hijo de su madre ése, que jugaba como si él no existiera. El público le gritaba, pero él se veía a sí mismo como abandonado en un túnel de silencio, con una bóveda de caras terribles, poseídas por la fiebre de la destrucción. Pedía el pase a gritos. Reñía el fallo de los compañeros. Buscaba la muerte en cada topetazo con el defensa. Hasta que sintió el rodillazo en las partes y se dobló el cuerpo del verdugo a cuyos pies se retorcía gimiente e insultante.
—Lo que faltaba. Igual se nos lesiona. No, que no cambie, sería como condenarle a muerte. Si sale ahora, del campo le pegan una bronca tal que no tenemos cara para alinearle en toda la temporada. Y eso, no. Hemos invertido mucho en ese tío. No se crea, cuando vamos, a jugar por ahí, tenemos una tarifa con él y una tarifa sin él. No es nada del otro mundo, pero tal como está el mercado… Es poca cosa. Como todos. No tienen nada aquí dentro. ¿Qué quiere usted? Son futbolistas para no ser del montón, pero son poca cosa. Ya se levanta. ¡Vamos, ricura, que es para hoy! Y sólo falta que le hayan hecho pupa en los pocos que le quedaban. Usted se ríe, pero yo tengo una mala sangre… Más pañuelos. A veces pienso que no hemos progresado nada desde el circo romano. Si les dejamos, se lo cargan. Si le matan, no les importa. Y le estaría muy bien empleado. Deja de hacer comedia. Deja de hacer comedia. ¿Qué gritan? ¿Dimisión? ¿Lo oye usted? ¡Gritan dimisión!
Cuando volvía a casa lleno de morados, empapado en linimento, se frotaba con una toalla el brillo amarillo sobre la piel, antes de sentarse a la mesa. Su padre le miraba despectivo, distante. Cabeceaba sin decir nada. Su madre se quejaba desde la cocina en una salmodia histérica y mecánica. Pero él les compensaba con un sueño triunfal: un piso nuevo con muebles de estilo inglés color café con leche. Su padre, con zapatillas de felpa, un sello de oro y puro habano. Su madre, con las uñas de una mano en remojo, mientras la manicura le hurgaba las de la otra mano con delicadeza de callista. Y él entraba con un jersey de cuello alto, ponía humedades de agradecimiento en los ojos de sus padres y un abismo de admiración en los de la manicura. ¡Corre! ¡Corre!, le gritaban los de la primera fila del lateral, con el cuerpo rebanado por la baranda. Y él corría con la pelota de plomo, que empujaba con las piernas de plomo, antes de caerse por el miedo a caerse, o antes de perderla en los pies palomas del defensa viejo y sordo.
—No, por favor. No les echemos todavía la fuerza pública. Que tiren almohadillas; me pondrán una multa y en paz. ¡Qué se le va a hacer! Pero aún podrían irritarse más. Y lo bueno es que usted y yo pagaríamos los platos rotos. Y ese tío es el único culpable. Lo mataría. Con mis manos. Ahora. La gente. Ahí está la gente. Él se lo ha buscado. No es justo que paguemos por sus errores. Mañana declararé a la prensa que he tomado urgentes medidas. Una multa no se la quita ni Dios. Y usted perdone. Mire la chusma. Hasta esos de tribuna. Se vuelven hacia nosotros. ¡Dimitid vosotros, desgraciados! ¿Ha visto? Y ésos no son don nadie, son gente de posibles. Pero o les haces ganar el domingo o te queman. ¡Este cargo es un purgatorio continuo! No es lo mismo que un político, no. No es que no me dé cuenta de las dificultades que tiene lo suyo. Hoy está usted aquí; pero yo todos los domingos. Y son cuarenta, cincuenta, sesenta mil personas que te dicen sí o no. Y sin comerlo ni beberlo, que ahí está la gracia del asunto. Porque yo gano popularidad y relaciones en el cargo. Pero aún tengo que poner avales y a veces hasta dinero de mi bolsillo. Y he de dar la cara, además, por esos desgraciados. ¿Qué ha sido eso? ¿Una piedra? ¿Le han hecho daño? ¡Salvajes! ¡A las cavernas, salvajes! ¡Vámonos, señor, que se apañen! Ya tengo bastante.
Las almohadillas sembraban el campo de amapolas. Volaban como buscando cuellos en el aire, para caer después, fracasadas cuchillas de guillotina, convertidas en aplastadas flores. Eran insuficientes las manos para achicarlas. El árbitro oteaba el desfiladero, con el pito a punto de toque de retirada. Entre las almohadillas volaban botellas y magmas de cemento arrancados de las aristas del estadio. Un banco ardiente cruzó los aires para caer sobre el campo. Los ángeles oscuros contenían bolsas de gente que se derramaban sobre el césped, para romperse las correas angélicas en rotos arcángeles con los brazos abiertos y sin asidero. Por los reventones empezó a penetrar multitud dentada. Los jugadores huyeron hacia los subterráneos; pero él permaneció en pose de esperar el centro desde la esquina del córner izquierdo. Con la cabeza en tensión, como sopesando las posibilidades de remate. En vano, el viejo defensa remendado le gritó antes de huir: Vete, imbécil, que vienen a por ti. Él esperaba el centro, en su puesto de delantero centro, en un acto de fe en la evidencia que la gente no tendría más remedio que asumir. Pero a la gente le pareció extraordinariamente sencillo y ahorrativo derribarle sobre el césped. Se liberaban de la obligación de llegar hasta el pie de la tribuna presidencial, de ensayar un siempre peligroso asalto a la Bastilla. Y en torno a los más activos, a los que pateaban el cuerpo fracasado de un dios torpe e insuficiente, se creó una vacuola de respeto digestivo. Muchos movimientos se habían paralizado. En el palco presidencial, el señor presidente e invitados parpadeaban, tal vez sonreían o era rictus, pero se lamía cada cual sus labios y no quitaban los ojos del espectáculo que les liberaba.
La primera porción que se separó del cuerpo fue la pierna izquierda. No era su mejor instrumento, aunque en la ficha técnica se aseguraba que se desenvolvía bien con las dos piernas. En cambio, la derecha sí era una pierna notable, capaz de lanzar chuts a cincuenta metros sin que perdieran excesiva fuerza en los diez finales. Fue precisamente esta pierna la primera que recibió algunos mordiscos. No todos osaban hincar el diente; porque los ojos seguían abiertos, llenos de lágrimas y la lengua semiarrancada intentaba recuperar argumentos para el secular prestigio racionalizador. Pero bastó que un tenedor de libros terminara de arrancar la cabeza y la introdujera con increíble precisión por la escuadra izquierda de la portería enemiga, para que derribadas las últimas barreras que impedían el festín, las manos se multiplicaran en las solicitaciones y desgarros y las carnes tibias, cárdenas, hiladas por las venas rotas y vibrátiles, por los chorrillos de sangre entre la fluidez y el coágulo abastecían a los comensales que hozaban entre los restos, sin atender las requisitorias participatorias de los menos audaces del público, ni a algunos vómitos aislados, que las mujeres fingían, más para enseñar carta de naturaleza cultural que por dictarlo la propiamente llamada naturaleza.
Y al llegar el crepúsculo, mientras el personal subalterno, con las azadillas y el rastrillo volteaban la tierra y el césped ensangrentado, las gentes salían del estadio con una vaga sensación de tarde insuficiente. Pero aún sentían interés por la vida; tanto como para reconocer el Gran Coche Negro de cromados helados y avisarse mutuamente de que pasaba el presidente y sus invitados.
1972