LA VIDA PRIVADA DEL DOCTOR BETRIU
En resumen, que desde aquel día en adelante sólo por medio de un increíble esfuerzo comparable a la gimnasia y bajo el estilo inmediato de la poción, puede conservar la apariencia de Jeckyll.
El doctor Jeckyll y míster Hyde
R. L. STEVENSON
Aunque era público y notorio que Tomás estaba especializado en Dencàs y el fascismo italiano, nadie se extrañaba de su gran ductilidad para adaptarse a las asignaturas más generales y más particulares. Era un escuchadísimo profesor de Historia General en el primer curso de la facultad y un estimulante conductor de un restringido seminario sobre Ideologías y Clases Sociales al que asistían devotos alumnos de quinto. Sus excompañeros de estudios, seguidores de su trayectoria desde la adolescencia, no se sorprendían ante tal variedad de registros académicos.
—Vive para leer.
Sentenciaban.
—Siempre ha sido así.
Miope y con paraguas, invierno y verano, lloviese o luciendo el sol, casposo, con ocho o doce kilos de más especialmente concentrados en la cara y en el culo, siempre parecía estar de luto gris, aunque sonriera fumigando amabilidad como si fuera polen y nadie le recordara otra irritación que la experimentada cuando el profesor Biel Colom sostuvo en su presencia que las raíces árabes eran más determinantes que las catalanas para explicar la historia de Mallorca. La crispación del doctor Tomás Betriu fue posteriormente justificada por él mismo, aduciendo que no había reaccionado apasionadamente ante la superchería científica de Colom, sino ante la evidencia de que estaba falsificando volontieri sus propios puntos de vista.
—Los actores me irritan.
Fue la primera noticia que todos tuvimos de que a Betriu le irritaba algo, y aunque alguno de sus compañeros tratamos de argumentarle que todos interpretábamos uno, dos y a veces muchos papeles, Betriu siguió en sus trece y desde entonces se erizaba cada vez que Biel se ponía a una distancia poco prudente, hasta el extremo de que aquella animosidad llegó a ser un punto de referencia necesario para toda la comunidad de profesores del Departamento, no muy sobrada de motivos de expectación. Por lo demás, Betriu era austero en las comidas, ceremonioso con las compañeras de oficio y con las alumnas, generoso con sus colegas y pulcro en sus camisas, característica de agradecer en un contexto de profesores solterones o mal casados.
Nunca hubiera pasado de ser un espectáculo confirmador de las poquedades vitales del mundo docente, de no haber sostenido yo aquella temporada una relación intermitente con una profesora de psiquiatría que a veces venía a comer conmigo a los comedores de la facultad. Jugábamos a la pareja estable y las comidas se convertían en un anticipo coloquial antes de alguna postmesa en la alcoba de mi apartamento del campus. Cara al techo, semidesnudos de cuerpo y alma, hablábamos de libros, de la impotencia o la mala fe de la izquierda, de trastornos académicos, de compañeros, conversaciones inevitables en nuestro oficio y más como habitantes de aquella isla de ciencia que distaba veinte kilómetros de todas partes, de cualquier punto cardinal. Tras el caracoleo sobre los últimos libros, dispuesto en nuestro escaparate mental, llegaba el gasto de socarronería a costa de las traiciones de la izquierda, el repaso escéptico sobre las alternativas.
—¿Has leído lo de Sacristán en Mientras Tanto?
—Lo estoy traduciendo.
—A Sacristán y en general a todos los de Mientras Tanto hay que traducirlos antes de leerlos. Escriben para los quinientos filólogos marxistas que quedan en el mundo.
—Ellos pueden haber incurrido en un cierto reduccionismo lingüístico, pero vosotros los historiadores habéis caído en un reduccionismo lógico. ¿De qué te ríes?
—Te miro y no sé si hablas con la boca o con las tetas.
—Imbécil. Machista de mierda.
Y luego el inventario social del paisaje humano de la Universidad. Biel Colom y sus locas aventuras de historia imaginaria, los lingüistas siempre con complejo de castración idiomática practicasen la catalanofilia o la castellanofilia, las locuras pequeñas y etílicas de profesores y profesoras poco establecidos y excesivamente solteros o divorciados.
—Sólo Betriu es inasequible al desaliento. Asimila ciencia como si fuera la esponja total.
—No sé. No sé.
No fue la duda expresada por Luisa, sino el tono de la duda, caviloso, serio, rememorante.
—¿Qué quieres decir? ¿Te parece un bluff?
—No. No. No me refiero a su calidad profesional, que es monstruosa, sino a su vida privada.
—¿Vida privada, Betriu? Cuenta. Cuenta.
—No. Es un secreto entre otra persona y yo.
Con un dedo trató de provocarme remolinos en el vello del pecho y lo consiguió cuarenta centímetros más abajo. Me olvidé de Betriu hasta que la acompañé a pie a casa bajo la luna llena de un mayo prometedor de vacaciones. Luisa no me quiso comprometer ni una parte de sus vacaciones. Quería aprovecharlas para un reencuentro con su marido y los niños.
—Os veis cada día.
—Con él casi no me hablo. Los niños sufren. El verano puede arreglarlo.
Siempre se espera un verano
mejor
y propicio para hacer lo que nunca se hizo.
—¿Es tuyo?
—Es un poema mío, muy adolescente.
—Demasiado, diría yo.
Volví a mi casa con lentitud de noche propicia, sin más testigos que los declives verdes del campo de golf, la cerca mural de la Universidad me señalaba el camino de retorno y la luna me hipnotizaba hasta detenerme y sentir entonces la leche blanca, helada del relente en las junturas de mi cuerpo levemente encamisado. La asociación de la luna con el mito del hombre lobo me recordó una vieja consulta aplazada al doctor Riquer, sobre los casos de licantropía recogidos en crónicas gallegas de la Baja Edad Media. Había dedicado un breve curso al tema de las supersticiones en Historia y Literatura, la larga supervivencia de los mitos recogidos por los grandes libros religiosos, su conversión en literatura popular anónima, su diversificación a partir del estallido de las literaturas nacionales y las referencias históricas. Añoré de pronto el breve calor recogido entre las paredes de mi casa y forcé el paso para entrar en la zona residencial. El ruido de otros pasos hizo que aliviara el ritmo de mi marcha para detectar su procedencia y sentido. Venían hacia mí, por la acera opuesta, secundados por el tarareo de una copla entrecortada, y fueron encarnándose en un cuerpo concreto que subía y bajaba de la acera caprichosamente, como si dudara en la elección de vía o no controlara el cálculo de sus pies. Volví a forzar la marcha, pero al llegar a su altura no pude evitar que mi ojo derecho tratara de verle, desvencijado y gordo, sumergido en la sombra cúbica de las casas. Capté algo familiar en aquel cuerpo, pero no me atreví a volverme y comprobarlo, porque temía incluso el mal menor de un diálogo confidencial entre dos niveles etílicos diferentes. La impresión de familiaridad siguió conmigo y ya en casa cavilé sobre la posibilidad de que el hombre de la noche fuera el mismísimo Betriu. Te dejas influir por la sospecha malintencionada de Luisa, me dije antes de dormirme con la luz encendida, porque reclamé el sueño leyendo un artículo de Spaventa del volumen colectivo Industrialización y Desarrollo (Comunicación 24, Alberto Corazón, editor, Madrid, 1974).
—Es curioso. Es un simple artículo metodológico, pero qué distante de cualquier posibilidad de abordar el tema ahora, a estas alturas de la crisis de un modelo de industrialización y desarrollo.
Lo comenté con Sitjar al día siguiente, ante la barra del bar-restaurante de la facultad donde humeaban nuestros dos cafés dobles y solos.
—La ciencia no es neutral y la metodología no ahistórica. Y mucho menos la metodología que te puede venir de Italia.
—Ya te salió el germanófilo.
—¿Quién es germanófilo?
La pregunta venía de Betriu, a nuestra espalda, sin acabar su gesto de abarcarnos con sus dos brazos abiertos, cortos, gordos, terminados en dos manitas gordezuelas con dedos de niño masturbador. ¿Por qué de niño masturbador? Analicé mi metáfora mientras oía y no oía la conversación entre Betriu y Sitjar.
—Eres una víctima del chauvinismo de Marx, que ha sido heredado por sus seguidores.
Decía Betriu.
—Halbwissende literati… así califica Marx a los filósofos que hacen literatura, los filósofos de la tradición cultural francesa «… literatos que saben las cosas a medias». Ésa sería la traducción.
—Y ahora dinos la referencia bibliográfica exacta.
—No tengo ningún inconveniente. Aparece en una carta a Engels escrita en 1873, compilada en el Marx-Engels Werke, editado por Dietz Verlag. De la página no me acordaré sin esforzarme.
Reía su propia pedantería.
—La madre que te parió.
Comentó Sitjar mientras buscaba sitio para sus pies, como abrumados por el peso de la evidencia de las sabidurías de Betriu.
—Es imposible competir con este tío. Ni come, ni caga, ni jode. Sólo estudia.
Sitjar fingía comerse un libro, como si de esa manera Betriu consiguiera alimento para su ciencia.
—Estás empleando una mala táctica. Tendrías que contrarrestar mi exhibición con otra tuya, aunque fuera falsa. Las citas falsas son indestructibles sólo que consigan un mínimo de verosimilitud. Por ejemplo, Die Wissenschaftslogik bei Marx und «Das Kapital», de Jindrich Zeleney, ¿existe o no existe?
—Anda y que te ondulen. Claro que existe. No leo otra cosa.
—Es cierto. Existe, editado en Frankfurt por la Europáische Verlagsanstalt. Y este libro no sólo existe, sino que tienes obligación de leerlo, porque Zeleney es uno de los marxiólogos más importantes que hay hoy en día. Has de vigilar esa psicología de numerario que te está invadiendo. Se nota que tienes el puesto seguro. Si fueras un penene estarías ahora tratando de demostrarme o que no sé tanto como parece o que todo exhibicionismo de este tipo lleva a la frontera de la inutilidad científica, donde empieza la «… inútil acumulación de saber», como diría Adorno. ¿Es de Adorno esta cita?
—Anda ya.
Sitjar se marchó hacia sus clases fingiendo indignaciones contra Betriu. Éste se reía cogiéndome un brazo, como si temiera caerse por la risa o que yo me marchara.
—Ésta era falsa. Que yo sepa, Adorno nunca lo ha escrito.
—Sitjar tiene razón en parte. Es imposible competir contigo. No sé si es verdad o apariencia, pero da la impresión de que vives para estudiar, de que no es tuyo el placer de perder el tiempo.
Betriu reclamó un cortado y una pasta, cualquiera. Parecía reflexionar profundamente lo que le había dicho.
—Es cierto y no es cierto. Como todo lo que afecta al comportamiento de las personas.
—Igual le ocurre a Colom cuando hace el número de arabista.
Relinchó más que contestó.
—No me hables de ese falsificador, de ese provocador.
Me esperaban ciento doce alumnos dispuestos a que les dijera todo lo que yo sabía sobre la concepción piramidal de la sociedad en la Edad Media y dejé a Betriu comiendo una madalena, diríase que la mismísima madalena de Proust conservada en su propio aceite. Cansado de tratar de convertir la Edad Media en una época fascinante para ciento doce personas cuyo problema más inmediato iba a ser conseguir el seguro de paro antes del año 2000, volví al restaurante para tomar una copa. Estaba lleno de estudiantes silenciosos, los unos dedicados al estudio, los otros a la nada, algunos charlaban, todos parecían una alternativa al paisaje imponente de la alta primavera que se nos metía por las puertas acristaladas abiertas de par en par. Tres o cuatro muchachas exponían escote, piernas y brazos desnudos a las primeras ferocidades solares, allá abajo sobre el césped, con las faldas subidas hasta las ingles y el ceño concentrado de las bellas durmientes con pesadillas. Tenían la misma edad que yo cuando me pudría académicamente en el viejo caserón universitario, entre clandestinidades, saberes apresurados y moralidades adolescentes. Al mirarlas me parecía posible succionarles tiempo perdido, como si fuera un vampiro en trance de renovar las células de su tiempo muerto. Al volverme hacia el interior del local, la carga de sol que llevaban mis ojos me oscureció el interior y tras dos pasos entre penumbras me acerqué a la barra en busca de un estimulante contra la melancolía que me había invadido. Desde otro ventanal, Betriu parecía contemplar el mismo espectáculo carnal que yo había estado admirando. Pedí una copa de Fino frío y me acerqué a Betriu sin reclamar su atención. Miraba los cuerpos de las muchachas como si le hicieran daño en los ojos.
—¿Te gustan?
Tras el sobresalto me ofreció todo el candor del mundo en sus ojos demasiado acristalados.
—¿Qué?
—Esas muchachas.
—Ah. No. No me había fijado. Pensaba en lo que era todo esto hace unos años. ¿Recuerdas cuando empezaron a construir las facultades?
—Hace un momento recordaba el viejo caserón, la vieja Universidad. Era todo muy diferente. Y nosotros también. Más reprimidos, inhibidos, cargados de miedos reales y abstractos.
—Mis miedos siempre han sido reales.
—¡Qué suerte!
Me despedí sin razonarme a mí mismo porque estaba molesto. Pero de hecho evité sentarme a la misma mesa que Betriu, justificándomelo por la llegada de Luisa y la necesidad de un aparte para insistirle en el tema de las vacaciones. Luisa me preguntó si iba a ir a la fiesta de los Royo, un matrimonio de profesores aragoneses que se despedían de la facultad porque querían volver a su tierra.
—¿Se van por fin?
—Se van. Hay quien dice que se van acojonados por el asunto del catalán.
—Nadie va a obligarles a dar clases en catalán.
—Es una cuestión territorial. Hay territorios lingüísticos y cualquier alteración en el status se contempla como un incordio primero, como una agresión después. Hay reacciones muy viscerales. Yo no lo reduciría a una cuestión de imperialismo ideológico castellano y todo eso. Además son muy simpáticos. Ven a la fiesta. Estarán muy contentos. Díselo a los demás.
—¿A qué demás?
Con un ademán, Luisa abarcó toda la sala del restaurante. Después de comer pasé la consigna de la fiesta a los demás profesores de cursos superiores, proclives al trato con los profesores, en razón directa a su voluntad o intención de ser profesores algún día. Betriu forcejeó con la propuesta. Deja por un día tus trabajos. No comprometió un sí ni un no, pero lo interpreté como un no, por lo que me sorprendió tanto verle aparecer de pronto en el marco de la puerta del comedor living de los Royo, con una botella bajo el brazo, envuelta, como si fuera un regalo de cumpleaños. La dueña de la casa casi tuvo que arrancarle la botella y empujarle al encuentro engullidor de las treinta o cuarenta personas que peleaban por bocadillos, tortillas de patata, vasos de cartón encerados llenos de vino de Cariñena.
—¡Pero si es Betriu, Herr Doktor Betriu!
Empezaron a caerle chanzas cariñosas que pusieron lucecitas traviesas en sus ojos de genio de la música o de la obstetricia y con las chanzas, ofertas de vasos y bocadillos que le convirtieron en invitado privilegiado. Iba a comentarle a Luisa el éxito social de Tomás cuando descubrí que le estaba examinando críticamente, casi diseccionándole, abrumada por nubes negras interiores que se asomaban a sus ojos como sombras previas a la tormenta. Evité el tema, le ofrecí más vino, yo mismo bebí entre conversaciones fragmentadas que iban escapando a la temática científica, política o profesoral y derivando hacia un erotismo etílico intelectualizado, que fatalmente conduciría a algún striptease incompleto y a contactos más o menos furtivos entre matrimonios separables o a cargo de solteros con hambres atrasadas. Descubrí de pronto a Betriu rodeado de mujeres que jugueteaban con su timidez. Betriu bebía vasos de vino como si tuviera sed de agua. El rojo del blanco de sus ojos desbordaba y teñía incluso los círculos concéntricos de sus dioptrías. Manifestaba la locuacidad estropajosa de la lengua del borracho y mantenía difícilmente la verticalidad en sus desplazamientos. Luego, cuando el striptease de Sánchez Peitx, especialista en sociolingüística, se hubo consumido, parcialmente, según lo convenido, mientras el balance de quiebras de la moral matrimonial se reducía a la fuga de la mujer de un penene de Estadística con un agregado de Economía, busqué a Betriu con los ojos y por mucho que revolví en el montón de acalorados invitados no le hallé, ni siquiera en las otras habitaciones de la casa, ni en ninguno de los dos lavabos, donde también busqué, un tanto sorprendido por mi propio interés hacia Tomás Betriu.
Volví a casa solo porque Luisa tenía que corregir exámenes y uno de sus hijos debía levantarse temprano para ir de excursión con el colegio. La luna llena tenía ojeras marcadas aquella noche, ojeras avinadas, del mismo vino que me duplicaba la sangre, y luego empezó a circular como un río espeso por el interior de mi cuerpo cuando me tumbé vestido en la cama. Me despertó la evidencia de gritos lejanos, pero me impidió asumirlos del todo la ocupación de mi cerebro por un poliedro inapelable de dolor. Minutos después vomité y me tomé dos Alka-Seltzer. Recordé los gritos y me asomé a la ventana, pero sólo encontré el perfume de las flores de los naranjos del jardín comunal y un eclipse de luna provocado por nubes lentas. Me repetía el gusto de la tortilla de patatas y me eché a reír en solitario recordando la gracia que me había hecho el comentario de Sitjar.
—Me da miedo la tortilla.
—¿Por qué?
—No metabolizo la cebolla.
Tampoco yo metabolizaba la cebolla, por lo visto. Me guardé el tema para comentárselo al día siguiente a Sitjar durante el desayuno. Me fue imposible hacerlo. Pelirrojo, alto, rubicundo, con ese aspecto de piel áspera de todos los pelirrojos, Sitjar era aquella mañana el centro de una recelosa conversación sobre un tema, al parecer confidencial, que concentraba a casi todo el profesorado desayunante. Me acerqué al grupo.
—La han dejado abierta como si le hubieran hecho la autopsia.
Dos o tres fragmentos de conversación semejante forzaron mi: ¿Qué ha pasado?, y los apretujones verbales de todos los que querían contarme lo sucedido. Había aparecido ultrajada, mutilada, muerta una muchacha venezolana que estudiaba Ciencias de la Información.
—Debió ocurrir mientras nosotros estábamos en la fiesta de los Royo. O muy poco después.
Me callé que había oído gritos. El cuerpo había aparecido a demasiada distancia de mi casa para que aquellos gritos fueran los mismos que yo había oído o creído oír. Betriu se sumó al grupo y demostró tanta incapacidad para asumir la posibilidad de aquellos hechos como capacidad demostraba cotidianamente para asumir los hechos materia de ciencia. Es imposible. ¿Le han cortado desde la garganta hasta el ombligo? ¿Cómo es posible? ¿Violado? ¿Se ha comprobado? Luego se apartó del grupo y se sentó a una mesa, permaneció ensimismado durante un largo tiempo, con la barbilla y las dos manos sobre la empuñadura del paraguas sostenedor. Pidió al camarero un chinchón seco. Luego otro. El camarero viajó cinco o seis veces hasta la mesa de Betriu, que fue la nuestra cuando llegó la hora de la comida, porque quise que nos sentáramos junto a Tomás, por motivos no del todo desvelados ni siquiera hacia mí mismo.
Él nos acogió con alegría aún suavemente alcoholizada. Durante la comida cambió el anís seco por el vino de la casa, un rosado helado que catapultó hacia las profundidades de su estómago insaciable. No todos apreciaron aquel brusco cambio de conducta, pero recuerdo que Sitjar y yo nos sonreíamos, cómplices ante las debilidades alcohólicas que empezábamos a descubrir en Betriu. El cambio de conducta se hizo ostensible para todos cuando Sitjar pronunció correctísimamente:
—Me cago en Proudhon y en Carlos Marx.
Sonó como un pistoletazo de alerta para los más imprevisibles acontecimientos. Betriu exclamó decidido:
—Y yo no me cago en Hegel porque el médico me ha prohibido tocar mierda.
Tratamos de impedir que siguiera con el anís seco después del café. Fue inútil. Recordaba divertido que le esperaba una clase con los de quinto sobre la Idea de Progreso en el siglo XIX y una mesa redonda en el Centro de Estudios Marxistas sobre Ecología y Marxismo. La alternativa Verde. No hizo falta que se lo dijera. Sitjar fue al decanato a anular la clase y no sin forcejeo conseguimos que Betriu se dejara acompañar a su casa para descansar y recuperar la coherencia antes de la charla.
—Me cago en Jenny de Westfalia. ¿Sabéis quién era Jenny de Westfalia?
No era la suya una conducta alcohólica bamboleante. Al contrario. Parecía armado por un corsé de ballestas y secundaba nuestro avance con la rigidez del húsar de Chernopol. Sitjar y yo quedamos encargados de dejarle en casa y allí fuimos en mi coche porque Betriu había escogido un apartamento ajardinado en el límite mismo de la Ciudad Universitaria.
—No habrá nadie. Nunca hay nadie. Me cago en Hobsbawn. «Mientras la historia de toda economía capitalista puede ser estudiada como existente por sí misma (o con relación natural con otras economías, lo que en el fondo, es lo mismo), es también esencial analizar en el complejo de todo el mundo capitalista». ¿Vosotros creéis que es posible ir por el mundo escribiendo estas chorradas?
Un jardín pequeño, cuidado, con matas regulares de dondiegos silvestres, laureles, plantas aromáticas, florecientes romeros, un pequeño sauce bien alimentado de agua. Luego el espectáculo de una casa sin paredes visibles, materialmente revestida de libros, olorosa a cerrado y a tabaco de pipa holandés. Buscamos su habitación en el piso de arriba. Se dejó caer sobre la cama, pero se revolvió corajudo cuando empezamos a desnudarle, con una tensa obsesión por taparse las partes con las dos manos cruzadas. Le dejamos solo, enfrentado al agónico girar de su techo, con la respiración llena de ronquidos fallidos. Sitjar buscó inútilmente sal de frutas o Alka-Seltzer. Yo fui más afortunado y encontré una bolsita de manzanilla. Mientras le preparaba la infusión oí los gritos de Sitjar desde abajo. Acudí a su llamada desde el fondo del sótano, bajando por la escalera de madera crujiente recientemente barnizada. Sitjar me esperaba a la luz de una bombilla desvestida que colgaba desde el cénit. A su alrededor se extendía un mar de botellas vacías, deshabitadas pero expectantes, enmarcando un viejo sillón tapizado de plástico situado bajo la bombilla y junto a una mesilla que sostenía abierto el libro La crisis del progreso, de Georges Friedman.
—Tiene huevos el asunto. Prepara las clases aquí.
Y Sitjar me señalaba las pruebas del cenicero lleno de cenizas y virutas de tabaco de pipa, del vaso casi gastado por el uso que aún contenía restos de un licor espeso.
—Drambuie.
Diagnosticó Sitjar después de olerlo. Toda la pulcritud de la vivienda de arriba desaparecía en este antro maloliente a alcoholes agriados, oxidados, empolvados. El sótano tenía una salida directa a la calle trasera, justo en la frontera de los terrenos de la Ciudad Universitaria, frontera delimitada por la tapia de un convento de clarisas. Al abrir esta puerta se estableció una batalla a muerte entre el aire rancio almacenado en el sótano y los olores de madreselva que venían de la del presentido jardín de las clarisas. No pude asistir demasiado tiempo a la batalla porque nuevamente me reclamaban las llamadas de Sitjar. Había abierto una pequeña habitación para trastos, semioculta por las estanterías de botellas de vino en su interior, entre objetos destruidos, arcones, embutidos colgantes de cañas, se había conformado un camerino con tocador, espejo abombillado, un armarito cerrado con persiana de madera dentro del que permanecían deshinchadas pelucas y barbas postizas.
—Y mira esto.
Esto era un puño de hierro, un spray adormecedor de defensa, una navaja automática de quince centímetros de hoja, como criaturas de ortopedia contenidas en un cajoncillo de difícil desliz, con las maderas hinchadas por la humedad. El gruñido de los escalones nos hizo abandonar el habitáculo y afrontar al vacilante Betriu que trataba de bajar la escalera como si un oleaje de tempestad tratara de impedírselo.
—¿Dónde estáis?
—Buscábamos Alka-Seltzer.
—¿Creéis que tengo un sótano lleno de Alka-Seltzer? Esto es en realidad un trastero.
Nos dio la espalda y le seguimos. Fue sin vacilaciones hacia el frigorífico, sacó una jarra llena de agua helada y bebió directamente de ella sin protegerse del líquido que le caía por ambos lados de la boca hasta empaparle la camisa y pegársela a la piel del pecho. Eructó y respiró con placentera ansiedad.
—El chinchón es matador.
Sus escasos cabellos húmedos buscaban todas las direcciones posibles para enseñar los calveros de su cabeza, la badana rosada del cuero cabelludo. Ojos enfermos rojos, como despellejados sin las gafas. Labios hinchados por la sed. Movimientos destruidos como si llevara plomo en todas las esquinas del cuerpo. El agua sobré la pechera parecía una mezcla de sudor y aceite que le gotease de las facciones descompuestas.
—Ya estoy mejor. Gracias.
Era una invitación a que nos marcháramos. No hicimos comentarios mientras acompañaba a Sitjar a la facultad, pero cada uno pensaba en el misterio de aquel sótano hecho a la medida de un Betriu desconocido. Aquella noche tenía trabajo en la corrección del último examen trimestral, pero forcé un encuentro con Luisa para cenar en un parador argentino que acababan de abrir en la carretera.
—¿A qué tanta urgencia?
—Estoy deprimido.
—¿Lo de la chica? Había sido alumna mía. El año pasado di un cursillo sobre Psicología de Masas en Ciencias de la Información. Es horrible. Lo relacionan con el asalto a dos mujeres de la limpieza en la facultad de Económicas. Una en enero y otra la primavera pasada, hace casi un año. Entonces sólo hubo violaciones y golpes.
—¿Y el asaltante?
—No supieron o no quisieron describirlo. El procedimiento fue el mismo, pero las descripciones eran diferentes. Les da un golpe en la oscuridad, las atonta, las amenaza, luego hace lo que puede, más palos y adiós. Casi sin hablar, con gritos guturales, pero esta vez se ha pasado.
Le conté lo ocurrido con Betriu y los hallazgos en su casa. Me escuchaba con una atención absorbente, como si con todo el cuerpo me exigiera que siguiera hablando, que lo dijera todo cuanto antes.
—El otro día me insinuaste algo sobre él.
—Fue una confidencia personal que me hizo una alumna. Creo que ahora debo contártelo. Ya sabes cómo es Betriu, tímido, reservado. Suscita impulsos de protección en las mujeres. Una noche una alumna mía estaba en una discoteca de la carretera. No iba sola, iba con un novio en plena bronca, es decir, estaban haciendo balance y despidiéndose porque las cosas no marchaban. Los chicos habían fumado un par de porros y estaban flotantes. De pronto vieron a Betriu en un rincón de la barra, como defendiéndose de la luz. Tomaba un vaso tras otro. Para desairar a su pareja también por la soledad que rodeaba a Tomás, se le acercó y empezó a bromear con él. Imagínate, un poco de picardía ante el descubrimiento de Betriu como bebedor y animal noctámbulo y un poco de ternura ante el solterón apocado. Pero Betriu siguió el juego muy bien, parecía transfigurado, se insinuaba, el tío, seguía el juego. La chica se metió en el rollo y poco después entraba en casa de Tomás, ya con media mano de él entre las tetas. A ella le abandonó el valor o la curiosidad. De pronto le dio miedo o un cierto asco aquel semiborracho que trataba de seguir siendo brillante entre las ruinas de su lucidez. Estaba semidesnuda y Betriu se sacó los pantalones, se quedó así, con el trasto fuera y sin quitarse los calcetines. ¿Te lo imaginas? Ella le dijo que no había tomado pastillas, que había descuidado el diafragma. Él entonces la obligó a chupársela y a ponerse a cuatro patas para sodomizarla. Para entonces la chica ya estaba muerta de miedo, le dejaba hacer, se oponía mínimamente. Él o no sabía o no podía metérsela y la escena se prolongó tiempo y tiempo hasta que los nervios de ella estallaron y empezó a gritar. Betriu la sacó de casa a empujones y le tiró la ropa al jardín para que se vistiera allí.
—¿La brutalizó?
—No me vengas con eufemismos. No. Ni la penetró ni le pegó. Tuvo la reacción normal en un tímido sexual que de pronto ve una situación propicia: una muchacha joven, casi inexperta, entregada.
—Fue ella la que se metió en su casa.
—Él utilizó la coacción del prestigio profesoral, intelectual y se aprovechó de la debilidad de la ternura. La chica tardó meses en recuperarse y aún va al psiquiatra.
—¿Va al psiquiatra por haber entrado o por haber salido de casa de Betriu?
—No tomes partido por un compinche. Él tenía que haber respetado la negativa de la chica.
A partir de esta conversación, el espionaje de Betriu se convirtió en una obsesión para mí. Y sin llegar a decírnoslo, también Sitjar le vigilaba a distancia, a pesar de que Tomás seguía siendo el mismo profesor de sabiduría apabullante de siempre, puntual, amable, exhibiendo una urbanidad de buena crianza combinada con timidez congénita. El caso de la estudiante venezolana parecía solucionado con la detención de un repartidor de giros telegráficos que frecuentaba asiduamente la residencia de estudiantes donde vivía la chica. Además, todos teníamos prisa porque el curso acabara. Tenía ante mí la perspectiva de un verano con Luisa atravesando la Arcadia, desde Nauphlia hasta Olimpia o de un verano en Camprodón, en la masía de mis padres, acabando de una vez mi ensayo sobre las supersticiones en Cataluña durante la época dorada de la Inquisición. Luisa no acababa de decidirse y su oferta de hacer el viaje a Grecia en compañía de sus hijos me sentó tan mal que, aunque nada dije, lo notó y borró la propuesta con una mano, como si hubiera quedado escrita en el aire.
—Compréndelo.
Mediaba junio cuando hice los últimos exámenes y me quedé hasta el anochecer en mi despacho del departamento, ordenando los trabajos para empezar a puntuarlos. Salí a estirar las piernas sobre el césped y vi luz en el despacho de Betriu. Cuando volví al edificio mis pasos me condujeron hacia el pasillo donde estaba su despacho y mi mano empujó suavemente la puerta de cristal biselado hasta permitirme la visión de Betriu desparramado sobre su silla giratoria, con un vaso en la mano lleno de hielo y de Cointreau. La botella servía de pisapapeles sobre los exámenes amontonados. Betriu hablaba solo y se respondía farfullando algo ininteligible, pero muy divertido al parecer porque se reía de sus propias respuestas. Me retiré y telefoneé a Sitjar dándole una cita inmediata en la entrada de acceso al campus, junto al rectorado. Era un buen puesto de observación para comprobar los movimientos de Betriu: se veía la luz de su despacho y el parking inmediato donde estaba su coche aparcado. Sitjar llegó y se situó a mi lado sin hacerme preguntas. Fumábamos en silencio sin quitar la vista de la luz de la ventana.
—Puede durar toda la noche.
—O lo hago o reviento.
—Esta historia me ha quitado el sueño durante semanas.
Brillaba a lo lejos el lucerío de un parque de atracciones itinerante reinstalado allí cada verano hasta el punto de convertirse en uno de los signos del cambio de estación.
—Recuerdo una foto de Nietszche publicada en una biografía sobre Lou Andreas Salomé.
Sitjar se encogió de hombros.
—La Salomé fue amante de Nietszche, Rilke, Freud…
—¿Una coleccionista?
—En cierto sentido. En el libro salía la clásica foto trucada de feria: un carrito de cartón, Nietszche en el lugar del caballo y la Salomé sobre el carro, como flagelándole. La foto es la evidencia misma de que hasta el ser humano más inteligente dispone de un rincón oscuro en su alma para la más feroz estupidez.
—La estupidez es un mal menor. La maldad. Eso es lo grave.
Pensé en mi crueldad de hacía unas horas, cuando forzaba a Luisa a pasar el verano conmigo, colocándola entre mi espada y la pared de sus hijos. Recordaba las figuras difuminadas de aquellos niños como odiosos rivales a los que no me importaría borrar de las páginas de nuestra historia. A veces había imaginado la definitiva ruptura matrimonial de Luisa, su llegada a mi casa con todos sus hijos y mi posterior trabajo para convencerla de que los internara en un colegio.
La luz se apagó. Minutos después, Betriu apareció por la puerta de la facultad. Respiró varias veces con toda la profundidad de sus pulmones. Sólo quedaban tres o cuatro coches aparcados, pero Betriu examinó el parking como si le costara distinguir el suyo. Le costó igualmente acertar con la ranura de la cerradura y cuando arrancó yo ya estaba sentado en el coche que conducía Sitjar. Esperamos a que rebasara nuestra posición para encender las luces y le seguimos hasta la carretera lateral que llevaba hacia la ciudad residencial de los profesores. Paró ante el jardín de su apartamento. No metió el coche en el garaje. Parecía guiado por una obsesiva prisa. Esperamos a veinte metros de la casa, con las luces apagadas.
—Puede no volver a salir.
—Ha dejado el coche fuera. Con lo meticuloso que es.
—Está borracho.
No se hizo esperar demasiado. Salió con la cabeza inclinada y la chaqueta en un brazo dispuesta como para ocultar la cara, pero no conseguía impedir que viéramos la transformación de su persona, enfundada en un brillante traje de alpaca, culminada por una peluca. Incluso parecía más alto. Subió al coche y arrancó bruscamente. Tenía ganas de encontrar la carretera cuanto antes y cuando la encontró se lanzó a toda velocidad por un túnel de grises claridades delimitadas otra vez por la luna llena. Descubrí entonces que volvía a haber luna llena y que seguía sin hacer la consulta con Riquer.
—Me siento como un estúpido.
—De vez en cuando hay que respetar al niño que llevamos dentro.
Mi propia risa me sonó a histérica. Recordé de pronto la persecución de un profesor hacía más de treinta años. Una docena de liliputienses siguiendo a aquel joven profesor blanco, fofo, que escribía poemas y se bebía los huevos crudos en nuestra presencia, como si fuera un prestidigitador o un alquimista. La persecución del profesor nos llevó a una triste tintorería de barrio donde su madre trabajaba de planchadora y él iba a buscarle a la salida de nuestro colegio. Le seguimos tres o cuatro veces hasta descubrir que el amor a la madre, sobre todo si es viuda, no está reñido con la sobrealimentación con huevos crudos, sobre todo si el muchacho ha sido un niño con ganglios y cliente constante de los Dispensarios Blancos.
El coche de Betriu se zambulló en el parking privado de una roja discoteca iluminada como si fuera la antesala de un infierno de pueblo. La cantidad de coches traducía la inmensidad de la discoteca de estética prefabricada, a manera de almacén de sonido, luz, sudor y contactos furtivos. La música electrosónica nos paró en la puerta con un golpe en el esternón y en los oídos que indignó nuestro ceño.
—Desde hace diez años no entraba en un antro como éste. Entonces estaba de moda Ottis Reding.
—Prehistoria, hijo. Mi chica no para de hablar de eminencias actuales de rock, pero no memorizo.
—No metabolizo.
—Eso. No metabolizo.
Más de quinientos condenados a aquel sonido fingían respirarlo, vivirlo, beberlo, expulsarlo como una energía renovable. Las luces rompían los cuerpos. Disfrazaban las pieles de tejido y los tejidos de pieles. Destruían la simetría de los rostros y convertían la naturaleza humana en un cuadro pintado por Gris o Braque completamente borrachos. Y sin embargo, las extrañas criaturas estaban contentas con su suerte y hasta conseguían hablar en lucha contra el sonido, conseguían reconocerse y amarse no sólo en los rincones, sino de pie, con las lenguas apresadas por las bocas ajenas, como si fueran asideros que impidieran la caída al suelo, que garantizaran la rota verticalidad de los danzantes. Vertical hasta la rigidez de la momia, Betriu ya tenía una copa en la mano y seguía con la otra el ritmo que se le escapaba como un animal nervioso. De vez en cuando la luz le describía bajo su peluca gris, pulcra, de ejecutivo con peluquero muy apellidado. Corbata. Alfiler de corbata. Una rigidez de puños de la camisa sólo conseguible con el concurso de gemelos enriquecidos por el oro y tal vez algún brillante. ¿Aguamarinas? Tan fascinado estaba por el espectáculo que abandonamos la prudencia inicial para acercarnos. Quedamos a sus espaldas, yo con un gin-tonic en la copa, Sitjar con un San Francisco sin alcohol. Betriu buscaba con los ojos los cuerpos jóvenes. Su cabeza secundaba los movimientos ajenos. De pronto quedaba rígida. Había descubierto alguna muchacha solitaria a la que se acercaba, sin decirle nada para insinuarle su presencia, impotente su lenguaje ante la impotencia del lenguaje electrosónico. Parecía contentarse con la cercanía de los cuerpos femeninos. Avanzaba en ocasiones miradas que no le recogían o que eran aceptadas con ironía.
—¿Quién es ése?
Le grité a un camarero para vencer la música.
—¿Y yo qué sé? Siempre hay mucha gente.
—¿Viene con frecuencia?
—A veces. Como todo el mundo.
Betriu se había acodado en la barra junto a la mujer disfrazada de muchacha madura, con los pechos en punta, víctima de un Cruzado Mágico. Betriu le proponía tomar una copa y ella decía que no. Inclinaron los dos las cabezas hasta tocar las frentes. Trataban de oírse mutuamente. Ella la apartó para reírse y él adquirió el valor necesario para adelantar el cuerpo y casi pegarlo a la falsa rubia. Ella retrocedió un paso y señaló a alguien entre la multitud. Betriu siguió su brazo como tratando de distinguir el objetivo. Ahora ella parecía indignada, pero Betriu seguía sonriendo. Con la cabeza le hizo el gesto de salir afuera y ella le volvió la espalda para marcharse sin vacilar. Betriu quedó como desnudo, en la sospecha de que el camarero había presenciado la escena, se encogió de hombros despectivamente, con la sonrisa cómplice suplicando complicidad al camarero, pidiéndole otra copa para que fuera más cómplice. Luego buscó la proximidad de dos adolescentes insuficientemente acompañadas. Se repitió el toma y daca de miradas, palabras, risas, sonrisas, molestias, huidas. La noche crecía dentro y fuera del local. Se produjeron primeros y segundos abandonos. Se llegó a la desproporción entre la inmensidad del sonido y la poquedad de los danzantes. Sitjar se apretaba las sienes y me hacía gestos para que nos marcháramos.
—Le esperamos fuera.
—Un momento más.
Betriu parecía cansado. Buscaba cuerpos con el suyo menos tenso, diríase que vencido y finalmente salió fuera para situarse en el paso obligado para los que abandonaban el local. Dirigió propuestas a muchachas no acompañadas, propuestas que repitió ya sentado en el coche, con medio cuerpo asomado por la ventanilla, ofreciéndose como acompañante de mujeres que siempre tenían ya quien las acompañase. Arrancó cuando ya era evidente que aquélla no iba a ser su noche. Tomó el camino de regreso con lentitud de insomnio y al llegar a su casa buscó la calle trasera para aparcar el coche junto a la tapia del convento. Abrió la puerta del sótano y se metió dentro sin cerrarla.
—¿Y si nos descubre dentro?
—Te haces el borracho y le dices que pasábamos por aquí.
—Es un racionalista y no se lo creerá.
No le di tiempo a vacilar. Empujé la puerta con suavidad. La bombilla estaba encendida, el sótano vacío, pero salía luz del trastero camerino. Sitjar y yo nos escondimos tras la estantería de botellas semiinclinadas, como apuntando todas ellas hacia el centro de la estancia, hacia el círculo de luz que iluminaba el escenario justo del sillón, la mesita, el vaso, el cenicero, a la espera del principal actor. Salió Betriu sin peluca, chaqueta ni corbata, con la camisa arremangada hasta los codos. Se acercó a una de las estanterías llenas de botellas y acarició sus culos empolvados.
—Aquí estáis, pequeñas, salvadas de la quema de Alejandría. Llenas de verdades que no hacen daño a nadie.
Cogió una botella de vino al azar y la abrió con un sacacorchos que colgaba de un clavo hincado en la madera de la estantería. Echó vino en el vaso. Lo removió y tiró el líquido al suelo. Olió el vaso. Lo llenó hasta los bordes y se lo bebió de un trago. Abrió el libro que estaba sobre la mesita, Historia de la Teoría Política, de George Sabine (editado por el Fondo de Cultura Económica, México, Madrid, Buenos Aires, 1974). Inclinó lentamente la botella sobre el libro. Tuve que contener la reacción instintiva de Sitjar que trató de impedir la caída del chorro de vino sobre el libro abierto, hasta empaparlo y convertirlo en un borracho de papel.
—Bebe, cabrón. Bebe y vive.
Decía Betriu en voz alta. Dejó la botella en la mesa, cogió el libro, empezó a deshojarlo calmosamente primero, luego frenéticamente, entre jadeos, insultándolo.
—¡Vive, cabrón, vive!
Cuando completó la destrucción, pateó los restos en el suelo. Se dejó caer en el sillón con todo el peso de su culo y la ira de su vino, hasta el punto de que el sillón levantó sus patas delanteras y estuvo a punto de descabalgarle. Permaneció allí ensimismado. Musitando cosas que sólo él oía. Luego se levantó con torpeza paquidérmica, subió las escaleras con las rodillas dobladas haciendo fuerza con el brazo derecho sobre la barandilla. Yo ya tenía bastante, pero Sitjar le siguió sin que tratara de detenerle. Salí a la calle para fumar un cigarrillo y ponerme de acuerdo con la lógica del amanecer, denunciando los ocres corroídos sobre el muro conventual. No había luna y el sol empujaba la noche desde una lejanía todavía excesiva. Sitjar salió con la cara repartida entre el cansancio y una íntima crispación.
—¿Duerme?
—No. Se está masturbando en el retrete.
1982