VIII

—DESPIERTA, hijito, ya son las seis —toca la puerta, entra al dormitorio, besa a Panta en la frente la señora Leonor—. Ah, ya te levantaste.

—Estoy bañado y afeitado hace una hora, mamá —bosteza, hace un gesto de fastidio, se abotona la camisa, se inclina Panta—. Dormí muy mal, otra vez las malditas pesadillas. ¿Me preparaste todo?

—Te he puesto ropa para tres días —asiente, sale, regresa arrastrando una maleta, muestra las prendas ordenadas la señora Leonor—. ¿Te bastará?

—De sobra, no tardaré más que dos —se pone una gorrita jockey, se mira en el espejo Panta—. Voy al Huallaga, donde Mendoza, un viejo condiscípulo. Hicimos juntos la Escuela de Chorrillos. Siglos que no lo veo.

—Bueno, hasta ahora no había querido darle importancia, porque parecía que no la tenía —lee telegramas, consulta a oficiales, estudia expedientes, asiste a reuniones, habla por radio el general Scavino—. La Guardia Civil nos pide ayuda hace meses, no se dan abasto para tanto fanático. Sí, claro, del Arca. ¿Recibiste los informes? La cosa se pone fea. Dos nuevos intentos de crucifixión esta semana. En Puerto América y en Dos de Mayo. No, Tigre, no los han pescado.

—Pero toma la leche, Pantita —llena la taza, echa azúcar, corre a la cocina, trae panes la señora Leonor—. ¿Y las tostaditas que te hice? Les pongo mantequilla y un poquito de mermelada. Come algo, hijito, te ruego.

—Un poco de café y nada más —permanece de pie, bebe un trago, mira su reloj, se impacienta Panta—. No tengo hambre, mamá.

—Te vas a enfermar —sonríe afligida, vuelve a la carga con dulzura, lo coge del brazo, lo obliga a sentarse la señora Leonor—. No pruebas bocado, estás puro hueso y pellejo. Me tienes con los nervios deshechos, Panta. No comes, no duermes, trabajas todo el santo día. No puede ser, te vas a tocar del pulmón.

—Calla, mamá, no seas zonza —se resigna, bebe la taza de un trago, mueve la cabeza, come una tostada, se limpia la boca Panta—. Pasados los treinta, el secreto de la salud es ayunar. Estoy muy bien, no te preocupes.

Aquí te dejo un poco de plata, por si necesitas.

—Ya otra vez silbando «La Raspa» —se tapa los oídos la señora Leonor—. No sabes cómo he llegado a odiar esa bendita musiquita. También a Pocha la volvía loca. ¿No puedes silbar otra cosa?

— ¿Estaba silbando? Ni me di cuenta —enrojece, tose, va a su dormitorio, mira apenado una foto, alza la maleta, vuelve al comedor Panta—. A propósito de Pocha, si llegara carta de ella…

—No me gusta meter al Ejército en esta vaina —reflexiona, se preocupa, vacila, trata de cazar una mosca, fracasa el Tigre Collazos—. Combatir a brujos y fanáticos es trabajo de curas o, en todo caso, de policías. No de soldados. ¿Se ha puesto tan grave la cosa?

—Te la guardo con el mayor cuidado hasta tu regreso, claro que lo sé, no me hagas recomendaciones tontas —se enoja, se pone de rodillas, saca lustre a sus zapatos, le escobilla el pantalón, la camisa, le toca la cara la señora Leonor—. Ven que te dé la bendición. Anda con Dios, hijito, y procura, haz lo posible…

—Ya lo sé, ya lo sé, no las miraré, no les dirigiré la palabra —cierra los ojos, aprieta los puños, tuerce la cara Panta—. Les daré las órdenes por escrito y de espaldas. Tú tampoco me hagas recomendaciones tontas, mamá.

—Qué le he hecho a Dios para que me mande este castigo —solloza, levanta las manos al techo, se exaspera, zapatea la señora Leonor—. Mi hijo entre perdidas las veinticuatro horas del día y por orden del Ejército. Somos la comidilla de todo Iquitos, en las calles me señalan con el dedo.

—Calma, mamacita, no llores, te suplico, no tengo tiempo ahora —le pasa el brazo por los hombros, la acariña, la besa en la mejilla Panta—. Perdóname si te levanté la voz. Ando un poco nervioso, no me hagas caso.

—Si tu padre y tu abuelo estuvieran vivos, se morirían del espanto —se limpia los ojos con el ruedo de la falda, señala un retrato amarillento la señora Leonor—. Deben saltar en sus tumbas al ver lo que te han encargado. En su época a los oficiales no los rebajaban a esas cosas.

—Hace ocho meses que me repites lo mismo cuatro veces al día —grita, se arrepiente, baja la voz, sonríe sin ganas, explica Panta—. Soy militar, tengo que cumplir las órdenes y, mientras no me den otro, mi obligación es hacer bien este trabajo. Ya te he dicho que, si prefieres, puedo mandarte a Lima, mamacita.

—Bastante sorprendente, sí, mi general —escarba en una bolsa, saca un puñado de cartones y fotos, hace un paquete, lo lacra, ordena despáchenme esto a Lima el coronel Peter Casahuanqui—. En la última revista de prendas descubrimos que la mitad de los soldados tenían oraciones del Hermano Francisco o estampitas del niño-mártir. Ahí le mando unas muestras.

—No soy como ciertas personas que abandonan el hogar a la primera contrariedad, no me confundas —se endereza, agita el índice, adopta una postura beligerante la señora Leonor—. No soy de las que se mandan mudar de la noche a la mañana sin decir ni adiós, de las que le roban la hija a su padre.

—No comiences ahora con Pocha —avanza por el pasadizo, tropieza con un macetero, maldice, se soba el tobillo Panta—. Se ha vuelto otro de tus temas, mamá.

—Si ella no se hubiera robado a Gladycita tú no estarías así —abre la puerta de calle la señora Leonor—. ¿Acaso no veo cómo te consumes de pena por la chiquita, Panta? Anda, parte de una vez.

—No aguanto más, rápido, rápido —sube la escalerilla de Eva, baja al camarote, se tumba en la litera, susurra Pantita—. Donde me gusta, pues. En el pescuezo, en la orejita. No sólo pellizcos, también los mordisquitos despacitos. Anda, pues.

—Yo encantada, Pantita —suspira, lo observa desganada, señala el embarcadero, corre la cortina del ojo de buey la Brasileña—. Pero al menos espera que parta Eva. El suboficial Rodríguez y los marineros están entrando y saliendo a cada rato. No es por mí sino por ti, rapaz.

—No espero ni un minuto —se arranca la camisa, se baja los pantalones, se quita los zapatos y las medias, se ahoga Pantaleón Pantoja—. Cierra el camarote, ven. Pellizquitos, mordisquitos.

—Ah, Jesús, eres incansable, Pantita —cierra el pestillo, se desnuda, trepa a la litera, se columpia la Brasileña—. Tú solo me das más trabajo que un regimiento. Qué chasco me llevé contigo. La primera vez que te vi pensé que no habías engañado nunca a tu mujer.

—Y era cierto, pero ahora cállate —jadea, se ladea, sube, baja, entra, sale, vuelve, se sofoca Pantita—. Te he dicho que me distraigo, caray. En la orejita, en la orejita.

— ¿Sabes que te puedes volver tuberculoso tanto jugar al bolero? —se ríe, se mueve, se aburre, se mira las uñas, se para, se agacha, se apura la Brasileña—. La verdad, últimamente estás más flaco que un bagre. Pero ni por ésas, cada vez más arrechito. Sí, ya sé, me callo, bueno, en la orejita.

—Pfuuu, por fin, pfuuu, qué rico —explosiona, palidece, respira, goza Pantita—. Se me sale el corazón y tengo vértigo.

—Con toda la razón del mundo, tigre, a mí tampoco me gusta mezclar a la tropa en operaciones policiales —toma aviones, remonta ríos en motoras, inspecciona pueblos y campamentos, exige detalles, envía mensajes el general Scavino—. Por eso he aguantado la cosa hasta ahora. Pero lo de Dos de Mayo es para inquietarse. ¿Leíste el parte del coronel Dávila?

—¿Cuántas veces por semana, Pantita? —se incorpora, llena recipientes, se lava y enjuaga, se viste la Brasileña—. Más que una visitadora, seguro. Y cuando hay examen de candidatas, para de contar. Con la costumbre que has agarrado de la ¿cómo se llama?, ¿revista profesional? Qué conchudo eres.

—Eso no es diversión sino trabajo —se despereza, se sienta en la litera, toma ánimos, arrastra los pies hacia el excusado, orina Panta—. No te rías, es la verdad. Además, tú eres la culpable, me diste la idea cuando te tomé examen de presencia. Antes no se me había ocurrido. ¿Crees que esa broma es fácil?

—Dependerá con quién —tira al suelo la sábana, escruta el colchón, lo frota con una esponja, lo sacude la Brasileña—. Con muchas ni se te parará el pajarito.

—Claro que no, a esas las elimino de entrada —se jabona, se seca con papel higiénico, jala la cadena Pantaleón Pantoja—. La manera más justa de seleccionar a los mejores. Con el pajarito no hay trampas.

—Ya estamos partiendo, comenzó a zamaquearse Eva —abre el ojo de buey, mueve el colchón para que el sol toque lo mojado la Brasileña—. Arrímate, déjame abrir la ventana, nos ahogamos, cuándo vas a comprar un ventilador. Y que ahora no te venga el arrepentimiento, Pantita.

—Clavaron a la anciana Ignacia Curdimbre Peláez en la placita de Dos de Mayo siendo las doce de la noche y estando presentes los doscientos catorce habitantes de la localidad —dicta, revisa, firma y despacha su informe el coronel Máximo Dávila—. A dos guardias civiles que trataron de disuadir a los «hermanos», les dieron una paliza terrible. Según los testimonios, la agonía de la viejita duró hasta el amanecer. Lo peor es lo que sigue, mi general. La gente se embadurnaba caras y cuerpos con la sangre de la cruz y hasta se la bebían. Ahora han comenzado a adorar a la víctima. Ya circulan estampitas de la Santa Ignacia.

—Es que yo no era así —se sienta en la litera, se coge la cabeza, recuerda se lamenta Pantaleón Pantoja—. Yo no era así, maldita sea mi suerte, no era así.

—Nunca habías metido cuernos a tu fiel esposa y sólo embocabas el bolero cada quince días —sacude, lava, exprime, tiende la sábana la Brasileña—. Me lo sé de memoria, Panta. Llegaste aquí y te despercudiste. Pero demasiado, rapaz, te pasaste al otro extremo.

—Al principio, le echaba la culpa al clima —se pone el calzoncillo, la camiseta, las medias, se calza Pantaleón Pantoja—. Creía que el calor y la humedad inflamaban al macho. Pero he descubierto algo rarísimo. Lo que le pasa al pajarito es culpa de este trabajo.

—¿Quieres decir el estar tan cerquita de la tentación? —se toca las caderas, se mira los pechos, se envanece la Brasileña—. ¿Que por mi aprendió a hacer pío pío? Qué piropo, Panta.

—No lo puedes entender, ni yo lo entiendo —se observa en el espejo, se alisa las cejas, se peina Panta—. Es algo muy misterioso, algo que nunca le ha pasado a nadie. Un sentido de la obligación malsano, igualito a una enfermedad. Porque no es moral sino biológico, corporal.

—O sea que ya ves, Tigre, los fanáticos se las traen —sube al jeep, cruza lodazales, preside entierros, consuela a víctimas, instruye a oficiales, habla por teléfono el general Scavino—. La cosa no es de grupitos. Son millares. La otra noche pasé por la cruz del niño-mártir, en Moronacocha, y me quedé asombrado. Había un mar de gente. Hasta soldados en uniforme.

—¿Quieres decir que tienes ganas todo el día por sentido de la obligación? —queda petrificada y boquiabierta, suelta una carcajada la Brasileña—. Mira, Panta, he conocido muchos hombres, tengo más experiencia que tú en estas cosas. Te aseguro que a ningún tipo en el mundo se le para el pajarito por pura obligación.

—No soy como todo el mundo, ésa es mi mala suerte, a mí no me pasa lo que a los demás —deja caer el peine, se abstrae, piensa en voz alta Pantaleón Pantoja—. De muchacho era más desganado para comer que ahora. Pero apenas me dieron mi primer destino, los ranchos de un regimiento, se me despertó un apetito feroz. Me pasaba el día comiendo, leyendo recetas, aprendí a cocinar. Me cambiaron de misión y pssst, adiós la comida, empezó a interesarme la sastrería, la ropa, la moda, el jefe de cuartel me creía marica. Era que me habían encargado del vestuario de la guarnición, ahora me doy cuenta.

—Ojalá nunca te pongan a dirigir un manicomio, Panta, lo primero que harías sería loquearte —señala el ojo de buey la Brasileña—. Mira esas bandidas, espiándonos.

— ¡Fuera de ahí, Sandra, Viruca! —corre a la puerta, abre el pestillo, ruge, acciona Pantaleón Pantoja—. ¡Cincuenta soles a cada una, Chupito!

— ¿Y para qué están los curas, para qué pagamos capellanes? —pasea a trancos por su despacho, examina balances, suma, resta, se indigna el Tigre Collazos—. ¿Para que se rasquen la barriga? Cómo va a ser posible que las guarniciones de la Amazonía se estén llenando de hermanos Scavino.

—No saques tanto el cuerpo, Pantita —lo coge de los hombros, lo regresa al camarote, cierra la puerta la Brasileña—. ¿Te olvidas que estás medio calato?

—¿Olvidarme de ti? —codea a marineros y soldados, sube saltando a bordo, abre los brazos el capitán Alberto Mendoza—. Cómo se te ocurre, hermano. Ven para acá, déjame darte un apretón. Después de tantos años, Panta.

—Qué gusto, Alberto —palmea, desembarca, estrecha manos de oficiales, responde al saludo de suboficiales y soldados el capitán Pantoja—. Estás igualito, los años no te hacen mella.

—Vamos a tomar un trago al comedor de oficiales —lo coge del brazo, lo guía a través del campamento, empuja una puerta con tela metálica, elige una mesa bajo el ventilador el capitán Mendoza—. No te preocupes por la cachadera. Todo está preparado y aquí la cosa funciona siempre como un tren. Alférez, usted se ocupa de todo y cuando la fiesta haya terminado nos avisa. Así, mientras los números se despiedran nos aventamos una cerveciola. Qué alegrón verte de nuevo, Panta.

—Oye, Alberto, ahora me acuerdo —observa por la ventana a las visitadoras entrando a las tiendas de campaña, las colas de soldados, los controladores que toman posición el capitán Pantoja—. No sé si sabes que a la visitadora esa, la que le dicen, ejém…

—Brasileña, ya sé, a ella sólo los diez del reglamento, ¿crees que no me leo tus instrucciones? —le da un falso puñete, ordena, abre botellas, sirve los vasos, brinda el capitán Mendoza—. ¿Cerveza para ti también? Dos, bien heladas. Pero es absurdo, Panta. Si esa hembra te gusta y te friega que la toquen, por qué no la exceptúas totalmente del servicio. ¿Para qué eres jefe, si no?

—Eso no —tose, se ruboriza, tartamudea, bebe el capitán Pantoja—. No quiero faltar a mi deber. Además, te aseguro que esa visitadora y yo, en realidad.

—Todos los oficiales lo saben y les parece muy bien que tengas una querida —se chupa la espuma del bigote, enciende un cigarrillo, bebe, pide más cerveza el capitán Mendoza—. Pero nadie comprende ese sistema tuyo. Se entiende que no te haga gracia que la tropa se tire a tu hembra. Para qué entonces ese formalismo ridículo. Diez polvos es lo mismo que cien, hermano.

—Diez es lo que obliga el reglamento —ve salir de las carpas a los primeros soldados, entrar a los segundos, a los terceros, traga saliva el capitán Pantoja—. ¿Cómo lo voy a violar? Lo hice yo mismo.

—No puedes con tu genio, cerebro electrónico —echa la cabeza atrás, entrecierra los ojos, sonríe nostálgico el capitán Mendoza—. Todavía me acuerdo que, en Chorrillos, el único cadete que se lustraba los zapatos para salir a embarrárselos en las maniobras eras tú.

—La verdad es que, desde que pidió su baja el cura Beltrán, el Cuerpo de Capellanes Castrenses deja mucho que desear —recibe quejas, atiende recomendaciones, oye misas, entrega trofeos, monta caballos, juega bochas el general Scavino—. Pero, en fin, Tigre, es un fenómeno general en la Amazonía, los cuarteles no se podían librar del contagio. De todas maneras, no te preocupes. Estamos tratando el asunto con mano firme. Por estampa del niño-mártir o de la Santa Ignacia, treinta días de rigor; por foto del Hermano Francisco, cuarentaicinco.

—Estoy en Lagunas por el incidente de la semana pasada, Alberto —ve salir a los cuartos, entrar a los quintos, a los sextos el capitán Pantoja—. Leí tu parte, claro. Pero me pareció lo bastante grave como para venir a ver sobre el terreno qué había ocurrido.

—No valía la pena que te dieras el trabajo —se afloja la correa del pantalón, pide un sándwich de queso, come, bebe el capitán Mendoza—. Lo que ocurre es muy sencillo. En estos pueblecitos vez que se acerca un convoy de visitadoras es la loquería. La sola idea hace que a todos los gallitos de la vecindad se les ponga tieso el espolón. Y, a veces, cometen disparates.

—Meterse a un campamento militar es demasiado disparate —ve a Chupito recogiendo los grabados y las revistas de los números el capitán Pantoja—. ¿Acaso no había guardia?

—Reforzada, como ahora, porque siempre que llega el convoy es lo mismo —lo jala afuera, le muestra las tranqueras, los centinelas con bayonetas, los racimos de civiles el capitán Mendoza—. Ven, vamos para que veas. ¿Te das cuenta? Todos los pingalocas del pueblo amontonados alrededor del campamento. Mira allá, ¿los ves? Subidos a los árboles, vaciándose por los ojos. Qué quieres, hermano, la arrechura es humana. Si hasta te ha pasado a ti, que parecías la excepción.

—¿No tuvieron algo que ver en este asunto, esos locos del Arca? —ve salir a los séptimos, entrar a los octavos, a los novenos, a los décimos y murmura al fin el capitán Pantoja—. No me repitas el parte, Alberto, cuéntame lo que realmente sucedió.

—Ocho tipos de Lagunas se metieron al campamento y pretendieron raptar a un par de visitadoras —ametralla el aparato de radio el general Scavino—. No, no hablo de los hermanos sino del Servicio de Visitadoras, la otra calamidad de la selva. ¿Te das cuenta adónde estamos llegando, Tigre?

—No volverá a ocurrir, hermano —paga la cuenta, se pone el quepí, anteojos oscuros, deja salir primero a Panta el capitán Mendoza—. Ahora, desde la víspera de la llegada del convoy, duplico la guardia y pongo centinelas en todo el perímetro. La compañía entra en zafarrancho de combate para que los números cachen en paz, puta qué cómico.

—Cálmate y bájame la voz —compara informes, ordena encuestas, relee cartas el Tigre Collazos—. No te pongas histérico, Scavino. Lo sé todo, aquí tengo el parte de Mendoza. La tropa rescató a las visitadoras y se acabó. Bueno, no es para suicidarse. Un incidente como cualquier otro. Peores cosas hacen los hermanos ¿no?

—Es que no es el primero de este tipo que ocurre, Alberto —ve salir de una carpa a la Brasileña, la ve cruzar el descampado entre silbidos, la ve subir a Eva el capitán Pantoja—. Hay constantes interferencias del elemento civil. En todos los pueblos brota una efervescencia del carajo cuando aparecen los convoyes.

—Se armó una trompeadera feroz entre soldados y civiles, por ese par de mujeres —recibe llamadas, va a la cárcel, interroga a detenidos, se desvela, toma calmantes, escribe, llama el general Scavino—. ¿Has oído bien? Entre sol-da-dos-y-ci-vi-les. Los raptores consiguieron sacarlas del campamento y la pelea fue en pleno pueblo. Hay cuatro hombres heridos. En cualquier momento puede ocurrir algo muy serio, Tigre, por este maldito Servicio.

—No es para menos, hermano —señala a los mirones, a las visitadoras que abandonan las carpas y regresan al embarcadero flanqueadas por guardias el capitán Mendoza—. A estos selváticos que ni siquiera conocen Iquitos, esas mujeres les parecen ángeles caídos del cielo. Los soldados también tienen culpa. Van y cuentan cosas en el pueblo, antojan a los otros. Se les ha prohibido hablar de esto, pero no entienden.

—Me fastidia que ocurra esto ahora, cuando tengo casi listo un proyecto para ampliar el Servicio y darle más categoría —se mete las manos en los bolsillos, camina cabizbajo pateando piedrecitas el capitán Pantoja—. Algo muy ambicioso, me ha costado muchos días de reflexión y de números. Y mi plan hasta quizá solucionaría el problema de los civiles pingalocas, hermano.

—Pero me triplicaría usted el otro, Pantoja, el de los curas y las beatas de Iquitos que andan fregando la paciencia a Scavino —llama a su ordenanza, lo manda comprar cigarrillos, le da una propina, pide fuego el Tigre Collazos—. No, demasiado. Cincuenta visitadoras son suficientes. No podemos reclutar más, al menos por el momento.

—Con un equipo operacional de cien visitadoras y tres barcos navegando de manera permanente en los ríos amazónicos —contempla los preparativos para la partida de Eva el capitán Pantoja—, nadie podría prever la llegada de los convoyes a los centros usuarios.

—Se está volviendo demente —prende un encendedor y lo acerca a la cara del Tigre Collazos el general Victoria—. El Ejército tendría que dejar de comprar armas para contratar más rameras. No hay presupuesto que aguante las fantasías de este angurriento.

—Estudie el plan que le mandé, mi general —escribe a maquina con dos dedos, hace cálculos, dibuja cuadros sinópticos, pasa malas noches, borra, añade, insiste el capitán Pantoja—. Crearíamos un «sistema de rotación inordinaria irregular». La llegada del convoy sería siempre imprevista, nunca habría ocasión de incidentes. Sólo los jefes de unidad conocerían las fechas de llegada.

—Y pensar que costó tanto trabajo hacerle aceptar la misión de crear el Servicio de Visitadoras —busca por el despacho un cenicero y lo pone junto al Tigre Collazos el coronel López López—. Ahora está en su elemento. Se mueve entre las putas como pez en el agua.

—Eso sí, la única forma de controlar eficazmente ese sistema sería desde el aire —cifra memorándums, prepara termos de café, multiplica, divide, se rasca la cabeza, despacha anexos el capitán Pantoja—. Haría falta otro avión. Y, al menos, un oficial de Intendencia más. Bastaría un subteniente, mi general.

—Se le ha aflojado un tornillo, no hay duda —lee El Oriente, oye La Voz del Sinchi, recibe anónimos, llega al cine tarde y se sale antes que termine la película el general Scavino—. Si esta vez le das gusto y apruebas ese proyecto, te advierto que pido mi baja, como Beltrán. Entre los fanáticos del Arca y las visitadoras de Pantoja van a acabar conmigo. Sobrevivo a punta de valeriana, Tigre.

—Lamento darle una mala noticia, mi general —parte en expedición, invade un pueblo desierto, carajea, ayuda a desclavar, ordena volver a marchas forzadas, muchachos el coronel Augusto Valdés—. Antenoche, en el caserío de Frailecillos, a dos horas de surcada de mi guarnición, crucificaron al suboficial Avelino Miranda. Estaba de permiso, iba de civil y es posible que ignoraran su condición de soldado. No, aún no ha muerto pero los médicos dicen que es cuestión de horas. Todo el caserío, treinta o cuarenta personas. Se han metido al monte, sí.

—Cálmese, Scavino, la cosa no puede ser para tanto —escucha y hace bromas sobre visitadoras en el Casino Militar tranquiliza a su madre sobre los clavados de la selva el general Victoria—. ¿De veras andan tan alborotados esos provincianos con las niñas de Pantoja?

—¿Alborotados, mi general? —se toma el pulso, se mira la lengua, dibuja cruces sobre el secante el general Scavino—. Esta mañana se me presentó aquí el obispo, con su estado mayor de curas y monjas.

—Tengo el pesar de anunciarle que si el llamado Servicio de Visitadoras no desaparece, excomulgaré a todos los que trabajan en él o lo utilizan —entra al despacho hace una venia, no sonríe, no se sienta, limpia su anillo y lo ofrece el Obispo—. Se han violado ya los límites mínimos de la decencia y el decoro, general Scavino. La misma madre del capitán Pantoja ha venido hasta a mí, llorando su tragedia.

—Comparto enteramente ese criterio y Su Eminencia lo sabe —se levanta, hace una genuflexión, besa el anillo, habla suave, ofrece gaseosas, despide a los visitantes en la calle el general Scavino—. Si de mí dependiera, ese Servicio no habría nacido. Les ruego un poco de paciencia. En cuanto a Pantoja, no me lo nombre, Monseñor. Qué tragedia ni tragedia. El hijito de esa señora que va a llorarle, tiene gran parte de culpa en lo que ocurre. Si al menos hubiera organizado la cosa de una manera mediocre, defectuosa. Pero ese idiota ha convertido el Servicio de Visitadoras en el organismo más eficiente de las Fuerzas Armadas.

—No hay vuelta que darle, Panta —sube a bordo, curiosea el puente de mando, observa la brújula, manipula el timón el capitán Mendoza—. Eres el Einstein del cache.

—Sí, naturalmente, he mandado varios grupos de caza a perseguir a los fanáticos —va a la enfermería, alienta a la víctima, clava banderitas en un mapa, dicta instrucciones, desea buena suerte a los oficiales que parten el coronel Augusto Valdés—. Con orden de que me traigan al caserío entero a rendir cuentas. No ha sido necesario mi general. Mis hombres están indignados, el suboficial Avelino Miranda siempre fue muy querido por la tropa.

—Tarde o temprano el Tigre acabará por aceptar mi plan —muestra los compartimentos de Eva al capitán Mendoza, la bodega, las maquinas, escupe y pisa el capitán Pantoja—. El crecimiento del Servicio es inevitable. Con tres barquitos, dos aviones, un equipo operacional de cien visitadoras y dos oficiales adjuntos, haré maravillas, Alberto.

—En Chorrillos creíamos que tu vocación no era ser militar, sino una computadora —baja, la rampa de desembarco, regresa con Panta del brazo al campamento, pregunta ¿ya me preparó el parte estadístico, alférez? El capitán Mendoza—. Ahora veo que estábamos equivocados. Tu sueño es ser el Gran Alcahuete del Perú.

—Te equivocas, desde que nací sólo he querido ser soldado, pero soldado administrador, que es tan importante como artillero o infante. Al Ejército yo lo tengo aquí —examina el rústico despacho, la lámpara de kerosene, los mosquiteros, la hierba que crece en los resquicios del entarimado, se toca el pecho el capitán Pantoja—. Tú te ríes y lo mismo Bacacorzo. Te aseguro que algún día se llevarán una sorpresa. Funcionaremos en todo el territorio nacional, con una flota de barcos, ómnibus y centenares de visitadoras.

—He puesto al frente de los grupos de caza a los oficiales más enérgicos —sigue y dirige por radio el desplazamiento de los expedicionarios, cambia de posición las banderitas en el mapa, habla con los médicos el coronel Augusto Valdés—. Con el calentón que tienen encima, los soldados necesitan que los contengan. No sea que linchen a los fanáticos por el camino. En cuanto al suboficial Miranda, parece que se salva, mi general. Eso sí, quedará manco y cojito.

—Habrá que crear una especialidad nueva en el Ejército —recibe el parte estadístico, lo relee, lo corrige, se señala la bragueta el capitán Mendoza—. Artillería, Infantería, Caballería, Ingeniería, Intendencia y ¿Polvos Militares? ¿Bulines Castrenses?

—Tendría que ser un nombre más discreto —se ríe, divisa a través de la tela metálica al corneta que llama a rancho, a los soldados que entran a un galpón de madera el capitán Pantoja—. Pero por qué no, algún día, quién sabe.

—Mira, ya terminó la vaina y ahí están tus pollitas cantando «La Raspa» —señala a Eva, a la sirena que pita, a las visitadoras acodadas en cubierta, al suboficial Rodríguez que ha subido al puente de mando el capitán Mendoza—. Cada vez que oigo su himno me cago de risa, hermano. ¿Regresas a Iquitos ahora mismo?

—Ahora mismo —abraza a Mendoza, sube a Eva de dos trancos, cierra el camarote, se zambulle en la litera el capitán Pantoja—. En la orejita, en el cuello, en mis tetitas. Rasguños, pellizquitos, mordisquitos.

—Ay, Panta, qué pesado eres —reniega, taconea, corre la cortina, suspira mirando al techo, avienta su ropa al suelo con furia la Brasileña—. ¿No ves que estoy cansada, que acabo de trabajar? Y después ya sé lo que vendrá, la gran escena de celos.

—Chitón, cierra ese piquito, ya sabes que, más arribita —se encoge, se estira, se mece, se arrulla, se desmaya, se deslíe Panta—. Ahicito mismo, ay qué riquito.

—Pero tengo que decirte una cosa, Panta —sube a la litera, se acuclilla, se tiende, se prende, desprende la Brasileña—. Estoy harta de que me hagas perder plata con tu manía de que sólo me den diez.

—Pfuu —se sosiega, transpira, traga aire a bocanadas Pantita—. ¿No puedes estar callada ni siquiera este momento?

—Es que por tu culpa estoy perdiendo plata y yo también tengo que cuidar mis intereses —se aparta, se lava, se viste, abre el ojo de buey, saca la cabeza y respira la Brasileña—. Estas cosas que te gustan se acaban con los años. ¿Y después? Todas tuvieron hoy veinte, el doble que yo.

—Caracoles, como si su Servicio no significara ya bastante gasto para Intendencia —recibe el telegrama, lo lee, lo agita el coronel López López—. ¿Sabe con qué nos viene ahora Pantoja, mi general? Con que se estudie la posibilidad de dar una prima de riesgo a las visitadoras cuando salen en convoy. Resulta que tienen miedo a los fanáticos.

—Pero tú recibes doble porcentaje que ellas y eso compensa la diferencia, te lo he probado, te he hecho una evaluación —sube a cubierta, ve a Viruca y Sandra echándose cremas en la cara, a Chupito durmiendo en una mecedora Pantaleón Pantoja—. Qué cansado me quedé, qué taquicardia ¿Perdiste el organigrama que te hice? ¿Te has olvidado que, además, cada mes te doy el 15 por ciento de mi sueldo para reforzar tus ingresos?

—Ya lo sé, Panta —apoya los brazos en la proa, mira los árboles de la ribera, las aguas terrosas, la estela de espuma, las nubes rosadas la Brasileña—. Pero tu sueldo es una buena porquería. No te enojes, es la verdad. Y, de otro lado, con tu manía esa, todas me odian. No tengo ni una amiga entre las chicas. Hasta Chuchupe me dice privilegiada apenas te das vuelta.

—Lo eres y es la gran vergüenza de mi vida —pasea por cubierta, pregunta ¿llegaremos a Iquitos temprano?, oye al suboficial Rodríguez decir por supuesto el señor Pantoja—. No te quejes tanto, no es justo. Debería lamentarme yo. Por tu culpa he roto con un principio que había respetado desde que tengo uso de razón.

—¿No ves? Ya comenzaste —sonríe a Peludita que escucha radio bajo el toldo de popa, a un marinero que enrolla unos cabos la Brasileña—. Por qué no eres más franco y en vez de hablar de principios reconoces que tienes celos de los diez soldaditos de Lagunas.

—¿Creías que disminuían? Nada de eso, Tigre, aumentan como un incendio en el bosque —se viste de civil, merodea entre las gentes, huele a cebolla y a incienso, ve el chisporroteo de los candiles, siente la pestilencia de las ofrendas el general Scavino—. No sabes lo que fue el aniversario del niño-mártir. Una procesión como no se ha visto nunca en Iquitos. Todas las orillas de Moronacocha cubiertas por una muchedumbre compacta. Y lo mismo la laguna. No cabía una lancha, un bote.

—Yo nunca había faltado a mi deber, maldita sea mi estampa —dice hola a Pechuga y Rita que juegan naipes al pleno sol, se recuesta en un salvavidas, ve ponerse el sol en el horizonte Pantaleón Pantoja—. Había sido siempre un tipo recto, un tipo justo. Antes de que aparecieras tú ni siquiera este clima de zánganos me había hecho romper mi sistema.

—Si me dices que tienes ganas de insultarme por los diez soldaditos, te lo aguanto —mira su reloj, hace un mohín, dice se paró otra vez, le da cuerda la Brasileña—. Pero si sigues hablando de tu sistema te vas a la mierda y me bajo al camarote a descansar.

—Este trabajo y tú han sido mi ruina —se demuda, no responde al saludo del marinero que conversa con Pichuza, escruta el río, el cielo que oscurece Pantaleón Pantoja—. Si no fuera por ustedes, no habría perdido a mi esposa, a mi hijita.

—Qué pesado eres, Panta —lo toma del brazo, lo lleva al camarote, le alcanza unos sándwichs, una coca-cola, le pela una naranja, bota las cáscaras al río, enciende la luz la Brasileña—. ¿Ahora te va a venir el llanto por tu esposa y tu hijita? Cada vez que te ocupas conmigo te dan unos arrepentimientos que no hay quien te aguante. No te pongas tonto, rapaz.

—Me hacen falta, las extraño mucho —come, bebe, se pone el pijama, se acuesta, se le quiebra la voz a Panta—. La casa esta tan vacía sin Pocha y sin Gladycita. No me acostumbro.

—Ven, rapaz, ven, no seas lloroncito —se queda en enagua, se tiende junto a Panta, apaga la luz, abre los brazos la Brasileña—. Lo único que tienes es celos de los soldaditos. Ven, acomódate aquí, déjame rascarte la cabecita.

—Hasta corría la voz que se iba a presentar el Hermano Francisco en persona —observa a los apóstoles de blanco, a los fieles arrodillados con los brazos extendidos, a los inválidos, los ciegos, los leprosos, los enanos, los moribundos que rodean la cruz el general Scavino—. Mejor que no lo hiciera. Nos iba a poner en un apuro. Era imposible mandarlo detener ante veinte mil personas dispuestas a morir por él. Dónde diablos andará. No, no hay rastros de ese loco.

—El balco es una cunita, yo soy Pochita, tú eles Gladycita —entona, se mece, mira la luna que cruza el ojo de buey y platea el extremo de la litera la Brasileña—. Qué bebita tan bonita. Yo le lasco cabecita, yo le doy besitos. ¿Quiele chupal su tetita?

—Ahora la tiene en la cabeza, ahí mismo, bah, se voló —empuja la puerta del Museo y Acuario Amazónico y cede el paso al capitán Pantoja el teniente Bacacorzo—. ¿Le llegó a picar? Creo que era una avispa.

—Más abajito, más despacito —cambia de ánimo, se aniña, se entibia, se endulza, se acurruca Pantita—. En la espaldita, en el cuellito, en la olejita. Insista en la puntita, señolita.

—Ah, la maté —manotea contra la pileta de La Vaca Marina o Manatí el teniente Bacacorzo—. Avispa no, una mosca parda. Son peligrosas, la gente dice que trasmiten la lepra.

—Debo tener la sangre ácida porque jamás me pican los bichos —pasa junto al Bufeo Loco, al Bufeo Cenizo, al Bufeo Colorado, se detiene ante La Hormiga Curhuinse, lee «es nocturna, muy dañina, en una noche puede arrasar una chacra, andan en cientos de miles, cuando adultas echan alas y se ponen barrigonas» el capitán Pantoja—. En cambio, mi pobre madre, es terrible, sale a la calle y la devoran.

— ¿Sabe que a esas hormigas aquí se las comen tostadas, con sal y plátano? —pasa el dedo por la cresta de una iguana disecada, por las plumas multicolores de un tucán el teniente Bacacorzo—. Tiene que cuidarse, está usted muy flaco. Debe haber bajado lo menos diez kilos en estos últimos meses. Qué pasa, mi capitán. ¿Trabajo, preocupaciones?

—Un poco de las dos cosas —se inclina y busca en vano los ocho ojos de la grande, saltarina y ponzoñosa Araña Viuda el capitán Pantoja—. Cuando todo el mundo me lo dice, debe ser cierto. Voy a ponerme en sobrealimentación, para recuperar los kilitos perdidos.

—Lo siento mucho, Tigre, pero he tenido que dar orden de que la tropa ayude a la Guardia Civil en la captura de los fanáticos —recibe peticiones, quejas, denuncias, investiga, vacila, consulta, toma una decisión, informa el general Scavino—. Cuatro clavados en seis meses es demasiado, estos locos están convirtiendo a la Amazonía en una tierra bárbara y ha llegado el momento de usar la mano dura.

—No le está usted sacando el jugo a la soltería —empuña la luna de aumento y agranda a la Avispa Huayranga, a la Campana Avispa y a la Avispa Shiro-shiro el teniente Bacacorzo—. En vez de estar feliz y contento con la libertad recobrada, anda más triste que un murciélago.

—Es que a mí la soltería no me sirve de gran cosa —se adelanta a la esquina de los felinos y roza con su cuerpo al Tigre Negro, al Otorongo o Príncipe de la Selva, al Ocelote, al Puma y al moteado Tigrillo el capitán Pantoja—. Yo sé que la mayor parte de los hombres, después de un tiempo, se hartan de la monotonía familiar y dan cualquier cosa por zafarse de sus mujeres. A mí no me había pasado. La verdad, me apenó que Pocha se fuera. Y, sobre todo, llevándose a mi hijita.

—Ni decirlo tiene que lo apenó, se le ve en la cara —«los camaleones chiquitos viven en los árboles, los grandes en el agua» oye el teniente Bacacorzo—. En fin, son las cosas de la vida, mi capitán. ¿Ha tenido noticias de su esposa?

—Sí, me escribe todas las semanas. Está viviendo con su hermana Chichi, allá en Chiclayo —cuenta las culebras, la Yacumama o Madre del Agua, la Boa Negra, la Mantona, la Sachamama o Madre de la Selva el capitán Pantoja—. No estoy resentido con Pocha, la entiendo muy bien. Mi misión resultaba muy fregada para ella. Ninguna mujer decente lo hubiera aguantado. ¿De qué se ríe? No es ningún chiste, Bacacorzo.

—Perdone, pero es que no deja de ser gracioso —enciende un cigarrillo, sopla el humo entre los barrotes de la jaula del Paucar, lee «imita el cántico de las demás aves y ríe y llora como los niños» el teniente Bacacorzo—. Usted tan maniático, tan puntilloso en cuestiones morales. Y con la fama más negra que se pueda imaginar. Aquí en Iquitos todos lo creen un terrible forajido.

—Cómo no iba a tener razón para irse, señora, no se ciegue —entrega la madeja de lana a la señora Leonor, hace un ovillo, comienza a tejer Alicia—. Las mamás encierran a sus hijas con llave cuando ven pasar a su Pantita, se persignan y ponen contra. Sépalo de una vez y, más bien, compadézcase de Pocha.

—¿Cree que no lo sé? —se entretiene dando de comer a los peces ornamentales, viendo fosforecer al tornasolado Neon Treta el capitán Pantoja—. El Ejército me hizo un flaco servicio confiándome este trabajo.

—Nadie se imaginaría que lo lamenta, al verlo trabajar en el Servicio de Visitadoras con tanto ímpetu —observa el transparente Blue Tetra, el escamoso Limpiavidrios y la carnívora Piraña el teniente Bacacorzo—. Si, ya sé, su sentido del deber.

—Regresaron las dos primeras patrullas, mi general —recibe a los expedicionarios en la puerta del cuartel, los felicita, les invita una cerveza, silencia a los prisioneros que gritan, los manda encerrar en la Prevención el coronel Peter Casahuanqui—. Traen media docena de fanáticos, uno de ellos con tercianas. Estuvieron en la clavada de la viejita, en Dos de Mayo. ¿Los guardo aquí, los entrego a la policía, los despacho a Iquitos?

—Oiga, todavía no me ha dicho para qué me citó en este Musco, Bacacorzo —mide con la vista al Paiche, el Pez Más Grande de Agua Dulce Que se Conoce en el Mundo el Capitán Pantoja.

—Para darle una mala noticia entre ofidios y arácnidos —echa un vistazo indiferente a la Anguila, a la Raya, a las Charapas o Tortugas de agua el teniente Bacacorzo—. Scavino quiere verlo urgentemente. Lo espera en la Comandancia, a las diez. Tenga cuidado, le advierto que está echando chispas.

—Sólo los impotentes, los eunucos y los asexuados pueden pretender que —sube y baja entre arpegios, declama, se encabrita La Voz del Sinchi— los esforzados defensores de la Patria, que se sacrifican sirviendo allá, en las intrincadas fronteras, vivan en castidad viuda.

—Siempre está echando chispas, al menos conmigo —sale al balcón, mira el río destellando bajo el sol homicida, las motoras y balsas que llegan al puerto de Belén el capitán Pantoja—. ¿Sabe de qué es ahora la rabieta?

—Por la maldita emisión del Sinchi de ayer —no responde a su saludo, no lo invita a sentarse, coloca una cinta y enciende la grabadora el general Scavino—. El zamarro no hizo más que hablar de usted, le dedicó los treinta minutos del programa. ¿Le parece poca cosa, Pantoja?

—¿Deben nuestros valientes soldados recurrir al debilitante onanismo? —duda, danza con los compases del vals «La Contamanina», espera una respuesta, interroga de nuevo La Voz del Sinchi—. ¿Regresar a la autogratificación infantil?

—¿La Voz del Sinchi? —oye crujir, tartamudear, estropearse a la grabadora, ve al general Scavino sacudirla, golpearla, probar todos los botones el capitán Pantoja—. ¿Está seguro, mi general? ¿Me atacó de nuevo?

—Lo defendió, lo defendió de nuevo —descubre que el enchufe se ha soltado, murmura qué estúpido, se agacha, conecta el aparato otra vez el general Scavino—. Y es mil veces peor que si lo atacara. ¿No comprende? Esto deja en ridículo y enloda al Ejército al mismo tiempo.

—Sí, las he cumplido al pie de la letra, mi general —conferencia con el alférez jefe de Intendencia, revisa el almacén de provisiones, compone menús con el sargento cocinero el coronel Máximo Dávila—. Sólo que ha surgido un grave problema de abastecimiento. Son cincuenta fanáticos detenidos y si los alimento tendría que racionar a la tropa. No sé qué hacer, mi general.

—Le tengo terminantemente prohibido que siquiera me nombre —ve encenderse una lucecita amarilla, girar los carretes, oye ruidos metálicos, ecos, se enfurece el capitán Pantoja—. No me lo explicó, le aseguro que…

—Cállese y escuche —ordena, cruza los brazos, las piernas, mira con odio la grabadora el general Scavino—. Es de dar náuseas.

—El Supremo Gobierno debería condecorar con la Orden del Sol al señor Pantaleón Pantoja —estalla, rutila entre Lux el Jabón que Perfuma, Coca-cola la Pausa que Refresca y Sonrisas Kolynosistas, dramatiza y exige La Voz del Sinchi—. Por la encomiástica labor que realiza en procura de la satisfacción de las necesidades íntimas de los centinelas del Perú.

—Lo oyó mi esposa y mis hijas tuvieron que darle sales —apaga la grabadora, recorre la habitación con las manos a la espalda el general Scavino—. Nos está convirtiendo en el hazmerreír de todo Iquitos con sus peroratas. ¿No le ordené tomar medidas para que La Voz del Sinchi no se ocupara más del Servicio de Visitadoras?

—La única manera de taparle la boca a ese sujeto es dándole un balazo o plata —escucha la radio, ve a las visitadoras preparando los maletines para embarcar, a Chuchupe montando a Dalila Pantaleón Pantoja—. Cargármelo me traería muchos líos, no queda más remedio que calentarle la mano con unos cuantos soles. Anda díselo, Chupito. Que se presente aquí en el término de la distancia.

—¿Quiere decir que destina parte del presupuesto del Servicio de Visitadoras a sobornar periodistas? —lo examina de pies a cabeza, ancha las aletas de la nariz, arruga la frente, muestra los incisivos el general Scavino—. Muy interesante, capitán.

—Ya tengo aquí, en salmuera, a los que crucificaron al suboficial Miranda —atomiza las patrullas, duplica las horas de guardia, suprime permisos y licencias, extenúa, encoleriza a sus hombres el coronel Augusto Valdés—. Él ha identificado a la mayoría, sí. Sólo que tanto movilizar a mi gente detrás de los Hermanos del Arca, tengo desguarnecida la frontera. Ya sé que no hay peligro, pero si algún enemigo quisiera entrar, se nos metería hasta Iquitos de un pasco, mi general.

—Del presupuesto no, eso es sagrado —distingue un ratoncito cruzando veloz el alféizar de la ventana a pocos centímetros de la cabeza del general Scavino el capitán Pantoja—. Usted tiene copia de la contabilidad y puede comprobarlo. De mi propio sueldo. He tenido que sacrificar el 5% mensual de mis haberes para callar a ese chantajista. No entiendo por qué ha hecho esto.

—Por escrúpulos profesionales, por indignación moral, por solidaridad humana, amigo Pantoja —entra al centro logístico dando un portazo, sube la escalerilla del puesto de mando como un ventarrón, intenta abrazar al señor Pantoja, se quita el saco, se sienta en el escritorio, ríe, truena, arenga el Sinchi—. Porque no puedo soportar que haya gente aquí, en esta ciudad donde mi santa madre me botó al mundo, que menosprecie su labor y que todo el día eche sapos y culebras contra usted.

—Nuestro compromiso era clarísimo y usted lo ha violado —estrella una regla contra un panel, tiene los labios llenos de saliva y los ojos incendiados, rechina los dientes Pantaleón Pantoja—. ¿Para qué carajo los quinientos soles mensuales? Para que se olvide de que existo, de que el Servicio de Visitadoras existe.

—Es que yo también soy humano, señor Pantoja, y sé asumir mis responsabilidades —asiente, lo calma, gesticula, oye roncar la hélice, ve a Dalila correr por el río levantando dos paredes de agua, la ve elevarse, perderse en el cielo el Sinchi—. Tengo sentimientos, impulsos, emociones. Donde voy, oigo pestes contra usted y me caliento. No puedo permitir que calumnien a alguien tan caballero. Sobre todo, siendo amigos.

—Voy a hacerle una advertencia muy seria, so grandísimo pendejo —lo coge de la camisa, lo hamaquea de atrás adelante, de adelante atrás, lo ve asustarse, enrojecer, temblar, lo suelta Pantaleón Pantoja—. Ya sabe lo que ocurrió la vez pasada, cuando sus ataques al Servicio. Tuve que contener a las visitadoras, querían sacarle los ojos y clavarlo en la Plaza de Armas.

—Lo sé de sobra, amigo Pantoja —se arregla la camisa, trata de sonreír, recupera el aplomo, se aprieta el cuello el Sinchi—. ¿Cree que no me enteré que habían pegado mi foto en la puerta de Pantilandia y que la escupían al entrar y salir?

—La verdad, es un serio problema, Tigre —imagina motines, cargas de fusilería, muertos y heridos, titulares sangrientos, destituciones, juicios, sentencias y lágrimas el general Scavino—. En tres semanas, hemos echado mano a cerca de quinientos fanáticos que andaban escondidos en la selva. Pero ahora no sé qué hacer con ellos. Mandarlos a Iquitos sería un escándalo, habría manifestaciones, miles de «hermanos» andan sueltos. ¿Qué piensa el Estado Mayor?

—Pero ahora ellas están felices con los piropos que les echo en mi emisión, señor Pantoja —se pone el saco, va hasta la baranda, hace adiós al Chino Porfirio, vuelve al escritorio, soba el hombro del señor Pantoja, cruza los dedos y jura el Sinchi—. Cuando me ven en la calle, me mandan besitos volados. Vamos, amigo Pan-Pan, no lo tome a lo trágico, yo quería servirlo. Pero, si prefiere, La Voz del Sinchi no lo mentará nunca más.

—Porque la primera vez que me nombre, o hable del Servicio, le echaré encima a las cincuenta visitadoras y le advierto que todas tienen uñas largas —abre un cajón del escritorio, saca un revolver, lo carga y descarga, hace girar el tambor, encañona el pizarrón, el teléfono, las vigas Pantaleón Pantoja—. Y si ellas no acaban con usted, lo remato yo, de un tiro en la cabeza. ¿Comprendido?

—A la perfección, amigo Pantoja, ni una palabra más —multiplica las venias, las sonrisas, los adioses, baja la escalerilla de espaldas, echa a correr, desaparece en la trocha a Iquitos el Sinchi—. Clarísimo como el sol. ¿Quién es el señor Pan-Pan? No se le conoce, no existe, no se oyó nunca. ¿Y el Servicio de Visitadoras? Qué es eso, cómo se come eso. ¿Correcto? Vaya, nos entendemos. Los quinientos solifacios de este mes ¿como siempre, con Chupito?

—No, no, eso sí que no —secretea con Alicia, corre donde los agustinos, escucha confidencias del director, regresa sofocada a casa, recibe a Panta protestando la señora Leonor—. ¡Te presentaste con una de esas bandidas en la Iglesia! ¡Y en el San Agustín, nada menos! El padre José María me ha contado.

—Primero óyeme y trata de entender, mamá —arroja la gorrita al ropero, va a la cocina, bebe un jugo de papaya con hielo, se limpia la boca Panta—. No lo hago nunca, jamás me luzco por la ciudad con ninguna de ellas. Fue una circunstancia muy especial.

—El padre José María los vio entrar a los dos del brazo, con el mayor desparpajo —llena la bañera de agua fría, arranca la envoltura de un jabón, dispone toallas limpias la señora Leonor—. A las once de la mañana, justo cuando van a misa todas las señoras de Iquitos.

—Porque a esa hora son los bautizos, no es mi culpa, déjame explicarte —se quita la guayabera, el pantalón, la camiseta, el calzoncillo, se pone una bata, zapatillas, entra al baño, se desnuda, se sumerge en la bañera, entrecierra los ojos y murmura qué fresca está Pantita—. La Pechuga es una de mis colaboradoras más antiguas y eficientes, estaba obligado a hacerlo.

—No podemos fabricar mártires, basta con los que ellos hacen —revisa cartapacios de recortes de periódicos marcados con lápiz rojo, celebra conciliábulos con oficiales del Servicio de Inteligencia, de la Policía de Investigaciones, propone un plan al Estado Mayor y lo ejecuta el Tigre Collazos—. Tenlos ahí en los cuarteles un par de semanas, a pan y agua. Luego los asustas y los largas, Scavino. Salvo a unos diez o doce cabecillas, a esos nos los mandas a Lima.

—La Pechuga —revolotea por el dormitorio, la salita, se asoma al cuarto de baño, ve a Panta moviendo los pies y salpicando el piso la señora Leonor—. Mira con quiénes trabajas, con quiénes te juntas. ¡La Pechuga, la Pechuga! Como va a ser posible que te presentes en la Iglesia con una pérdida que encima tiene ese nombre. Ya no sé a qué santo rogarle, hasta al niño-mártir he ido a pedirle de rodillas que te saque de ese antro.

—Me pidió que fuera padrino de su hijito y no podía negarme, mamá —se jabona la cabeza, la cara, el cuerpo, se enjuaga en la ducha, se envuelve en toallas, salta de la bañera, se seca, se pone desodorante, se peina Pantita—. La Pechuga y Milcaras tuvieron el gesto simpático de ponerle mi nombre a la criatura. Se llama Pantaleón y yo mismo lo hice cristianizar.

—Cuánto honor para la familia —va a la cocina, trae un escobillón y trapos, seca el cuarto de baño, entra al dormitorio, alcanza a Panta una camisa, un pantalón recién planchado la señora Leonor—. Ya que tienes que hacer ese trabajo tan espantoso, cumple al menos lo que me prometiste. No te pasees con ellas, que la gente no te vea.

—Ya lo sé, mamacita, no seas machacona, upa, hasta el techo, upa —se viste, echa la ropa sucia a una canasta, sonríe, se acerca a la señora Leonor, la abraza, la levanta en peso Pantita—. Ah, me olvidaba mostrarte. Mira, llegó carta de Pocha. Manda fotos de Gladycita.

—A ver, presta mis anteojos —se acomoda la falda, la blusa, le arrebata el sobre, se acerca a la luz de la ventana la señora Leonor—. Uy, qué cosa más rica, mi nietecita linda, cómo ha engordado. Cuándo me vas a dar lo que te pido, Santo Cristo de Bagazán. Me paso las tardes en la iglesia, rezando, hago novenas para que nos saques de aquí y tú nada.

—En Iquitos te has vuelto una beata, viejita, en Chiclayo ni siquiera ibas a misa, sólo jugabas canasta —se sienta en la mecedora de paja, hojea un periódico, resuelve un crucigrama, se ríe Panta—. Creo que tus rezos no sirven porque mezclas la Iglesia con la superstición: el niño-mártir, el Santo Cristo de Bagazán, el Señor de los Milagros, la Santa Ignacia.

—No se olvide que hay que distraer gente y dinero para la caza y represión de los locos del Arca —toma aviones, jeeps y lanchas, recorre la Amazonía, vuelve a Lima, hace trabajar sobre tiempos a los oficiales de Contabilidad y Finanzas, redacta un informe, se presenta al despacho del Tigre Collazos el coronel López López—. Eso significa gastos fuertes para el Ejército. Y el Servicio de Visitadoras es una hemorragia, trabaja a pura pérdida. Aparte de otros problemitas.

—Aquí está la carta de Pocha, son sólo cuatro letras, te la leo —oye música, da un paseo con la señora Leonor por la Plaza de Armas, trabaja en su dormitorio hasta medianoche, duerme seis horas, se levanta con las primeras luces Panta—. Se han ido a Pimentel, con Chichi, para pasar el verano en la playa. No habla nada de volver, mamá.

—¿A fojas cero? —se enfunda el quepí, deja salir antes del despacho al general Victoria y al coronel López López, se sienta en la parte delantera del auto, ordena al chofer a «Rosita Ríos» volando el Tigre Collazos—. Sí, claro, es una de las soluciones posibles, la que Scavino elegiría en el acto. Pero ¿no es un poco precipitado? No veo la razón ni la urgencia de declarar que el Servicio de Visitadoras es un fracaso. Después de todo, los incidentes que ha provocado son insignificantes.

—No me preocupan las cosas negativas del Servicio de Visitadoras sino las positivas, Tigre —elige una mesa al aire libre, se sienta en la cabecera, se afloja la corbata, estudia el menú muy atento el general Victoria—. Lo grave son sus fantásticos éxitos. Para mí, el problema está en que, sin quererlo ni saberlo, hemos puesto en marcha un mecanismo infernal. López acaba de recorrer todas las guarniciones de la selva y su informe es inquietante.

—Me he visto en la imperiosa necesidad de reclutar diez visitadoras a toda urgencia —telegrafía el capitán Pantoja—. No para ampliar el Servicio, sino para mantener el ritmo de trabajo alcanzado hasta el presente.

—La verdad es que las visitadoras de Pantoja se han convertido en la preocupación central de todas las guarniciones, campamentos y puestos de la frontera —pide anticuchos y choclos sancochados para comenzar y de segundo un escabeche de pato con mucho ají el coronel López López—. No exagero lo más mínimo, mi general. Casi no he podido hablar de otra cosa con oficiales, suboficiales y soldados, créame. Hasta los crímenes del Arca pasan a segundo plano cuando se trata de las visitadoras.

—La razón son las numerosas patrullas y grupos de persecución y captura de los asesinos religiosos —pone en clave el capitán Pantoja—. Como la superioridad sabe, esos comandos se hallan internados en el monte, desarrollando una acción cívico policial de primer orden.

—En este maletín están las pruebas, Tigre —se decide por el cebiche de corvina y los riñoncitos a la criolla con arroz blanco el general Victoria—. Adivina qué son estos papeles. ¿Informes sobre el estado de la defensa aeroterrestre fluvial en las fronteras ecuatoriana, colombiana, brasileña y boliviana? Frío. ¿Sugerencias y planes para mejorar nuestro propio dispositivo de vigilancia y ataque en la Amazonía? Frío. ¿Estudios sobre comunicaciones, logística, etnografía? Frío, frío.

—El Servicio de Visitadoras creyó su obligación hacer llegar hasta esos comandos, allí donde se hallen, los convoyes de visitadoras —radia el capitán Pantoja—. Y lo hemos conseguido, gracias al esfuerzo entusiasta de todo el personal, sin excepción.

—Sólo solicitudes en relación con el SVGPFA, mi general —de postre alfajores de miel y maní y para tomar cerveza Pilsen bien heladita concluye el coronel López López—. Todos los suboficiales de la Amazonía han firmado memoriales pidiendo que se les permita utilizar el Servicio de Visitadoras. Aquí los tiene ordenados: 172 pliegos.

—Para ello he creado brigadas volantes de dos y tres visitadoras, y esa fragmentación del personal me hubiera impedido seguir asegurando la cobertura regular de los centros usuarios —telefonea el capitán Pantoja—. Espero no haberme excedido en mis atribuciones, mi general.

—Y la encuesta de López López entre la oficialidad es todavía más increíble —empuja con una rajita de pan, acompaña cada bocado con traguitos de cerveza, se enjuga la frente con la servilleta el general Victoria—. De capitán para abajo, el 95 por ciento de los oficiales también reclaman visitadoras. Y de capitán para arriba, un 55 por ciento. ¿Qué me dices de eso, Tigre?

—De acuerdo a las cifras que me ha comunicado el coronel López sobre su encuesta extraoficial, debo modificar totalmente el plan minimalista de ampliación del SVGPFA, mi general —se sobresalta, garabatea libretas, toma anfetaminas para amanecerse en el puesto de mando, despacha voluminosos sobres certificados el capitán Pantoja—. Le ruego que considere nulo y no recibido el proyecto que le mandé. Estoy trabajando día y noche en un nuevo organigrama. Espero enviárselo muy pronto.

—Porque, además, siento decirte que Pantoja, aunque está loco, tiene toda la razón del mundo, Tigre —ataca los riñones con ímpetu, bromea los franceses tienen razón, si uno encuentra el ritmo adecuado puede ingerir cualquier cantidad de platos, dieciocho, veinte el general Victoria—. Su argumentación es irrefutable.

—En vista de la duplicación potencial del número de usuarios, si se comprende a los suboficiales y mandos intermedios —discute con Chuchupe, Chupito y Chino Porfirio, pasa revista a candidatas, despide a «lavanderas», conversa con cafiches, soborna a alcahuetas el capitán Pantoja—, debo comunicarle que el plan minimalista de prestaciones regulares, a un ritmo siempre por debajo del mínimo vital sexual, exigiría cuatro barcos del tonelaje de Eva, tres aviones tipo Dalila y un equipo operacional de 272 visitadoras.

—Si se les concede ese Servicio a los clases y soldados ¿por qué no a los suboficiales? —separa las cebollas, los huesos y termina el escabeche de pato en unos cuantos bocados, sonríe, mira pasar a una mujer, guiña un ojo y exclama que escultura el coronel López López—. ¿Y si a éstos, por qué no a los oficiales? Es el planteamiento de todos. Y, la verdad, no tiene réplica.

—Naturalmente, si se considera la ampliación a la oficialidad, mis estimaciones registrarían nuevas variantes, mi general —visita a brujos, toma ayahuasca, tiene alucinaciones en las que ejércitos de mujeres desfilan por el Campo de Marte cantando «La Raspa», vomita, trabaja, exulta el capitán Pantoja—. Estoy haciendo un estudio posibilista, por si las moscas. Habría que crear una sección especial, un grupo de visitadoras exclusivas, por supuesto.

—Por supuesto —rechaza el postre, pide café, saca un frasquito de sacarina, echa dos pastillas, apura la taza de un trago, enciende un cigarrillo el general Victoria—. Y si se considera indispensable para la salud biológica y psicológica de la tropa que exista ese Servicio, habrá que aumentar cada mes el número de prestaciones. Porque, lo sabes de sobra, Tigre, la función hace al órgano. En este caso, la demanda irá siempre por delante de la oferta.

—Así es, mi general —pide la cuenta, intenta sacar su cartera, oye está usted loco, hoy son invitados del Tigre el coronel López López—. Queriendo tapar un hueco, hemos abierto una coladera y por ahí se va a desaguar todo el presupuesto de Intendencia.

—Y toda la energía de nuestros soldados —se traslada en misión especial a Lima, visita a políticos, pide audiencias, aconseja, intriga, amarra, retorna a Iquitos el general Scavino.

—A este hambre de visitadoras que se ha despertado en la selva no lo para ni Cristo, Tigre —abre la puerta del auto, pasa primero, dice lástima no poder echar una siestecita después de este almuerzo, ordena de vuelta al Ministerio el general Victoria—. O, para estar a la moda, ni el niño-mártir. A propósito, ¿saben que la devoción ya llegó a Lima? Ayer descubrí que mi nuera tenía un altarcito con estampas del niño-mártir.

—Podríamos comenzar con un equipo seleccionado de diez visitadoras para oficiales, mi general —habla solo por la calle, se queda dormido en su escritorio, fantasea, aterra a la señora Leonor con su flacura el capitán Pantoja—. Las reclutaríamos en Lima, naturalmente, para garantizar una alta categoría. ¿Le gustan las siglas SPO del SVGPFA? Sección para Oficiales del Servicio de Visitadoras. Le enviaré un proyecto en detalle.

—Caracho, creo que tienen razón —entra a su despacho, cavila, abre la correspondencia, se muerde una uña el Tigre Collazos—. Esta cojudez se está poniendo tenebrosa.