IX

La cita del Sheraton

—Para atreverme, para darme ánimos, me tomé un par de whiskies puros —dijo doña Lucrecia—. Antes de empezar a disfrazarme, quiero decir.

—Quedaría usted borrachísima, señora —comentó Justiniana, divertida—. Con la cabecita de pollo que tiene para el trago.

—Tú estabas ahí, desvergonzada —la reprendió doña Lucrecia—. Excitadísima con lo que podía pasar. Sirviendo los tragos, ayudándome a ponerme el disfraz y riéndote a tus anchas mientras me convertía en una de esas.

—Una tipa de esas —le hizo eco la empleada, retocándole el rouge.

«Esta es la peor locura que he hecho en mi vida, pensó doña Lucrecia. Peor que lo de Fonchito, peor que casarme con el loco de Rigoberto. Si la hago, me arrepentiré hasta que me muera». Pero, la iba a hacer. La peluca pelirroja le quedaba cabalita —se la había probado en la tienda donde la encargó— y su alta, barroca orografía de bucles y mechas parecía llamear. Apenas se reconoció en esa incandescente mujer de curvas pestañas postizas y redondos aretes tropicales, pintarrajeada con unos labios color bermellón encendido que duplicaban los verdaderos, lunares y ojeras azules de mujer fatal, estilo película mexicana, años cincuenta.

—Caramba, caramba, nadie diría que es usted —la examinó, asombrada, Justiniana, tapándose la boca—. No sé a quién se parece, señora.

—A una tipa de esas, pues —afirmó doña Lucrecia.

El whisky había hecho su efecto. Las vacilaciones de hacía un momento se habían evaporado y, ahora, intrigada, divertida, observaba su transformación en el espejo del cuarto. Justiniana, progresivamente maravillada, le fue alcanzando las prendas dispuestas sobre la cama: la minifalda que la ceñía tanto que le costaba trabajo respirar; las medias negras terminadas en unas ligas rojas con adornos dorados; la blusa de fantasía que exhibía sus senos hasta la punta del pezón. La ayudó, también, a calzarse los plateados zapatos de tacón de aguja. Tomando distancia, después de pasarle revista de arriba abajo, de abajo arriba, volvió a exclamar, estupefacta:

—No es usted, señora, es otra, otra. ¿Va a salir así, de verdad?

—Por supuesto —asintió doña Lucrecia—. Si no me aparezco hasta mañana, avisas a la policía.

Y, sin más, pidió un taxi a la estación de la Virgen del Pilar y ordenó al chofer, con autoridad: «Al hotel Sheraton». Anteayer, ayer y esta mañana, mientras preparaba su atuendo, tuvo dudas. Se había dicho que no iría, no se prestaría a semejante payasada, a lo que seguramente era una broma cruel; pero, ya en el taxi, se sintió segurísima y resuelta a vivir la aventura hasta el final. Pasara lo que pasara. Miró el reloj. Las instrucciones decían entre once y media y doce de la noche y sólo eran las once, llegaría adelantada. Serena, lejos de sí misma gracias al alcohol, mientras el taxi avanzaba por el semidesierto Zanjón rumbo al centro, se preguntó qué haría si, en el Sheraton, alguien la reconocía a pesar de su disfraz. Negaría la evidencia, atiplando la voz, poniendo la entonación acaramelada y huachafa de las tipas esas: «¿Lucrecia? Yo me llamo Aída. ¿Nos parecemos? Alguna parienta lejana, tal vez». Mentiría con total desfachatez. Se le había evaporado el miedo, totalmente. «Estás encantada de jugar a la puta, por una noche», pensó, contenta de sí misma. Advirtió que el chofer del taxi a cada momento alzaba la vista para espiarla por el espejo retrovisor.

Antes de entrar al Sheraton, se puso los anteojos oscuros de montura de concheperla y terminados en forma de tridente que había comprado esa misma tarde en una tiendecita de la calle la Paz. Los eligió por su chocarrero mal gusto y porque, dado su tamaño, parecían un antifaz. Cruzó el lobby con paso rápido, rumbo al Bar, temiendo que uno de los porteros uniformados, que se la quedaron mirando afrentosamente, se le acercara a preguntarle quién era, qué buscaba, o a echarla, sin preguntas, por su aparatosa apariencia. Pero, nadie se le acercó. Subió la escalera hacia el Bar, sin apurarse. La penumbra le devolvió la seguridad que estuvo a punto de perder bajo las fuertes luces de la entrada, ese salón sobre el que se elevaba el opresivo rascacielos rectangular y carcelario de pisos, muros, pasadizos, balaustradas y dormitorios del hotel. En la medialuz, entre nubéculas de humo, notó que pocas mesas estaban ocupadas. Tocaban una música italiana, con un cantante prehistórico —Domenico Modugno— que le recordó una lejana película de Claudia Cardinale y Vittorio Gassman. Borrosas siluetas se delineaban en la barra, contra el fondo azulado amarillento de copas e hileras de botellas. De una mesa se elevaban las voces chillonas de una borrachera principiante.

Otra vez animosa, confiada en sus fuerzas para hacer frente a cualquier imprevisto, cruzó el local y tomó posesión de una de las empinadas banquetas de la barra. El espejo que tenía delante le mostró un esperpento que, en vez de asco o risa, le mereció ternura. Su sorpresa no tuvo límites cuando oyó que el barman, un cholito de engominados pelos tiesos, embutido en un chaleco que le bailaba y una corbatita de lazo que parecía ahorcarlo, la tuteaba con grosería:

—Consumes o te vas.

Estuvo a punto de hacerle un escándalo, pero recapacitó y se dijo, gratificada, que esa insolencia probaba el éxito de su disfraz. Y, estrenando su nueva voz, dengosa y azucarada, le pidió:

—Un etiqueta negra en las rocas, me hace el favor.

El hombre se la quedó mirando, dudoso, sopesando si aquello iba en serio. Optó por murmurar «En las rocas, entendido», ya alejándose. Pensó que su disfraz habría sido completo si, además, le hubiera añadido una larga boquilla. Entonces, pediría cigarrillos mentolados marca Kool, extralargos, y hubiera fumado echando argollas hacia el cielorraso de estrellitas que le hacían guiños.

El barman le trajo el whisky con la cuenta y ella tampoco protestó por esa muestra de desconfianza; pagó, sin dejarle propina. Apenas había tomado el primer sorbo, alguien se sentó a su lado. Tuvo un ligero estremecimiento. El juego se ponía serio. Pero, no, no se trataba de un hombre, sino de una mujer, bastante joven, con pantalones y un polo oscuro de cuello alto, sin mangas. Tenía los pelos sueltos, lacios, y la cara fresca, de airecillo canalla, de las muchachas de Egon Schiele.

—Hola —la vocecita miraflorina le sonó familiar—. ¿Nos conocemos, no es cierto?

—Creo que no —repuso doña Lucrecia.

—Me parecía, perdona —dijo la chica—. La verdad, tengo una memoria pésima. ¿Vienes mucho por aquí?

—De vez en cuando —vaciló doña Lucrecia. ¿La conocía?

—El Sheraton ya no es tan seguro como antes —se lamentó la muchacha. Encendió un cigarrillo y echó una bocanada de humo, que tardó en deshacerse—. El viernes hubo una redada aquí, me han dicho.

Doña Lucrecia se imaginó subiendo a empellones el furgón policial, llevada a la Prefectura, fichada como meretriz.

—Consumes o te vas —advirtió el barman a su vecina, amenazándola con el dedo en alto.

—Anda vete a la mierda, cholo maloliente —dijo la muchacha, sin siquiera volverse a mirarlo.

—Tú siempre tan lisurienta, Adelita —sonrió el barman, mostrando una dentadura que doña Lucrecia estuvo segura verdeaba de sarro—. Sigue, nomás. Estás en tu casa. Como eres mi debilidad, abusas.

En ese momento, doña Lucrecia la reconoció. ¡Adelita, por supuesto! ¡La hija de Esthercita! Vaya, vaya, nada menos que la hija de la cucufata de Esther.

—¿La hija de la señora Esthercita? —se carcajeó Justiniana, doblada en dos—. ¿Adelita? ¿La niña Adelita? ¿La hija de la madrina de Fonchito? ¿Levantando clientes en el Sheraton? No me lo trago, señora. Ni con Coca Cola ni con champaña me lo trago.

—Ella misma y no sabes cómo —le aseguró doña Lucrecia—. De lo más despercudida. Soltando palabrotas, moviéndose como pez en el agua, ahí, en el Bar. Como la tipa más experimentada de todo Lima.

—¿Y, ella, no la reconoció?

—No, felizmente. Pero, todavía no has oído nada. Ahí estábamos conversando, cuando, no sé de dónde, nos cayó encima el sujeto. Adelita lo conocía, por lo visto.

Era alto, fuerte, un poco gordo, un poco bebido, un poco todo lo que hace falta para sentirse temerario y mandón. De terno y corbata brillante, con rombos y zigzags, respiraba como un fuelle. Debía de ser cincuentón. Se colocó entre las dos, abrazándolas, y, como lo hubiera hecho con dos amigas de toda la vida, les dijo a manera de saludo:

—¿Se vienen a mi suite? Hay trago fino y something for the nose. Más lluvia de dólares para las chicas que se portan bien.

Doña Lucrecia sintió vértigo. El aliento del hombre le daba en la cara. Estaba tan cerca, que, con un pequeño movimiento hubiera podido besarla.

—¿Estás sólito, primo? —le preguntó la muchacha, con coquetería.

—Para qué hace falta nadie más —se chupó el hombre los labios, tocándose el bolsillo donde debía de llevar la cartera—. Cien verdes por cabeza ¿okey? Pago por adelantado.

—Si no tienes dólares de diez o de cincuenta, prefiero soles —dijo Adelita, de inmediato—. Los de cien son siempre falsos.

—Okey, okey, tengo de cincuenta —prometió el hombre—. Andando, chicas.

—Espero a alguien —se disculpó doña Lucrecia—. Lo siento.

—¿No puede esperar? —se impacientó el hombre.

—No puedo, de veras.

—Si quieres, subamos los dos —intervino Adelita, prendiéndose de su brazo—. Te trataré bien, primito.

Pero el hombre la rechazó, decepcionado:

—Tú sola, no. Esta noche, me estoy premiando. Mis burros ganaron tres carreras y la dupleta. ¿Les cuento? Voy a realizar un capricho que me tiene curcuncho, hace días. ¿Les digo cuál? —Las miró a una y a otra, muy serio, aflojándose el cuello, y encadenó con ansiedad, sin esperar su visto bueno—. Empalarme a una mientras me como a la otra. Viéndolas por el espejo, manoseándose y besándose, sentaditas en el trono. Ese trono que seré yo.

«El espejo de Egon Schiele», pensó la señora Lucrecia. Se sentía menos disgustada por la vulgaridad del hombre que por el brillo desalmado de sus pupilas mientras describía su capricho.

—Te vas a poner virolo de ver tantas cosas a la vez, primo —se rio Adelita, dándole un falso puñete.

—Es mi fantasía. Gracias a los burros, esta noche la voy a realizar —dijo el hombre, con orgullo, a manera de despedida—. Lástima que estés ocupada, payasita, porque, a pesar de tus colorines, me gustaste. Chaucito, primas.

Cuando se perdió entre las mesas —el Bar tenía más gente que antes y se había adensado el humo, multiplicado el rumor de las conversaciones y la música de los parlantes era ahora un merengue de Juan Luis Guerra— Adelita se adelantó hacia ella, cariacontecida:

—¿Es verdad lo de la cita? Con ese pata era una ganga. Lo que contó de los caballos es cuento. Ese es narco, todo el mundo lo conoce. Y, se va ahí mismo, a cien por hora. Eyaculación precoz, llaman a eso. Tan, tan rápido, que ni alcanza a empezar muchas veces. Era un regalo, primita.

Doña Lucrecia trató de esbozar una sonrisa sabihonda, que no le salió. ¿Cómo podía estar diciendo semejantes cosas la hija de Esther? Esa señora tan estirada, tan rica, tan presumida, tan elegante, tan católica. Esthercita, la madrina de Fonchito. La muchacha seguía con sus comentarios desenfadados que tenían a doña Lucrecia boquiabierta:

—Una tontera haber perdido esta oportunidad de ganarse cien dólares en media hora, en quince minutos —se quejaba—. A mí, subir contigo a trabajarnos a ese pata me parecía bacán, te juro. Habría salido regio, en un dos por tres. No sé a ti, pero, lo que a mí me molesta, son las parejitas. El maridito mirón, mientras calientas a su mujercita. ¡Las odio, prima! Porque, siempre, la cojuda se muere de vergüenza. Las risitas, los disfuercitos, hay que darle trago, cariñitos. Pucha, hasta me vienen náuseas, te digo. Y, sobre todo, cuando se te echan a llorar y les da el arrepentimiento. Las mataría, te juro. Se pasan las medias horas y las horas con esas huevonas. Quieren, no quieren, y te hacen perder un montón de plata. Yo ya no tengo paciencia, prima. ¿No te ha pasado?

—A quién no —se sintió obligada a decir doña Lucrecia, forcejeando para que cada palabra aceptara salir de su boca—. Algunas veces.

—Ahora que, peor todavía, los dos amigotes, las yuntas, los compinches ¿no te parece? —suspiró Adelita. La voz le cambió y doña Lucrecia pensó que debía haberle ocurrido algo tremendo, con sádicos, locos o monstruos—. Qué machos se sienten cuando están de a dos. Y empiezan a pedir todas las majaderías. La cornetita, el sandwichito, el chiquito. ¿Por qué no vas mejor a pedírselo a tu mamacita, papacito? Yo no sé a ti, prima, pero, lo que es yo, el chiquito, ni de a vainas. No me gusta. Me da asco. Y, además, me duele. Así que ni por doscientos dólares lo doy. ¿Y tú?

—Yo, lo mismo —articuló doña Lucrecia—. Asco y dolor, igualito que a ti. Y, el chiquito, ni por doscientos, ni por mil.

—Bueno, por mil, quién sabe —se rio la muchacha—. ¿No ves? Nos parecemos. Bueno, ahí está tu cita, me imagino. A ver si la próxima le hacemos el trabajo al descerebrado de los burros. Chau y que te diviertas.

Se hizo a un lado, dejando su sitio a la delgada silueta que se acercaba. En la mediocre luz del recinto, doña Lucrecia vio que era joven, algo rubio, de facciones aniñadas, con un vago parecido ¿a quién? ¡A Fonchito! Un Fonchito con diez años más, cuya mirada se había endurecido y, el cuerpo, elevado y ahilado. Estaba vestido con un elegante terno azul y llevaba un pañuelito rosado del mismo color que la corbata en el bolsillo del saco.

—El inventor de la palabra individualismo fue Alexis de Tocqueville —le dijo, a modo de saludo, con una vocecita estridente—. ¿Cierto o falso?

—Cierto —Doña Lucrecia empezó a sudar frío: ¿qué iba a pasar, ahora? Decidida a llegar hasta el final, añadió—: Yo soy Aldonza, la andaluza de Roma. Puta, estrellera y zurcidora, a sus órdenes.

—Lo único que entiendo es puta —acotó Justiniana, mareada por lo que oía—. ¿Iba en serio? ¿No se le soltaba la risa? Perdón por la interrupción, señora.

—Sígame —dijo el recién llegado, sin pizca de humor. Se movía como un robot.

Doña Lucrecia se descolgó de la banqueta de la barra y adivinó la malintencionada miradita del barman al verla partir. Siguió al joven rubio, que avanzaba de prisa entre las mesas atestadas, hendiendo la atmósfera humosa, hacia la salida del Bar. Luego, cruzó el pasillo hacia los ascensores. Doña Lucrecia vio que pulsaba el piso 24 y su corazón dio un brinco con el vacío en el vientre por la velocidad con que subieron. Una puerta se abrió apenas salieron al pasillo. Estaban en la recepción de una enorme suite: tras el ventanal de cristales, se extendía a sus pies un mar de luces con manchas oscuras y bancos de neblina.

—Puedes quitarte la peluca y desvestirte en el baño —el muchacho le señaló una habitación, a un costado de la salita—. Pero, doña Lucrecia no atinó a dar un paso, fascinada por esa faz juvenil, de mirada de acero y pelos alborotados —los había creído rubios y eran claros, tirando a oscuros— que tenía al frente, modelados por el cono de luz de una lámpara. ¿Cómo era posible? Parecía él, en persona.

—¿Cómo que Egon Schiele? —le salió al paso Justiniana—. ¿El pintor que tiene maniático a Fonchito? ¿El fresco que pintaba a sus modelos haciendo sinvergüenzuras?

—¿Por qué crees que me quedé pasmada, si no? Ese mismo.

—Ya sé que me le parezco —le explicó el muchacho, en el mismo tono serio, funcional y deshumanizado en que se había dirigido a ella desde el primer momento—. ¿Es eso lo que te tiene tan desconcertada? Bueno, me le parezco. ¿Y qué? ¿O crees que soy Egon Schiele resucitado? ¿No serás tan tonta, no?

—Es que, me ha dejado muda el parecido —reconoció doña Lucrecia, examinándolo—. No es sólo la cara. También, el cuerpecito largo, raquítico. Las manos, tan grandes. Y la manera como juegas con tus dedos, ocultando el pulgar. Igualito, idéntico a todas las fotografías de Egon Schiele. ¿Cómo es posible?

—No perdamos tiempo —dijo el muchacho, con frialdad y un ademán de fastidio—. Quítate esa peluca asquerosa y esos horribles aretes y collares. Te espero en el dormitorio. Ven desnuda.

Su cara tenía algo desafiante y vulnerable. Parecía, pensó doña Lucrecia, un muchachito malcriado y genial, al que, con todas sus travesuras y desplantes, audacias y temeridades, le hacía mucha falta su mamá. ¿Estaba pensando en Egon Schiele o en Fonchito? Doña Lucrecia estuvo totalmente segura de que el muchacho prefiguraba lo que sería el hijo de Rigoberto dentro de unos años.

«A partir de este momento, comienza lo más difícil», se dijo. Tenía la certeza de que el muchacho parecido a Fonchito y a Egon Schiele había echado doble llave a la puerta y que, aunque lo quisiera, no podría escapar ya de la suite. Tendría que permanecer allí el resto de la noche. Junto con el miedo que se había apoderado de ella, la devoraba la curiosidad, y hasta un amago de excitación. Entregarse a ese esbelto joven de expresión fría y algo cruel sería como hacer el amor con un Fonchito-joven-casi-hombre, o con un Rigoberto rejuvenecido y embellecido, un Rigoberto-joven-casi-niño. La ocurrencia la hizo sonreír. El espejo del cuarto de baño le mostró su expresión relajada, casi alegre. Le costaba trabajo quitarse la ropa. Sentía las manos agarrotadas, como si las hubiera tenido expuestas a la nieve. Sin la absurda peluca, libre de la minifalda que la cinchaba, respiró. Conservó el calzoncito y el mínimo sostén de encaje negro, y, antes de salir, se soltó y arregló los cabellos —los había sujetado con una redecilla—, deteniéndose un instante en la puerta. Otra vez, el pánico. «Puede que no salga viva de aquí». Pero, ni siquiera ese temor hizo que se arrepintiera de haber venido y de estar interpretando esta truculenta farsa para dar gusto a Rigoberto (¿o a Fonchito?). Al salir a la salita, comprobó que el muchacho había apagado todas las luces de la habitación, salvo una lamparita, de un alejado rincón. Por el enorme ventanal, parpadeaban allá abajo miles de luciérnagas de un cielo invertido. Lima parecía disfrazada de gran ciudad; la oscuridad borraba sus harapos, su mugre y hasta su mal olor. Una música suave, de harpas, trinos, violines, bañaba la penumbra. Mientras avanzaba hacia la puerta que el muchacho le había señalado, siempre aprensiva, sintió una nueva ola de excitación, enderezándole los pezones («Lo que le gusta tanto a Rigoberto»). Se deslizaba silenciosamente por la moqueta. Tocó la puerta con los nudillos. Estaba junta y se abrió, sin un chirrido.

—¿Y estaban ahí, los de antes? —exclamó Justiniana, todavía más incrédula—. Cómo va a ser, pues. ¿Los dos de antes? ¿Adelita, la hija de la señora Esther?

—Y el tipo de los caballos, el narco o lo que fuera —confirmó doña Lucrecia—. Sí, ahí. Los dos. En la cama.

—Y, por supuesto, calatos —lanzó una risotada Justiniana, llevándose una mano a la boca y revolviendo los ojos con descaro—. Esperándola, señora.

La habitación parecía más grande de lo habitual en un hotel, incluso en una suite de lujo, pero doña Lucrecia no pudo darse cuenta exacta de sus dimensiones, porque sólo estaba encendida la lamparita de uno de los veladores y la luz circular, enrojecida por la gran pantalla color alacrán, sólo alumbraba con total claridad a la pareja tendida y entreverada sobre la bituminosa colcha, con manchas color lúcuma oscuro, que cubría la cama de dos plazas. El resto de la habitación se hallaba en penumbra.

—Pasa, amorcito —le dio la bienvenida el hombre, agitando una mano, sin cesar de besuquear a Adelita, sobre la que estaba semimontado—. Tómate un trago. Sobre la mesa, hay champagne. Y, coquita, en esa tabaquera de plata.

La sorpresa de encontrar allí a Adelita y al hombre de los caballos, no la hizo olvidar al delgado joven de boca cruel. ¿Había desaparecido? ¿Espiaba, desde la sombra?

—Hola, prima —la cara traviesa de Adelita surgió por sobre el hombro del tipo—. Qué bueno que te zafaras de tu cita. Apúrate, ven. ¿No tienes frío? Aquí esta calientito.

Se le quitó el miedo por completo. Fue hasta la mesa y se sirvió una copa de champagne de una botella metida en un balde de hielo. ¿Y si se pegaba un jalón de coca, también? Mientras bebía, a sorbitos, en la penumbra, pensó: «Es magia o brujería. Milagro, no puede ser». El hombre era más gordo de lo que parecía vestido; su cuerpo, blancón y con lunares, tenía rollos en la barriga, unas nalgas lampiñas y unas piernas muy cortas, con matitas de vellos oscuros. Adelita, en cambio, era aún más delgada de lo que creyó; un cuerpo alargado, morenito, una cintura muy estrecha en la que resaltaban los huesitos de las caderas. Se dejaba besar y abrazar y abrazaba también al narco caballista, pero, aunque sus gestos simulaban entusiasmo, doña Lucrecia advirtió que ella no lo besaba y que, más bien, evitaba su boca.

—Ven, ven, ya casi no aguanto —rogó el hombre, de pronto, con vehemencia—. Mi capricho, mi capricho. ¡Ahora o nunca, muchachas!

Aunque la excitación de hacía un momento se le había eclipsado y sentía más bien algo de asco, luego de apurar la copa, doña Lucrecia le obedeció. Yendo hacia la cama, vio de nuevo por el ventanal, allá abajo, y también arriba, en los cerros donde comenzaba la lejana Cordillera, el archipiélago de luces. Se sentó en una esquina de la cama, sin miedo, pero confusa y cada momento más asqueada. Una mano la cogió del brazo, la atrajo y obligó a tenderse bajo un cuerpo pequeño y fofo. Se ablandó, se dejó hacer, anonadada, desmoralizada, decepcionada. Se repetía, como autómata: «No vas a llorar, Lucrecia, no vas a llorar». El hombre la abrazó a ella con su brazo izquierdo y a Adelita con el derecho y su cabeza pivotaba de una a otra, besándolas en el cuello, en las orejas, y buscándoles la boca. Doña Lucrecia veía muy cerca la cara de Adelita, despeinada, congestionada, y, en sus ojos, un signo de complicidad, burlón y cínico, animándola. Los labios y dientes de él se apretaron contra los suyos, forzándola a abrir la boca. Su lengua entró en ella, como un áspid.

—A ti quiero empalarte —lo oyó implorar, mientras la mordisqueaba y acariciaba sus pechos—. Móntate, móntate. Rápido, que me voy.

Como vacilaba, Adelita la ayudó a subirse sobre él y se acuclilló también, pasando una de sus piernas sobre el hombre y acomodándose de modo que él tuviera su boca a la altura de su sexo depilado, en el que doña Lucrecia percibió apenas una línea ralita de vellosidad. En eso, se sintió corneada. ¿Había crecido tanto al entrar en ella esa cosita menuda, a medio atiesar, que segundos antes se frotaba contra sus piernas? Ahora, era un espolón, un ariete que la levantaba, perforaba y hería con fuerza cataclísmica.

—Bésense, bésense —gimoteaba el de los burros—. No las veo bien, maldita sea. ¡Nos faltó un espejo!

Mojada de sudor de los cabellos a los pies, atontada, adolorida, sin abrir los ojos, estiró los brazos y buscó la cara de Adelita, pero cuando encontró los labios delgaditos, la muchacha, aunque apretándolos contra los suyos, los mantuvo cerrados. No se abrieron cuando ella los presionó, con su lengua. Y, en eso, por entre sus pestañas y las gotitas de sudor que rodaban de su frente, vio al joven desaparecido de ojos acerados, allá arriba, cerca del techo, haciendo equilibrio en lo alto de una escalera. Semioculto por lo que parecía un biombo laqueado, con caligrafía chinesca, las orejitas medio paradas, sus ojos incendiados, la boquita cruel fruncida, la pintaba, los pintaba, furiosamente, con un largo carboncillo, en una cartulina blanquísima. En efecto, parecía un ave de presa, agazapado en lo alto de la escalera de tijeras, observándolos, midiéndolos, retocándolos con trazos largos, enérgicos, y esos ojillos feroces, vivísimos, que saltaban de la cartulina a la cama, de la cama a la cartulina, sin prestar atención a nada más, indiferentes a las luces de Lima desparramadas al pie de la ventana y a su propia verga, que se había abierto camino fuera del pantalón haciendo saltar los botones y se estiraba y crecía como un globo que llenan de aire. Ofidio volador, se balanceaba ahora sobre ella, contemplándola con su ojo de gran cíclope. No le sorprendió ni le importó. Cabalgaba, colmada, ebria, agradecida, embotellada, pensando, ora en Fonchito, ora en Rigoberto.

—Por qué sigues brincando, ¿no ves que me fui? —lloriqueó el hombre de los caballos. En la media oscuridad, su cara parecía de ceniza. Hacía pucheros de niño malcriado—. Maldita suerte, siempre me pasa. Cuando se pone rico, me voy. No puedo aguantarme. No hay manera, no hay. Fui donde el especialista y me recetó baños de fango. Una mierda. Me daba dolor de estómago y vómitos. Masajes. Otra mierda. Fui donde un curandero de la Victoria y me metió en una tina con hierbas, que olía a caca. ¿De qué me sirvió? De nada. Ahora me voy más rápido que antes. ¿Por qué esa suerte perra, maldita sea?

Se le escapó un gemido y sollozó.

—No llores, compadre, ¿no tuviste tu capricho acaso? —lo consoló Adelita, volviendo a pasar la pierna por sobre la cabeza del llorón y tumbándose a su lado.

Por lo visto, ninguno de los dos veía a Egon Schiele, o su doble, haciendo equilibrio a un metro encima de ellos, en lo alto de la escalera y ayudándose a no caer, a guardar el centro de gravedad, gracias a esa inmensa verga que se mecía suavemente sobre la cama, luciendo en la escasa luz sus delicados pliegues sonrosados y las alegres venitas del lomo. Y, sin duda, tampoco lo oían. Ella sí, clarísimo. Repetía entre dientes, como un mantra, chillón y beligerante: «Soy el más tímido de los tímidos. Soy divino».

—Descansa, prima, qué haces ahí, la función ya terminó —le dijo Adelita, con cariño.

—Que no se vayan, antes pégales. No las dejes irse. ¡Pégales, pégales fuerte a las dos!

Era Fonchito, naturalmente. No, no el pintor concentrado en su tarea de abocetarlos. Era el niño, su entenado, el hijo de Rigoberto. ¿Estaba ahí, él también? Sí. ¿Dónde? En alguna parte, segregado por las sombras del cuarto de las maravillas. Quieta, encogida, desexcitada, aterrada, cubriéndose los pechos con las manos, doña Lucrecia miró a la derecha, buscó a la izquierda. Y, por fin, los encontró, reflejados en un gran espejo de luna donde se vio ella también, repetida como una modelo de Egon Schiele. La medialuz no los disolvía; más bien, daba al padre y al hijo, sentados uno junto a otro —aquel observándolos con benevolencia afectuosa y, este, sobreexcitado, la angelical carita congestionada de tanto gritar «Pégales, pégales»— en un sillón que parecía un palco encaramado sobre el proscenio de la cama.

—¿O sea que se aparecieron también el señor y Fonchito? —comentó Justiniana, con tono desabrido y franca decepción—. Esto sí que no hay quien se lo crea.

—Muy sentaditos y mirándonos —asintió doña Lucrecia—. Rigoberto, muy formal, comprensivo y tolerante. Y, el niñito, incontenible, haciendo las diabluras de costumbre.

—Yo no sé usted, señora —dijo Justiniana, de pronto, cortándole el relato de golpe y levantándose—. Pero, en este mismo momento, necesito una ducha de agua bien fría. Para no pasarme otra noche desvelada y con sofocón. Estas conversaciones con usted, a mí me encantan. Pero, me dejan medio turumba y cargada de electricidad. Si no me cree, póngame la mano aquí y verá qué sacudón recibe.

LA BABA DEL GUSANO

Aunque sé de sobra que es usted un mal necesario, sin el cual la vida en comunidad no sería vivible, debo decirle que usted representa todo lo que detesto, en la sociedad y en mí mismo. Pues, desde hace un cuarto de siglo por lo menos, de lunes a viernes y de ocho de la mañana a seis de la tarde, con algunas actividades ancilares (cocteles, seminarios, inauguraciones, congresos) a las que me es imposible sustraerme sin poner en peligro mi supervivencia, soy también una especie de burócrata, aunque no trabaje en el sector público sino en el privado. Pero, como usted y por culpa de usted, en estos veinticinco años mi energía, mi tiempo y mi talento (tuve alguno) se los han tragado, en gran parte, los trámites, las gestiones, las solicitudes, las instancias, los procedimientos inventados por usted para justificar el sueldo que gana y el escritorio donde engrasa sus posaderas, dejándome apenas unas migajas de libertad para tomar iniciativas y llevar a cabo un trabajo que merezca llamarse creativo. Ya sé que los seguros (mi ramo profesional) y la creatividad se hallan tan alejados como los planetas Saturno y Plutón en el universo sideral, pero esta distancia no sería tan vertiginosa si usted, hidra reglamentarista, oruga tramitadora, rey del papel sellado, no la hubiera hecho abismal. Porque, aun en el árido desierto de las aseguradoras y reaseguradoras podría volcarse la imaginación del ser humano y extraer de él estímulo intelectual y hasta placer, si usted, encarcelado en esa densa malla de regulaciones asfixiantes —destinadas a dar carácter de necesidad a la obesa burocracia que ha puesto a reventar las reparticiones públicas y a crear una miríada de coartadas y justificaciones a sus chantajes, coimas, tráficos y robos— no hubiera convertido la tarea de una compañía de seguros en una embrutecedora rutina parecida a la de esas complicadas y diligentes máquinas de Jean Tinguely, que, moviendo cadenas, poleas, carriles, palas, cucharas y émbolos terminan por parir una pelotita de ping pong. (Usted no sabe quién es Tinguely y tampoco le conviene saberlo, aunque, estoy seguro, si el azar las pusiera en su camino, usted ya habría tomado todas las precauciones para no entender, banalizándolos, los sarcasmos feroces que le disparan las obras de ese escultor, uno de los pocos artistas contemporáneos que me entiende).

Si le cuento que yo entré en esta compañía recién recibido de abogado, con un puestecito insignificante en el departamento legal, y que en estos cinco lustros he escalado la jerarquía hasta ocupar la gerencia, ser miembro del Directorio y dueño de un buen paquete de acciones de la empresa, usted me dirá que, en esas condiciones, de qué puedo quejarme, y que peco de ingratitud. ¿Acaso no vivo bien? ¿No formo parte del microscópico fragmento de la sociedad peruana que tiene casa propia, automóvil, la posibilidad de viajar una o dos veces por año a Europa o Estados Unidos de vacaciones y de vivir con unas comodidades y disfrutar de una seguridad impensables e insoñables para las cuatro quintas partes de nuestros compatriotas? Todo eso es cierto. También lo es, que, gracias a este éxito profesional (¿así lo llaman ustedes, no es cierto?) he podido llenar mi estudio de libros, grabados y cuadros que me amurallan contra la estupidez y la ramplonería reinantes (es decir, contra todo lo que usted representa) y formar un enclave de libertad y fantasía donde, cada día, mejor dicho cada noche, he podido desintoxicarme de la espesa costra de convencionalismos embrutecedores, viles rutinas, actividades castradoras y gregarizadas que usted fabrica y de las que se nutre, y vivir, vivir de verdad, ser yo mismo, abriendo a los ángeles y demonios que me habitan las puertas enrejadas detrás de las cuales —por culpa de usted, de usted— están obligados a esconderse el resto del día.

Usted me dirá, también: «Si odia tanto los horarios de oficina, las cartas y las pólizas, los informes legales y los protocolos, las reclamaciones, los permisos y los alegatos ¿por qué no tuvo el coraje de sacudirse todo eso de encima y vivir la vida verdadera, la de su fantasía y sus deseos, no sólo en las noches, también en las mañanas, mediodías y tardes? ¿Por qué cedió más de la mitad de su vida al animal burocrático que, junto con sus ángeles y demonios, también lo esclaviza?». La pregunta es pertinente —me la he formulado muchas veces—, pero también lo es mi respuesta: «Porque el mundo de fantasía, de placer, de deseos en libertad, mi única patria querida, no hubiera sobrevivido indemne a la escasez, la estrechez, las angustias económicas, el agobio de las deudas y la pobreza. Los sueños y los deseos son incomestibles. Mi existencia se hubiera empobrecido, vuelto caricatura de sí misma». No soy un héroe, no soy un gran artista, carezco de genio, de manera que no hubiera podido consolarme la esperanza de una «obra» que acaso me sobreviviría. Mi aspiración y mis aptitudes no van más allá de saber diferenciar —en eso soy superior a usted, a quien su condición adventicia ha mermado hasta la nada el sentido de discriminación ético y estético—, dentro de la maraña de posibilidades que me rodean, lo que amo y lo que detesto, lo que me embellece la vida y lo que me la afea y embadurna de estupidez, lo que me exalta y lo que me deprime, lo que me hace gozar y lo que me hace sufrir. Para estar simplemente en condiciones de discernir constantemente entre esas opciones contradictorias necesito la tranquilidad económica que me da este quehacer profesional maculado por la cultura del trámite, esa miasma deletérea que usted genera como el gusano la baba y que ha pasado a ser el aire que respira el mundo entero. Las fantasías y los deseos —al menos, los míos— requieren para manifestarse un mínimo de tranquilidad y de seguridad. De otro modo, enflaquecerían y morirían. Si quiere deducir de ello que mis ángeles y demonios son incombustiblemente burgueses, es una estricta verdad.

Mencioné antes la palabra parásito y usted se habrá preguntado si tengo yo derecho, siendo un abogado que, aplicando desde hace veinticinco años la ciencia jurídica —el más nutritivo alimento de la burocracia y la primera engendradora de burócratas— a la especialidad de los seguros, a usarla despectivamente contra nadie. Sí, lo tengo, pero sólo porque también me la aplico a mí mismo, a mi mitad burocrática. En efecto, y para colmo de males, el parasitismo legal fue mi primera especialización, la llave que me abrió las puertas de la compañía La Perricholi —sí, ese es el ridículo nombre que la acriolla— y me consiguió las primeras promociones. ¿Cómo no iba a ser el más ingenioso enredador o desenredador de argumentos jurídicos quien descubrió desde su primera clase de derecho, que la llamada legalidad es, en gran medida, una intrincada selva donde los técnicos en enredos, intrigas, formalismos, casuismos, harán siempre su agosto? Que esa profesión no tiene nada que ver con la verdad y la justicia sino, exclusivamente, con la fabricación de apariencias incontrovertibles, con sofismas y embrollos imposibles de desenmadejar. Es verdad, se trata de una actividad esencialmente parasitaria, que he llevado a cabo con la eficiencia debida para ascender hasta la cima, pero, sin engañarme jamás, consciente de ser un forúnculo que se nutre de la indefensión, vulnerabilidad e impotencia de los demás. A diferencia de usted, yo no pretendo ser un «pilar de la sociedad» (inútil remitirlo al cuadro de Georges Grosz de ese título: usted no conoce a este pintor, o, peor todavía, sólo lo conoce por los espléndidos culos expresionistas que pintó y no por sus letales caricaturas de los colegas de usted en la Alemania de Weimar): sé lo que soy y lo que hago y desprecio esa parte de mí mismo tanto o más que lo que desprecio en usted. Mi éxito como legalista ha derivado de esa comprobación —que el derecho es una técnica amoral que sirve al cínico que mejor la domina— y de mi descubrimiento, también precoz, de que en nuestro país (¿en todos los países?) el sistema legal es una telaraña de contradicciones en la que a cada ley o disposición con fuerza de ley se puede oponer otra u otras que la rectifican y anulan. Por eso, todos estamos aquí siempre vulnerando alguna ley y delinquiendo de algún modo contra el orden (en realidad, el caos) legal. Gracias a ese dédalo usted se subdivide, multiplica, reproduce y reengendra, vertiginosamente. Y, gracias a ello, vivimos los abogados y algunos —mea culpa— prosperamos.

Ahora bien, pese a que mi vida ha sido un suplicio de Tántalo, una lucha diaria y moral entre el lastre burocrático de mi existencia y los ángeles y demonios secretos de mi ser, usted no me ha vencido. Siempre conseguí mantener ante lo que hacía de lunes a viernes y de ocho a seis de la tarde, la ironía suficiente para despreciar ese quehacer y despreciarme por hacerlo, de modo que las horas restantes pudieran desagraviarme y redimirme, compensarme y humanizarme (lo que, en mi caso, siempre quiere decir separarme del hato o la manada). Imagino la comezón que lo recorre, esa curiosidad biliosa con que se pregunta: «¿Y qué es lo que hace en esas noches que lo inmuniza contra mí, que lo salva de ser lo que yo soy?». ¿Quiere saberlo? Ahora que estoy solo —separado de mi mujer, quiero decir— leo, contemplo mis grabados, reviso y alimento mis cuadernos con cartas como esta, pero, sobre todo, fantaseo, sueño, construyo una realidad mejor, depurada de todas las escorias y excrecencias —usted y su baba— que hacen a la existente tan siniestra y sórdida como para inducirnos a desear una distinta. (Hablo en plural y me arrepiento; no se repetirá). En esa otra realidad, usted no existe. Existen sólo la mujer que amo y amaré siempre —la ausente Lucrecia— mi hijo Alfonso y algunos movibles y transitorios figurantes que aparecen como fuegos fatuos, el tiempo de serme útiles. Sólo cuando estoy en ese mundo, en esa compañía, existo, pues gozo y soy feliz.

Ahora bien, esas briznas de felicidad no serán posibles sin la inmensa frustración, el árido aburrimiento y la agobiadora rutina de mi vida real. En otras palabras, sin una vida deshumanizada por usted y lo que usted teje y desteje contra mí desde todos los engranajes del poder que detenta. ¿Entiende, ahora, por qué lo llamé al principio un mal necesario? Usted se creía, señor del estereotipo y el lugar común, que lo califiqué así porque pensaba que una sociedad debe funcionar, disponer de un orden, una legalidad, unos servicios, una autoridad, para no naufragar en la behetría. Y se creía que ese regulador, ese nudo gordiano, ese mecanismo salvador y organizador del hormiguero, era usted, el necesario. No, horrible amigo. Sin usted, la sociedad funcionaría bastante mejor de como funciona ahora. Pero, sin usted aquí, emputeciendo, envenenando y recortando la libertad humana, esta no sería tan apreciada por mí, ni volaría tan alto mi imaginación, ni mis deseos serían tan pujantes, pues todo eso nace como rebeldía contra usted, como la reacción de un ser libre y sensible contra quien es la negación de la sensibilidad y el libre albedrío. De modo que, fíjese por dónde, a través de qué vericuetos, resulta que, sin usted, yo sería menos libre y sensible, mis deseos más pedestres y mi vida más hueca.

Ya sé que tampoco lo entenderá, pero, qué importa, si sobre esta carta jamás se posarán sus abotargados ojos de batracio.

Lo maldigo y le doy las gracias, burócrata.

EL SUEÑO ES VIDA

Bañada en sudor, sin salir del todo aún de esa delgada frontera en que el sueño y la vigilia se mezclaban, don Rigoberto siguió viendo a Rosaura, vestida con saco y corbata, cumplir sus instrucciones: se acercó a la barra y se inclinó sobre las espaldas desnudas de la llamativa mulata que le había estado haciendo avances desde que los vio entrar a esa boíte de enganche.

¿Estaban en la ciudad de México, no es cierto? Sí, luego de una semana en Acapulco, haciendo una escala en su regreso a Lima, al término de esas cortas vacaciones. Don Rigoberto había tenido el capricho de disfrazar a doña Lucrecia de varón e ir con ella así vestida a un cabaret de fulanas. Rosaura-Lucrecia cuchicheó algo con ella entre sonrisas —don Rigoberto vio cómo apretaba con autoridad el brazo desnudo de la mulata, que la miraba con unos ojos despercudidos y aviesos— y finalmente la sacó a bailar. Tocaban un mambo de Pérez Prado, por supuesto —El ruletero—, y en la estrecha pista de baile, humosa, atestada y cuyas sombras violentaba por rachas un reflector de colorines, don Rigoberto aprobó: Rosaura-Lucrecia interpretaba su papel bastante bien. No parecía una advenediza en esas ropas de varón, ni distinta con ese corte de pelo a lo garçón, ni incómoda llevando a su pareja los ratos que, cansadas de hacer figuras, se enlazaban. En estado crecientemente febril, don Rigoberto, lleno de admiración y gratitud hacia su mujer, tenía que desafiar la tortícolis para no perderlas de vista entre tantas cabezas y hombros adventicios. Cuando la desafinada —pero miedosa— orquestita pasó del mambo al bolero —Dos almas, que le recordó a Leo Marini— sintió que los dioses estaban con él. Interpretando su secreto deseo, vio que Rosaura estrechaba de inmediato a la mulata pasándole los dos brazos por la cintura y obligándola a pasarle los suyos sobre los hombros. Aunque en la media luz no podía llegar a esas precisiones, estuvo seguro de que su mujercita adorada, el falso varón, había comenzado a besar y mordisquear despacito el cuello de la mulata, contra cuyo vientre y tetas se frotaba como un verdadero caballero espoleado por la excitación.

Estaba despierto ya, sin la menor duda, pero, a pesar de tener todos sus sentidos alertas, la mulata y Lucrecia-Rosaura estaban todavía allí, apretadas en medio de esa nocturna humanidad prostibularia, en ese local estridente y truculento de mujeres pintarrajeadas como pericas, ancas tropicales y una clientela masculina de tipos con bigotes lacios, mofletudos, de miradas marihuanas ¿preparados para sacar las pistolas y entrematarse al menor descuido? «Por esta excursión a los bajos fondos de la noche mexicana, Rosaura y yo podemos perder la vida», pensó, con un escalofrío feliz. Y anticipó los titulares de la abyecta prensa: «Doble asesinato: hombre de negocios y esposa trasvestista degollados en casa de citas mexicana», «El anzuelo fue una mulata», «El vicio los perdió», «Degollada en bajos fondos de México pareja de la sociedad limeña», «Lacra blanca: pagan en sangre sus excesos». Regurgitó una risita como un eructo: «Si nos han matado, qué le importará el escándalo a nuestros gusanos».

Volvió al local de marras y ahí seguían bailando la mulata y Rosaura, el falso varón. Ahora, para su dicha, se manoseaban descaradamente y también se besaban en la boca. Pero, cómo: ¿no eran reacias las profesionales a ofrecer los labios a sus clientes? Sí, pero ¿acaso había obstáculo que Rosaura-Lucrecia no pudiera vencer? ¿Cómo había conseguido que la gran mulata abriera esa bocaza de gruesos labios bermejos y recibiera la visita sutil de su lengua serpentina? ¿Le habría ofrecido dinero? ¿La habría excitado? No importaba cómo, lo importante era que esa lengua dulce y blanda, casi líquida, estaba ahí, en la boca de la mulata, ensalivándola y absorbiendo la saliva —que imaginó espesa y olorosa— de esa exuberante mujer.

Y, entonces, lo distrajo la pregunta: ¿por qué Rosaura? Rosaura era también un nombre de mujer. Si se trataba de camuflarla por completo, como había hecho con su cuerpo abrigándolo con ropas de varón, preferible llamarla Carlos, Juan, Pedro, Nicanor. ¿Por qué, Rosaura? Casi inconscientemente se había levantado de la cama, puesto bata y zapatillas y mudado a su estudio. No necesitaba ver el reloj para saber que pronto asomarían en las tinieblas, como saliendo del mar, las lucecitas del amanecer. ¿Conocía él alguna Rosaura de carne y hueso? Buscó y fue categórico: ninguna. Era, pues, una Rosaura imaginaria, venida a aposentarse en su sueño sobre Lucrecia y a fundirse con ella, esta noche, desde la página olvidada de una novela o desde algún dibujo, óleo, grabado, que tampoco recordó. En todo caso, el nombre postizo seguía allí, adherido a Lucrecia, como ese traje de varón que habían comprado esa misma tarde en una tienda de la Zona Rosa, entre risas y cuchicheos, una vez que él preguntó a Lucrecia si accedería a materializar su fantasía y ella —«como siempre, como siempre»— dijo sí. Ahora, Rosaura era un nombre tan real como esa parejita que, cogida del brazo —la mulata y Lucrecia eran casi de la misma altura— había dejado de bailar y se acercaba a la mesa. Se levantó a recibirlas y, ceremonioso, extendió la mano a la mulata.

—Hola, hola, mucho gusto, asiento.

—Me muero de sed —dijo la mulata, abanicándose con las dos manos—. ¿Pedimos algo?

—Lo que tú quieras, amorcito —le dijo Rosaura-Lucrecia, en el acto, acariciándole la barbilla y llamando a un mozo—. Pide, pide tú.

—Una botella de champagne —ordenó la mulata con una sonrisa de triunfo—. ¿De veras, te llamas Rigoberto? ¿O es tu nombre de guerra?

—Así me llamo. Un nombrecito algo raro ¿no?

—Rarísimo —asintió la mulata, mirándolo como si en vez de ojos tuviera dos tizones llameantes en la cara redonda—. Bueno, al menos, es original. Tú también eres bastante original, la verdad. ¿Quieres saber una cosa? Nunca he visto unas orejas y una nariz como las tuyas. ¡Qué enormes, madre mía! ¿Me dejas que te las toque? ¿Me permites?

A don Rigoberto, el pedido de la mulata —alta, ondulante, ojos incandescentes, cuello largo, hombros fuertes y una bruñida piel que destacaba con el vestido amarillo canario de amplio escote— lo dejó mudo, sin ánimos siquiera para responder con una broma a lo que parecía una demanda muy seria. Lucrecia-Rosaura vino a socorrerlo:

—Todavía no, amorcito —dijo a la mulata, pellizcándole la oreja—. Cuando estemos solos, en el cuarto, le tocarás todo lo que se te antoje.

—¿Vamos a estar solos los tres en un cuarto? —se rio la mulata, revolviendo los ojos de sedosas pestañas postizas—. Gracias por ponerme al tanto. ¿Y qué voy a hacer yo sola con ustedes dos, angelitos? No me gustan los números impares. Lo siento. Puedo llamar a una amiga y así seremos dos parejas. Yo sola con dos, ni muerta.

Pero, cuando el mozo trajo la botella de lo que él llamaba champagne y era un espumante dulzón con reminiscencias de trementina y alcanfor, la mulata (dijo que se llamaba Estrella) pareció autoanimarse con la idea de pasar el resto de la noche con la desigual pareja, e hizo bromas, lanzó risotadas y distribuyó amables manazos entre don Rigoberto y Rosaura-Lucrecia. De tanto en tanto, como un estribillo, volvía a burlarse de «las orejas y la nariz del caballero», a las que miraba con una fascinación impregnada de misteriosa codicia.

—Con unas orejas así, uno debe oír más que las personas normales —decía—. Y, con semejante nariz, oler lo que no huele el común de los hombres.

«Probablemente», pensó don Rigoberto. ¿Y si fuera cierto? ¿Si él, gracias a la munificencia de esos dos órganos, viera más y oliera mejor que sus congéneres? No le gustaba el sesgo cómico que iba tomando la historia —su deseo, avivado hacía un momento, decaía, y no lograba reanimarlo, pues, por culpa de las burlas de Estrella, su atención se apartaba de Lucrecia-Rosaura y la mulata para concentrarse en sus desproporcionados adminículos auditivo y nasal—. Trató de quemar etapas, saltando por encima de la negociación con Estrella que duró lo que aquella botella de supuesto champagne, de los trámites para que la mulata saliera de la boîte —hubo de canjear una ficha con un billete de cincuenta dólares—, del gargantoso taxi aquejado de temblores de terciana y del registro en el hediondo hotel —Cielito lindo decía el letrero luminoso en rojo y azul de su fachada— y de la negociación con el recepcionista bizco que se hurgaba las narices, para que los dejara ocupar un solo cuarto. Aplacar sus temores a que la policía hiciera una redada y multara al establecimiento por alquilar un dormitorio a un trío, costó a don Rigoberto otros cincuenta dólares.

En el mismo momento en que cruzaron el umbral de la habitación, y, bajo la endeble luz del mismo foco, apareció la cama de dos plazas cubierta con una colcha azulada junto a la cual había un lavador, una palangana con agua, una toalla, un rollo de papel higiénico y una desportillada bacinica —el bizco acababa de irse, entregándoles la llave y cerrando tras él la puerta—, don Rigoberto recordó: ¡Por supuesto! ¡Rosaura! ¡Estrella! Se dio un golpe en la frente, aliviado. ¡Naturalmente! Esos nombres venían de aquella función madrileña de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Y una vez más sintió en el fondo de su corazón brotar, como un surtidor de agua clara, un tierno sentimiento de gratitud hacia esas profundidades de la memoria de las que inagotablemente estaban manando sorpresas, imágenes, fantasmas, sugerencias, para dar cuerpo, escenario y anécdota a los sueños con que se defendía de la soledad, de la ausencia de Lucrecia.

—Desnudémonos, Estrella —decía Rosaura, levantándose, sentándose—. Te vas a llevar la sorpresa de tu vida, así que prepárate.

—No me quito el vestido si no le toco antes la nariz y las orejas a tu amigo —repuso Estrella, esta vez muy seria—. No sé por qué, pero las ganas de tocárselas me comen vivita.

Esta vez, en lugar de encolerizarse, don Rigoberto se sintió halagado.

Había sido una función que doña Lucrecia y él vieron en un teatro de Madrid, en su primer viaje a Europa a los pocos meses de casados, una representación tan anticuada de La vida es sueño que hasta risas desembozadas se oyeron en la oscuridad de la platea durante la obra. El flaco y espigado actor que encarnaba al príncipe Segismundo era tan malo, su voz tan engolada y se lo veía tan abrumado por el papel, que el espectador —«bueno, este espectador», matizó don Rigoberto— se sentía inclinado a ser benevolente con su cruel y supersticioso padre, el rey Basilio, por haberlo tenido encadenado toda su niñez y juventud, como fiera feroz, en esa solitaria torre, temeroso de que se cumplieran con ese hijo, si subía al trono, los cataclismos que los astros y su ciencia matemática habían predicho. Todo había sido pobre, tremebundo y torpe en aquella función. Y, sin embargo, don Rigoberto recordó clarísimamente que la aparición de la joven Rosaura, vestida de hombre, en la primera escena, y, más tarde, con espada al cinto, lista para entrar en la batalla, le llegó al alma. Ahora sí, estaba seguro de haber sido visitado desde entonces, varias veces, por la tentación de ver alguna vez a Lucrecia ataviada con botas, sombrero emplumado, casaca de guerrero, a la hora del amor. ¡La vida es sueño! Pese a ser espantosa aquella función, execrable su director, peores los actores, no sólo esa actricilla había perdurado en su memoria e inflamado muchas veces sus sentidos. Además, algo en la obra lo había intrigado, porque —el recuerdo era inequívoco— lo indujo a leerla, algún tiempo después. Algunas notas deberían quedar de esa lectura. A cuatro patas sobre la alfombra del estudio, don Rigoberto revisó y descartó cuaderno tras cuaderno. Este no, este no. Tenía que ser este. Este era el año.

—Ya estoy desnuda, papito —dijo la mulata Estrella—. Deja que te coja las orejas y la nariz, de una vez. No te hagas de rogar. No me hagas sufrir, no seas castigador. ¿No ves que me muero de ganas? Dame ese gusto, amorcito, y te haré feliz.

Tenía un cuerpo lleno y abundante, bien formado, aunque algo blando en el vientre, unos pechos espléndidos apenas caídos y, en las caderas, rollitos renacentistas. Ni siquiera parecía percatarse de que Rosaura-Lucrecia, quien acababa de desnudarse también y se había tumbado en la cama, no era un hombre sino una bella mujer de delineados contornos. La mulata sólo tenía ojos para él, o más bien, para sus orejas y su nariz, que, ahora —don Rigoberto se había sentado a la orilla de la cama para facilitarle la operación— acariciaba con avidez, con furia. Sus dedos ardientes sobaban, apretaban y pellizcaban con desesperación, sus orejas primero, luego su nariz. Él cerró los ojos, angustiado, porque adivinó que muy pronto esos dedos en su nariz le provocarían uno de esos accesos de alergia que no se detenían antes de —lujuriosa cifra— sesentainueve estornudos. Aquella aventura mexicana, inspirada en Calderón de la Barca, terminaría en una grotesca sesión de desafuero nasal.

Sí, ahí estaba —don Rigoberto acercó el cuaderno a la luz de la lamparilla: una paginita de citas y anotaciones, hechas a medida que iba leyendo, bajo el título: La vida es sueño (1638).

Las dos primeras citas, sacadas de parlamentos de Segismundo, le hicieron el efecto de dos latigazos: «Nada me parece justo / en siendo contra mi gusto». Y la otra:

«Y sé que soy / un compuesto de hombre y fiera». ¿Había una relación de causa-efecto entre las dos citas que había transcrito aquella vez? ¿Era un compuesto de hombre y fiera porque nada que fuera contra su gusto le parecía justo? Tal vez. Pero, cuando leyó aquella obra, luego de aquel viaje, no era el hombre viejo, cansado, solitario y abatido que buscaba desesperadamente refugio en las fantasías para no volverse loco o suicidarse en que se había convertido; era un cincuentón feliz, pictórico de vida, que en los brazos de su segunda y flamante mujer, estaba descubriendo que la dicha existía, que era posible construir, junto a la amada, una ciudadela singular, amurallada contra la estupidez, la fealdad, la mediocridad y la rutina de aquella donde pasaba el resto del día. ¿Por qué había sentido la necesidad de tomar esas notas leyendo una obra, que, en ese entonces, no incidía para nada en su situación personal? ¿O, acaso sí?

—Yo, con un hombre armado de unas orejas y una nariz así, perdería la cabeza y me convertiría en su esclava —exclamó la mulata, dándose un respiro—. Le daría gusto en todos sus caprichos. Barrería el suelo con mi lengua, para él.

Estaba sentada sobre sus talones y tenía la cara congestionada, sudorosa, como si la hubiera tenido inclinada sobre una sopa en ebullición. Toda ella parecía vibrar. Hablaba pasándose golosamente la lengua por esos labios húmedos con los que acababa de besuquear, mordisquear y lamer interminablemente los órganos auditivos y olfativos de don Rigoberto. Este, aprovechando ese respiro, tomó aire y sacando su pañuelo se secó las orejas. Luego, haciendo mucho ruido, se sonó.

—Este hombre es mío y sólo te lo presto por esta noche —dijo Rosaura-Lucrecia, con firmeza.

—Pero ¿tú eres el propietario de estas maravillas? —preguntó Estrella, sin dar la más mínima importancia al diálogo. Sus manos se apoderaron de la cara ya alarmada de don Rigoberto y su gruesa boca avanzó de nuevo, resuelta, hacia sus presas.

—¿Ni siquiera te has dado cuenta? No soy hombre, soy una mujer —protestó, exasperada, Rosaura-Lucrecia—. Al menos, mírame.

Pero la mulata, con un ligero movimiento de hombros, la desdeñó y prosiguió enardecida su tarea. Tenía dentro de su gran bocaza caliente la oreja izquierda de don Rigoberto y este, incapaz de contenerse, lanzó una carcajada histérica. Estaba muy nervioso, en verdad. Presentía que, en cualquier momento, Estrella pasaría del amor al odio y le arrancaría la oreja de un mordisco. «Desorejado, Lucrecia ya no me querrá», se entristeció. Lanzó un suspiro profundo, cavernoso, tétrico, parecido a aquellos que, en su torre secreta, barbón y encadenado, lanzaba el príncipe Segismundo mientras inquiría a los cielos, a gritos destemplados, qué delito había cometido contra vosotros naciendo.

«Esa pregunta es estúpida», se dijo don Rigoberto. Siempre había despreciado el deporte sudamericano de la autocompasión y, desde ese punto de vista, ese príncipe lloriqueador de Calderón de la Barca (un jesuita, por lo demás) que se presentaba al público gimiendo «Ay mísero de mí, ay infelice» no tenía nada para atraerlo ni para que se identificara con él. ¿Por qué, entonces, en su sueño, sus fantasmas habían estructurado esa historia prestándose los nombres de Rosaura y de Estrella y el disfraz masculino de aquel personaje de La vida es sueño? Tal vez, porque su vida se había vuelto puro sueño desde la partida de Lucrecia. ¿Acaso vivía esas sombrías, opacas horas que pasaba en la oficina discutiendo balances, pólizas, reaseguros, juicios, inversiones? El único rincón de vida se lo deparaba la noche, cuando se adormilaba y en su conciencia se abría la puerta de los sueños, como debía de ocurrirle en su desolada torre de piedra, en ese bosque extraviado, a Segismundo. Él también había encontrado allá que la vida verdadera, la rica, la espléndida vida que se plegaba y hacía a sus caprichos, era la vida de a mentiras, la que su mente y sus deseos secretaban —despierto o dormido—, para sacarlo de su celda y escapar a la asfixiante monotonía de su encierro. Después de todo, no era gratuito el inesperado sueño: había un parentesco, una afinidad entre los dos miserables soñadores.

Don Rigoberto recordó un chiste en diminutivos que, de puro estúpido, los había hecho reírse como un par de chiquillos a él y a Lucrecia: «Un elefantito se acercó a beber agua a la orilla de un laguito y un cocodrilito lo mordió y le arrancó la trompita. Lloriqueando, el elefantito ñatito protestaba: “Chistocito de mierdita”».

—Suéltame la nariz y te daré lo que quieras —imploró, aterrado, con voz gangosa, cantinflesca, porque los dientecillos carniceros de Estrella le obturaban la respiración—. La plata que quieras. ¡Suéltame, por favor!

—Calla, me estoy corriendo —balbuceó la mulata, soltando un segundo y volviendo a capturar la nariz de don Rigoberto con su doble hilera de dientes carniceros.

Hipogrifo violento, ella sí que corría pareja con el viento, estremeciéndose toda, mientras don Rigoberto, hundido en el pánico, veía por el rabillo del ojo que Rosaura-Lucrecia, afligida, desconcertada, incorporada a medias en la cama, había cogido a la mulata de la cintura y trataba de apartarla, con suavidad, sin forcejeos, seguramente temiendo que si la jaloneaba, Estrella, en represalias, se llevara entre sus dientes la nariz de su esposo. Así estuvieron un buen rato, dóciles, enganchados, mientras la mulata se encabritaba y gemía, lengüeteando con desenfreno el adminículo nasal de don Rigoberto y este, entre brumas ansiosas, recordaba el monstruo de Bacon, Cabeza de hombre, óleo estremecedor que durante mucho tiempo lo había obsesionado, ahora sabía por qué: así lo iban a dejar las fauces de Estrella, luego del mordisco. No era su faz mutilada lo que lo espantaba, sino una pregunta: ¿seguiría queriendo Lucrecia a un marido desorejado y desnarigado? ¿Lo abandonaría?

Don Rigoberto leyó en su cuaderno este fragmento:

¿qué pudo ser

esto que a mi fantasía

sucedió mientras dormía

que aquí me he llegado a ver?

Segismundo lo recitaba al despertar de ese sueño artificial en que (con un compuesto de opio, adormidero y beleño) lo sumían el rey Basilio y el viejo Clotaldo, y le montaban esa innoble farsa, trasladándolo de su torre prisión a la corte, para hacerlo reinar por un breve lapso, haciéndole creer que esa transición era también un sueño. «Lo que sucedió a tu fantasía mientras dormías, pobre príncipe, pensó, es que te adormecieron con drogas y mataron. Te devolvieron por un ratito a tu verdadera condición, haciéndote creer que soñabas. Entonces, te tomaste las libertades que uno se toma cuando goza de la impunidad de los sueños. Diste rienda suelta a tus deseos, desbarrancaste por el balcón a un hombre, casi matas al viejo Clotaldo y al mismísimo rey Basilio. Así, tuvieron el pretexto necesario —eras violento, eras irascible, eras indigno— para devolverte a las cadenas y a la soledad de tu prisión». Pese a ello, envidió a Segismundo. Él también, como el desdichado príncipe condenado por la matemática y las estrellas a vivir soñando para no morir de encierro y soledad, era lo que había anotado en el cuaderno: «un esqueleto vivo», «un animado muerto». Pero, a diferencia de aquel príncipe, ningún rey Basilio, ningún noble Clotaldo, vendrían a sacarlo de su abandono y soledad, para, luego de adormecerlo con opio, adormidera y beleño, despertarlo en brazos de Lucrecia. «Lucrecia, Lucrecia mía», suspiró, dándose cuenta de que estaba llorando. ¡Qué llorón se había vuelto este último año!

Estrella lagrimeaba también, pero de alegría y felicidad. Luego del estertor final, durante el que don Rigoberto sintió un sacudón simultáneo en todas las madejas de nervios de su cuerpo, abrió la boca, soltó la nariz y se dejó caer de espaldas sobre la cama encolchada de azul, con una desarmante y beata exclamación: «¡Qué rico me corrí, Virgen santa!». Y, agradecida, se persignó, sin el menor ánimo sacrílego.

—Muy rico para ti, sí, pero a mí casi me dejaste sin nariz y sin orejas, forajida —se quejó don Rigoberto.

Estaba segurísimo de que las caricias de Estrella le habían puesto la cara como la de ese personaje vegetal del Arcimboldo que tenía una tuberosa zanahoria por nariz. Con un creciente sentimiento de humillación, advirtió, por entre los dedos de la mano con los que se frotaba su magullada nariz, que Rosaura-Lucrecia, sin pizca de compasión ni preocupación por él, miraba a la mulata (desperezándose, aplacada, sobre la cama) con curiosidad, una sonrisita complacida flotando por su cara.

—¿Y eso es lo que te gusta de los hombres, Estrella? —le preguntó.

La mulata asintió.

—Lo único que me gusta —precisó, acezando y lanzando un vaho denso, vegetal—. Lo demás, que se lo metan donde el sol no les alumbre. Generalmente, me contengo y lo oculto, por el qué dirán. Pero, esta noche, me solté. Porque, nunca he visto unas orejas y una nariz como las de tu hombre. Ustedes me hicieron sentir en confianza, mamita.

Examinó de arriba abajo a Lucrecia con una mirada de conocedora y pareció aprobarla. Estiró una de sus manos y colocó el dedo índice en el pezón izquierdo —don Rigoberto creyó ver cómo el pequeño botón craquelado de su mujer se enderezaba— de Rosaura-Lucrecia y dijo, con una risita:

—Descubrí que eras mujer cuando estábamos bailando, en la boîte. Te sentí las tetitas y me di cuenta que no sabías llevar a tu pareja. Te llevaba yo a ti, no tú a mí.

—Lo disimulaste muy bien, yo creí que te había engañado —la felicitó doña Lucrecia.

Siempre frotándose la acariciada nariz y las resentidas orejas, don Rigoberto sintió una nueva vaharada de admiración por su mujer. ¡Qué versátil y adaptable podía ser! Era la primera vez en su vida que Lucrecia hacía cosas así —vestirse de hombre, ir a un cabaretucho de fulanas en un país extranjero, meterse a un hotel de mala muerte con una puta—, y, sin embargo, no denotaba la menor incomodidad, turbación ni fastidio. Ahí estaba, conversando de tú y voz con la mulata otorrinolaringóloga, como si fuera igual a ella, de su ambiente y profesión. Parecían dos buenas compañeras, intercambiando experiencias en un momento de asueto en su ajetreada jornada. ¡Y qué bella, qué deseable la veía! Para saborear ese espectáculo de su mujer desnuda junto a Estrella, en ese chusco camastro de cubrecama azulado, en la aceitosa medialuz, don Rigoberto cerró los ojos. Estaba echada de costado, la cara apoyada en su mano izquierda, en un abandono que realzaba la deliciosa espontaneidad de su postura. Su piel parecía mucho más blanca en esa pobre luz y sus cabellos cortos más negros y la matita de vellos del pubis azulada de retinta. Mientras, amorosamente, seguía los suaves meandros de sus muslos y espalda, escalaba sus nalgas, pechos y hombros, don Rigoberto se fue olvidando de sus adoloridadas orejas, de su maltratada nariz, y también de Estrella y del hotelito de mala muerte en el que se habían refugiado, y de la ciudad de México: el cuerpo de Lucrecia fue colonizando su conciencia, desplazando, eliminando toda otra imagen, consideración, preocupación.

Ni Rosaura-Lucrecia ni Estrella parecían advertir —o, tal vez, no le daban importancia— que él, maquinalmente, se había ido quitando la corbata, el saco, la camisa, los zapatos, las medias, el pantalón y el calzoncillo, que fue arrojando al averiado suelo de linóleo verdoso. Y, ni siquiera cuando, de rodillas al pie de la cama, comenzó a acariciar con sus manos y a besar respetuosamente las piernas de su mujer, le prestaron atención. Siguieron enfrascadas en sus confidencias y chismografías, indiferentes, como si no lo vieran, como si él fuera el fantasma.

«Lo soy», pensó, abriendo los ojos. La excitación estaba allí siempre, golpeándole las piernas, sin mucha convicción ya, como un aherrumbrado badajo que golpea la vieja campana desafinada por el tiempo y la rutina, de la iglesita sin parroquianos, sin la menor alegría ni decisión.

Y, entonces, la memoria le devolvió el profundo desagrado —el mal sabor en la boca, en verdad— que le había dejado el final cortesano, abyectamente servil al principio de autoridad y a la inmoral razón de Estado, de aquella obra de Calderón de la Barca, cuando, al soldado que inició la rebelión contra el rey Basilio gracias a la cual el príncipe Segismundo llega a ocupar el trono de Polonia, el desagradecillo y canallesco flamante Rey condena a pudrirse de por vida en la torre donde él mismo padeció, con el argumento —su cuaderno reproducía los espantosos versos: «el traidor no es menester/ siendo la traición pasada».

«Horrenda filosofía, repugnante moral», reflexionó, olvidando transitoriamente a su bella mujer desnuda a la que, sin embargo, seguía acariciando de modo maquinal. «El príncipe perdona a Basilio y Clotaldo, sus opresores y torturadores, y castiga al valiente soldado anónimo que soliviantó a la tropa contra el injusto rey, y sacó a Segismundo de su cueva y lo hizo monarca, porque había que defender, por encima de todo, la obediencia a la autoridad constituida, condenar el principio y la idea misma de rebeldía contra el Rey. ¡Qué asco!».

¿Acaso merecía una obra envenenada con esa inhumana doctrina enemiga de la libertad ocupar y alimentar sus sueños, amueblar sus deseos? Y, sin embargo, alguna razón habría de haber para que, esa noche, sus fantasmas hubieran tomado posesión tan rotunda y exclusiva de su sueño. Volvió a revisar sus cuadernos, en pos de una explicación.

El viejo Clodoaldo llamaba a la pistola «áspid de metal» y la disfrazada Rosaura se preguntaba «si la vista no padece engaños / que hace la fantasía, / a la medrosa luz que aún tiene el día». Don Rigoberto miró hacia el mar. Allá, a lo lejos, en la raya del horizonte, una medrosa luz anunciaba el nuevo día, esa luz que destruía violentamente, cada mañana, su pequeño mundo de ensueño y sombras donde era feliz (¿feliz? No, donde era apenas algo menos desdichado) y lo regresaba a la rutina carcelaria de cinco días por semana (ducha, desayuno, oficina, almuerzo, oficina, comida) en la que apenas le quedaba resquicio para filtrar sus invenciones. Había unos pequeños versos acotados con una indicación al margen que decía «Lucrecia» y una flechita señalándolos: «… mezclando / entre las galas costosas de Diana los arneses / de Palas». La cazadora y la guerrera, confundidas en su amada Lucrecia. Por qué no. Pero, evidentemente, no era eso lo que había incrustado la historia del príncipe Segismundo en el fondo de su subconsciencia ni lo que lo había actualizado en sus fantasías de esta noche. ¿Qué, entonces?

«No es posible que quepan / en un sueño tantas cosas», se asombraba el príncipe. «Eres un idiota», le replicó don Rigoberto. «En un solo sueño cabe toda la vida». Lo emocionó que Segismundo, al ser trasladado, bajo el efecto de la droga, de su cárcel al palacio, respondiese cuando le preguntaban qué lo había impresionado más al volver al mundo: «Nada me ha suspendido, / que todo lo tenía prevenido; mas si admirarme hubiera / algo en el mundo, la hermosura fuera / de la mujer». «Y eso que nunca viste a Lucrecia», pensó. Él la veía ahora, espléndida, sobrenatural, derramada en aquel cubrecamas azul, ronroneando delicadamente con las cosquillas que los labios de su amoroso marido le hacían al besarla en las axilas. La amable Estrella se había incorporado, cediendo a don Rigoberto el sitio que ocupaba en la cama junto a Rosaura-Lucrecia, y había ido a sentarse en el rincón que ocupaba don Rigoberto antes, mientras ella se afanaba con sus orejas y nariz. Se mantenía discreta e inmóvil, no queriendo distraerlos e interrumpirlos, y los observaba con curiosidad simpática, mientras se abrazaban, entreveraban y comenzaban a amarse.

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

«Mentira», dijo en voz alta, golpeando la mesa del escritorio. La vida no era un sueño, los sueños eran una endeble mentira, un embeleco fugaz que sólo servía para escapar transitoriamente de las frustraciones y la soledad, y para apreciar mejor, con más dolorosa amargura, lo hermosa y sustancial que era la vida verdadera, la que se comía, tocaba y bebía, tan superior y plena comparada al simulacro que mimaban, conjurados, los deseos y la fantasía. Abrumado por la angustia —era ya de día, la luz del amanecer revelaba los grises acantilados, el mar plomizo, las nubes panzudas, el sardinel desbaratado y la calzada leprosa— se aferró al cuerpo desnudo de Lucrecia-Rosaura, con desesperación, para aprovechar esos últimos segundos, en procura de un imposible placer, con el presentimiento grotesco de que en cualquier momento, acaso en el del éxtasis, sentiría aterrizar sobre sus orejas las súbitas manos de la mulata.

LA VÍBORA Y LA LAMPREA

Pensando en ti, he leído La perfecta casada, de Fray Luis de León, y entendido por qué, dada la idea del matrimonio que predicaba, prefirió aquel fino poeta, al tálamo nupcial, la abstinencia y los hábitos agustinos. Sin embargo, en esas páginas de buena prosa y pictóricas de involuntaria comicidad, encontré esta cita del bienaventurado San Basilio que calza como un guante ¿adivinas en qué marfileña mano de mujer excepcional, esposa modelo y amante afloradísima?:

«La víbora, animal ferocísimo entre las sierpes, va diligente a casarse con la lamprea marina; llegada, silva, como dando señas de que está allí, para desta manera atraherla de la mar a que se abrace maridablemente con ella. Obedece la lamprea, y júntase con la ponzoñosa fiera sin miedo. ¿Qué digo en esto? ¿Qué? Que por más áspero y de más fieras condiciones que el marido sea, es necesario que la muger le soporte, y que no consienta por ninguna ocasión que se divida la paz. ¡Oh! ¿Que es un verdugo? ¡Pero es tu marido! ¿Es un beodo? Pero el ñudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un desapazible! Pero miembro tuyo ya, y miembro el más principal. Y, porque el marido oiga lo que le conviene también: la víbora entonces, teniendo respeto al ayuntamiento que haze, aparta de sí su ponzoña, ¿y tú no dexarás la crueza inhumana de tu natural, por honra del matrimonio? Esto es de Basilio».

Fray Luis de León,

La perfecta casada, cap. III.

Abrázate maridablemente con esta víbora, lamprea amadísima.