IV

Fonchito en lágrimas

Fonchito había estado cabizbajo y paliducho desde que llegó a la casa de San Isidro y doña Lucrecia estaba segura de que sus ojeras y su mirada huidiza tenían algo que ver con Egon Schiele, tema infalible de cada tarde. Apenas abrió la boca mientras tomaban el té y, por primera vez en estas semanas, olvidó elogiar los chancays tostados de Justiniana. ¿Malas notas en el colegio? ¿Descubrió Rigoberto que faltaba a la academia para venir a visitarla? Encerrado en un mutismo tristón, se mordía los nudillos. En algún momento había mascullado algo terrible sobre Adolf y María, padres o parientes de su reverenciado pintor.

—Cuando algo lo carcome a uno por adentro, lo mejor es compartirlo —se ofreció doña Lucrecia—. ¿No me tienes confianza? Cuéntame qué te pasa, tal vez pueda ayudarte.

El niño la miró a los ojos, azorado. Pestañeaba y parecía que fuera a romper en llanto. Sus sienes latían y doña Lucrecia divisó las venillas azules de su cuello.

—Es que, he estado pensando —dijo, al fin. Apartó la vista y se calló, arrepentido de lo que iba a decir.

—¿En qué, Fonchito? Anda, dime. ¿Por qué te preocupa tanto esa pareja? ¿Quiénes son Adolf y María?

—Los papas de Egon Schiele —dijo el niño, como si hablara de un compañero de clase—. Pero, no me preocupa el señor Adolf, sino mi papá.

—¿Rigoberto?

—No quiero que termine como él —la carita se ensombreció aún más y su mano hizo un extraño pase, como ahuyentando un fantasma—. Me da miedo y no sé qué hacer. No quería preocuparte. Todavía lo quieres a mi papá ¿no, madrastra?

—Claro que sí —asintió ella, desconcertada—. Me dejas en la luna, Fonchito. ¿Qué tiene que ver Rigoberto con el padre de un pintor que murió al otro lado del mundo, hace medio siglo?

Al principio, le había parecido divertido, muy propio de él, ese juego inusitado, encandilarse con las pinturas y la vida de Egon Schiele, estudiárselas, aprendérselas, identificarse con él hasta creer, o decir que creía, que era Egon Schiele redivivo y que moriría también, luego de una carrera fulgurante, de manera trágica, a los veintiocho años. Pero, este juego se iba enturbiando.

—El destino de su papá se está repitiendo también en el mío —balbuceó Fonchito, tragando saliva—. No quiero que se vuelva loco y sifilítico como el señor Adolf, madrastra.

—Pero, qué tontería —intentó calmarlo ella—. Vamos a ver, la vida no se hereda ni se repite. De dónde se te ha ocurrido un disparate así.

Incapaz de contenerse, al niño se le descompuso la cara en un puchero y rompió a llorar, con sollozos que estremecían su esmirriada figura. La señora Lucrecia saltó de su sillón, fue a sentarse junto a él en la alfombra de la salita comedor, lo abrazó, lo besó en los cabellos y en la frente, con su pañuelo le secó las lágrimas, lo hizo sonarse la nariz. Fonchito se apretó contra ella. Hondos suspiros levantaban su pecho y doña Lucrecia sentía brincar su corazón.

—Cálmate, ya pasó, no llores, ese adefesio no tiene pies ni cabeza —le alisaba los cabellos, los besaba—. Rigoberto es el hombre más sano y tiene la cabeza mejor puesta que se ha visto.

¿El padre de Egon Schiele era sifilítico y había muerto loco? Picada de curiosidad por las continuas alusiones de Fonchito, doña Lucrecia había ido a buscar algo sobre Schiele a la librería La Casa Verde, a dos pasos de su casa, pero no encontró ninguna monografía, sólo una historia del expresionismo que le dedicaba apenas parte de un capítulo. No recordaba que mencionara para nada a su familia. El niño asintió, la boca fruncida y los ojos semicerrados. De cuando en cuando, lo recorría un escalofrío. Pero, se fue sosegando y, sin apartarse de ella, encogido, y, se diría, feliz de estar protegido por los brazos de doña Lucrecia, comenzó a hablar. ¿No conocía ella la historia del señor Adolf Schiele? No, no la conocía; no había podido encontrar una biografía de ese pintor. Fonchito, en cambio, había leído varias en la biblioteca de su papá y consultado la enciclopedia. Una historia terrible, madrastra. Decían que, sin lo que les pasó al señor Adolf Schiele y a la señora María Soukup, no se podía entender a Egon. Porque esa historia escondía el secreto de su pintura.

—Bueno, bueno —trató de despersonalizar el asunto doña Lucrecia—. ¿Y cuál es, pues, el secreto de su pintura?

—La sífilis de su papá —repuso el niño, sin vacilar—. La locura del pobre señor Adolf Schiele.

Mordiéndose el labio, doña Lucrecia aguantó la risa, para no herir al niño. Le pareció oír al doctor Rubio, un psicoanalista conocido de don Rigoberto, muy popular entre sus amigas desde que, citando el ejemplo de Wilhelm Reich, se desnudaba en las sesiones para interpretar mejor los sueños de sus pacientas, y que solía soltar cosas por el estilo en los cocteles, con la misma convicción.

—Pero, Fonchito —dijo, soplándole la frente, brillosa de sudor—. ¿Sabes acaso qué es la sífilis?

—Una enfermedad venérea, que viene de Venus, una diosa que no sé quién fue —confesó el niño, con sinceridad desarmante—. No la encontré en el diccionario. Pero, sé dónde se la contagiaron al señor Adolf. ¿Te cuento cómo fue?

—A condición de que te calmes. Y de que no vuelvas a atormentarte con fantasías descabelladas. Ni eres Egon Schiele ni Rigoberto tiene nada que ver con ese caballero, tontorrón.

El niño no le prometió nada, pero tampoco le replicó. Quedó un rato en silencio, en los brazos protectores, la cabeza en el hombro de su madrastra. Cuando comenzó a contar, lo hizo con el lujo de fechas y detalles de un testigo de lo que contaba. O, protagonista, pues ponía la emoción de quien lo ha vivido en carne propia. Como si, en vez de nacer en Lima a fines del siglo veinte, fuera Egon Schiele, un mozalbete de la última generación de súbditos austro-húngaros, la que vería desaparecer en la hecatombe de la primera guerra mundial la llamada Belle Époque y el imperio, esa sociedad rutilante, cosmopolita, literaria, musical y plástica que Rigoberto amaba tanto y sobre la que había dado a doña Lucrecia tan pacientes lecciones los primeros años de casados. (Ahora, Fonchito continuaba dándoselas). La de Mahler, Schoenberg, Freud, Klimt, Schiele. En el sobresaltado relato, restando anacronismos y puerilidades, una historia se fue perfilando. Una aldea llamada Tulln, a orillas del Danubio, en los alrededores de Viena (a 25 kilómetros, decía) y la boda, en esos años finales de siglo, del funcionario de los ferrocarriles imperiales Adolf Eugen Schiele, protestante, de origen alemán, 26 años recién cumplidos, y la adolescente católica de origen checo, de 17, María Soukup. Un matrimonio alacrán, contra la corriente, debido a la oposición de la familia de la novia. («¿Se opuso la tuya a que te casaras con mi papá?». «Al contrario, quedaron encantados de Rigoberto»). Esa época era puritana y llena de prejuicios ¿no, madrastra? Sí, seguramente, ¿por qué? Porque María Soukup no sabía nada de la vida; no le habían enseñado ni cómo se hacían los niños, la pobrecita creía que los traían las cigüeñas de París. (¿La madrastra no sería tan inocente cuando se casó? No, doña Lucrecia sabía ya todo lo que había que saber). Tan inocente era María que no se dio cuenta siquiera de que había quedado embarazada y se le ocurrió que su malestar era culpa de las manzanas, que le encantaban. Pero, eso era adelantarse. Había que retroceder al viaje de novios. Allí comenzó todo.

—¿Qué pasó en esa luna de miel?

—Nada —dijo el niño, enderezándose para sonarse. Tenía los ojos hinchados, pero se le había ido la palidez y estaba pendiente en cuerpo y alma del relato—. María tuvo miedo. Los tres primeros días, no dejó que el señor Adolf la tocara. El matrimonio no se consumó. De qué te ríes, madrastra.

—De oírte hablar como un viejo, siendo el pedazo de hombre que eres todavía. No te enojes, me interesa mucho. Bueno, los tres primeros días de casados, Adolf y Marie, nada de nada.

—No es para reírse —se apenó Fonchito—. Más bien, para llorar. La luna de miel fue en Trieste. Para recordar ese viaje de sus padres, Egon Schiele y Gerti, su hermanita preferida, hicieron un viaje idéntico, en 1906.

En Trieste, durante la frustrada luna de miel, comenzó la tragedia. Porque, en vista de que su esposa no se dejaba tocar —lloraría, patalearía, lo rasguñaría, haría un gran escándalo cada vez que él se acercaba a darle un beso—, el señor Adolf se salía a la calle. ¿Adónde? A consolarse con mujeres malas. Y, en uno de esos sitios, Venus le contagió la sífilis. Esta enfermedad comenzó a matarlo a poquitos desde entonces. Lo hizo perder la cabeza y desgració a toda la familia. A partir de ahí, cayó una maldición sobre los Schiele. Adolf, sin saberlo, contagió a su mujer, cuando pudo consumar el matrimonio, al cuarto día. Por eso, Marie abortó los tres primeros embarazos; y, por eso, murió Elvira, la hijita que vivió apenas diez añitos. Y, por eso, Egon fue tan debilucho y propenso a enfermedades. Tanto que, en su niñez, creían que se moriría pues se las pasaba visitando médicos. Doña Lucrecia terminó por verlo: un infante solitario, jugando con trencitos de juguete, dibujando, dibujando todo el tiempo, en sus cuadernos de colegio, en los márgenes de la Biblia, hasta en papeles que rescataba del basurero.

—Ya ves, no te pareces en nada a él. Tú fuiste el niño más sano del mundo, según Rigoberto. Y te gustaba jugar con aviones, no con trenes.

Fonchito se resistía a bromear.

—¿Me dejas terminar la historia o te está aburriendo?

No la aburría, la entretenía; pero, más que la peripecia y los finiseculares personajes austro-húngaros, la pasión con que Fonchito los evocaba: vibrando, moviendo ojos y manos, con inflexiones melodramáticas. Lo terrible de esa enfermedad era que venía despacito y a traición; y que deshonraba a sus víctimas. Esa fue la razón por la que el señor Adolf nunca reconoció que la padecía. Cuando sus parientes le aconsejaban que viera al médico, protestaba: «Estoy más sano que cualquiera». Qué lo iba a estar. Había comenzado a fallarle la razón. Egon lo quería, se llevaban muy bien, sufría cuando empeoraba. El señor Adolf se ponía a jugar a las cartas como si hubieran venido sus amigos, pero estaba sólito. Las repartía, conversaba con ellos, les ofrecía cigarros, y en la mesita de la casa de Tulln no había nadie. Marie, Melanie y Gerti querían hacerle ver la realidad, «Pero, papá, si no hay con quién hablar, con quién jugar, ¿no te das cuenta?». Egon salía a contradecirlas: «No es cierto, padre, no les hagas caso, aquí están el jefe de la guardia, el director de correos, el maestro de la escuela. Tus amigos están contigo, padre. Yo también los veo, como tú». No quería aceptar que su papá tenía visiones. De repente, el señor Adolf se ponía su uniforme de gala, gorro de visera brillante, botas como espejos, y salía a cuadrarse en el andén. «¿Qué haces aquí, padre?». «Voy a recibir al Emperador y a la Emperatriz, hijo». Ya estaba loco. No pudo seguir trabajando en los ferrocarriles, tuvo que jubilarse. De vergüenza, los Schiele se mudaron de Tulln a un lugar donde nadie los conocía: Klosterneuburg. En alemán quiere decir: «El pueblo nuevo del convento». El señor empeoró, se olvidó de hablar. Se pasaba los días en su cuarto, sin abrir la boca. ¿Veía? ¿Veía? Súbitamente, una agitación angustiosa se apoderó de Fonchito:

—Igualito que mi papá, pues —estalló, soltando un gallo—. Él también, regresa de la oficina y se encierra, para no hablar con nadie. Ni conmigo. Hasta sábados y domingos hace lo mismo; en su escritorio todo el santo día. Cuando le busco conversación, «Sí», «No», «Bueno». No sale de ahí.

¿Tendría la sífilis? ¿Se estaría volviendo loco? Le habría venido por la misma razón que al señor Adolf. Porque se quedó solo, cuando la señora Lucrecia lo dejó. Se fue a alguna casa mala y Venus se la contagió. ¡No quería que su papá se muriera, madrastra!

Rompió a llorar de nuevo, esta vez sin bulla, para adentro, tapándose la cara, y a doña Lucrecia le costó más trabajo que antes calmarlo. Lo consoló, qué delirios tan absurdos, acariñó, Rigoberto no tenía mal alguno, acunó, estaba más cuerdo que ella y Fonchito, sintiendo las lágrimas de esa rubicunda cabeza mojar la pechera de su vestido. Después de muchos mimos, logró serenarlo. A Rigoberto le gustaba encerrarse con sus grabados, con sus libros, con sus cuadernos, a leer, oír música, escribir sus citas y reflexiones. ¿Acaso no lo conocía? ¿No había sido siempre así?

—No, no siempre —negó el niño, con firmeza—. Antes, me contaba las vidas de los pintores, me explicaba los cuadros, me enseñaba cosas. Y me leía de sus cuadernos. Contigo, se reía, salía, era normal. Desde que te fuiste, cambió. Se puso triste. Ahora, ni siquiera le interesa qué notas saco; me firma la libreta sin mirarla. Lo único que le importa es su escritorio. Encerrarse ahí, horas de horas. Se volverá loco, como el señor Adolf. A lo mejor, ya lo está.

El niño le había echado los brazos al cuello y reclinaba su cabeza en el hombro de la madrastra. En el Olivar, se oían grititos y carreras de chiquillos, como todas las tardes, cuando, a la salida de los colegios, los escolares de la vecindad afluían al parque desde las innumerables esquinas a fumar un cigarrillo a ocultas de sus padres, patear la pelota y enamorar a las chicas del barrio. ¿Por qué Fonchito no hacía nunca esas cosas?

—¿Todavía lo quieres a mi papá, madrastra? —La pregunta volvía cargada de aprensión, como si de su respuesta pendiera una vida o una muerte.

—Ya te lo he dicho, Fonchito. Nunca he dejado de quererlo. ¿A qué viene eso?

—Él está así porque te extraña. Porque te quiere, madrastra, y no se consuela de que ya no vivas con nosotros.

—Las cosas pasaron como pasaron —Doña Lucrecia luchaba contra un malestar creciente.

—¿No estarás pensando en casarte otra vez, no, madrastra? —insinuó tímidamente el niño.

—Es lo último que haría en la vida, volver a casarme. Jamás de los jamases. Además, Rigoberto y yo ni siquiera estamos divorciados, sólo separados.

—Entonces, se pueden amistar —exclamó Fonchito, con alivio—: Los que se pelean, pueden amistarse. Yo me peleo y me amisto todos los días, con chicos del colegio. Volverías a la casa y también Justita. Todo sería como antes.

«Y curaríamos al papacito de la locura», pensó doña Lucrecia. Estaba irritada. Habían dejado de hacerle gracia las fantasías de Fonchito. Cólera sorda, amargura, rencor, la invadían, a medida que su memoria desempolvaba los malos recuerdos. Tomó al niño de los hombros y lo apartó algo de ella. Lo observó, cara con cara, indignada de que esos ojitos azules, hinchados y enrojecidos, resistieran con tanta limpieza su mirada cargada de reproches. ¿Era posible que fuera tan cínico? No había llegado aún a adolescente. ¿Cómo podía hablar de la ruptura de ella y Rigoberto como de algo ajeno, como si él no hubiera sido la causa de lo sucedido? ¿No se las había arreglado, acaso, para que Rigoberto descubriera todo el pastel? La carita arrasada por las lágrimas, los rasgos dibujados a pincel, los rosados labios, las curvas pestañas, el pequeño mentón firme, la encaraban con inocencia virginal.

—Tú sabes mejor que nadie lo que pasó —dijo la señora Lucrecia, entre dientes, tratando de que su indignación no desbordara en una explosión—. Sabes muy bien por qué nos separamos. No vengas a hacerte el niñito bueno, apenado por esa separación. Tú tuviste tanta culpa como yo, y, acaso, más que yo.

—Por eso mismo, madrastra —le cortó la palabra Fonchito—. Yo los hice pelear y por eso me toca a mí hacerlos amistarse. Pero, tienes que ayudarme. ¿Lo harás, no es cierto? A que sí, madrastra.

Doña Lucrecia no sabía qué responder; quería abofetearlo y besarlo. Se le habían caldeado las mejillas. Para colmo, el fresco de Fonchito, en un nuevo cambio brusco del ánimo, parecía ahora contento. Súbitamente, lanzó una carcajada.

—Te pusiste colorada —dijo, echándole otra vez los brazos al cuello—. Entonces, la respuesta es sí. ¡Te quiero mucho, madrastra!

—Primero llantos y ahora risas —dijo Justiniana, apareciendo en el pasillo—. ¿Se puede saber qué pasa aquí?

—Tenemos una gran noticia —le dio la bienvenida el niño—. ¿Se lo contamos, madrastra?

—No es a Rigoberto sino a ti al que se le están aflojando los tornillos —dijo doña Lucrecia, disimulando el sofocón.

—Será que Venus también me contagió la sífilis —se burló Fonchito, torciendo los ojos. Y, con el mismo tono, a la muchacha—: ¡Mi papá y mi madrastra van a amistarse, Justita! ¿Qué te parece el notición?

DIATRIBA CONTRA EL DEPORTISTA

Entiendo que usted corre tabla hawaiana en las encrespadas olas del Pacífico en el verano, en los inviernos se desliza en esquí por las pistas chilenas de Portillo y las argentinas de Bariloche (ya que los Andes peruanos no permiten esas rosqueterías), suda todas las mañanas en el gimnasio haciendo aeróbicos, o corriendo en pistas de atletismo, o por parques y calles, ceñido en un buzo térmico que le frunce el culo y la barriga como los corsés de antaño asfixiaban a nuestras abuelas, y no se pierde partido de la selección nacional, ni el clásico Alianza Lima versus Universitario de Deportes, ni campeonato de boxeo por el título sudamericano, latinoamericano, estadounidense, europeo o mundial, ocasiones en que, atornillado frente a la pantalla del televisor y amenizando el espectáculo con tragos de cerveza, cubalibres o whisky a las rocas, se desgañita, congestiona, aúlla, gesticula o deprime con las victorias o fracasos de sus ídolos, como corresponde al hincha antonomásico). Razones sobradas, señor, para que yo confirme mis peores sospechas sobre el mundo en que vivimos y lo tenga a usted por un descerebrado, cacaseno y subnormal. (Uso la primera y la tercera expresión como metáforas; la del medio, en sentido literal).

Sí, efectivamente, en su atrofiado intelecto se ha hecho la luz: tengo a la práctica de los deportes en general, y al culto de la práctica de los deportes en particular, por formas extremas de la imbecilidad que acercan al ser humano al carnero, las ocas y la hormiga, tres instancias agravadas del gregarismo animal. Calme usted sus ansias cachascanistas de triturarme, y escuche, ya hablaremos de los griegos y del hipócrita mens sana in corpore sano dentro de un momento. Antes, debo decirle que los únicos deportes a los que exonero de la picota son los de mesa (excluido el ping-pong) y de cama (incluida, por supuesto, la masturbación). A los otros, la cultura contemporánea los ha convertido en obstáculos para el desenvolvimiento del espíritu, la sensibilidad y la imaginación (y, por tanto, del placer). Pero, sobre todo, de la conciencia y la libertad individual. Nada ha contribuido tanto en este tiempo, más aún que las ideologías y religiones, a promover el despreciable hombre-masa, el robot de condicionados reflejos, a la resurrección de la cultura del primate de tatuaje y taparrabos emboscados detrás de la fachada de la modernidad, como la divinización de los ejercicios y juegos físicos operada por la sociedad de nuestros días.

Ahora, podemos hablar de los griegos, para que no me joda más con Platón y Aristóteles. Pero, le prevengo, el espectáculo de los efebos atenienses untándose de ungüentos en el Gymnasium antes de medir su destreza física, o lanzando el disco y la jabalina bajo el purísimo azul del cielo egeo, no vendrá en su ayuda sino a hundirlo más en la ignominia, bobalicón de músculos endurecidos a expensas de su caudal de testosterona y desplome de su IQ. Sólo los pelotazos del fútbol o los puñetazos del boxeo o las ruedas autistas del ciclismo y la prematura demencia senil (¿además de la merma sexual, incontinencia e impotencia?) que ellos suelen provocar, explica la pretensión de establecer una línea de continuidad entre los entunicados fedros de Platón frotándose de resinas después de sus sensuales y filosóficas demostraciones físicas, y las hordas beodas que rugen en las tribunas de los estadios modernos (antes de incendiarlas) en los partidos de fútbol contemporáneos, donde veintidós payasos desindividualizados por uniformes de colorines, agitándose en el rectángulo de césped detrás de una pelota, sirven de pretexto para exhibicionismos de irracionalidad colectiva.

El deporte, cuando Platón, era un medio, no un fin, como ha tornado a ser en estos tiempos municipalizados de la vida. Servía para enriquecer el placer de los humanos (el masculino, pues las mujeres no lo practicaban), estimulándolo y prolongándolo con la representación de un cuerpo hermoso, tenso, desgrasado, proporcionado y armonioso, e incitándolo con la calistenia pre-erótica de unos movimientos, posturas, roces, exhibiciones corporales, ejercicios, danzas, tocamientos, que inflamaban los deseos hasta catapultar a participantes y espectadores en el acoplamiento. Que estos fueran eminentemente homosexuales no añade ni quita coma a mi argumentación, como tampoco que, en el dominio del sexo, el suscrito sea aburridamente ortodoxo y sólo ame a las mujeres —por lo demás, a una sola mujer—, totalmente inapetente para la pederastia activa o pasiva. Entiéndame, no objeto nada de lo que hacen los gays. Celebro que la pasen bien y los apuntalo en sus campañas contra las leyes que los discriminan. No puedo acompañarlos más allá, por una cuestión práctica. Nada relativo al quevedesco «ojo del culo» me divierte. La Naturaleza, o Dios, si existe y pierde su tiempo en estas cosas, ha hecho de ese secreto ojal el orificio más sensible de todos los que me horadan. El supositorio lo hiere y el vitoque de la lavativa lo ensangrienta (me lo introdujeron una vez, en período de constipación empecinada, y fue terrible) de modo que la idea de que haya bípedos a los que entretenga alojar allí un cilindro viril me produce una espantada admiración. Estoy seguro de que, en mi caso, además de alaridos, experimentaría un verdadero cataclismo psicosomático con la inserción, en el delicado conducto de marras, de una verga viva, aun siendo esta de pigmeo. El único puñete que he dado en mi vida lo encajó un médico que, sin prevenirme y con el pretexto de averiguar si tenía apendicitis, intentó sobre mi persona una tortura camuflada con la etiqueta científica de «tacto rectal». Pese a ello, estoy teóricamente a favor de que los seres humanos hagan el amor al derecho o al revés, solos o por parejas o en promiscuos contubernios colectivos (ajjjj), de que los hombres copulen con hombres y las mujeres con mujeres y ambos con patos, perros, sandías, plátanos o melones y todas las asquerosidades imaginables si las hacen de común acuerdo y en pos del placer, no de la reproducción, accidente del sexo al que cabe resignarse como a un mal menor, pero de ninguna manera santificar como justificación de la fiesta carnal (esta imbecilidad de la Iglesia me exaspera tanto como un match de básquet). Retomando el hilo perdido, aquella imagen de los vejetes helenos, sabios filósofos, augustos legisladores, aguerridos generales o sumos sacerdotes yendo a los gimnasios a desentumecer su libido con la visión de los jóvenes discóbolos, luchadores, marathonistas o jabalinistas, me conmueve. Ese género de deporte, Celestino del deseo, lo condono y no vacilaría en practicarlo, si mi salud, edad, sentido del ridículo y disponibilidad horaria, lo permitieran.

Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezazos futboleros, sudores ciclísticos o contrasuelazos de karateca se ha excluido de ella) en que el deporte tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad. Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra «mística», sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefantiza y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad posindustrial llama «mártires del deporte». ¿Dónde está el heroísmo en hacerse mazamorra al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado? Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no lo acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el machismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario.

No conozco mentira más abyecta que la expresión con que se alecciona a los niños: «Mente sana en cuerpo sano». ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable? «Sana» quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial. ¿Mente «sana», eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente «sucia», malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y a renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.

Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo sabes mejor que nadie, tú, que, por ganar los cien metros planos del domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los árbitros o los chantajearías, urdirías conjuras médicas o legales que descalificaran a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el pódium, algo que ha hecho de ti, deportista profesional, una bestia mediática, un antisocial, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, «sano», al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión «espíritu deportivo» en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar árbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su Club cargue una copa de falsa plata o ver a sus once ídolos subidos en un podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando un himno nacional!

LOS HERMANOS CORSOS

En la muerma tarde de ese domingo de invierno, en su estudio frente al cielo nublado y el mar ratonil, don Rigoberto espigó anhelosamente sus cuadernos en pos de ideas que atizaran su imaginación. La primera con que se dio, del poeta Philip Larkin, Sex is too good to share with anyone else, le recordó muchas versiones plásticas del joven Narciso deleitándose con su imagen reflejada en el agua del pozo y al tendido hermafrodita del Louvre. Pero, inexplicablemente, lo deprimió. Otras veces había coincidido con esa filosofía que depositaba sobre sus exclusivos hombros la responsabilidad de su placer. ¿Era ella cierta? ¿Lo fue alguna vez? En verdad, aun en sus momentos más puros, su soledad había sido un desdoblamiento, una cita a la que Lucrecia nunca faltó. Un débil despertar del ánimo hizo que renaciera la esperanza: tampoco faltaría esta vez. La tesis de Larkin convenía como anillo al dedo al santo (otra página del cuaderno) del que hablaba Lytton Strachey en Eminent Victorians, San Cuberto, quien desconfiaba tanto de las mujeres que, cuando departía con ellas, incluso con la futura santa Ebba, pasaba «las siguientes horas de sombra, en oración, sumergido en el agua hasta el cuello». Cuántos resfríos y pulmonías por una fe que condenaba al creyente al larkiniano placer solitario.

Pasó como sobre ascuas por una página en la que Azorín recordaba que «capricho viene de cabra». Se detuvo, fascinado, en la descripción, hecha por el diplomático Alfonso de la Serna, de La Sinfonía de los adioses de Haydn, «en la que cada músico, cuando acaba su partitura, apaga la vela que ilumina su atril y se va, hasta que queda sólo un violín, tocando su final melodía solitaria». ¿No era una coincidencia? ¿No casaba de manera misteriosa, como plegándose a un orden secreto, el violín monologante de Haydn con el egoísta placentero, Philip Larkin, quien creía que el sexo era demasiado importante para compartirlo?

Sin embargo, él, pese a poner el sexo en el más alto sitial, lo había compartido siempre, aun en su período de más acida soledad: este. La memoria le trajo a colación, sin ton ni son, al actor Douglas Fairbanks, duplicado en una película que desasosegó su infancia: «Los hermanos corsos». Por supuesto, nunca había compartido el sexo con nadie de la manera esencial que con Lucrecia. Lo había compartido, también, de niño, adolescente y adulto con su propio hermano corso, ¿Narciso?, con quien se había llevado siempre bien, pese a ser tan diferentes en espíritu. Aunque, esos juegos y burlas picantes tramados y disfrutados por los hermanos no correspondían al sentido irónico en que el poeta-bibliotecario utilizaba el verbo compartir. Hojeando, hojeando, cayó en El mercader de Venecia:

The man that hath no music in himself

Nor is not moved with concord of sweet sounds,

Is fit for treasons, stratagems, and spoils

(Acto V, Escena I)

«El hombre que no lleva música en sí mismo / Ni se emociona con la trenza de dulces sonidos / Es propenso a la intriga, el fraude y la traición», tradujo libremente. Narciso no llevaba música alguna, era cerrado en cuerpo y alma a los hechizos de Melpómene, incapaz de distinguir La Sinfonía de los adioses de Haydn del Mambo número 5 de Pérez Prado. ¿Tenía razón Shakespeare cuando legislaba que esa sordera para la más abstracta de las artes hacía de él un potencial enredador, truquero y fraudulento bípedo? Bueno, tal vez fuera cierto. El simpático Narciso no había sido un dechado de virtudes cívicas, privadas ni teologales, y llegaría a la edad provecta jactándose, como el obispo Haroldo (¿de quién era la cita? La referencia había sido devorada por la sibilina humedad limeña o los afanes de una polilla), en su lecho de muerte, de haber practicado todos los vicios capitales con tanta asiduidad como su pulso latía y las campanas de su obispado repicaban. Si no hubiera sido de esa catadura moral, jamás hubiera osado proponer, aquella noche, a su hermano corso —don Rigoberto sintió que en su fuero recóndito despertaba esa música shakespeariana que él sí creía portar consigo— el temerario intercambio. Ante sus ojos se dibujaron, sentadas una junto a la otra, en aquella salita monumento al kitsch y blasfema provocación a las sociedades protectoras de animales, erizada de tigres, búfalos, rinocerontes y ciervos embalsamados de la casa de La Planicie, a Lucrecia e Ilse, la rubia esposa de Narciso, la noche de la aventura. El bardo tenía razón: la sordera para la música era síntoma (¿causa, a lo mejor?) de vileza del alma. No, no podía generalizarse; pues, hubiera habido que concluir que Jorge Luis Borges y André Breton, por su insensibilidad musical, fueron Judas y Caín, cuando era sabido que ambos habían sido, para escritores, buenísimas personas.

Su hermano Narciso no era un diablo; aventurero, nomás. Dotado de una endiablada habilidad para sacar a su vocación trashumante y su curiosidad por lo prohibido, lo secreto y lo exótico, un gran partido crematístico. Pero, como era mitómano, no resultaba fácil saber qué era cierto y qué fantasía en las correrías con que solía mantener hechizado a su auditorio, a la hora (siniestra) de la cena de gala, la fiesta de matrimonio o el coctel, escenarios de sus grandes performances relatoras. Por ejemplo, don Rigoberto nunca se había creído del todo que buena parte de su fortuna la amasara contrabandeando a los países prósperos de Asia, cuernos de rinoceronte, testículos de tigre y penes de morsas y focas (los dos primeros procedentes de África, los dos últimos de Alaska, Groenlandia y Canadá). Esos indumentos se pagaban a precio de oro en Tailandia, Hong Kong, Taiwán, Corea, Singapur, Japón, Malasia y hasta la China comunista, pues los conocedores los tenían por poderosos afrodisíacos y remedios infalibles contra la impotencia. Justamente, la noche aquella, mientras los hermanos corsos y las dos cuñadas, Ilse y Lucrecia, tomaban el aperitivo, antes de la cena, en aquel restaurante de la Costa Verde, Narciso los había tenido entretenidos contándoles una disparatada historia de afrodisíacos de la cual él fue héroe y víctima, en Arabia Saudita, donde, juraba —detalles geográficos e irretenibles nombres árabes llenos de jotas al apoyo— que estuvo a punto de ser decapitado en la plaza pública de Riad al descubrirse que contrabandeaba un maletín de tabletas de Captagon (fenicilina hidroclorídrica) para mantener la potencia sexual del lujurioso jeque Abdelaziz Abu Amid a quien sus cuatro esposas legítimas y las ochenta y dos concubinas de su harén tenían algo fatigado. Aquel le pagaba en oro el cargamento de anfetaminas.

—¿Y la yobimbina? —preguntó Ilse, cortándole la historia a su marido, en el mismo momento en que comparecía ante un tribunal de enturbantados ulemas—. ¿Produce ese efecto que dicen, en todas las personas?

Sin pérdida de tiempo, su apuesto hermano —sin pizca de envidia don Rigoberto rememoró cómo, después de haber sido indiferenciables de niños y jóvenes, la edad adulta los había ido distinguiendo, y, ahora, las orejas de Narciso parecían normales comparadas con las espectaculares aletas que a él lo adornaban, y su nariz recta y modesta si se cotejaba con el tirabuzón o trompa de oso hormiguero con que él olfateaba la vida— se lanzó en una erudita perorata sobre la yohimbina (llamada yobimbina en el Perú por la perezosa tendencia fonética de los nativos, a quienes una hache aspirada costaba mayor trabajo bucal que una pe). El discurso de Narciso duró el aperitivo —pisco sauers los señores y vino blanco helado las damas—, el arroz con mariscos y los panqueques con manjarblanco de la comida, y tuvo, en lo que a él concernía, el efecto de una cosquilleante ansiedad presexual. En ese momento, caprichos del azar, el cuaderno le deparó la indicación shakespeariana de que las piedras turquesas cambian de color para alertar a quien las lleva de un peligro inminente (El Mercader de Venecia, otra vez). ¿Hablaba en serio, sabía o se inventaba esa ciencia con la intención de crear el ambiente psicológico y la amoralidad propicia para su propuesta de más tarde? No se lo había preguntado ni lo haría, pues, a estas alturas ¿qué importaba?

Don Rigoberto se echó a reír y la grisura de la tarde amainó. El Monsieur Teste de Valéry se jactaba al pie de esa página: «La estupidez no va conmigo» (La betise n'est pas mon fort). Dichoso él; don Rigoberto, en la compañía de seguros, había pasado ya un cuarto de siglo rodeado, sumergido, asfixiado por la estupidez, hasta convertirse en un especialista. ¿Era Narciso un mero imbécil? ¿Uno más de ese protoplasma limeño autodenominado gente decente? Sí. Lo que no le impedía ser ameno cuando se lo proponía. Esa noche, por ejemplo. Ahí estaba el gran latero, su rostro bien rasurado y la tez bronceada por el ocio, explicando el alcaloide de un arbusto, también llamado yohimbina, de ilustre progenie en la tradición herborista y la medicina natural. Aumentaba la vasodilatación y estimulaba los ganglios que controlan el tejido eréctil, e inhibía la serotonina, cuyo exceso bloquea el apetito sexual. Su cálida voz de seductor veterano, sus ademanes, congeniaban con su blazer azul, la camisa gris y el pañuelo de seda oscuro y motas blancas enroscado en el cuello. Su exposición, intercalada de sonrisas, se mantenía en el astuto límite entre la información y la insinuación, la anécdota y la fantasía, la sabiduría y el chisme, la diversión y la excitación. Don Rigoberto advirtió, de pronto, que los ojos verde marino de Ilse y los oscuros topacios de Lucrecia centellaban. ¿Había, su sabihondo hermano corso, inquietado a las señoras? A juzgar por sus risitas, sus chistes, sus preguntas, el cruce y descruce de piernas, y la alegría con que vaciaban los vasos de vino chileno Concha y Toro, sí, las había. ¿Por qué no iban ellas a experimentar el mismo desliz del ánimo que él? ¿Tenía Narciso ya, a estas alturas de la noche, su plan armado? Por supuesto, decretó don Rigoberto.

Por eso, diestramente, no les daba respiro ni permitía que la conversación se apartara del maquiavélico rumbo trazado por él. De la yobimbina pasó al fugu japonés, fluido testicular de un pececillo que, además de tónico seminal poderosísimo, puede producir una muerte atroz, por envenenamiento —así perecen cada año centenares de rijosos japoneses— y a referir los sudores fríos con que lo probó, aquella noche tornasolada de Kyoto, de manos de una geisha en kimono volátil, sin saber si al término de esos bocados anodinos lo esperaban los estertores y el rigor mortis o cien estallidos de placer (fue lo segundo, rebajado de un cero). Ilse, rubia escultural, ex azafata de Lufthansa, acriollada walkiria, festejaba a su marido sin celos retrospectivos. Fue ella quien propuso (¿estaba también en la colada?), luego del harinoso postre, que terminaran la noche tomando un trago en su casa de La Planicie. Don Rigoberto dijo «buena idea», sin sopesar la propuesta, contagiado por el entusiasmo visual con que Lucrecia la acogió.

Media hora después, estaban instalados en los cómodos sillones del espantoso salón kitsch de Narciso e Ilse —huachafería peruana y orden prusiano— rodeados de bestias disecadas que los observaban, impertérritas, con helados ojos de vidrio, tomar whisky, bañados por una indirecta luz, oyendo melodías de Nat King Cole y Frank Sinatra, y contemplando, por la vidriera al jardín, los azulejos de la piscina iluminada. Narciso seguía desplegando su cultura afrodisíaca con la facilidad con que el Gran Richardi —don Rigoberto suspiró recordando el circo de la infancia— sacaba pañuelos de su sombrero de copa. Cabeceando la omnisciencia con el exotismo, aseguró que en el sur de Italia cada varón consumía una tonelada de albahaca en el curso de su vida pues la tradición asegura que de aquella hierba aromática depende, además del buen sabor de los tallarines, el tamaño del pene, y que, en la India, se vendía en los mercados un ungüento —él lo regalaba a sus amigos que cumplían cincuenta años— a base de ajo y legañas de mono que, frotado donde correspondía, provocaba erecciones en serie, como estornudos de alérgico. Abrumándolos, ponderó las virtudes de las ostras, el apio, el coreano ginseng, la zarzaparrilla, el regaliz, el polen, las trufas y el caviar, haciendo sospechar a don Rigoberto, después de escucharlo más de tres horas, que, probablemente, todos los productos animales y vegetales del mundo estaban diseñados para propiciar ese entrevero de los cuerpos llamado amor físico, cópula, pecado, al que los humanos (él no se excluía) concedían tanta importancia.

En ese momento, Narciso lo apartó de las damas, tomándolo del brazo, con el pretexto de mostrarle la última pieza de su colección de bastones (¿qué otra cosa hubiera podido coleccionar, además de fieras embalsamadas, esa bestia priápica, ese ambulante falo, que bastones?). El pisco sauer, el vino y el cognac habían hecho su efecto. En vez de caminar, don Rigoberto navegó hasta el escritorio de Narciso, en cuyos estantes, por supuesto, montaban guardia, intonsos, los encuerados volúmenes de la Británica, las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma y la Historia de la Civilización de los esposos Durant, además de una novela de bolsillo de Stephen King. Sin más, bajando la voz, le preguntó al oído si recordaba esas lejanas picardías con las muchachas, en la platea del cine Leuro. ¿Cuáles? Pero, antes de que su hermano respondiera, cayó en cuenta. ¡Las cambiaditas! El abogado de la compañía las llamaría: suplantación de identidad. Aprovechando el parecido y aumentándolo con idénticos trajes y peinados, se hacían pasar el uno por el otro. Así, besaban y acariciaban —«tirar plancito», se llamaba eso en el barrio— a la enamorada ajena, mientras duraba la película.

—Qué tiempos, hermano —sonrió don Rigoberto, entregado a la nostalgia.

—Tú creías que no se daban cuenta y que nos confundían —recordó Narciso—. Nunca te convencí de que se hacían, porque les divertía el jueguecito.

—No, no se daban cuenta —afirmó Rigoberto—. Nunca se hubieran dejado. La moral de los tiempos no lo permitía. ¿Lucerito y Chinchilla? Tan formalitas, tan de misa y comunión. ¡Jamás! Nos hubieran acusado a sus padres.

—Tienes un concepto demasiado angelical de las mujeres —lo amonestó Narciso.

—Eso crees. Lo que pasa es que yo soy discreto, no como tú. Pero, cada minuto que no dedico a las obligaciones que me dan de comer, lo invierto en el placer.

(El cuaderno, en ese momento le regaló una cita propicia, de Borges: «El deber de todas las cosas es ser una felicidad; si no son una felicidad son inútiles o perjudiciales». A don Rigoberto se le ocurrió una apostilla machista: «¿Y si en vez de cosas pusiéramos mujeres, qué?».)

—Vida hay una sola, hermano. No tendrás una segunda oportunidad.

—Después de esas matinées, corríamos al jirón Huatica, a la cuadra de las francesas —soñó don Rigoberto—. Tiempos sin sida, de inofensivas ladillas y alguna que otra simpática purgación.

—No se han ido. Están aquí —afirmó Narciso—. No nos hemos muerto ni vamos a morir. Es una decisión irrevocable.

Sus ojos llameaban y tenía la voz pastosa. Don Rigoberto comprendió que nada de lo que oía era improvisado; que, detrás de esas astutas evocaciones, había una conspiración.

—¿Me quieres decir qué te traes entre manos? —preguntó, curioso.

—Lo sabes de sobra, hermanito corso —acercó el lobo feroz su boca a la oreja aleteante de don Rigoberto. Y, sin más trámite, formuló su propuesta—: La cambiadita. Una vez más. Hoy mismo, ahora mismo, aquí mismo. ¿No te gusta Ilse? A mí, Lucre, muchísimo. Como con Lucerito y Chinchilla. ¿Acaso podría haber celos, entre tú y yo? ¡A rejuvenecer, hermano!

En su soledad dominical, el corazón de don Rigoberto se aceleró. ¿De sorpresa, de emoción, de curiosidad, de excitación? Y, como aquella noche, sintió la urgencia de matar a Narciso.

—Ya estamos viejos y somos muy distintos para que nuestras mujeres nos confundan —articuló, borracho de confusión.

—No es necesario que nos confundan —repuso Narciso, muy seguro de sí mismo—. Son mujeres modernas, no necesitan coartadas. Yo me ocupo de todo, cachafaz.

«Jamás de los jamases jugaré a las cambiaditas a mi edad», pensó don Rigoberto, sin abrir la boca. La asomante borrachera de hacía un momento se había disipado. ¡Caracoles! Narciso sí que era de armas tomar. Ya lo asía del brazo y lo regresaba de prisa al salón de las fieras disecadas, donde, en cordialísima chismografía, Ilse y Lucrecia despedazaban a una amiga común a la que un reciente lifting había dejado con los ojos abiertos hasta la eternidad (o, por lo menos, la fosa o incineración). Y ya estaba anunciando que había llegado el momento de abrir un Dom Perignon reserva especial que guardaba para ocasiones extraordinarias.

Minutos después oían el cañonazo espumante y los cuatro estaban brindando con esa pálida ambrosía. Las burbujas que bajaban por su esófago precipitaron en el espíritu de don Rigoberto una asociación con el tópico que había monopolizado su hermano corso toda la noche: ¿adobó Narciso el alegre champaña que bebían con uno de esos innumerables afrodisíacos de los que se decía contrabandista y experto? Porque, las risas y disfuerzos de Lucrecia e Ilse aumentaban, propiciando audacias, y, él mismo, que hacía cinco minutos se sentía paralizado, confuso, asustado y enojado con la propuesta —sin embargo, no se había atrevido a rechazarla— ahora la tomaba con menos indignación, como una de esas irresistibles tentaciones que, en su juventud católica, lo incitaban a cometer los pecadillos, que, luego, describía contrito en la penumbra del confesionario. Entre nubéculas de humo —¿era su hermano corso el que fumaba?— vio, cruzadas, entre los fieros colmillos de un león amazónico y resaltando sobre la alfombra atigrada de la sala-zoológico-funeraria, las largas, blancas y depiladas piernas de su cuñada. La excitación se manifestó con una discreta comezón en la boca del vientre. Le veía también las rodillas, redondas y satinadas, esas que la galantería francesa llamaba polies, anunciando unas profundidades macizas, sin duda húmedas, bajo esa falda plisada color cucaracha. El deseo lo recorrió de arriba abajo. Asombrado de sí mismo, pensó: «¿Después de todo, por qué no?». Narciso había sacado a bailar a Lucrecia y, enlazados, comenzaban a mecerse, despacio, junto a la pared artillada con cornamentas de ciervos y testas de osos. Los celos acudieron a aderezar con un agridulce sabor (no a reemplazar ni a destruir) sus malos pensamientos. Sin vacilar, se inclinó, cogió la copa que Ilse tenía en su mano, se la retiró y la atrajo: «¿Bailamos, cuñadita?». Su hermano había puesto una sucesión de apretados boleros, por supuesto.

Sintió una punzada en el corazón cuando, por entre los cabellos de la walkiria, notó que su hermano corso y Lucrecia bailaban mejilla contra mejilla. Él ceñía su cintura y ella su cuello. ¿De cuándo acá esas confianzas? En diez años de matrimonio, no recordaba nada parecido. Sí, el maleficiero de Narciso tenía que haber amañado las bebidas. Mientras se perdía en conjeturas, su brazo derecho había ido acercando al suyo el cuerpo de su cuñada. Está, no se resistía. Cuando sintió el roce de sus muslos en los suyos y que los vientres se tocaban, don Rigoberto se dijo, no sin inquietud, que nada ni nadie podría ya evitar la erección que se venía. Y se vino, en efecto, en el momento mismo en que sintió en la suya la mejilla de Ilse. El fin de la música le hizo el efecto de la campana en un despiadado match de box. «Gracias, bellísima Brunegilda», besó la mano de su cuñada. Y, tropezando en cabezas carniceras rellenas de estuco o papier maché, avanzó hacia donde estaban desenlazándose —¿con disgusto?, ¿con desgano?— Lucrecia y Narciso. Tomó en sus brazos a su mujer, murmurando, ácido, «¿Me concedes este baile, esposa?». La llevó hacia el rincón más oscuro de la sala. Vio por el rabillo del ojo que Narciso e Ilse se enlazaban también y que, en un movimiento concertado, comenzaban a besarse.

Apretando mucho el cuerpo sospechosamente lánguido de su mujer, la erección renació; se aplastaba ahora sin remilgos contra esa forma conocida. Labios contra labios, le susurró:

—¿Sabes qué me propuso Narciso?

—Me lo puedo figurar —repuso Lucrecia, con una naturalidad que, a don Rigoberto, lo descolocó tanto como oírla usar un verbo que jamás habían proferido él ni ella en la intimidad conyugal—. ¿Que te tires a Ilse, mientras él me tira a mí?

Tuvo ganas de hacerle daño; pero, en vez de eso, la besó, asaltado por una de esas apasionadas efusiones a las que solía rendirse. Traspasado, sintiendo que podía ponerse a llorar, le susurró que la amaba, que la deseaba, que nunca podría agradecerle la felicidad que le debía. «Sí, sí, te amo», dijo en alta voz. «Con todos mis sueños, Lucrecia». La grisura del domingo barranquino se aligeró, la soledad de su estudio se amortiguó. Don Rigoberto advirtió que una lágrima se había desprendido de sus mejillas y maculado una cita oportunísima del valeryano (valeriana y Valéry, qué matrimonio feliz) Monsieur Teste, que definía su propia relación con el amor: Tout ce qui m'était facile m'était indifférent et presque ennemi.

Antes de que la tristeza se apoderara de él y el cálido sentimiento de hace un momento naufragara del todo en la corrosiva melancolía, hizo un esfuerzo y, entrecerrando los ojos, forzando su atención, volvió a aquella sala de las fieras, a aquella noche adensada por el humo —¿fumaba Narciso, Ilse?—, las peligrosas mezclas, el champagne, el cognac, el whisky, la música y el relajado clima que los envolvía, ya no divididos en dos parejas estables, precisas, como al principio de la noche, antes de ir a cenar al restaurante de la Costa Verde, sino entreveradas, parejas precarias que se deshacían y rehacían con una ligereza que correspondía a esa atmósfera amorfa, cambiante como figura de calidoscopio. ¿Habían apagado la luz? Hacía rato. Narciso, quién si no. La salita de las fieras muertas estaba tenuemente iluminada por la luz de la piscina, que dejaba divisar sólo sombras, siluetas, contornos sin identidad. Su hermano corso preparaba bien las emboscadas. Cuerpo y espíritu de don Rigoberto habían terminado por disociarse; mientras este divagaba, tratando de averiguar si llegaría hasta las últimas consecuencias en el juego propuesto por Narciso, su cuerpo jugaba ya, con desparpajo, emancipado de escrúpulos. ¿A quién acariciaba en este momento, mientras, simulando bailar, permanecía meciéndose en el sitio, con la vaga sensación de que la música callaba y se renovaba cada cierto tiempo? ¿Lucrecia o IIse? No quería saberlo. Qué sensación placentera, esa forma femenina soldada a él, cuyos pechos sentía deliciosamente a través de la camisa y ese cuello terso que sus labios mordisqueaban despacito, avanzando hacia una oreja cuya cavidad el ápice de su lengua exploró con avidez. No, ese cartílago o huesecillo no era de Lucrecia. Alzó la cabeza y trató de perforar la semitiniebla del rincón donde recordaba haber visto hacía un momento a Narciso bailando.

—Hace rato que han subido. —La voz de Ilse resonó en su oído imprecisa y aburrida. Hasta pudo detectar un dejo burlón.

—¿Dónde? —preguntó, estúpidamente, avergonzándose en el acto de su estupidez.

—¿Adónde crees? —repuso Ilse, con risita malvada y humor alemán—. ¿A ver la luna? ¿A hacer pipí? ¿Adónde se te ocurre, cuñadito?

—En Lima no se ve nunca la luna —balbuceó don Rigoberto, soltando a Ilse y apartándose de ella—. Y, el sol, apenas en los veranos. Por la maldita neblina.

—Hace mucho tiempo que Narciso le tiene ganas a la Lucre —lo devolvió Ilse al potro de los suplicios, sin darle respiro; hablaba como si el asunto no fuera con ella—. No me digas que no te has dado cuenta, porque no eres tan huevón.

La embriaguez se le disipó, y, también, la excitación. Se puso a transpirar. Mudo, alelado, se preguntaba cómo era posible que Lucrecia hubiera consentido con tanta facilidad a la maquinación de su hermano corso, cuando, otra vez, la insidiosa vocecita de Ilse lo sacudió:

—¿Te da un poquito de celos, Rigo?

—Bueno, sí —reconoció. Y, con más franqueza—: En realidad, muchos celos.

—A mí también me daban, al principio —dijo ella, como una banalidad más, a la hora del bridge—. Te acostumbras y es como si vieras llover.

—Bueno, bueno —dijo él, desconcertado—. ¿O sea, tú y Narciso juegan mucho a las cambiaditas?

—Cada tres meses —repuso Ilse, con precisión prusiana—. No es mucho. Narciso dice que estas aventuras, para que no pierdan su gracia, deben hacerse de cuando en cuando. Siempre con gente seleccionada. Que, si se trivializan, ya no hay diversión.

«Ya la habrá desnudado», pensó. «Ya la tendrá en sus brazos». ¿Lo estaría besando y acariciando Lucrecia también, con la misma codicia que a ella su hermano corso? Temblaba como un poseso de San Vito cuando volvió a recibir, como descarga eléctrica, la pregunta de Ilse:

—¿Te gustaría verlos?

Para hablarle, le había acercado la cara. Los rubios y largos cabellos de su cuñada se le metían a la boca y a los ojos.

—¿En serio? —murmuró, atónito.

—¿Te gustaría? —insistió ella, rozándole la oreja con los labios.

—Sí, sí —asintió él. Tenía la sensación de estarse deshuesando y evaporando.

Ella lo atrapó de la mano derecha. «Despacito, calladito», lo instruía. Lo hizo flotar hacia la escalera de volutas de fierro que subía a los dormitorios. Estaba a oscuras y también el pasillo central, aunque a este alcanzaba el resplandor de los reflectores del jardín. La moqueta absorbía sus pisadas; avanzaban en puntas de pie. Don Rigoberto sentía su corazón acelerado. ¿Qué le esperaba? ¿Qué iba a ver? Su cuñada se detuvo y le dio otra orden al oído, «Quítate los zapatos», a la vez que se inclinaba para descalzarse. Don Rigoberto obedeció. Se sintió ridículo, ladronesco, sin zapatos y en medias, en ese sombrío pasillo, llevado de la mano por Ilse como si fuera Fonchito. «No hagas ruido, arruinarías todo», dijo ella, quedo. Él asintió, como un autómata. Ilse volvió a avanzar, abrió una puerta, lo hizo adelantarse. Estaban en el dormitorio, separados del lecho por una media pared de ladrillo, que, por sus intersticios en forma de rombo, dejaba ver la cama. Era anchísima y teatral. En la cónica luz que descendía de una bombilla empotrada en el cielorraso, vio a su hermano corso y Lucrecia, fundidos, moviéndose a compás. Hasta él llegó su suave, dialogante jadeo.

—Puedes sentarte —le indicó Ilse—. Aquí, en el sillón.

Él se dejó hacer. Retrocedió un paso, se dejó caer junto a su cuñada en lo que debía ser un largo sofá lleno de cojines, dispuesto de tal modo que la persona sentada allí no perdiera detalle del espectáculo. ¿Qué significaba esto? A don Rigoberto se le escapó una risita: «Mi hermano corso es más churrigueresco de lo que imaginé». Se le había resecado la boca.

Parecía que esa pareja hubiera hecho el amor toda la vida, por la diestra superposición y su encaje perfecto. Los cuerpos nunca se desajustaban; en cada nueva postura, la pierna, el codo, el hombro, la cadera, parecían ceñirse todavía mejor y, en todo momento, exprimir cada uno más recónditamente su placer del otro. Ahí estaban las bellas formas llenas, la ondulada cabellera color azabache de su amada, las levantadas nalgas que hacían pensar en un gallardo promontorio desafiando el asalto de un mar bravo. «No», se dijo. Más bien, en el espléndido trasero de la bellísima fotografía La Prière, de Man Ray (1930). Buscó en sus cuadernos y, en pocos minutos, contemplaba la imagen. Su corazón se encogió, recordando las veces que Lucrecia había posado así para él en la nocturna intimidad, sentada sobre los talones, las dos manos sosteniendo las medias esferas de sus nalgas. Tampoco desentonaba la comparación con la otra imagen de Man Ray que el cuaderno le ofreció, contigua a la anterior, pues la espalda musical de Kikí de Montparnasse (1925) era, ni más ni menos, la que en ese momento mostraba Lucrecia al ladearse y revolverse. Las inflexiones profundas de sus caderas lo tuvieron unos segundos suspenso, ido. Pero, los brazos velludos que cercaban ese cuerpo, las piernas que atenazaban esos muslos y los abrían no eran los suyos, ni tampoco esa cara —no llegaba a distinguir las facciones de Narciso— que, ahora, recorría la espalda de Lucrecia, escrutándola milímetro a milímetro, la entreabierta boca indecisa sobre dónde posarse, qué besar. Por la aturdida cabeza de don Rigoberto cruzó la imagen de la pareja de trapecistas del circo «Las águilas humanas» que volaban y se encontraban en el aire —hacían su número sin red— después de dar volatines a diez metros del suelo. Así de diestros, de perfectos, de adecuados el uno para el otro, eran Lucrecia y Narciso. Lo colmaba un sentimiento tripartito (admiración, envidia y celos) y las sentimentales lágrimas rodaban de nuevo por sus mejillas. Notó que la mano de Ilse exploraba profesionalmente su bragueta.

—Vaya, no te excita nada —oyó que sentenciaba, sin apagar la voz.

Don Rigoberto percibió un movimiento de sorpresa, allá en la cama. La habían oído, por supuesto; ya no podrían continuar fingiendo que no se sabían espiados. Quedaron inmóviles; el perfil de doña Lucrecia se volvió hacia el muro calado que los resguardaba, pero Narciso volvió a besarla y envolverla en la lucha amorosa.

—Perdóname, Ilse —susurró—. Te estoy defraudando, qué pena. Es que, yo, yo, cómo decírtelo, soy monógamo. Sólo puedo hacer el amor con mi mujer.

—Claro que lo eres —se rio Ilse, con afecto, y tan fuerte que, ahora sí, allá, en la luz, la cara despeinada de doña Lucrecia escapó al abrazo de su hermano corso y don Rigoberto vio sus grandes ojos muy abiertos, mirando asustados hacia donde se encontraban él y Ilse—. Igual que tu hermanito corso, pues. A Narciso sólo le gusta hacer el amor conmigo. Pero, necesita bocaditos, aperitivos, prolegómenos. No es tan sencillo como tú.

Se volvió a reír y don Rigoberto sintió que se apartaba de él haciéndole en los ralos cabellos uno de esos cariños que hacen las maestras a los niños que se portan bien. No daba crédito a sus ojos: ¿en qué momento se había desnudado Ilse? Ahí estaban sus ropas sobre el sofá, y, ahí, ella, gimnástica, desnuda de pies a cabeza, hendiendo la penumbra hacia la cama como sus remotas ancestras, las walkirias, hendían los bosques, con cascos bicornes, a la caza del oso, el tigre y el hombre. En ese preciso instante, Narciso se apartó de Lucrecia, se corrió hacia el centro para dejar un espacio —su cara denotaba contento indescriptible— y abría los brazos para recibirla con un rugido bestial de aprobación. Y, ahí estaba, ahora, la desairada, la retráctil Lucrecia, retirándose hacia el otro extremo de la cama, con plena conciencia de que, a partir de ahora, allí sobraba, y mirando a derecha e izquierda, en busca de alguien que le explicara qué debía hacer. Don Rigoberto se sintió apiadado. Sin pronunciar palabra, la llamó. La vio levantarse de la cama en puntas de pie, para no perturbar a los alegres esposos; buscar en el suelo sus ropas; cubrirse a medias y avanzar hacia donde él la esperaba con los brazos abiertos. Se apelotonó contra su pecho, palpitante.

—¿Tú entiendes algo, Rigoberto? —la oyó decir.

—Sólo que te amo —le contestó, abrigándola—. Nunca te he visto tan bella. Ven, ven.

—Vaya hermanitos corsos —oyó reírse a la walkiria, allá lejos, con un fondo de bufidos salvajes de jabalí y trompetas wagnerianas.

ARPÍA LEONADA Y ALADA

¿Dónde estás? En el Salón de los Grutescos, del Museo de Arte Barroco Austríaco, en el Bajo Belvedere de Viena.

¿Qué haces ahí? Estudias cuidadosamente una de las criaturas hembras de Jonas Drentwett que dan fantasía y gloria a sus paredes.

¿Cuál de ellas? La que alarga el altísimo cuello a fin de sacar mejor el pecho y mostrar la bellísima, pungente teta de rojizo botón que todos los seres animados vendrían a libar si tú no lo tuvieras reservado.

¿Para quién? Para tu enamorado a la distancia, el reconstructor de tu identidad, el pintor que te deshace y te rehace a su capricho, tu desvelado soñador.

¿Qué debes hacer? Aprender a esa criatura de memoria y emularla en la discreción de tu dormitorio, en espera de la noche en que vendré. No te desaliente saber que no tienes cola, ni garras de ave de rapiña, ni costumbre de andar a cuatro patas. Si de veras me amas, tendrás cola, garras, a cuatro patas andarás y, poco a poco, merced a la constancia y tesón que exigen las hazañas del amor, dejarás de ser Lucrecia la del Olivar y serás la Mitológica, Lucrecia la Arpía Leonada y Alada, Lucrecia la venida a mi corazón y mi deseo desde las leyendas y mitos de Grecia (con una escala en los frescos romanos de donde Jonas Drentwett te copió).

¿Estás ya como ella? ¿Retraída la grupa, el pecho altivo, la cabeza enhiesta? ¿Sientes ya que asoma la felina cola y que te crecen alas lanceoladas color de arrebol? Lo que aún te falta, la diadema para la frente, el collar de topacio, el ceñidor de oro y piedras preciosas donde descansará tu tierno busto, te los llevará en prenda de adoración y reverencia, quien te ama sobre todas las cosas reales o inexistentes.

El caprichoso de las arpías.