I
El regreso de Fonchito
Llamaron a la puerta, doña Lucrecia fue a abrir y, retratada en el vano, con el fondo de los retorcidos y canosos árboles del Olivar de San Isidro, vio la cabeza de bucles dorados y los ojos azules de Fonchito. Todo empezó a girar.
—Te extraño mucho, madrastra —cantó la voz que recordaba tan bien—. ¿Sigues molesta conmigo? Vine a pedirte perdón. ¿Me perdonas?
—¿Tú, tú? —cogida de la empuñadura de la puerta, doña Lucrecia buscaba apoyo en la pared—. ¿No te da vergüenza presentarte aquí?
—Me escapé de la academia —insistió el niño, mostrándole su cuaderno de dibujo, sus lápices de colores—. Te extrañaba mucho, de veras. ¿Por qué te pones tan pálida?
—Dios mío, Dios mío —doña Lucrecia trastabilleó y se dejó caer en la banca imitación colonial, contigua a la puerta. Se cubría los ojos, blanca como un papel.
—¡No te mueras! —gritó el niño, asustado.
Y doña Lucrecia —sentía que se iba— vio a la figurita infantil cruzar el umbral, cerrar la puerta, caer de rodillas a sus pies, cogerle las manos y sobárselas, atolondrado: «No te mueras, no te desmayes, por favor». Hizo un esfuerzo para sobreponerse y recobrar el control. Respiró hondo, antes de hablar.
Lo hizo despacio, sintiendo que en cualquier momento se le quebraría la voz:
—No me pasa nada, ya estoy bien. Verte aquí era lo último que me esperaba. ¿Cómo te has atrevido? ¿No tienes cargos de conciencia?
Siempre de rodillas, Fonchito trataba de besarle la mano.
—Dime que me perdonas, madrastra —imploró—. Dímelo, dímelo. La casa no es la misma desde que te fuiste. Vine a espiarte un montón de veces, a la salida de clases. Quería tocar, pero no me atrevía. ¿Nunca me vas a perdonar?
—Nunca —dijo ella, con firmeza—. No te perdonaré nunca lo que hiciste, malvado.
Pero, contradiciendo sus palabras, sus grandes ojos oscuros reconocían con curiosidad y cierta complacencia, acaso hasta ternura, el enrulado desorden de esa cabellera, las venitas azules del cuello, los bordes de las orejas asomando entre las mechas rubias y el cuerpecillo airoso, embutido en el saco azul y el pantalón gris del uniforme. Sus narices aspiraban ese olor adolescente a partidos de fútbol, frunas y helados d'Onofrio, y sus oídos reconocían aquellos chillidos agudos y los cambios de voz, que resonaban también en su memoria. Las manos de doña Lucrecia se resignaron a ser humedecidas por los besos de pajarillo de esa boquita:
—Yo te quiero mucho, madrastra —hizo pucheros Fonchito—. Y, aunque no te lo creas, también mi papá.
En eso apareció Justiniana, ágil silueta de color canela envuelta en un guardapolvo floreado, un pañuelo en la cabeza y un plumero en la mano. Quedó petrificada en el pasillo que conducía a la cocina.
—Niño Alfonso —murmuró, incrédula—. ¡Fonchito! ¡No me lo creo!
—¡Figúrate, figúrate! —exclamó doña Lucrecia, empeñada en mostrar más indignación de la que sentía—. Se atreve a venir a esta casa. Después de arruinar mi vida, de darle esa puñalada a Rigoberto. A pedir que lo perdone, a derramar lágrimas de cocodrilo. ¿Has visto desfachatez igual, Justiniana?
Pero ni siquiera ahora arrebató al niño los afilados dedos que Fonchito, estremecido por los sollozos, seguía besando.
—Váyase, niño Alfonso —dijo la muchacha, tan confusa que, sin advertirlo, cambió el usted por el tú—: ¿No ves el colerón que estás dando a la señora? Anda vete, Fonchito.
—Me voy si me dice que me perdona —rogó el niño, entre suspiros, la cara en las manos de doña Lucrecia—. ¿Ni siquiera me saludas y comienzas a insultarme, Justita? ¿Qué te he hecho yo a ti? Si también te quiero mucho, si el día que te fuiste de la casa lloré toda la noche.
—Calla, mentiroso, no te creo ni lo que comes —Justiniana alisaba los cabellos de doña Lucrecia—. ¿Le traigo un pañito con alcohol, señora?
—Un vaso de agua, más bien. No te preocupes, ya estoy mejor. Ver aquí a este mocoso me ha revuelto toda.
Y, por fin, sin brusquedad, retiró sus manos de las de Fonchito. El niño seguía a sus pies, ya sin llorar, conteniendo a duras penas nuevos pucheros. Tenía los ojos enrojecidos y las lágrimas le habían marcado surcos en las mejillas. Una hebra de saliva colgaba de su boca. A través de la neblina que le velaba los ojos, doña Lucrecia espió la delineada nariz, los labios dibujados, el pequeño mentón altivo y su hendidura, lo blancos que eran sus dientes. Sintió ganas de abofetear, de rasguñar esa carita de Niño Jesús. ¡Hipócrita! ¡Judas! Y hasta de morderlo en el cuello y chuparle la sangre como un vampiro.
—¿Sabe tu padre que has venido?
—Cómo se te ocurre, madrastra —respondió el niño en el acto, con un tonito confidencial—. Quién sabe qué me haría. Aunque nunca habla de ti, yo sé muy bien que te extraña. No piensa en otra cosa, día y noche, te lo juro. Vine a escondidas, me escapé de la academia. Voy tres veces por semana, después del colegio. ¿Quieres que te enseñe mis dibujos? Dime que me perdonas, madrastra.
—No se lo diga y bótelo, señora —Justiniana regresaba con un vaso de agua; doña Lucrecia bebió varios sorbos—. No se deje engatusar por su cara bonita. Es Lucifer en persona, usted lo sabe. Volverá a hacerle otra maldad peor que la primera.
—No digas eso, Justita. —Pareció que Fonchito rompería de nuevo en llanto—. Te juro que estoy arrepentido, madrastra. No me di cuenta de lo que hacía, por lo más santo. Yo no quise que pasara nada. ¿Iba a querer que te fueras de la casa? ¿Que yo y mi papá nos quedáramos solos?
—No me fui de la casa —lo reprendió doña Lucrecia, entre dientes—. Rigoberto me largó como a una puta. ¡Por tu culpa!
—No digas lisuras, madrastra —el niño alzó ambas manos, escandalizado—. No las digas, no te sienta.
A pesar de la pena y la cólera, doña Lucrecia estuvo a punto de sonreír. ¡No le sentaba decir palabrotas! ¿Niñito perspicaz, sensible? Justiniana tenía razón: una víbora con cara de ángel, un Belcebú.
El niño tuvo una explosión de júbilo:
—¡Te estás riendo, madrastra! Entonces, ¿me has perdonado? Dime, dime que me has, pues, madrastra.
Palmoteaba y en sus ojos azules se había disipado la tristeza y relampagueaba una lucecita salvaje. Doña Lucrecia advirtió que en sus dedos había manchas de tinta. A pesar de ella misma, se emocionó. ¿Se iba a desmayar de nuevo? Qué ocurrencia. Se vio en el espejo de la entrada: había compuesto su expresión, un ligero rubor coloreaba sus mejillas y la agitación subía y bajaba su pecho. En un movimiento maquinal, se cubrió el escote de la bata de entrecasa. ¿Cómo podía ser tan descarado, tan cínico, tan retorcido, siendo tan chiquito? Justiniana leía sus pensamientos. La miraba como diciendo: «No sea débil, señora, no lo vaya a perdonar. ¡No sea tan tonta!». Disimulando su embarazo, volvió a beber unos sorbitos de agua; estaba fría y le hizo bien. El niño se apresuró a cogerle la mano que tenía libre y a besársela de nuevo, locuaz:
—Gracias, madrastra. Eres muy buena, ya lo sabía, por eso me atreví a tocar. Quiero mostrarte mis dibujos. Y que hablemos de Egon Schiele, de su vida y sus pinturas. Contarte lo que voy a ser de grande y mil cosas. ¿Ya lo adivinaste? ¡Pintor, madrastra! Eso quiero ser.
Justiniana movía la cabeza, alarmada. Afuera, motores y bocinas aturdían el atardecer de San Isidro y, a través de los visillos de la salita comedor, doña Lucrecia divisaba las ramas desnudas y los troncos nudosos de los olivos, una presencia que se había vuelto amiga. Basta de debilidades, era hora de reaccionar.
—Bueno, Fonchito —dijo, con una severidad que su corazón ya no le exigía—. Ahora, dame gusto. Anda vete, por favor.
—Sí, madrastra —el niño se levantó de un salto—. Lo que tú digas. Siempre te haré caso, siempre te obedeceré en todo. Ya vas a ver qué bien me portaré.
Tenía la voz y la expresión de quien se ha sacado un peso de encima y hecho las paces con su conciencia. Un mechón de oro barría su frente y sus ojos chisporroteaban de alegría. Doña Lucrecia lo vio meter una mano en el bolsillo trasero, sacar un pañuelo, sonarse; y, luego, recoger del suelo su mochila, su carpeta de dibujos y la caja de lápices. Con todo ello a cuestas, retrocedió sonriente hasta la puerta, sin apartar la vista de doña Lucrecia y Justiniana.
—Apenas pueda, me escaparé otra vez para venir a visitarte, madrastra —trinó, desde el umbral—. Y a ti también, Justita, por supuesto.
Cuando la puerta de calle se cerró, ambas permanecieron inmóviles y sin hablar. Al poco rato, doblaron a lo lejos las campanas de la Virgen del Pilar. Un perro ladró.
—Es increíble —murmuró doña Lucrecia—. Que haya tenido la frescura de presentarse en esta casa.
—Lo increíble es lo buena que es usted —repuso la muchacha, indignada—. Lo ha perdonado, ¿no? Después de la trampa que le preparó para hacerla pelear con el señor. ¡Usted se irá al cielo vestida, señora!
—Ni siquiera es seguro que fuera una trampa, que su cabecita planeara lo que pasó.
Iba hacia el cuarto de baño, hablando consigo misma, pero oyó que Justiniana la corregía:
—Claro que lo planeó todo. Fonchito es capaz de las peores cosas, ¿no se ha dado cuenta todavía?
«Tal vez», pensó doña Lucrecia. Pero era un niño, un niño. ¿No lo era? Sí, por lo menos de eso no había duda. En el cuarto de baño, se mojó la frente con agua fría y se examinó en el espejo. La impresión le había afilado la nariz, que palpitaba ansiosa, y unas ojeras azuladas cercaban sus ojos. Por la boca entreabierta, veía la puntita de esa lija en que estaba convertida su lengua. Recordó a las lagartijas y las iguanas de Piura; tenían siempre la lengua reseca, como ella ahora. La aparición de Fonchito en su casa la había hecho sentirse pétrea y antigua como esas reminiscencias prehistóricas de los desiertos norteños. Sin pensarlo, en un acto mecánico, se desanudó el cinturón y ayudándose con un movimiento de los hombros se despojó de la bata; la seda se deslizó sobre su cuerpo como una caricia y cayó al suelo, sibilante. Achatada y redonda, la bata le cubría los empeines, como una flor gigante. Sin saber qué hacía ni qué iba a hacer, respirando ansiosa, sus pies franquearon la frontera de ropa que los circuía y la llevaron al bidé, donde, luego de bajarse el calzoncito de encaje, se sentó. ¿Qué hacía? ¿Qué ibas a hacer, Lucrecia? No sonreía. Trataba de aspirar y expulsar el aire con más calma mientras sus manos, independientes, abrían las llaves de la regadera, la caliente, la fría, las medían, las mezclaban, las graduaban, subían o bajaban el surtidor tibio, ardiente, frío, fresco, débil, impetuoso, saltarín. Su cuerpo inferior se adelantaba, retrocedía, se ladeaba a derecha, a izquierda, hasta encontrar la colocación debida. Ahí. Un estremecimiento corrió por su espina dorsal. «Tal vez ni se daba cuenta, tal vez lo hacía porque sí», se repitió, compadecida por ese niño al que había maldecido tanto estos últimos seis meses. Tal vez no era malo, tal vez no. Travieso, malicioso, agrandado, irresponsable, mil cosas más. Pero, malvado, no. «Tal vez, no». Los pensamientos reventaban en su mente como las burbujas de una olla que hierve. Recordó el día que conoció a Rigoberto, el viudo de grandes orejas budistas y desvergonzada nariz con el que se casaría poco después, y la primera vez que vio a su hijastro, querube vestido de marinerito —traje azul, botones dorados, gorrita con ancla— y lo que fue descubriendo y aprendiendo, esa vida inesperada, imaginativa, nocturna, intensa, en la casita de Barranco que Rigoberto mandó construir para iniciar en ella su vida juntos, y las peleas entre el arquitecto y su marido que jalonaron la edificación del que sería su hogar. ¡Habían pasado tantas cosas! Las imágenes iban y venían, se diluían, alteraban, entreveraban, sucedían y era como si la caricia líquida del ágil surtidor llegara a su alma.
INSTRUCCIONES PARA EL ARQUITECTO
Nuestro malentendido es de carácter conceptual. Usted ha hecho ese bonito diseño de mi casa y de mi biblioteca partiendo del supuesto —muy extendido, por desgracia— de que en un hogar lo importante son las personas en vez de los objetos. No lo critico por hacer suyo este criterio, indispensable para un hombre de su profesión que no se resigne a prescindir de los clientes. Pero, mi concepción de mi futuro hogar es la opuesta. A saber: en ese pequeño espacio construido que llamaré mi mundo y que gobernarán mis caprichos, la primera prioridad la tendrán mis libros, cuadros y grabados; las personas seremos ciudadanos de segunda. Son esos cuatro millares de volúmenes y el centenar de lienzos y cartulinas estampadas lo que debe constituir la razón primordial del diseño que le he encargado. Usted subordinará la comodidad, la seguridad y la holgura de los humanos a las de aquellos objetos.
Es imprescindible el detalle de la chimenea, que debe poder convertirse en horno crematorio de libros y grabados sobrantes, a mi discreción. Por eso, su emplazamiento deberá estar muy cerca de los estantes y al alcance de mi asiento, pues me place jugar al inquisidor de calamidades literarias y artísticas, sentado, no de pie. Me explico. Los cuatro mil volúmenes y los cien grabados que poseo son números inflexibles. Nunca tendré más, para evitar la superabundancia y el desorden, pero nunca serán los mismos, pues se irán renovando sin cesar, hasta mi muerte. Lo que significa que, por cada libro que añado a mi biblioteca, elimino otro, y cada imagen —litografía, madera, xilografía, dibujo, punta seca, mixografía, óleo, acuarela, etcétera— que se incorpora a mi colección, desplaza a la menos favorecida de las demás. No le oculto que elegir a la víctima es arduo y, a veces, desgarrador, un dilema hamletiano que me angustia días, semanas, y que luego reconstruyen mis pesadillas. Al principio, regalaba los libros y grabados sacrificados a bibliotecas y museos públicos. Ahora los quemo, de ahí la importancia de la chimenea. Opté por esta fórmula drástica, que espolvorea el desasosiego de tener que elegir una víctima con la pimienta de estar cometiendo un sacrilegio cultural, una transgresión ética, el día, mejor dicho la noche, en que, habiendo decidido reemplazar con un hermoso Szyszlo inspirado en el mar de Paracas una reproducción de la multicolor lata de sopa Campbell's de Andy Warhol, comprendí que era estúpido infligir a otros ojos una obra que había llegado a estimar indigna de los míos. Entonces, la eché al fuego. Viendo achicharrarse aquella cartulina, experimenté un vago remordimiento, lo admito. Ahora ya no me ocurre. He enviado decenas de poetas románticos e indigenistas a las llamas y un número no menor de plásticos conceptuales, abstractos, informalistas, paisajistas, retratistas y sacros, para conservar el numerus clausus de mi biblioteca y pinacoteca, sin dolor, y, más bien, con la estimulante sensación de estar ejerciendo la crítica literaria y la de arte como habría que hacerlo: de manera radical, irreversible y combustible. Añado, para acabar con este aparte, que el pasatiempo me divierte, pero no funciona para nada como afrodisíaco, y, por lo tanto, lo tengo como limitado y menor, meramente espiritual, sin reverberaciones sobre el cuerpo.
Confío en que no tome lo que acaba de leer —la preponderancia que concedo a cuadros y libros sobre bípedos de carne y hueso— como rapto de humor o pose de cínico. No es eso, sino una convicción arraigada, consecuencia de difíciles, pero, también, muy placenteras experiencias. No fue fácil para mí llegar a una postura que contradecía viejas tradiciones —llamémoslas humanísticas con una sonrisa en los labios— de filosofías y religiones antropocéntricas, para las que es inconcebible que el ser humano real, estructura de carne y huesos perecibles, sea considerado menos digno de interés y de respeto que el inventado, el que aparece (si se siente más cómodo con ello digamos reflejado) en las imágenes del arte y la literatura. Lo exonero de los detalles de esta historia y lo traslado a la conclusión que llegué y que ahora proclamo sin rubor. No es el mundo de bellacos semovientes del que usted y yo formamos parte el que me interesa, el que me hace gozar y sufrir, sino esa miríada de seres animados por la imaginación, los deseos y la destreza artística, presentes en esos cuadros, libros y grabados que con paciencia y amor de muchos años he conseguido reunir. La casa que voy a construir en Barranco, la que usted deberá diseñar rehaciendo de principio a fin el proyecto, es para ellos antes que para mí o para mi flamante nueva esposa, o mi hijito. La trinidad que forma mi familia, dicho sin blasfemia, está al servicio de esos objetos y usted deberá estarlo también, cuando, luego de haber leído estas líneas, se incline sobre el tablero a rectificar lo que hizo mal.
Lo que acabo de escribir es una verdad literal, no una enigmática metáfora. Construyo esta casa para padecer y divertirme con ellos, por ellos y para ellos. Haga un esfuerzo por imitarme en el limitado período que trabajará para mí.
Ahora, dibuje.
LA NOCHE DE LOS GATOS
Fiel a la cita, Lucrecia entró con las sombras, hablando de gatos. Ella misma parecía una hermosa gata de Angora bajo el rumoroso armiño que le llegaba a los pies y disimulaba sus movimientos. ¿Estaba desnuda dentro de su envoltura plateada?
—¿Gatos, has dicho?
—Gatitos, más bien —maulló ella, dando unos pasos resueltos alrededor de don Rigoberto, quien pensó en un astado recién salido del toril midiendo al torero—. Mininos, micifuces, michis. Una docena, quizás más.
Retozaban sobre la colcha de terciopelo rojo. Encogían y estiraban las patitas bajo el cono de luz cruda que, polvo de estrellas, bajaba sobre el lecho desde el invisible cielorraso. Un olor a almizcle bañaba la atmósfera y la música barroca, de bruscos diapasones, venía del mismo rincón del que salió la dominante, seca voz:
—Desnúdate.
—Eso sí que no —protestó doña Lucrecia—. ¿Yo ahí, con esos bichos? Ni muerta, los odio.
—¿Quería que hicieras el amor con él en medio de los gatitos? —Don Rigoberto no perdía una sola de las evoluciones de doña Lucrecia por la mullida alfombra. Su corazón empezaba a despertar y la noche barranquina a deshumedecerse y vivir.
—Imagínate —murmuró ella, parándose un segundo y retomando su paseo circular—. Quería verme desnuda en medio de esos gatos. ¡Con el asco que les tengo! Me escarapelo toda de acordarme.
Don Rigoberto comenzó a percibir sus siluetas, sus orejas a oír los débiles maullidos de la menuda gatería. Segregados por las sombras, iban asomando, corporizándose, y en el incendiado cubrecama, bajo la lluvia de luz, lo marearon los brillos, los reflejos, las pardas contorsiones. Intuyó que, en el límite de esas extremidades movedizas se insinuaban, acuosas, curvas, recién salidas, las uñitas.
—Ven, ven aquí —ordenó el hombre del rincón, suavemente. Al mismo tiempo, debió de subir el volumen porque clavicordios y violines crecieron, golpeando sus oídos. ¡Pergolesi!, reconoció don Rigoberto. Entendió la elección de la sonata; el dieciocho no era sólo el siglo del disfraz y la confusión de sexos; también, por excelencia, el de los gatos. ¿Y acaso no había sido Venecia, desde siempre, una república gatuna?
—¿Ya estabas desnuda? —Escuchándose, comprendió que la ansiedad se apoderaba de su cuerpo muy deprisa.
—Todavía. Me desnudó él, como siempre. Para qué preguntas, sabes que es lo que más le gusta.
—¿Y, a ti también? —la interrumpió, dulzón.
Doña Lucrecia se rio, con una risita forzada.
—Siempre es cómodo tener un valet —susurró, inventándose un risueño recato—. Aunque esta vez era distinto.
—¿Por los gatitos?
—Por quién, si no. Me tenían nerviosísima. Me hacía la pila de los nervios, Rigoberto.
Sin embargo, había obedecido la orden del amante oculto en el rincón. De pie a su lado, dócil, curiosa y anhelante, esperaba, sin olvidar un segundo el manojo de felinos que, anudados, disforzados, revolviéndose y lamiéndose, se exhibían en el obsceno círculo amarillo que los aprisionaba en el centro de la colcha llameante. Cuando sintió las dos manos en sus tobillos, bajando hasta sus pies y descalzándolos, sus pechos se tensaron como dos arcos. Los pezones se le endurecieron. Meticuloso, el hombre le quitaba ahora las medias, besando sin premura, con minucia, cada pedacito de piel descubierta. Murmuraba algo que a doña Lucrecia, al principio, le habían parecido palabras tiernas o vulgares dictadas por la excitación.
—Pero no, no era una declaración de amor, no eran las porquerías que a veces se le ocurren —se rio de nuevo, con la misma risita descreída, deteniéndose al alcance de las manos de don Rigoberto. Este no intentó tocarla.
—Qué, entonces —balbuceó, luchando contra la resistencia de su lengua.
—Explicaciones, toda una conferencia felinesca —se volvió a reír ella, entre grititos sofocados—. ¿Sabías que lo que más les gusta en el mundo a los michis es la miel? ¿Que llevan en el trasero una bolsa de la que se saca un perfume?
Don Rigoberto olfateó la noche con sus narices dilatadas.
—¿A eso hueles? ¿No es almizcle, entonces?
—Es algalia. Perfume de gato. Estoy impregnada. ¿Te molesta?
La historia se le escurría, lo extraviaba, creía estar dentro y se encontraba fuera. Don Rigoberto no sabía qué pensar.
—¿Y para qué había llevado los frascos de miel? —preguntó, temiendo un juego, una broma, que quitaran formalidad a aquella ceremonia.
—Para untarte —dijo el hombre, dejando de besarla. Continuó desnudándola; había terminado con las medias, el abrigo, la blusa. Ahora, desabotonaba su falda—. La traje de Grecia, de abejas del monte Imeto. La miel de la que habla Aristóteles. La guardé para ti, pensando en esta noche.
«La ama», pensó don Rigoberto, celoso y enternecido.
—Eso sí que no —protestó doña Lucrecia—. No y no. Conmigo no van las cochinadas.
Lo decía sin autoridad, sus defensas arrolladas por la contagiosa voluntad de su amante, con el tono de quien se sabe vencida. Su cuerpo había comenzado a distraerla de los chillones de la cama, a vibrar, a concentrarla, a medida que el hombre la liberaba de las últimas prendas y, postrado a sus pies, seguía acariciándola. Ella lo dejaba hacer, tratando de abandonarse en el placer que provocaba. Sus labios y manos dejaban llamas por donde pasaban. Los gatitos estaban siempre allí, pardos y verdosos, letárgicos o animados, arrugando el cubrecama. Maullaban, jugueteando. Pergolesi había amainado, era una lejana brisa, un desmayo sonoro.
—¿Untarte el cuerpo con miel de abejas del monte Imeto? —repitió don Rigoberto, deletreando cada palabra.
—Para que los gatitos me lamieran, date cuenta. Con el asco que me dan esas cosas, con mi alergia a los gatos, con el disgusto que me produce mancharme con algo pegajoso («Nunca mascó un chicle», pensó don Rigoberto, agradecido), aunque sea la punta de un dedo. ¿Te das cuenta?
—Era un gran sacrificio, lo hacías sólo porque…
—Porque te amo —le cortó ella la palabra—. Me amas también, ¿no es cierto?
«Con toda el alma», pensó don Rigoberto. Tenía los ojos cerrados. Había alcanzado, por fin, el estado de lucidez plena que buscaba. Podía orientarse sin dificultad en ese laberinto de densas sombras. Muy claramente, con una pizca de envidia, percibía la destreza del hombre que, sin apurarse ni perder el control de sus dedos, desembarazaba a Lucrecia del fustán, del sostén, del calzoncito, mientras sus labios besaban con delicadeza su carne satinada, sintiendo la granulación —¿por el frío, la incertidumbre, la aprensión, el asco o el deseo?— que la enervaba y las cálidas vaharadas que, al conjuro de las caricias, comparecían en esas formas presentidas. Cuando sintió en la lengua, los dientes y el paladar del amante la crespa mata de vellos y el aroma picante de sus jugos le trepó al cerebro, empezó a temblar. ¿Había empezado a untarla? Sí. ¿Con una pequeña brocha de pintor? No. ¿Con un paño? No. ¿Con sus propias manos? Sí. Mejor dicho, con cada uno de sus dedos largos y huesudos y la sabiduría de un masajista. Esparcían sobre la piel la cristalina sustancia —su azucarado olor ascendía por las narices de don Rigoberto, empalagándolo— y verificaban la consistencia de muslos, hombros y pechos, pellizcaban esas caderas, repasaban esas nalgas, se hundían en esas profundidades fruncidas, separándolas. La música de Pergolesi volvía, caprichosa. Resonaba, apagando las quedas protestas de doña Lucrecia y la excitación de los gatitos, que olfateaban la miel y, adivinando lo que iba a ocurrir, se habían puesto a brincar y a chillar. Corrían por el cubrecama, las fauces abiertas, impacientes.
—Más bien, hambrientos —lo corrigió doña Lucrecia.
—¿Estabas ya excitada? —jadeó don Rigoberto—. ¿Estaba él desnudo? ¿Se echaba también miel por el cuerpo?
—También, también, también —salmodió doña Lucrecia—. Me untó, se untó, hizo que yo le untara la espalda, donde su mano no llegaba. Muy excitantes esos jueguecitos, por supuesto. Ni él es de palo ni a ti te gustaría que yo lo fuese, ¿no?
—Claro que no —confirmó don Rigoberto—. Amor mío.
—Nos besamos, nos tocamos, nos acariciamos, por supuesto —precisó su esposa. Había reanudado la caminata circular y los oídos de don Rigoberto percibían el chaschás del armiño a cada paso. ¿Estaba inflamada, recordando?—. Quiero decir, sin movernos del rincón. Un buen rato. Hasta que me cargó, y así, toda enmelada, me llevó a la cama. La visión era tan nítida, la definición de la imagen tan explícita, que don Rigoberto temió: «Puedo quedarme ciego». Como aquellos hippies que en los años psicodélicos, estimulados por las sinestesias del ácido lisérgico, desafiaban el sol de California hasta que los rayos les carbonizaban la retina y condenaban a ver la vida con el oído, el tacto y la imaginación. Ahí estaban, aceitados, chorreantes de miel y humores, helénicos en su desnudez y apostura, avanzando hacia la algarabía gatuna. Él era un lancero medieval armado para la batalla y ella una ninfa del bosque, una sabina raptada. Movía los áureos pies y protestaba «no quiero, no me gusta», pero sus brazos enlazaban amorosamente el cuello de su raptor, su lengua pugnaba por invadir su boca y con fruición le sorbía su saliva. «Espera, espera», pidió don Rigoberto. Dócilmente, doña Lucrecia se detuvo y fue como si desapareciera en esas sombras cómplices, mientras a la memoria de su marido volvía la lánguida muchacha de Balthus (Nú avec chat) que, sentada en una silla, la cabeza voluptuosamente echada atrás, una pierna estirada, otra encogida, el taloncito en el borde del asiento, alarga el brazo para acariciar a un gato tumbado en lo alto de una cómoda, que, con los ojos entrecerrados, calmosamente aguarda su placer. Hurgando, rebuscando, recordó también haber visto, sin prestarles atención, ¿en el libro del animalista holandés Midas Dekkers?, la Rosalía de Botero (1968), óleo en el que, agazapado en una cama nupcial, un pequeño felino negro se apresta a compartir sábanas y colchón con la exuberante prostituta de crespa cabellera que termina su pitillo, y alguna madera de Félix Valloton (¿Languor, circa 1896?) en que una muchacha de nalgas pizpiretas, entre almohadones floreados y un edredón geométrico, rasca el erógeno cuello de un gato enderezado. Aparte de esas inciertas aproximaciones, en el arsenal de su memoria ninguna imagen coincidía con esto. Estaba infantilmente intrigado. La excitación había refluido, sin desaparecer; asomaba en el horizonte de su cuerpo como uno de esos soles fríos del otoño europeo, la época preferida de sus viajes.
—¿Y? —preguntó, volviendo a la realidad del sueño interrumpido.
El hombre había depositado a Lucrecia bajo el cono de luz y, desprendiéndose con firmeza de sus brazos que querían atajarlo, sin atender a sus ruegos, dado un paso atrás. Como don Rigoberto, la contemplaba también desde la oscuridad. El espectáculo era insólito y, pasado el desconcierto inicial, incomparablemente bello. Luego de apartarse, asustados, para hacerle sitio y observarla, agazapados, indecisos, siempre alertas —chispas verdes, amarillas, bigotillos tiesos—, olfateándola, las bestezuelas se lanzaron al asalto de esa dulce presa. Escalaban, asediaban, ocupaban el cuerpo enmelado, chillando con felicidad. Su gritería borró las protestas entrecortadas, las apagadas medias risas y exclamaciones de doña Lucrecia. Cruzados los brazos sobre la cara para proteger su boca, sus ojos y su nariz de los afanosos lamidos, estaba a su merced. Los ojos de don Rigoberto acompañaban a las irisadas criaturas ávidas, se deslizaban con ellas por sus pechos y caderas, resbalaban en sus rodillas, se adherían a los codos, ascendían por sus muslos y se regalaban también como esas lengüetas con la dulzura líquida empozada en la luna oronda que parecía su vientre. El brillo de la miel condimentada por la saliva de los gatos daba a las formas blancas una apariencia semilíquida y los menudos sobresaltos que le imprimían las carreras y rodadas de los animalitos tenían algo de la blanda movilidad de los cuerpos en el agua. Doña Lucrecia flotaba, era un bajel vivo surcando aguas invisibles. «¡Qué hermosa es!», pensó. Su cuerpo de pechos duros y caderas generosas, de nalgas y muslos bien definidos, se hallaba en ese límite que él admiraba por sobre todas las cosas en una silueta femenina: la abundancia que sugiere, esquivándola, la indeseable obesidad.
—Abre las piernas, amor mío —pidió el hombre sin cara.
—Ábrelas, ábrelas —suplicó don Rigoberto.
—Son muy chiquitos, no muerden, no te harán nada —insistió el hombre.
—¿Ya gozabas? —preguntó don Rigoberto.
—No, no —repuso doña Lucrecia, que había reanudado el hipnotizante paseo. El rumor del armiño resucitó sus sospechas: ¿estaría desnuda, bajo el abrigo? Sí, lo estaba—. Me volvían loca las cosquillas.
Pero había terminado por consentir y dos o tres felinos se precipitaron ansiosamente a lamer el dorso oculto de sus muslos, las gotitas de miel que destellaban en los sedosos, negros vellos del monte de Venus. El coro de los lamidos pareció a don Rigoberto música celestial. Retornaba Pergolesi, ahora sin fuerza, con dulzura, gimiendo despacito. El sólido cuerpo desuntado estaba quieto, en profundo reposo. Pero doña Lucrecia no dormía, pues a los oídos de don Rigoberto llegaba el discreto remoloneo que, sin que ella lo advirtiera, escapaba de sus profundidades.
—¿Se te había pasado el asco? —inquirió.
—Claro que no —repuso ella. Y, luego de una pausa, con humor—: Pero ya no me importaba tanto.
Se rio y, esta vez, con la risa abierta que reservaba para él en las noches de intimidad compartida, de fantasía sin bozal, que los hacía dichosos. Don Rigoberto la deseó con todas las bocas de su cuerpo.
—Quítate el abrigo —imploró—. Ven, ven a mis brazos, reina, diosa mía.
Pero lo distrajo el espectáculo que en ese preciso instante se había duplicado. El hombre invisible ya no lo era. En silencio, su largo cuerpo aceitoso se infiltró en la imagen. Estaba ahora allí él también. Tumbándose en la colcha rojiza, se anudaba a doña Lucrecia. La chillería de los gatitos aplastados entre los amantes, pugnando por escapar, desorbitados, fauces abiertas, lenguas colgantes, hirió los tímpanos de don Rigoberto. Aunque se tapó las orejas, siguió oyéndola. Y, pese a cerrar los ojos, vio al hombre encaramado sobre doña Lucrecia. Parecía hundirse en esas robustas caderas blancas que lo recibían con regocijo. Él la besaba con la avidez que los gatitos la habían lamido y se movía sobre ella, con ella, aprisionado por sus brazos. Las manos de doña Lucrecia oprimían su espalda y sus piernas, alzadas, caían sobre las de él y los altivos pies se posaban sobre sus pantorrillas, el lugar que a don Rigoberto enardecía. Suspiró, conteniendo a duras penas la necesidad de llorar que se abatía sobre él. Alcanzó a ver que doña Lucrecia se deslizaba hacia la puerta.
—¿Volverás mañana? —preguntó, ansioso.
—Y pasado y traspasado —respondió la muda silueta que se perdía—. ¿Acaso me he ido?
Los gatitos, recuperados de la sorpresa, tornaban a la carga y daban cuenta de las últimas gotas de miel, indiferentes al batallar de la pareja.
EL FETICHISMO DE LOS NOMBRES
Tengo el fetichismo de los nombres y el tuyo me prenda y enloquece. ¡Rigoberto! Es viril, es elegante, es broncíneo, es italiano. Cuando lo pronuncio, en voz baja, sólita para mí, me corre una culebrita por la espalda y se me hielan los talones rosados que me dio Dios (o, si prefieres, la Naturaleza, descreído). ¡Rigoberto! Reidora cascada de aguas transparentes. ¡Rigoberto! Amarilla alegría de jilguero celebrando el sol. Ahí donde tú estés, yo estoy. Quietecita y enamorada, yo ahí. ¿Firmas una letra de cambio, un pagaré, con tu nombre cuatrisílabo? Yo soy el puntito sobre la i, el rabito de la g y el cuernito de la t. La manchita de tinta que queda en tu pulgar. ¿Te desalteras del calor con un vasito de agua mineral? Yo, la burbujita que te refresca el paladar y el cubito de hielo que escalofría tu lengua-viborita. Yo, Rigoberto, soy el cordón de tus zapatos y la oblea de extracto de ciruelas que tomas cada noche contra el estreñimiento. ¿Cómo sé ese detalle de tu vida gastroenterológica? Quien ama, sabe, y tiene por sabiduría todo lo que concierne a su amor, sacralizando lo más trivial de su persona. Ante tu retrato, me persigno y rezo. Para conocer tu vida tengo tu nombre, la numerología de los cabalistas y las artes adivinatorias de Nostradamus. ¿Quién soy? Alguien que te quiere como la espuma a la ola y la nube al rosicler. Busca, busca y encuéntrame, amado.
Tuya, tuya, tuya,
La fetichista de los nombres