III

—¿CÓMO no se lo hubieran creído, allá, en Río de Janeiro, en Sao Paulo, esos que salieron a las calles a linchar monárquicos, si se lo creían los que estaban a las puertas de Canudos y podían ver la verdad con sus ojos? —dijo el periodista miope.

Se había deslizado del sillón de cuero al suelo y allí estaba, sentado en la madera, con las rodillas encogidas y el mentón sobre una de ellas, hablando como si el Barón no estuviera allí. Era el comienzo de la tarde y los envolvía una resolana caliente y embotante, que se filtraba por los visillos del jardín. El Barón se había acostumbrado a los bruscos cambios de su interlocutor, que pasaba de un asunto a otro sin aviso, de acuerdo a urgencias íntimas, y ya no le importaba la línea fracturada de la conversación, intensa y chisporroteante por momentos, luego empantanada en períodos de vacío en los que, a veces él, a veces el periodista, a veces ambos, se retraían para reflexionar o recordar.

—Los corresponsales —explicó el periodista miope, contorsionándose en uno de esos movimientos imprevisibles, que removían su magro esqueleto y parecían estremecer cada una de sus vértebras. Detrás de las gafas, sus ojos parpadearon, rápidos —: Podían ver pero sin embargo no veían. Sólo vieron lo que fueron a ver. Aunque no estuviese allí. No eran uno, dos. Todos encontraron pruebas flagrantes de la conspiración monárquico-británica. ¿Cuál es la explicación?

—La credulidad de la gente, su apetito de fantasía, de ilusión —dijo el Barón—. Había que explicar de alguna manera esa cosa inconcebible: que bandas de campesinos y de vagabundos derrotaran a tres expediciones del Ejército, que resistieran meses a las Fuerzas Armadas del país. La conspiración era una necesidad: por eso la inventaron y la creyeron.

—Tendría que leer usted las crónicas de mi sustituto en el Jornal de Noticias —dijo el periodista miope—. El que mandó Epaminondas Goncalves cuando me creyó muerto. Un buen hombre. Honesto, sin imaginación, sin pasiones ni convicciones. El hombre ideal para dar una versión desapasionada y objetiva de lo que ocurría allá.

—Estaban muriendo y matando de ambos lados —murmuró el Barón, mirándolo con piedad—. ¿Es posible el desapasionamiento y la objetividad en una guerra?

—En su primera crónica, los oficiales de la Columna del General Osear sorprenden en las alturas de Canudos a cuatro observadores rubios y bien trajeados mezclados con los yagunzos —dijo, despacio, el periodista—. En la segunda, la Columna del General Savaget encuentra entre los yagunzos muertos a un sujeto blanco, rubio, con correaje de oficial y un gorro de crochet tejido a mano. Nadie puede identificar su uniforme, que jamás ha sido usado por ninguno de los cuerpos militares del país.

—¿Un oficial de Su Graciosa Majestad, sin duda? —sonrió el Barón.

—Y en la tercera crónica, aparece una carta, rescatada del bolsillo de un yagunzo prisionero, sin firma pero de letra inequívocamente aristocrática —continuó el periodista, sin oírlo—. Dirigida al Consejero, explicándole por qué es preciso restablecer un gobierno conservador y monárquico, temeroso de Dios. Todo indica que el autor de la carta era usted.

—¿Era de veras tan ingenuo para creer que lo que se escribe en los periódicos es cierto? —le preguntó el Barón—. ¿Siendo periodista?

—Y hay, también, esa crónica sobre las señales luminosas —prosiguió el periodista miope, sin responderle—. Gracias a ellas, los yagunzos podían comunicarse en las noches a grandes distancias. Las misteriosas luces se apagaban y encendían, trasmitiendo claves tan sutiles que los técnicos del Ejército no consiguieron descifrar nunca los mensajes.

Sí, no había duda, pese a sus travesuras bohemias, al opio y al éter y a los candomblés, era alguien ingenuo y angelical. No era extraño, solía darse entre intelectuales y artistas. Canudos lo había cambiado, por supuesto. ¿Qué había hecho de él? ¿Un amargado? ¿Un escéptico? ¿Acaso un fanático? Los ojos miopes lo miraban fijamente desde detrás de los cristales.

—Lo importante en esas crónicas son los sobreentendidos —concluyó la vocecita metálica, atiplada, incisiva—. No lo que dicen, sino lo que sugieren, lo que queda librado a la imaginación. Fueron a ver oficiales ingleses. Y los vieron. He conversado con mi sustituto, toda una tarde. No mintió nunca, no se dio cuenta que mentía. Simplemente, no escribió lo que veía sino lo que creía y sentía, lo que creían y sentían quienes lo rodeaban. Así se fue armando esa maraña tan compacta de fábulas y de patrañas que no hay manera de desenredar. ¿Cómo se va a saber, entonces, la historia de Canudos?

—Ya lo ve, lo mejor es olvidarla —dijo el Barón—. No vale la pena perder el tiempo con ella.

—Tampoco el cinismo es una solución —dijo el periodista miope—. Por lo demás, tampoco creo que esa actitud suya, de desprecio soberbio por lo ocurrido, sea sincera.

—Es indiferencia, no desprecio —lo corrigió el Barón. Estela había estado lejos de su mente un buen rato, pero ahora estaba allí otra vez y con ella el dolor ácido, corrosivo, que lo convertía en un ser anonadado y sumiso—. Ya le he dicho que no me importa lo más mínimo lo que pasó en Canudos.

—Le importa, Barón —vibró la vocecita del miope—. Por lo mismo que a mí: porque Canudos cambió su vida. Por Canudos su esposa perdió el juicio, por Canudos perdió usted buena parte de su fortuna y de su poder. Claro que le importa. Por eso no me ha echado, por eso estamos hablando hace tantas horas…

Sí, tal vez tenía razón. El Barón de Cañabrava sintió un gusto amargo en la boca; aunque estaba harto de él y no había razón para prolongar la entrevista, tampoco ahora pudo despacharlo. ¿Qué lo retenía? Acabó por confesárselo: la idea de quedarse solo, solo con Estela, solo con esa terrible tragedia.

—Pero no sólo veían lo que no existía —añadió el periodista miope—. Además, nadie vio lo que de veras había allí.

—¿Frenólogos? —murmuró el Barón—. ¿Anarquistas escoceses?

—Curas —dijo el periodista miope—. Nadie los menciona. Y allí estaban, espiando para los yagunzos o peleando hombro a hombro con ellos. Mandando informaciones y trayendo medicinas, contrabandeando salitre y azufre para fabricar explosivos. ¿No es sorprendente? ¿No era importante?

—¿Está usted seguro? —se interesó el Barón.

—A uno de esos curas lo conocí, casi puedo decir que nos hicimos amigos —asintió el periodista miope—. El Padre Joaquim, párroco de Cumbe. El Barón escrutó a su huésped:

—¿Ese curita cargado de hijos? ¿Ese borrachín y practicante de los siete pecados capitales estaba en Canudos?

—Es un buen indicio del poder de persuasión del Consejero —afirmó el periodista—. Además de volver santos a los ladrones y asesinos, catequizó a los curitas corrompidos y simoníacos del sertón. Hombre inquietante ¿no es cierto?

Aquella vieja anécdota pareció subir a la memoria del Barón desde el fondo del tiempo. Él y Estela, seguidos de un pequeño séquito de hombres armados, entraban a Cumbe y se dirigían sin pérdida de tiempo a la iglesia, obedeciendo las campanas que llamaban a la misa del domingo. El famoso Padre Joaquim, pese a sus esfuerzos, no conseguía disimular las huellas de lo que debió haber sido una noche en blanco de guitarra, aguardiente y faldas. Recordó el desagrado de la Baronesa por los atoros y equivocaciones del curita, las arcadas que le sobrevinieron en pleno oficio y su fuga precipitada para ir a vomitar. Volvió a ver, incluso, la cara de su concubina: ¿no era acaso la muchacha a la que llamaban «hacedora de lluvia» porque sabía detectar «cacimbas» subterráneas? Así que el curita calavera se volvió Consejerista, también.

—Sí, Consejerista y, en cierta forma, héroe. —El periodista lanzó una de esas carcajadas que hacían el efecto de un deslizamiento de piedrecillas por su garganta; como solía ocurrirle, también esta vez la risa terminó en estornudos.

—Era un curita pecador pero no estúpido —reflexionó el Barón—. Cuando estaba sobrio se podía conversar con él. Hombre despierto y hasta con lecturas. Me cuesta creer que cayera también bajo el hechizo de un charlatán, igual que los analfabetos del sertón.

—La cultura, la inteligencia, los libros no tienen nada que ver con la historia del Consejero —dijo el periodista miope—. Pero eso es lo de menos. Lo sorprendente no es que el Padre Joaquim se hiciera yagunzo. Es que el Consejero lo volviera valiente, a él que era un cobarde. —Pestañeó, atolondrado—. Es la conversión más difícil, la más milagrosa. Se lo puedo decir yo. Yo sé lo que es el miedo. Y el curita de Cumbe era un hombre con bastante imaginación para saber sentir pánico, para vivir en el terror. Y sin embargo…

Su voz se ahuecó, vaciada de sustancia, y su cara se volvió mueca. ¿Qué le había ocurrido, de pronto? El Barón advirtió que su huésped porfiaba por serenarse, por romper algo que lo ataba. Trató de ayudarlo:

—¿Y, sin embargo…? —lo animó.

—Y sin embargo estuvo meses, acaso años, viajando por los pueblos, por las haciendas, por las minas, comprando pólvora, dinamita, espoletas. Urdiendo mentiras para justificar esas compras que debían llamar un tanto la atención. Y cuando el sertón se llenó de soldados ¿sabe cómo se jugaba el pellejo? Escondiendo barricas de pólvora en el baúl de los objetos de culto, entre el sagrario, el copón de las hostias, el crucifijo, la casulla, los ropines. Pasaba eso en las barbas de la Guardia Nacional, del Ejército. ¿Adivina lo que[significa hacer algo así siendo cobarde, temblando, sudando hielo? ¿Adivina la convicción que hay que tener?

—El catecismo está lleno de historias parecidas, mi amigo —murmuró el Barón—. Los flechados, los devorados por leones, los crucificados, los… Pero, es cierto, me cuesta imaginar al Padre Joaquim haciendo esas cosas por el Consejero.

—Tiene que haber un convencimiento profundo —repitió el periodista miope—. Una seguridad íntima, total, una fe que sin duda usted no ha sentido nunca. Yo tampoco…

Cabeceó otra vez como una gallina sin sosiego y se izó en sus largos brazos huesudos hasta el sillón de cuero. Jugó unos segundos con sus manos, caviloso, antes de seguir:

—La Iglesia había condenado al Consejero formalmente por herético, supersticioso, agitador y turbador de conciencias. El Arzobispo de Bahía había prohibido a los párrocos que le permitieran predicar en los pulpitos. Se necesita una fe absoluta, para, siendo cura, desobedecer a la propia Iglesia, al propio Arzobispo y correr el riesgo de condenarse por ayudar al Consejero.

—¿Qué lo angustia así? —dijo el Barón—. ¿La sospecha de que el Consejero fuese efectivamente un nuevo Cristo, venido por segunda vez a redimir a los hombres?

Lo dijo sin pensar y apenas lo hubo dicho se sintió incómodo. ¿Había querido hacer una broma? Pero ni él ni el periodista miope sonreían. Vio a éste hacer una negativa con la cabeza, que podía ser su respuesta o una manera de espantar una mosca.

—Hasta en eso he pensado —dijo el periodista miope—. Si era Dios, si lo envió Dios, si existía Dios… No sé. En todo caso, esta vez no quedaron discípulos para propagar el mito y llevar la buena nueva a los paganos. Quedó uno solo, que yo sepa; dudo que baste…

Lanzó otra carcajada y los estornudos lo ocuparon un buen rato. Cuando terminó tenía la nariz y los ojos irritados.

—Pero, más que en su posible divinidad, he pensado en ese espíritu solidario, fraterno, en el vínculo irrompible que consiguió forjar entre esa gente —dijo el periodista miope, en tono patético—. Asombroso, conmovedor. Después del 18 de julio, sólo quedaron abiertas las rutas de Chorrochó y de Riacho Seco. ¿Qué hubiera sido lo lógico? Que la gente intentara irse, escapar por esas trochas antes de que ellas también se cerraran ¿no es cierto? Pero fue al contrario. La gente trataba de entrar a Canudos, seguían viniendo de todos lados, desesperados, apurados, a meterse a la ratonera, al infierno, antes de que los soldados completaran el cerco. ¿Ve usted? Allá nada era normal.

—Usted habló de curas en plural —lo interrumpió el Barón. Ese tema, la solidaridad y la voluntad de inmolación colectiva de los yagunzos, lo turbaba. Varias veces había aparecido en el diálogo y siempre lo había apartado, igual que ahora.

—A los otros no los conocí —repuso el periodista, como aliviado también de que lo hubieran hecho cambiar de tema—. Pero existían, el Padre Joaquim recibía informes y ayuda de ellos. Y, al final, acaso estaban ahí, diseminados, perdidos en la masa de yagunzos. Alguien me habló de un tal Padre Martínez. ¿Sabe quién? Usted la conoció, hace años, muchos años. La filicida de Salvador, ¿le dice algo?

—¿La filicida de Salvador? —dijo el Barón.

—Yo asistí al juicio cuando era de pantalón corto. Mi padre era defensor de oficio, abogado de pobres, él la defendió. La reconocí pese a no verla, pese a haber pasado veinte o veinticinco años. ¿Usted leía periódicos entonces, no? Todo el Nordeste se apasionó por el caso de María Quadrado, la filicida de Salvador. El Emperador le conmutó la pena de muerte por la cadena perpetua. ¿No la recuerda? Ella estaba también en Canudos. ¿Ve cómo es una historia de nunca acabar?

—Eso ya lo sé —dijo el Barón—. Todos los que tenían cuentas con la justicia, con su conciencia, con Dios, encontraron gracias a Canudos un refugio. Era natural.

—Que se refugiaran allá, sí, pero no que se volvieran otros. —Como si no supiera qué hacer con su cuerpo, el periodista volvió a deslizarse al suelo con una flexión de sus largas piernas—. Era la santa, la Madre de los Hombres, la Superiora de las beatas que cuidaban al Consejero. Se le atribuían milagros, se decía que había peregrinado con él por todo el mundo.

La historia fue reconstruyéndose en la memoria del Barón. Un caso célebre, motivo de habladurías sin cuento. Era sirvienta de un notario y había ahogado a su hijo recién nacido, metiéndole un ovillo de lana en la boca, pues como lloraba mucho, temía que por su culpa la echaran del trabajo. Tuvo el cadáver varios días debajo de la cama, hasta que lo descubrió la dueña de casa por el olor. La muchacha confesó todo de inmediato. Durante el juicio, mantuvo una actitud mansa y respondió con buena voluntad y franqueza a todas las preguntas. El Barón recordaba la polémica que había provocado la personalidad de la filicida entre quienes defendían la tesis de la «catatonía irresponsable» y los que la consideraban «un instinto perverso». ¿Se había fugado de la cárcel, entonces? El periodista había cambiado una vez más de tema:

—Antes del 18 de julio muchas cosas habían sido terribles, pero, en realidad, sólo ese día toqué y olí y tragué el horror hasta sentirlo en las tripas. —El Barón vio que el miope se daba un golpe en el estómago—. Ese día me la encontré, hablé con ella y supe que era la filicida con la que soñé tanto de niño. Me ayudó, pues yo me había quedado solo.

—El 18 de julio yo estaba en Londres —dijo el Barón—. No estoy enterado de los pormenores de la guerra. ¿Qué pasó ese día?

—Van a atacar mañana —jadeó João Abade, que había venido corriendo. En ese momento recordó algo importante —: Alabado sea el Buen Jesús.

Hacía un mes que los soldados estaban en los montes de la Favela y la guerra se eternizaba: tiroteos salpicados y cañoneos, generalmente a las horas de las campanas. Al despuntar el día, al mediodía y en la tarde la gente circulaba sólo por ciertos sitios. El hombre se iba acostumbrando, creaba rutinas con todo, ¿no? Moría gente y cada noche había entierros. Los bombardeos ciegos destruían manojos de casas, despanzurraban a los viejos y a las criaturas, es decir a quienes no iban a las trincheras. Parecía que todo iba a continuar así, indefinidamente. Pero no, iba a ser peor, lo acababa de decir el Comandante de la Calle. El periodista miope estaba solo, pues Jurema y el Enano habían ido a llevarle la comida a Pajeú, cuando se presentaron en el almacén los que dirigían la guerra: Honorio Vilanova, João Grande, Pedrão, el propio Pajeú. Estaban inquietos, bastaba olerlos, la atmósfera del local delataba algo tenso. Y sin embargo ninguno se sorprendió cuando João Abade anunció que iban a atacar mañana. Sabía todo. Cañonearían Canudos toda la noche, para ablandar las defensas, y a las cinco de la madrugada comenzaría el asalto de las tropas. Sabía por qué sitios. Hablaban tranquilos, se repartían los lugares, tú espéralos aquí, hay que cerrar la calle allá, levantaremos barreras acá, mejor yo me muevo de aquí por si mandan perros de este lado. ¿Podía el Barón imaginar lo que él sentía, escuchando eso? Entonces surgió el asunto del papel. ¿Qué papel? Uno que un «párvulo» de Pajeú trajo corriendo a toda carrera. Hubo conciliábulos, le preguntaron si podía leerlo y él trató, con su lente de añicos, ayudándose con una vela, de descifrar lo que decía. No lo consiguió. Entonces João Abade hizo llamar al León de Natuba.

—¿Ninguno de los lugartenientes del Consejero sabía leer? —preguntó el Barón.

—Antonio Vilanova sabía, pero no estaba en Canudos —dijo el periodista miope—. Y también sabía el que mandaron llamar. El León de Natuba. Otro íntimo, otro apóstol del Consejero. Leía, escribía, era el sabio de Canudos.

Calló, interrumpido por una racha de estornudos que lo tuvo doblado, cogiéndose el estómago.

—No podía verle los detalles, las partes —susurró después, jadeando—. Sólo el bulto, la forma, o, mejor dicho, la falta de forma. Bastaba para adivinar el resto. Caminaba a cuatro patas, tenía una enorme cabeza y una gran joroba. Lo mandaron llamar y vino con María Quadrado. Les leyó el papel. Eran las instrucciones del Comando para el asalto de la madrugada.

La voz honda, melódica, normal, enumeraba los dispositivos de batalla, la colocación de los regimientos, las distancias entre compañía y compañía, entre combatiente y combatiente, las señales, los toques, y, mientras, a él el miedo lo iba impregnando, y una ansiedad sin límites porque Jurema y el Enano regresaran. Antes de que el León de Natuba terminara de leer, la primera parte del plan de los soldados entró en ejecución: el bombardeo de ablandamiento.

—Ahora sé que en ese momento sólo nueve cañones disparaban contra Canudos y que nunca dispararían más de dieciséis al mismo tiempo —dijo el periodista miope—. Pero esa noche parecían mil, parecía como si todas las estrellas del cielo se hubieran puesto a bombardearnos.

El estruendo hacía vibrar las calaminas, estremecerse las repisas y el mostrador, y se oían derrumbes, desmoronamientos, chillidos, carreras y, en las pausas, el inevitable griterío de los niños. «Comenzó», dijo uno de los yagunzos. Salieron a ver, regresaron, dijeron a María Quadrado y al León de Natuba que no podían volver al Santuario pues el trayecto estaba barrido por el fuego, y el periodista oyó que la mujer insistía en volver. João Grande la disuadió, jurándole que apenas amainara el cañoneo él mismo vendría a conducirlos al Santuario. Los yagunzos partieron y él comprendió que Jurema y el Enano —si aún vivían— tampoco podrían regresar desde Rancho do Vigario a donde él estaba. Comprendió, en su inconmensurable espanto, que tendría que soportar todo aquello sin otra compañía que la santa y el monstruo cuadrumano de Canudos.

—¿De qué se ríe ahora? —dijo el Barón de Cañabrava.

—Es demasiado ruin para poder contárselo —balbuceó el periodista miope. Permaneció ensimismado y, de pronto, alzó la cara y exclamó —: Canudos ha cambiado mis ideas sobre la historia, sobre el Brasil, sobre los hombres. Pero, principalmente, sobre mí.

—Por el tono en que lo dice, no ha sido para mejor —murmuró el Barón.

—Así es —susurró el periodista—. Gracias a Canudos tengo un concepto muy pobre de mí mismo.

¿No era también su caso, en cierto modo? ¿No había Canudos revuelto su vida, sus ideas, sus costumbres, como un beligerante torbellino? ¿No había deteriorado sus convicciones e ilusiones? La imagen de Estela, en sus habitaciones del segundo piso, con Sebastiana a los pies de su mecedora, acaso releyéndole párrafos de las novelas que le habían gustado, tal vez peinándola o haciéndole escuchar las cajas de música austríacas, y la cara abstraída, retirada, inalcanzable, de la mujer que había sido el gran amor de su vida —esa mujer que simbolizó siempre para él la alegría de vivir, la belleza, el entusiasmo, la elegancia— volvió a llenar de hiel su corazón. Haciendo un esfuerzo, habló de lo primero que le pasó por la cabeza:

—Usted mencionó a Antonio Vilanova —dijo, con precipitación—. ¿El comerciante, verdad? Un ser metalizado y calculador como pocos. Los conocí mucho a él y al hermano. Fueron proveedores de Calumbí. ¿También se volvió santo?

—Para hacer negocios no estaba allí —recuperó su risa sarcástica el periodista miope—. Era difícil hacer negocios en Canudos. Allá no circulaba el dinero de la República. ¿No ve que era el dinero del Perro, del Diablo, de los ateos, protestantes y masones? ¿Por qué cree que los yagunzos les quitaban las armas a los soldados pero no las carteras?

«O sea que, después de todo, el frenólogo no estaba tan descaminado», pensó el Barón. «O sea que, gracias a su locura, Gall había llegado a presentir algo de la locura que fue Canudos.»

—No estaba persignándose y dándose golpes de pecho —prosiguió el periodista miope—. Era un hombre práctico, realizador. Siempre moviéndose, organizando, hacía pensar en una máquina de energía perpetua. Durante esos cinco meses infinitos, se ocupó de que Canudos tuviera que comer. ¿Por qué hubiera hecho eso, entre las balas y la carroña? No hay otra explicación. El Consejero le había tocado alguna fibra secreta.

—Como a usted —dijo el Barón—. Faltó poco para que también lo volviera santo.

—Hasta el final estuvo saliendo a traer comida —dijo el periodista, sin hacerle caso—. Partía con pocos hombres, a escondidas. Cruzaban las líneas, asaltaban los convoyes. Sé cómo lo hacían. Con el ruido infernal de los trabucos provocaban una estampida. En el desorden, arreaban diez, quince bueyes a Canudos. Para que los que iban a morir por el Buen Jesús pudieran pelear un poco más.

—¿Sabe de dónde venían esas reses? —lo interrumpió el Barón.

—De los convoyes que mandaba el Ejército de Monte Santo a la Favela —dijo el periodista miope—. Como las armas y balas de los yagunzos. Una de las excentricidades de esta guerra: el Ejército nutría a sus fuerzas y al adversario.

—Los robos de los yagunzos eran robos de robos —suspiró el Barón—. Muchas de esas vacas y cabras eran mías. Rara vez compradas. Casi siempre arrebatadas a mis vaqueros por los lanceros gauchos. Tengo un amigo hacendado, el viejo Murau, que ha enjuiciado al Estado por las vacas y ovejas que se comieron los soldados. Reclama setenta contos de reis, nada menos.

En el entresueño, João Grande huele el mar. Una sensación cálida lo recorre, algo que le parece la felicidad. En estos años en que, gracias al Consejero, ha encontrado sosiego para el lacerante borbotar que era su alma cuando servía al Diablo, sólo una cosa añora, a veces. ¿Cuántos años que no ha visto, olido, sentido en el cuerpo el mar? No tiene idea pero sabe que ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que lo vio, en aquel alto promontorio rodeado de cañaverales donde la señorita Adelinha Isabel de Gumucio subía a ver los crepúsculos. Balas aisladas le recuerdan que la batalla no ha terminado, pero no se inquieta: su conciencia le dice que aun si estuviera despierto nada cambiaría, ya que ni a él ni a ninguno de los hombres de la Guardia Católica encogidos en esas trincheras les queda un cartucho de Mánnlicher ni proyectil de escopeta ni un grano de pólvora para hacer accionar las armas de explosión fabricadas por esos herreros de Canudos que la necesidad ha vuelto armeros.

¿Para qué siguen, entonces, en esas cuevas de los altozanos, en la quebrada al pie de la Favela donde están amontonados los perros? Cumplen órdenes de João Abade. Éste, después de asegurarse que todas las fuerzas de la Primera Columna se hallaban ya en la Favela, inmovilizadas por el tiroteo de los yagunzos que rodean los cerros y los acribillan desde parapetos, trincheras, escondrijos, ha ido a tratar de capturar el convoy de municiones, víveres, reses y cabras de los soldados, que, gracias a la topografía y al hostigamiento de Pajeú, viene muy retrasado. João Abade, que espera sorprender al convoy en las Umburanas y desviarlo a Canudos, ha pedido a João Grande que la Guardia Católica impida, cueste lo que cueste, que los regimientos de la Favela den marcha atrás. En el entresueño, el ex-esclavo se dice que los perros deben ser muy estúpidos o haber perdido mucha gente, pues, hasta ahora, ni siquiera un patrulla ha intentado desandar el camino de las Umburanas para averiguar qué ocurre con el convoy. Los hombres de la Guardia Católica saben que, al menor intento de los soldados de abandonar la Favela, deben abalanzarse sobre ellos y cerrarles el paso, con facas, machetes, bayonetas, uñas, dientes. El viejo Joaquim Macambira y su gente, emboscados al otro lado de la trocha abierta por los soldados y sus carricoches y cañones en su paso a la Favela, harán lo mismo. No lo intentarán, están demasiado concentrados en responder al fuego que les hacen desde el frente y los costados, demasiado ocupados en bombardear Canudos para adivinar lo que ocurre a sus espaldas. «João Abade es más inteligente que ellos», sueña. ¿No ha resultado buena su idea de traer a los perros a la Favela? ¿No se le ocurrió a él que Pedrão y los Vilanova fueran a esperar a los otros diablos en el desfiladero de Cocorobó? Allí también deben de haberlos destrozado. El olor del mar, que le entra por las narices y lo emborracha, lo aleja de la guerra y ve olas y siente sobre su piel la caricia del agua espumosa. Es la primera vez que duerme, después de cuarenta y ocho horas de estar peleando.

A las dos horas lo despierta un mensajero de Joaquim Macambira. Es uno de sus hijos, joven, esbelto, de largos cabellos, que, acuclillado en la trinchera, espera pacientemente que João Grande se desaturda. Su padre necesita municiones, casi no les quedan balas ni pólvora a sus hombres. Con la lengua entorpecida por el sueño, João Grande le explica que a ellos tampoco. ¿Han tenido algún mensaje de João Abade? Ninguno. ¿Y de Pedrão? El joven asiente: tuvo que retirarse de Cocorobó, se quedaron sin municiones y perdieron mucha gente. Tampoco pudieron parar a los perros en Trabubú.

João Grande se siente por fin despierto. ¿Significa eso que el Ejército de Geremoabo viene hacia aquí?

—Viene —dice el hijo de Joaquim Macambira—. Pedrão y los cabras que no murieron están ya en Belo Monte.

Tal vez es lo que debería hacer la Guardia Católica: regresar a Canudos para defender al Consejero del asalto que parece inevitable, si el otro Ejército se encamina hacia aquí. ¿Qué va a hacer Joaquim Macambira? El joven no lo sabe. João Grande decide ir a hablar con el viejo.

Es tarde en la noche y el cielo está tachonado de estrellas. Después de instruir a los hombres que no se muevan de allí, el ex-esclavo se descuelga silenciosamente por el cascajo de la ladera, junto al joven Macambira. Por desgracia, con tantas estrellas verá a los caballos despanzurrados y picoteados por los urubús, y el cadáver de la anciana. Todo el día anterior y parte de la víspera ha estado viendo a esos animales que montan los oficiales, las primeras víctimas de la fusilería. Está seguro de haber matado él también a varios de esos animales. Había que hacerlo, estaban de por medio el Padre y el Buen Jesús Consejero y Belo Monte, lo más precioso de esta vida. Lo hará cuantas veces sea preciso. Pero algo en su alma protesta y sufre al ver caer relinchando a esos animales, al verlos agonizar horas de horas, con las vísceras derramadas por el suelo y una pestilencia que envenena el aire. Él sabe de dónde viene ese sentimiento de culpa, de estar pecando, que lo embarga cuando dispara a los caballos de los oficiales. Es el recuerdo del cuidado que protegía a los caballos de la hacienda, donde el amo Adalberto de Gumucio había impuesto a familiares, empleados y esclavos la religión de los caballos. Al ver las sombras esparcidas de los cadáveres de los animales, mientras cruza la trocha agazapado junto al joven Macambira, se pregunta por qué el Padre le conserva tan fuerte en la cabeza ciertos hechos de su pasado pecador, como la nostalgia del mar, como el amor a los caballos.

En eso ve el cadáver de la anciana y siente un golpe de sangre en el pecho. La ha visto sólo un segundo, la cara bañada por la luna, los ojos abiertos y enloquecidos, dos únicos dientes sobresaliendo de los labios, los pelos revueltos, la frente y el ceño crispados. No sabe su nombre pero la conoce muy bien, hace mucho que vino a instalarse a Belo Monte con una numerosa familia de hijos, hijas, nietos, sobrinos y recogidos, en una casita de barro de la calle Corazón de Jesús. Fue la primera que pulverizaron los cañones del Cortapescuezos. La vieja estaba en la procesión y cuando regresó a su casa ésta era un montón de escombros bajo los cuales se hallaban tres de sus hijas y todos sus nietos, una docena de criaturas que dormían una sobre otra en un par de hamacas y en el suelo. La mujer había trepado a las trincheras de las Umburanas con la Guardia Católica, cuando ésta vino allí, hacía tres días, a esperar a los soldados. Con otras mujeres había cocinado, traído agua de la aguada vecina a los yagunzos, pero cuando comenzó el tiroteo João Grande y los hombres la vieron, de pronto, en medio de la polvareda, descolgarse a tropezones por el cascajo y llegar hasta la trocha, donde —despacio, sin tomar precaución alguna— se dedicó a deambular entre los soldados heridos, rematándolos con un pequeño puñal. La habían visto escarbar en los cadáveres uniformados y antes de que la derribaran las balas había llegado a desnudar a algunos y a cortarles su hombría e incrustársela en la boca. Durante el combate, mientras veía pasar soldados y jinetes y los veía morir, disparar, atropellarse, pisotear a sus heridos y muertos, huir de la balacera y precipitarse por el único camino libre —los montes de la Favela—, João Grande volvía constantemente los ojos hacia el cadáver de esa anciana que acababa de dejar atrás.

Al acercarse a un lodazal erupcionado de árboles de favela, cactos y uno que otro imbuzeiro, el joven Macambira se lleva a la boca el pito de madera y sopla un sonido que parece de lorito. Le responde otro sonido idéntico. Cogiendo del brazo a João, el muchacho lo guía por el lodazal, donde se hunden hasta las rodillas, y poco después el ex-esclavo está bebiendo un zurrón de agua dulzona junto a Joaquim Macambira, ambos de cuclillas bajo una ramada en torno a la cual brillan muchas pupilas.

El viejo está angustiado, pero João Grande se sorprende al descubrir que su angustia se debe exclusivamente al cañón ancho, larguísimo, lustroso, tirado por cuarenta bueyes que ha visto en el camino de Jueté. «Si la Matadeira dispara, volarán las torres y las paredes del Templo del Buen Jesús y desaparecerá Belo Monte», masculla, lúgubre. João Grande lo escucha con atención. Joaquim Macambira le inspira reverencia, hay en él algo venerable y patriarcal. Es muy anciano, los cabellos blancos le caen en rizos hasta el hombro y una barbita blanquea su cara curtida, de nariz sarmentosa. En sus ojos arrugados bulle una incontenible energía. Había sido dueño de un gran sembrío de mandioca y maíz, entre Cocorobó y Trabubú, esa comarca que se llama justamente Macambira. Trabajaba esas tierras con sus once hijos y guerreaba con sus vecinos por litigios de linderos. Un día lo abandonó todo y se trasladó con su enorme familia a Canudos, donde ocupan media docena de viviendas frente al cementerio. Todos en Belo Monte tratan al viejo con algo de temor pues tiene fama de orgulloso.

Joaquim Macambira ha mandado mensajeros a preguntar a João Abade si, en vista de las circunstancias, sigue cuidando las Umburanas o se repliega a Canudos. Aún no hay respuesta. ¿Qué piensa él? João Grande mueve su cabeza con pesadumbre: no sabe qué hacer. Por un lado, lo más urgente es correr a Belo Monte a proteger al Consejero por si hay un asalto por el Norte. De otro ¿no ha dicho João Abade que es imprescindible que le cuiden las espaldas?

—Pero ¿con qué? —ruge Macambira—. ¿Con las manos?

—Sí —asiente humildemente João Grande—, si no hay otra cosa.

Acuerdan permanecer en las Umburanas hasta tener noticias del Comandante de la Calle. Se despiden con un simultáneo «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Al internarse de nuevo en el lodazal, esta vez solo, João Grande oye los pitos que parecen loritos indicando a los yagunzos que lo dejen pasar. Mientras chapotea en el barro y siente en su cara, brazos y pecho picotazos de mosquitos, trata de imaginar la Matadeira, ese artefacto que tanto alarma a Macambira. Debe ser enorme, mortífero, tronante, un dragón de acero que vomita fuego, para asustar a un bravo como el viejo. El Maligno, el Dragón, el Perro es realmente poderosísimo, de infinitos recursos, puede mandar contra Canudos enemigos cada vez más numerosos y mejor armados. ¿Hasta cuándo quería probar el Padre la fe de los católicos? ¿No habían sufrido bastante? ¿No habían pasado bastante hambre, muertes, sufrimientos? No, todavía no. Lo ha dicho el Consejero: la penitencia será del mismo tamaño de nuestras culpas. Como su culpa es más grave que la de los otros, él, sin duda, tendrá que pagar más. Pero es un gran consuelo estar del lado de la buena causa, saber que se pelea junto a San Jorge y no junto al Dragón.

Cuando llega a la trinchera ha comenzado a amanecer; salvo los centinelas trepados en las rocas, los hombres, desparramados por las laderas, siguen durmiendo. João Grande está encogiéndose, sintiendo que el sueño lo ablanda, cuando un galope lo incorpora de un salto. Envueltos en una polvareda, vienen hacia él ocho o diez jinetes. ¿Exploradores, la vanguardia de una tropa que irá a proteger el convoy? En la luz todavía muy débil una lluvia de flechas, dardos, piedras, lanzas, rompe sobre la patrulla desde las laderas y oye tiros en el lodazal donde está Macambira. Los jinetes vuelven grupas hacia la Favela. Ahora sí, está seguro que la tropa de refuerzos al convoy va a aparecer en cualquier momento, numerosa, indetenible para hombres a los que sólo les quedan ballestas, bayonetas y facas, y João Grande ruega al Padre que João Abade tenga tiempo de cumplir su plan.

Aparecen una horas después. Para entonces la Guardia Católica ha obstruido de tal modo la quebrada con los cadáveres de los caballos, mulas y soldados, y con lajas, arbustos y cactos que hacen rodar de las pendientes, que dos compañías de zapadores tienen que venir por delante a reabrir la trocha. No les resulta fácil, pues, además de la fusilería que hace sobre ellos Joaquim Macambira con sus últimas municiones y que los obliga a retroceder un par de veces, cuando los zapadores han empezado a dinamitar los obstáculos, João Grande y un centenar de sus hombres llegan hasta ellos arrastrándose y los hacen trabarse en lucha cuerpo a cuerpo. Antes de que aparezcan más soldados, les hieren y matan a varios, además de arrebatarles algunos rifles y esas preciosas mochilas de proyectiles. Cuando João Grande da con el pito y luego a gritos orden de retirada, varios yagunzos quedan en la trocha, muertos o agonizantes. Ya arriba, protegido por las lajas de la granizada de balas, al ex esclavo tiene tiempo de comprobar que está ileso. Manchado de sangre, sí, pero es sangre ajena; se la limpia con arenilla. ¿Es divino que en tres días de guerra no haya recibido ni un rasguño? De barriga en el suelo, jadeando, ve en la trocha por fin abierta que los soldados pasan de cuatro en fondo en dirección a donde se halla João Abade. Por decenas, por centenas. Van a proteger el convoy, sin duda, pues, pese a todas las provocaciones de la Guardia Católica y de Macambira, no se molestan en trepar las laderas ni invadir el lodazal. Se limitan a rociar ambos flancos con fusilería de pequeños grupos de tiradores que ponen una rodilla en tierra para disparar. João Grande no duda más. Ya no puede ayudar en nada aquí al Comandante de la Calle. Se asegura que la orden de replegarse llegue a todos, saltando entre los riscos y alcores, yendo de trinchera en trinchera, bajando detrás de los cerros a ver si las mujeres que vinieron a cocinar han partido. Ya no están allí. Entonces, reemprende también el regreso a Belo Monte.

Lo hace siguiendo un ramal serpenteante del Vassa Barris, que sólo se aniega en las grandes crecientes. En el escuálido cauce empedrado de guijarros João siente aumentar el calor de la mañana. Va rezagado, averiguando por los muertos, intuyendo la tristeza del Consejero, del Beatito, de la Madre de los Hombres, cuando sepan que esos hermanos se pudrirán a la intemperie. Le da lástima recordar a esos muchachos, a muchos de los cuales enseñó a disparar, convertidos en alimento de buitres, sin un entierro con rezos. ¿Pero cómo hubieran podido rescatar sus restos?

A lo largo de todo el trayecto oyen tiros, de la dirección de la Favela. Un yagunzo dice que es raro que Pajeú, Mané Quadrado y Táramela, que fusilan a los perros desde ese frente, puedan hacer tantas descargas. João Grande le recuerda que la mayor parte de las municiones se repartieron a los hombres de esas trincheras, que se interponen entre Belo Monte y la Favela. Y que hasta los herreros se trasladaron allí con sus yunques y fuelles para seguir fundiendo plomo junto a los combatientes. Sin embargo, apenas avistan Canudos bajo unas nubéculas que deben ser explosión de granadas —el sol está alto y las torres del Templo y las viviendas encaladas reverberan—, João Grande presiente la buena nueva. Pestañea, mira, calcula, compara. Sí, disparan ráfagas continuas desde el Templo del Buen Jesús, desde la Iglesia de San Antonio, desde los parapetos del cementerio, al igual que desde las barrancas del Vassa Barris y la Fazenda Velha. ¿De dónde salen tantas municiones? Minutos después un «párvulo» le trae un mensaje de João Abade.

—O sea que volvió a Canudos —exclama el ex-esclavo.

—Con más de cien vacas y muchos fusiles —dice el niño, entusiasmado—. Y cajones de balas, de granadas y latas grandes de pólvora. Les robó eso a los perros y ahora todo Belo Monte está comiendo carne.

João Grande pone una de sus manazas sobre la cabeza del chiquillo y refrena su emoción. João Abade quiere que la Guardia Católica vaya a la Fazenda Velha, a reforzar a Pajeú, y que el ex-esclavo se reúna con él en casa de Vilanova. João Grande enrumba a sus hombres por los barracones del Vassa Barris, ángulo muerto que los protegerá contra los tiros de la Favela, hacia la Fazenda Velha, un kilómetro de vericuetos y escondrijos excavados aprovechando los desniveles y sinuosidades del terreno que son la primera línea de defensa de Belo Monte, apenas a medio centenar de metros de los soldados. Desde que regresó, el caboclo Pajeú se encarga de ese frente.

Al llegar a Belo Monte, João Grande apenas puede ver por la densidad del terral que lo deforma todo. La fusilería es muy fuerte y al estruendo de los disparos se suma el ruido de tejas que se quiebran, paredes que se derrumban y latas que retintinean. El chiquillo lo coge de la mano: él sabe por donde no caen balas. En estos dos días de bombardeo y tiroteo la gente ha establecido una geografía de seguridad y circula sólo por ciertas calles y por cierto ángulo de cada calle, a salvo de la metralla. Las reses que ha traído João Abade son carneadas en el callejón del Espíritu Santo, convertido en corral y matadero, y hay allí una larga cola de viejos, niños y mujeres, esperando sus raciones, en tanto que Campo Grande parece un campamento militar por la cantidad de cajas, barriles y cuñetes de fusiles entre los que se agita una muchedumbre de yagunzos. Las acémilas que han arrastrado el cargamento tienen visibles las marcas de los regimientos y algunas sangran de los azotes y relinchan, atemorizadas por el estruendo. João Grande ve un burro muerto al que devoran perros esqueléticos entre nubes de moscas. Reconoce a Antonio y Honorio Vilanova encaramados en una tarima; a gritos y ademanes, distribuyen esas cajas de municiones que se llevan de dos en dos, corriendo pegados al lado septentrional de las viviendas, yagunzos jóvenes, algunos tan niños como este que no lo deja acercarse a los Vilanova y lo conmina a entrar a la antigua casa-hacienda, donde, le dice, lo espera el Comandante de la Calle. Que los chiquillos de Canudos sean mensajeros —los llaman «párvulos»— ha sido idea de Pajeú. Cuando lo propuso, en este mismo almacén, João Abade dijo que era riesgoso, no eran responsables y su memoria fallaba, pero Pajeú insistió, refutándolo: en su experiencia, los niños habían sido rápidos, eficientes y también abnegados. «Era Pajeú quien tenía razón», piensa el ex-esclavo viendo la mano pequeñita que no suelta la suya hasta que lo deja frente a João Abade, quien, apoyado en el mostrador, bebe y mastica, tranquilo, mientras escucha a Pedrão, al que rodean una docena de yagunzos. Al verlo, le hace señas de que se acerque y le apriete la mano con fuerza. João Grande quiere decirle lo que siente, agradecerle, felicitarlo por haber conseguido esas armas, municiones y comida, pero, como siempre, algo lo retiene, intimida, avergüenza: sólo el Consejero es capaz de romper esa barrera que desde que tiene uso de razón le impide participar a la gente los sentimientos de su alma. Saluda a los otros con movimientos de cabeza o palmeándolos. Siente de pronto un enorme cansancio y se acuclilla en el suelo. Asunción Sardelinha le pone en las manos una escudilla repleta de carne asada con farinha y una jarra de agua. Durante un rato olvida la guerra y quién es y come y bebe con felicidad. Cuando termina, nota que João Abade, Pedrão y los otros están callados, esperándolo, y se siente confuso. Balbucea una disculpa.

Está explicándoles lo sucedido en las Umburanas cuando el indescriptible trueno lo levanta y remece en el sitio. Unos segundos todos permanecen inmóviles, encogidos, con las manos cubriéndose la cabeza, sintiendo vibrar las piedras, el techo, los objetos del almacén como si todo, por efecto de la interminable vibración, fuera a quebrarse en mil astillas.

—¿Ven, ven, se dan cuenta? —entra rugiendo el viejo Joaquim Macambira, irreconocible por el barro y el polvo—. ¿Ves lo que es la Matadeira, João Abade?

En vez de responderle, éste ordena al «párvulo» que guió a João Grande y al que la explosión ha lanzado contra los brazos de Pedrão, de los que sale con la cara descompuesta por el miedo, que vea si el cañonazo ha dañado el Templo del Buen Jesús o el Santuario. Luego, hace señas a Macambira de que se siente y coma algo. Pero el viejo está frenético y, mientras mordisquea el trozo de carne que le alcanza Antonia Sardelinha, sigue hablando con espanto y odio de la Matadeira. João Grande lo oye mascullar: «Si no hacemos algo nos enterrará».

Y de pronto João Grande está viendo, en un sueño plácido, a una tropilla de alazanes briosos que galopan por una playa arenosa y arremeten contra el mar blanco de espuma. Hay un olor a cañaverales, a miel recién hecha, a bagazo triturado que perfuma el aire. Sin embargo, la dicha que es ver a esos lustrosos animales, relinchantes de alegría entre las frescas olas, dura poco, pues súbitamente surge del fondo del mar el alargado y mortífero artefacto, escupiendo fuego como el Dragón al que Oxossi, en los candomblés del Mocambo, extermina con una espada luciente. Alguien retumba: «El Diablo ganará». El susto lo despierta.

Tras una cortina de légañas ve, a la luz vacilante de un mechero, a tres personas comiendo: la mujer, el ciego y el enano que vinieron a Belo Monte con el Padre Joaquim. Es de noche, no hay nadie más en el recinto, ha dormido muchas horas. Siente un remordimiento que lo despierta del todo. «¿Qué ha pasado?», grita, levantándose. Al ciego se le escapa el pedazo de carne y lo ve palpar la tierra, buscándolo.

«Yo les dije que te dejaran dormir», oye la voz de João Abade, y en las sombras se perfila su robusta silueta. «Alabado sea el Buen Jesús Consejero», murmura el ex-esclavo y comienza a disculparse, pero el Comandante de la Calle lo ataja: «Necesitabas dormir, João Grande, nadie vive sin dormir». Se sienta en un tonel, junto al mechero, y el ex-esclavo ve que está demacrado, con los ojos hundidos y la frente estriada. «Mientras yo soñaba con caballos, tú peleabas, corrías, ayudabas», piensa. Siente tanta culpa que apenas se da cuenta que el Enano se acerca a alcanzarles una latita de agua. Después de beber, João Abade se la pasa.

El Consejero está a salvo, en el Santuario, y los ateos no se han movido de la Favela; tirotean, de cuando en cuando. En la cara fatigada de João Abade hay inquietud. «¿Qué pasa, João? ¿Puedo hacer algo?» El Comandante de la Calle lo mira con afecto. Aunque no hablen mucho, el ex-esclavo sabe, desde las peregrinaciones, que el ex-cangaceiro lo aprecia; en multitud de ocasiones se lo ha hecho sentir.

—Joaquim Macambira y sus hijos van a subir a la Favela, a callar a la Matadeira —dice; las tres personas sentadas en el suelo dejan de comer y el ciego estira su cabeza con el ojo derecho pegado a ese anteojo que es un rompecabezas de vidriecitos—. Difícil que lleguen arriba. Pero, si llegan, pueden inutilizarlo. Es fácil. Quebrarle la espoleta o volarle el cargador.

—¿Puedo ir con ellos? —lo interrumpe João Grande—. Le meteré pólvora en el cañón, la volaré.

—Puedes ayudar a los Macambira a subir hasta allá —dice João Abade—. No ir con ellos, João Grande. Sólo ayudarlos a llegar arriba. Es su plan, su decisión. Ven, vamos.

Cuando están saliendo, el Enano se prende de João Abade y con voz azucarada lo adula: «Cuando quieras te contaré de nuevo la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo, João Abade». El ex-cangaceiro lo aparta, sin contestarle.

Afuera, es noche entrada y nubosa. No brilla una sola estrella. No se oyen disparos y no se ve gente en Campo Grande. Tampoco luces en las viviendas. Las reses fueron llevadas, apenas oscureció, detrás del Mocambo. El callejón del Espíritu Santo hiede a carroña y a sangre reseca y mientras escucha el plan de los Macambira, João Grande siente revolotear miríadas de moscas sobre los despojos que escarban los perros. Remontan Campo Grande hasta la explanada de las Iglesias, fortificada por los cuatro costados, con dobles y triples empalizadas de ladrillos, piedras, cajones de tierra, carros volcados, barriles, puertas, latas, estacas, detrás de los cuales se apiñan hombres armados. Descansan, tumbados en el suelo, conversan alrededor de pequeños braseros, y en una de las esquinas un grupo canta, animado por una guitarra. «¿Cómo se puede ser tan poca cosa que uno no resista estar sin dormir ni siquiera cuando se trata de salvar el alma o quemarse por la vida eterna?», piensa, atormentado.

En la puerta del Santuario, ocultos tras un alto parapeto de sacos y cajones de tierra, conversan con los hombres de la Guardia Católica mientras esperan a los Macambira. El viejo, sus once hijos y las mujeres de éstos se hallan con el Consejero. João Grande selecciona mentalmente a los muchachos que lo acompañarán y piensa que le gustaría oír lo que el Consejero estará diciendo a esa familia que va a sacrificarse por el Buen Jesús. Cuando salen, el viejo tiene los ojos brillantes. El Beatito y la Madre María Quadrado los acompañan hasta el parapeto y los bendicen. Los Macambira abrazan a sus mujeres, que se ponen a llorar, prendidas de ellos. Pero Joaquim Macambira pone fin a la escena, indicando que es hora de partir. Las mujeres se van con el Beatito a rezar al Templo del Buen Jesús.

En el camino hacia las trincheras de la Fazenda Velha, recogen el equipo que João Abade ha ordenado: barras, palancas, petardos, hachas, martillos. El viejo y sus hijos se los reparten en silencio, mientras João Abade les explica que la Guardia Católica distraerá a los perros, con un amago de asalto, mientras ellos reptan hasta la Matadeira. «Vamos a ver si los "párvulos" la han localizado», dice.

Sí, la han localizado. Se lo confirma Pajeú, al recibirlos en la Fazenda Velha.

La Matadeira está en la primera elevación, inmediatamente detrás del Monte Mario, junto con los otros cañones de la Primera Columna. Los han colocado en hilera, entre sacos y cuñetes rellenos de piedras. Dos «párvulos» se arrastraron hasta allí y contaron, luego de la tierra de nadie y la línea de tiradores muertos, tres puestos de vigilancia en las laderas casi verticales de la Favela.

João Grande deja a João Abade y los Macambira con Pajeú y se desliza por los laberintos excavados a lo largo de este terreno contiguo al Vassa Barris. Desde estos socavones y oquedades los yagunzos han infligido el castigo más duro a los soldados que, apenas llegaron a las cumbres y avistaron Canudos, se precipitaron por las laderas hacia la ciudad extendida a sus pies. La terrible fusilería los paró en seco, los hizo volverse, revolverse, atropellarse, pisotearse, embrollarse, descubrir que no podían retroceder ni avanzar ni escapar por los flancos y que su única opción era aplastarse contra el suelo y levantar defensas. João Grande camina entre yagunzos que duermen; cada cierto trecho, un centinela se descuelga de los parapetos para hablar con él. El ex-esclavo despierta a cuarenta hombres de la Guardia Católica y les explica lo que van a hacer. No le sorprende saber que esa trinchera casi no ha tenido bajas; João Abade había previsto que la topografía protegería allí a los yagunzos mejor que en ninguna parte.

Cuando regresa a Fazenda Velha, con los cuarenta muchachos, João Abade y Joaquim Macambira están discutiendo. El Comandante de la Calle quiere que los Macambira se pongan uniformes de soldados, dice que así tendrán más probabilidades de llegar hasta el cañón. Joaquim Macambira se niega, indignado.

—No quiero condenarme —gruñe.

—No te vas a condenar. Es para que tú y tus hijos regresen con vida.

—Mi vida y la de mis hijos es asunto nuestro —truena el viejo.

—Como quieras —se resigna João Abade—. Que el Padre los acompañe, entonces.

—Alabado sea el Buen Jesús Consejero —se despide el viejo.

Cuando están internándose en la tierra de nadie, sale la luna. João Grande maldice entre dientes y oye a sus hombres murmurar. Es una luna amarilla, redonda, enorme, que reemplaza las tinieblas por una tenue claridad en la que aparece la superficie terrosa, sin arbustos, que se pierde en las sombras densas de la Favela. Pajeú los acompaña hasta el pie de la ladera. João Grande no puede dejar de pensar en lo mismo: ¿cómo ha podido quedarse dormido cuando todos velaban? Espía la cara de Pajeú. ¿Ha estado tres, cuatro días sin dormir? Ha hostigado a los perros desde Monte Santo, los ha tiroteado en Angico y las Umburanas, ha regresado a Canudos a acosarlos desde aquí, lo sigue haciendo hace dos días y ahí está, fresco, tranquilo, hermético, guiándolos junto con los dos «párvulos» que lo sustituirán como guía en la pendiente. «Él no se hubiera dormido», piensa João Grande. Piensa: «El Diablo me durmió». Se sobresalta; a pesar de los años transcurridos y el sosiego que ha dado a su vida el Consejero, de tiempo en tiempo, lo atormenta la sospecha de que el Demonio que se metió en el cuerpo la lejana tarde en que mató a Adelinha de Gumucio, permanece agazapado en la sombra de su alma, esperando la ocasión propicia para perderlo de nuevo.

De pronto, el terreno se empina, vertical, frente a ellos. João se pregunta si el viejo Macambira podrá escalarlo. Pajeú les señala la línea de tiradores muertos, visibles a la luz de la luna. Son muchos soldados; eran la vanguardia y cayeron a la misma altura, segados por la fusilería yagunza. En la penumbra, João Grande ve brillar los botones de sus correajes, las enseñas doradas de sus gorros. Pajeú se despide con un signo de cabeza casi imperceptible y los dos chiquillos comienzan a trepar a gatas la ladera. João Grande y Joaquim Macambira van tras ellos, también gateando, y más atrás la Guardia Católica. Trepan tan sigilosos que ni João los siente. El rumor que producen, los guijarros que hacen rodar, parecen obra del viento. A sus espaldas, abajo, en Belo Monte, oye un murmullo constante. ¿Rezan el rosario en la Plaza? ¿Son los cánticos con que Canudos entierra a los muertos del día, cada noche? Ya percibe, adelante, siluetas, luces, oye voces y tiene todos los músculos alertas, por lo que pueda ocurrir.

Los «párvulos» los hacen detenerse. Están cerca de un puesto de centinelas: cuatro soldados, de pie, y tras ellos muchas figuras de soldados iluminados por el resplandor de una fogata. El viejo Macambira se arrastra hasta él y João Grande lo oye respirar, afanoso: «Cuando oigas el pito, quémalos». Asiente: «Que el Buen Jesús los ayude, Don Joaquim». Ve cómo las sombras disuelven a los doce Macambira, aplastados bajo los martillos, palancas y hachas, y al chiquillo que los guía. El otro «párvulo» se queda con ellos.

Espera, en medio de sus hombres, tenso, el silbato indicando que los Macambira han llegado frente a la Matadeira. Tarda mucho y al ex-esclavo le parece que nunca lo va a oír. Cuando —largo, ululante, súbito— borra todos los otros rumores, él y sus hombres disparan simultáneamente contra los centinelas. Estalla una fusilería estruendosa, en todo el contorno. Hay un gran desbarajuste y los soldados apagan la fogata. Tirotean de arriba, pero no los han localizado, pues los tiros no vienen en esta dirección.

João Grande ordena a su gente avanzar y un momento después están disparando y aventando petardos contra el campamento, a oscuras, donde hay carreras, voces, órdenes confusas. Una vez que ha vaciado su fusil, João se agazapa y escucha. Arriba, hacia el Monte Mario, parece haber también un tiroteo. ¿Están los Macambira peleando con los artilleros? En todo caso, no vale la pena seguir allí; sus compañeros también han agotado los cartuchos. Con el silbato, da orden de retirarse.

A media pendiente, una figurita menuda los alcanza, corriendo. João Grande le pone la mano en la cabeza enmarañada.

—¿Los llevaste hasta la Matadeira? —le pregunta.

—Los llevé —responde el chiquillo.

Hay una fusilería ruidosa detrás, como si toda la Favela hubiera entrado en guerra. El chiquillo no añade nada y João Grande piensa, una vez más, en la extraña manera del sertón, donde las gentes prefieren callar a hablar.

—¿Y que pasó con los Macambira? —pregunta, al fin.

—Los mataron —dice suavemente el chiquillo.

—¿A todos?

—Creo que a todos.

Ya están en tierra de nadie, a medio camino de las trincheras.

El Enano encontró al miope llorando, encogido en un repliegue de Cocorobó, cuando los hombres de Pedrão se retiraban. De la mano lo guió entre yagunzos que volvían a toda prisa a Belo Monte, convencidos de que los soldados de la Segunda Columna, una vez franqueada la barrera de Trabubú, asaltarían la ciudad. Cuando, a la madrugada siguiente, cruzaban una trinchera delante de los corrales de cabras, en medio de la turbamulta se dieron con Jurema: iba entre las Sardelinhas, azuzando a un asno con canastas. Los tres se abrazaron, conmovidos, y el Enano sintió que, al estrecharlo, Jurema le ponía los labios en la mejilla. Esa noche, tumbados en el almacén, detrás de los toneles y cajas, oyendo el tiroteo que caía sin tregua sobre Canudos, el Enano les contó que, hasta donde podía recordar, ese beso era el primero que le habían dado nunca.

¿Cuántos días duró el tronar del cañón, las ráfagas de fusilería, el estruendo de las granadas que ennegrecían el aire y desportillaban las torres del Templo? ¿Tres, cuatro, cinco? Ellos merodeaban por el almacén, veían entrar de día o de noche a los Vilanova y los demás, los oían discutir y dar órdenes y no entendían nada. Una tarde el Enano tuvo que llenar con un cucharón las bolsitas y cuernos de pólvora para las escopetas y rifles de chispa, y oyó decir a un yagunzo, señalando los explosivos: «Ojalá resistan tus paredes, Antonio Vilanova. Una sola bala podría encender esto y desaparecer la manzana». No se lo contó a sus compañeros. ¿Para qué aterrorizar más al miope? Las cosas que habían vivido juntos, aquí, habían hecho que sintiera por ambos un afecto que no había sentido ni por las gentes del Circo con las que se llevaba mejor.

Durante el bombardeo salió en dos ocasiones, en busca de comida. Pegado a los muros, por donde se deslizaba la gente, mendigó en las viviendas, cegado por el terral, aturdido por el tiroteo. En la calle de La Madre Iglesia vio morir a un niño. La criatura apareció corriendo, detrás de una gallina que aleteaba, y a los pocos pasos abrió los ojos y brincó, como alzada de los pelos. La bala le dio en el vientre, matándola al instante. Llevó el cadáver a la casa de donde la vio salir y como no había nadie la dejó en la hamaca. No pudo capturar a la gallina. El ánimo de los tres, pese a la incertidumbre y a la mortandad, mejoró cuando pudieron comer, gracias a las reses que trajo João Abade a Belo Monte.

Era de noche, se había producido una tregua en el tiroteo, había cesado el rumor de los rezos en la Plaza Matriz, y ellos, en el suelo del almacén, despiertos, conversaban. De pronto, una sigilosa figura se plantó en la puerta, con una lamparilla de barro en las manos. El Enano reconoció la herida y los ojitos acerados de Pajeú. Tenía una escopeta en el hombro, machete y faca en la cintura, bandas de cartuchos cruzadas sobre la camisola.

—Con todo respeto —murmuró—. Quiero que sea mi mujer.

El Enano sintió gemir al miope. Le pareció extraordinario que ese hombre tan reservado, tan lúgubre, tan glacial, hubiera dicho semejante cosa. Adivinó, bajo esa cara crispada por la cicatriz, una gran ansiedad. No se oían disparos, ladridos ni letanías; sólo a un abejorro dándose encontrones contra la pared. El corazón del Enano latía con fuerza; no era miedo sino una sensación dulzona, compasiva, por esa cara rajada que, a la lumbre de la lamparilla, miraba fijo a Jurema, esperando. Sentía la respiración temerosa del miope. Jurema no decía nada. Pajeú se puso a hablar de nuevo, articulando cada palabra. No había estado casado antes, no como mandaban la Iglesia, el Padre, el Consejero. Sus ojos no se apartaban de Jurema, no parpadeaban, y el Enano pensó que era tonto sentir pena por alguien tan temido. Pero en ese instante Pajeú parecía terriblemente desamparado. Había tenido amores de paso, esos que no dejan huella, pero no familia, hijos. Su vida no lo permitía. Siempre andando, huyendo, peleando. Por eso entendió muy bien cuando el Consejero explicó que la tierra cansada, exhausta de que le exijan siempre lo mismo, un día pide reposo. Eso había sido para él Belo Monte, como el descanso de la tierra. Su vida había estado vacía de amor. Pero ahora… El Enano notó que tragaba saliva y se le ocurrió que las Sardelinhas se habían despertado y oían a Pajeú desde las sombras. Era una preocupación, algo que lo recordaba en las noches: ¿se había secado su corazón por falta de amor? Tartamudeó y el Enano pensó: «Ni yo ni el ciego existimos para él». No se había secado: vio a Jurema en la caatinga y lo supo. Algo raro ocurrió en la cicatriz: era la llamita de la lamparilla que, al vacilar, le averiaba aún más el rostro. «Su mano tiembla», se asombró el Enano. Ese día su corazón se puso a hablar, sus sentimientos, su alma. Gracias a Jurema descubrió que no estaba seco por dentro. Su cara, su cuerpo, su voz, se le aparecían aquí y aquí. Se tocó la cabeza y el pecho, en un gesto brusco, y la llamita subió y bajó. Otra vez quedó callado, esperando, y se hicieron presentes de nuevo el zumbido y los encontrones del abejorro contra la pared. Jurema seguía muda. El Enano la observó de soslayo: replegada sobre sí misma, en actitud defensiva, resistía la mirada del caboclo, muy seria.

—No podemos casarnos ahora, ahora hay otra obligación —añadió Pajeú, como pidiendo excusas—. Cuando los perros se vayan.

El Enano sintió gemir al miope. Tampoco esta vez los ojos del caboclo se apartaron de Jurema para mirar a su vecino. Pero había una cosa… Algo que había pensado mucho, estos días, mientras rastreaba a los ateos, mientras los tiroteaba. Algo que alegraría su corazón. Calló, se avergonzó, luchó para decirlo: ¿le llevaría Jurema la comida, el agua, a la Fazenda Velha? Era algo que les envidiaba a los demás, algo que también quisiera tener. ¿Lo haría?

—Sí, sí, lo hará, se la llevará —oyó el Enano que decía, atolondrado, el miope—. Lo hará, lo hará.

Pero ni siquiera esta vez los ojos del caboclo lo miraron.

—¿Qué cosa es él de usted? —lo oyó preguntar. Ahora su voz era cortante como una faca—. ¿No su marido, no es cierto?

—No —dijo Jurema, muy suave—. Es… como mi hijo. La noche se llenó de tiros. Primero una andanada, luego otra, violentísima. Se oyeron gritos, carreras, una explosión.

—Me alegro de haber venido, de haberle hablado —dijo el caboclo—. Ahora tengo que irme. ¡Alabado sea el Buen Jesús!

Un momento después la oscuridad anegaba de nuevo el almacén y, en vez del abejorro, oían ráfagas intermitentes, lejanas, cercanas. Los Vilanova estaban en las trincheras y sólo aparecían para las reuniones con João Abade; las Sardelinhas pasaban la mayor parte del día en las Casas de Salud y llevando comida a los combatientes. El Enano, Jurema y el miope eran los únicos que permanecían allí. El almacén se había vuelto a llenar de armamentos y explosivos con el convoy que trajo João Abade y una empalizada de arena y piedras defendía su fachada.

—¿Por qué no le respondías? —oyó el Enano agitarse al ciego—. Él estaba en una tensión enorme, violentándose para decirte esas cosas. ¿Por qué no le contestabas? ¿No ves que en ese estado podía pasar del amor al odio, pegarte, matarte, y también a nosotros?

Calló para estornudar, una, dos, diez veces. Al terminar sus estornudos habían terminado también los disparos y el abejorro nocturno revoloteaba sobre sus cabezas.

—No quiero ser la mujer de Pajeú —dijo Jurema, como si no les hablara a ellos—. Si me obliga, me mataré. Como se mató una de Calumbí, con una espina de xique-xique. No seré nunca su mujer.

El miope tuvo otro ataque de estornudos y el Enano se sintió sobrecogido: si Jurema moría ¿qué sería de él?

—Debimos escaparnos cuando todavía se podía —oyó gemir al ciego—. Ya no saldremos nunca de aquí. Tendremos una muerte horrible.

Pajeú dijo que los soldados se irían —susurró el Enano—. Lo dijo convencido. Él sabe, está peleando, se da cuenta de lo que pasa en la guerra.

Otras veces, el ciego lo refutaba: ¿había enloquecido como estos ilusos, se figuraba que podían ganarle una guerra al Ejército del Brasil? ¿Creía, como ellos, que aparecería el Rey Don Sebastián a luchar de su lado? Pero ahora permaneció callado. El Enano no estaba tan seguro como él que los soldados fueran invencibles. ¿Acaso habían entrado a Canudos? ¿No los había despojado João Abade de sus armas y reses? La gente decía que estaban muriendo como moscas en la Favela, tiroteados por todos lados, sin comida, y gastándose las últimas balas.

Sin embargo, el Enano, cuya pasada existencia itinerante le impedía permanecer encerrado y lo lanzaba a la calle, pese a las balas, fue viendo, en los días sucesivos, que Canudos no tenía el aspecto de una ciudad victoriosa. Con frecuencia, encontraba algún muerto o herido en las callejuelas; si la fusilería era intensa pasaban horas antes de que los llevaran a las Casas de Salud, que estaban ahora, todas, en la calle Santa Inés, cerca del Mocambo. Salvo cuando ayudaba a los enfermeros, a acarrearlos, el Enano evitaba ese sector. Porque en Santa Inés se amontonaban durante el día los cadáveres que sólo podían ser enterrados en las noches —el cementerio estaba en la línea de fuego— y la pestilencia era terrible, fuera de los llantos y quejas de los heridos de las Casas de Salud, y del triste espectáculo de los viejecitos añosos, inválidos, inservibles, encargados de ahuyentar a los urubús y a los perros que querían comerse a los cadáveres mosqueados. Los entierros se celebraban después del rosario y los consejos, que tenían lugar puntualmente, cada anochecer, al llamado de la campana del Templo del Buen Jesús. Pero ahora se hacían a oscuras, sin las candelas chisporroteantes de antes de la guerra. A los consejos solían ir, con él, Jurema y el miope. Pero, a diferencia del Enano, que seguía luego los cortejos al cementerio, se regresaban al almacén una vez que terminaba la prédica del Consejero. Al Enano lo fascinaban los entierros, ese curioso afán de los deudos de que sus muertos se enterraran con algún pedazo de madera encima. Como ya no había quien hiciera ataúdes, pues todos estaban dedicados a la guerra, los cadáveres se sepultaban envueltos en hamacas, a veces dos o tres en una sola. Los parientes ponían dentro de la hamaca una tablita, una rama de arbusto, un objeto cualquiera de madera, para probarle al Padre su voluntad de dar al muerto un entierro digno, con cajón, que las adversas circunstancias impedían.

Al retorno de una de sus correrías, el Enano encontró en el almacén a Jurema y el ciego con el Padre Joaquim. Desde su llegada, hacía meses, no habían vuelto a estar a solas con él. Lo veían a menudo, a la diestra del Consejero, en la torre del Templo del Buen Jesús, diciendo misa, rezando el rosario que coreaba la multitud en la Plaza Matriz, en las procesiones, cercado por argollas de la Guardia Católica y en los entierros, salmodiando responsos en latín. Habían oído que sus desapariciones eran viajes que lo llevaban por los rincones del sertón, para hacer encargos y traer ayuda a los yagunzos. Desde que se reanudó la guerra, aparecía con frecuencia en las calles, sobre todo en Santa Inés, adónde iba a confesar e impartir la extremaunción a los moribundos de las Casas de Salud. Aunque se había cruzado con él varias veces nunca le había dirigido la palabra; pero, al entrar el Enano al almacén, el curita le estiró la mano y le dijo unas palabras amables. Estaba sentado en un banquito de ordeñadora y, frente a él, Jurema y el miope, en el suelo, con las piernas cruzadas.

—Nada es fácil, ni siquiera esto que parecía lo más fácil del mundo —dijo el Padre Joaquim a Jurema, desalentado, haciendo sonar los labios cuarteados—. Yo pensaba que te daría una gran felicidad. Que, esta vez, me recibirían como portador de alegría en una casa. —Hizo un pausa y se humedeció la boca con la lengua—. Sólo voy a las casas con los santos óleos, a cerrar los ojos a los muertos, a ver sufrir.

El Enano pensó que, en estos meses, se había vuelto un viejecillo. Casi no tenía cabellos y entre las motas de pelusa blanca, sobre las orejas, se veía su cráneo tostado y cubierto de pecas. Su flacura era extrema; la abertura de la raída sotana azulina delataba los huesos salientes de su pecho; su cara se había descolgado en pellejos amarillentos, en los que blanqueaban puntitos de barba crecida, lechosa. En su expresión, además de hambre y vejez, había inmensa fatiga.

—No me casaré con él, Padre —dijo Jurema—. Si quiere obligarme, me mataré.

Habló tranquila, con la quieta determinación con que les había hablado aquella noche, y el Enano comprendió que el cura de Cumbe debía ya haberla oído decir lo mismo, pues no se sorprendió:

—No quiere obligarte —musitó—. No se le pasa por la cabeza siquiera la idea de que lo rechazarías. Sabe, como todo el mundo, que cualquier mujer de Canudos se sentiría dichosa de haber sido elegida por Pajeú para formar un hogar. ¿Tú sabes quién es Pajeú, no es verdad, hija? Has oído, seguramente, las cosas que se cuentan de él.

Se quedó mirando el suelo terroso, con aire compungido. Un pequeño ciempiés se arrastraba entre sus sandalias, por las que asomaban sus dedos flacos y amarillentos, de uñas negras crecidas. No lo pisó, lo dejó alejarse, perderse entre la ristra de fusiles apoyados unos en otros.

—Todas son ciertas, incluso están por debajo de la verdad —añadió, de la misma manera abatida—. Esas violencias, muertes, robos, saqueos, venganzas, esas ferocidades gratuitas, como cortar orejas, narices. Toda esa vida de locura e infierno. Y, sin embargo, ahí está, también él, como João Abade, como Táramela, Pedrão y los demás… El Consejero hizo el milagro, volvió oveja al lobo, lo metió al redil. Y por volver ovejas a los lobos, por dar razones para cambiar de vida a gentes que sólo conocían el miedo y el odio, el hambre, el crimen y el pillaje, por espiritualizar la brutalidad de estas tierras, les mandan Ejército tras Ejército, para que los exterminen. ¿Qué confusión se ha apoderado del Brasil, del mundo, para que se cometa una iniquidad así? ¿No es como para darle también en eso la razón al Consejero y pensar que efectivamente Satanás se ha adueñado del Brasil, que la República es el Anticristo?

No hablaba de prisa, no alzaba la voz, no estaba enfurecido ni triste. Sólo abrumado.

—No es terquedad ni que le tenga odio —oyó el Enano que decía Jurema, con la misma firmeza—. Si fuera otro que Pajeú, tampoco lo aceptaría. No quiero volver a casarme, Padre.

—Está bien, lo he entendido —suspiró el cura de Cumbe—. Ya lo arreglaremos. Si no quieres, no te casarás con él. No tiene que matarte. Yo soy el que casa a la gente en Belo Monte, aquí no hay matrimonio civil. —Hizo una media sonrisa y asomó una lucecita picara en sus pupilas—. Pero no podemos decírselo de golpe. No hay que herirlo. La susceptibilidad en gente como Pajeú es una enfermedad tremenda. Otra cosa que siempre me ha asombrado es ese sentido del honor tan puntilloso. Son una llaga viva. No tienen nada pero les sobra honor. Es su riqueza. Bueno, vamos a comenzar por decirle que tu viudez es demasiado reciente para contraer ahora un nuevo matrimonio. Lo haremos esperar. Pero hay una cosa. Es importante para él. Llévale la comida a Fazenda Velha. Me ha hablado de eso. Necesita sentir que una mujer se ocupa de él. No es mucho. Dale gusto. De lo otro, lo iremos desanimando, a pocos.

La mañana había estado tranquila; ahora comenzaban a oírse tiros, espaciados y muy a lo lejos.

—Has despertado una pasión —añadió el Padre Joaquim—. Una gran pasión. Anoche vino al Santuario a pedirle permiso al Consejero para casarse contigo. Dijo que también recibiría a estos dos, ya que son tu familia, que se los llevaría a vivir con él…

Bruscamente, se incorporó. El miope estaba sacudido por los estornudos y el Enano se echó a reír, regocijado con la idea de volverse hijo adoptivo de Pajeú: nunca más le faltaría comida.

—Ni por eso ni por nada me casaría con él —repitió Jurema, inconmovible. Aunque añadió, bajando la vista —: Pero, si usted cree que debo hacerlo, le llevaré la comida.

El Padre Joaquim asintió y daba media vuelta cuando el miope se incorporó de un salto y lo cogió del brazo. El Enano, al ver su ansiedad, adivinó lo que iba a decir.

—Usted puede ayudarme —susurró, mirando a derecha y a izquierda—. Hágalo por sus creencias, Padre. Yo no tengo nada que ver con lo que pasa aquí. Estoy en Canudos por accidente, usted sabe que no soy soldado ni espía, que no soy nadie. Se lo ruego, ayúdenle.

El cura de Cumbe lo miraba con conmiseración.

—¿A irse de aquí? —murmuró.

—Sí, sí —tartamudeó el miope, moviendo la cabeza—. Me lo han prohibido. No es justo…

—Debió escaparse —susurró el Padre Joaquim—. Cuando era posible, cuando no había soldados por todas partes.

—¿No ve en qué estado estoy? —gimoteó el miope, señalándose los ojos enrojecidos, saltones, acuosos, huidizos—. ¿No ve que sin anteojos soy un ciego? ¿Podía irme solo, dando tumbos por el sertón? —Su voz se quebró en un chillido—. ¡No quiero morir como una rata!

El cura de Cumbe pestañeó varias veces y el Enano sintió frío en la espalda, como siempre que el miope predecía la muerte inminente para todos ellos.

—Yo tampoco quiero morir como una rata —silabeó el curita, haciendo una mueca—. Tampoco tengo que ver con esta guerra. Y, sin embargo… —Agitó la cabeza, como para ahuyentar una imagen—. Aunque quisiera ayudarlo, no podría. Sólo salen de Canudos bandas armadas, a pelear. ¿Podría ir con ellas, acaso? —Hizo un gesto amargo—. Si cree en Dios, encomiéndese a Él. Es el único que puede salvarnos, ahora. Y si no cree, me temo que no haya nadie que pueda ayudarlo, mi amigo.

Se alejó, arrastrando los pies, encorvado y triste. No tuvieron tiempo de comentar su visita pues en ese momento entraron en el almacén los hermanos Vilanova, seguidos de varios hombres. Por sus diálogos, el Enano entendió que los yagunzos estaban abriendo una nueva trinchera, al Oeste de Fazenda Velha, siguiendo la curva del Vassa Barris frente al Tabolerinho, pues parte de las tropas se habían desprendido de la Favela y venían dando un rodeo al Cambaio probablemente para emplazarse en ese sector. Cuando los Vilanova partieron, llevándose armas, el Enano y Jurema consolaron al miope, tan afligido por su diálogo con el Padre Joaquim que le corrían las lágrimas por las mejillas y le vibraban los dientes.

Aquella misma tarde acompañó el Enano a Jurema a llevar comida a Pajeú, a la Fazenda Velha. Ella pidió también al miope que la acompañara, pero el miedo que le inspiraba el caboclo y lo peligroso que era atravesar todo Canudos, lo hicieron negarse. La comida para los yagunzos se preparaba en el callejón de San Cipriano, donde beneficiaban las reses que aún subsistían de la correría de João Abade. Hicieron una larga cola hasta llegar a Catarina, la escuálida mujer de João Abade, que, con otras, distribuía trozos de carne y farinha, y zurrones que los «párvulos» iban a llenar a la aguada de San Pedro. La mujer del Comandante de la Calle les dio una canasta con viandas y ellos se unieron a la fila que iba a las trincheras. Había que recorrer el callejón de San Crispín e ir agachado o gateando por las barrancas del Vassa Barris, cuyas anfractuosidades eran escudo contra las balas. Desde el río, las mujeres ya no podían continuar en grupo, sino de una en una, corriendo en zigzag o, las más prudentes, arrastrándose. Había unos trescientos metros entre las barracas y las trincheras y mientras corría, pegado a Jurema, el Enano iba viendo a su derecha las torres del Templo del Buen Jesús, atiborradas de tiradores, y a su izquierda las lomas de la Favela de las que, estaba seguro, miles de fusiles los apuntaban. Llegó sudando a la orilla de la trinchera y dos brazos lo bajaron al foso. Vio la cara estropeada de Pajeú.

No parecía sorprendido de verlos allí. Ayudó a Jurema, alzándola como una pluma, y la saludó con una inclinación de cabeza, sin sonreír, con naturalidad, como si ella hubiera estado viniendo ya muchos días. Cogió la canasta y les indicó que se apartaran, pues obstruían el trajín de las mujeres. El Enano avanzó entre yagunzos que comían en cuclillas, charlaban con las recién llegadas, o espiaban por boquetes de tubos y troncos horadados que les permitían disparar sin ser vistos. El conducto se amplió por fin en un espacio semicircular. La gente estaba allí menos apiñada y Pajeú se sentó en un rincón. Hizo señas a Jurema de que fuera a su lado. Al Enano, que no sabía si acercarse, le señaló la canasta. Él, entonces, se acomodó junto a ellos y compartió con Jurema y Pajeú el agua y las viandas.

Durante un buen rato, el caboclo no dijo palabra. Comía y bebía, sin siquiera mirar a sus acompañantes. Jurema tampoco lo miraba y el Enano se decía que era tonta de rechazar como marido a ese hombre que podía resolverle todos los problemas. ¿Qué le importaba que fuera feo? A ratos, observaba a Pajeú. Perecía mentira que este hombre que masticaba con empeño frío, de expresión indiferente —había apoyado el fusil contra el muro, pero conservaba la faca, el machete y las sartas de municiones en el cuerpo—, fuera el mismo que con voz temblorosa y desesperada dijo aquellas cosas de amor a Jurema. No había tiroteo sino balas esporádicas, algo a lo que los oídos del Enano se habían acostumbrado. A lo que no se habituaba era a los cañonazos. Su estruendo venía seguido de terral, de derrumbes, de un boquerón en la tierra, del llanto aterrado de las criaturas y a menudo de cadáveres desmembrados. Cuando tronaba, era el primero en aplastarse contra la tierra y permanecía allí, con los ojos cerrados, sudando frío, prendido de Jurema y del miope si estaban cerca, tratando de rezar.

Para romper ese silencio, preguntó tímidamente si era verdad que Joaquim Macambira y sus hijos, antes de que los mataran, destruyeron a la Matadeira. Pajeú dijo que no. Pero la Matadeira les explotó a los masones pocos días después y, parecía, murieron tres o cuatro de los que la disparaban. Tal vez el Padre había hecho eso para premiarlos por su martirio. El caboclo evitaba mirar a Jurema y ésta parecía no oírlo. Dirigiéndose siempre a él, Pajeú añadió que los ateos de la Favela estaban de mal en peor, muñéndose de hambre y enfermedad, desesperados por las bajas que les hacían los católicos. En las noches, hasta aquí se les oía quejarse y llorar. ¿Quería decir, entonces, que se irían pronto?

Pajeú hizo un gesto de duda.

—El problema está atrás —murmuró, señalando con la barbilla hacia el Sur—. En Queimadas y Monte Santo. Llegan más masones, más fusiles, más cañones, más rebaños, más granos. Viene otro convoy con refuerzos y comida. Y a nosotros se nos acaba todo.

En su cara pálido amarillenta, la cicatriz se frunció ligeramente.

—Voy a ir yo, esta vez, a pararlo —dijo, volviéndose a Jurema. El Enano se sintió apartado de pronto a leguas de allí—. Una lástima que, justamente ahora, tenga que partir.

Jurema resistió la mirada del ex-cangaceiro con expresión dócil y ausente, sin decir nada.

—No sé cuánto estaré fuera. Vamos a caerles por Jueté. Tres o cuatro días, lo menos.

Jurema entreabrió la boca pero no dijo nada. No había hablado desde que llegó.

Hubo en eso una agitación en la trinchera y el Enano vio acercarse un tumulto, precedido por un rumor. Pajeú se levantó y cogió su fusil. En desorden, atropellando a los sentados y acuclillados, varios yagunzos llegaron hasta ellos. Rodearon a Pajeú y estuvieron un momento mirándolo, sin que nadie hablara. Lo hizo, al fin, un viejo, que tenía un lunar peludo en el cogote:

—Mataron a Táramela —dijo—. Le cayó una bala en la oreja, mientras comía. —Escupió y, mirando el suelo, gruñó —: Te has quedado sin tu suerte, Pajeú.

«Se pudren antes de morir», dice en voz alta el joven Teotónio Leal Cavalcanti, que cree estar pensando, no hablando. Pero no hay temor de que lo oigan los heridos. Aunque el Hospital de Sangre de la Primera Columna está bien resguardado del fuego, en una hendidura entre las cumbres de la Favela y el Monte Mario, el fragor de los disparos, sobre todo de la artillería, resuena aquí abajo repetido y aumentado por el eco de la semibóveda de los montes, y es un suplicio más para los heridos que tienen que gritar si quieren hacerse oír. No, nadie lo ha oído.

La idea de la pudrición atormenta a Teotónio Leal Cavalcanti. Estudiante del último año de Medicina de Sao Paulo cuando, por su ferviente convicción republicana, se enroló como voluntario con las tropas que partían a defender a la Patria allá en Canudos, ha visto antes de ahora, por supuesto, heridos, agonizantes, cadáveres. Pero aquellas clases de anatomía, las autopsias en el anfiteatro de la Facultad, los heridos de los hospitales donde hacía prácticas de cirugía ¿cómo se podrían comparar al infierno que es la ratonera de la Favela? Lo que lo maravilla es la velocidad con que se infectan las heridas, cómo en pocas horas se advierte en ellas un desasosiego, el hervor de los gusanos, y cómo inmediatamente empiezan a supurar pus fétida.

«Te servirá para tu carrera», le dijo su padre al despedirlo en la estación de Sao Paulo. «Tendrás una práctica intensiva de primeros auxilios.» Ha sido una práctica de carpintero, más bien. Algo ha aprendido en estas tres semanas: los heridos mueren más en razón de la gangrena que de las heridas, los que tienen más posibilidades de salvarse son aquellos que reciben el balazo o el tajo en brazos y piernas —miembros separables— siempre que se les ampute y cauterice a tiempo. Sólo los tres primeros días alcanzó el cloroformo para hacer las amputaciones con humanidad; en esos días era Teotónio quien reventaba las ampolletas, embebía una mota de algodón con el líquido emborrachante y los sujetaba contra la nariz del herido mientras el Capitán-cirujano, doctor Alfredo Gama, serruchaba, resoplando. Cuando se terminó el cloroformo, el anestésico fue una copa de aguardiente y ahora que se terminó el aguardiente las operaciones se hacen en frío, esperando que la víctima se desmaye pronto, de modo que el cirujano pueda operar sin la distracción de los alaridos. Es Teotónio Leal Cavalcanti quien ahora serrucha y corta los pies, piernas, manos y brazos de los gangrenados, mientras dos enfermeros sujetan a la víctima hasta que pierde el sentido. Y es él quien, luego de haber amputado, cauteriza los muñones quemando en ellos un poco de pólvora, o con grasa ardiente, como le enseñó el Capitán Alfredo Gama antes del estúpido accidente.

Estúpido, sí. Pues el Capitán Gama sabía que sobran artilleros y que, en cambio, escasean los médicos. Sobre todo médicos como él, experimentados en esta medicina de urgencia, que aprendió en las selvas del Paraguay, adónde fue de voluntario siendo estudiante, como ha venido a Canudos el joven Teotónio. Pero en esta guerra con el Paraguay, el Doctor Alfredo Gama contrajo para su desgracia, según lo confesaba, el «vicio de la artillería». Ese vicio acabó con él hace siete días, echando sobre los hombros de su joven ayudante la abrumadora responsabilidad de doscientos heridos, enfermos y moribundos que se apiñaban, semidesnudos, pestilentes, roídos por los gusanos, sobre la roca —sólo uno que otro tiene una manta o estera— en el Hospital de Sangre. El cuerpo de Sanidad de la Primera Columna se dividió en cinco equipos, y el Capitán Alfredo Gama y Teotónio constituían uno de ellos, el que tenía a su cargo la zona Norte del Hospital.

El «vicio de la artillería» impedía al Doctor Alfredo Gama concentrarse exclusivamente en los heridos. De pronto paraba una curación para trepar ansiosamente el Alto do Mario, adónde se ha arrastrado a pulso todos los cañones de la Primera Columna. Los artilleros le permitían disparar los Krupp, incluso la Matadeira. Teotónio lo recuerda, profetizando: «¡Un cirujano derribará las torres de Canudos!». El Capitán retornaba a la hendidura con bríos renovados. Era un hombre grueso, sanguíneo, abnegado y jovial, que se encariñó con Teotónio Leal Cavalcanti desde el día que lo vio entrar al cuartel. Su personalidad desbordante, su alegría, su vida aventurera, sus pintorescas anécdotas sedujeron de tal manera al estudiante que éste pensó seriamente, en el viaje a Canudos, permanecer en el Ejército una vez diplomado, igual que su ídolo. En la breve escala del Regimiento en Salvador, el Doctor Gama llevó a Teotónio a conocer la Facultad de Medicina de Bahía, en la Plaza de la Basílica Catedral y, frente a la fachada amarilla de grandes ventanales azules en forma de ojiva, bajo los flamboyanes, cocoteros y crotos, el médico y el estudiante bebieron aguardiente dulzón entre los quioscos levantados sobre las baldosas de piedras blancas y negras, rodeados de vendedores de baratijas y de cocineras. Siguieron bebiendo hasta el amanecer, que los sorprendió en un burdel de mulatas, locos de felicidad. Al subir al tren a Queimadas, el Doctor Gama hizo tragar a su discípulo una poción vomitiva, «para prevenir la sífilis africana», según le explicó.

Teotónio se seca el sudor, mientras da de beber quinina mezclada con agua a un varioloso que delira por la fiebre. A un lado, hay un soldado con los huesos del codo al aire y, al otro, un baleado en el vientre al que, como carece de esfínter, se le salen todas las heces. El olor a excrementos se mezcla con la chamusquina de los cadáveres que queman a lo lejos. Quinina y ácido fénico es lo único que queda en la ambulancia del Hospital de Sangre. El yodoformo se acabó al mismo tiempo que el cloroformo y, a falta de antisépticos, los médicos han estado usando subnitrato de bismuto y calomelanos. Ahora, ambas cosas también se han acabado. Teotónio Leal Cavalcanti lava las heridas con una solución de agua y ácido fénico. Lo hace acuclillado, sacando la solución fenicada de la bacía con las manos. A otros, les hace tragar un poco de quinina con medio vaso de agua. Se ha traído gran cantidad de quinina en previsión de fiebres palúdicas. «El síndrome de la guerra con el Paraguay», decía el Doctor Gama. Allá habían diezmado al Ejército. Pero el paludismo era inexistente en este clima sequísimo, donde sólo en torno a las escasas aguadas proliferaban mosquitos. Teotónio sabe que la quinina no les hará ningún bien, pero, al menos, les da la ilusión de estar siendo curados. Fue el día del accidente, precisamente, que el Capitán Gama empezó a repartir quinina, a falta de otra cosa.

Piensa en cómo ocurrió, en cómo debió ocurrir ese accidente. Él no estaba allí; se lo han contado y, desde entonces, ésa es, junto con la de los cuerpos que se pudren, una de las pesadillas que estorban su sueño las pocas horas que consigue dormir. La del jocundo y enérgico Capitán-cirujano encendiendo el cañón Krupp 34 cuya culata ha cerrado mal, por apresuramiento. Al detonar la espoleta, la explosión se propaga desde la culata entreabierta a un barril de cartuchos contiguo. Ha oído referir a los artilleros que vieron elevarse al Doctor Alfredo Gama varios metros, que cayó a veinte pasos convertido en un informe montón de carne. Con él han muerto el Teniente Odilón Corioano de Azevedo, el Alférez José A. do Amaral y tres soldados (otros cinco tuvieron quemaduras). Cuando Teotónio llegó al Alto do Mario, los cadáveres estaban siendo incinerados, conforme a una disposición sugerida por la Sanidad, en vista de lo difícil que es enterrar a todos los que mueren: en este suelo que es roca viva abrir una tumba es un gran desgaste de energía, pues las lampas y picos se abollan contra la piedra sin arrancarla. La orden de quemar los cadáveres ha motivado una violenta discusión entre el General Osear y el Capellán de la Primera Columna, el Padre capuchino Lizzardo, quien llama a la incineración «perversidad masónica».

El joven Teotónio guarda un recuerdo del Doctor Alfredo Gama: una cinta milagrosa del Senhor de Bonfim, que les vendieron aquella tarde, en Bahía, los funámbulos de la Plaza de la Basílica Catedral. Se la llevará a la viuda de su jefe, si regresa a Sao Paulo. Pero Teotónio duda que vuelva a ver la ciudad donde nació, estudió y donde se alistó en el Ejército por este idealismo romántico: servir a la Patria y a la Civilización.

En estos meses, ciertas creencias que parecían sólidas, se han visto profundamente socavadas. Por ejemplo, su idea del patriotismo, sentimiento que, creía antes, corría por la sangre de todos estos hombres venidos de los cuatro rincones del Brasil a defender a la República contra el oscurantismo, la conspiración traidora y la barbarie. Tuvo la primera desilusión en Queimadas, en esa larga espera de dos meses, en el caos que era la aldea sertanera convertida en Cuartel General de la Primera Columna. En la Sanidad, donde trabajaba con el Capitán Alfredo Gama y otros facultativos, descubrió que muchos trataban de evitar la guerra mediante el pretexto de la mala salud. Los había visto inventar enfermedades, aprenderse los síntomas y recitarlos como consumados actores, para hacerse declarar ineptos. El médico-artillero le enseñó a desbaratar los insensatos recursos de que se valían para darse fiebres, vómitos, diarreas. Que entre ellos hubiera no sólo soldados de línea, es decir, gente inculta, sino oficiales, había sido para Teotónio un duro remezón.

El patriotismo no estaba tan extendido como suponía. Es un pensamiento que se ha confirmado en las tres semanas que lleva en esta ratonera. No es que los hombres no peleen; han peleado, están peleando. Él ha visto con qué bravura han resistido, desde Angico, los ataques de ese enemigo sinuoso, cobarde, que no da la cara, que no conoce las leyes y las maneras de la guerra, que se embosca, que ataca al sesgo, desde escondites, y se esfuma cuando los patriotas van a su encuentro. En estas tres semanas, pese a que una cuarta parte de las fuerzas expedicionarias han caído muertas o heridas, los hombres siguen combatiendo, pese a la falta de comida, pese a que todos empiezan a perder la esperanza de que llegue el convoy de refuerzos.

¿Pero, cómo conciliar el patriotismo con los negociados? ¿Qué amor al Brasil es este que permite esos sórdidos tráficos entre hombres que defienden la más noble de las causas, la de la Patria y la Civilización? Es otra realidad que desmoraliza a Teotónico Leal Cavalcanti: la forma en que se negocia y especula, en razón de la escasez. Al principio, fue sólo el tabaco el que se vendía y revendía cada hora más caro. Esa misma mañana, ha visto pagar doce mil reis por un puñado a un Mayor de Caballería… ¡Doce mil reis! Diez veces más de lo que vale una caja de tabaco en la ciudad. Después, todo ha aumentado vertiginosamente, todo ha pasado a ser objeto de puja. Como los ranchos son ínfimos —los oficiales reciben mazorcas de maíz verde, sin sal, y los soldados el pienso de los caballos— se pagan precios fantásticos por los comestibles: treinta y cuarenta mil reis por un cuarto de chivo, cinco mil por una mazorca de maíz, veinte mil por una rapadura, cinco mil por una taza de farinha, mil y hasta dos mil por una raíz de imbuzeiro o por un cacto «cabeza de frade» del que se puede extraer pulpa. Los cigarros llamados «fuzileires» se venden a mil reis y una taza de café a cinco mil. Y, lo peor, es que él también ha sucumbido al tráfico. Él también, empujado por el hambre y la necesidad de fumar, ha estado gastándose lo que tiene, pagando cinco mil reis por una cuchara de sal, artículo que sólo ahora ha descubierto lo codiciado que podía ser. Lo que horripila es saber que buena parte de esos productos tienen un origen ilícito, son robados de las despensas de la Columna, o robos de robos…

¿No es sorprendente que, en estas circunstancias, cuando se están jugando la vida cada segundo, en esta hora de la verdad que debía purificarlos, dejando en ellos sólo lo elevado, muestren esa avidez por negociar y atesorar dinero? «No es lo sublime sino lo sórdido y abyecto, el espíritu de lucro, la codicia, lo que se exacerba ante la presencia de la muerte», piensa Teotónio. La idea que se hacía del hombre se ha visto brutalmente mancillada en estas semanas.

Lo aparta de sus pensamientos alguien que llora a sus pies. A diferencia de otros, que sollozan, éste llora en silencio, como avergonzado. Se arrodilla junto a él. Es un soldado viejo que ya no aguanta más la comezón.

—Me he rascado, Señor Doctor —murmura—. No me importa que se infecte o lo que sea.

Es una de las víctimas de esa arma diabólica de los caníbales que ha destrozado la epidermis de buen número de patriotas: las hormigas cacaremas. Al principio parecía un fenómeno natural, una fatalidad, que esos bichos feroces, que perforan la piel, producen sarpullidos y un ardor atroz, salieran de sus escondrijos con el fresco de la noche para ensañarse en los dormidos. Pero se ha descubierto que los hormigueros, unas construcciones esféricas de barro, los suben hasta el campamento los yagunzos, y los revientan allí, para que los enjambres voraces hagan estragos entre los patriotas que descansan… ¡Y son niños de pocos años a quienes los caníbales mandan arrastrándose a depositar los hormigueros! Uno de ellos ha sido capturado; al joven Teotónio le han dicho que el «yagunzinho» se debatía en los brazos de sus captores como una fiera, insultándoles con las groserías del rufián más deslenguado…

Al levantar la camisa del viejo soldado para examinar su pecho, Teotónio encuentra que las placas amoratadas de ayer, son ahora una mancha rojiza con pústulas presas de continua agitación. Sí, ya están allí, reproduciéndose, royendo las entrañas del pobre hombre. Teotónio ha aprendido a disimular, a mentir, a sonreír. Las picaduras van mejor, afirma, el soldado debe tratar de no rascarse. Le da de beber media taza de agua con quinina asegurándole que con esto la comezón disminuirá.

Prosigue su ronda, imaginando a esos niños a quienes los degenerados mandan en las noches con los hormigueros. Bárbaros, inciviles, salvajes: sólo gentes sin sentimientos pueden pervertir así a seres inocentes. Pero también sobre Canudos han cambiado las ideas del joven Teotónio. ¿Son, efectivamente, restauradores monárquicos? ¿Están coludidos, de veras, con la Casa de Braganza y los esclavistas? ¿Es cierto que los salvajes son apenas un instrumento de la Pérfida Albión? Aunque los oye gritar ¡Muera la República!, Teotónio Leal Cavalcanti ya no está tan seguro de eso, tampoco. Todo se ha vuelto confuso. Él esperaba encontrar, aquí, oficiales ingleses, asesorando a los yagunzos, enseñándoles a manejar el armamento modernísimo metido de contrabando por las costas bahianas que se ha descubierto. ¡Pero entre los heridos que simula que cura hay víctimas de hormigas cacaremas y, también, de dardos y flechas emponzoñadas y de piedras puntiagudas lanzadas con hondas de trogloditas! De modo que eso del ejército monárquico, reforzado por oficiales ingleses, le parece ahora algo fantástico. «Tenemos al frente a simples caníbales», piensa. «Y, sin embargo, estamos perdiendo la guerra; la hubiéramos perdido si la Segunda Columna no llega a socorrernos cuando nos emboscaron en estos cerros.» ¿Cómo entender semejante paradoja?

Una voz lo detiene: «¿Teotónio?». Es un Teniente en cuya guerrera en hilachas se lee todavía su grado y destino: Noveno Batallón de Infantería, Salvador. Se halla en el Hospital de Sangre desde el día que la Primera Columna llegó a la Favela; estaba entre los cuerpos de vanguardia de la Primera Brigada, a los que el Coronel Joaquim Manuel de Medeiros llevó insensatamente a intentar una carga, descendiendo la cuesta de la Favela hacia Canudos. La carnicería que les causaron los yagunzos, desde sus trincheras invisibles, fue espantosa; todavía se ve a la primera línea de soldados petrificada a media pendiente, donde fue detenida. El Teniente Pires Ferreira ha recibido una explosión en la cara; le arrancó las dos manos que había levantado y lo ha dejado ciego. Como era el primer día, el Doctor Alfredo Gama pudo anestesiarlo con morfina mientras le suturaba los muñones y desinfectaba su cara llagada. El Teniente Pires Ferreira tiene la fortuna de que sus heridas estén protegidas por vendas del polvo y los insectos. Es un herido ejemplar, al que Teotónio nunca ha oído llorar ni quejarse. Cada día, al preguntarle cómo se siente, lo oye responder: «Bien». Y decir «Nada» cuando le pregunta si quiere algo. Teotónio suele conversar con él, en Jas noches, tumbado a su lado en el cascajo, mirando las estrellas siempre abundantes en el cielo de Canudos. Así se ha enterado que el Teniente Pires Ferreira es veterano de esta guerra, uno de los pocos que ha servido en las cuatro expediciones enviadas por la República a combatir a los yagunzos; así ha sabido que para este infortunado oficial esta tragedia es el remate de una serie de humillaciones y derrotas. Ha comprendido, entonces, el porqué de la amargura que rumia, por qué resiste con estoicismo esas penalidades que destruyen la moral y la dignidad de otros. En él las peores heridas no son físicas.

—¿Teotónio? —repite Pires Ferreira. Las vendas le cubren media cara, pero no la boca ni el mentón.

—Sí —dice el estudiante, sentándose a su lado. Indica a los dos enfermeros con el botiquín y los zurrones que descansen; ellos se retiran unos pasos y se dejan caer sobre el cascajo—. Voy a acompañarte un rato, Manuel da Silva. ¿Necesitas algo?

—¿Nos están oyendo? —dice el vendado, en voz baja—. Es confidencial, Teotónio.

En ese momento suenan las campanas, al otro lado de los cerros. El joven Leal Cavalcanti mira al cielo: sí, oscurece, es la hora de las campanas y el rosario de Canudos. Repican todos los días, con una puntualidad mágica, e infaliblemente, poco después, si no hay tiroteo y cañonazos, hasta los campamentos de la Favela y el Monte Mario llegan las avemarías de los fanáticos. Una inmovilidad respetuosa se instala a esta hora en el Hospital de Sangre; muchos heridos y enfermos se persignan al oír las campanas y mueven los labios, rezando al mismo tiempo que sus enemigos. El mismo Teotónio, pese a que ha sido un católico apático, no puede dejar de sentir cada tarde, con estos rezos y campanadas, una sensación curiosa, indefinible, algo que, si no es la fe, es nostalgia de fe.

—O sea que el campanero sigue vivo —murmura, sin responder al Teniente Pires Ferreira—. No pueden bajarlo todavía.

El Capitán Alfredo Gama hablaba mucho del campanero. Lo había visto un par de veces trepando al campanario del Templo de las torres, y, otra, en el pequeño campanario de la capilla. Decía que era un viejecito insignificante e imperturbable, que se columpiaba del badajo, indiferente a la fusilería con que respondían a las campanas los soldados. El Doctor Gama le refirió que tumbar esos campanarios desafiantes y acallar al viejecillo provocador es ambición obsesiva allá, en el Alto do Mario, entre los artilleros, y que todos alistan sus fusiles para apuntarlo, a la hora del Ángelus. ¿No han podido matarlo aún o éste es un nuevo campanero?

—Lo que voy a pedirte no es producto de la desesperación —dice el Teniente Pires Ferreira—. No es el pedido de alguien que ha perdido el juicio.

Tiene la voz serena y firme. Está totalmente inmóvil sobre la manta que lo separa del cascajo, con la cabeza apoyada en una almohadilla de paja, y los muñones vendados sobre su vientre.

—No debes desesperar —dice Teotónio—. Serás de los primeros evacuados. Apenas lleguen los refuerzos y regrese el convoy, te llevarán en ambulancia a Monte Santo, a Queimadas, a tu casa. El General Osear lo prometió el día que vino al Hospital de Sangre. No desesperes, Manuel da Silva.

—Te lo pido por lo que más respetes en el mundo —dice, suave y firme, la boca de Pires Ferreira—. Por Dios, por tu padre, por tu vocación. Por esa novia a la que escribes versos, Teotónio.

—¿Qué quieres, Manuel da Silva? —murmura el joven paulista, apartando la vista del herido, disgustado, absolutamente seguro de lo que va a oír.

—Un tiro en la sien —dice la voz suave, firme—. Te lo suplico desde el fondo de mi alma.

No es el primero que le pide semejante cosa y sabe que no será el último. Pero es el primero que se lo pide con tanta tranquilidad, con tan poco dramatismo.

—No puedo hacerlo sin manos —explica el hombre vendado—. Hazlo tú por mí.

—Un poco de valor, Manuel da Silva —dice Teotónio, advirtiendo que es él quien tiene la voz alterada por la emoción—. No me pidas algo que va contra mis principios, contra mi profesión.

—Entonces, uno de tus ayudantes —dice el Teniente Pires Ferreira—. Ofrécele mi cartera. Debe haber unos cincuenta mil reis. Y mis botas, que están sin huecos.

—La muerte puede ser peor que lo que te ha ocurrido —dice Teotónio—. Serás evacuado. Sanarás, recobrarás el amor a la vida.

—¿Sin ojos y sin manos? —pregunta, suavemente, Pires Ferreira. Teotónio se siente avergonzado. El Teniente tiene la boca entreabierta —: Eso no es lo peor, Teotónio. Son las moscas. Siempre las odié, siempre sentí mucho asco por ellas. Ahora, estoy a su merced. Se pasean por mi cara, se meten a mi boca, se cuelan por las vendas hasta las llagas.

Calla. Teotónio lo ve pasarse la lengua por los labios. Se siente tan conmovido de oír hablar así a ese herido ejemplar, que no atina siquiera a pedir el zurrón de agua a los enfermeros, para aliviarle la sed.

—Se ha vuelto algo personal entre los bandidos y yo —dice Pires Ferreira—. No quiero que se salgan con la suya. No permitiré que me dejen convertido en esto, Teotónio. No seré un monstruo inútil. Desde Uauá, supe que algo trágico se había cruzado en mi camino. Una maldición, un hechizo.

—¿Quieres agua? —susurra Teotónio.

—No es fácil matarse cuando no tienes manos ni ojos —prosigue Pires Ferreira—. He intentado los golpes contra la roca. No sirve. Tampoco lamer el suelo, pues no hay piedras capaces de ser tragadas y…

—Calla, Manuel da Silva —dice Teotónio, poniéndole la mano en el hombro. Pero le resulta falso calmar a un hombre que parece el más tranquilo del planeta, que no sube ni apresura la voz, que habla de sí como de otra persona.

—¿Me vas a ayudar? Te lo pido en nombre de nuestra amistad. Una amistad nacida aquí es algo sagrado. ¿Me vas a ayudar?

—Sí —susurra Teotónio Leal Cavalcanti—. Te voy a ayudar, Manuel da Silva.