VI
CALADO hasta los huesos, encogido sobre una manta que se confunde con el barro, el periodista miope del Jornal de Noticias siente tronar el cañón. En parte por la lluvia, en parte por la inminencia del combate, nadie duerme. Aguza los oídos: ¿siguen repicando en la oscuridad las campanas de Canudos? Sólo oye, espaciados, los cañonazos y las cornetas, entonando el Toque de Carga y Degüello. ¿También los yagunzos habrán puesto nombre a la sinfonía de pitos con que han martirizado al Séptimo Regimiento desde Monte Santo? Está desasosegado, sobresaltado, estremecido de frío. El agua le humedece los huesos. Piensa en su colega, el viejo friolento que, al quedarse rezagado entre los soldados-niños semidesnudos, le dijo: «En la puerta del horno se quema el pan, joven amigo». ¿Habrá muerto? ¿Habrán corrido él y esos muchachos la misma suerte que el Sargento rubio y los soldados de su patrulla que encontraron esa tarde, en las estribaciones de esta sierra? En eso, allá abajo, las campanas responden a las cornetas del Regimiento, diálogo en las tinieblas lluviosas que preludia el que entablarán escopetas y fusiles apenas despunte el día.
La suerte del Sargento rubio y su patrulla ha podido ser la suya: había estado a punto de decir sí cuando Moreira César le sugirió acompañarlos. ¿Lo salvó la fatiga? ¿Un palpito? ¿La casualidad? Ha ocurrido la víspera pero, en su memoria, parece lejanísimo, porque ayer todavía sentía Canudos como inalcanzable. La cabeza de la Columna se detiene y el periodista miope recuerda que le zumbaban los oídos, que las piernas le temblaban, que tenía llagados los labios. El Coronel lleva el caballo de la rienda y los oficiales se confunden con los soldados y los pisteros, pues la tierra los uniforma. Advierte la fatiga, la suciedad, la privación que lo rodean. Una docena de soldados se desgaja de las filas y a paso ligero vienen a cuadrarse ante el Coronel y el Mayor Cunha Matos. Quien los comanda es el joven oficial que trajo prisionero al cura de Cumbe. Lo oye chocar los tacos, repetir las instrucciones:
—Hacerme fuerte en Caracatá, cerrar las quebradas con fuego cruzado apenas comience el asalto. —Tiene el aire resuelto, saludable, optimista, que le ha visto en todos los momentos de la marcha—. No tema, Excelencia, ningún bandido escapará por Caracatá.
¿El pistero que se alineó junto al Sargento era el que guiaba a las patrullas a buscar agua? El ha sido quien llevó a los soldados a la emboscada y el periodista miope piensa que está aquí, empapado, confuso y fantaseando, de puro milagro. El Coronel Moreira César lo ve sentado en tierra, rendido, acalambrado, con su tablero portátil sobre las rodillas:
—¿Quiere ir con la patrulla? En Caracatá estará más protegido que con nosotros.
¿Qué le hizo decir no, después de unos segundos de vacilación? Recuerda que el joven Sargento y él han conversado varias veces: le hacía preguntas sobre el Jornal de Noticias y su trabajo, Moreira César era la persona que más admiraba en el mundo —«Más aún que al Mariscal Floriano»— y, como él, creía que los políticos civiles eran una catástrofe para la República, fuente de corrupción y de división, y que sólo los hombres de espada y uniforme podían regenerar a la Patria envilecida por la monarquía.
¿Ha dejado de llover? El periodista miope se pone boca arriba, sin abrir los ojos. Sí, ya no gotea, esos alfilerazos de agua son obra del viento que barre la ladera. El cañoneo también ha cesado y la imagen del viejo periodista friolento sustituye en su mente a la del joven Sargento: sus cabellos entre blancos y amarillentos, su desencajada cara bondadosa, su bufanda, las uñas que se contemplaba como si estimularan la meditación. ¿Estará colgado de un árbol, también? No mucho después de la partida de la patrulla un mensajero viene a decir al Coronel que algo ocurre con los párvulos. ¡La compañía de los párvulos!, piensa. Está escrito, yace al fondo del bolsón sobre el que está echado para protegerlo de la lluvia, cuatro o cinco hojas relatan la historia de esos adolescentes, casi niños, que el Séptimo Regimiento recluta sin preguntarles la edad. ¿Por qué lo hace? Porque, según Moreira César, los niños tienen mejor puntería, nervios más firmes que los adultos. Él ha visto, ha hablado con esos soldados de catorce y quince años a los que llaman párvulos. Por eso, cuando escucha al mensajero decir que algo les ocurre, el periodista miope sigue al Coronel hacia la retaguardia. Media hora después los encuentran.
En las tinieblas mojadas, un escalofrío le corre de la cabeza a los pies. De nuevo suenan, muy fuertes, las cornetas y las campanas, pero él sigue viendo, en el sol del atardecer, a los ocho o diez niños-soldados, en cuclillas o tumbados sobre el cascajo. Las compañías de la retaguardia los van dejando atrás. Son los más jóvenes, parecen disfrazados, se los nota muertos de hambre y cansancio. Asombrado, el periodista miope descubre a su colega entre ellos. Un Capitán de bigotes, que parece víctima de sentimientos encontrados —piedad, cólera, indecisión— recibe al Coronel: se negaban a continuar, Excelencia, ¿qué debía hacer? El periodista trata afanosamente de persuadir a su colega: que se levante, que haga un esfuerzo. «No eran razones lo que necesitaba —piensa—, si hubiera tenido un átomo de energía hubiera seguido.» Recuerda sus piernas estiradas, la lividez de su cara, su respiración perruna. Uno de los niños lloriquea: prefieren que los haga matar, Excelencia, tienen los pies infectados, zumbidos en la cabeza, no darán un paso más. Solloza, con las manos como rezando, y, poco a poco, los que no lloraban también rompen a llorar, tapándose las caras y encogiéndose a los pies del Coronel. Recuerda la mirada de Moreira César, sus ojitos fríos pasando y volviendo a pasar sobre el grupo:
—Creí que se harían hombres más rápido en las filas. Se van a perder lo mejor de la fiesta. Me han defraudado, muchachos. Para no considerarlos desertores, les doy de baja. Entreguen sus armas y sus uniformes.
El periodista miope cede media ración de agua a su colega y ahí está la sonrisa con que éste se lo agradece, mientras los niños, apoyándose unos en otros, con manos flojas, se quitan las guerreras y los quepis y devuelven sus fusiles a los armeros.
—No se queden aquí, es demasiado descubierto —les dice Moreira César—. Traten de llegar al roquedal donde hicimos alto esta mañana. Escóndanse ahí hasta que pase alguna patrulla. La verdad, tienen pocas probabilidades.
Da media vuelta y regresa a la cabeza de la Columna. Su colega susurra a modo de despedida: «En la puerta del horno se quema el pan, joven amigo». Ahí está el viejo, con su bufanda absurda en el pescuezo, quedándose atrás, sentado como un monitor entre chiquillos semidesnudos que berrean. Piensa: «También ha llovido allá». Imagina la sorpresa, la felicidad, la resurrección que debió ser para el viejo y los chiquillos ese súbito chaparrón que envía el cielo segundos después de jorobarse y oscurecerse de nubarrones. Imagina la incredulidad, las sonrisas, las bocas abriéndose ávidas, gozosas, las manos formando cuencos para retener el agua, imagina a los muchachos abrazándose, poniéndose de pie, descansando, envalentonados, desmagullados. ¿Habrán reanudado la marcha, alcanzado tal vez a la retaguardia? Encogiéndose hasta tocar el mentón con las rodillas, el periodista miope se responde que no: su abatimiento y ruina física eran tales que ni siquiera la lluvia habrá sido capaz de levantarlos.
¿Cuántas horas dura ya esta lluvia? Ha comenzado al anochecer, cuando la vanguardia empieza a tomar posesión de las alturas de Canudos. Hay una explosión indescriptible en todo el Regimiento, soldados y oficiales saltan, se palmean, beben en sus quepis, se exponen con los brazos abiertos a las trombas del cielo, el caballo blanco del Coronel relincha, agita las crines, remueve los cascos en el fango que empieza a formarse. El periodista miope sólo atina a alzar la cabeza, a cerrar los ojos, a abrir la boca, las narices, incrédulo, extasiado por esas gotas que salpican sobre sus huesos y está así, tan absorto, tan dichoso, que no oye los disparos, ni los gritos del soldado que rueda por el suelo, a su costado, dando ayes de dolor y cogiéndose la cara. Cuando descubre el desbarajuste se agacha, levanta el tablero y el bolsón y se tapa la cabeza. Desde ese miserable refugio ve al Capitán Olimpio de Castro disparando su revólver y a soldados que corren en busca de abrigo o se arrojan al barro. Y entre las piernas enfangadas que se cruzan y descruzan ve —la imagen está detenida en su memoria como un daguerrotipo— al Coronel Moreira César cogiendo las riendas del caballo, saltando sobre la montura y, con el sable desenvainado, cargando, sin saber si es seguido, hacia la caatinga de donde han disparado. «Gritaba viva la República —piensa—, viva el Brasil.» En la plomiza luz, entre los chorros de agua y el viento que mece los árboles, oficiales y soldados echan a correr, coreando los gritos del Coronel, y —olvidando un instante el frío y la zozobra, el periodista del Jornal de Noticias se ríe, acordándose— se ve de pronto él también corriendo en medio de ellos, también hacia el bosque, también al encuentro del invisible enemigo. Recuerda haber pensado, mientras daba traspiés, que corría estúpidamente hacia un combate que no iba a librar. ¿Con qué lo hubiera librado? ¿Con un tablero portátil? ¿Con el bolsón de cuero donde lleva sus mudas y sus papeles? ¿Con su tintero vacío? Pero el enemigo, claro está, no aparece.
«Lo que apareció fue peor», piensa, y otro escalofrío lo atraviesa, como una lagartija por su espalda. En la cenicienta tarde que comienza a ser noche, vuelve a ver cómo el paisaje adquiere de pronto perfil fantasmagórico, con esos extraños frutos humanos colgados de las umburanas y la favela, y esas botas, vainas de sables, polacas, quepis, bailoteando de las ramas. Algunos cadáveres son ya esqueletos vaciados de ojos, vientres, nalgas, muslos, sexos, por los picotazos de los buitres o los mordiscos de los roedores y su desnudez resalta contra la grisura verdosa, espectral, de los árboles y el color pardo de la tierra. Detenido en seco por lo insólito del espectáculo, camina atontado entre esos restos de hombres y uniformes que adornan la caatinga. Moreira César ha desmontado y lo rodean los oficiales y soldados que cargaron tras él. Están petrificados. Un profundo silencio, una inmovilidad tirante han reemplazado el griterío y las carreras de hace un momento. Todos observan y, en las caras, al estupor, al miedo, van sucediendo la tristeza, la cólera. El joven Sargento rubio tiene la cabeza intacta —aunque sin ojos— y el cuerpo deshecho de cicatrices cárdenas, huesos salientes, bocas tumefactas que con el correr de la lluvia parecen sangrar. Se mece, suavemente. Desde ese momento, antes aún de espantarse y apiadarse, el periodista miope ha pensado lo que no puede dejar de pensar, lo que ahora mismo lo roe y le impide dormir: la casualidad, el milagro que lo salvaron de estar también ahí, desnudo, cortado, castrado por las facas de los yagunzos o los picos de los urubús, colgando entre los cactos. Alguien solloza. Es el Capitán Olimpio de Castro, que, con la pistola todavía en la mano, se lleva el brazo a la cara. En la penumbra, el periodista miope ve que otros oficiales y soldados también lloran por el Sargento rubio y sus soldados, a los que han comenzado a descolgar. Moreira César permanece allí, presenciando la operación que se hace a oscuras, con el rostro fruncido en una expresión de una dureza que no le ha visto hasta ahora. Envueltos en mantas, unos junto a otros, los cadáveres son enterrados de inmediato, por soldados que presentan armas en la oscuridad y disparan una salva en su honor. Después del toque del corneta, Moreira César señala con la espada las laderas que tienen delante y pronuncia una arenga cortísima:
—Los asesinos no han huido, soldados. Están ahí, esperando el castigo. Ahora callo para que hablen las bayonetas y los fusiles.
Siente de nuevo el bramido del cañón, esta vez más cerca, y salta en el sitio, muy despierto. Recuerda que en los últimos días casi no ha estornudado, ni siquiera en esta humedad lluviosa, y se dice que por lo menos para eso le habrá servido la Expedición: la pesadilla de su vida, esos estornudos que enloquecían a sus compañeros de redacción y que lo tenían desvelado noches íntegras, han disminuido, tal vez desaparecido. Recuerda que comenzó a fumar opio no tanto para soñar como para dormir sin estornudos y se dice: «qué mediocridad». Se ladea y espía el cielo: es una mancha sin chispas. Está tan oscuro que no distingue las caras de los soldados tumbados junto a él, a derecha e izquierda. Pero oye su resuello, las palabras que se les escapan.
Cada cierto tiempo, unos se levantan y otros vienen a descansar mientras los primeros suben a relevarlos en la cumbre. Piensa: será terrible. Algo que nunca podrá reproducir fielmente por escrito. Piensa: están llenos de odio, intoxicados por el deseo de venganza, por hacerles pagar la fatiga, el hambre, la sed, los caballos y las reses perdidos y, sobre todo, los cadáveres destrozados, vejados, de esos compañeros a los que vieron partir apenas unas horas antes de tomar Caracatá. Piensa: era lo que necesitaban para llegar al paroxismo. Ese odio es el que los ha hecho escalar las laderas rocallosas a un ritmo frenético, apretando los dientes, y el que debe tenerlos ahora insomnes, empuñando sus armas, mirando obsesivamente desde la cumbre las sombras de abajo donde están esas presas que, si al principio odiaban por deber, ahora odian personalmente, como enemigos a los que deben cobrar una deuda de honor.
Por el ritmo loco en que el Séptimo Regimiento ha escalado las colinas, no ha podido permanecer a la cabeza, junto al Coronel, el Estado Mayor y la escolta. Se lo han impedido la falta de luz, los tropezones, los pies hinchados, el corazón que parecía salírsele, las sienes que golpeaban. ¿Qué lo ha hecho resistir, incorporarse tantas veces, seguir trepando? Piensa: el miedo a quedarme solo, la oscuridad por lo que va a pasar. En una de esas caídas ha extraviado el tablero, pero un soldado con el cráneo rapado —rapan a los infectados de piojos— se lo alcanza poco después. Ya no tiene modo de usarlo, se le ha terminado la tinta y la última pluma de ganso se quebró la víspera. Ahora que ha cesado la lluvia, percibe ruidos diversos, un rumor de piedras, y se pregunta si, en la noche, las compañías siguen desplegándose a uno y otro lado, si están arrastrando los cañones y ametralladoras a un nuevo emplazamiento o si la vanguardia se ha lanzado ya cuesta abajo, sin esperar el día.
No lo han dejado rezagado, ha llegado antes que muchos soldados. Siente una alegría infantil, la sensación de haber ganado una apuesta. Esas siluetas sin facciones ya no avanzan, están afanosamente abriendo bultos, quitándose las mochilas. Desaparecen su fatiga, su angustia. Pregunta dónde está el comando, rebota en uno y otro grupo de soldados, va y viene hasta dar con la lona sostenida en estacas, iluminada por un candil débil. Es ya noche cerrada, sigue lloviendo a cántaros, y el periodista miope recuerda la seguridad, el alivio que ha sentido al acercarse gateando a la lona y ver a Moreira César. Está recibiendo partes, dando instrucciones, reina una actividad febril en torno a la mesita sobre la que chisporrotea la llama. El periodista miope se deja caer en el suelo, a la entrada, como otras veces, pensando que su postura, presencia, allí, son las de un perro y que es a un perro sin duda a lo que más debe asociarlo el Coronel Moreira César. Ve entrar y salir a oficiales salpicados de barro, oye discutir al Coronel Tamarindo con el Mayor Cunha Matos, dar órdenes a Moreira César. El Coronel está envuelto en una capa negra y, en la luz aceitosa, parece deforme. ¿Ha tenido una nueva crisis de su misteriosa enfermedad? Porque a su lado está el Doctor Souza Ferreiro.
—Que la artillería rompa el fuego —lo oye decir—. Que los Krupp les manden nuestras tarjetas de visita, para ablandarlos hasta el momento del asalto.
Cuando los oficiales comienzan a salir de la tienda, debe hacerse a un lado a fin de que no lo pisen.
—Que oigan el Toque del Regimiento —dice el Coronel al Capitán Olimpio de Castro.
Poco después el periodista miope oye el toque largo, lúgubre, funeral, que oyó al partir la Columna de Queimadas. Moreira César se ha puesto de pie y avanza, medio encogido en su capa, hasta la salida. Va dando la mano y deseando suerte a los oficiales que parten.
—Vaya, llegó usted hasta Canudos —le dice al verlo—. Le confieso que me asombra. Nunca creí que sería el único de los corresponsales en acompañarnos hasta aquí.
Y de inmediato, desinteresado de él, se vuelve hacia el Coronel Tamarindo. El Toque de Carga y Degüello resuena en distintos puntos del contorno, por sobre la lluvia. En un silencio, el periodista miope escucha de pronto un rebato de campanas. Recuerda lo que pensó que todos pensaban: «La respuesta de los yagunzos». «Mañana almorzaremos en Canudos», oye decir al Coronel. Se le atolondra el corazón, pues mañana ya es hoy.
Lo despierta un fuerte escozor: hileras de hormigas le recorrían ambos brazos, dejando un reguero de puntos rojos en su piel. Las aplastó a manazos mientras se sacudía la cabeza embotada. Observando el cielo gris, la luz que raleaba, Galileo Gall trató de calcular la hora. Siempre había envidiado en Rufino, en Jurema, en la Barbuda, en toda la gente de aquí, la seguridad con que, mediante un simple vistazo al sol o a las estrellas, podían saber a qué altura del día o de la noche se encontraban. ¿Cuánto había dormido? No mucho, pues Ulpino aún no volvía. Cuando vio las primeras estrellas se sobresaltó. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Habría huido, temeroso de llevarlo hasta el mismo Canudos? Sintió frío, una sensación que le parecía no experimentar hacía siglos.
Horas después, en la clara noche, tuvo la certidumbre de que Ulpino no iba a volver. Se puso de pie y, sin saber qué pretendía, echó a andar por la dirección que señalaba el madero donde decía Caracatá. El caminito se disolvía en un laberinto de espinas que lo arañaron. Regresó al claro. Alcanzó a dormir, angustiado, con pesadillas que al amanecer recordaba confusamente. Tenía tanta hambre que estuvo un buen rato, olvidado del guía, masticando yerbas, hasta calmar el vacío de su vientre. Luego, exploró los alrededores, convencido de que no tenía más remedio que orientarse solo. Después de todo, no sería difícil; bastaba encontrar al primer grupo de peregrinos y seguirlos. ¿Pero, dónde estaban? Que Ulpino lo hubiera extraviado deliberadamente, le producía tanta angustia que, apenas aparecía en su cerebro esa sospecha, la expulsaba. Para abrirse paso en el bosque llevaba una gruesa rama y, prendida al hombro, su alforja. De pronto, rompió a llover. Ebrio de excitación, lamía las gotas que caían a su cara, cuando vio unas siluetas entre los árboles. Gritó, llamándolas, y corrió hacia ellas, chapoteando, diciéndose que por fin, cuando reconoció a Jurema. Y a Rufino. Se paró en seco. A través de una cortina de agua, advirtió la tranquilidad del rastreador y que llevaba a Jurema atada del pescuezo, como a un animal. Lo vio soltar la cuerda y divisó la cara asustada del Enano. Los tres lo miraban y se sintió desconcertado, irreal. Rufino tenía una faca en la mano; sus ojos parecían carbones.
—Por ti, no hubieras venido a defender a tu mujer —entendió que le decía, con más desprecio que rabia—. No tienes honor, Gall.
Sintió que se acentuaba la sensación de irrealidad. Alzó la mano que tenía libre e hizo un gesto pacificador, amistoso:
—No hay tiempo para esto, Rufino. Lo que pasó puedo explicártelo. Lo urgente ahora es otra cosa. Hay miles de hombres y mujeres que pueden ser sacrificados por un puñado de ambiciosos. Tu deber…
Pero se dio cuenta que hablaba en inglés. Rufino venía hacia él y Galileo comenzó a retroceder. El suelo era ya barro. Atrás, el Enano trataba de desanudar a Jurema. «No te voy a matar todavía», creyó entender, y que el rastreador iba a ponerle la mano en la cara para quitarle su honor. Tuvo ganas de reírse. La distancia entre ambos se iba acortando por segundos y pensó: «No entiende ni entenderá razones». El odio, como el deseo, anulaba la inteligencia y volvía al hombre puro instinto. ¿Iba a morir por esa estupidez, el hueco de una mujer? Seguía haciendo gestos apaciguadores y ponía una cara miedosa e implorante. A la vez, calculaba la distancia y, cuando lo tuvo próximo, súbitamente descargó contra Rufino el palo que empuñaba. El rastreador cayó al suelo. Escuchó gritar a Jurema, pero cuando ella llegó a su lado, había vuelto a golpear a Rufino un par de veces y éste, aturdido, había soltado la faca, que Gall recogió. Contuvo a Jurema, indicándole con un gesto que no iba a matarlo. Enfurecido, mostrando el puño al hombre caído, rugió:
—Ciego, egoísta, traidor a tu clase, mezquino, ¿no puedes salir de tu mundito vanidoso? El honor de los hombres no está en sus caras ni en el cono de las mujeres, insensato. Hay millares de inocentes en Canudos. Se está jugando la suerte de tus hermanos, compréndelo.
Rufino movía la cabeza, volviendo del desmayo.
—Trata tú de que entienda —gritó Gall a Jurema todavía, antes de marcharse. Ella lo miraba como si estuviera loco o no lo conociera. De nuevo tuvo una sensación de absurdo e irrealidad. ¿Por qué no había matado a Rufino? El imbécil lo perseguiría hasta el fin del mundo, era seguro. Corría, acezante, rasguñado por la caatinga, bajo trombas de agua, enlodándose, sin saber dónde iba. Conservaba el palo y la alforja, pero había perdido el sombrero y sentía las gotas rebotando en su cráneo. Un tiempo después, que podía ser unos minutos o una hora, se detuvo. Echó a andar, despacio. No había sendero alguno, ningún punto de referencia entre los matorrales y los cactos, y los pies se le hundían en el barro, frenándolo. Sentía que sudaba bajo el agua. Maldijo su suerte, en silencio. La luz se había ido apagando y le costaba creer que fuera ya el atardecer. Al fin, se dijo que estaba mirando a todos lados como si estuviera a punto de suplicar a esos árboles grises, estériles, de púas filudas en vez de hojas, que lo ayudaran. Hizo un gesto, entre compasivo y desesperado, y echó a correr de nuevo. Pero a los pocos metros dejó de hacerlo y permaneció en el sitio, crispado por la impotencia. Se le escapó un sollozo:
—¡Rufinoooo! ¡Rufinoooo! —gritó, llevándose las manos a la boca—. ¡Ven, ven, aquí estoy, te necesito! Ayúdame, llévame a Canudos, hagamos algo útil, no seamos estúpidos. Luego podrás vengarte, matarme, abofetearme. ¡Rufinooo!
Escuchó el eco de sus gritos, entre el chasquido del agua. Estaba hecho una sopa, muerto de frío. Siguió andando, sin rumbo, moviendo la boca, golpeándose las piernas con el palo. Era el atardecer, pronto sería noche, todo esto era tal vez una simple pesadilla y el suelo cedió bajo sus pies. Antes de chocar contra el fondo, comprendió que había pisado una enramada que disimulaba un agujero. El golpe no lo hizo perder el sentido: la tierra estaba blanda por la lluvia. Se enderezó, se tocó brazos, piernas, la espalda adolorida. Buscó a tientas la faca de Rufino que se le había desprendido de la cintura y pensó que hubiera podido clavársela. Intentó escalar el hueco, pero sus pies resbalaban y volvía a caer. Se sentó en el suelo empapado, se apoyó en el muro y, con una especie de alivio, se durmió. Lo despertó un murmullo tenue, de ramas y hojas pisadas. Iba a gritar cuando sintió un soplo junto a su hombro y en la penumbra vio clavarse en la tierra un dardo de madera.
—¡No tiren! ¡No tiren! —gritó—. Soy un amigo, un amigo.
Hubo murmullos, voces, y siguió gritando hasta que un leño prendido se hundió en el pozo y tras la llama intuyó cabezas humanas. Eran hombres armados y cubiertos de mantones de yerbas. Se extendieron varias manos y lo izaron hasta la superficie. Había exaltación, felicidad, en la cara de Galileo Gall que los yagunzos examinaban, de pies a cabeza, a la luz de sus antorchas, chisporroteantes en la humedad de la lluvia reciente. Los hombres parecían disfrazados con sus caparazones de yerbas, los pitos de madera enroscados en el cuello, las carabinas, los machetes, las ballestas, las sartas de balas, los andrajos, los escapularios y detentes con el Corazón de Jesús. Mientras ellos lo miraban, olfateaban, con expresiones que decían la sorpresa que les producía ese ser que no lograban identificar dentro de las variedades de hombres conocidos, Galileo Gall les pedía con vehemencia que lo llevaran a Canudos: podía servirlos, ayudar al Consejero, explicarles las maquinaciones de que eran víctimas por obra de los políticos y militares corrompidos de la burguesía. Accionaba, para dar énfasis y elocuencia a sus palabras y llenar los vacíos de su media lengua, mirando a unos y otros con ojos desorbitados: tenía una vieja experiencia revolucionaria, camaradas, había combatido muchas veces al lado del pueblo, quería compartir su suerte.
—Alabado sea el Buen Jesús —le pareció entender que alguien decía.
¿Se burlaban de él? Balbuceó, se le trabó la lengua, luchó contra la sensación de impotencia que lo ganaba al darse cuenta que las cosas que decía no eran exactamente las que quería decir, las que ellos hubieran podido entender. Lo desmoralizaba, sobre todo, advertir en la indecisa luz de las antorchas que los yagunzos cambiaban miradas y gestos significativos y que le sonreían piadosamente, mostrándole sus bocas donde faltaban o sobraban dientes. Sí, parecían disparates, ¡pero tenían que creerle! Estaba aquí para ayudarlos, le había costado muchísimo llegar a Canudos. Gracias a ellos había renacido un fuego que el opresor creía haber extinguido en el mundo. Calló de nuevo, desconcertado, desesperado, por la actitud benévola de los hombres con mantones de yerbas en los que sólo adivinaba curiosidad y compasión. Quedó con las manos estiradas y sintió los ojos cargados de lágrimas. ¿Qué hacía aquí? ¿Cómo había llegado a meterse en esta trampa, de la que no iba a salir, creyendo que así ponía un granito de arena en la gran empresa de desbarbariar el mundo? Alguien le aconsejaba que no tuviera miedo: eran sólo masones, protestantes, sirvientes del Anticristo, y el Consejero y el Buen Jesús valían más. El que le hablaba tenía una cara larga y unos ojos diminutos y deletreaba cada palabra: cuando hiciera falta, un rey llamado Sebastián saldría del mar y subiría a Belo Monte. No debía llorar, los inocentes habían sido tocados por el ángel y el Padre lo haría resucitar si los herejes lo mataban. Quería responderles que sí, que, por debajo del ropaje engañoso de las palabras que decían, era capaz de escuchar la contundente verdad de una lucha en marcha, entre el bien representado por los pobres y los sufridos y los expoliados y el mal que eran los ricos y sus ejércitos y que, al término de esa lucha, se abriría una era de fraternidad universal, pero no encontraba las palabras apropiadas y sentía que ahora lo palmeaban en el hombro, consolándolo, pues lo veían sollozar. Malentendía frases sueltas, el ósculo de los elegidos, alguna vez sería rico, y que debía rezar.
—Quiero ir a Canudos —pudo decir, cogiendo el brazo del que hablaba—. Llévenme con ustedes. ¿Puedo seguirlos?
—No puedes —le repuso uno, señalando hacia arriba—. Ahí están los perros. Te cortarían el pescuezo. Escóndete. Irás después, cuando estén muertos.
Le hicieron gestos de paz y se desvanecieron a su alrededor, dejándolo en medio de la noche, atontado, con una frase que resonaba en sus oídos como una burla: Alabado sea el Buen Jesús. Dio unos pasos, tratando de seguirlos, pero se le interpuso un bólido que lo derribó. Comprendió que era Rufino cuando ya estaba peleando con él y, mientras golpeaba y era golpeado, pensó que esos brillos azogados detrás de los yagunzos eran los ojos del rastreador. ¿Había esperado que aquéllos partieran para atacarlo? No cambiaban insultos mientras se herían, resollando en el lodo de la caatinga. De nuevo llovía y Gall oía el trueno, el chasquido del agua y, de algún modo, esta violencia animal lo libraba de la desesperación y daba un momentáneo sentido a su vida. Mientras mordía, pateaba, rasguñaba, cabeceaba, oía los gritos de una mujer que sin duda era Jurema llamando a Rufino y, mezclado, el alarido del Enano llamando a Jurema. Pero de pronto todos los ruidos quedaron sumergidos por un estallido de cornetas, multiplicado, que provenía de la altura y por un repique de campanas que le contestaba. Fue como si esas cornetas y campanas, cuyo sentido presentía, lo ayudaran; ahora luchaba con más bríos, sin experimentar fatiga ni dolor. Caía y se levantaba, sin saber si lo que sentía chorrear sobre su piel era sudor, lluvia o sangre de heridas. Bruscamente, Rufino se le fue de entre las manos, se hundió, y escuchó el ruido de su cuerpo al chocar en el fondo del pozo. Permaneció tendido, jadeando, tentando con la mano el borde que había decidido la lucha, pensando que era la primera cosa favorable que le sucedía en varios días.
—¡Prejuicioso! ¡Insensato! ¡Vanidoso! ¡Terco! —gritó, ahogándose—. No soy tu enemigo, tus enemigos son los que tocan esas cornetas. ¿No las oyes? Eso es más importante que mi semen, que el coño de tu mujer, donde has puesto tu honor, como un burgués imbécil.
Se dio cuenta que, de nuevo, había hablado en inglés. Con esfuerzo, se puso de pie. Llovía a cántaros y el agua que recibía con la boca abierta le hacía bien. Cojeando, porque, tal vez al caer al pozo, tal vez en la pelea, se había herido una pierna, avanzó por la caatinga, sintiendo las ramas y astillas de los árboles, tropezando. Trataba de orientarse por los toques elegíacos, mortuorios, de las cornetas, o por las solemnes campanas, pero los sonidos parecían itinerantes. Y en eso algo se prendió de sus pies y lo hizo rodar, sentir barro en los dientes. Pateó, tratando de zafarse, y oyó gemir al Enano. Aferrado a él, aterrado, chillaba:
—No me abandones, Gall, no me dejes solo. ¿No sientes esos roces? ¿No ves lo que son, Gall?
Volvió a sentir esa sensación de pesadilla, de fantasía, de absurdo. Recordó que el Enano perforaba la oscuridad y que a veces la Barbuda le decía gato y lechuza. Estaba tan cansado que seguía tumbado, sin apartar al Enano, oyéndolo lloriquear que no quería morir. Le puso una mano en la espalda y se la sobó, mientras se esforzaba por oír. No cabía duda: eran cañonazos. Los había venido oyendo, espaciados, pensando que eran redobles de tambor, pero ahora estaba seguro que eran explosivos. De cañones sin duda pequeños, acaso morteros, pero que, por supuesto, volatilizarían Canudos. La fatiga era demasiado grande y, por desmayo o sueño, perdió la conciencia.
Despertó temblando de frío en una debilísima claridad. Oyó el castañeteo de dientes del Enano y vio sus ojos girando espantados en las órbitas. El hombrecito debía haber dormido apoyándose sobre su pierna derecha, que sentía entumecida. Fue recobrando la conciencia, parpadeó, miró: vio, colgados de los árboles, restos de uniformes, quepis, zapatones, capotes, cantimploras, mochilas, vainas de sables y de bayonetas, y unas toscas cruces. Eran los colgajos de los árboles lo que el Enano miraba hechizado, como si no viera esas prendas sino los fantasmas de quienes las vistieron. «Por lo menos a ésos los derrotaron», pensó.
Escuchó. Sí, otro cañonazo. Había dejado de llover hacía horas, pues a su alrededor todo estaba seco, pero el frío le mordía los huesos. Débil, adolorido, consiguió ponerse de pie. Descubrió en su cintura la faca y pensó que ni siquiera se le había ocurrido usarla mientras luchaba contra el rastreador. ¿Por qué no había querido matarlo tampoco esta segunda vez? Oyó, ahora sí, muy claro, otro cañonazo, y una algarabía de cornetas, ese sonido lúgubre que parecía toque de difuntos. Como en sueños, vio aparecer a Rufino y Jurema entre los arbustos. El rastreador estaba malherido, o exhausto, pues se apoyaba en ella, y Gall supo que Rufino había pasado la noche buscándolo, incansable, por la oscuridad del bosque. Sintió odio por esa tozudez, por esa decisión rectilínea e inconmovible de matarlo. Se miraban a los ojos y él estaba trémulo. Sacó la faca de su cintura y señaló hacia donde venía el toque de cornetas:
—¿Oyes? —silabeó—. Tus hermanos reciben metralla, mueren como moscas. Tú me impediste llegar allá y morir con ellos. Tú has hecho de mí un payaso estúpido…
Rufino tenía en la mano una suerte de puñal de madera. Lo vio soltar a Jurema, empujarla, agazaparse para embestir:
—Qué clase de bicho eres, Gall —lo oyó decir—. Hablas mucho de los pobres, pero traicionas al amigo y ofendes la casa donde te dan hospitalidad.
Lo calló, lanzándose contra él, ciego de furia. Habían comenzado a destrozarse y Jurema los miraba, estupidizada de angustia y fatiga. El Enano se dobló en dos.
—No moriré por las miserias que hay en mí, Rufino —rugía Gall—. Mi vida vale más que un poco de semen, infeliz.
Estaban revolcándose en el suelo cuando aparecieron dos soldados corriendo. Se detuvieron en seco al verlos. Iban con el uniforme medio roto, uno de ellos sin zapatos, con los fusiles listos. El Enano se tapó la cabeza. Jurema corrió hacia ellos, se les interpuso, les rogó:
—No disparen, no son yagunzos…
Pero los soldados dispararon a quemarropa sobre los dos adversarios y se abalanzaron luego sobre ella, bufando, y la arrastraron hacia unos matorrales secos. Malheridos, el rastreador y el frenólogo seguían peleando.
«Tendría que estar contenta, pues significa que el sufrimiento del cuerpo terminará, que veré al Padre y a la Santísima», pensó María Quadrado. Pero el miedo la traspasaba y hacía esfuerzos para que las beatas no lo advirtieran. Si ellas notaban su miedo, se contagiarían y la armazón dedicada al cuidado del Consejero se haría viento. Y en las próximas horas, estaba segura, el Coro Sagrado sería más necesario que nunca. Pidió perdón a Dios por su cobardía y trató de rezar, como lo hacía y había instruido a las beatas que lo hicieran, mientras el Consejero celebraba reunión con los apóstoles. Pero no pudo concentrarse en el Credo. João Abade y João Grande ya no insistían en llevarlo al refugio, pero el Comandante de la Calle trataba de disuadirlo de recorrer las trincheras: la guerra podía sorprenderlo al aire libre, sin protección alguna, padre.
El Consejero no discutía nunca y ahora tampoco lo hizo. Retiró la cabeza del León de Natuba de sus rodillas y la colocó en el suelo, donde el escriba siguió durmiendo. Se puso de pie y João Abade y João Grande también se incorporaron. Había enflaquecido aún más en los últimos días y parecía más alto. María Quadrado se estremeció al ver lo adolorido que estaba: tenía arrugados los ojos, entreabierta la boca y había en ese rictus como una adivinación terrible. Decidió instantáneamente acompañarlo. No siempre lo hacía, sobre todo en las últimas semanas, cuando, por la aglomeración en las estrechas calles, la Guardia Católica debía formar una muralla en torno al Consejero que a ella y a las beatas les resultaba difícil mantenerse cerca de él. Pero ahora sintió, de manera perentoria, que debía ir. Hizo una seña y las beatas se amontonaron a su alrededor. Salieron detrás de los hombres, dejando dormido en el Santuario al León de Natuba.
La aparición del Consejero en la puerta del Santuario tomó tan de sorpresa a las gentes allí apiñadas que no tuvieron tiempo de cerrarle el paso. A una señal de João Grande, los hombres con brazaletes azules que se hallaban en la explanada, entre la iglesia de San Antonio y el Templo en construcción, poniendo orden en los peregrinos recién llegados, corrieron a rodear al santo, que avanzaba ya por la callejuela de los Mártires hacia la bajada de Umburanas. Mientras trotaba, rodeada de las beatas, detrás del Consejero, María Quadrado recordó su travesía de Salvador a Monte Santo, y aquel muchacho que la violó, por el que había sentido compasión. Era un mal síntoma: sólo recordaba el mayor pecado de su vida cuando se hallaba muy abatida. Se había arrepentido de ese pecado incontables veces y lo había confesado en público y a los oídos de los párrocos y hecho por él toda clase de penitencias. Pero la culpa estaba siempre en el fondo de su memoria, desde donde venía a torturarla periódicamente.
Se daba cuenta de que, entre los vítores al Consejero, había voces que la nombraban —¡Madre María Quadrado! ¡Madre de los Hombres!—, que preguntaban por ella y la señalaban. Esa popularidad le parecía trampa del diablo. Al principio, se dijo que esos que le pedían intersecciones eran romeros de Monte Santo, que la habían conocido allá. Pero al cabo comprendió que la veneración de que era objeto se debía a los años que llevaba sirviendo al Consejero, que la gente creía que éste la había impregnado con su santidad.
El movimiento febril, los preparativos que veía en los vericuetos y casuchas apiñadas de Belo Monte, fueron apartando a la Superiora del Coro Sagrado de su preocupación. Esas palas y azadas, esos martillazos, eran preparativos de guerra. El pueblo estaba transformándose como si fuera a combatirse en cada casa. Vio que había hombres levantando sobre los techos esos tabladillos aéreos que había visto en las caatingas, entre los árboles, desde donde los tiradores acechaban a los tigres. Aun en el interior de las viviendas, hombres, mujeres y niños que interrumpían su tarea para persignarse, abrían fosos o llenaban sacos de tierra. Y todos tenían carabinas, trabucos, picas, palos, facas, collares de balas, o cargaban guijas, fierros, pedruscos.
La bajada de Umburanas, que se abría a ambas orillas de un riacho, esta irreconocible. Los de la Guardia Católica tuvieron que guiar a las beatas por ese campo cribado, entre los fosos que proliferaban. Porque, además de la trinchera que había visto cuando la última procesión llegó hasta allí, había ahora, por doquier, huecos excavados en la tierra, de uno o dos ocupantes, con parapetos de piedra para resguardar las cabezas y apoyar el fusil.
La llegada del Consejero causó gran alborozo. Los que cavaban o cargaban corrieron a escucharlo. María Quadrado, al pie de la carreta donde trepó el santo, detrás de una doble valla de la Guardia Católica, podía ver en la trinchera decenas de hombres armados, algunos dormidos en posturas absurdas y que no despertaban pese al alboroto. Los imaginó toda la noche velando, vigilando, trabajando, preparando la defensa de Belo Monte contra el Gran Perro y sintió ternura por todos, deseo de limpiarles las frentes, de darles agua y panes recién horneados y decirles que por esa abnegación la Santísima Madre y el Padre les perdonarían todas sus culpas.
El Consejero se había puesto a hablar, acallando los ruidos. No hablaba de los perros ni de los elegidos, sino de las tempestades de dolor que se levantaron en el Corazón de María cuando, respetuosa de la ley de los judíos, llevó a su hijo al Templo, a los ocho días de nacido, para que sangrara en la ceremonia de la circuncisión. Describía el Consejero, con un acento que llegaba al alma de María Quadrado —y podía ver que todos estaban igualmente de conmovidos—, cómo el Niño Jesús, recién circuncidado, extendía hacia la Santísima sus brazos, reclamando consuelo, y cómo sus balidos de corderito penetraban en el alma de la Señora y la supliciaban, cuando rompió a llover. El murmullo, la gente que cayó de hinojos ante esa prueba de que también los elementos se enternecían con lo que evocaba el Consejero, dijeron a María Cuadrado que los hermanos y hermanas comprendían que acababa de ocurrir un milagro. «¿Es una señal, Madre?», murmuró Alejandrinha Correa. Ella asintió. El Consejero decía que era preciso oír cómo gimió María al ver tan linda flor bautizada de sangre en el alborear de su preciosa vida, y que ese llanto era símbolo del que a diario lloraba la Señora por los pecados y cobardías de los hombres que, como el sacerdote del Templo, hacen sangrar a Jesús. En eso llegó el Beatito, seguido por un cortejo que traía las imágenes de las iglesias y la urna con el rostro del Buen Jesús. Entre los recién venidos llegó, casi perdido, curvo como una hoz, empapado, el León de Natuba. El Beatito y el escriba fueron levantados en peso por la Guardia Católica al sitio que les correspondía.
Cuando se reanudó la procesión, hacia el Vassa Barris, la lluvia había convertido la tierra en lodazal. Los elegidos chapoteaban y se embarraban y en pocos momentos las imágenes, estandartes, palios y banderas fueron manchas y bultos plomizos. Encaramado en un altar de barriles, el Consejero, mientras la lluvia erupcionaba la superficie del río, habló, en voz que apenas alcanzaban a oír los más próximos, pero que éstos repetían a los de atrás y éstos a los de más atrás en una cadena de ondas concéntricas, de algo que era, tal vez, la guerra.
Refiriéndose a Dios y a su Iglesia dijo que el cuerpo debía estar unido en todo a su cabeza, o no sería cuerpo vivo ni viviría la vida de la cabeza, y María Ouadrado, los pies hundidos en el fango cálido, sintiendo contra sus rodillas el carnerito que Alejandrinha Correa tenía de la cuerda, entendió que hablaba de la indisoluble unión que debía haber entre los elegidos y él y el Padre, el Hijo y el Divino en la batalla. Y bastaba ver las caras del contorno para saber que todos entendían, como ella misma, que estaba pensando en ellos cuando decía que el buen creyente tenía la prudencia de la serpiente y la sencillez de la paloma. María Cuadrado tembló al escucharlo salmodiar: «Me derramo como agua y todos mis huesos se han descoyuntado. Mi corazón se ha vuelto de cera y se está derritiendo en mis entrañas». Lo había oído canturrear ese mismo Salmo hacía ¿cuatro, cinco años? en las alturas de Masseté, el día del enfrentamiento que puso fin a las peregrinaciones.
La muchedumbre continuó detrás del Consejero a lo largo de Vassa Barris por esos campos que los elegidos habían labrado, llenado de maíz, de mandioca, de pasto, de cabras, de chivos, de ovejas, de vacas. ¿Iba a desaparecer todo eso, arrasado por la herejía? Vio fosos también en medio de los sembríos, con hombres armados. El Consejero, desde un montículo, hablaba explícitamente de la guerra. ¿Vomitarían agua en vez de balas los fusiles de los masones? Ella sabía que las palabras del Consejero no debían tomarse en sentido literal, porque a menudo eran comparaciones, símbolos difíciles de descifrar, que sólo podían identificarse claramente con los hechos cuando éstos ocurrían. Había cesado de llover y encendieron antorchas. Un olor fresco dominaba la atmósfera. El Consejero explicó que el caballo blanco del Corta-pescuezos no era novedad para el creyente, pues ¿no estaba escrito en el Apocalipsis que vendría y que su jinete llevaría un arco y una corona para vencer y conquistar? Pero sus conquistas cesarían a las puertas de Belo Monte por intercesión de la Señora.
Y así continuó, de la salida a Geremoabo a la de Uauá, del Cambaio a la entrada de Rosario, de la ruta de Chorrochó al Curral de Bois, llevando a hombres y mujeres el fuego de su presencia. En todas las trincheras se detuvo y en todas era recibido y despedido con vítores y aplausos. Fue la más larga de las procesiones que María Cuadrado recordaba, entre chaparrones y períodos de calma, altibajos que correspondían a los de su espíritu, que, a lo largo del día, pasó, como el cielo, del pánico a la serenidad y del pesimismo al entusiasmo.
Era ya noche y en la salida de Cocorobó el Consejero diferenció a Eva, en la que predominaban la curiosidad y la desobediencia, de María, toda amor y servidumbre y quien nunca hubiera sucumbido a la tentación del fruto prohibido que desgració a la humanidad. En la rala luz, María Quadrado veía al Consejero, entre João Abade, João Grande, el Beatito, los Vilanova, y pensaba que, así como ella, habría visto María Magdalena, allá en Judea, al Buen Jesús y a sus discípulos, hombres tan humildes y buenos como éstos, y habría pensado, como ella en este instante, qué generoso era el Señor que eligió, para que la historia cambiara de rumbo, no a los ricos dueños de tierras y de capangas, sino a un puñado de humildísimos seres. Se dio cuenta que el León de Natuba no estaba entre los apóstoles. Su corazón dio un vuelco. ¿Habría caído, sido pisoteado, yacería en el suelo fangoso, con su cuerpecillo de niño y sus ojos de sabio? Se insultó por no haberlo cuidado y ordenó a las beatas que lo buscaran. Pero en esa masa apenas podían moverse.
Al regresar, María Quadrado pudo acercarse a João Grande y estaba diciéndole que había que encontrar al León de Natuba, cuando estalló el primer cañonazo. La muchedumbre se detuvo a escuchar y muchos exploraban el cielo, desconcertados. Pero tronó otro cañonazo y vieron saltar, en astillas y brasas, una vivienda del sector del cementerio. En la estampida que se produjo alrededor, María Quadrado sintió que algo informe buscaba refugio contra su cuerpo. Reconoció al León de Natuba por las crenchas y la mínima osatura. Lo abrazó, lo apretó, lo besó tiernamente, susurrándole: «Hijo mío, hijito, te creía perdido, tu madre está feliz, feliz». Desordenaba más la noche un toque de clarines, a lo lejos, largo y lúgubre. El Consejero seguía avanzando, al mismo paso, hacia el corazón de Belo Monte. Tratando de escudar al León de Natuba de los empellones, María Quadrado quiso pegarse al anillo de hombres que, pasado el primer momento de confusión, se cerró de nuevo en torno al Consejero. Pero las caídas y remezones los rezagaron y llegaron a la explanada de las iglesias cuando estaba cubierta de gente. Sobresaliendo entre los gritos de los que se llamaban o pedían protección al cielo, el vozarrón de João Abade ordenó que se apagaran todos los mecheros de Canudos. Pronto, la ciudad fue un foso de tinieblas en el que María Quadrado no distinguía ni las facciones del escriba.
«Se me ha quitado el miedo», pensó. Había comenzado la guerra, en cualquier momento otro cañonazo podía caer aquí mismo y convertirlos a ella y al León en el amasijo de músculos y huesos que debían ser los habitantes de la casa destruida. Y sin embargo ya no tenía miedo. «Gracias, Padre, Señora», rezó. Abrazando al escriba, se dejó caer al suelo, igual que otra gente. Trató de percibir el tiroteo. Pero no había disparos. ¿Por qué esta oscuridad, entonces? Había hablado en voz alta, pues la voz viva del León de Natuba le repuso: «Para que no puedan apuntarnos. Madre».
Las campanas del Templo del Buen Jesús retumbaron y su palabra metálica apagó los clarines con que el Perro pretendía atemorizar a Belo Monte. Fue como un vendaval de fe, de alivio, ese revuelo de campanas que duraría el resto de la noche. «Él está arriba, en el campanario», dijo María Quadrado. Hubo un rugido de reconocimiento, de afirmación, en la multitud reunida en la plaza, al sentirse bañada por el tañido desafiante, revitalizador, de las campanas. Y María Quadrado pensó en la sabiduría del Consejero que supo, en medio del espanto, dar orden y esperanza a los creyentes.
Un nuevo cañonazo iluminó con voz amarilla el espacio de la plaza. La explosión levantó y volvió al suelo a María Quadrado, y resonó en su cerebro. En el segundo de luz alcanzó a ver las caras de las mujeres y los niños que miraban el cielo como si vieran el infierno. Se le ocurrió de pronto que los trozos y objetos que había visto por los aires eran la casa del zapatero Eufrasio, de Chorrochó, que vivía junto al cementerio con un enjambre de hijas, entenados y nietos. Un silencio siguió al cañonazo y esta vez no hubo carreras. Las campanas repicaban con la misma alegría. Le hacía bien sentir al León de Natuba apretándose como si quisiera esconderse dentro de su viejo cuerpo.
Hubo una agitación, sombras que se abrían paso gritando «¡Aguateros! ¡Aguateros!». Reconoció a Antonio y Honorio Vilanova y comprendió adónde iban. Hacía dos o tres días, el ex-comerciante había explicado al Consejero que, entre los preparativos, instruyó a los aguateros para que en caso de combate recogieran a los heridos y los llevaran a las Casas de Salud y arrastraran a los muertos a un establo, convertido en Morgue, para darles después un entierro cristiano. Convertidos en enfermeros y sepultureros, los repartidores de agua comenzaban a trabajar.
María Quadrado rezó por ellos, pensando: «Todo pasa como estaba anunciado».
Alguien lloraba, no muy lejos. En la plaza, por lo visto, sólo había niños y mujeres. ¿Dónde estaban los hombres? Debían haber corrido a treparse a los palenques, a agazaparse en las trincheras y parapetos, y estarían ahora detrás de João Abade, de Macambira, de Pajeú, de João Grande, de Pedrão, de Táramela y los otros jefes, con sus carabinas y fusiles, con sus picas, facas, machetes y garrotes, escudriñando las tinieblas en espera del Anticristo. Sintió gratitud, amor, por esos hombres que iban a recibir la mordedura del Perro y tal vez a morir. Rezó por ellos, arrullada por las campanas de la torre.
Y así transcurrió la noche, entre rápidos aguaceros cuyos truenos silenciaban al campanario y espaciados cañonazos que venían a pulverizar una o dos chozas y a provocar un incendio que el siguiente aguacero extinguía. Una nube de humo, que hacía arder la garganta y los ojos, se extendió por la ciudad y María Quadrado, en su adormecimiento, con el León de Natuba en brazos, sentía toser y escupir. De pronto, la removieron. Abrió los ojos y se vio rodeada por las beatas del Coro Sagrado, en una luz todavía débil, que luchaba con la sombra. El León de Natuba dormía, apoyado en sus rodillas. Las campanas seguían sonando. Las beatas la abrazaban, la habían estado buscando, llamándola en la oscuridad, y ella apenas podía oírlas por la fatiga y el entumecimiento. Despertó al León: sus grandes ojos la miraron, brillantes, desde detrás de la selva de crenchas. Trabajosamente, se pusieron de pie.
Parte de la plaza se había despejado y Alejandrinha Correa le explicó que Antonio Vilanova había ordenado que las mujeres que no cupieran en las iglesias fueran a sus casas, a meterse en los agujeros, porque ahora que viniera el día las explosiones barrerían la explanada. Rodeados de las beatas, el León de Natuba y María Quadrado avanzaron hasta el Templo del Buen Jesús. La Guardia Católica las hizo entrar. En el entramado de vigas y paredes a medio erigir, estaba aún oscuro. La Superiora del Coro Sagrado vio, además de mujeres y niños acurrucados, muchos hombres en armas, y a João Grande, corriendo con una carabina y sartas de balas en los hombros. Se sintió empujada, arrastrada, guiada hacia los andamios con racimos de gentes que espiaban el exterior. Subió, ayudada por brazos musculosos, oyendo que le decían Madre, sin soltar al León, que a ratos se le escurría. Antes de alcanzar el campanario, escuchó un nuevo cañonazo, muy lejano.
Por fin, en el rellano de las campanas, vio al Consejero. Estaba de rodillas, rezando, dentro de una barrera de hombres que no dejaban cruzar a nadie la escalerilla. Pero a ella y al León los hicieron pasar. Se echó en el suelo y besó los pies del Consejero que habían perdido las sandalias y eran una costra de barro seco. Cuando se incorporó notó que aclaraba rápidamente. Se acercó al alféizar de piedra y madera y, pestañeando, vio, en las colinas, una mancha gris, azulada, rojiza, con brillos, que bajaba hacia Canudos. No preguntó a los hombres ceñudos y silenciosos que se turnaban para tocar las campanas qué era esa mancha, porque su corazón le dijo que eran los perros. Ya estaban viniendo, ahitos de odio, a Belo Monte, para perpetrar una nueva matanza de inocentes.
«No me van a matar», piensa Jurema. Se deja arrastrar por los soldados que la cogen férreamente de las muñecas y la internan, a jalones, en el laberinto de ramas, espinas, troncos y barro. Resbala y se incorpora, echando una mirada de disculpas a los hombres de uniformes rotosos, en cuyos ojos y labios entreabiertos percibe aquello que aprendió a conocer esa mañana en que cambió su vida, en Queimadas, cuando, luego del tiroteo, Galileo Gall se abalanzó sobre ella. Piensa, con serenidad que la asombra: «Mientras tengan esa mirada, mientras quieran eso, no me matarán». Olvida a Rufino y a Gall y sólo piensa en salvarse, en demorarlos, complacerlos, rogarles, en hacer lo que haga falta para que no la maten. Vuelve a resbalar y esta vez uno la suelta y cae sobre ella, de rodillas, con las piernas abiertas. El otro también la suelta y se retira un paso para mirar, excitado. El que está sobre ella blande el fusil, advirtiéndole que le triturará la cara si grita, y ella, lúcida, obediente, instantáneamente se ablanda y permanece quieta y mueve la cabeza con suavidad para tranquilizarlo. Es la misma mirada, la misma expresión bestial, hambrienta, de esa vez. Con los ojos entrecerrados lo ve escarbar en el pantalón, abrírselo, mientras con la mano que acaba de soltar el fusil trata de levantarle la falda. Lo ayuda, encogiéndose, alargando una pierna, pero aun así el hombre se estorba y termina dando tirones. En su cabeza chisporrotean toda clase de ideas y oye también truenos, cornetas, campanas, detrás del jadeo del soldado. Está tendido sobre ella, golpeándola con uno de sus codos hasta que ella entiende y aparta la pierna que lo molesta y ahora siente, entre sus muslos, la verga dura, mojada, pugnando por entrar en ella. Se siente asfixiada por el peso y cada movimiento del hombre parece romperle un hueso. Hace un inmenso esfuerzo para no delatar la repugnancia que la invade cuando la tara con barba se refriega contra la suya, y una boca verdosa por las yerbas que todavía mastica se aplasta contra su boca y empuja, obligándola a separar los labios para hundirle ávidamente una lengua que se afana contra la suya. Está tan pendiente de no hacer nada que pueda irritarlo que no ve llegar a los hombres cubiertos con mantones de yerbas, ni se da cuenta que ponen una faca al soldado en el pescuezo y de un puntapié lo sacan de encima. Sólo cuando respira de nuevo y se siente libre, los ve. Son veinte, treinta, quizá más y ocupan toda la caatinga del rededor. Se inclinan, le acomodan la falda, la cubren, la ayudan a sentarse, a ponerse de pie. Oye palabras afectuosas, ve caras que se esfuerzan por ser amables.
Le parece despertar, volver de un viaje larguísimo, y no han pasado sino pocos minutos desde que los soldados cayeron sobre ella. ¿Qué ha sido de Rufino, de Gall, del Enano? En sueños los recuerda, peleando, recuerda a los soldados disparándoles. Al soldado que le sacaron de encima lo está interrogando, a pocos pasos, un caboclo bajo y macizo, ya maduro, cuyos rasgos amarillo-cenizos corta brutalmente una cicatriz, entre la boca y los ojos. Piensa: Pajeú. Siente miedo por primera vez en el día. El soldado ha puesto cara de terror, contesta a toda velocidad lo que le preguntan e implora, ruega, con ojos, boca, manos, pues mientras Pajeú lo interroga otros van desnudándolo. Le quitan la guerrera rotosa, el pantalón deshilachado, sin maltratarlo, y Jurema —sin alegrarse ni entristecerse, siempre como si estuviera soñando— ve que, una vez desnudo, a un simple gesto de ese caboclo del que se cuentan historias tan terribles, los yagunzos le hunden varias facas, en el vientre, en la espalda, en el cuello, y que el soldado se desploma sin tiempo siquiera de gritar. Ve que uno de los yagunzos se inclina, coge el sexo ahora chato y minúsculo del soldado, se lo corta de un tajo y con el mismo movimiento se lo embute en la boca. Limpia luego su cuchillo en el cadáver y se lo guarda en el cinto. No siente ni pena ni alegría ni asco. Se da cuenta que el caboclo sin nariz le habla:
—¿Vienes sola a Belo Monte o con otros peregrinos? —Pronuncia lentamente, como si no pudiera entenderle, oírlo—. ¿De dónde eres?
Le cuesta hablar. Balbucea, con voz que le parece de otra mujer, que viene de Queimadas.
—Largo viaje —dice el caboclo, examinándola de arriba abajo, con curiosidad—. Y por el mismo camino que los soldados, además.
Jurema asiente. Tendría que agradecerle, decirle algo amable por haberla rescatado, pero Pajeú le inspira demasiado miedo. Todos los otros yaguznos la rodean y con sus mantos de yerbas, sus armas, sus pitos, le dan la impresión de no ser de carne y hueso sino de cuento o pesadilla.
—No puedes entrar a Belo Monte por aquí —le dice Pajeú, con una mueca que debe ser su sonrisa—. Hay protestantes en esos cerros. Da la vuelta, más bien, hasta el camino de Geremoabo. Por ahí no hay soldados.
—Mi marido —murmura Jurema, señalando el bosque.
La voz se le corta en un sollozo. Echa a andar, angustiada, devuelta a lo que ocurría cuando llegaron los soldados, y reconoce de pronto al otro, el que miraba esperando su turno: es el cuerpo desnudo, sanguinolento, colgado de un árbol, que bailotea junto a su uniforme también prendido de las ramas. Jurema sabe dónde ir porque un rumor la guía y, en efecto, a los pocos momentos descubre, en ese sector de la caatinga decorado con uniformes, a Galileo Gall y a Rufino. Tienen el color de la tierra barrosa, deben estar moribundos pero siguen luchando. Son dos piltrafas anudadas, se golpean con las cabezas, con los pies, se muerden y se arañan, pero tan despacio como si estuvieran jugando. Jurema se detiene frente a ellos y el caboclo y los yaguznos forman un círculo y observan la pelea. Es un combate que termina, dos formas embarradas, irreconocibles, inseparables, que apenas se mueven y no dan señales de saber que están rodeados por docenas de recién venidos. Jadean, sangran, arrastran jirones de ropas.
—Tú eres Jurema, tú eres la mujer del pistero de Queimadas —dice a su lado Pajeú, con animación—. O sea que te encontró. O sea que encontró al pobre de espíritu que estaba en Calumbí.
—Es el alunado que cayó anoche en la trampa —dice alguien, desde el otro lado del círculo—. El que tenía tanto terror a los soldados.
Jurema siente una mano entre las suyas, pequeñita, regordeta, que aprieta con fuerza. Es el Enano. La mira con alegría y esperanza, como si ella fuera a salvarle la vida. Está embarrado y se le pega.
—Páralos, páralos, Pajeú —dice Jurema—. Salva a mi marido, salva a…
—¿Quieres que salve a los dos? —se burla Pajeú—. ¿Quieres quedarte con los dos?
Jurema oye que otros yaguznos ríen también por lo que ha dicho el caboclo sin nariz.
—Es cosa de hombres, Jurema —le explica Pajeú, con calma—. Tú los metiste en eso. Déjalos donde los pusiste, que resuelvan su negocio como dos hombres. Si tu marido se salva te matará y si muere su muerte caerá sobre ti y tendrás que dar cuenta al Padre. En Belo Monte el Consejero te aconsejará para que te redimas. Ahora márchate porque aquí viene la guerra. ¡Alabado sea el Buen Jesús Consejero!
La caatinga se mueve y en segundos los yaguznos desaparecen entre la favela. El Enano sigue apretándole la mano y mirando, como ella. Jurema ve que Gall tiene un cuchillo medio hundido en el cuerpo, a la altura de las costillas. Oye, siempre, clarines, campanas, pitos. De pronto, el forcejeo cesa pues Gall, dando un rugido, rueda a unos metros de Rufino. Jurema lo ve coger la faca y arrancársela, con un nuevo rugido. Mira a Rufino quien lo mira también, desde el barro, con la boca abierta y una mirada sin vida.
—Todavía no me has puesto la mano en la cara —oye decir a Galileo, que llama a Rufino con la mano que tiene el cuchillo.
Jurema ve que Rufino asiente y piensa: «Se entienden». No sabe qué quiere decir lo que ha pensado pero lo siente muy cierto. Rufino se arrastra hacia Gall, muy despacio. ¿Va a llegar hasta él? Se empuja con los codos, con las rodillas, frota la cara contra el barro, como una lombriz, y Gall lo alienta, moviendo el cuchillo. «Cosa de hombres», piensa Jurema. Piensa: «La culpa caerá sobre mí». Rufino llega junto a Gall, quien trata de clavarle la faca, mientras el pistero lo golpea en la cara. Pero la bofetada pierde fuerza al tocarlo, porque Rufino carece ya de energía o por un abatimiento íntimo. La mano queda en la cara de Gall, en una especie de caricia. Gall lo golpea también, una, dos veces, y su mano se aquieta sobre la cabeza del rastreador. Agonizan abrazados, mirándose. Jurema tiene la impresión de que las dos caras, a milímetros una de la otra, se están sonriendo. Los toques de corneta y los pitos han sido desplazados por un tiroteo nutrido. El Enano dice algo que ella no entiende.
«Ya le pusiste la mano en la cara, Rufino», piensa Jurema. «¿Qué has ganado con eso, Rufino? ¿De qué te sirve la venganza si has muerto, si me has dejado sola en el mundo, Rufino?» No llora, no se mueve, no aparta los ojos de los hombres inmóviles. Esa mano sobre la cabeza de Rufino le recuerda que, en Queimadas, cuando para desgracia de todos Dios hizo que viniera a ofrecer trabajo a su marido, el forastero palpó una vez la cabeza de Rufino y le leyó sus secretos, como el brujo Porfirio los leía en las hojas de café y doña Casilda en una vasija llena de agua.
—¿Les conté quién se presentó en Calumbí, en el séquito de Moreira César? —dijo el Barón de Cañabrava—. Ese periodista que trabajó conmigo y que se llevó Epaminondas para el Jornal de Noticias. Esa calamidad con anteojos como escafandra de buzo, que caminaba haciendo garabatos y se vestía de payaso. ¿Te acuerdas de él, Adalberto? Escribía poesías, fumaba opio.
Pero ni el coronel José Bernardo Murau, ni Adalberto de Gumuncio lo escuchaban. Este último releía los papeles que el Barón acababa de traducirle, acercándolos al candelabro que iluminaba la mesa del comedor, de la que no habían recogido las tazas vacías de café. El viejo Murau, moviéndose en su silla de la cabecera como si continuara en la mecedora de la salita, parecía adormecido. Pero el Barón supo que reflexionaba en lo que les había leído.
—Voy a ver a Estela —dijo, poniéndose de pie.
Mientras recorría la destartalada casa grande, sumida en la penumbra, hacia el dormitorio donde habían acostado a la Baronesa poco antes de la cena, iba calculando la impresión que había hecho en sus amigos esa especie de testamento del aventurero escocés. Pensó, tropezando en una loseta rota en el corredor a cuyos lados se abrían los dormitorios: «Las preguntas continuarán, en Salvador. Y cada vez que explique por qué lo dejé partir, sentiré la misma sensación de estar mintiendo». ¿Por qué había dejado partir a Galileo Gall? ¿Por estupidez? ¿Por cansancio? ¿Por hartazgo de todo? ¿Por simpatía? Pensó, recordando a Gall y al periodista miope: «Tengo debilidad por los especímenes raros, por lo anormal».
Desde el umbral vio, en el débil resplandor rojizo de la mariposa de aceite que alumbraba el velador, el perfil de Sebastiana. Estaba sentada al pie de la cama, en un sillón con almohadillas, y aunque nunca había sido una mujer risueña su expresión era ahora tan grave que el Barón se alarmó. Se había puesto de pie al verlo entrar.
—¿Ha seguido durmiendo tranquila? —preguntó el Barón, levantando el mosquitero e inclinándose para observar. Su esposa tenía los ojos cerrados y en la media oscuridad su rostro, aunque muy pálido, parecía sereno. Las sábanas subían y bajaban suavemente, con su respiración.
—Durmiendo, sí, pero no tan tranquila —murmuró Sebastiana, acompañándolo de regreso hasta la puerta del dormitorio. Bajó más la voz y el Barón notó la inquietud empozada en los ojos negros, vivísimos, de la mucama—. Está soñando. Habla en sueños y siempre de lo mismo.
«No se atreve a decir incendio, fuego, llamas», pensó el Barón, con el pecho oprimido. ¿Se convertirían en tabú, debería ordenar que nunca más se pronunciaran en su hogar las palabras que Estela pudiera asociar con el holocausto de Calumbí? Había cogido del brazo a Sebastiana, tratando de tranquilizarla, pero no atinaba a decir nada. Sentía en sus dedos la piel lisa y tibia de la mucama.
—La señora no puede quedarse aquí —susurró ésta—. Llévela a Salvador. Tienen que verla los médicos, darle algo, sacarle esos recuerdos de la cabeza. No puede seguir con esa angustia, día y noche.
—Lo sé, Sebastiana —asintió el Barón—. Pero el viaje es tan largo, tan duro. Me parece arriesgado exponerla a otra expedición estando así. Aunque tal vez sea más peligroso tenerla sin cuidados. Ya veremos mañana. Ahora, debes ir a descansar. Tampoco tú has pegado los ojos desde hace días.
—Voy a pasar la noche aquí, con la señora —repuso Sebastiana, desafiante.
El Barón, viéndola instalarse de nuevo junto a Estela, pensó que seguía siendo una mujer de formas duras y bellas, admirablemente conservadas. «Igual que Estela», se dijo. Y, en una vaharada de nostalgia, recordó que en los primeros años de matrimonio había llegado a sentir unos celos intensos, desveladores, al ver la camaradería, la intimidad infranqueable que existía entre ambas mujeres. Iba de regreso al comedor y, por una ventana, vio que la noche estaba encapotada de nubes que ocultaban las estrellas. Recordó, sonriendo, que esos celos le habían hecho pedir a Estela que despidiera a Sebastiana y que por ese motivo habían tenido la disputa más seria de toda su vida conyugal. Entró al comedor con la imagen vivida, intacta, dolorosa, de la Baronesa, las mejillas arrebatadas, defendiendo a su criada y repitiéndole que si Sebastiana partía, partiría ella también. Ese recuerdo, que había sido mucho tiempo una chispa que inflamaba su deseo, lo conmovió ahora hasta los huesos. Tenía ganas de llorar. Encontró a sus amigos enfrascados en conjeturas sobre lo que les había leído.
—Un fanfarrón, un imaginativo, un pillo con fantasía, un embaucador de lujo —decía el coronel Murau—. Ni en las novelas pasa un sujeto tantas peripecias. Lo único que creo es el acuerdo con Epaminondas para llevar armas a Canudos. Un contrabandista que inventó la historia del anarquismo como excusa y justificación.
—¿Excusa y justificación? —Adalberto de Gumicio rebotó en su asiento—. Eso es un agravante, más bien.
El Barón se sentó a su lado e hizo esfuerzos por interesarse.
—Querer acabar con la propiedad, con la religión, con el matrimonio, con la moral, ¿te parecen atenuantes? —insistía Gumucio—. Eso es más grave que traficar con armas.
«El matrimonio, la moral», pensó el Barón. Y se preguntó si Adalberto hubiera consentido en su hogar una complicidad tan estrecha como la de Estela y Sebastiana. El corazón volvió a oprimírsele pensando en su esposa. Decidió partir a la mañana siguiente. Se sirvió una copa de oporto y bebió un largo trago.
—Yo me inclino a creer que la historia es cierta —dijo Gumucio—. Por la naturalidad con que se refiere a esas cosas extraordinarias, las fugas, los asesinatos, los viajes piratescos, el ayuno sexual. No se da cuenta que son hechos fuera de lo común. Eso hace pensar que los vivió y que cree las barbaridades que dice contra Dios, la familia y la sociedad.
—Que las cree no cabe duda —dijo el Barón, saboreando el gusto ardiente dulzón del oporto—. Se las oí muchas veces, en Calumbí.
El viejo Murau llenó otra vez las copas. En la comida no habían bebido, pero luego del café el hacendado sacó esta garrafa de oporto que estaba ya casi vacía. ¿Embriagarse hasta perder la conciencia era el remedio que necesitaba para no pensar en la salud de Estela?
—Confunde la realidad y las ilusiones, no sabe dónde termina una y comienza la otra —dijo—. Puede ser que cuente esas cosas con sinceridad y las crea al pie de la letra. No importa. Porque él no las ve con los ojos sino con las ideas, con las creencias. ¿No recuerdan lo que dice de Canudos, de los yagunzos? Debe ser lo mismo con lo demás. Es posible que una reyerta de rufianes en Barcelona, o una redada de contrabandistas por la policía de Marsella, sean para él batallas entre oprimidos y opresores en la guerra por romper las cadenas de la humanidad.
—¿Y el sexo? —dijo José Bernardo Murau: estaba abotagado, con los ojitos chispeantes y la voz blanda—. Esos diez años de castidad ¿ustedes se los tragan? ¿Diez años de castidad para atesorar energías y descargarlas en la revolución?
Hablaba de tal modo que el Barón supuso que en cualquier momento empezaría a referir historias subidas de color.
—¿Y los sacerdotes? —preguntó—. ¿No viven castos por amor a Dios? Gall es una especie de sacerdote.
—José Bernardo juzga a los hombres por sí mismo —bromeó Gumucio, volviéndose hacia el dueño de casa—. Para ti hubiera sido imposible soportar diez años de castidad.
—Imposible —lanzó una risotada el hacendado—. ¿No es estúpido renunciar a una de las pocas compensaciones que tiene la vida?
Una de las velas del candelabro comenzaba a chisporrotear, soltando un hilillo de humo y Murau se incorporó a apagarla. Aprovechó para servir una nueva ronda de oporto que vació del todo la garrafa.
—En esos años de abstinencia acumularía tanta energía como para embarazar a una burra —dijo, con la mirada encandilada. Se rió con vulgaridad y fue con paso vacilante a sacar otra botella de oporto de un aparador. Las demás velas del candelabro estaban acabándose y el recinto se había oscurecido—. ¿Cómo es la mujer del pistero, la que lo sacó de la castidad?
—No la veo hace tiempo —dijo el Barón—. Era una chiquilla delgadita, dócil y tímida.
—¿Buenas ancas? —balbuceó el coronel Murau, levantando su copa con mano temblorosa—. Es lo mejor que tienen, en estas tierras. Son bajitas, enclenques, envejecen rápido. Pero las ancas, siempre de primera.
Adalberto de Gumucio se apresuró a cambiar de tema:
—Será difícil hacer las paces con los jacobinos, como quieres —comentó al Barón—. Nuestros amigos no se conformarán a trabajar con quienes nos han estado atacando desde hace tantos años.
—Claro que será difícil —repuso el Barón, agradecido a Adalberto—. Sobre todo, convencer a Epaminondas, que se cree triunfador. Pero al final todos comprenderán que no hay otro camino. Es una cuestión de supervivencia…
Lo interrumpieron unos cascos y relinchos muy próximos y, un momento después, fuertes golpes a la puerta. José Bernardo Murau frunció la cara, disgustado, «¿Qué diablos pasa?», gruñó, levantándose con trabajo. Salió del comedor arrastrando los pies. El Barón volvió a llenar las copas.
—Tú, bebiendo, eso sí que es nuevo —dijo Gumucio—. ¿Es por la quema de Calumbí? No se ha acabado el mundo. Un revés, solamente.
—Es por Estela —dijo el Barón—. No me lo perdonaré nunca. Ha sido mi culpa, Adalberto. Le he exigido demasiado. No debí llevarla a Calumbí, como tú y Viana me dijeron. He sido un egoísta, un insensato.
Allá, en la puerta de entrada, se oyó correr una tranca y voces de hombres.
—Es una crisis pasajera, de la que se recuperará muy pronto —dijo Gamucio—. Es absurdo que te eches la culpa.
—He decidido seguir mañana a Salvador —dijo el Barón—. Hay más peligro teniéndola aquí, sin atención médica.
José Bernardo Murau reapareció en el dintel. Parecía habérsele quitado la borrachera de golpe y traía una expresión tan insólita que el Barón y Gumucio fueron a su encuentro.
—¿Noticias de Moreira César? —lo cogió del brazo el Barón, tratando de hacerlo reaccionar.
—Increíble, increíble —murmuraba el viejo hacendado, entre dientes, como si viera fantasmas.