I
CUANDO un sirviente le informó quién lo buscaba, el Barón de Cañabrava, en vez de mandarle decir, como a todos los que se acercaban al solar, que él no hacía ni aceptaba visitas, se echó escaleras abajo, cruzó las amplias estancias que el sol de la mañana iluminaba y fue hasta la puerta de calle a ver si no había oído mal: era el mismísimo él. Le dio la mano, sin decir palabra, y lo hizo entrar. La memoria le devolvió, a quemarropa, aquello que hacía meses trataba de olvidar: el incendio de Calumbí, Canudos, la crisis de Estela, su retiro de la vida pública.
Callado, sobreponiéndose a la sorpresa de la visita y a la resurrección de ese pasado, guió al recién venido hasta el cuarto en el que celebraba todas las entrevistas importantes: el escritorio. Pese a ser temprano, hacía calor. A lo lejos, por sobre los crotos y el ramaje de los mangos, los ficus, las guayabas y las pitangas de la huerta, el sol blanqueaba el mar como una lámina de acero. El Barón corrió la cortina y la habitación quedó en sombra.
—Sabía que le sorprendería mi visita —dijo el visitante y el Barón reconoció la vocecita de cómico que habla en falsete—. Me enteré que había vuelto usted de Europa y tuve… este impulso. Se lo digo sin rodeos. He venido a pedirle trabajo.
—Tome asiento —dijo el Barón.
Lo había oído como en sueños, sin prestar atención a sus palabras, ocupado en examinar su físico y en confrontarlo con el de la última vez, el espantapájaros que aquella mañana vio partir de Calumbí junto con el Coronel Moreira César y su pequeña escolta. «Es y no es él», pensó. Porque el periodista que había trabajado para el Diario de Bahía y luego para el Jornal de Noticias era un mozo y este hombre de gruesos anteojos, que al sentarse parecía dividirse en cuatro o seis partes, era un viejo. Su cara hervía de estrías, mechones grises salpicaban sus cabellos, su cuerpo daba una impresión quebradiza. Vestía una camisa desabotonada, un chaleco sin mangas, con lamparones de vejez o de grasa, un pantalón deshilachado en la basta y zapatos de vaquero.
—Ahora recuerdo —dijo el Barón—. Alguien me escribió que estaba usted vivo. Lo supe en Europa. «Apareció un fantasma.» Me escribieron eso. Pese a ello, lo seguía creyendo desaparecido, muerto.
—No morí ni desaparecí —dijo, sin rastro de humor, la vocecita nasal—. Luego de oír diez veces en el día lo que usted ha dicho, me di cuenta que la gente estaba defraudada de que siguiera en este mundo.
—Si quiere que le sea franco, me importa un bledo que esté vivo o muerto —se oyó decir, sobreponiéndose de su crudeza—. Tal vez preferiría que esté muerto. Odio todo lo que me recuerda a Canudos.
—Supe lo de su esposa —dijo el periodista miope y el Barón adivinó la impertinencia inevitable—. Que perdió la razón, que es una gran desgracia en su vida.
Lo miró de tal manera que lo hizo callar, asustarse. Carraspeó, parpadeó y se sacó los anteojos para desempañarlos con el filo de su camisa. El Barón se alegró de haber reprimido el impulso de echarlo.
—Ahora vuelve todo —dijo, con amabilidad—. Fue una carta de Epaminondas Gonce, hará un par de meses. Por él me enteré que había vuelto a Salvador.
—¿Se cartea con ese miserable? —vibró la vocecita nasal—. Es cierto, ahora son aliados.
—¿Habla así del Gobernador de Bahía? —sonrió el Barón—. ¿No quiso reponerlo en el Jornal de Noticias?
—Me ofreció aumentarme el sueldo, más bien —replicó el periodista miope—. Pero a condición de que me olvidara de la historia de Canudos.
Se rió, con una risa de pájaro exótico, y el Barón vio que su risa se transformaba en una racha de estornudos que lo hacían rebotar en el asiento.
—O sea que Canudos hizo de usted un periodista íntegro —dijo, burlándose—. O sea que cambió. Porque mi aliado Epaminondas es como fue siempre, él no ha cambiado un ápice.
Esperó que el periodista se sonara la nariz con un trapo azul que sacó a jalones del bolsillo.
—En esa carta, Epaminondas decía que apareció usted junto con un personaje extraño. ¿Un enano o algo así?
—Es mi amigo —asintió el periodista miope—. Tengo una deuda con él. Me salvó la vida. ¿Quiere saber cómo? Hablando de Carlomagno, de los Doce Pares de Francia, de la Reina Magalona. Cantando la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo.
Hablaba con premura, frotándose las manos, torciéndose en el asiento. El Barón recordó al profesor Thales de Azevedo, un académico amigo que lo visitó en Calumbí, años atrás: se quedaba horas fascinado oyendo a los troveros de las ferias, se hacía dictar las letras que oía cantar y contar y aseguraba que eran romances medievales, traídos por los primeros portugueses y conservados por la tradición sertanera. Advirtió la expresión de angustia de su visitante.
—Todavía se puede salvar —lo oyó decir, implorar con sus ojos ambiguos—. Está tuberculoso, pero la operación es posible. El Doctor Magalháes, el del Hospital Portugués, ha salvado a muchos. Quiero hacer eso por él. También para eso necesito trabajo. Pero, sobre todo… para comer.
El Barón vio que se avergonzaba, como si hubiera confesado algo ignominioso.
—No sé por qué tendría que ayudar a ese enano —murmuró—. Ni a usted.
—No hay ninguna razón, por supuesto —repuso al instante el miope, estirándose los dedos—. Simplemente, decidí jugarlo a la suerte. Pensé que podría conmoverlo. Usted tenía fama de generoso, antes.
—Una táctica banal de político —dijo el Barón—. Ya no la necesito, ya me retiré de la política.
Y en eso vio, por la ventana de la huerta, al camaleón. Rara vez lo veía, o, mejor dicho, lo reconocía, pues siempre se identificaba de tal modo con las piedras, la yerba o los arbustos y ramajes del jardín, que alguna vez había estado a punto de pisarlo. La víspera, en la tarde, había sacado a Estela con Sebastiana a tomar el fresco, bajo los mangos y ficus de la huerta, y el camaleón fue un entretenimiento maravilloso para la Baronesa, que, desde la mecedora de paja, se dedicó a señalar al animal, al que reconocía con la misma facilidad que antaño, entre los yerbajos y cortezas. El Barón y Sebastiana la vieron sonreír, al ver que el camaleón corría cuando ellos se acercaban a comprobar si era él. Ahora estaba ahí, al pie de uno de los mangos, entre verdoso y marrón, tornasolado, apenas distinguible de la yerba, con su papada palpitante. Mentalmente, le habló: «Camaleón querido, animalito escurridizo, buen amigo. Te agradezco con toda el alma que hicieras reír a mi mujer».
—Sólo tengo lo que llevo puesto —dijo el periodista miope—. Al volver de Canudos encontré que la dueña de la casa había rematado todas mis cosas para pagarse los alquileres. El Jornal de Noticias no quiso asumir los gastos. —Hizo una pausa y añadió —: Vendió también mis libros. A veces reconozco alguno, en el Mercado de Santa Bárbara.
El Barón pensó que la pérdida de sus libros debía haber herido mucho a ese hombre que hacía diez o doce años le había dicho que algún día sería el Osear Wilde del Brasil.
—Está bien —dijo—. Puede volver al Diario de Bahía. Después de todo, usted no era un mal redactor.
El periodista miope se sacó los anteojos y movió varias veces la cabeza, muy pálido, incapaz de agradecer de otro modo. «Qué importa —pensó el Barón—. ¿Acaso lo hago por él o por ese enano? Lo hago por el camaleón.» Miró por la ventana, buscándolo, y se sintió defraudado: ya no estaba allí o, intuyendo que lo espiaban, se había disfrazado perfectamente con los colores del contorno.
—Es un hombre que tiene un gran terror a la muerte —murmuró el periodista miope, calzándose de nuevo los lentes—. No es amor a la vida, entiéndame. Su vida ha sido siempre abyecta. Fue vendido de niño a un gitano para que fuera curiosidad de circo, monstruo público. Pero su miedo a la muerte es tan grande, tan fabuloso, que lo ha hecho sobrevivir. Y a mí, de paso.
El Barón se arrepintió de pronto de haberle dado trabajo, porque esto establecía de algún modo un vínculo entre él y ese sujeto. Y no quería tener vínculos con alguien que se asociara tanto al recuerdo de Canudos. Pero en vez de hacer saber al visitante que la entrevista había terminado, dijo, sin pensarlo:
—Debe haber visto usted cosas terribles. —Carraspeó, incómodo de haber cedido a esa curiosidad y, sin embargo, añadió —: Allí, mientras estuvo en Canudos.
—En realidad, no vi nada —contestó en el acto el esquelético personaje, doblándose y enderezándose—. Se me rompieron los anteojos el día que deshicieron al Séptimo Regimiento. Estuve allí cuatro meses viendo sombras, bultos, fantasmas.
Su voz era tan irónica que el Barón se preguntó si decía eso para irritarlo o porque era su manera cruda, antipática, de hacerle saber que no quería hablar.
—No sé por qué no se ha reído —lo oyó decir, aguzando el tonito provocador—. Todos se ríen cuando les digo que no vi lo que pasó en Canudos porque se me rompieron los anteojos. No hay duda que es cómico.
—Sí, lo es —dijo el Barón, poniéndose de pie—. Pero el tema no me interesa. Así que…
—Pero aunque no las vi, sentí, oí, palpé, olí las cosas que pasaron —dijo el periodista, siguiéndolo desde detrás de sus gafas—. Y, el resto, lo adiviné.
El Barón lo vio reírse de nuevo, ahora con una especie de picardía, mirándolo impávidamente a los ojos. Se sentó de nuevo.
—¿De veras ha venido a pedirme trabajo y a hablarme de ese enano? —dijo—. ¿Existe ese enano tuberculoso?
—Está escupiendo sangre y yo quiero ayudarlo —dijo el visitante—. Pero he venido también por otra cosa.
Bajó la cabeza y el Barón, mientras miraba la mata de pelos alborotados y entrecanos, espolvoreados de caspa, imaginó los ojos acuosos clavados en el suelo. Tuvo la fantástica sospecha que el visitante le traía un recado de Galileo Gall.
—Se están olvidando de Canudos —dijo el periodista miope, con voz que parecía eco—. Los últimos recuerdos de lo sucedido se evaporarán con el éter y la música de los próximos Carnavales, en el Teatro Politeama.
—¿Canudos? —murmuró el Barón—. Epaminondas hace bien en querer que no se hable de esa historia. Olvidémosla, es lo mejor. Es un episodio desgraciado, turbio, confuso. No sirve. La historia debe ser instructiva, ejemplar. En esa guerra nadie se cubrió de gloria. Y nadie entiende lo que pasó. Las gentes han decidido bajar una cortina. Es sabio, es saludable.
—No permitiré que se olviden —dijo el periodista, mirándolo con la dudosa fijeza de su mirada—. Es una promesa que he hecho.
El Barón sonrió. No por la súbita solemnidad del visitante, sino porque el camaleón acababa de materializarse, detrás del escritorio y las cortinas, en el verde brillante de las yerbas del jardín, bajo las nudosas ramas de la pitanga. Largo, inmóvil, verdoso, con su orografía de cumbres puntiagudas, casi transparente, relucía como una piedra preciosa. «Bienvenido, amigo», pensó.
—¿Como? —dijo, porque sí, para llenar el vacío.
—De la única manera que se conservan las cosas —oyó gruñir al visitante—. Escribiéndolas.
—También me acuerdo de eso —asintió el Barón—. Usted quería ser poeta, dramaturgo. ¿Va a escribir esa historia de Canudos que no vio?
«¿Qué culpa tiene el pobre diablo de que Estela no sea ya ese ser lúcido, la clara inteligencia que era?», pensó.
—Desde que pude sacarme de encima a los impertinentes y a los curiosos, he estado yendo al Gabinete de Lectura de la Academia Histórica —dijo el miope—. A revisar los periódicos, todas las noticias de Canudos. El Jornal de Noticias, el Diario de Bahía, el Republicano. He leído todo lo que se escribió, lo que escribí. Es algo… difícil de expresar. Demasiado irreal, ¿ve usted? Parece una conspiración de la que todo el mundo participara, un malentendido generalizado, total.
—No entiendo. —El Barón había olvidado al camaleón e incluso a Estela y observaba intrigado al personaje que, encogido, parecía pujar: su mentón rozaba su rodilla.
—Hordas de fanáticos, sanguinarios abyectos, caníbales del sertón, degenerados de la raza, monstruos despreciables, escoria humana, infames lunáticos, filicidas, tarados del alma —recitó el visitante, deteniéndose en cada sílaba—. Algunos de esos adjetivos eran míos. No sólo los escribí. Los creía, también.
—¿Va a hacer una apología de Canudos? —preguntó el Barón—. Siempre me pareció un poco chiflado. Pero me cuesta creer que lo sea tanto como para pedirme que lo ayude en eso. ¿Sabe lo que me costó Canudos, no es cierto? ¿Que perdí la mitad de mis bienes? Que por Canudos me ocurrió la peor desgracia, pues, Estela…
Sintió que su voz vacilaba y calló. Miró a la ventana, pidiendo ayuda. Y la encontró: seguía allí, quieto, hermoso, prehistórico, eterno, a medio camino entre los reinos animal y vegetal, sereno en la resplandeciente mañana.
—Pero esos adjetivos eran preferibles, al menos la gente pensaba en eso —dijo el periodista, como si no lo hubiera oído—. Ahora, ni una palabra. ¿Se habla de Canudos en los cafés de la rua de Chile, en los mercados, en las tabernas? Se habla de las huérfanas desvirginadas por el Director del Hospicio Santa Rita de Cassia, más bien. O de la píldora antisifilítica del Dr. Silva Lima o de la última remesa de jabones rusos y calzados ingleses que han recibido los Almacenes Clarks. —Miró al Barón a los ojos y éste vio que en las bolas miopes había furia y pánico—. La última noticia sobre Canudos apareció en los diarios hace doce días. ¿Sabe cuál era?
—Desde que dejé la política no leo periódicos —dijo el Barón—. Ni siquiera el mío.
—El retorno a Río de Janeiro de la Comisión que mandó el Centro Espiritista de la capital a fin de que, valiéndose de sus poderes meddiúmnicos, ayudaran a las fuerzas del orden a acabar con los yagunzos. Pues bien, ya volvieron a Río, en el barco Río Vermelho, con sus mesas de tres patas y sus bolas de vidrio y lo que sea. Desde entonces, ni una línea. Y no han pasado ni tres meses.
—No quiero seguir oyéndolo —dijo el Barón—. Ya le he dicho que Canudos es un tema doloroso para mí.
—Necesito saber lo que usted sabe —lo cortó el periodista en voz rápida, conspiratoria—. Usted sabe muchas cosas, usted les mandó varias cargas de farinha y también ganado. Tuvo contactos con ellos, habló con Pajeú.
¿Un chantaje? ¿Venía a amenazarlo, a sacarle dinero? El Barón se sintió decepcionado de que la explicación de tanto misterio y tanta palabrería fuera algo tan vulgar.
—¿De verdad le dio a Antonio Vilanova ese recado para mí? —dice João Abade, despertando de la sensación cálida en que lo sumen los dedos delgadísimos de Catarina cuando se hunden en sus crenchas, a la caza de liendres.
—No sé qué recado le dio Antonio Vilanova —responde Catarina, sin dejar de explorar su cabeza.
«Está contenta», piensa João Abade. La conoce lo bastante para percibir, por furtivas inflexiones en su voz o chispas en sus ojos pardos, cuándo lo está. Sabe que la gente habla de la tristeza mortal de Catarina, a la que nadie ha visto reír y muy pocos hablar. ¿Para qué sacarlos de su error? Él sí la ha visto sonreír y hablar, aunque siempre como un secreto.
—Que si yo me condeno, usted también quiere condenarse —murmura.
Los dedos de su mujer se inmovilizan, igual que cada vez que encuentran un piojo anidado entre sus crenchas y sus uñas van a triturarlo. Luego de un momento, reanudan su labor y João vuelve a sumirse en la placidez bienhechora que es estar así, sin zapatos, con el torso desnudo, en el camastro de varas de la minúscula casita de tablas y barro de la calle del Niño Jesús, con su mujer arrodillada a su espalda, despiojándolo. Siente pena por la ceguera de la gente. Sin necesidad de hablarse, Catarina y él dicen más cosas que las cotorras más deslenguadas de Canudos. Es media mañana y el sol alardea el único cuarto de la cabaña, por las ranuras de la puerta de tablas y los huececillos del trapo azulado que cubre la única ventana. Afuera, se oyen voces, chiquillos correteando, ruido de seres atareados, como si éste fuera un mundo de paz, como si no acabara de morir tanta gente que Canudos ha tardado una semana en enterrar a sus muertos y en arrastrar a las afueras los cadáveres de los soldados para que se los coman los urubús.
—Es verdad. —Catarina le habla al oído, su aliento lo cosquillea—. Si se va al infierno, quiero irme con usted.
João alarga el brazo, toma a Catarina de la cintura y la sienta en sus rodillas. Lo hace con la mayor delicadeza, como cada vez que la toca, pues por su extrema flacura o por los remordimientos, siempre tiene la angustiosa sensación de hacerle daño, y pensando que ahora mismo deberá soltarla pues encontrará esa resistencia que aparece siempre que intenta incluso cogerla del brazo. Él sabe que el contacto físico le es insoportable y ha aprendido a respetarla, violentándose a sí mismo, porque la ama. Pese a vivir ya tantos años juntos, han hecho el amor pocas veces, por lo menos el amor completo, piensa João Abade, sin esas interrupciones que lo dejan acezante, sudoroso, con el corazón alborotado. Pero esta mañana, ante su sorpresa, Catarina no lo rechaza. Por el contrario, se encoge en sus rodillas y él siente su cuerpo frágil, de costillas salientes, casi sin pechos, apretándose contra el suyo.
—En la Casa de Salud, tenía miedo por usted —dice Catarina—. Mientras cuidábamos a los heridos, mientras veíamos pasar a los soldados, disparando y tirando antorchas. Tenía miedo. Por usted.
No lo dice de manera febril, apasionada, sino impersonal, en todo caso fría, como si hablara de otros. Pero João Abade siente una emoción profunda y, de pronto, deseo. Su mano se introduce bajo el batín de Catarina y le acaricia la espalda, los costados, los pezones pequeñitos, mientras su boca sin dientes delanteros baja por su cuello, por su mejilla, buscándole los labios. Catarina deja que la bese, pero no abre su boca y cuando João intenta echarla en el camastro, se pone rígida. En el acto, la suelta, respirando hondo, cerrando los ojos. Catarina se pone de pie, se acomoda el batín, se coloca en la cabeza el pañuelo azul que ha caído al suelo. El techo de la cabaña es tan bajo que debe mantenerse inclinada, en el rincón donde se guardan (cuando las hay) las provisiones: el charqui, la farinha, el fréjol, la rapadura. João la mira preparar la comida y calcula cuántos días —¿o semanas?— no tenía la fortuna de hallarse así, a solas con ella, olvidados ambos de la guerra y del Anticristo. Al poco rato, Catarina viene a sentarse a su lado en el camastro, con un cazo de madera lleno de fréjol rociado de farinha. Tiene en la mano una cuchara de palo. Comen pasándose la cuchara, dos o tres bocados él por cada bocado de ella.
—¿Es verdad que Belo Monte se salvó del Cortapescuezos gracias a los indios de Mirandela? —susurra Catarina—. Joaquim Macambira lo dijo.
—Y también gracias a los morenos del Mocambo y a los demás —dice João Abade—, Pero es cierto, fueron bravos. Los indios de Mirandela no tenían carabinas ni fusiles.
No habían querido tenerlos por capricho, superstición, desconfianza o lo que fuera. Él, los Vilanova, Pedrão, João Grande, los Macambira habían intentado varias veces darles armas de fuego, petardos, explosivos. El cacique movía la cabeza enérgicamente, estirando las manos con una especie de asco. Él mismo se había ofrecido, poco antes de la llegada del Cortapescuezos, a enseñarles cómo cargar, limpiar y disparar las escopetas, las espingardas, los fusiles. La respuesta había sido no. João Abade concluyó que los kariris tampoco pelearían esta vez. Ellos no habían ido a enfrentarse con los perros a Uauá y cuando la expedición que entró por el Cambiao ni siquiera abandonaron sus chozas, como si esa guerra no hubiera sido también suya. «Por ese lado Belo Monte no está defendido», había dicho João Abade. «Pidamos al Buen Jesús que no vengan por ahí.» Pero habían venido también por ahí. «El único lado por el que no pudieron entrar», piensa João Abade. Habían sido esas criaturas hoscas, distantes, incomprensibles, luchando sólo con arcos y flechas, lanzas y cuchillos, quienes se lo habían impedido. ¿Un milagro, acaso? Buscando los ojos de su mujer, João pregunta:
—¿Se acuerda cuando entramos a Mirandela por primera vez, con el Consejero?
Ella asiente. Han terminado de comer y Catarina lleva la escudilla y la cuchara hasta la esquina del fogón. Luego João la ve venir hacia él —delgadita, seria, descalza, su cabeza rozando el techo lleno de tizne— y echarse a su lado en el camastro. Le pasa el brazo bajo la espalda y la acomoda, con precaución. Permanecen quietos, oyendo los ruidos de Canudos, próximos y lejanísimos. Así pueden permanecer horas y ésos son tal vez los momentos más profundos de la vida que comparten.
—En ese tiempo yo lo odiaba a usted tanto como usted había odiado a Custodia —susurra Catarina.
Mirandela, aldea de indios agrupados allí en el siglo XVIII por los misioneros capuchinos de la Misión de Massacará, era un extraño enclave del sertón de Canudos, separado de Pombal por cuatro leguas de terreno arenoso, caatinga espesa y espinosa, a ratos impenetrable, y de una atmósfera tan ardiente que cortaba los labios y apergaminaba la piel. El pueblo de indios kariris, erigido en lo alto de una montaña, en medio de un paisaje bravío, era desde tiempos inmemoriales escenario de sangrientas disputas, y a veces carnicerías, entre los indígenas y los blancos de la comarca por la posesión de las mejores tierras. Los indios vivían reconcentrados en el pueblo, en cabañas desperdigadas en torno a la Iglesia del Señor de la Ascensión, una construcción de piedra de dos siglos de antigüedad, con techo de paja y puerta y ventanas azules y al descampado terroso que era la Plaza, en la que sólo había un puñado de cocoteros y una cruz de madera. Los blancos permanecían en sus haciendas del rededor y esa cercanía no era coexistencia sino guerra sorda que periódicamente estallaba en recíprocas incursiones, incidentes, saqueos y asesinatos. Los pocos centenares de indios de Mirandela vivían semidesnudos, hablando una lengua vernácula aderezada de escupitajos y cazando con dardos y flechas envenenadas. Eran una humanidad hosca y miserable, que permanecía acuartelada dentro de su ronda de cabañas techadas con hojas de icó y sus sembríos de maíz, y tan pobre que ni los bandidos ni las volantes entraban a saquear Mirandela. Se habían vuelto otra vez herejes. Hacía años que los padres capuchinos y lazaristas no conseguían celebrar en el pueblo una Santa Misión, pues, apenas aparecían los misioneros por la vecindad, los indios, con sus mujeres y sus criaturas, se desvanecían en la caatinga hasta que aquéllos, resignados, daban la Misión sólo para los blancos. João Abade no recuerda cuándo decidió el consejero ir a Mirandela. El tiempo de la peregrinación no es para él lineal, un antes y un después, sino circular, una repetición de días y hechos equivalentes. Recuerda, en cambio, cómo sucedió. Luego de haber restaurado la capilla de Pombal, una madrugada el Consejero enfiló hacia el Norte, por una sucesión de lomas filudas y compactas que conducían derechamente a ese reducto de indios donde acababa de ser masacrada una familia de blancos. Nadie le dijo una palabra, pues nunca, nadie, lo interrogaba acerca de sus decisiones. Pero muchos pensaron, como João Abade, durante la ardiente jornada en la que el sol parecía trepanarle el cráneo, que los recibiría una aldea desierta o una lluvia de flechas.
No ocurrió ni una ni otra cosa. El Consejero y los peregrinos subieron la montaña al atardecer y entraron en el pueblo en procesión, cantando Loores a María. Los indios los recibieron sin espantarse, sin hostilidad, en una actitud que simulaba la indiferencia. Los vieron instalarse en el descampado frente a sus cabañas y encender una fogata y arremolinarse alrededor. Luego los vieron entrar a la Iglesia del Señor de la Ascensión y rezar las estaciones del Calvario, y, más tarde, desde sus cabañas y corralitos y sembríos esos hombres con incisiones y rayas blancas y verdes en las caras, escucharon al Consejero dar los consejos de la tarde. Lo oyeron hablar del Espíritu Santo, que es la libertad, de las aflicciones de María, celebrar las virtudes de la frugalidad, de la pobreza y del sacrificio y explicar que cada sufrimiento ofrecido a Dios se convierte en premio en la otra vida. Luego oyeron a los peregrinos del Buen Jesús rezar un rosario a la Madre de Cristo. Y a la mañana siguiente, siempre sin acercarse a ellos, siempre sin dirigirles una sonrisa o un gesto amistoso, los vieron partir por la ruta del cementerio en el que se detuvieron a limpiar las tumbas y cortar la yerba.
—Fue inspiración del Padre que el Consejero fuera a Mirandela esa vez —dice João Abade—. Sembró una semilla y ésta acabó por florecer.
Catarina no dice nada pero João sabe que está recordando, como él, la sorprendente aparición en Belo Monte de más de un centenar de indios, arrastrando consigo sus pertenencias, sus viejos, algunos en parihuelas, sus mujeres y sus niños, por la ruta que venía de Bendengó. Habían pasado años, pero nadie puso en duda que la llegada de esas gentes semidesnudas y pintarrajeadas era la devolución de la visita del Consejero. Los kariris entraron a Canudos acompañados por un blanco de Mirandela —Antonio el Fogueteiro—, como si entraran a su casa, y se instalaron en el descampado vecino al Mocambo que les indicó Antonio Vilanova. Allí levantaron sus cabañas y abrieron entre ellas sus sembríos. Iban a oír los consejos y chapurreaban suficiente portugués para entenderse con los demás, pero constituían un mundo aparte. El Consejero solía ir a verlos —lo recibían zapateando en la tierra en su extraña manera de bailar— y también los hermanos Vilanova con quienes comerciaban sus productos. João Abade siempre había pensado en ellos como forasteros. Ahora ya no. Porque el día de la invasión del Cortapescuezos los vio resistir tres cargas de infantes, que, dos por el lado del Vassa Barris y la otra por la ruta de Geremoabo, cayeron directamente sobre su barrio. Cuando él, con una veintena de hombres de la Guardia Católica, fue a reforzar ese sector, se había quedado asombrado del número de atacantes que circulaban entre las chozas y de la reciedumbre con que los indios resistían, flechándolos desde las techumbres y abalanzándoseles con sus hachas de piedra, sus hondas y sus lanzas de madera. Los kariris peleaban prendidos de los invasores y también sus mujeres les saltaban encima y los mordían y rasguñaban tratando de arrancarles fusiles y bayonetas, a la vez que les rugían seguramente conjuros y maldiciones. Por lo menos un tercio de ellos habían quedado muertos o heridos al terminar el combate.
Unos golpes en la puerta sacan a João Abade de sus pensamientos. Catarina aparta la tabla, sujeta con un alambre, y asoma uno de los chiquillos de Honorio Vilanova, entre una bocanada de polvo, luz blanca y ruido.
—Mi tío Antonio quiere ver al Comandante de la Calle —dice.
—Dile que ya voy —responde João Abade.
Tanta felicidad no podía durar, piensa, y por la cara de su mujer comprende que ella piensa lo mismo. Se enfunda el pantalón de crudo con tiras de cuero, las alpargatas, la blusa y sale a la calle. La luz brillante del mediodía lo ciega. Como siempre, los chiquillos, las mujeres, los viejos sentados a las puertas de las viviendas, lo saludan y él les va haciendo adiós. Avanza entre mujeres que muelen el maíz en sus morteros formando corros, hombres que conversan a voz en cuello mientras arman andamios de cañas y los rellenan a manotazos de barro, para reponer las paredes caídas. Hasta oye una guitarra, en alguna parte. No necesita verlos, para saber que otros centenares de personas están en estos momentos, a las orillas del Vassa Barris y a la salida a Geremoabo, acuclillados, roturando la tierra, limpiando las huertas y los corrales. Casi no hay escombros en las calles, muchas cabañas incendiadas están de nuevo en pie. «Es Antonio Vilanova», piensa. No había terminado la procesión celebrando el triunfo de Belo Monte contra los apóstatas de la República, cuando ya estaba Antonio Vilanova a la cabeza de piquetes de voluntarios y gente de la Guardia Católica, organizando el entierro de los muertos, la remoción de escombros, la reconstrucción de las cabañas, de los talleres y el rescate de las ovejas, cabras y chivos espantados. «Son también ellos», piensa João Abade. «Son resignados. Son héroes.» Ahí están, tranquilos, saludándolo, sonriéndole, y esta tarde correrán al Templo del Buen Jesús a oír al Consejero, como si nada hubiese ocurrido, como si todas estas familias no tuviesen alguien abaleado, ensartado o quemado en la guerra y algún herido entre esos seres gimientes que se apiñan en las Casas de Salud y en la Iglesia de San Antonio convertida en Enfermería.
En eso, algo lo hace detenerse de golpe. Cierra los ojos, para escuchar. No se ha equivocado, no es sueño. La voz, monótona, afinada, sigue recitando. Desde el fondo de su memoria, cascada que crece y se torna río, algo exaltante toma forma y coagula en un tropel de espadas y un relumbre de palacios y alcobas lujosísimas. «La batalla del caballero Oliveros con Fierabrás», piensa. Es uno de los episodios que más lo seducen de las historias de los Doce Pares de Francia, un duelo que no ha vuelto a oír desde hace muchísimo tiempo. La voz del trovero viene de la encrucijada entre Campo Grande y el Callejón del Divino, donde hay mucha gente. Se acerca y, al reconocerlo, le abren paso. Quien canta la prisión de Oliveros y su duelo con Fierabrás es un niño. No, un enano. Minúsculo, delgadito, hace como que toca una guitarra y va también mimando el choque de las lanzas, el galope de los jinetes, las venias cortesanas al Gran Carlomagno. Sentada en el suelo, con una lata entre las piernas, hay una mujer de cabellos largos y a su lado un ser huesudo, torcido, embarrado, que mira como los ciegos. Los reconoce: son los tres que aparecieron con el Padre Joaquim, a los que Antonio Vilanova permite dormir en el almacén. Estira un brazo y toca al hombrecito que en el acto se calla.
—¿Sabes la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo? —le pregunta.
El Enano, después de un instante de vacilación, asiente.
—Me gustaría oírtela alguna vez —lo tranquiliza el Comandante de la Calle. Y echa a correr, para recuperar el tiempo perdido. Aquí y allá, en Campo Grande, hay cráteres de obuses. La antigua casa grande tiene la fachada perforada de balas.
—Alabado sea el Buen Jesús —murmura João Abade, sentándose en un barril, junto a Pajeú. La expresión del caboclo es inescrutable, pero a Antonio y Honorio Vilanova, al viejo Macambira, a João Grande y a Pedrão los nota ceñudos. El Padre Joaquim está en medio de ellos, de pie, enterrado de pies a cabeza, con los cabellos alborotados y la barba crecida.
—¿Averiguó algo en Joazeiro, Padre? —le preguntan—. ¿Vienen más soldados?
—Tal como ofreció, el Padre Maximiliano vino desde Queimadas y me llevó la lista completa —carraspea el Padre Joaquim. Saca un papel de su bolsillo y lee, jadeando —: Primera Brigada: Batallones Séptimo, Decimocuarto y Tercero de Infantería, al mando del Coronel Joaquim Manuel de Medeiros. Segunda Brigada: Batallones Decimosexto, Vigesimoquinto y Vigesimoséptimo de Infantería, al mando del Coronel Ignacio María Gouveia. Tercera Brigada: Quinto Regimiento de Artillería y Batallones Quinto y Noveno de Infantería al mando del Coronel Olimpio de Silveira. Jefe de la División: General Juan de Silva Barboza. Jefe de la Expedición: General Artur Osear.
Deja de leer y mira a João Abade, exhausto y alelado.
—¿Qué quiere decir eso en soldados, Padre? —pregunta el ex cangaceiro.
—Unos cinco mil, parece —balbucea el curita—. Pero ésos son sólo los que están en Queimadas y Monte Santo. Vienen otros por el Norte, por Sergipe. —Lee de nuevo, con voz temblona —: Columna al mando del General Claudio de Amaral Savaget. Tres Brigadas: Cuarta, Quinta y Sexta. Integradas por los Batallones Decimosegundo, Trigesimoprimero y Trigesimotercero de Infantería, de una División de Artillería y de los Batallones Trigesimocuarto, Trigesimoquinto, Cuadragésimo, Vigesimosexto, Trigesimosegundo y de otra División de Artillería. Otros cuatro mil hombres, más o menos. Desembarcaron en Aracajú y vienen hacia Geremoabo. El Padre Maximiliano no consiguió los nombres de los que los mandan. Le dije que no importaba. No importa, ¿no, João?
—Claro que no, Padre Joaquim —dice João Abade—. Consiguió usted una buena información allá. Dios se lo pagará.
—El Padre Maximiliano es un buen creyente —murmura el curita—. Me confesó que tenía mucho miedo de hacer esto. Yo le dije que tenía más que él. —Hace un simulacro de risa y de inmediato añade —: Tienen muchos problemas allá en Queimadas, me explicó. Demasiadas bocas para alimentar. No han resuelto lo del transporte. No tienen carros, mulares, para el enorme equipo. Dice que pueden tardar semanas en ponerse en marcha.
João Abade asiente. Nadie habla. Todos parecen concentrados en el bordoneo de las moscas y en las acrobacias de una avispa que termina por posarse en la rodilla de João Grande. El negro la aparta de un capirotazo. João Abade extraña de pronto el cotorreo del papagayo de los Vilanova.
—Estuve también con el Doctor Aguilar de Nascimento —añade el Padre Joaquim—. Dijo que les dijera que lo único que podían hacer era dispersar a la gente y regresar todos a los pueblos, antes de que ese cepo blindado llegara aquí. —Hace una pausa y echa un ojeada temerosa a los siete hombres que lo miran con respeto y atención—. Pero que si, pese a todo, van a enfrentarse a los soldados, sí, sí puede ofrecer algo.
Baja la cabeza, como si la fatiga o el miedo no le permitieran decir más.
—Cien fusiles Comblain y veinticinco cajas de municiones —dice Antonio Vilanova—. Sin estrenar, del Ejército, en sus cajas de fábrica. Se pueden traer por Uauá y Bendengó, la ruta está libre. —Suda copiosamente y se seca la frente mientras habla—. Pero no hay pieles ni bueyes ni cabras en Canudos para pagar lo que pide.
—Hay joyas de plata y oro —dice João Abade, leyendo en los ojos del comerciante lo que éste debe haber dicho o pensado ya, antes que él llegara.
—Son de la Virgen y de su Hijo —murmura el Padre Joaquim, en voz casi inaudible—. ¿No es sacrilegio, eso?
—El Consejero sabrá si es, Padre —dice João Abade—. Hay que preguntárselo.
«Siempre se puede sentir más miedo», pensó el periodista miope. Era la gran enseñanza de estos días sin horas, de figuras sin caras, de luces recubiertas por nubes que sus ojos se esforzaban en perforar hasta infligirse un ardor tan grande que era preciso cerrarlos y permanecer un rato a oscuras, entregado a la desesperación: haber descubierto lo cobarde que era. ¿Qué dirían de eso sus colegas del Jornal de Noticias, del Diario de Bahía, de O Republicano? Tenía la fama de temerario entre ellos, por andar siempre a la caza de experiencias nuevas: había sido de los primeros en asistir a los candomblés, no importa en qué secreto callejón o ranchería se celebraran, en una época en que las prácticas religiosas de los negros inspiraban repugnancia y temor a los blancos de Bahía, un tenaz frecuentador de brujos y hechiceros y uno de los primeros en fumar opio. ¿No había sido por espíritu de aventura que se ofreció a ir a Joazeiro a entrevistar a los sobrevivientes de la Expedición del Teniente Pires Ferreira, no propuso él mismo a Epaminondas Goncalves acompañar a Moreira César? «Soy el hombre más cobarde del mundo», pensó. El Enano proseguía enumerando las aventuras, desventuras y galanterías de Oliveros y Fierabrás. Esos bultos, que él no conseguía saber si eran hombres o mujeres, permanecían quietos y era evidente que el relato los mantenía absortos, fuera del tiempo y de Canudos. ¿Cómo era posible que aquí, en el fin del mundo, estuviera oyendo, recitado por un enano que sin duda no sabía leer, un romance de los Caballeros de la Mesa Redonda llegado a estos lugares haría siglos, en las alforjas de algún navegante o algún bachiller de Coimbra? ¿Qué sorpresas no le depararía esta tierra?
Tuvo un retortijón en el estómago y se preguntó si el auditorio les daría de comer. Era otro descubrimiento, en estos días instructivos: que la comida podía ser una preocupación absorbente, capaz de esclavizar su conciencia horas de horas, y, por momentos, una fuente mayor de angustia que la semiceguera en que la rotura de sus anteojos lo dejó, esta condición de hombre que se tropezaba contra todo y todos y tenía el cuerpo lleno de cardenales por los encontrones contra los filos de esas cosas imprecisables que se interponían y lo obligaban a ir pidiendo disculpas, diciendo no veo, lo siento mucho, para desarmar cualquier posible enojo.
El Enano hizo una pausa y dijo que, para continuar la historia —imaginó sus morisquetas implorantes—, su cuerpo reclamaba sustento. Todos los órganos del periodista entraron en actividad. Su mano derecha se movió hacia Jurema y la rozó. Hacía eso muchas veces al día, siempre que sucedía algo nuevo, pues era en los umbrales de lo novedoso y lo imprevisible, que su miedo —siempre empozado— recobraba su imperio. Era sólo un roce rápido, para apaciguar su espíritu, pues esa mujer era su última esperanza, ahora que el Padre Joaquim parecía definitivamente fuera de su alcance, la que veía por él y atenuaba su desamparo. Él y el Enano eran un estorbo para Jurema. ¿Por qué no se iba y los dejaba? ¿Por generosidad? No, sin duda por desidia, por esa terrible indolencia en que parecía sumida. Pero el Enano, al menos, con sus payaserías, conseguía esos puñados de farinha de maíz o de carne de chivo secado al sol que los mantenía vivos. Sólo él era el inútil total del que, tarde o temprano, se desprendería la mujer.
El Enano, luego de unos chistes que no provocaron risas, reanudó la historia de Oliveros. El periodista miope presintió la mano de Jurema y en el acto abrió los dedos. Inmediatamente se llevó a la boca esa forma que parecía un pedazo de pan duro. Masticó tenaz, ávidamente, todo su espíritu concentrado en la papilla que se iba formando en su boca y que tragaba con dificultad, con felicidad. Pensó: «Si sobrevivo, la odiaré, maldeciré hasta las flores que se llaman como ella». Porque Jurema sabía hasta dónde llegaba su cobardía, los extremos a que podía empujarlo. Mientras masticaba, lento, avaro, dichoso, asustado, recordó la primera noche de Canudos, el hombre exhausto, de piernas de aserrín y semiciego que era, tropezando, cayendo, los oídos aturdidos por los vítores al Consejero. De pronto se había sentido levantado en peso por una vivísima confusión de olores, de puntos chisporroteantes, oleaginosos, y el rumor creciente de las letanías. De la misma manera súbita todo enmudeció. «Es él, el Consejero.» Su mano apretó con tanta fuerza esa mano que no había soltado todo el día, que la mujer dijo «suélteme, suélteme». Más tarde, cuando la voz ronca cesó y la gente comenzó a dispersarse, él, Jurema y el Enano se tumbaron en el mismo descampado. Habían perdido al cura de Cumbe al entrar a Canudos, arrebatado por la gente. Durante la prédica, el Consejero agradeció al cielo que lo hubiera hecho volver, resucitar, y el periodista miope supuso que el Padre Joaquim estaba allá, al lado del santo, en la tribuna, andamio o torre desde donde hablaba. Después de todo, Moreira César tenía razón: el cura era yagunzo, era uno de ellos. Fue entonces que se puso a llorar. Había sollozado como ni siquiera imaginaba haberlo hecho de niño, implorando a la mujer que lo ayudara a salir de Canudos. Le ofreció ropas, casa, cualquier cosa para que no lo abandonara, medio ciego y medio muerto de hambre. Sí, ella sabía que el miedo lo tornaba una basura capaz de cualquier cosa para despertar la compasión.
El Enano había terminado. Oyó algunos aplausos y el auditorio comenzó a deshacerse. Tenso, trató de distinguir si estiraban una mano, si daban algo, pero tuvo la desoladora impresión de que nadie lo hacía.
—¿Nada? —susurró, cuando sintió que estaban solos.
—Nada —repuso la mujer, con su indiferencia de siempre, poniéndose de pie.
El periodista miope se incorporó también y, al notar que ella —figurilla alargada, cuyos cabellos sueltos y camisola en jirones recordaba— se ponía a andar, la imitó. El Enano iba a su lado, su cabeza a la altura de su codo.
—Están más hueso y pellejo que nosotros —lo oyó murmurar—. ¿Te recuerdas de Cipo, Jurema? Aquí se ven todavía más desechos. ¿Has visto nunca tantos mancos, ciegos, tullidos, tembladores, albinos, sin orejas, sin narices, sin pelos, con tantas costras y manchas? Ni te has dado cuenta, Jurema. Yo sí. Porque aquí me siento normal.
Se rió, de buen humor, y el periodista miope lo oyó silbar una tonada alegre un buen rato.
—¿Nos darán hoy también farinha de maíz? —dijo, de pronto, con ansiedad. Pero estaba pensando algo distinto y añadió, con amargura —: Si es verdad que el Padre Joaquim se ha ido de viaje, ya no tenemos quien nos ayude. ¿Por qué nos hizo eso, por qué nos abandonó?
—¿Y por qué no nos iba a abandonar? —dijo el Enano—. ¿Acaso somos algo de él? ¿Nos conocía? Agradece que, por él, tengamos techo para dormir.
Era cierto, ya los había ayudado, gracias a él tenían techo. Quién si no el Padre Joaquim podía haber sido la razón de que, al día siguiente de dormir a la intemperie, con los huesos y músculos adoloridos, una voz poderosa, eficiente, que parecía corresponder a ese bulto sólido, a ese rostro barbado, les había dicho:
—Vengan, pueden dormir en el depósito. Pero no salgan de Belo Monte.
¿Estaban prisioneros? Ni él, ni Jurema ni el Enano le preguntaron nada a ese hombre que sabía mandar y que, con una simple frase, les organizó el mundo. Los llevó sin decir otra palabra a un sitio que el periodista miope adivinó grande, sombreado, caluroso y repleto y, antes de desaparecer —sin averiguar quiénes eran, ni qué hacían allí ni qué querían hacer— les repitió que no podían irse de Canudos y que tuvieran cuidado con las armas. El Enano y Jurema le explicaron que estaban rodeados de fusiles, de pólvora, de morteros, de cartuchos de dinamita. Comprendió que eran las armas arrebatadas al Séptimo Regimiento. ¿No era absurdo que durmieran ahí, en medio de ese botín de guerra? No, la vida había dejado de ser lógica y por eso nada podía ser absurdo. Era la vida: había que aceptarla así o matarse.
Pensaba eso, que, aquí, algo distinto a la razón ordenaba las cosas, los hombres, el tiempo, la muerte, algo que sería injusto llamar locura y demasiado general llamar fe, superstición, desde la tarde en que oyó por primera vez al Consejero, inmerso en esa multitud que al escuchar la voz profunda, alta, extrañamente impersonal, había adoptado una inmovilidad granítica, un silencio que podía tocarse. Antes que por las palabras y el tono majestuoso del hombre, el periodista se sintió golpeado, aturdido, anegado, por esa quietud y ese silencio con que lo escuchaban. Era como… era como… Buscó con desesperación esa semejanza con algo que sabía depositado al fondo de la memoria porque, está seguro, una vez que asomara a su conciencia le aclararía lo que estaba sintiendo. Sí: los candomblés. Alguna vez, en esos humildes ranchos de los morenos de Salvador, o en los callejones de detrás de la Estación de la Calzada, asistiendo a los ritos frenéticos de esas sectas que cantaban en perdidas lenguas africanas, había percibido una organización de la vida, un contubernio de las cosas y de los hombres, del tiempo, el espacio y la experiencia humana tan totalmente prescindente de la lógica, del sentido común, de la razón, como la que, en esta noche rápida que comenzaba a deshacer las siluetas, percibía en esos seres a los que aliviaba, daba fuerzas y asiendo esa voz profunda, cavernosa, dilacerada, tan despectiva de las necesidades materiales, tan orgullosamente concentrada en el espíritu, en todo lo que no se comía ni vestía ni usaba, los pensamientos, las emociones, los sentimientos, las virtudes. Mientras la oía, el periodista miope creyó intuir el porqué de Canudos, el porqué duraba esa aberración que era Canudos. Pero cuando la voz cesó y terminó el éxtasis de la gente, su confusión volvió a ser la de antes.
—Ahí tienen un poco de farinha —oyó que decía la esposa de Antonio Vilanova o la de Honorio: sus voces eran idénticas—. Y leche.
Dejó de pensar, de divagar, y fue sólo un ser ávido que se llevaba con las puntas de los dedos bocaditos de harina de maíz a la boca y los ensalivaba y retenía mucho rato entre el paladar y la lengua antes de tragarlos, un organismo que sentía gratitud cada vez que el sorbo de leche de cabra llevaba a la intimidad de su cuerpo esa sensación bienhechora.
Cuando terminaron, el Enano eructó y el periodista miope lo sintió reír, con alegría. «Si come está contento, si no, triste», pensó. Él también: su felicidad o infelicidad dependían ahora en buena parte de sus tripas. Esa verdad elemental era la que reinaba en Canudos, y, sin embargo, ¿podían ser llamadas materialistas estas gentes? Porque otra idea persistente de estos días era que esta sociedad había llegado, por oscuros caminos y acaso equivocaciones y accidentes, a desembarazarse de las preocupaciones del cuerpo, de la economía, de la vida inmediata, de todo aquello que era primordial en el mundo de donde venía. ¿Sería su tumba este sórdido paraíso de espiritualidad y miseria? Los primeros días en Canudos tenía ilusiones, imaginaba que el curita de Cumbe se acordaría de él, le contrataría unos guías, un caballo, y podría volver a Salvador. Pero el Padre Joaquim no había vuelto a verlos y ahora decían que estaba de viaje. Ya no aparecía en las tardes en los andamios del Templo en construcción, en las mañanas ya no celebraba misa. Nunca había podido acercarse a él, cruzar esa masa compacta y armada de hombres y mujeres con trapos azules que rodeaba al Consejero y a su séquito y ahora nadie sabía si el Padre Joaquim volvería. ¿Sería distinta su suerte si le hubiera hablado? ¿Qué le habría dicho? «¿Padre Joaquim, tengo miedo de estar entre yagunzos, sáqueme de aquí, lléveme donde haya militares y policías que me ofrezcan alguna seguridad?» Le pareció oír la respuesta del curita: «¿Y a mí qué seguridad me ofrecen ellos, señor periodista? ¿Se olvida que me salvé de puro milagro de que el Cortapescuezos me matara? ¿Se imagina que yo podría volver donde haya militares y policías?». Se echó a reír, de manera incontenible, histérica. Se escuchó riendo, asustado, pensando que esa risa podía ofender a los borrosos seres de esta tierra. El Enano, contagiado, se reía también, a carcajadas. Lo imaginó pequeñito, contrahecho, retorciéndose. Lo irritó que Jurema permaneciese seria.
—Vaya, el mundo es chico, volvimos a encontrarnos —dijo una voz áspera, viril, y el periodista miope advirtió que unas siluetas se acercaban. Una de ellas, la más baja, con una mancha roja que debía ser un pañuelo, se plantó frente a Jurema—. Yo pensaba que los perros la habían matado allá arriba, en el monte.
—No me mataron —respondió Jurema.
—Me alegro —dijo el hombre—. Hubiera sido una lástima.
«La quiere para él, se la va a llevar», pensó el periodista miope, rápido. Se le humedecieron las manos. Se la llevaría y el Enano los seguiría. Se puso a temblar: se imaginaba solo, librado a su semiceguera, agonizando de inanición, de encontronazos, de terror.
—Además del enanito, se trajo otro acompañante —oyó decir al hombre, entre adulador y burlón—. Bueno, ya nos veremos. Alabado sea el Buen Jesús.
Jurema no contestó y el periodista miope permaneció encogido, atento, esperando —no sabía por qué— recibir una patada, un bofetón, un escupitajo.
—Éstos no son todos —dijo una voz distinta a la que había hablado y él, después de un segundo, reconoció a João Abade—. Hay más en el depósito de cueros.
—Son bastantes —dijo la voz del primer hombre, ahora neutra.
—No lo son —dijo João Abade—. No lo son si es verdad que vienen ocho o nueve mil. Ni el doble ni el triple serían bastantes.
—Cierto —dijo el primero.
Los sintió moverse, circular por delante y por detrás de ellos, y adivinó que estaban palpando los fusiles, levantándolos, manoseándolos, que se los llevaban a la cara para ver si tenían alineadas las miras y limpias las almas. ¿Ocho, nueve mil? ¿Venían ocho, nueve mil soldados?
—Y ni siquiera todos sirven, Pajeú —dijo João Abade—. ¿Ves? El cañón torcido, el gatillo roto, la culata partida.
¿Pajeú? El que estaba ahí, moviéndose, conversando, el que le había hablado a Jurema, era Pajeú. Decían algo de las joyas de la Virgen, mencionaban a un Doctor llamado Aguilar de Nascimento, sus voces se alejaban y se acercaban con sus pasos. Todos los bandidos del sertón estaban acá, todos se habían vuelto beatos. ¿Quién lo podía entender? Pasaban frente a él y el periodista miope podía ver esos dos pares de piernas al alcance de su mano.
—¿Quiere oír ahora la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo? —oyó preguntar al Enano—. La sé, la he contado mil veces ¿Se la recito, señor?
—Ahora no —dijo João Abade—. Pero otro día sí. ¿Por qué me dices señor? ¿No sabes mi nombre acaso?
—Sí lo sé —murmuró el Enano—. Discúlpeme…
Los pasos de los hombres se apagaron. El periodista miope se había puesto a pensar: «El que cortaba orejas, narices, el que castraba a sus enemigos y les tatuaba sus iniciales. El que asesinó a todo un pueblo para probar que era Satán. Y Pajeú, el carnicero, el ladrón de ganado, el asesino, el bribón». Ahí habían estado, junto a él. Se hallaba aturdido y con ganas de escribir.
—¿Viste cómo te habló, te miró? —oyó decir al Enano—. Qué suerte, Jurema. Te llevará a vivir con él y tendrás casa y comida. Porque Pajeú es uno de los que mandan aquí.
¿Qué iba a ser de él?
«No son diez moscas por habitante sino mil —piensa el Teniente Pires Ferreira—. Saben que son indestructibles.» Por eso no se inmutan cuando el ingenuo trata de espantarlas. Eran las únicas moscas del mundo que no se movían cuando la mano revoloteaba a milímetros de ellas, queriendo ahuyentarlas. Sus varios ojos observaban al infeliz, desafiándolo. Éste podía aplastarlas, sí, sin ningún trabajo. ¿Qué ganaba con esa asquerosidad? Diez, veinte se materializaban al instante en el sitio de la apachurrada. Mejor resignarse a su vecindad, como los sertaneros. Las dejaban pasearse por sus comidas y sus ropas, ennegrecer sus casas y sus alimentos, anidar en los cuerpos de los recién nacidos, limitándose a apartarlas de la rapadura que iban a morder o a escupirlas si se les metían a la boca. Eran más grandes que las de Salvador, los únicos seres gordos de esta tierra donde hombres y animales parecían reducidos a su mínima expresión.
Está tumbado, desnudo, en su cama del Hotel Continental. Por la ventana ve la estación y la enseña: Vila Bela de Santo Antonio das Queimadas. ¿Odia más a las moscas o a Queimadas, donde tiene la sensación de que va a pasar el resto de sus días, enfermo de tedio, decepcionado, ocupado en filosofar sobre las moscas? Éste es uno de esos momentos en que la amargura lo hace olvidar que es un privilegiado, pues tiene un cuartito para él solo, en este Hotel Continental que es la codicia de los millares de soldados y oficiales que se apiñan, de dos en dos, de cuatro en cuatro, en las viviendas intervenidas o alquiladas por el Ejército y de quienes —la gran mayoría— duermen en las barracas levantadas a orillas del Itapicurú. Tiene la fortuna de ocupar un cuarto en el Hotel Continental por derecho de veteranía. Está aquí desde que pasó por Queimadas el Séptimo Regimiento y el Coronel Moreira César lo confinó a la humillada función de ocuparse de los enfermos, en la retaguardia. Desde esta ventana ha visto los acontecimientos que han convulsionado el sertón, a Bahía, al Brasil, en los últimos tres meses: la partida de Moreira César en dirección a Monte Santo y el regreso precipitado de los sobrevivientes del desastre, los ojos encandilados todavía por el pánico y la estupefacción; ha visto después vomitar, semana tras semana, al tren de Salvador a militares profesionales, cuerpos de policía y regimientos de voluntarios que vienen desde todas la regiones del país a este pueblo enseñoreado por las moscas, a vengar a los patriotas muertos, a salvar a las instituciones humilladas y a restaurar la soberanía de la República. Y desde este Hotel Continental el Teniente Pires Ferreira ha visto cómo esas decenas y decenas de compañías, tan entusiastas, tan ávidas de acción, han sido aprisionadas por una telaraña que las mantiene inactivas, inmovilizadas, distraídas por preocupaciones que no tienen nada que ver con los ideales generosos que las trajeron: los incidentes, los robos, la falta de vivienda, de comida, de transporte, de enemigos, de mujer. La víspera, el Teniente Pires Ferreira ha asistido a una reunión de oficiales del Tercer Batallón de Infantería, convocada por un escándalo mayúsculo —la desaparición de cien fusiles Comblain y de veinticinco cajas de municiones— y el Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, después de leer una Ordenanza advirtiendo que, a menos de devolución inmediata, los autores del robo serán sumariamente ejecutados, les ha dicho que el gran problema —transportar a Canudos el enorme equipo del cuerpo expedicionario— aún no se ha resuelto y que por lo tanto no hay nada fijo todavía sobre la partida.
Tocan la puerta y el Teniente Pires Ferreira dice «Adelante». Su ordenanza viene a recordarle el castigo al soldado Queluz. Mientras se viste, bostezando, trata de evocar la cara de éste al que, está seguro, hace una semana o un mes, ya azotó, acaso por la misma falta. ¿Cuál? Las conoce todas: raterías al Regimiento o a las familias que aún no se han marchado de Queimadas, peleas con soldados de otros cuerpos, intentos de deserción. El Capitán de la compañía le confía a menudo los azotes con que se trata de conservar la disciplina, cada vez más estropeada por el aburrimiento y las privaciones. No es algo que le guste al Teniente Pires Ferreira, eso de dar varazos. Pero ahora tampoco le disgusta, ha pasado a formar parte de la rutina de Queimadas, como dormir, vestirse, desvestirse, comer, enseñar a los soldados las piezas de un Mánnlicher o un Comblain, lo que es el cuadrado de defensa y el de ataque, o reflexionar sobre las moscas.
Al salir del Hotel Continental, el Teniente Pires Ferreira toma la avenida de Itapicurú, nombre de la pendiente pedregosa que sube hacia la Iglesia de San Antonio, observando, por sobre los techos de las casitas pintadas de verde, blanco o azul, las colinas con arbustos resecos que rodean a Queimadas. Pobres las compañías de infantes en plena instrucción, en aquellas colinas abrasadas. Ha llevado cien veces a los reclutas a enterrarse en ellas y los ha visto empaparse de sudor y a veces perder el conocimiento. Son sobre todo los voluntarios de tierras frías los que se desploman como pollitos a poco de marchar por el desierto con la mochila a la espalda y el fusil al hombro.
Las calles de Queimadas no son a estas horas el hormigueo de uniformes, el muestrario de acentos del Brasil, que se vuelven en las noches, cuando soldados y oficiales se vuelcan a las calles a conversar, tocar una guitarra, escuchar canciones de sus pueblos y saborear el trago de aguardiente que han conseguido procurarse a precios exorbitantes. Hay, aquí y allá, grupos de soldados con la camisa desabotonada, pero no divisa a un solo vecino en el trayecto hacia la Plaza Matriz, de airosas palmeras uricurís que siempre hierven de pájaros. Casi no quedan vecinos. Salvo alguno que otro vaquero demasiado viejo, enfermo o apático, que mira con odio indisimulado desde la puerta de la casa que debe compartir con los intrusos, todos han ido desapareciendo.
En la esquina de la pensión Nuestra Señora de las Gracias —en cuya fachada se lee: «No permitimos personas sin camisas»— el Teniente Pires Ferreira reconoce, en el joven oficial de cara borrada por el sol que viene a su encuentro, al Teniente Pinto Souza, de su Batallón. Está aquí hace sólo una semana, conserva la fogosidad de los recién venidos. Se han hecho amigos y en las noches suelen pasear juntos.
—He leído el informe que escribiste sobre Uauá —dice, poniéndose a caminar junto a Pires Ferreira, en dirección al campamento—. Es terrible.
El Teniente Pires Ferreira lo mira protegiéndose con una mano contra la resolana:
—Para quienes lo vivimos, sí, sin duda. Para el pobre Doctor Antonio Alves de Santos sobre todo —dice—. Pero lo de Uauá no es nada comparado con lo que les ocurrió al Mayor Febronio y al Coronel Moreira César.
—No hablo de los muertos sino de lo que dices sobre los uniformes y las armas —lo corrige el Teniente Pinto Souza.
—Ah, eso —murmura el Teniente Pires Ferreira.
—No lo comprendo —exclama su amigo, consternado—. La superioridad no ha hecho nada.
—A la segunda y a la tercera expedición les pasó lo que a nosotros —dice Pires Ferreira—. También las derrotaron el calor, las espinas y el polvo antes que los yagunzos.
Se encoge de hombros. Redactó ese informe recién llegado a Joazeiro, después de la derrota, con lágrimas en los ojos, deseoso de que su experiencia aprovechara a sus compañeros de armas. Con lujo de detalles explicó que los uniformes quedaron destrozados con el sol, la lluvia y la polvareda, que las casacas de franela y los pantalones de paño se convertían en cataplasmas y eran desgarrados por las ramas de la caatinga. Contó que los soldados perdieron gorras y zapatos y tuvieron que andar descalzos la mayor parte del tiempo. Pero sobre todo fue explícito, escrupuloso, insistente en lo de las armas: «Pese a su magnífica puntería, el Mánnlicher se malogra con gran facilidad; bastan unos granos de arena en la recámara para que el cerrojo deje de funcionar. De otro lado, si se dispara seguido, el calor dilata el cañón y entonces se estrecha la recámara y los cargadores de seis cartuchos ya no entran en ella. El extractor, por efecto del calor, se estropea y hay que sacar los cartuchos usados con la mano. Por último, la culata es tan frágil que al primer golpe se quiebra». No sólo lo ha escrito; lo ha dicho a todas las comisiones que lo han interrogado y lo ha repetido en decenas de conversaciones privadas. ¿De qué ha servido?
—Al principio, creí que no me creían —dice—. Que pensaban que escribí eso para excusar mi derrota. Ahora ya sé por qué la superioridad no hace nada.
—¿Por qué? —pregunta el Teniente Pinto Souza.
—¿Van a cambiar los uniformes de todos los cuerpos del Ejército del Brasil? ¿No son todos de franela y paño? ¿Van a tirar a la basura todos los zapatos? ¿Echar al mar todos los Mánnlichers que tenemos? Hay que seguir usándolos, sirvan o no sirvan.
Han llegado al campamento del Tercer Batallón de Infantería, en la margen derecha del Itapicurú. Está junto al pueblo, en tanto que los otros se alejan de Queimadas, aguas arriba. Las barracas se alinean frente a las laderas de tierra rojiza, de grandes pedruscos oscuros, a cuyos pies discurren las aguas negro-verdosas. Los soldados de la compañía están aguardándolo; los castigos son siempre muy concurridos pues es uno de los pocos entretenimientos del Batallón. El soldado Queluz, ya preparado, tiene la espalda desnuda, entre una ronda de soldados que le hacen bromas. Él les contesta riéndose. Al llegar los dos oficiales todos se ponen serios y Pires Ferreira ve, en los ojos del castigado, un súbito temor, que disimula tratando de conservar la expresión burlona e indócil.
—Treinta varas —lee, en el parte del día—. Son muchas. ¿Quién te castigó?
—El Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, su señoría —murmura Queluz.
—¿Qué hiciste? —pregunta Pires Ferreira. Está calzándose el guante de cuero, para que la frotación de las varas no le reviente las ampollas. Queluz pestañea, incómodo, mirando con el rabillo del ojo a derecha y a izquierda. Brotan risitas, murmullos.
—Nada, su señoría —dice, atragantado.
Pires Ferreira interroga con los ojos al centenar de soldados que forman círculo.
—Quiso violar a un corneta del Quinto Regimiento —dice el Teniente Pinto Souza, con disgusto—. Un cabra que no ha cumplido quince años. Lo sorprendió el propio Coronel. Eres un degenerado, Queluz.
—No es cierto, su señoría, no es cierto —dice el soldado, negando con la cabeza—. El Coronel interpretó mal mis intenciones. Estábamos bañándonos en el río sanamente. Se lo juro.
—¿Y por eso se puso a pedir auxilio el corneta? —dice Pinto Souza—. No seas cínico.
—Es que el corneta también interpretó mal mis intenciones, su señoría —dice el soldado, muy serio. Pero como estalla una risotada general, él mismo acaba por reírse.
—Más pronto comenzamos, más pronto terminamos —dice Pires Ferreira, cogiendo la primera vara, de varias que tiene a su alcance el ordenanza. La prueba en el aire y con el movimiento cimbreante, que produce un silbido de enjambre, la ronda de soldados retrocede—. ¿Te amarramos o aguantas como bravo?
—Como bravo, su señoría —dice el soldado Queluz, palideciendo.
—Como bravo que se tira a los cornetas —aclara alguien y hay otra salva de risas.
—Media vuelta, entonces, y cógete las bolas —ordena el Teniente Pires Ferreira.
La da los primeros azotes con fuerza, viéndolo trastabillar cuando la varilla enrojece su espalda; luego, a medida que el esfuerzo lo empapa de transpiración a él también, lo hace de modo más suave. El corro de soldados canta los varazos. No han llegado a veinte cuando los puntos cárdenos de la espalda de Queluz comienzan a sangrar. Con el último varazo, el soldado cae de rodillas, pero se incorpora ahí mismo y se vuelve hacia el Teniente, tambaleándose:
—Muchas gracias, su señoría —murmura, con la cara hecha agua y los ojos inyectados.
—Consuélate pensando que estoy tan agotado como tú —jadea Pires Ferreira—. Anda a la enfermería, que te echen desinfectante. Y deja en paz a los cornetas.
La ronda se disuelve. Algunos soldados se alejan con Queluz, al que alguien echa encima una toalla, en tanto que otros descienden la barranca arcillosa para refrescarse en el Itapicurú. Pires Ferreira se moja la cara en un cubo de agua que le acerca su ordenanza. Firma el parte indicando que ha ejecutado el castigo. Mientras, responde a las preguntas del Teniente Pinto Souza, quien sigue obsesionado con su informe sobre Uauá. ¿Esos fusiles eran antiguos o comprados recientemente?
—No eran nuevos —dice Pires Ferreira—. Habían sido usados en 1894, en la campaña de Sao Paulo y Paraná. Pero la vejez no explica sus desperfectos. El problema es la constitución del Mánnlicher. Fue concebido en Europa, para ambientes y climas muy distintos, para un Ejército con una capacidad de mantenimiento que el nuestro no tiene.
Lo interrumpe el toque simultáneo de muchas cornetas, en todos los campamentos.
—Reunión general —dice Pinto Souza—. No estaba prevista.
—Debe ser el robo de esos cien fusiles Comblain, tiene loco al Comando —dice Pires Ferreira—. A lo mejor han encontrado a los ladrones y van a fusilarlos.
—A lo mejor ha llegado el Ministro de Guerra —dice Pinto Souza—. Está anunciado.
Se dirigen al punto de reunión del Tercer Batallón, pero allí les informan que se reunirán también con los oficiales del Séptimo y del Decimocuarto, es decir, toda la Primera Brigada. Corren hacia el puesto de mando, instalado en una curtiembre, a un cuarto de legua aguas arriba del Itapicurú. En el trayecto, advierten un movimiento inusitado en todos los campamentos y la algarabía de las cornetas ha crecido tanto que es difícil desentrañar sus mensajes. En la curtiembre se hallan ya varias decenas de oficiales, algunos de los cuales deben haber sido sorprendidos en plena siesta, pues están todavía embutiéndose las camisas o abrochándose las guerreras. El jefe de la Primera Brigada, Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, encaramado sobre una banca, habla, accionando, pero Pires Ferreira y Pinto Souza no oyen lo que dice pues hay a su alrededor aclamaciones, vítores al Brasil, burras a la República y algunos oficiales arrojan al aire sus quepis para manifestar su contento.
—Qué pasa, qué pasa —dice el Teniente Pinto Souza.
—¡Partimos a Canudos dentro de dos horas! —le grita, eufórico, un capitán de Artillería.