Desenlace

En el 44 fui uno de los que desfilaron por Moscú, cuando la victoria aliada ya estaba clara. Para entonces, el capítulo de Talvsenko era otra de las cientos de imágenes horribles que la guerra había impreso en mis retinas... y lentamente lo fui olvidando. Regresé a mi hogar y solo encontré ruinas. Todos habían muerto. Los diablos rojos se encargaron de vengarse con esmero mientras avanzaban hacia Berlín. Mi padre escondía un pequeño tesoro de joyas en un ladrillo de nuestra casa de Strauberg. Allí las encontré, intactas... era todo lo que los rusos habían dejado de mi familia. Lo cogí y me marché de allí para siempre. El resto creo que ya lo has adivinado tú solo, Paúl, a lo largo de este tiempo... Viajé a España. Era un país que también estaba resurgiendo de sus cenizas, pero gracias a algunos contactos comencé a ganar dinero con el negocio inmobiliario. Los recuerdos de la guerra se fueron desvaneciendo y las pesadillas se redujeron considerablemente. Poco a poco lo fui olvidando todo.

Pero un horrible día, aquellas pesadillas volvieron a por mí... Un día, apenas había cumplido 40 años, me di cuenta de que, por primera vez desde la guerra, era un hombre feliz. Entonces me estaba empezando a hacer rico. Vivía en Mallorca... tenía un restaurante, mujeres, una casa estupenda... Durante diez años no me moví del paraíso. No había vuelto a ver a Nigel desde que nos separamos en la estación de tren de Rostov en el año 1942. Al terminar la guerra le había escrito un par de cartas a su dirección familiar de Bremen, pero sin respuesta. En aquellos días no podías esperar gran cosa del sistema de correos. Alemania había caído... los que no estaban muertos habían huido lejos. Como a muchos otros, a él también le di por perdido... y deseé que la suerte siempre le acompañase. Creo que fue por el año 89... o tal vez fuera en el 90, lo que sí sé es que era una hermosa tarde de verano. Me encantaba sentarme en la terraza del restaurante y ver pasar a la gente mientras el sol se hundía en el mar... Entonces fue cuando le vi. Al principio no era más que otro centroeuropeo rubio y blancuzco más, pero después, a medida que se iba acercando, mi corazón comenzó a latir con fuerza. Le miré la pierna izquierda y allí estaba la gran cicatriz de Rostov. Casi me caigo de culo.

—¡Nigel! ¡Maldito! ¡Sigues con vida! ¡Soy yo... Ritter! —Le grité y él, que venía sonriéndome, se echó a mis brazos con emoción.

Después de unas cuantas lágrimas y un par de copas la cosa se fue explicando. En realidad, aquel encuentro no era ninguna casualidad. Nigel me dijo que llevaba varios años tras mi pista. Al terminar la guerra se había marchado a Argentina, junto a otros excombatientes. Allí se dedicó a los negocios, como yo. Al cabo de los años, Alemania había vuelto a reunificarse y el nuevo gobierno hizo público un archivo de correspondencia bloqueada durante la guerra. Cartas que los yanquis, ingleses y rusos habían confiscado en los últimos años de la guerra. Nigel, que aún mantenía contactos con antiguos militares, se interesó por ello y recuperó las cartas que correspondían a la dirección de su familia en Bremen. Así fue como, al cabo de tanto tiempo, recibió mi carta, la que le había enviado desde Barcelona. Y de esa manera, y a través de una agencia de detectives de Madrid, había podido encontrarme. Yo no cabía de la felicidad. ¡Qué gran sorpresa! Le prohibí reservar habitación en ningún hotel. Despaché mis citas de esa noche y le invité a cenar en mi casa. No sabía cómo agradecerle aquella alegría que acababa de darme.

Durante la cena hablamos largo y tendido de nuestras nuevas vidas. Nigel se había casado y ahora un feliz padre de tres niñas. Yo en cambio, había optado por otro camino y solo pude hablarle de amantes y borracheras. Igual daba, le dije, alzando mi copa, cualquier cosa era mejor que aquellas horribles noches de la guerra ¿verdad amigo? Entonces noté que se le oscurecía el gesto. Supuse que no deseaba recordar... eso nos ocurría a todos, y por ello no le di más importancia. No obstante, al término de la cena, mientras degustábamos un par de buenos puros en mi terraza y mirábamos el atardecer sobre el mar, Nigel me dijo que había algo importante que debía decirme. Y después añadió: Se trata de Bohl... de aquella casa... ¿recuerdas Talyvsenko? Al oír aquello casi me enfadé. Treinta años después, oír el nombre de Bohl fue como oler un aliento a muerte. Y yo ya me había salvado de todo aquello.

Ahora vivíamos en otro mundo, el de la paz, el de los negocios... ¿a qué venía rescatar esas malas sombras en un momento tan bueno? Nigel me pidió disculpas. Me rogó que le dejara explicarse, cosa que hice, aunque un poco incómodo. Todo tenía que ver con aquella vieja correspondencia, me dijo. Tuvo que viajar a Berlín y esperar durante horas en el archivo para recuperar toda su correspondencia; cartas de familiares que nunca había vuelto a ver, la notificación del alto mando que confirmaba la muerte de su hermano en Normandía (Nigel lo había dado por perdido durante casi 50 años) y otras cosas de mayor o menor importancia. Entonces, cuando estaba a punto de marcharse, el funcionario del archivo le dio el alto desde su ventanilla. ¡Espere! ¿Ha dicho usted que se llama Alexander Nigel de Bremen? Hay algo más aquí... debe ser para usted... Sorprendido, Nigel se giró y regresó a la ventanilla, donde el funcionario le entregó un sobre más. Se trataba de una carta enviada desde el frente ruso en el año 1942. No tenía remite y en el destinatario solo había escrito A. Nigel. Ciudad De Bremen. Nigel me enseñó esa carta. La llevaba consigo, protegida en una especie de pitillera hecha a medida. Estaba escrita con el carboncillo y el papel que nos daban en el frente. Sucia, medio quemada... pero perfectamente legible. Le pregunté a Nigel quién se la había enviado. Y él... bueno... ¿puedes imaginártelo?

Paúl estaba a punto de responder a esa pregunta cuando alguien llamó a la puerta de la habitación. En ese mismo instante, un trueno resonaba en el exterior del sanatorio como si estuviera a punto de arrancarlo de la tierra. Ritter se aferró tembloroso a sus sábanas.

—¡Diga! —respondió Paúl, tratando de que su voz no sonara temblorosa. La puerta se abrió y asomó la cara de Vicky—. ¿Va todo bien? —preguntó en voz baja mientras su bonitos ojos azules sondeaban la habitación y se paraban a observar las correas sueltas que caían a los lados de la cama de Ritter—. Sí... Vicky, gracias —respondió Paúl suspirando—. Solo estamos charlando un poco. —Paúl le preguntó por la hora y Vicky respondió que faltaban quince minutos para la medianoche. Paúl tenía que hacer su ronda de “pastillas” a esa hora... pero antes deseaba oír el final de todo aquello. Despidieron a Vicky (Ritter apenas balbuceó un adiós) y volvieron a quedarse solos. En ese momento, Ritter alzó su mano y señaló el armario.

—Hay que darse prisa. La caja de habanos, Paúl. Tráemela. —Paúl no hizo preguntas. Se levantó y rebuscó en el escondite del armario hasta dar con la cajita de puros que él mismo se encargaba de rellenar a veces. Se la entregó a Ritter.

Ritter manipuló la caja con cuidado. Sacó los cinco habanos que reposaban en ella y los posó entre sus piernas. Después sacó el papel secante del fondo y levantó una tapa de madera que Paúl jamás había visto. Bajo ella, posados en el auténtico fondo de la cajita, había dos papeles doblados. Ritter sacó el primero de ellos y lo desdobló entregándoselo luego a Paúl. —Solo es una copia. La original, por supuesto, se la llevó Nigel consigo. —Paúl miró el papel y vio que estaba manuscrito en alemán. El autor había aprovechado hasta el último milímetro del papel para encajar un buen número de palabras en aquel reducido espacio—. Ya sé que no sabes una pizca de alemán —le dijo Ritter— pero lee el final de la carta.

Allí había una firma: "Joseph Böhl". —Vaya... y ¿qué es lo que dice? —preguntó Paúl. Ritter tomó de nuevo la copia entre sus manos. La miró como quién  revisa una vieja antigüedad que le ha pertenecido durante años—. No puedo perder demasiado tiempo en ella, Paúl. Pero es muy importante que intentes creerme. Esta carta llegó desde otro mundo, desde otra... esfera. Bohl pensó que una carta podría traspasar los límites del tiempo...y acertó. No sabemos cómo ni por qué. Él no conocía otro dato más acerca de Nigel, solo que era de Bremen... por eso la envió allí. En una de sus frases Bohl dice: Puedo ver el tiempo fluir como un arroyo ante mis ojos. Espero que esta carta sea como la hoja de un árbol, que se desprenda sobre el agua y que llegue a vosotros algún día. Había perdido la cuenta de los años cuando la escribió. Dijo que al menos habían trascurrido veinte o treinta... pero era difícil contarlos. No había sol, ni luna, ni estrellas en aquel lugar. Todo era de un color etéreo, inmaterial. La única realidad era la guerra.

La guerra, la nieve, la sangre, el olor a pólvora. Era la creación de Manstein. Una guerra eterna donde los hombres como él pudieran odiar eternamente, matar eternamente, sacrificar, torturar hasta acabar agotados... una dimensión plana perdida en la inmensidad. Un cristal errante en las profundidades de un océano sin tiempo. No ocurrió de repente. Fue un largo proceso que se inició con la destrucción de la casa. Al principio, Manstein y su perro solo eran dos espectros atrapados en una celda infinita, al igual que Bohl... pero existía una fuerza que era favorable a Manstein. Ella le ayudó a salir, le enseñó a viajar y recuperar cosas, almas, fantasmas para ir rellenando su morada final. Manstein había aprendido a conversar con ella. Le cantaba extrañas canciones antes de desaparecer. Y después, al cabo de unas horas, regresaba y había una nueva explosión en el cielo. Columnas de soldados espectrales aparecían batiéndose sin tregua. Niños arrasados por balas de gran calibre. Siluetas desgarradas por una ráfaga de metralleta. Mujeres aullando. Hombres volviéndose locos una y otra vez. Ciudades arruinadas. Un perfecto Gernika revivido una y mil veces... una espiral de cabezas aullantes que moría para volver a nacer. Bohl se había intentado suicidar en una docena de ocasiones. Al final, siempre abría los ojos de nuevo... en aquel árido desierto de nieve. También trató de escapar. Caminó a través de la muerte durante cinco años. Aquello parecía el Ostfront, Rusia, pero aseguraba que había entrado en ciudades de las que nunca había oído hablar. Cuando creía estar cerca del mar, una nueva ciudad aparecía envuelta en lenguas de fuego... había mil Stalingrados, mil columnas de humo negro elevándose en el cielo plomizo. Y entre ellas, kilómetros de desesperación y dolor. Manstein era el dueño y señor de aquel circo del sufrimiento. Pasados los años se fue haciendo más poderoso y hábil. Aprendió a abrir otras puertas, a viajar por el tiempo, y así fue como llegó hasta nosotros. Viajaba en la oscuridad... eso es lo que supo Bohl por boca de otros condenados. La oscuridad era su reino, donde se abrían las bocas que unían todos los mundos. Quería recuperarnos para su reino de pesadilla. A todos los que salimos de allí.

Por supuesto... yo tampoco me creí una palabra de eso —dijo Ritter mientras doblaba la carta y la volvía a introducir en la caja—. De hecho, al terminar de leerla, miré a Nigel y pense que todo era alguna especie de broma pesada... o quizá un locura. No se lo dije, por supuesto. Sentí una gran lástima por él. Algunos lo superan y otros no, me dije. Y le obsequié con mi mejor trato. Pero después de eso ya no tuve tantas ganas de tenerle en mi casa. Se marchó al cabo de un par de días. Le acompañé hasta el aeropuerto de Palma y nos dimos la mano. Él no había vuelto a hablar sobre el tema desde la noche en que leí aquella carta. Entonces me entregó una copia y me dijo lo siguiente: No estoy loco. No cometas el error de pensarlo. Solo he venido a avisarte. Me quedé congelado... no supe bien cómo responder. Le dije que se equivocaba. Tú eres el que comete el error al pensar eso de mí, repliqué. Él me miró fijamente y después se dio media vuelta y se perdió entre la gente. Fue la última vez que vi a Nigel. Pasaron cuatro años. La visita de Nigel se diluyó en mi memoria como una voluta de humo en el aire. Me fui haciendo más viejo y gruñón pero tenía una salud de hierro. Los negocios marchaban mejor que nunca. Abrí otro restaurante y una discoteca. Tuve algún pequeño lío con la justicia pero nunca ocurrió nada. Entonces, un día, volví a verlo... ese horrible sobre de papel marrón volvió ante mis ojos. Un sobre estampado con una esvástica negra en su exterior. Un hombrecillo llamado Sánchez me esperaba en la puerta del restaurante. Me dijo que era escritor, uno de esos jóvenes que escriben sobre historias de la guerra sin haberlas vivido. Había encontrado una vieja carta en los archivos militares de Berlín. Había sido remitida desde el frente ruso en el año 1942. Pero el verdadero enigma era su destinatario... decía así:

W. Ritter.

Isla de Mallorca. España

No le dejé hacerme ninguna pregunta. Según escuché aquello cogí al tipo del gaznate y lo eché a patadas... El tipo gritaba que me denunciaría, me exigía que le devolviese la carta. Pero la carta era para mí. Entré en la cocina del restaurante presa de un ataque de nervios. Me costaba respirar. Dije a todo el mundo que se marchara. Se lo ordené con la peor educación imaginable. Después, entre mis manos temblorosas desdoblé aquella carta... esta carta.

Ritter extrajo el otro papel doblado de su caja de habanos. Lo abrió ante sus ojos. Paúl observó que estos se llenaban de lágrimas. —Nigel comenzaba diciendo que me perdonaba por no haberle creído aquella tarde, en el aeropuerto. —El anciano estrujo la carta entre sus manos. Apretó su puño con tal fuerza que las vías de sus venas y arterías se dibujaron como en un mapa anatómico—. ¡A él también se lo llevó! ¡Manstein apareció por la noche y se lo llevó con él! —gritó, dejando que dos lágrimas surcaran sus ruborizadas mejillas— ...llamé a su casa, en Argentina... me contaron que lo habían encontrado muerto en su habitación... dijeron que se había encerrado allí, medio enloquecido, diciendo que había un perro negro en su jardín... ¡En la carta decía lo mismo! ¡Viene a través de la oscuridad! Yo... yo traté de decirme a mí mismo que todo aquello era imposible. Traté de negarlo. Me dije que Nigel se volvió loco, se mató a sí mismo y me envió aquella carta Dios sabe cómo... quise creerme que había sido así, pero no pude. Aquello me había tocado bien dentro. Compré una casa en Marruecos y pasé allí un año, encerrado, emborrachándome cada noche para poder dormir. Cada vez que veía un perro me volvía loco de terror... pero ninguno era él... Fue pasando el tiempo. El cerebro hizo su trabajo y la paranoia fue cesando. Nadie puede vivir con tanto terror. Regresé a mi isla. Había dejado el negocio en manos de un necio y las cosas se habían puesto feas. Además, las piernas comenzaron a temblarme más de la cuenta. Lo vendí todo, hice las maletas. Así fue como llegué hasta aquí... buscando el final. Un buen final, Paúl... Eso es todo lo que le pido a la vida.

Las campanas de la capilla sonaron a través de la ventisca. Las doce, —pensó Paúl—, pero no puedo dejarle así. Tiene los nervios hechos añicos. Aprovechando que Ritter había bajado la cabeza, Paúl se levantó del taburete y tomó asiento en la cama, junto a él. Una de sus manos se deslizó ágilmente hasta su bolsillo y cogió la jeringa entre sus dedos. Después, tomó uno de los brazos del viejo y lo sujetó con fuerza, aunque Ritter no se resistió demasiado.

—Paúl... ¿Es que no me has escuchado? —preguntó Ritter con una honda tristeza— ¡No me crees! ¡Tú tampoco lo crees!

Paúl inyectó la totalidad de la dosis en la vena de Ritter.

—Debes descansar. Mañana hablaremos con más calma, pero ahora tienes que dormir.

—¡No hay mañana Paúl! Geist ha venido a por mí. Quieren llevarme con ellos... —Ritter suplicaba envuelto en una gran tensión— pero hay una forma... eso es lo que deseaba pedirte. Nigel me lo explicó en su carta. Hay una forma de salvarse. ¡Mátame Paúl! Coge mi almohada... Será un buen final para mí... morir en las manos de un amigo... ¡Por favor! No permitas que me lleve... no... le... dejes...

—¡Basta! —replicó Paúl con fuerza—. Deja de decir eso. Tenemos muchas partidas de ajedrez que jugar todavía.

El joven enfermero sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Había visto muchas cosas, pero jamás a un hombre implorando así por su muerte.

—Paúl... amigo mío... sálvame... —gemía Ritter— coge la almmohaddaa... acabbbbbaaaa con... mi... go...

—Mañana estarás mejor —balbuceó Paúl, impresionado ante aquello.

La tensión en el rostro de Ritter se fue desvaneciendo hasta reducirse a una mueca preocupación. Exhaló un último gemido antes de caer en un profundo sueño.

Paúl infló sus carrillos y soltó el aire en un fino chorro. Tenía la garganta seca y una capa de fino sudor en su espalda. Las manos le temblaban aún.

—Joder —musitó al vacío.

Tardó cinco minutos en volver a atarle con los cinturones. Después reclinó la cama hasta dejarla en posición horizontal y tapó a Ritter con la sábana. Las cartas aún seguían allí, junto a la caja de puros. Paúl cogió una de ellas y trató de leerla. Bohl, Nigel y Manstein fueron las únicas palabras que entendió. ¿Cuánto habría de cierto y cuánto de alucinación en aquella extraña historia? Tal vez un traductor pudiera esclarecerlo, pero de momento, Paúl devolvió aquellos viejos papeles a su sitio. Seguramente, Ritter volvería a contarle aquella historia al psiquiatra, quién probablemente diagnosticaría un caso de manía persecutoria y le recetaría algunas pastillas. Puede que, incluso, le dejasen seguir en el ala de los “sanos”. Puede que todo fuera una pesadilla de un día.

Luego se dirigió a la puerta de la habitación y apretó el botón de la luz, dejando la habitación completamente a oscuras. Eso le hizo sentir un pequeño escalofrío.

«Ritter te dijo que no apagaras la luz»

«¡Pero qué demonios!» —se dijo a sí mismo un segundo después—. «Mañana por la mañana le traeré yo mismo el desayuno. Una bandeja especial de su amigo Paúl. Té, pastitas de mantequilla y un gran vaso de zumo. Cuánto nos vamos a reír cuando recordemos esto... algún día...»

Cerró la puerta y salió de allí a buen paso. La ronda de las pastillas le estaba esperando.

*******

Horas más tarde, la tormenta seguía abatiéndose sobre la costa. Los rayos cuarteaban el cielo, acompañados de terribles truenos y silbantes lenguaradas de viento que hacían traquetear alguna ventana en las entrañas del sanatorio. En la sala de guardia todos dormían. Los pacientes se estaban portando muy bien aquella noche, demasiado bien tal vez, y los enfermeros, recostados en sus literas, se dejaban atrapar por un cálido amodorramiento

Paúl abrió los ojos al término de un extraño sueño. Estaba tan fresco como si hubiera dormido diez horas seguidas. Miró su reloj, entremetido en las sujeciones de la litera superior, y vio que eran las 4 de la madrugada. En el exterior, el ruido del aguacero era monumental. Debía estar cayendo la tromba del siglo. No tenía ganas de seguir durmiendo, en cambio, tenía algo de hambre. Se puso en pie sobre sus zuecos y se dirigió al pequeño office, donde se acumulaban un montón de tazas de café sucias.

Pensó que podría comerse un estupendo trozo de tarta. Matilde había cumplido años anteayer. ¿Era posible que aún quedase algo de aquella deliciosa tarta de trufas? Abrió la nevera y lo primero que vio es que la luz no se encendía. Luego, al posar su mano sobre las latas de coca cola que yacían apiladas en un estante, comprobó que estaban calientes.

—«Vaya. Junto a la nevera había una mesa de trabajo, donde había un flexo. Apretó el botón de encendido pero no ocurrió nada. Después lo intentó con el interruptor general de la habitación: Nada. Se habrá saltado un fusible» —concluyó.

Pensó en si merecía o no la pena despertar al señor Cans y hacerle subir por tan poca cosa. Decidió asegurarse primero (el señor Cans gruñe como un can). Salió al pasillo y se dirigió al cuadro de timbres para comprobar que las luces estuvieran encendidas. El ancho pasillo de embaldosado blanquinegro estaba completamente a oscuras. Paúl se extrañó de que ni siquiera las luces de emergencia tuvieran luz. Ahora si que había un buen motivo para despertar al encargado de mantenimiento.

En ese mismo instante, un tremendo rayo resquebrajó el negro horizonte a través de los ventanales. Paúl se giró casi por instinto hacia las ventanas y lo siguió con la mirada. Era como una gran zarpa abriéndose sobre el mundo. Pero, según lo veía morir en el mar, distinguió algo increíble. Algo que le hizo abandonar su idea de llamar a nadie. ¡ZZZZZZZAAAASSSHHHH! retumbó el trueno. La descarga se apagó devolviendo la oscuridad al océano, pero otro volvió a estallar segundos más tarde. Y esta vez, Paúl estuvo seguro de lo que veía. Barcos. Habría un centenar de ellos. El fugaz relámpago le bastó para calcularlo. Barcos grandes, medianos y pequeños, una flota entera, enfilada frente a la costa, en formación de ataque.

Paúl frunció el ceño. Incluso sonrió. No fue capaz de concebir una sola idea de por qué estaban esos barcos allí. Solo cuando un rayo iluminó las tripas de un destructor y una amenazante esvástica se reflejó en sus pupilas, su mente dibujo un signo de exclamación.

¡Ritter!

Tardó menos de dos minutos en llegar a la habitación del viejo. Allí, en la penumbra, se distinguía un bulto posado sobre la cama. La luz no funcionaba. Paúl atravesó la habitación y se detuvo frente al cuerpo. ¿Había un hombre allí tumbado? Llevó los dedos hasta su cuello y no encontró un rastro de vida. Sin embargo, sintió que aquella carne no era la de un cadáver, aunque entonces era incapaz de entender las razones que le llevaban a sentir aquello. La visión de los barcos volvió a su mente. Salió de la habitación, recorrió el pasillo a gran velocidad y alcanzó las escaleras del pabellón. Descendió por ellas sin importarle la posibilidad de caerse y romperse el cuello. Llegó a las puertas del jardín. Abrió una de ellas y desembocó en una fría lluvia y un viento que le empujaban hacia atrás. Surcó el jardín destrozando los cuidados centros de flores hasta la frontal del edificio. La lluvia y el viento parecían confabulados contra él. Lo zarandeaban de un lado para otro y le cegaban los ojos con dolorosas gotas de agua helada. Pese a todo, Paúl logró alcanzar el portón enrejado de la entrada. Fin del camino, pues estaba cerrado y el interfono tampoco tenía luz. No podría saltar aquella puerta, y aún menos el muro. Pero desde allí podía ver los barcos. En ese instante un nuevo rayo iluminaba la costa. Los barcos seguían allí, pero en esta ocasión, hubo otra cosa, más cerca, en la que fijarse. Tres siluetas avanzando hacia el borde del acantilado. Paúl reconoció a Ritter en el centro del grupo. ¡Caminaba! Una alta y espigada silueta lo hacía avanzar a empellones. Paúl se fijó en la gabardina de cuero y el gorro militar que cubrían aquel cuerpo. Al otro lado, Ritter iba flanqueado por un gordo animal de cuatro patas, demasiado grande para ser un perro, pero que no obstante lo era.

—¡Ritter! —gritó Paúl, mientras con sus manos empujaba los barrotes del gran portón de entrada.

Un golpe de viento le tapó la boca y le obligó a cerrar los ojos. Cuando los abrió de nuevo, alcanzó a ver las siluetas desvaneciéndose en las entrañas de la noche.

—¡Ritter! —volvió a gritar Paúl—. ¡Lo... siento! ¡Perdóname!

Para ese entonces, las figuras eran ya tres espectros a punto de desvanecerse en la oscuridad. Paúl distinguió como se giraban en un ángulo imposible para, acto seguido, desparecer junto con el resto de los espectros, en una gran espiral que comenzó a voltear sobre el océano, como un gigantesco planeta negro.

Entonces, un objeto brillante brotó de aquel terrible eclipse. Paúl lo vio acercarse a gran velocidad y no tuvo tiempo de apartarse cuando fue evidente que estaba en su misma trayectoria. El pequeño objeto le golpeó en la cara y él, creyéndose muerto, se soltó de los barrotes y se dejó caer a la húmeda carretera.

Se oyó una terrible carcajada que parecía provenir de los cuatro costados del universo. Paúl abrió los ojos un minuto después. Seguía vivo. Se reclinó y miró hacia el océano. Los barcos habían desaparecido. Ritter también. Un par de lágrimas asomaron en sus ojos. Pero antes de que rompiera a llorar, vio ese objeto que había surgido del agujero, que alguien había lanzado, con el mayor desprecio, contra su cara. Era una pequeña cadena plateada con una imagen labrada en uno de sus extremos. La imagen de un santo llamado Cristóbal.

******

—La dirección quiere dar el asunto por cerrado, Paúl. No más preguntas. ¿De acuerdo?

El jefe de personal se llamaba Santos. Tenía una enorme verruga negra en la nariz. Su oficina era un hervidero de papeles, nóminas, y partes de gastos sin firmar. El teléfono no dejaba de sonar ni un minuto.

Habían pasado dos meses desde aquella noche.

—¿Qué tal las vacaciones? —le preguntó a Paúl con una media sonrisa en los labios—. Puedo suponer que te has recuperado del todo ¿no?

Paúl asintió con la cabeza, en silencio. Ahora siempre tenía aquella expresión perdida y triste. Y un mechón de pelo gris había brotado en su joven cabello.

—De acuerdo —continuó Santos mientras echaba una firma en el nuevo contrato de Paúl—. No hay razón para que no puedas regresar a tu puesto. La dirección siempre ha confiado en ti. Supongo que lo sabes.

Paúl volvió a asentir. Santos se refería, seguramente, al montón de dinero que el sanatorio tuvo que “invertir” para que no se investigara demasiado aquel tema. Un hombre que aparece calcinado en su cama, con la piel negra y sin ojos no es buena publicidad para nadie. Cuando Paúl hubo firmado su contrato, Santos se encendió un cigarrillo y se le acercó por detrás. A Santos le gustaba hacerse el amigo de los empleados.

—Mira chico —le dijo, dándole una palmada en el hombro— Hay cosas que es mejor olvidar. Nadie podrá comprenderlo nunca. Seguramente ocurrió como el inspector del seguro dijo: El tipo debía tener algún ácido escondido y se lo roció de alguna manera. No hay otra explicación.

Paúl sonrió un poco, pero no dijo nada.

—Hay una cosa más —dijo entonces Santos—. El abogado de Ritter vino a liquidar sus asuntos. Trajo algo para ti. Dijo que había recibido órdenes de su cliente para que te fuera entregado.

Santos le enseñó un gran sobre de cartón. Por primera vez en varios meses, Paúl sintió que su corazón alteraba el ritmo.

Lo cogió y lo revisó por los dos lados. No había nada escrito. Pese a que Santos lo miraba con auténtica curiosidad, Paúl no lo abrió. En vez de eso, se despidió hasta el lunes y salió del despacho. Salió también del edificio. Caminó por la carretera principal hasta cruzar el portón (que estaba abierto) y después siguió caminando hasta el borde mismo del acantilado. Era una fría tarde de otoño. El cielo estaba lleno de nubes y el mar estaba encrespado y gris.

Tomó asiento en una gran roca. Una vez allí abrió el sobre. En su interior había otro sobre, lo que Paúl suponía; un sobre estampado con la esvástica nazi. Sus bordes estaban ennegrecidos y sucios. El sobre estaba abierto. En su interior, Paúl encontró una carta en español. La leyó dos veces. Después, la hizo pedazos y la arrojó al mar.