Presentación

—Eso no tiene ningún sentido —dijo Paúl, casi riéndose—. ¿Seguro que habláis de Ritter?

El joven enfermero permanecía de pie junto a la puerta, aún con el impermeable puesto y chorreando agua. Frente a él, sentadas en torno a una mesa llena de revistas abiertas y vasos de café, estaban sus tres compañeras de turno de noche.

—Eso mismo hemos pensado nosotras cuando nos lo han contado: que no tenía sentido.

La que hablaba era Vicky, una enfermera de veintidós años, rubia y pecosa. A ella se lo había contado la compañera de la tarde, que a su vez lo sabía por la del turno anterior: Ritter (el alemán, como lo llamaban ellas) se había vuelto loco en el jardín. Durante el paseo de la mañana, el viejo había comenzado a agitarse en su silla de ruedas y a gritar algo sobre un perro.

—¿Un perro? —preguntó Paúl.

—Un perro —respondió Vicky—, pero allí no había ninguno, o por lo menos nadie lo ha visto. Excepto él. —Vicky terminó el relato—: La asistenta había intentado calmarle; hacerle tragar una pastilla, pero Ritter le había mordido en la mano. Después, el viejo se había dejado caer sobre la hierba y había comenzado a arrastrarse. Dos celadores lo habían atrapado y retenido hasta que una enfermera llegó corriendo y le inyectó un tranquilizante en la pierna. Desde entonces, permanecía atado en la cama de su habitación. El doctor había ordenado ponerle un suero pues se negaba a comer y beber.

—¿Han hablado con él? —preguntó Paúl.

—Creo que lo han intentado, pero el viejito no ha querido hablar nadie. Lleva ahí encerrado todo el dia.

—Dios, esto no tiene sentido —dijo Paúl.

—Nada es para siempre —dijo otra de las enfermeras, una mucho más mayor y menos guapa que Vicky— a todos les llega su turno. —Se refería a la cabeza, claro.

Pero a Paúl le costaba creer eso. Se dirigió a los vestuarios dejando un rastro de agua a su paso. Afuera llovía a raudales y se había calado hasta los huesos corriendo desde el aparcamiento a la puerta de entrada. Una vez hubo cambiado sus ropas mojadas por un cómodo pijama de enfermero, se dirigió al almacén de farmacia. Mientras sus compañeras charlaban sobre los asuntos de moda, Paúl preparó una jeringa con una buena dosis de tranquilizante se la metió en el bolsillo de su bata y regresó donde sus compañeras.

—Iré a echarle un vistazo.

—Sí... a ver si le sacas algo —murmuró la enfermera cuarentona sin levantar los ojos de una revista—. Contigo se lleva bien.

—Pero guarda las distancias... —dijo Vicky.

—Lo haré. Hasta la hora de la ronda —se despidió Paúl.

Salió al oscuro pasillo de la segunda planta. Sus zuecos de planta de madera resonaban sobre el embaldosado de la galería. A través del magnífico ventanal de cara al mar la tormenta embestía con todas sus fuerzas. En el jardín, los árboles, los arbustos y las flores parecían a punto de ser arrancados por el huracán. Remolinos de hojas y de pequeñas ramas danzaban rabiosamente sobre la carretera de entrada. Las farolas se habían estropeado con el temporal y todo parecía cubierto de una capa de oscuro alquitrán. Los acantilados se confundían con el mar. Solo algún rayo ocasional perfilaba los límites del paisaje.

«¿Qué le habría podido pasar al viejo?» ¡Un mordisco ni más ni menos! Aquello no le pegaba al viejo Ritter. ¡Pero si era la alegría del huerto!, con sus discos de Mozart y su pequeña biblioteca de clásicos de donde todo el mundo solía picar algún que otro libro, por no hablar de la liguilla de ajedrez que había organizado con los médicos y enfermeros. Aquello no encajaba, definitivamente. Otra cosa es que esa enfermera tuviera razón y el fantasma de la senilidad hubiese llamado a su puerta. En ese caso, se dijo Paúl... pero no quería pensar en ese caso. Y por otro lado, esas cosas ocurren progresivamente, comienzan con pequeños despistes y lagunas que van haciéndose más grandes. Lo había visto demasiadas veces como para saber que Ritter no demostraba síntomas, al menos no los había tenido la noche anterior. Hablar del culo de las enfermeras y recordar la ropa interior de una antigua amante no era precisamente una demostración de poca salud, sino todo lo contrario.

Llegó al pasillo del ala oeste. En medio de una oscuridad azulada se dibujaba un rectángulo dorado. Eran los contornos de la puerta de Ritter. Su habitación era la única de toda la galería que aún tenia luz a aquellas horas. Solo luz. No se oía nada más que un silencio de ronquidos, toses, gemidos entre sueños. Ritter estaba tumbado en su cama, envuelto en una manta fina y con cuatro cinturones sujetándole el cuerpo por los tobillos, los muslos, la cintura y el pecho. Parecía dormido.

—¡Pst! —chistó Paúl.

Pero Ritter pareció no oírle. La contraventana estaba cerrada y las persianas corridas. Se oían los truenos retumbar cada vez más cerca. Sera mejor dejarlo así, pensó Paul, tal vez todo se arregle con un buen sueño. Mañana sería otro día. El día después de la tormenta. Deslizó su mano por la pared hasta dar con el interruptor y apagó la luz. Y entonces la voz de Ritter se revolvió entre la oscuridad. —¡Luz! ¡Luz! —gritó el anciano— ¡Luz por favor!

Alarmado por aquella voz angustiada, casi horrorizada Paúl buscó el interruptor de nuevo. —¡Ritter! —Contestó a la oscuridad—. Soy yo. ¡Ritter! —La luz volvió.

—Luz... Luz... —seguía rogando el viejo. Las palabras se murieron en su boca y su cuerpo, tensado como un arco y atrapado en aquellas cintas de color marrón brillante, volvió a reposar sobre la cama. Paúl avanzó hasta situarse a su lado. —Luz —repitió Ritter una vez más.

—100 vatios marchando a toda potencia. —respondió Paúl.

Ritter le miró durante unos segundos como si no le reconociese. Tenía una perfecta expresión de terror dibujada en su afilada cara. —¡Paúl! Mi amigo Paúl... —exclamó levantando su cabeza con esfuerzo—. He estado rezando para que llegaras. ¡Paúl!  ¡Suéltame por favor!

Paúl sonrió. De momento era todo lo que se le ocurría. —Vaya... te han atado como a una momia —bromeó después.

Ritter sonrió, pero era una sonrisa de pura desesperación. La clase de sonrisa que un hombre esboza antes de pedirte que no le pegues un tiro. Y Ritter no era del tipo de hombres que acostumbraba a rogar nada, quizá por eso resultaba el doble de extraño y patético aquella noche. —Paúl, me duele todo el cuerpo de estar aquí atado... ese cerdo del doctor Guevara...

Paúl se acercó un poco más y le cogió una de las manos, aunque no hizo ningún ademan de soltarle. —He oído que le diste un buen bocado a tu asistenta esta mañana.

Ritter dejó caer la cabeza en la almohada. —¡Oh, maldita sea, Paúl! Pensé que esa zorra quería hacerme daño. Por eso le mordí. Estuvo mal, de acuerdo pero... tenía... tenía una buena razón. Te lo explicaré... pero suéltame por favor. ¿Crees que voy a darte una patada mientras me sueltas? —dijo riéndose.

Paúl también se rió. Ritter sufría una parálisis completa en las piernas desde hacía un año. —De acuerdo... —respondió— pero prométeme que estarás tranquilo. Ya sabes que me la juego por hacer esto. —Los ojos de Ritter se iluminaron—. —Seré como un muerto. Bueno, eso es casi verdad después de toda la droga que me han metido hoy.

Paúl se acercó a él, comenzó a desabrocharle los cinturones. Sabía que eso infringía todos y cada uno de los puntos del reglamento. Pero el estaba allí por si acaso Ritter se volvía loco otra vez. Y tenía su pinchazo del sueño feliz por si las moscas. Cuando terminó con los cinturones, tomó la manivela de la cama y dio unas cuantas vueltas hasta que Ritter estuvo bien reclinado.  Le colocó una almohada detrás de la cabeza y le arropó con cuidado. Después le preguntó si le apetecía comer algo, y el anciano pidió una copita de oporto y un habano. Paúl volvió a sufrir un levísimo dilema profesional pero terminó accediendo en el vino (no en el cigarro).

—Está bien, granuja —dijo Paúl, entregándole un vasito de plástico medio lleno del oporto que Ritter guardaba en un escondite de su armario— ya puedes empezar a explicarme todo este lío. ¿Qué es eso de que te quieren hacer daño?  Creía que se peleaban por sacarte a pasear.

Ritter se rió un poco, pero sin demasiada convicción. —Lo cierto es que fue un mal momento, Paúl. Un ataque. Creí ver algo que... me hizo volverme loco.

Paúl recordó el relato de la enfermera. Ritter había dicho algo de un perro. Le preguntó por eso y, al oír aquella palabra, Ritter alzó la vista y gimió como si le hubieran clavado un punzón en los ojos. —¡Sí... el perro. El perro negro! No podía ser el mismo... pero era igual. Un rotweiller igual que...

—¿Un perro? —le interrumpió Paúl.

—Tenía esa cara de asesino que tanto odiábamos. ¡Geist!

Paúl asintió con gesto grave. —¿Estás seguro de que lo viste? —preguntó después, con cuidado—. No se permiten animales en el sanatorio. Ni siquiera a las visitas.

Ritter negó con la cabeza. —Sí... sí que lo vi... estaba allí. En medio del templete. Erguido sobre sus cuatro patas, mirando a algo o alguien... ¡no lo he visto desde hace sesenta años pero juraría que era él!

—De acuerdo —dijo Paúl—. Pongamos que sea cierto. Tal vez se haya colado. En todo caso, hay algo seguro: No es el perro que viste hace sesenta años. Podría ser una tortuga, pero no un perro. Los pobres no viven más allá de los quince...

Paúl se rió de su propio chiste pero el viejo no le siguió. Miró hacia la puerta, con los ojos bien abiertos, y se estremeció. —Era él. No debo negarlo. Aún estamos a tiempo. Pero, por si acaso, quiero que estés alerta ¿Lo harás Paúl? La luz es importante. No se debe apagar la luz. Así es como entra...

—¿Entrar? —preguntó Paúl que no cabía del asombro—. ¿Quién?

—¿Quién? —replicó Ritter como si aquella fuera una pregunta estúpida—. Pues... ¡oh, comprendo lo que puedes estar pensando! Todavía soy incapaz de creerlo... pero era Geist —dijo al fin, con frialdad—. Era él... no hay duda.

Paúl comenzó a arrepentirse de haber soltado los cinturones. Era evidente que allí había un problema. Quizá no tanto como para temer que Ritter pudiera autolesionarse de alguna forma, pero eso no había forma de saberlo. Estaba claro que era presa de un gran temor. Pero ¿a qué? ¿A un perro septuagenario? ¡De pronto, Paúl notó una fría mano rodeándole la muñeca. Ritter le estaba mirando fijamente. Eran los ojos de un hombre asustado.

—Escucha, Paúl —comenzó a decir—. Ahora voy a contarte algo. Tal vez no te guste, o no me creas. Lo que importa es que debes saberlo. Tú eres el único amigo que me queda en este mundo y la única persona en la que confiaría para... ciertas... cosas.

Paúl estuvo a punto de hacer una pregunta, pero Ritter, después de un breve suspiro, continuó hablando, esta vez con la mirada perdida. —Hace mucho tiempo que no temo a la muerte... la he visto muchas veces, de cerca. He visto a hombres morir a mi lado, en una trinchera. Una bala entre los ojos y ni siquiera pestañeas. Se acabó. Fin de tus problemas ¿entiendes? Yo he vivido mi vida, mejor o peor, pero he llegado hasta aquí. Si este es mi final, me conformo. No es un mal final. Cuando me quedé sin las piernas estuve a punto de adelantarlo un poco pero después llegue aquí, y te conocí a ti... mi querido Paúl... has sido como el hijo que nunca tuve...

Aquí, Ritter tragó un sorbo de oporto mientras sujetaba en firme la muñeca de Paúl. —No —continuó después—, no me asusta la muerte.  Lo que a mi me aterra es otra cosa. Algo que no es de este mundo. Un remolino de cabezas aullantes lo llamaba él. Para mí es, simplemente, el infierno, una eternidad de dolor... la guerra. —Ritter atrapó el brazo de Paúl entre sus manos, con fuerza—. Yo no puedo volver allí... ¿lo comprendes?

Paúl miró aquellos dos ojos azules, suplicándole. Había conocido a hombres que se volvieron locos de un día para otro. Tipos importantes que un día se habían despertado gritando una noche, creyendo que un tiburón los devoraba por las piernas y habían golpeado a su mujer hasta estar a punto de matarla. —No volverás allí —respondió Paúl—. Tienes mi palabra de que no lo harás.

Ritter respiró aliviado. Por primera vez en toda la noche, su preciosa sonrisa iluminó la estancia. —Gracias... Paúl. Sabía que podría contar contigo... Gracias.

—Apoyó su cabeza en la almohada y entrelazó los dedos de las manos sobre el vientre—. Ahora escucha... debes oír la historia. Nunca en sesenta años la he contado. Nunca ha salido de mis labios... pero tú debes saberla... o llegado el momento dudarás. Y eso no debe ocurrir. —Paúl estuvo a punto de preguntar, pero Ritter apenas dejó espacio entre aquella frase y la siguiente—. Se llamaba Frederick Manstein. Hace muchos años de esto... Hace mucho mucho tiempo. —Un relámpago latigó la tierra a muy poca distancia del hospital. Paúl tomó asiento a los pies de Ritter y pensó que igual era el momento de encender aquel maldito habano.