Malditas Guerras

Manstein fue mi sargento en el frente ruso —comenzó a decir Ritter—. No era un gran soldado, pero al proceder de una buena familia (su padre era un comerciante en Hamburgo) había conseguido la graduación rápidamente. En aquellos días Hitler quería carne fresca en sus mandos. Estaba teniendo bastantes problemas con los militares “de familia”, que se rebelaban ante sus órdenes de masacrar civiles. Quería nazis convencidos en la punta de sus lanzas... Manstein era uno de ellos. Un niño educado en el odio. En el miedo. Odiaba y temía a los judíos. Bueno... en aquellos días todos habíamos comido la misma papilla. El sionismo. La gran conspiración contra el honrado pueblo alemán. Y después estaban los temibles eslavos. Bueno... se puede decir que estábamos preparados y convencidos para devorarlos.

Recuerdo aquella tarde del verano del 1941. Esa noche íbamos a romper la frontera rusa. Yo nunca había combatido. Tenía 18 años y mucho miedo. Estábamos en un granero, al este de Polonia, guardando dos Panzer que se ocultaban a la espera de órdenes. Éramos un pelotón de apoyo. Manstein al mando, Nigel, yo, Bolh, Heimann, Mayer, Schloss... un chico de Dusseldorf que no hacía más que echarse pedos... no recuerdo su nombre. Bueno. Casi todos éramos novatos. Manstein había pegado un par de tiros en Polonia y nada más. Íbamos a marchar con el 16º ejército hacia Daugavpils, Pskov y después a Leningrado. Nuestro objetivo final, según Manstein, era llegar a Arcángel. ¡Ja! Por aquel entonces pensábamos que todo sería así de fácil. “Entrar y correr”. El conductor del Panzer era un veterano que había llegado a entrar en París.

Nos decía que no nos preocupáramos. Rusia duraría un mes como mucho. Bueno... ocurrió como todo el mundo sabe. Aquel otoño de lodo, después el hielo. Cuando llegó noviembre yo ya había matado una docena de Ivanes. Era fácil. Bastaba con ponerse en una trinchera cargado de munición. Ellos iban apareciendo, gritando como locos. Era como hacer tiro al blanco. Después fueron aprendiendo, pero aquel primer año eran como monigotes. Verdaderos suicidas. No sufrimos mucho hasta el invierno. Veíamos morir gente a nuestro alrededor, pero curiosamente, pelotón solo hizo dos bajas. El chico de Dusseldorf pisó una mina, ese fue su último pedo. Y Rinder ¡así se llamaba! Un trozo de metralla le voló media cara... Entonces yo pensaba que si me salvaba era gracias a mi destreza, o a la medalla de San Cristóbal que me dio mi madre al partir. Ya he dicho que era un pobre inocente. Llegamos a las afueras de Leningrado con la idea de participar en el asedio de la ciudad. Iba a ser un trabajo fácil. Dejarlos morir de hambre mientras los machacábamos con nuestros Junkers. Por aquel entonces se polemizaba mucho con la forma en que el “bigotes” estaba llevándolo todo.

El ataque a Moscú se estaba retrasando más de la cuenta. Algunos decían que era pura superstición, otros que era culpa de la intervención de Mussolini en África. El caso es que todo el mundo temía lo mismo: Que llegara el invierno y nos cogiera en el campo de batalla. Un día a finales de septiembre llegó Manstein con nuevas órdenes. Íbamos a bajar 100 kilómetros, hasta el Voljov, para organizar un centro de abastecimiento de tanques. Los blindados de Hoth habían recibido orden de lanzarse sobre Moscú y necesitarían un lugar donde repostar. Se envió una compañía completa. De camino, algunos se dedicaron a hacer perrerías, incluido Manstein. Yo nunca lo aprobé, había muchos como yo, pero tratar de interferir, con todas aquellas pistolas calientes, era jugarse la vida. Llegaban a un pueblo y sacaban a todos los hombres a la calle. Nadie puede sentir el sudor frío que provoca eso si no ha estado allí.

Una vez tuve que sujetar a una niña mientras ordenaban a su padre arrodillarse en el suelo. La chiquilla temblaba como el motor de un coche. Le tapé los ojos. Cuando oyó el disparo creí que se había muerto ella también. Se había desmayado. Me ordenaron sentarla en una esquina y dejarla allí. Llegamos a un lugar llamado Talvsenko. Los aldeanos nos recibieron entre aplausos. ¡Creían que éramos rusos! Enseguida se dieron cuenta que no. Llevábamos dos semanas de marcha. Aquello fue un festín. Primero violaron a las niñas y a las mujeres, después mataron a una docena de jóvenes para amedrentar al resto. Los utilizamos como esclavos para montar la planta y excavar. Algunos murieron aplastados descargando las cisternas de combustible. Bohl se había convertido en mi mejor amigo. Hablábamos de todo aquello. Lo odiábamos... pero nadie abría la boca. Veíamos otras miradas como la nuestra... pero nadie abría la boca. Íbamos a ganar la guerra, a regresar a nuestras casas, con nuestras mujeres, a vivir plácidamente en un país rico. Supongo que algunos pensábamos que el sueño merecía la pena.

Llegó el otoño. Las lluvias. El barro. Vimos pasar cientos de Panzer que iban hacia Moscú. Se llevaron todos los hombres al frente y dejaron solo a nuestro pelotón al mando de aquello. El pueblo estaba casi abandonado. La gente había huido por la noche. Manstein y otros hijos de perra como él se subían al torreón de la iglesia y practicaban puntería con aquellos hombres y mujeres. Bueno, creo que te haces una idea del tipo de hombre que eran... Fue uno de esos salvajes amigos quién le regaló aquel perro.

El tipo en cuestión, no me acuerdo de su nombre pero recuerdo muy bien su cara rajada de lado a lado por una cicatriz, le dijo que no podía llevárselo a Moscú y Manstein lo aceptó de mil amores. Se llamaba Geist, Fantasma en alemán, pero mejor le hubiera ido el nombre de Diablo. Tenía la cara más horrible  que se puede imaginar en un dogo. Dos grandes colmillos sobresaliéndole por las fauces. Ojos rojizos y baba, una baba blanca que siempre estaba allí. Desde ese día, Geist se convirtió en la sombra de Manstein. A ninguno nos gustaba. Y aún menos que Manstein lo alimentara con nuestras patatas. La comida había empezado a escasear y aquel perro vivía mejor que nosotros, por no hablar de los pueblerinos. Las lluvias convirtieron aquella estepa polvorienta en una gran piscina de barro intransitable.

Las tropas dejaron de pasar por allí. De pronto, era como si se hubieran olvidado de nosotros. Hicimos lo que todos. Saquear. Registramos casa por casa, levantando el suelo en busca de patatas, grano... lo que fuera. Solíamos ayudarnos de un aldeano que había decidido colaborar. Nos decía donde podría haber comida y donde no. Le dábamos un porcentaje del tesoro... ja... no tenía culpa de nada. Solo quería sobrevivir. Como todos. En dos semanas habíamos terminado de rastrear el pueblo. Habíamos conseguido unos cuantos kilos de patatas, pero sabíamos que no era suficiente.

El invierno estaba a punto de caer y las noticias que llegaban de Moscú no eran precisamente buenas. Era fácil deducir que no iban a caernos paquetes de chocolate y cigarrillos desde el cielo, como en Polonia. Manstein formó una escuadra de búsqueda conmigo, Nigel, Bohl y el aldeano. Tomamos un panje, como llamaban a sus carros, y fuimos a tiro de caballo por las granjas de los alrededores, casi todas abandonadas. Nos habíamos vuelto buenos saqueadores. Reventábamos el suelo a mazazos, y olíamos el mortero fresco a distancia. Hicimos una buena colecta. Patatas, grano... y recuerdo que encontramos un candelabro judío de oro puro escondido en la chimenea de una casa. Por supuesto, Manstein se lo quedó como "botín de guerra".

Un día, de regreso al pueblo, junto al río, escondida entre unos árboles, Manstein divisó una vieja Dacha. Era una casucha de tejado puntiagudo, de color ennegrecido, que parecía haber sido abandonada mucho tiempo antes de la guerra. No parecía albergar gran cosa pero le ordenó al aldeano que llevara el carro hacia allí. Aquello puso realmente nervioso al campesino. De pronto, comenzó a balbucear unas palabras y a negar con la cabeza. Se resistía a llevar el carro hacia allí. Manstein le gritó que lo hiciese y le apuntó con Mauser en la nuca. El hombre terminó arreando al caballo, pero comenzó a musitar algo mientras nos acercábamos a aquella macilenta casucha de la ribera. Creo que estaba rezando. El lugar olía horriblemente mal, como si hubiese carne muerta por allí. Aquello nos puso alerta y cargamos los rifles. Rodeamos la casa sin encontrar nada. La tierra estaba quemada o ennegrecida. Del suelo brotaban unas gruesas raíces que no parecían dirigirse hacia ningún árbol sino hacia a la casa. Era el lugar más extraño que yo haya pisado jamás. Después de un rato dando vueltas por allí escuchamos un disparo. Provenía del frontal de la casa y allí nos dirigimos.

El cuerpo del aldeano estaba en el suelo  y a dos metros por detrás Manstein sostenía su Luger humeante. Dijo que había tratado de huir, pero ¿de qué? Ahora era imposible saberlo. Y lo peor es que nos habíamos quedado sin un buen guía. Manstein nos  ordenó coger las mazas y derribar la puerta. Dijo que quería salir de allí cuanto antes. Derribamos la puerta a patadas y un tufo nauseabundo nos abrazó a Bohl y a mí según lo hicimos. Primero vomitó él y yo le seguí. Era la pestilencia más grande que se pueda imaginar. Aún la tengo metida en las narices. Nos alejamos un rato de la casa y dejamos que se aireara. No veíamos nada del interior. Las ventanas estaban condenadas con maderos. Los rompimos también y, poco a poco, el aire se fue saneando. Al cabo de cinco minutos nos atrevimos a entrar. Iba yo en primer lugar, con un pañuelo en la boca y una Mauser en la mano.

«Aquello no se me olvidará mientras viva. Nada más entrar en aquel lugar comprendí el miedo que había llevado a huir a aquel aldeano. Aquello era sin duda un lugar endemoniado. Había una mesa de madera en el centro de aquella pocilga, pues no se me ocurre otro calificativo para definir aquello. En la mesa había botes. Botes llenos de una sopa turbia en la cual flotaban ojos, pequeños cerebros, entrañas de animales, patas de gallo... también había cuchillos afilados, tijeras, serruchos. Por el suelo yacían, desperdigados y resecos, los antiguos propietarios del contenido de aquellos botes. Gatos tuertos, gallinas mutiladas, ratones abiertos como un bolso de señora. Vámonos de aquí» —le dije a Bohl. Bolh asintió con la mano en la boca. Pero en ese momento apareció Manstein detrás de nosotros, mirando todo aquello con expresión curiosa—. ¿Qué hacéis ahí parados? No me diréis que estas bobadas os dan miedo ¿verdad? —Bohl y yo negamos con la cabeza (ya habíamos visto a Manstein matar a un hombre por echar a correr en el sentido opuesto a la batalla) aunque estábamos ciertamente aterrorizados—. Probad en el suelo —nos ordenó entonces puede que encontremos algo. Apartamos la mesa y un catre de paja donde debía pernoctar el dueño de aquel sitio (pensamos que debía tratarse de una mujer, pues encontramos largos cabellos grisáceos por el suelo). Luego, después de golpear con nuestras mazas en aquel suelo de madera, una parte del entarimado cedió sin demasiados esfuerzos. Bajo él encontramos algo que en principio nos pareció un pozo. Era en realidad una abertura natural, como la boca de una caverna, pero alguien había construido una pequeña muralla a su alrededor. Y también unas cuantas escalas de hierro para permitir descender hasta aquella negrura...

Entonces Manstein me ordenó que bajara a echar un vistazo. Esos son los privilegios de un cargo, y sobre todo el estilo de aquel cerdo. Nunca iba por delante en nada. Siempre buscaba a alguien para que lo reventaran a tiros, o para que se despiezara con una mina, pero nunca él. Bohl tomó un fajo de paja del catre y le prendió fuego. Lo dejó caer y vimos como estallaba en chispas a unos diez o quince metros de profundidad. —Ve con cuidado —me dijo. Bohl era algo mayor que yo y siempre me cuidaba como un hermano—. Bueno... yo hice lo que siempre antes de entrar en acción. Besé mi medalla de San Cristóbal, quité el seguro a mi Mauser y me la enfundé en el cinto. Más que la idea de ser acribillado por un grupo de partisanos me atemorizaba la idea de encontrar una manada de ratas hambrientas ahí abajo, o algo peor; algo que ni siquiera fuera capaz de imaginar... Y temblando de miedo, bajé las escalas una a una. Por el eco que mis botas provocaban al pisar aquellos asideros, comprendí que entraba en una especie de caverna de buenas dimensiones.

El  aire estaba helado ahí abajo y veía mi propio aliento ascender como una humareda hacía el cuadrado de luz desde el que me observaban Bolh y Manstein, que se habían encendido un cigarrillo para contemplar el espectáculo. Antes de llegar al último peldaño encontré una gran antorcha asida a la pared con una cinta de hierro. La tomé y descendí con ella hasta el suelo, donde la encendí con mi zippo. Cuando alcé la antorcha vi una enorme cavidad de roca iluminándose ante mis ojos. Altas paredes de roca que se fundían en una bóveda natural, donde según mis cálculos se hallaba erigida la casucha. Pero después, a medida que mi vista se iba acostumbrando a la penumbra, fui distinguiendo unas formas oscuras y alargadas que emergían de algún punto del suelo y trepaban por las paredes hasta perderse en lo alto.

Eran las mismas raíces que antes habíamos visto surgir en los yermos contornos de la Dacha. Raíces de un grosor asombroso. Tan negras y peludas que podrías mentir a un niño diciéndole que eran las patas de una araña gigante. Todas ellas partían de una grieta, una magnífica ruptura que quebraba la cueva en dos por su lado más ancho. Cuando me acerqué a ella comprobé que la llama de mi antorcha se agitaba y eso me hizo pensar en la hondura de aquel agujero, que parecía conectar con reinos subterráneos de una profundidad insondable. Mis ignorantes 18 años me impidieron ver un mal presagio en todo aquello. Ni siquiera me asombré demasiado por aquella extravagancia botánica. Sencillamente, pensé que era otra de las cosas increíbles que había por el mundo y que yo no conocía. Manstein me gritó desde lo alto preguntándome por mis hallazgos. Se lo expliqué. Le dije que no había nada, ni patatas, ni oro... pero cometí el error de hablar de aquellas raíces. ¡Estaba tan impresionado! Nunca me arrepentiré bastante de haberlo hecho.

Bohl se quedó arriba haciendo guardia y Manstein bajó por la escala. Según llegó y vio aquel paisaje, su fascinación fue algo evidente. Sus ojos brillaban de pura sorpresa. No tardó ni un segundo en arrebatarme la antorcha y comenzar a recorrer aquel sitio por sí solo, murmurando palabras de admiración a cada paso que daba. Yo esperaba junto a la escala, impaciente por largarme de aquel lugar. Había algo allí que me oprimía el pecho. Tal vez fuera el aire irrespirable y malsano de aquel agujero. Manstein, en cambio, parecía atraído por cada centímetro de la gruta. El descubrimiento más importante fue, sin duda alguna, aquel viejo libro. Estaba escondido en una pequeña fisura de forma cuadriforme que alguien había practicado en la dura pared. Fue Manstein quién lo descubrió, puesto que era el único que se atrevió a caminar entre las raíces. Yo permanecía quieto, junto a la escala, tiritando de miedo y frío a partes iguales. Entonces me gritó que fuera inmediatamente donde estaba él, puesto que necesitaba que alguien le sujetase la antorcha para sacarlo de la pared. Le bastó muy poco tiempo para asegurar que aquella era una valiosa antigüedad, y lo cierto es que tenía un aspecto arcano. Yo jamás había visto un libro tan grande y pesado. Tenía las tapas de piel gruesa y las hojas estaban fabricadas en un papel durísimo que había salvaguardado su contenido durante siglos, quién sabe cuántos, porque aquel tomo, de unos 80 centímetros por 40, debía remontarse a los tiempos en los que Alemania ni siquiera era la gran nación que era entonces. Lo apoyamos en el suelo y lo abrimos con cuidado.

En su primera página había una larga hilera de símbolos, aunque también había letras y extrañas palabras que no recuerdo excepto una: La palabra Grimoïre. Manstein sabía algo de latín y francés; trató, sin éxito, de descifrar alguno de aquellos poemas o canciones (pues eso parecían) pero ya digo que no lo logró. No obstante, se mostró eufórico por ese descubrimiento. Dijo que sería un bonito presente para la colección de antigüedades de Herr Goering, en París y me ordenó cargarlo con mucho cuidado y subirlo a la planta. Una vez arriba, nos ordenó a Bohl y a mí que cerráramos el agujero con algunas tablas... pero de forma que se pudiera volver a entrar. Creo que Bolh y yo pensamos lo mismo; que aquel libro, aquel pozo y aquella casa estarían mejor ardiendo, igual que habíamos hecho con otras chabolas inmundas. Pero esta vez, Manstein ordenó respetar el lugar. Y no solo eso. Nos ordenó guardar un absoluto secreto sobre aquello ante el resto de los hombres. Dijo que no era conveniente hablar de esos hallazgos.

Eso ocurrió en Noviembre y desde ese día, Manstein encontró en la lectura y decodificación de su hallazgo, un entretenimiento para pasar las interminables horas muertas de la estación, que comenzaron a ser muy frecuentes. El frente de Moscú estaba paralizado. Nadie transitaba de Norte a Sur más que algún mensajero o un dispositivo de mecánicos que trasportaban piezas para los tanques estropeados. Eso fue antes de que comenzara a nevar. Recuerdo que al principio nos pareció algo bello contemplar aquellos vastos prados cubiertos de una manta de impoluta nieve. Pero lentamente, la nieve nos fue devorando. Los idiotas como Manstein habían hecho arder la mayor parte del pueblo a nuestra llegada.

Ahora no teníamos más que una casa en condiciones y recuerdo bien que dormíamos en la primera planta, unos encima de los otros, alrededor de una gran hoguera que alimentábamos día y noche con la leña y los muebles que habían quedado en el pueblo. Solo respetamos los dos carros que habían quedado tras la huída de los aldeanos (eran el único medio de transporte válido en aquellas condiciones); el resto de las camas, sillas, armarios... fueron acumulados en un cobertizo frente a la casa y todos los días hacíamos leña con ellos. El fuego era imprescindible en aquel lugar. Por las noches, la temperatura bajaba a unos treinta bajo cero. Algunos nos dábamos cuenta de que aquello era insostenible. Solo estábamos a mediados de Noviembre y la madera y el alimento durarían, como mucho, un mes.

Si no llegaban órdenes para moverse de allí, tendríamos que terminar quemando el petróleo que habíamos ido a proteger. Pero ¿qué comeríamos? Pronto solo nos quedaría el caballo con el que tirábamos del carro. Ante estas preguntas, Manstein se mostraba estúpidamente reglamentario. Nada es imposible para el soldado alemán. Resistiremos. El fhurer tiene un plan maestro para todos nosotros. Había muchos como él en la guerra, gente sin cabeza. Mientras tanto, pasaba sus horas libres leyendo aquel libro, casi siempre en la segunda planta de la casa, donde dormía junto a su perro. Solíamos oír sus pasos, los de Manstein y los de su perro Geist, crujiendo sobre la madera, de un lado para otro, durante toda la noche. A veces se reía, o gritaba un ¡hurra! y te despertaba a altas horas de la madrugada. Solo Bohl y yo comprendíamos a qué podía deberse aquella alegría. Otras veces desaparecía durante horas. El carro y el caballo solían desaparecer también.

La primera vez que ocurrió, algunos hombres pensaron que había desertado, pero Manstein regresó de madrugada con su perro y un gran bulto cuadrado envuelto en un chaquetón. Algunos decían quese había vuelto loco, pues ya casi no se relacionaba con ninguno de nosotros y tenía una mirada extraviada y turbia. Siempre que surgía algún comentario de ese tipo, Bohl y yo nos mirábamos en silencio. Nunca dijimos nada acerca de la dacha. Sabíamos que Manstein podría tener un soplón entre nosotros (era algo común en los mandos) y no queríamos arriesgarnos a formar parte de la patrulla de castigo que pronto debería ir a los bosques a cortar leña. Por eso nos callábamos. Nigel fue el único en enterarse de nuestro secreto. En cierta ocasión, mientras nos creíamos solos en la casa, nos cazó hablando sobre ese asunto... Nigel era un chico de Munich, un buen muchacho. Confiábamos en él y se lo contamos. Le advertimos que Manstein nos había ordenado guardar silencio. Entonces él sonrió y nos dijo que no éramos los únicos en haber recibido tal orden. Él también tenía una historia que contar. Había ocurrido una noche que estaba de guardia junto a los depósitos de combustible.

Nigel contó que había visto una silueta caminar entre la ventisca y le había dado el alto. Se trataba de Manstein. Avanzaba cargando una especie de fardo... que en realidad era el cuerpo de un hombre. Me dijo que era un partisano que había descubierto escondido en el pueblo. Lo había matado y ahora lo llevaba a la fosa común. Yo le hubiese creído si su perro no hubiera ido mordisqueando los pies del muerto. Eso me hizo fijarme en que estaban completamente congelados. Debía llevar semanas enterrado en la nieve. Por supuesto no dije nada. Manstein me ordenó guardar silencio respecto al partisano. Dijo que prefería que nadie lo supiera. Después me ordenó ayudarle a cargar el fiambre en un carro y desapareció entre la ventisca. Lo primero que pensamos es que Manstein añoraba comer un buen filete. ¡Sí! En aquellos días eso era más normal de lo que se podría pensar... Solo a Bohl se le ocurrió que podía existir alguna asociación entre ambas historias. El muerto, el libro, la vieja casa apartada... Entre escalofríos, recordamos aquellos animales muertos, las sierras y aquellos tarros llenos de órganos flotantes... ¿Y si Manstein se hubiera vuelto loco? No hacía otra cosa que leer aquel libro y desaparecer a bordo del carro, durante horas. ¿Era posible que hubiese tomado el negro relevo de la antigua habitante de aquella casa? Aquellos temores nos desvelaron un par de noches y luego volvimos a olvidarlos. Supongo que no nos apetecía pensar en algo así. Todo era ya demasiado horrible como para ser capaces de concebir un horror mayor. El frío era nuestra primera prioridad. El frío y el hambre.

Lo demás era accesorio. Las patatas se acababan, los muebles escaseaban... pero era primordial que el fuego siguiera ardiendo. Comenzaban a sucederse las noches de cincuenta bajo cero. Aquel frío te volvía loco. Mayer, un muchacho de apenas 18 años, se voló la cabeza delante de todos. Recuerdo aquella noche. Alguien nos despertó a gritos. El muchacho estaba sentado en el marco de una ventana con la pistola metida en la boca como un chupete. Tenía las cejas blancas y las lágrimas se le helaban nada más salir de sus ojos. Uno de los hombres intentó alcanzarle, pero antes de que lo hiciera, Mayer cerró los ojos con fuerza y apretó el gatillo. Después, su cuerpo se desplomó por la ventana. Cuando Manstein apareció por la puerta y vio aquello, su único comentario fue: Me alegro de que los débiles se vayan eliminando por sí mismos. Solo debemos quedar los más fuertes. Hubiera sido un gran momento para llenarle el cerebro de plomo, pero supongo que ya habíamos visto demasiada sangre por aquella noche. Manstein ordenó a un par de hombres que bajaran a por el cuerpo de Mayer y lo montasen en el carro. Dijo que se encargaría él mismo de llevarlo a la fosa común. Nigel, Bohl y yo nos miramos en silencio, compartiendo el mismo pensamiento. Manstein marchó esa misma noche y no regresó hasta la madrugada. Tras la muerte de Mayer, el invierno pareció endurecerse. Cada vez éramos menos los que podíamos sostenernos en la guardia y ésta se redujo a la custodia de los depósitos.

Estábamos cansados, hambrientos y faltos de esperanza. ¿Dónde estaba nuestro valeroso ejército? Ya ni siquiera oíamos pasar los aviones y la radio no daba noticias de Moscú. La única orden que recibimos en todo ese tiempo fue la de colocar dinamita en los depósitos de combustible y preparar un detonador. Sabíamos muy bien lo que eso significaba. En la última semana de noviembre, unos cuantos hombres cayeron enfermos. Vomitaban la poca comida y tenían horribles diarreas. Supusimos que algo en el agua lo había provocado. No obstante, Manstein ordenó que se estableciera una cuarentena. Mandó instalar una enfermería de campaña en el establo. Dijo que no quería arriesgarse a un posible contagio general, pese a que ser recluidos en aquel establo no era lo más recomendable para un enfermo.

Sin embargo, sus órdenes se cumplieron, una vez más. Al cabo de dos noches, Slochss murió. Una semana más tarde lo hizo Konig. En ambos casos, fue Manstein el único en presenciar las muertes. También, como en el caso de Mayer, fue él quien se encargó de los cadáveres. Eso era algo extraño que no pasó desapercibido entre los hombres (un mando haciendo las veces de enterrador) pero la mayoría pensaron que Manstein se comportaba ejemplarmente al hacerse cargo de esas tareas. Por otro lado, nadie excepto él parecía tener demasiadas ganas de salir al exterior en aquel frío principio de Diciembre. La primera semana se nos notificó que Heinmann, uno de los más veteranos, había desaparecido esa noche, durante su turno de guardia. Manstein dijo que no dudaba de que se trataba de una deserción en toda regla.

Anunció que ya lo había comunicado al SoderKomando y nos recordó nuestra obligación de ejecutar a cualquiera que tuviera visos de huir cobardemente. Aquella versión de la noticia convenció a muchos, pero no a Bohl. En un momento de intimidad nos expresó sus serias dudas al respecto de esa historia. Bohl había investigado un poco: Heinmann no se había llevado nada consigo. No había robado nada de alimento, ni había hecho desaparecer el caballo o el carro. Huir en semejantes condiciones era un suicidio; un veterano como Heinmann debía saberlo, y, en ese caso, una bala siempre era mucho más agradable que la muerte por congelación. Por lo tanto, solo quedaban dos opciones: O se había extraviado involuntariamente o había sido presa de alguien. —¿No os habéis fijado en Manstein últimamente? —nos preguntó—. Miradlos por un instante, a él y a su perro, y miraos después a vosotros. Estamos esqueléticos, blancos, casi morados. Y ellos siguen con el mismo aspecto que en la primavera... Le he vigilado últimamente y ni siquiera se acerca a la despensa de las patatas... La hipótesis de Bohl era sencilla. Manstein había sobrevivido practicando la necrofagia durante semanas. Seguramente, aprovisionándose en la fosa común, donde los cadáveres más recientes se habían helado con la llegada del invierno, antes de pudrirse. La carne muerta y en buen estado habría durado tres o cuatro semanas antes de terminarse... lo demás era fácil de adivinar. Primero fue Mayer... después, seguramente, Slochss y Konig... y esa noche le habría llegado el turno a Heinmman. Al principio, tanto Nigel como yo nos resistimos a creer aquello. Era demasiado espantoso, aunque no del todo imposible; era muy cierto que Manstein y su perro parecían indemnes al hambre y al frío... pero solo el hecho de pensar en ello nos paralizaba... Nigel y yo éramos tal vez demasiado jóvenes para concebir un horror de tal magnitud. Pues yo pienso asegurarme, respondió Bohl ante nuestras dudas, ¡Pensadlo! Este lugar es una maldita ratonera. Nadie saldrá de aquí hasta el final del invierno y todos, de una manera u otra, iremos cayendo. No pienso terminar mis días en el estómago de ese caníbal. "El desenlace ocurrió dos noches más tarde..."

Ocurrió dos noches más tarde. No recuerdo el nombre del muchacho que había enfermado... el pobre se había vomitado encima durante la formación de la mañana y Manstein lo había enviado a la enfermería con un gesto de pura satisfacción. Yo estaba acurrucado junto al fuego, oyendo los tosidos de los hombres y las voces de otros que llamaban a su madre o a sus novias. Entonces alguien me dio un codazo: Era Bohl. Me hizo un gesto para acercarme a la ventana. Hacía una noche bastante despejada, de estrellas, con una gran luna amarilla suspendida sobre aquel desierto blanco. En la calle del pueblo se movían unas sombras...¡Era Manstein! Estaba saliendo del cobertizo con su carro ¡y en el carro había alguien tumbado! Bohl me miró fijamente y supe enseguida lo que pensaba hacer. Yo miré en busca de Nigel pero recordé que estaba de guardia. De acuerdo, asentí con la cabeza. Fuimos a por los fusiles, cogimos un par de cargadores, y salimos escaleras abajo, al frío aire de la noche. Encontramos a Nigel en su puesto, junto a los depósitos.

Le explicamos lo que sucedía y Bohl dijo que había llegado el momento de la verdad. En principio, Nigel se atemorizó. Repitió aquello de que abandonar el puesto de guardia es considerado deserción. Bohl le dijo que no fuera idiota. Después nos pidió ayuda para soltar una de las cargas de dinamita de uno de los depósitos. Eran una docena de barrenos que podían volar un edificio de tres plantas. Entonces y solo entonces nos dimos cuenta que aquel austriaco loco iba completamente en serio. Nos pusimos en marcha. Las huellas recientes del carro nos facilitaron la marcha. Hacía mucho tiempo que nuestros cuerpos no estaban en forma y hubiera sido imposible avanzar sobre aquella capa de un metro de nieve que lo cubría todo. Al cabo de media hora llegamos a la ribera de un río helado. Las ruedas continuaban a su vera y tanto Bohl como yo recordamos que la Dacha estaba junto a un río. Tal y como suponíamos, Manstein tenía allí su negro refugio. Avanzamos otro cuarto de hora y entonces, a unos trescientos metros, avistamos un resplandor azulado elevándose de entre los árboles de un bosquecillo.

Al principio, Nigel opinó que podía tratarse de un foco antiaéreo, pero enseguida descartamos la idea. Según nos fuimos acercando advertimos que la claridad azulada procedía de la vieja Dacha, que estaba iluminada como el vientre de una luciérnaga. Ignorábamos de dónde podía salir tanta claridad, pero incluso por su macilenta chimenea surgía un rayo que se perdía en el cielo estrellado. Terminamos de aproximarnos y nos apostamos entre unos árboles. Vimos el carro, junto a la puerta de la casa, y el caballo resguardado bajo un alero. Se oía un rumor de voces y risas, como el eco sordo de una buena fiesta en Berlín. ¿Qué podía estar sucediendo en aquel lugar? Bohl nos ordenó rodear la casa mientras el avanzaba en dirección a la puerta. Lo hicimos. Besé mi medalla de San Cristóbal, como hacía siempre, y rompí la impoluta capa de nieve por el flanco izquierdo de la casucha. Nigel me seguía. El pobre chico estaba aterrorizado. Me decía una y otra vez que no debíamos estar allí. Y yo pensaba igual. Avanzamos por la trasera cuando Nigel perdió una de sus botas. Me dijo que se le había quedado enganchada en alguna parte. Joder, esas cosas pasan incluso en el frente. El chico se agachó y empezó a hurgar en la nieve... de pronto abrió la boca de par en par, como si quisiera gritar pero le faltaba el aire. En ese mismo instante, yo sentí algo que me rozaba la pierna por debajo de la nieve, algo alargado y velludo como un visón.

Entonces recordé aquellas raíces negras que había visto brotar desde la grieta de la casa. Cogí a Nigel y lo arranque de allí como pude. Después apunté hacia el suelo y disparé cuatro veces. Una especie de tentáculo surgió de la nieve y se agitó ante nuestros pasmados ojos para volver a hundirse. Al menos, pensé, las balas les hacían daño. Cuando corríamos hacia la casa oímos nuevos disparos, esta vez desde su interior. Cuando llegamos... ¡oh Dios mío! Era Bohl quien disparaba. Y lloraba como un niño mientras lo hacía. Nuestros camaradas, o mejor dicho, lo que quedaba de ellos, estaban allí, vivos... si es que a eso podía llamársele vida. Se acercaban a la boca del fusil como cangrejos sedientos. Bohl se encargó de liberar sus torturadas almas. Nigel comenzó a rezar un padrenuestro... creo que se había meado encima. El agujero estaba abierto. Era allí de donde brotaba aquel gran chorro de luz que todo lo iluminaba. El suelo era un lago de sangre que se derramaba en su interior. Oímos el ruido de unas botas ascendiendo por los asideros de la caverna. Fue Bohl, nuevamente (a Nigel y a mí nos bastaba con no volvernos locos del horror) quién se acercó a la boca del pozo y descerrajó un cargador entero en su interior. Se escuchó un tremendo alarido y después un breve silencio que no duró demasiado. De pronto, comenzamos a oír deslizarse aquellas raíces alrededor de la casa, constriñendo sus cimientos como un molusco tratando de pulverizar un parásito inferior. ¡Id a por el caballo, alejad el carro de aquí! nos ordenó Bohl, mientras sacaba el manojo de cartuchos de explosivo de su zurrón. Tuve que empujar a Nigel afuera, donde la nieve se había fundido milagrosamente y las raíces se agolpaban en torno a la casa. No nos costó mover al rocín. Estaba encrespado por el avance de aquellos tubérculos. Lo alejamos hasta el bosque, junto con el carro... Entonces vimos a Bohl, a través de la puerta, lanzar aquel cartucho encendido en el interior del agujero. Después se giró hacia la salida y tomó impulso para salir corriendo, pero en ese instante... en ese instante... ¡apareció el fantasma! Geist debía haber estado escondido todo ese rato... Apareció como una sombra y se lanzó sobre él. La mala bestia lo derribó con facilidad y comenzó a morderle en las manos y en la cara. Dejé a Nigel con el carro y salí corriendo en dirección a la casa... Pero era demasiado tarde. Supongo que Bohl cortó la mecha por la mitad para asegurarse de que nadie la pudiera apagar. La explosión fue terrible.

Primero hacia arriba, como una lengua de fuego, lanzando una tonelada de tierra, astillas y nieve contra el cielo, y después hacia abajo, hundiéndose en una confusión de rocas, raíces y sangre... que devoraron la casa y casi también me devoran a mí. Las raíces me habían impedido avanzar más de diez metros. Cuando el agujero comenzó a arrastrar la casa y sus raíces, algunas de aquellas malditas hidras quisieron llevárseme a mí también, pero gracias a Dios (o a San Cristóbal) encontré a mano el tocón de un noble árbol muerto y pude aferrarme a él mientras el mundo se hundía a mis pies. Al final no quedó allí nada más que un cráter humeante lleno de tierra molida. Nigel me ayudó a sacar las piernas de allí. A los dos nos temblaban las manos como dos banderas al viento. Cuando estuvimos recompuestos, dijimos una oración por el alma de Bohl y nos marchamos al trote de aquel horrible lugar.

Por supuesto, esa magnífica explosión había puesto en guardia a todos los hombres en Talvsenko. Cuando llegamos a bordo del carro fuimos inmediatamente interrogados al respecto de Bohl, Manstein y la dinamita que faltaba en el puesto de guardia. ¿Qué fue lo que respondimos? La verdad, por supuesto, y al hacerlo suscitamos reacciones diversas entre los hombres. Algunos quisieron ejecutarnos por traidores. Otros nos miraban fijamente, haciéndose preguntas en su interior. Finalmente nos ataron con una cadena. Un tal Smeller tomó el relevo de Manstein. Llamó al acuartelamiento de Leningrado para notificar los hechos, pero nadie vino a buscarnos. Estaban demasiado ocupados con sus propios problemas. Cuando, en la segunda semana de diciembre, una columna de panzers pasó por el pueblo, más de la mitad de los hombres habían muerto congelados, Smeller incluido. Alguien (una mano amiga) debió quitarnos las cadenas antes de que los hombres de la división blindada llegaran a la casa. Nos dieron cigarrillos y media botella de vodka a cada uno. Se hicieron algunas pesquisas en torno a Manstein pero de pronto todo el mundo le había olvidado. Se dijo que escapó. Y ahí terminó la historia.

En una semana nos recuperamos y fuimos reintegrados en el 161º batallón de fusileros. Marchamos hacia Ucrania. Moscú no había caído y el invierno había expulsado a Sigfrido de las tierras eslavas. La maldición de Napoleón se había vuelto a repetir. Nigel y yo seguimos juntos durante meses. Nunca volvimos a mencionar el capítulo de Talvsenko, aunque a veces le oía despertarse gritando a medianoche el nombre de Bohl. Yo también tenía pesadillas de ese estilo... pero todo lo que queríamos era olvidar. Nos separamos durante la primavera del 42. A Nigel le hirieron en una pierna y regresó a Berlín en un tren hospital. Yo en cambio seguí sirviendo en un grupo de asalto bajo el mando de Hoth. Caí preso durante la operación Urano, el cerco del Kessler, y deportado a los Urales.