Hora 18.30
Un soplo de frescor reparador e inesperado sale al encuentro de Ida Sierra cuando pasa junto a la iglesia de Sión. Aunque el calor no es excesivo, la friura de la nave se agradece. La iglesia debe de estar vacía; probablemente nadie va a entrar en ella, hasta la hora en que se celebre la misa vespertina.
Tampoco Ida suele ya frecuentar las iglesias; ni siquiera los domingos.
Preguntarse de pronto cuál es el estado exacto de su propia fe. No llega a dilucidarlo. «Lo normal sería pensar en Dios», se dice. Todo el mundo piensa en Dios cuando va a morir. Sin embargo, ella, desde que se sabe desahuciada, sólo ha pensado en la carta de Juan; en la necesidad de volver a verlo y en aprovechar lo más exhaustivamente posible todo lo que la vida le ha ido escamoteando a lo largo de los doce años que la han separado de él.
Y continúa avanzando, rambla de Cataluña abajo, olvidando la iglesia y el momento de alivio que ha experimentado al pasar junto a ella.
De pronto, un pequeño aguijón; de nuevo la voz de su madre: «Piérdelo todo, hija mía; pero no pierdas a Dios.»
Decirse que perder a Dios ha sido fácil, que las desgracias suelen acelerar esa pérdida y que ya es muy tarde para recuperarlo.
Tampoco Juan piensa en Dios. Ni Daniel, ni Andrea.
En los principios de aquella apostasía, aún hubo en Ida cierto intento de recuperar lo que estaba perdiendo. Era como si las cadencias de su infancia sin problemas se empeñasen en rebrotar para paliar los problemas de la infancia de Andrea: «Por favor, hija; procura recordar las enseñanzas de tu religión.» Andrea respondía con un «sí, mamá» de colegiala modosa, pero en ella no había ni una chispa de convicción. Andrea había compuesto ya sus propios esquemas y no parecía predispuesta a aceptar los esquemas que su madre había aceptado cuando tenía su edad.
Después fue la propia Andrea la que, al crecer, dejó de asistir a la iglesia: «Los tiempos han cambiado, mamá. Es una pena que no hayas evolucionado. Ciertas costumbres hay que reservarlas para los viejos.»
Preguntarse ahora si Andrea hubiera obrado del modo que obró de haber sido educada de otra forma. Sus puntos de vista solían espolear a veces la conciencia de Ida. «Al fin y al cabo, ni tú ni papá sois demasiado religiosos», argumentaba para justificar su falta de fe.
Aquella vez Ida todavía intentó defenderse. «Yo, al menos, conservo ciertos principios —le dijo a su hija—. Todavía sé distinguir entre el bien y el mal.» Pero Andrea desconocía el idioma de aquella clase de ética: «¿Qué sabrás tú dónde está el bien y el mal, mamá? ¿No irás a decirme que todas las personas ateas viven a expensas del mal?»
Era difícil rebatir a su hija. Andrea disponía de respuestas para todas las inquisiciones. Andrea era ya una mujer, con ínfulas de mujer y seguridades de mujer.
Además, Andrea se había vuelto poderosa. Tenía el poder de los que no rehúyen el ambiente operante y se respaldan en él. «No irás a escandalizarte por lo que todo el mundo acepta...»
Y empezó la tolerancia. El decirse a uno mismo que nadie tiene derecho a rebatir y criticar las formas de vida ajena. El dejarse arrastrar por la normalidad de lo que hasta entonces había parecido normal.
Lo contrario era exponerse al ridículo. Y lo que era peor: sentirse hipócrita.
Llegué a la galería de arte con el billete de avión metido en el bolso: la esperanza de unirme a ti al día siguiente, llenando aún todos los instantes de aquella mañana. Tenía el sol que inundaba la calle incrustado en el alma; todo era radiante, todo irradiaba luz.
Creo que nunca como en aquellos momentos supe, de verdad, lo bella que podía ser la vida. Cada bocanada de aire y cada aroma que surgía a mi paso iba ampliando aquella felicidad mía, que parecía inquebrantable.
Miraba distraídamente el tránsito, los vaivenes anodinos de los vehículos y de las gentes, los árboles verdeando cada vez más en las ramas, y sentía como si aquel mosaico de armonías se hubiera concebido sólo para mí.
Fue al atravesar el umbral cuando empecé a experimentar esos preludios de miedos que el instinto detecta cuando menos se espera.
Mónica me aguardaba en el vestíbulo: «Tienes visita», me anunció.
Y en su rostro había ese tipo de alarma que prenuncia peligros y que, en un momento, puede transformar, en prevención amarga, la alegría más sólida y exultante.
Tardó unos segundos en explicarme quién era la visita: «La madre de Manolita. Ha venido hace poco. Quiere hablar contigo urgentemente.»
Nunca había tenido yo ocasión de conocer personalmente a la señora Carihuela. La había visto alguna vez conduciendo su coche o saliendo de algún establecimiento público. Sus ademanes eran altivos, de mujer de mundo pisando firme. Pero Andrea jamás permitió que la abordara. «Es muy altiva, mamá; no le gusta que la importunen.»
Me aguardaba allí, en el saloncito privado de los Portela: su figura alta y majestuosa, vestida con la elegancia de los que nunca pasaron por el aprendizaje de la pobreza; despidiendo efluvios de perfume caro. «¿La señora Carihuela?» Sus ojos cansados eran todavía bellos. «Usted será la señora Sierra», respondió.
Me sorprendió su actitud rígida, distante, su voz bronca y temblorosa. No había sonrisa en sus labios: había un rictus desagradable entre malicioso y airado, como de alguien que está al acecho. «Celebro conocerla», le dije tendiéndole la mano. Pero la señora Carihuela no pareció darse cuenta de mi ademán. Lentamente se dejó caer en la butaca y se llevó la mano enguantada a la frente.
Desde que yo la había visto en la calle la última vez, había envejecido y, por supuesto, estaba mucho más delgada.
Balbuceé palabras de disculpa por no haberla abordado antes. «Nunca agradeceré bastante lo que han hecho ustedes por mi hija...»
La señora Carihuela no contestó. Tenía la vista clavada en el suelo y la mano enguantada pareció crisparse. «Año tras año intenté dirigirme a usted, pero Andrea me lo impedía —seguí explicando—. Decía que era mejor no molestarla.»
Surgió de pronto un silencio farragoso que duró demasiado.
La señora Carihuela alzó al fin la mirada y enfocó sus ojos grises hacia los míos. No parpadeaba. Sólo me escrutaba, severa, impertinente: «¿Puedo ayudarle en algo, señora Carihuela?»
No sé cuánto rato estuvimos así, mirándonos sin chistar, aguardando Dios sabía qué clase de reacción: «¿Se trata de Manolita?»
Cambió de postura, se quitó los guantes y cruzó las manos sobre la rodilla. Empezó entonces a esgrimir materias que yo no entendía, palabras que, al tiempo que las pronunciaba, se me iban escapando. Era lo mismo que si yo estuviera situada a mil leguas de aquella mujer, y ella, a pesar de todo, se empeñase en que yo la escuchara.
Nada de lo que decía me parecía concreto. Sólo era un remolino de palabras ininteligibles, que a medida que se pronunciaban, se volvían remotas: «Por favor, señora; no consigo entenderla.»
Hasta que, por fin, la entendí. Fue lo mismo que hallarme en un bosque cerrado donde me hubiera sorprendido la noche más oscura.
Empezaron las acusaciones: la monstruosidad de Andrea, la perversión de Andrea, la maldad de Andrea... Quería rogarle que se callara; decirle que no podía soportar tantos cargos contra mi propia hija sin sentirme morir de pena. Pero las palabras no me salían. Se me iban petrificando en la boca a medida que la señora Carihuela arremetía contra ella. Sería difícil explicarte lo que en aquellos momentos experimentaba, Juan. Fue algo parecido a lo que me ocurría cuando, en el colegio, la maestra me regañaba por algún delito que no había cometido: «Si al menos me dijera de qué acusa usted a mi hija...»
Pero aquella mujer no admitía interrupciones. Continuaba hablando, insultando, humillándome y dejando que el nombre de Andrea se enmoheciese de miserias.
Aproveché un momento de silencio: «Pero ¿qué ha podido hacerle mi hija para que la odie usted tanto?»
Tragó saliva, carraspeó y me miró como si yo fuera una persona depravada. «No irá usted a hacerse la ignorante a estas alturas, señora Sierra.» Le juré por lo más sagrado que no sabía a qué estaba refiriéndose.
Y, al final, lo expuso como si vomitara: «Todo el mundo sabe que Andrea me ha robado a mi marido.»
Recordé entonces mil cosas que había olvidado: los ataques de Rodolfo: «Andrea quiere llevarte a su terreno, mamá; quiere convertirte en su cómplice»; las obsesiones de mi hija cuando empezó a ser mujer: «Todo se reduce a elegir al hombre adecuado.» Sus escapadas inexplicables, siempre respaldadas por su abuela Soledad o por Marta Echave. Y el viaje a París. ¡Dios! ¿Qué podía esconderse tras aquel viaje a París?
Intenté sosegarme. «Debe usted disculparme, pero es la primera vez que oigo una aberración semejante», le dije.
La señora Carihuela no me creía. «¿Y la tienda? ¿Tampoco sabe que mi marido le ha regalado a su hija la tienda?» Evoqué la versión que Andrea me había dado de aquel negocio: «El padre de Manolita ha instalado a su hija una boutique de modas y quiere que yo sea la encargada.» Intenté aclararlo. Le dije que yo siempre había creído que aquella tienda pertenecía a Manolita. La señora Carihuela continuaba implacable: «Hace más de dos años que Manolita y Andrea han dejado de tratarse.»
Era como un castillo de naipes que de repente se viniera abajo: «Entonces, el viaje a París...» Me respondió fríamente, con sonrisa sarcástica: «Por lo visto es usted una ingenua, señora Sierra; el viaje a París probablemente fue una especie de luna de miel para su hija.»
Imposible entender aquello, Juan. No sabía cómo reaccionar. No me cabía en la cabeza que una muchacha de dieciocho años se hubiera enamorado de un hombre que podía ser su padre. «Los hombres son demasiado vanidosos para saber dónde empieza y dónde acaba el amor de la mujer que los trastorna —murmuró—. Lo malo es que su hija tiene todas las bazas en su mano: es joven, es bonita, es desaprensiva.»
Y por primera vez en todo aquel embrollo de altanerías e insensateces, la vi desmoronarse. No era ya la dama elegante, herida en su amor propio, revestida de odio y revanchismo. De pronto fue la mujer ultrajada, indefensa y abandonada. Comenzó a llorar. Era un llanto descarado, de persona desesperada: «No sé qué hacer —dijo con voz quebrada—. Nunca imaginé que pudiera ocurrirme un horror semejante.»
Su nueva forma de reaccionar me ganaba, me desarmaba. Sobre todo cuando la vi abrir el bolso y extraer el pañuelo. «Compréndalo, señora Sierra, estoy perdida. No sé cómo reaccionar. Me faltan armas para luchar. No hay defensa posible contra el acoso de la juventud.»
Se expresaba ya sin despotismo, sin orgullo, sin el menor afán de desquite. En realidad, me estaba suplicando que la ayudara. «Comprenda mi situación —insistió con voz apagada—. Lo único que su hija persigue es el dinero. Yo, en cambio, lo único que necesito es recuperar a mi marido.»
Me acordé de Rose. La vi claramente en las facciones de la señora Carihuela. Estaba en ellas con la nitidez de las fotografías sobrepuestas: la mirada perdida en vaguedades, la tristeza en cada surco de su piel.
Y me vi a mí misma fundida a mi propia hija: usurpando a Rose lo que Andrea estaba usurpándole a ella. Todo resultaba monstruosamente similar. Todo era una copia exacta de lo que yo estaba haciendo: «Quiero ayudarla —le dije—. Dígame lo que puedo hacer. Estoy completamente de su parte, señora Carihuela.»
Se volvió hacia mí, la expresión dulcificada, los ojos todavía enrojecidos. «Se lo agradezco. Pero lo cierto es que no sé lo que cabe hacer. Por eso he venido. Yo ya no puedo pensar. Tal vez usted esté más capacitada que yo para zanjar la situación. Andrea es todavía menor de edad.»
Dieciocho años. En aquella época no se alcanzaba la mayoría de edad hasta cumplir los veintiuno. «Si yo quisiera, podría proceder judicialmente contra ella —siguió diciendo—, pero no voy a hacerlo. Ernesto sería el culpable y yo no quiero causarle daño.»
Le pregunté entonces si su marido había discutido el asunto con ella. «Al principio lo negaba —exclamó, vencida—. Luego se limitó a callar. No tolera que lo mencione.» Se arrebujó en el asiento y volvió a mirar el suelo. De vez en cuando, movía la cabeza de un lado a otro como si estuviera dándose razones a sí misma. «El caso es que cada vez se aparta más de mí. Cualquier día adoptará una decisión.» Quería consolarla, pero no me atrevía a acercarme a ella. Era como si también yo pudiere herirla si la rozaba.
«Si Ernesto me abandona, no podré resistirlo», exclamó, ahogando un sollozo.
También Rose había dicho algo parecido cuando regresaste a España la última vez: «Si tardas en volver, sabré que te has hartado de mí.» Y la señora Carihuela insistía: «Nadie tiene derecho a destrozar otras vidas.» Aunque «no destrozarlas» supusiera desgarrarse, renunciar, abrir simas enormes entre dos seres que se querían. «Necesito confiar en usted, señora Sierra. Todo el mundo dice que es usted una mujer intachable.»
Mujer intachable... También yo lo había creído hasta aquel momento. Recordé el billete de avión con destino a Niza que llevaba en el bolso. Recordé los embustes que había tenido que improvisar para proyectar mi viaje. «Son dos casos distintos.» Necesitaba convencerme de que lo eran. Probablemente Andrea se había unido a un hombre sólo por su dinero. En cambio, yo me estaba uniendo a ti sólo por amor. Era necesario desglosar los dos casos; llegar a la conclusión de que únicamente mi hija estaba pisando un terreno falso.
La señora Carihuela se alzó del asiento. Me tendió la mano. «Le pido perdón por haberme dejado llevar por los nervios. No era mi intención herirla. —La acompañé a la puerta. Antes de salir se volvió hacia mí—: Confío en usted. —En seguida se acercó y me besó la mejilla—. Gracias por su comprensión.»
La vi bajar por la escalera con paso oscilante. También en aquellos momentos vi a Rose en su forma de andar.
Cuando cerré la puerta tras ella, Mónica me salió al encuentro, el gesto crispado, la mirada compungida. Por su forma de mirarme comprendí que lo sabía todo: «¿Por qué no me advertiste lo que estaba ocurriendo?»
Mónica esbozó una sonrisa encogida, desencantada. «Hubiera sido inútil. El asunto viene coleando desde hace mucho tiempo. Cuando me llegaron rumores, era ya muy tarde. Preferí que te enterases por otra persona.»
Aquel día salí de la galería antes de lo previsto. No podía concentrarme y Mónica me aconsejó que me fuera a casa. Fue un trayecto corto porque no era aún la hora del tránsito espeso; me instalé en la sala de estar completamente desarmada. Vi el sillón de mi marido frente al televisor apagado, con las huellas de su cuerpo incrustadas en el almohadón. Vi la colilla que había dejado aquella mañana después del desayuno. Y el libro que Rodolfo leía, posado sobre un montón de discos, y la labor de mi madre junto a la máquina de coser, y el dibujo que Jacobo me había regalado la noche anterior...
Me sentí agarrotada por todo aquello. Como si cada uno de aquellos objetos estuviera acusándome por lo que iba a hacer. Recuerdo que la señora Márquez trasteaba en la cocina y que, salvo los ligeros sonidos que salían de allí, todo en la casa parecía muerto: «Hablaré con Andrea de mujer a mujer —me propuse—. Nada peor que sacar las uñas y tomar las cosas por la tremenda.» Había que aceptar los hechos consumados; rebelarse contra ellos era inútil. «Lo esencial es mantenerse en calma y obligarla a recapacitar.» Y, sobre todo, olvidarme de mí misma. Eso era lo principal.
Pensé entonces en la posibilidad de que Andrea se hubiera enamorado de aquel hombre. «Ni aun así es admisible.» Estaba el principio de autoridad. Pero no: también ese punto de partida era un error. Nada de autoridad. «Hay que prescindir de esa palabra.» Andrea no era capaz de soportarla. Bastaría mencionarla para estropearlo todo. Fuera imposiciones. Fuera todo lo que pudiera suponer represión. Lo esencial era convencer.
El tiempo transcurrió moroso el resto de aquella mañana.
Cuando escuché que alguien metía la llave en la cerradura, me sentí electrizada. Temí que fuera mi hija. Yo no había preparado aún mi alocución. Fue un alivio escuchar la voz de Marta Echave hablando con Daniel. No aguardé a que llegaran a la sala. Los abordé en el pasillo.
Les dije que necesitaba hablar con ellos urgentemente.
Me miraron recelosos. Ni Daniel ni Marta esperaban encontrarme en el piso a aquellas horas: «¡Te hacíamos aún en la galería!», exclamó él.
También la presencia de ambos a aquellas horas me extrañaba a mí. No había una razón especial para que hubieran llegado a casa tan pronto. Daniel siempre era el último en sentarse a la mesa.
Me aclararon que habían salido de la oficina para discutir un asunto de trabajo sin interrupciones: «Allí las llamadas telefónicas son constantes.»
Cuando entramos en la sala de estar, recuerdo que el sol empezaba a esconderse tras una nube espesa e inesperada que pronto se convirtió en lluvia: «Esas primaveras españolas...»
Les pedí que se sentaran: «Se trata de Andrea.» Y les expliqué lo que ocurría, lentamente, procurando mantenerme serena.
Recuerdo que mientras yo hablaba, Daniel tenía la cabeza entre las manos, la espalda curvada hacia adelante y los brazos acodados en las piernas, como si meditara. Marta, en cambio, me miraba con aquel columbrar entre displicente e irónico que solía esgrimir cuando se abordaban materias de aquel tipo: «Imagino que no habrá sido agradable para ti», dijo cuando les hube explicado todo.
Daniel alzó el rostro y miró la lluvia que manchaba los cristales: «Un fastidio —fue todo lo que dijo—. Un verdadero fastidio.»
Por unos instantes tuve la desagradable impresión de que ni el uno ni el otro me habían escuchado. Su forma de reaccionar no compaginaba con la mía. «El asunto es grave —insistí—. Hay que poner remedio en seguida.»
Marta cruzó las piernas y sonrió levemente. «No es fácil, Ida. ¿Has pensado ya en la solución?» Fue una pregunta insípida: una de esas preguntas-fórmula que se dicen por decir y que, por supuesto, no aportan apoyo. «Por lo pronto voy a prohibirle que vuelva a esa maldita tienda», contesté decidida. Marta rompió a reír sin ganas: «No hablarás en serio, querida Ida.»
Inútil replicarle que si Andrea volvía a la boutique nos convertía a su padre y a mí en dos cómplices de sus manejos. «Hay que procurar, por todos los medios, que se aparte de ese hombre.»
Marta movió la cabeza de un lado a otro, alzó la mano y la dejó caer, como dándome a entender que debía descartar aquella propuesta. «Vamos por partes, Ida: lo que tú te propones es que vuestra reputación quede a salvo.»
Le hubiera pegado por decir aquello. Pero insistí: «Es posible que si ese hombre comprende que nosotros "sabemos" lo que ocurre, recapacite y se separe de ella.» Pero Marta no se daba por vencida: «Si no lo ha hecho hasta ahora, difícilmente lo hará en adelante.» Y añadió que la única solución era dialogar con Andrea, hacerla entrar en razón sosegadamente, sin prohibiciones ni amenazas. «Dentro de tres años escasos, Andrea va a ser mayor de edad. ¿Os gustaría que se fuera de vuestra casa para siempre?»
No era posible admitir aquello. Todavía no. Le pregunté a mi marido cuál era su opinión. «¿Qué dices a eso, Daniel?»
Se puso en pie. Se ajustó el nudo de la corbata y se alisó la melena: «No hay más que hablar —dijo—. Esta misma noche discutiré el asunto con Andrea.»
Y dando por zanjada la conversación, le rogó a Marta que extrajera los diseños que llevaba en la carpeta. «El tiempo se nos echa encima y tenemos que trabajar», exclamó escuetamente.
Me sentí decepcionada, Juan. Era como si lo que acababa de debatirse careciese de importancia, como si el hecho de conocer la doble vida de nuestra hija lo dejara frío. «Pero Daniel...» Pareció molestarse por mi insistencia: «Te he dicho que no se hable más del asunto, Ida.» Implacable. Drástico.
Marta me golpeó la espalda cariñosamente: «Déjalo, Ida; ya sabes cómo es.»
Defraudada y abatida me dirigí al dormitorio. Allí agarré el teléfono y marqué el número de la galería. Hablé con Mónica. Le rogué que procurase localizarte en tu hotel de Niza. Le expliqué brevemente mi conversación con Marta y Daniel...
Me sentía cansada, sin ánimos para nada, con las ideas confusas, avergonzada no sólo por Andrea, sino por mí. «Te lo ruego, Mónica: habla con Juan. Dile que no puedo marcharme. Que no me espere.»
Mónica intentó disuadirme. «Es inútil —le dije—. Voy a cancelar el viaje.»