Hora 18.10

Cuando llega al cruce de la rambla de Cataluña, Ida Sierra tuerce hacia la derecha. En seguida surge la boca del metro (madriguera ciudadana, fauces abiertas) dispuesta a acortar distancias y fomentar la puntualidad.

La Diagonal ha quedado atrás con sus tres nombres provisionales trayendo a la memoria momentos históricos: Alfonso XIII, Catorce de Abril, Generalísimo Franco. Ahora vuelve a ser la Diagonal a secas; esa vía ancha que cruza, igual que una lanza, monarquías, dictaduras, repúblicas y constituciones, como si los cambios políticos no costasen ríos de sangre y sólo fueran caprichos inofensivos de la voluntad humana.

La rambla de Cataluña es también una avenida. Pero su nombre es estable. Lo único que en ella se transforma es la estructura de algunas fachadas, la finalidad de las tiendas y los letreros de sus cines.

Tampoco ahí los árboles son excesivamente prolíferos, pero tienen hojas y pueden prestar algo de frescor al calor de la tarde.

Ida Sierra atraviesa la calle Córcega. Más allá, en la esquina, sigue inamovible la casa de las lámparas junto al parking, la farmacia, la librería... Recordar súbitamente que, hacia el centro de la manzana, existía una agencia de viajes.

Era un local amplio, lleno de apresuramientos, de llamadas telefónicas solicitando consultas: horarios, itinerarios, tarifas, aceptando permutas y transmitiendo informaciones al futuro viajero.

Cuesta hacerse a la idea que un lugar tan vital como aquel haya podido desaparecer devorado por la crisis, o por los impuestos, o acaso por una mala administración.

Son muchos los comercios que ya no existen y que entonces parecía que iban a ser eternos.

En su lugar se alza un banco. Y por mucho que Ida intenta reconstruir aquel antiguo mercado de transportes humanos, no puede conseguirlo. Sólo recuerda la entrega del billete y el rostro orondo de la empleada, recomendándole que a las doce en punto estuviera en el aeropuerto. «El avión despega a la una.»

También recuerda que en el escaparate había un avión de plástico suspendido por hilos prácticamente invisibles rodeado de un fondo azul. La maqueta estaba cercenada por el centro y se podían ver los asientos, con muñequitos sentados y azafatas en el pasillo.

Evocar ahora lo que le dijo Daniel cuando supo que los Portela la enviaban a Niza para gestionar la compra de un cuadro: «Procura aprovechar todos los momentos, Ida; no te prives de nada.» Y de pronto, como si se le olvidara algo muy urgente: «Y, sobre todo, cuídate, Ida; no vayas a enfriarte.»

Fue aquella frase lo que estuvo a pique de obligarle a renunciar. Daniel no acostumbraba mostrarse amable con ella; por eso le impresionó tanto que se preocupara por su salud. «Algún día viajaremos juntos», añadió. Pero aquello lo decía siempre y jamás se cumplía. «Ahora ya es tarde —se repite a sí misma—. Muy tarde.»

Llegaste de América más delgado; los ojos hundidos y cierto rictus de cansancio en los labios. «Ha sido duro», me dijiste.

Una vez más, Daniel y Marta se habían marchado, y tú me propusiste recogerme en la galería para que cenara contigo.

Allá en lo alto del Tibidabo era ya noche cerrada, pero a través de las vidrieras del restaurante se veía la ciudad a nuestros pies estallando luz.

Ríos de focos bien alineados delimitaban avenidas, calles y bloques de edificios, y sobre toda la metrópoli, una aureola inmensa de humedad despedía destellos que, de puro altos, parecían alcanzar las estrellas.

Era una luminosidad inquietante, Juan; nunca había yo visto tanto esplendor en un espacio tan grande.

A veces, luces más débiles circulaban por los trazados de las calles como gusanos, cruzándose o deteniéndose hasta descomponerse en sombras. Otras, las fijas, aumentaban o disminuían al paso de la noche.

Sin embargo, en aquel momento, cualquier luminosidad era algo más que un fulgor eléctrico; eran ojos vigilantes o quizá señales de alguna computadora gigante destinada a informar a los dioses del Olimpo.

Todo lo que encierra la vida humana simulaba estar allí, en aquel enorme tablero informativo: existencias, muertes, anhelos, tristezas, alegrías... Cada punto luminoso parecía entonces una especie de señal en clave.

Sin embargo, era un lenguaje hermoso el de aquella ciudad iluminada: hablaba de esperanzas, de cercanías, de apoyos incondicionales.

Recuerdo que frente a mí había un espejo. Me vi reflejada en él y me encontré bonita. Era una belleza extraña, probablemente adquirida gracias a tu forma de mirarme.

Nos separaban una mesa, un mantel y un torpe florero de margaritas artificiales, que tú, con ademán algo brusco, retiraste del tablero: «Así está mejor.»

Encendiste un cigarrillo, los ojos entornados, los labios entreabiertos expeliendo humo: «¿Te has preguntado alguna vez por qué te necesito tanto, Ida?»

Desde aquel momento comprendí que nuestro juego de la amistad simple se había terminado. Me tendiste la mano como si pidieras la limosna de la mía: jamás había rehuido yo aquel ademán. Pero aquella vez tuvo otro significado: «Se acabó el silencio», dijiste.

Se acabó todo lo que, hasta aquel momento, había sido una pauta, una norma para engañarnos a nosotros mismos: «De ahora en adelante, ya no podrá haber silencio entre nosotros.»

Y no lo hubo, Juan. Lo dijimos todo. Lo volcamos todo. Incluso la razón de aquel «necesitarnos tanto».

De vez en cuando, volvía yo a fijarme en aquella ciudad iluminada: mancha extendida y esplendorosa parpadeando de emoción: «Y ahora, ¿qué?», te pregunté. «Ahora, todo —respondiste—. No es posible vivir esperando siempre.»

Al descender a la ciudad, ni siquiera te pregunté dónde me llevabas. ¿Para qué? Hubiera sido estúpido fingir que lo ignoraba. Por primera vez mi cabeza se apoyaba confiada en tu pecho y era ya imposible evitar lo que, hasta entonces, habíamos evitado: «¿Sabías ya que instalé el estudio únicamente para compartirlo contigo?» Asentí sin responder. Aunque yo misma había procurado engañarme, nunca lo había puesto en duda.

La ciudad bullía en entusiasmos. En aquella época la ciudad no era todavía esa enferma crónica que es ahora. Había una actividad grande en la circulación callejera, y las Ramblas no se habían convertido aún en ese nido de navajeros y delincuentes que acechan tras las esquinas para devorar al ciudadano confiado.

Recuerdo que tu coche rodaba lento, con sonido sedoso, mi mano derecha puesta en el volante para que tú la cubrieras con la tuya: «A veces me preguntaba cuándo llegaría ese día», dijiste.

Pasamos junto al hotel Manila, el edificio de Radio España, los Almacenes Sepu... También aquellos bloques irradiaban luz: «No quería forzarte —continuaste explicando—. No quería que imaginaras lo que no era. Yo te quería, Ida; te quería más de lo que nunca he querido a nadie. Pero era preciso que fueras comprendiéndolo poco a poco.»

A pesar de ser invierno, las cafeterías y los bares se veían atestados y la acera del centro rebosaba gentes como en pleno día. «Creo que empecé a quererte la misma noche que nos conocimos allá en el jardín de los Portela. ¿Recuerdas, Ida?»

Un jardín con aromas a tierra calcinada y humedades de trópicos. «Llevabas un traje blanco —seguiste explicando—, y tus movimientos parecían los de un hada.»

Al llegar a la estatua de Colón, señalaste el monumento: «Descubrir un mundo es importante —continuaste diciendo—, pero lo es aún más adaptarse a él y hacer que los hombres se adapten.» Y añadiste que en todas las ciudades del mundo debía alzarse un monumento a la comprensión.

Te hablé entonces de mí; te dije que no sabías cómo era yo en realidad: «¿Por qué, entonces, me quieres, Juan?» Respondiste que el amor era un misterio. «Acaso un embrujo.» Y que sería insensato desdeñarlo.

Detuviste el coche frente al portal de tu casa. Recuerdo que al subir en el ascensor, quedamos uno frente al otro inspeccionándonos como dos extraños. «¿Qué ocurrirá cuando te pierda?», te pregunté. «Eso no va a ser posible, Ida; nunca nos perderemos el uno al otro.»

Fue aquella frase lo que, más tarde, ha ido alimentando tu recuerdo.

Al entrar en tu casa, todo en ella me parecía nuevo, distinto, como si hasta aquel momento nunca hubiera estado yo allí. El taller, la cocina, los rincones personales donde tú leías, la biblioteca, el tocadiscos... Me fijé en la chimenea de la sala: conservaba aún el rescoldo de un fuego que probablemente habías encendido para que yo no pasara frío. Era grato acercarse a ella y aspirar su aroma a leña quemada, mientras tú iluminabas la estancia.

Me condujiste al dormitorio, pieza amplia con paredes ocres y tapicería azul. Me pregunto ahora si habrás cambiado la decoración de entonces. Lo sentiría, Juan. Modificar ciertos ambientes puede convertirse en un pequeño suicidio.

Sufriría mucho si al llegar hoy a tu casa, la encontrase desprovista de los recuerdos de aquella noche. Hay cierta traición en las viviendas que se modifican; es como si se volvieran cómplices de nuestros errores, de nuestras cuestas arriba o de nuestras tormentas particulares. Tal vez Daniel tenía razón cuando aseguraba que cambiar las viviendas era reconocer que nos habíamos equivocado.

Recuerdo que, en un momento dado, te hablé de la locura que íbamos a cometer, de que tarde o temprano aquello iba a tener un final. Me tapaste la boca con la mano: «Nada en nosotros debe admitir esa palabra —dijiste—. Conquistaremos el futuro, Ida. Te lo aseguro.» Pero yo necesitaba convencerme. Tenía miedo de lo que aquel futuro podía acarrear: «Nos afanamos demasiado en conquistar vanidades, Ida; pensamos siempre que lo esencial es el éxito. Pero no es cierto: lo esencial es conquistar al ser querido, conservarlo, defenderlo contra cualquier ataque.»

Nada fue ya propiamente mío después de aquella noche. Todo fue a parar a tus manos: «Se acabaron los fantasmas, Ida.»

Descubrí un mundo nuevo, Juan. Un mundo incapacitado para los acosos y las amenazas. Y yo creí en aquel mundo. Lo fui asimilando día tras día en nuestros encuentros posteriores, en cada instante que estábamos juntos. Hasta mi nombre parecía cambiar cuando tú lo pronunciabas. Tenía otra fonética, otro sentido. Era igual que si las tres letras que siempre me habían parecido vulgares, de pronto se independizaran para ser exclusivas, como inventadas por ti: «Ida, Ida...» Era hermoso saber que aunque te alejaras y recorrieses los países más distantes, mi nombre (aquel pobre nombre tantas veces pronunciado con indiferencia) era ya el nombre de «alguien» con derecho a ser feliz; con entidad propia, únicamente porque al llevarlo contigo tú lo enaltecías y lo humanizabas.

Nada podía ya afectarme sabiendo que tú recordabas mi nombre. Ni siquiera el piso de la calle Aribau era un lastre en mi recuerdo. Existía tu estudio, con sus ventanales abiertos al mar, sus sonidos peculiares, el olor a trementina colándose por las rendijas de la puerta, el sonido de las sirenas anunciando los barcos que se aproximaban al muelle o que se alejaban de él...

Mi casa era ya aquella casa tuya, Juan. Y mi único deseo, llegar a ella. Unirme a ti. Saberme totalmente tuya.

Recuerdo también nuestras correrías por el barrio antiguo. Nunca he podido olvidar nuestros descubrimientos, nuestro recorrer la historia entre muros verdeados por los siglos, nuestro pisar pavimentos impregnados de pasos lejanos, que, forzando la imaginación, todavía lanzaban ecos: «¿Sabías que fue Hércules el fundador de nuestra ciudad?»

Y el cambio de las estaciones: era extraño haber vivido tanto tiempo sin comprender la belleza de la primavera, ni escuchar los trinos de los pájaros, ni percibir los cambios de color que experimentaba el mar.

Y las Ramblas. Todo en ellas era ya nuestro: las pajarerías, los quioscos-librería, las sillas que se alquilaban, las mesas que se instalaban en la acera central, las floristerías: «¿Cuál es tu flor preferida, Ida?»

De Rose apenas hablabas. Decías que tarde o temprano acabarías por divorciarte de ella: «No me importa ya lo que pueda pensar de mí. Quiero ser libre para vivir contigo.»

El problema era yo. Mi familia: mis hijos, mi madre. «Hay que dar tiempo al tiempo.»

Nunca he olvidado aquella primavera, Juan. Resulta difícil olvidarla cuando se descubre allá en las Ramblas. Empezaba allí, en la zona de las flores: aquellos capullos compactos de rosas aterciopeladas, aquellas azucenas agresivas de puro olorosas, aquellos helechos apiñándose en los recipientes, aquellos espinos apretujados como muñones para formar ramos. Y los pilones de tierra húmeda aguardando clientes para rellenar tiestos.

Fue una primavera larga, prácticamente sin fin. Y lo hubiera sido aún más si no pesara sobre nosotros la necesidad tuya de marcharte a Niza para cumplir con los encargos que tenías pendientes.

Una tarde abordaste la situación abiertamente: «Debo marcharme, Ida, pero no voy a ir solo. Tú irás a Niza conmigo.»

Pensé que bromeabas. Pero lo tenías todo previsto: me dijiste que los Portela habían decidido enviarme a Niza para negociar un cuadro. Naturalmente, no íbamos a hacer el viaje al mismo tiempo. Primero ibas a marcharte tú, y a los pocos días me reuniría contigo.

«Pasaremos una semana juntos. Ida. Luego, so pretexto de no haber llegado a un acuerdo con el presunto comprador, los Portela volverán a enviarte a Francia.»

Era difícil asimilar aquello, pero era aún más difícil resistirse a asimilarlo: «No puedes negarte, Ida.»

Pensé en Daniel, en su facilidad para ausentarse sin que yo tuviera derecho a interferirme en sus viajes. ¿Por qué no podía yo hacer lo mismo?

«No te atormentes, Ida. No se trata de meterse en hipótesis. Todo está perfectamente planeado.»

Me vi a mí misma exponiéndole a Daniel la decisión de los Portela. Quizá pusiera reparos. No podía sospechar que mi marido fuera a reaccionar del modo que reaccionó: «Por fin tendrás ocasión de salir al extranjero, Ida. Lo celebro por ti.»

Incluso mis hijos me alentaron. Ni siquiera tuve que dar explicaciones e improvisar mentiras.

Recordé lo mucho que el silencio de los demás me había atormentado siempre, cuando al «querer saber» me quedaba siempre sin respuestas. Era casi un placer tener conciencia de que también yo tenía un silencio exclusivo que los demás no iban a conocer jamás.

Llegué a la agencia de viajes como si viajar, para mí, fuera lo más normal del mundo.

La empleada me tendió el billete: «A las doce en punto debe usted pasar la aduana.»

Los días transcurrieron despacio aquella semana. Recuerdo que la señora Márquez casi no me hablaba; era como si le molestara que yo rompiese la norma establecida de verme siempre allí, sorteando temporales y consumiéndome en indiferencias.

Tampoco mi madre parecía muy contenta. «Vas a estar muy sola, hija mía.» Procuraba tranquilizarla diciéndole que los Portela conocían a mucha gente que iba a ocuparse de mí.

Mi madre no se convencía. Era como si adivinase que yo la estaba engañando. «Iré a buscarte al aeropuerto —me habías dicho al separarnos—. Una semana pasa pronto.»