Hora 17

Todo ha sido ya dicho.

La tarde continúa lanzando un sol estridente contra el ventanal, pero aunque el climatizador invita a quedarse, Ida Sierra necesita salir de ahí; sumarse a la vida que burbujea en la calle:

—Gracias, doctor.

Barquireno se ha puesto en pie. Le tiende la receta:

—Empiece hoy mismo a tomar las medicinas.

El médico habla despacio, como si meditara cada palabra.

—Y, sobre todo, no vacile en llamarme si me necesita.

Barquireno tiene ya rostro. El halo de luz ha dejado de posarse sobre su espalda, y sus facciones quedan netamente clarificadas ante los ojos de Ida. Son correctas y están presididas por unos ojos tristes de párpados algo caídos:

—Espero no molestarle demasiado —dice ella.

Se estrechan las manos. El doctor le repite que no se desanime, que a lo mejor...

—Por favor, doctor; no me compadezca. De ahora en adelante voy a liberarme de tantas cosas ridículas...

Barquireno no la entiende. Ella sopla una risa ligera:

—Me refiero a esas ataduras tontas que tanto alteran a la gente: enfados, torpezas, discusiones, susceptibilidades, petulancias, formulismos, apasionamientos políticos... ¿Qué importa ya todo eso?

—¿Qué piensa hacer?

Quisiera franquearse con él, pero no se atreve. La gente que todavía tiene una vida por delante difícilmente puede comprender las reacciones de la que sólo tiene una vida detrás.

—Vivir, doctor. Vivir.

Meterse en ese sol que gravita sobre el ventanal, sentirse más fuerte que nunca; salir de la pecera y demostrarse a sí misma que ese sol no es una bombilla.

—Ya nunca más voy a ser un pez tonto, doctor.

Barquireno no acaba de entender lo que le ha dicho. A veces los pacientes se expresan con lenguajes difíciles de interpretar.

—Tengo cincuenta años, doctor. Y todavía no he vivido.

El médico empieza a comprender. Probablemente lo que Ida Sierra está explicándole es que, al sentirse exenta de cualquier gravamen, está dispuesta incluso a cobrarse, a modo de compensación, los impuestos pagados anteriormente.

—Entiendo: pretende usted desquitarse —contesta él bromeando.

—Algo parecido. Cuando averiguamos que nada va a tener continuidad, todo es más sencillo. Muchas veces evitamos lo que nos atrae, únicamente por miedo a esa continuidad.

Se acabó el miedo al terrible «qué ocurrirá». Se acabó la incógnita. Se acabó todo lo que, hasta ese momento, ha venido condicionando su vida:

—La gente no muere cuando el corazón deja de latir. La gente muere cuando los latidos no tienen sentido. ¿Sabía usted eso, doctor?

Cuando los Portela me contrataron, Marta Echave fue la primera en saberlo: «Sueldo fijo y un tanto por ciento por cada cuadro vendido.»

Marta pareció alegrarse: «¿Te das cuenta, Ida? Pronto vas a ganar más dinero que tu marido.»

Y para no perder la costumbre, empezó a dictarme normas: «Olvídate de los despropósitos de Daniel. Piensa que de ahora en adelante tú vas a llevarle ventaja. Y, sobre todo, prescinde de su indiferencia. Tienes todas las bazas en la mano: cualquier día puede surgir otro hombre y...»

Era inútil que yo le repitiese que lo único que me importaba era el bienestar de mi familia, que nunca habría otro hombre en mi vida, que sólo Daniel podía importarme. Marta era machacona: «No digas eso, mujer; de ahí a estar muerta no hay más que un paso.» Y empezó a citar frases de gente ilustre sobre las desventajas de ser mujer.

Aquella vez destacó especialmente la frase de Eugenio d'Ors (aunque al parecer se trataba de un filósofo que no merecía ser mentado por su falta de visión política): «Según él hay dos maneras de matar: una quitando la vida y otra volviéndola imposible. Pues bien, Ida, yo añado otra: matar con indiferencias. No permitas que Daniel siga matándote.»

¡Cuántas veces me he acordado después de aquel empeño suyo en ponerme a mal con Daniel! Entonces no lo comprendía. Lo comprendí mucho más tarde, pocos días antes de que también ella ingresara en el mundo de los muertos.

Marta era un vivero de disquisiciones revolucionarias. Al principio sus palabras sonaban a arrullos, pero asustaban. Era como si fueran abriéndose caminos hacia lo que iba a ocurrirme cinco años después. «Me pregunto qué hubiera sido de ti si no te hubiese conocido, Ida: probablemente te hubieras convertido en una matrona de bata acolchada y zapatillas de lana, que, como único recurso, se zambulle en las revistas del corazón para soñar lo que no puede vivir.»

Y añadía que la vida no consistía solamente en zurcir calcetines, vigilar los precios del mercado y preocuparse por la evolución de los hijos: «Tienes que aprender muchas cosas, Ida.»

No era justo —insistía— que mi existencia se desperdiciara entre borrascas de toses y llantos infantiles, soportando ceños de un marido «descastado», y quemándome la piel junto a los fogones sin más compensación que la de un precario deber cumplido.

A veces me enfrentaba con ella: «¿De qué va a servirme esa rebeldía que me predicas, si nada en esta casa va a cambiar?»

Marta no se daba por vencida: «Te equivocas: basta desear mucho una cosa para que las situaciones se modifiquen.»

Mónica Portela solía prevenirme contra los ímpetus «moralizadores» de la diseñadora: «Ándate con cuidado, Ida. Es mujer de dos caras.»

No le hice caso. A pesar de sus exabruptos, Marta me caía bien. Tenía ideas propias; eso era todo. «Con no prestarle oídos...» Además, la familia entera se alegraba de que anduviera siempre con nosotros. Hasta los niños la querían.

El caso es que «las cosas» empezaron a cambiar drásticamente cuando los Portela, a instancias del señor Guerrero, decidieron contratarme. Incluso fue posible alquilar una casita modesta, pero cómoda, para veranear fuera de la ciudad. Se hallaba situada en el valle de Montforz, un pueblo cercano, poco concurrido y con un paisaje increíblemente bello.

Se trataba de un edificio alegre, gemelo de otro con cuyo jardín se comunicaba el nuestro. El precio era asequible y Marta se declaró dispuesta a instalarse en la vivienda vecina, si nosotros decidíamos alquilarla.

Nunca imaginé que aquel empleo mío pudiera acarrear tantas ventajas, Juan. Los Portela, tal como había vaticinado el señor Guerrero, conectaron conmigo inmediatamente.

Mónica (mujer sencilla en apariencia y con aficiones limitadas exclusivamente al arte) no se parecía a Marta; sin embargo, desde el primer momento nos hicimos amigas.

Con paciencia de hormiga fue instruyéndome sobre mi forma de comportarme con la clientela.

Empezaban los años sesenta; aquellos años milagrosos que trajeron a España un súbito auge económico. Los cambios que se produjeron fueron espectaculares. Mónica los detectaba como si tuviera antenas: «Está brotando una nueva clase social, Ida; la clase consumista: hay que aprovechar esa euforia.»

Surgieron inversores repentinamente enriquecidos, gentes que, hasta entonces, ni siquiera recordaban que había pintores en el mundo. «Es preciso orientarlos, pero sin dejar de seguirles la corriente. Todos ellos se creen expertos en arte.» Fue así como infinidad de artistas que durante décadas habían sido desdeñados, comenzaron a cotizarse.

No tardé mucho en ponerme al día: Mónica y Sebastián eran buenos maestros. Empecé a distinguir la diferencia que había entre lo bello y lo mágico, entre lo que sólo era espectacular o lo que era importante. Resultaba fascinante introducirse en aquel mundo. Mónica no tuvo reparo en llevarme a visitar museos, anticuarios, lugares que, de algún modo, podían enriquecer mis conocimientos artísticos. Fue ella también la que me hizo ver la entidad de los estilos, de las tendencias, de las influencias históricas: «Conviene que estés al corriente.»

Ni ella ni yo lo sabíamos, pero lo que Mónica hizo en aquellos cinco años fue acercarme a ti.

Resulta extraño pensar ahora que sin aquellos cinco años de aprendizaje, acaso nunca hubiese podido sintonizar contigo del modo que sintonicé.

Recuerdo que cuando Soledad me oía hablar sobre lo que lentamente iba yo descubriendo, gracias a los Portela, ponía el grito en el cielo: «¡A quién se le ocurre comenzar ahora a descubrir mundos exóticos! Nunca debiste salir de tú cáscara.» Y añadía que un «hombre como Dios manda» no debe consentir que su mujer trabaje.

Tampoco Andrea era partidaria de que su madre se hubiera convertido en una asalariada: «Ninguna de mis amigas tiene una madre empleada.» Al principio aquella actitud de mi hija no me asustaba: Andrea tenía escasamente doce años y sus opiniones carecían de valor. «Vamos, Andrea, no irás a avergonzarte de mí.» Jamás respondía. Se encerraba en su concha y se le avinagraba la cara: Dios, ¡cuánto se parecía entonces a su abuela Soledad!

Rodolfo se reía de ella. Decía que para su hermana el mundo se dividía en dos partes: la de los que mandaban y la de los que eran mandados. «Desde luego, los últimos gozan de su total desprecio, mamá.» Por eso no le gustaba que su madre perteneciera al grupo de los que recibían órdenes. «Fue siempre así: una cursi de tomo y lomo.» Rodolfo achacaba la culpa de aquella forma de ser a las amigas que tenía: «Sobre todo esa tal Manolita Carihuela, tan rica como pedante.»

Pero lo que más afectó a mi hija en aquellos días fue el regreso a casa de la señora Márquez. «Podías haber contratado a una sirvienta de verdad y no a ese fantoche que presume de señora —me echó en cara—. Cualquier palurda hubiera hecho mejor papel que esa "dama" de medio pelo.»

No se daba cuenta del alivio que para mí suponía tener de nuevo en casa a aquella mujer. Otra vez los suelos fregados con esmero, los cristales sin churretes, las cortinas lavadas... En cuanto podía, Andrea la desprestigiaba: «Si al menos se lavara la cabeza más a menudo.» Luego le molestaban sus (para ella) ridículas familiaridades y su modo de mirarlo todo con aires «pasmados y acechantes de subnormal profunda», y para colmo sus odiosos cantos. «Menuda idea se te ha ocurrido, mamá. Tenías la oportunidad de liberarte de ella y la contratas otra vez.»

Recuerdo que, en cierta ocasión, mientras nos hallábamos todos en torno a la mesa, Andrea se lamentó en voz alta de la falta de sentido de la proporción que tenía «esa estúpida que se las da de señora»: «Supongo que esa mujer tendrá un nombre de pila.» Y dejó muy claro que a las criadas nunca se las nombraba por el apellido y menos precedido del «señora».

Se produjo un silencio general. Todos comprendimos que la aludida, aunque en aquellos momentos estaba en la cocina, la había oído. En seguida salí en su defensa diciéndole que la señora Márquez no era precisamente una criada, sino una buena amiga que se prestaba a hacerme el favor de ayudarme. Andrea me interrumpió: «Pero cobrando. Me gustaría saber qué entiendes tú por una buena amistad.»

La señora Márquez no tardó en comparecer. Llevaba la fuente en las manos y los ojos reventando lágrimas: «Me llamo Rosario», dijo escuetamente y volvió a meterse en la cocina.

Me levanté de la mesa para ir a su encuentro. Le pedí disculpas, le dije que Andrea estaba nerviosa. Pero sus sollozos eran cada vez más angustiosos: «No es el insulto lo que me duele, señora; es Andrea, esa niña mía que yo quiero tanto...»

En realidad, aquella escena fue un aviso. A medida que mi hija crecía, sus manías de grandeza aumentaban: «Es una vergüenza que en esta casa no se sirva la mesa como es debido.» Le molestaba que su propia familia no adoptara las costumbres propias de la gente acomodada. «No debes dejarte alucinar por el ambiente de tus amigas —le reprendía yo—. Tú no eres como ellas.»

Pero Andrea no quería admitir que ella era «distinta». «Tarde o temprano también yo será rica», decía fríamente.

Tendría ya trece años cuando le advertí que algún día, cuando fuera mayor, debería buscarse un empleo como había hecho yo.

Recuerdo su actitud: distante, displicente. Andrea había crecido. Era ya una mujer. Una mujer alta, decididamente inmersa en belleza. «No te preocupes, mamá; no voy a seguir tus pasos.»

Más que su respuesta me preocupó el tono, aquella forma de expresarse, altiva y displicente, copiada acaso de Marta Echave cuando pontificaba sobre sus teorías de mujer liberada.

Le dije entonces que no por trabajar se perdía el señorío, que más valía salir adelante por nuestros propios medios que depender de otra persona. Andrea se me quedó mirando, como si me compadeciera: «Todo es cuestión de encontrar al hombre adecuado», me contestó.

Parecía como si me estuviera echando en cara mi incapacidad a la hora de elegir marido: «Lo importante no es el dinero. Lo importante es el cariño. Tu padre y yo nos hemos querido siempre.»

Andrea cambió de expresión. Una expresión de adulta disertando con una niña inexperta: «No basta que tú creas eso, mamá. Todo el mundo cree lo que le conviene creer. Si al menos te tomaras la molestia de averiguar...»

En otra ocasión se trató de las clases sociales. Andrea se negaba a tratar a las compañeras de estudios pertenecientes a familias sencillas. «Pero, bueno, ¿quién te crees que eres, desgraciada? ¿Cómo te atreves a echar piedras sobre tu propio tejado?»

Le brotó entonces el orgullo de mi suegra: «Tú sabes perfectamente que papá no es de tu clase. No tienes más que fijarte en los retratos que conserva la abuela Soledad.»

A pique estuve de pegarle. Su ingenuidad no sólo era ridícula, sino ofensiva. Intenté explicarle que todos aquellos cuadros eran puras mentiras. Que Soledad los había adquirido en una tienda de compra y venta a poco de terminar la guerra. Se negó a creerme: «Con razón la abuela me ha puesto en guardia. Todo el mundo sabe que tú no la quieres, que siempre andas desacreditándola.»

No tardé mucho en comprender que Andrea había pasado a ser coto privado de mi suegra. Poco a poco fue dejando nuestra casa para arrimarse a ella. Sólo comparecía para dormir. En vano le proponía yo que invitara a sus amigas, que no fuera ella siempre la que se ausentara: «Tú debes de estar loca, mamá. ¿Cómo voy a permitir que mis amigas pisen este piso? Dejarían de tratarme. Al menos en el piso de la abuela existe cierta normalidad.»

Aquella noche no pegué ojo, Juan. Andrea se expresaba con demasiada firmeza para que su comportamiento no me alarmase. Sus comentarios no eran ya ingenuos; eran despliegues de afirmaciones demasiado razonadas y medidas para que no me sobresaltaran. «Ninguna de mis amigas sabe cómo vivimos. Ninguna de ellas sabe que somos pobres.»