3
«FELIZ CUMPLEAÑOS, MARINA.» Acababa de conocerla. La propia Tina los había presentado. Frente a ellos, un mar quieto y extremadamente azul hacía guiños a un sol casi tropical.
Ella había comentado: «Por favor, no me felicites. Me siento vieja.» Sin embargo, todo el mundo afirmaba que los veinticinco años de una mujer eran los de la plenitud.
—Buena memoria —dice Marina—. En efecto: han pasado treinta años desde aquel verano.
Avanza hacia la puerta y pregunta:
—¿Quieres tomar algo?
—Gracias: acabo de desayunarme en el aeropuerto.
Marina se quita el abrigo. Dice:
—Por favor: acomódate mientras lo cuelgo. En el revistero encontrarás algo para leer.
Llega a su dormitorio todavía desorientada. No consigue percatarse de lo que está ocurriendo. La presencia de Germán en su casa constituye un hecho desusado, algo que jamás hubiera podido imaginar. Recuerda que él le ha dicho: «He encontrado pasaje para las siete de la tarde.» Consulta la hora en su reloj de pulsera: «Las doce; mediodía.» Quedan siete horas. Siete largas horas de Germán de Alcántara.
En otros tiempos, esas siete horas le hubieran parecido instantes, lapsos breves de inapreciable valor, fragmentos de tiempo que debían ser minuciosamente cuidados para que no se malgastaran inútilmente. Pero, en estos momentos, las siete horas se le antojan larguísimas . ¿Por qué todo resulta siempre demasiado corto o demasiado largo?
Marina cuelga su abrigo y desanuda el pañuelo que le cubre la cabeza. Su cabello aparece aplastado; su corta melena, deslucida por la presión de la tela y por la humedad. Se apresura a cepillársela. El aspecto mejora. Pero los surcos del rostro continúan. No hay forma de evitarlos. Ni siquiera responden ya al maquillaje.
Algunas personas —piensa— aseguran que las arrugas acentúan la personalidad. Pero a Marina semejante consuelo no la convence. Es absurdo jugar a ser joven cuando la vejez asoma su garra a la vuelta de la esquina. «Es difícil amordazar treinta años de una vida con opiniones tan endebles», se dice.
Antes de abandonar el cuarto, Marina vuelve a mirarse al espejo. Lleva ya varios años unificando ese hábito con la insensata esperanza de ver algún día ese rostro suyo transfigurado, vuelto a la tersura de antes.
Pero la piel nunca retrocede: avanza. El ¡rostro no se transfigura y la desilusión es inevitable. Hay momentos en que los espejos se convierten en enemigos; enemigos malignos, insultantes y odiosos.
Verdaderamente, le resulta muy incómodo sentirse tan joven soportando el peso de medio siglo, pero también le resulta injusto verse tan vieja soportando el vigor de la juventud. Porque, a pesar de sus cincuenta y cinco años, el vigor físico de Marina no decae: lo lleva a cuestas como un fardo clandestino imposible de ocultar.
Se dirige de nuevo al salón. Desde el pasillo puede ver a Germán sentado junto a la chimenea, enfrascado en la lectura de un periódico: «Como antes: el mismo ademán, la misma actitud...» Y lo vislumbra tal como era entonces, cuando sus aladares blanqueaban lentamente y los pómulos conservaban cierto matiz rojizo que, al contacto con el sol, se abrillantaba.
En realidad, la evocación de Germán leyendo mientras la esperaba, ha constituido siempre una de esas imágenes inaccesibles, que no se olvidan, que, sin saber por qué, brotan de vez en cuando al filo de cualquier pretexto. No obstante, le resulta sorprendente observarlo ahora con sus propios ojos, como un recuerdo de su recuerdo, sin tener que forzar la imaginación.
Se levanta él cuando la tiene delante:
—¿Qué estás leyendo? —pregunta ella.
Germán deja el periódico en la mesa.
—Comentarios sobre el próximo viaje de Nixon.
En otros tiempos hubiera contestado: «Comentarios sobre el proceso de Nuremberg... o sobre la encarnizada defensa del Japón... o sobre las boutades de Churchill contra el régimen de Franco...» Nixon, entonces, no existía en el horizonte político. Era sólo un embrión desconocido.
—Un hecho insólito —continúa diciendo Germán—. Pero la espina de China no va a ser fácilmente arrancada de los rusos...
Ha llovido mucho desde entonces. Ha llovido tanto que ya no es posible recordar todos los comentarios que Germán hubiera podido hacer sobre los momentos políticos de cada época.
—Sin embargo, puedes tener la seguridad de que, pase lo que pase, Nixon no perderá su sonrisa.
Y Marina piensa: «Tal vez la sonrisa sea lo último que se pierde.» Se acerca al ventanal para cerrarlo de nuevo. La habitación se ha enfriado. El tufo a cerrado se ha diluido en la calle. Pero la humedad se ha colado en el salón como un huésped incómodo.
—¿Enciendo la chimenea?
Germán no contesta. La mira. La analiza otra vez como ha hecho en el aeropuerto: sus gafas colocadas, el columbrar casi impertinente:
—Desde que te he visto, vengo preguntándome qué diantre habrás ideado para conservarte tan exacta, tan igual a ti misma, tan idéntica a la Marina Cebrián que yo conocí hace treinta años en la costa catalana. ¿No habrás vendido tu alma al diablo?
Marina no se da por aludida. Deja escapar un soplido que imita una carcajada y se acerca a la chimenea para encender la leña.
La frase de Germán flota en el aire, caldea un poco el ambiente y activa los movimientos de Marina. Pero el fuego se aviva perezoso. También los maderos tienen humedad, y las llamas mueren antes de prender definitivamente.
Germán se ha sentado en el sillón. Marina, arrodillada ante el hueco del hogar, percibe su mirada en la espalda como algo plúmbeo y molesto.
—Espero no estorbarte demasiado —dice él—. Tal vez he sido indiscreto, pero la verdad es que, si no te hubiese encontrado, no sé lo que hubiera hecho con mis huesos hasta las siete de la tarde.
La aclaración de Germán la tranquiliza y la hiere: «Soy un simple recurso», piensa. Sopla con fuerza hacia la llama y pronto la leña, ya chamuscada, se ajusta al fuego, lo nutre y lo convierte en brasas. El humo crece, ya profuso, hueco arriba. Pero Marina todavía no se levanta. Tiene el rostro encendido y busca pretextos para ocultarlo.
—Me espera un trago difícil. ¿Lo comprendes, verdad?
Asiente ella sin volver la cara.
—¿Querrás ayudarme a soportar la espera?
Marina se levanta ligera, las mejillas todavía encendidas, la mirada brillante.
—De acuerdo —dice en son de guasa—. Seré tu comodín.
Toma asiento frente a Germán, cruza las piernas y continúa mirando el fuego. Pregunta luego:
—¿Cuánto tiempo llevabas separado de Bruna? —Más de veinte años, ¿recuerdas? Cuando tú y yo nos encontramos en Montecarlo, Bruna ya no vivía conmigo.
—Es cierto: lo había olvidado.
—Ahora todo va a ser problemas: legalmente yo continúo siendo su marido.
—No —rectifica ella—. Ahora eres su viudo.
—Me cuesta hacerme a la idea. De cualquier forma los hermanos de Bruna van a crearme conflictos. Siempre me reprocharon el vicio de su hermana. Decían que yo había tenido la culpa. Nunca quisieron aceptar la verdad.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Afrontar la situación directamente. Presentarme ante ellos. Cubrir todas las formalidades necesarias y renunciar a mis posibles derechos.
—Aplaudo tu idea.
Aquella mañana, en la costa catalana, nadie hubiera podido advertir que Bruna se drogaba. Era una mujer alegre, de mirada franca, que atraía poderosamente por su belleza y su simpatía. «Hemos invadido tu casa —se excusaba ante Marina—. Tina se ha tomado la libertad de invitarnos...»
Y Marina había contestado: «Lo que hace Tina está bien hecho. Somos como hermanas.» En cuanto a Tina no se cansaba de repetir: «Un matrimonio encantador. Una pareja indispensable.» En el lenguaje pedante de Tina aquella afirmación abarcaba todos los requisitos necesarios para que la sociedad aceptase aquel matrimonio sin el menor escrúpulo.
—En medio de todo, el asunto no es tan grave —comenta Marina—. No habéis tenido hijos. Los hijos, en semejantes casos, complican la situación...
—¿Quién sabe? —dice él, nostálgico—. Creo que lo hubiera sacrificado todo por tenerlos. ¡Si supieras lo que te envidiaba cuando tus hijos se acercaban a ti!
La lluvia continúa cayendo gruesa y oblicua. A veces se acumula en los salientes de las fachadas para colgarse a modo de chorro desde alguna cornisa o alguna gárgola.
—Pensaba siempre: «Un hombre sin hijos muere antes que los demás.» Tenía la impresión de que el recuerdo, es decir, la segunda vida humana, sólo podía prolongarse a través de los hijos. Reconozco que había mucho de orgullo egoísta en aquel deseo mío. Fíjate ahora...
Pero entonces Germán todo lo tamizaba por la desesperada necesidad de un hijo. Le parecía que sólo con un hijo podía sentirse verdaderamente completo. Se hartaba de decir: «Me siento defraudado, Marina, como si me hubiesen amputado un miembro o me hubiesen encerrado en una habitación sin puertas...» Su rebeldía cada vez más aguda.
—¿Crees tú que el recuerdo de los hijos nos prolonga? No, Germán, esa idea resulta pueril.
—Quizá tengas razón.
Crece entre ambos un silencio extraño. Un silencio tumultuoso que se unifica al sonido de la lluvia y al de la leña. Marina lo quiebra suavemente:
—No sé por qué motivo, cuando la gente habla de los hijos, se obstina en darles una apariencia infantil... Se menciona «al hijo» (sobre todo antes de tenerlo) como se menciona un juguete, un juguete entrañable, que hubiese de durar toda la vida. —Entorna los ojos, mira hacia el ventanal y recuesta la cabeza en el respaldo del sillón—. Pero el juguete se rompe tarde o temprano. Siempre acaba rompiéndose. Por mucho que nos afanemos en conservarlo...
Y recuerda a Lucía, tan alta como ella, esbelta, convertida en una mujer arrolladora, femeninamente cruel, despidiendo efluvios de falsa suavidad, irradiando una firmeza que Marina jamás hubiera sospechado en ella cuando era niña: «O lo aceptas, o me voy de casa...» Y percibe de nuevo el frío que había experimentado en las venas al oír aquella frase.
—Los hijos se transforman casi siempre en jueces de sí mismos. No admiten «ser hijos» cuando son mayores. Únicamente de un modo convencional y formulista.
No puede recordar aquella escena sin recuperar todo el dolor que le había provocado. Se ve a si misma hablando con su hija como si fuera una extraña (como si jamás la hubiese tenido en los brazos ni la hubiese protegido contra cualquier peligro, intentando desesperadamente acertar, dar con la palabra exacta para convencerla de su error, pero adivinando también que, todo cuanto fuera a decirle ella, precisamente por ser su madre, iba a resultar estéril y desacertado.
—Cuando el juguete se rompe, cualquier reacción nuestra puede provocar catástrofes. Siempre hay un reproche a punto para los padres, siempre los hijos tienen asideros donde agarrarse para echarnos en cara sus propios errores.
Marina no sabe con exactitud por qué está hablando de ese modo. Tal vez sea el insistente goteo de la lluvia lo que la está incitando a la confidencia.
—En el mejor de los casos, los hijos nos convierten en computadoras. Si el resultado que acusamos es satisfactorio para ellos, si les permite sentirse vindicados, la agresividad se disuelve. De todos modos, la condena a la soledad es inevitable.
Probablemente Germán sabe que se está refiriendo a Lucía. Todo el mundo conoce, a su manera, la historia de esa hija suya. Todo el mundo la ha comentado a su antojo.
—Cuando los juguetes rotos se hacen mayores, nos quieren por obligación: solamente por eso. Y el amor obligado, ya lo sabes tú, Germán, es casi un insulto. Habla como si deseara que Germán la compadeciese y, al darse cuenta de ello, se avergüenza de haber sido tan explícita. Pero Germán no la compadece. Dice:
—También Vilana eligió un hombre casado. Son cosas inevitables. Nadie busca su destino.
Marina piensa: «Es imposible que me comprenda ahora.» No puede. Es difícil comprender una situación cuando se observa desde la frontera contraria. Y Germán lleva ya muchos años en la frontera contraria.
—La vida actual está plagada de casos similares al de tu hija —continúa diciendo—. No irás a escandalizarte a estas alturas.
—No me escandalizo. Sencillamente me duelen. Sabe ahora que Germán no sólo no la comprende, sino que le está echando en cara su falta de elasticidad. No debió sincerarse del modo que lo ha hecho. Hay cosas que sólo pueden comentarse entre personas que hablan el mismo lenguaje. Germán y ella han dejado de hablarlo hace mucho tiempo. Debe intentar replegarse en sí misma y departir con él de un modo convencional (como los hijos mayores departen con los padres que interfieren en su vida privada), y sobre todo debe procurar que nada empañe las siete horas que tienen por delante.
Y se calla. No le explica lo duro que había sido para ella ver a Lucía rota. No le refiere lo mucho que había tenido que sufrir al ver su juguete querido con sus resortes atrofiados, su antigua dulzura convertida en aspereza, sus razonamientos descarnados, vergonzosamente crudos, volcados sobre la tristeza de Marina, Como si, lejos de ser su madre, fuera su enemiga.
Y tampoco le dice lo duro que había sido descubrir de golpe que todo lo de aquella hija (su infancia, sus risas, sus peculiaridades... aquel sinfín de cosas que la habían obligado a enorgullecerse de ella) se desvanecía, Se desplomaba de un modo irremediable, porque el pasado se convertía de golpe en un simple ensayo, una ingenua imitación de lo que ella siempre había considerado auténtico.
—¿Qué ocurrió entre vosotras? —pregunta él.
Pero ella se resiste a contestar. Teme la reacción de Germán. Han transcurrido demasiados años para sincerarse con él como hacía antes. Las barreras que han surgido entre ambos son ya manifiestas. No es posible derrumbarlas de buenas a primeras.
—Pretendía que yo aceptase a aquel hombre...
—Y tú te negaste.
Asiente ella mirando al fuego. Dice luego:
—Entonces se fue de casa.
Germán carraspea. Araña ligeramente el brazo del sillón y aspira con brío una porción de aire.
—No tenías derecho a evitar su felicidad. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en los asuntos ajenos.
Marina percibe en el centro del pecho el reproche que acaban de hacerle. Piensa: «¿Cómo puede hablarme de ese modo? ¿Cómo puede ser tan cruel?» Al fin y al cabo, si Germán toma al pie de la letra «eso de interferirse en los asuntos ajenos», tampoco él tiene derecho a juzgarla. «No es justo que sólo aplique su sentencia a lo que le conviene. Nada le da permiso para hablarme de ese modo...» Ni para censurarla, ni para discutir con ella si Lucía tiene o no tiene razón.
Pero se reprime. Con aplomo bien cimentado, dice:
—La felicidad que se construye sobre la desgracia ajena, nunca puede ser auténtica.
—Eso es cuenta de ella.
—Yo sólo quise advertirla.
—La ofendiste; hay advertencias que ofenden.
Marina se rebela interiormente: «Insólito —se dice—. ¿Desde cuándo una madre no puede advertir a su hija?» Pero se domina. Germán no consigue alterar su apariencia. Marina pregunta con voz serena:
—¿Y ella? ¿No comprendes que también ella me estaba ofendiendo a mí? ¿O es que solamente la juventud tiene derecho a ofenderse? ¿Dónde hemos llegado, Germán?
Germán no contesta. Tal vez se haya dado cuenta de que ha ido demasiado lejos en sus comentarios. Dice con voz nostálgica:
—Pobre Lucía... Era una niña tan sensible... Y la imagen de Lucía vuelve a estar entre ambos, con su bañador mojado y sus pelos rubios pegados a las mejillas. Aquella mañana lloraba porque la niñera se empeñaba en sacarla del agua. Germán se había acercado a ella para consolarla. Decía: «Se parece a ti.» Y Marina la había estrechado entre los brazos: «Debes ser buena, Lucía: hoy es mi cumpleaños.» Y, en seguida, había ocurrido el incidente.
Lo había provocado Pascual Ordóñez: un Pascual Ordóñez sin dentadura postiza, como la de ahora, ni calvicie acentuada, como la de ahora, pero con menos calidad humana y muchos menos conocimientos científicos que los de ahora. El sol y los martinis le obligaban a tambalearse. Pascual decía: «Si no dejas de llorar, voy a operarte la voz...» Y Lucía se había tapado la cara con las manos: «Ya no lloro, ya no lloro», se defendía gritando. A partir de aquel día, cada vez que Lucía se portaba mal, los mayores le recordaban la amenaza: «Si no obedeces, vendrá el doctor Ordóñez a operarte la voz.»
El doctor Ordóñez no le había operado la voz, pero distraídamente había derramado el resto de su martini sobre el bañador de Marina.
—Siempre fuiste algo rígida con tus hijos.
—Esperaba que algún día comprendiesen y me agradecieran aquella rigidez.
—A veces parecías haberte tragado un bastón.
—Y se me indigestaba, Germán, te lo aseguro. No era rígida por placer.
Pascual Ordóñez pedía perdón, se acusaba: «Soy un imbécil...» Y contemplaba su copa vacía: «No entiendo cómo ha podido ocurrir...» Y ella, para quitarse la mancha de martini, había corrido hacia el mar. Recuerda ahora que Pascual le gritaba: «No te preocupes, Marina, esas cosas traen buena suerte...»
—Si hubiera sido blanda, alguien me habría reprochado mi falta de rigidez. Es difícil acertar.
Allá, junto a la caseta de baños, un toldo de lona cubría la mesa preparada para los invitados. Los días de cumpleaños eran largos, muy largos. El desfile de amigos era continuo. Especialmente por la mañana.
Marina no se había dado cuenta de que Germán la seguía hasta que hubo llegado a la tabla flotante. Germán decía: «Nadas demasiado de prisa», y jadeante, subía a la tabla, para tenderle una mano y ayudarla a trepar por la escalera colgante.
Cuando se tumbaron sobre la madera, tenían los dos el resuello agitado y miraban el cielo con los ojos llenos de sal.
—De cualquier forma, hiciera lo que hiciese, estaba condenada a equivocarme. Todos se equivocan, absolutamente todos.
Ya en la tabla, Germán había dicho una frase enigmática: «Venus no tuvo más padres que el mar.» Y, al preguntarle ella por qué decía semejante cosa, Germán había sonreído sin soltar prenda, como si lo único importante fuera mirarla.
Sin embargo, su mirada no ofendía. Formaba parte de lo que la rodeaba. Era un estrato más del conjunto. Era una mirada que podía haber estado en el balanceo de aquellos pinos que nacían en la roca, o en la música que llegaba asordinada desde el tocadiscos lejano, o en el agua encalmada que sostenía la tabla.
—¿Qué ha sido de tus otros hijos?
—Se casaron. A su modo son felices.
No explica, no quiere explicar. Tiene la certeza de que todo cuanto se refiera a la soledad que la rodea, va a caer mal. Germán no está solo. Por eso no puede comprender el vacío que envuelve la vida de Marina.
Y como si él leyera su pensamiento, dice:
—Desengáñate, Marina; la vida es demasiado larga para convertirla en éxodo. No debiste replegarte en ti misma del modo que lo has hecho.
—Pero también es demasiado corta para desperdiciarla con cantos de sirena. Hay algo más que el placer de una melodía, Germán.
Y piensa en Rogelio. En la brevedad de su vida y en su constante navegar por los recovecos de unas islas venenosas.
—Nadar contra la corriente es tarea dura —comenta él.
—No lo niego: cuesta convencerse de que el canto de las sirenas es solamente eso: una melodía atractiva, pero peligrosa, una especie de contaminación como la que nos vienen pregonando día tras día sin que nos den soluciones para evitarla... Nadie percibe realmente esa contaminación. Tal vez por ese motivo uno acaba creyendo que no existe.
Aquella mañana Rogelio se había quedado junto a la mesa preparada para los invitados. Llevaba puesto el bañador y una toalla de listas sobre los hombros. Marina lo recobra ahora tal como lo había visto entonces, alegre, lleno de vida. Su risa llegaba hasta la tabla flotante a impulsos de una brisa cálida y ella había pensado: «Esa risa no es normal.»
—Cada uno debe buscarse su propia solución —continúa diciendo ella—, y eso cuesta mucho, Germán, ya te lo he dicho: la soledad, el aburrimiento, las dudas... Todo se alía para obligarnos a decir: «Basta, ya no puedo luchar más.» No vayas a suponer que no he tenido dudas. Todo el mundo las tiene. Sobre todo cuando la propia existencia amenaza hundirse y las cosas más queridas se resquebrajan hasta convertirse en ruinas. Entonces todo se vuelve confuso, nada convence: es lo mismo que sentirse muerto en un mundo rebosante de vida, o vivo en un mundo muerto.
Marina se detiene. Aguarda a que Germán le replique. Pero Germán no responde. La deja hablar tranquilamente, las manos cruzadas sobre la rodilla, el cuerpo laso.
—De ahí a la desesperación no hay más que un paso —termina diciendo ella.
Germán extrae su pitillera y le ofrece un cigarrillo. Es una pitillera de oro, con una inscripción en el interior de la tapa. Pero Marina no puede leerla. Acepta un pitillo y lo enciende con el mechero de la mesa.
—No me quedó más remedio que atarme al mástil, como hizo Ulises. Era la única forma de salvarme.
—¿Salvarte, de qué?
—Del recuerdo —contesta muy bajito.
No, no era normal la risa de Rogelio. Al menos no era la risa que ella conocía. Instintivamente se incorporó para mirarlo: necesitaba saber por qué su marido reía de aquel modo. Entonces vio a Bruna. Su cuerpo delgado se balanceaba a un lado y a otro como si imitase a alguien, y Rogelio, con voz sonora, exclamaba entre carcajadas: «Magnífico: nunca he visto una mímica tan perfecta.» Luego Bruna había dado un traspié y Rogelio, para evitar que cayera, la sostuvo con los brazos.
Marina aspira una bocanada de humo y lo lanza hacia arriba, lentamente, con los ojos cerrados:
—Dime, Germán, ¿cuándo supiste que mi marido y Bruna habían sido amantes?