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LE HAN DADO LA NOTICIA poco antes de subir al avión: «Bruna ha muerto repentinamente. La encontraron sin vida en el dormitorio.»
La frase se parece mucho a las que se publican a diario en las columnas de sucesos. Una muerte lamentable: uno de esos casos que obligan a mostrar ceño y que luego se olvidan.
Pero esta vez la víctima se llama Bruna y todo cambia de aspecto.
Marina no ha hecho preguntas. Tampoco ha lanzado exclamaciones. Hay que obrar en consecuencia: lleva demasiados años prescindiendo de Bruna y de su recuerdo para dejar traslucir la emoción que semejante muerte le causa.
Pero el impacto ha dado en el blanco. Ha sido como si de pronto un grano añejo y enquistado diera en supurar. Resulta difícil recuperar de golpe tantas cosas a la vez cuando la mente se habitúa a considerarlas perdidas y superadas. Sin duda el recuerdo conserva resortes ocultos y traidores que, en los momentos clave, como éste, se ponen en movimiento sin perdonar contingencias ni respetar idiosincrasias.
No menciona al marido de Bruna. Aguarda paciente a que el interlocutor le diga: «Le ha pillado en el extranjero... Ya sabes: con Vilana.»
Germán vuelve a estar ante ella, tal como lo viera por primera vez, joven, sonriente, sus ojos grandes y tristes entornados, reposados los ademanes, la voz plácida y equilibrada.
Y en seguida evoca la mano de Bruna (aquella mano inconfundible, alargada, de venas prominentes) y su risa contagiosa, alegre, demasiado alegre para que no fuera postiza, y recuerda la frase que jamás le oyó decir, pero que se le escapaba por los ojos cada vez que Marina se sentaba al piano: «Un aplauso para nuestra schubertina...»
Y ve a Rogelio bailando con ella, susurrándole al oído Dios sabía qué trivialidades. El interlocutor insiste:
—Una muerte siniestra, verdaderamente siniestra... Marina no quiere saber. No pregunta. Habla del tiempo, se escuda en la prisa, tiende la mano, se despide y rompe a andar hacia la puerta. Piensa en la muerte de Bruna y enseña la tarjeta de embarque. Reza un padrenuestro. Un padrenuestro con treinta años de lastre mediando en cada sílaba. Un padrenuestro sobrecargado de distracciones. Se pregunta qué dirán los periódicos al referirse a la muerta: «Una dama de la alta sociedad...» No va a resultarles fácil ensalzar a Bruna. De pronto recuerda: «Ahora Germán podrá casarse con Vilana.»
Sube al avión como si nada hubiera ocurrido. Un retorno cualquiera. Un hecho habitual desvinculado del tiempo.
Se acomoda junto a una mujer joven que lleva un niño en los brazos. El niño duerme. La mujer parece cansada. Durante el trayecto apenas se dirigen la palabra. El niño entreabre la boca y esboza sonrisas que luego se convierten en pucheros.
Piensa: «Es una lástima que haya muerto así.» La presencia del niño aviva su lástima. Nadie puede imaginar lo que un cuerpo minúsculo e inofensivo puede esconder para el futuro. Y lo que es peor: nadie puede imaginar lo que el futuro puede esconder para un cuerpo que se abre a la vida. «También Bruna fue niña, también ella era inofensiva...»
De pronto evoca a sus tres hijos: Carlos, Luis y Lucía. Otros cuerpos minúsculos convertidos en adultos. Otras sonrisas dormidas, otros pucheros inconscientes... Después sus hijos habían comenzado a morir una, dos, mil veces... Morían para renacer completamente distintos, conservando sólo su nombre, sus apellidos y su sexo. Todo lo demás era diferente.
Los ve tal como son ahora: altivos, despegados, circunspectos y cordialmente egoístas, y se dice que también esa criatura que duerme en los brazos de su madre, acabará por olvidarla como la han olvidado a ella. El olvido nace en cuanto muere la necesidad.
El trayecto resulta corto. Cuando menos lo espera, Marina escucha la voz de la azafata entrecortada por el mal funcionamiento del micrófono:
—... dentro de unos instantes aterrizaremos en el aeropuerto del Prat: por favor, asegúrense de no olvidar ningún efecto personal...
Y después de agradecer, en nombre del comandante y de toda la tripulación, la confianza depositada por los viajeros en la Compañía Iberia, desea a todos una estancia muy feliz en Barcelona.
Brota en seguida la musiquilla sedante iniciada en Madrid y cercenada a lo largo de la travesía.
El mar está ahí; abarca toda la ventanilla. Cuando el avión se endereza, el paisaje cambia. Llueve, y las tierras pantanosas del Prat sé ven moteadas de charcas grises: «Un cuadro que Urgell hubiera podido pintar.» Y al instante recuerda a Bravo, su galería de arte, las recientes negociaciones realizadas en Madrid. Piensa en lo que Bravo le dirá cuando ella le refiera el éxito de su intervención cerca del Zabaleta.
No obstante, la fina mano de Bruna se impone a toda idea y a toda distracción. Reconoce que es un recuerdo grotesco y absurdo, sin relieve nocivo; sin embargo, no puede evitar que esa mano se imponga. La ve ahora extendida sobre el mar (un mar gris encabritado por la lluvia) y le parece que, a pesar de estar muerta, la mano continúa viva. «Es gracioso —se dice por lo bajo—. Es verdaderamente gracioso.» Evoca la exclamación de Teresa, entre divertida y escandalizada, y los mordaces comentarios de Tina y la severidad llena de reproches de Rogelio... Pero el Zabaleta ha sido comprado y el cliente de Barcelona probablemente pagará el doble de lo que Marina ha concertado con el vendedor de Madrid.
Para Marina es un descanso grande tener a Bravo como socio. Ella sola jamás hubiera podido salir del atasco. Bravo posee el don de la prudencia, de la medida y de la ponderación: precisamente lo que ella había necesitado al morir Rogelio.
Además, posee un olfato insuperable para detectar el alza y la baja de los cuadros. Desde el principio había mantenido la teoría de que, andando el tiempo, los abstractos iban a ser desbancados por los figurativos, tan desdeñados en los años cuarenta.
Decía siempre: «Recuérdalo, Marina; hay que hacer acopio de Nonell, de Meifrén, de Martí Alsina...» Discutieron poco. Bravo casi siempre tenía razón. Un tipo curioso. Distante. Jamás se había inmiscuido en la vida privada de Marina.
Cuando al principio de sus relaciones ella le había puesto al corriente de su situación, Bravo se había limitado a comentar: «Es evidente que las leyes catalanas precisan de una buena revisión.» Y sin más preámbulos se habían enfrascado de lleno en la organización de la sociedad que debía regir la galería de arte.
Pese a la lluvia, que cae densa y oblicua, el avión aterriza sin novedad. El aguacero se transforma, por culpa del viento, en una gran escoba sin mango. Todo se ladea hacia el oeste: melenas, faldas, papeles... Las terrazas del edificio aparecen desiertas, segadas por el mal tiempo, y las sillas, amontonadas patas arriba sobre las mesas, parecen esqueletos de colonos, abandonados sobre un campo estéril.
Marina pasa junto a la azafata con el abrigo ceñido y el pañuelo anudado al cuello.
—Si esto es primavera... —comenta amablemente.
La azafata sonríe mostrando unos dientes perfectos:
—Esperemos que en el próximo viaje tenga usted más suerte.
No es la primera vez que se encuentran. Marina suele hacer esa travesía con relativa frecuencia. Son viajes relámpago decretados en su mayoría por Bravo: «En Madrid hay un Palencia asequible: deberías echarle un vistazo...» O bien: «Convendría que visitaras a un coleccionista madrileño: está dispuesto a pagar bien por un Matilla...» Se había convenido que Marina fuera la agente encargada de relaciones públicas y, hasta la fecha, sus intervenciones han dado buen resultado.
Esta vez se trata de un Zabaleta. De un Zabaleta y de la muerte de Bruna.
«Si al menos no hubiera dejado el paraguas en la maleta...»
Marina todavía camina con soltura. Vista de espaldas parece una mujer joven: alta, fina cintura, hombros enmarcando una espalda recta. Tiene el andar firme y despreocupado, los ademanes ligeros, y un armonioso ladeo de cuello que algunos juzgan estudiado.
Se pregunta ahora qué aspecto tendría Bruna antes de morir. Decían que las drogas la habían desfigurado y que en los últimos tiempos no era ni la sombra de lo que había sido. «Y el marido en el extranjero con Vilana...»
El trayecto del autocar, de puro breve, resulta innecesario. Pero la lluvia cae implacable y el viento arrecia furioso: una medida agradable. Los viajeros la agradecen.
—No se detengan, por favor.
Tras la segunda cristalera del pabellón de llegada, un mundo de rostros se hacina junto a la puerta. El transitar se vuelve difícil. Marina piensa que el hecho de llegar a un aeropuerto con ínfulas internacionales siempre causa cierta humillación. Hay una extraña identificación entre el grupo de pasajeros con las manadas de corderos. Los altavoces podrían ser los ladridos del perro pastor.
—La Compañía Iberia anuncia la llegada de su vuelo 331, procedente de Roma.
La mujer que sostiene al niño, se queja: —Esa obsesión de apiñarse en la entrada... En torno al rotativo, un nutrido grupo de pasajeros aguarda la aparición de las maletas. La mujer que sostiene al niño, continúa quejándose:
—Y ahora, a esperar el equipaje. Con un poco de suerte, podremos salir de aquí antes de una hora.
Su cansancio es ya manifiesto. No sólo apunta en las ojeras: lo lleva pegado al cuerpo. Lo proclama el desaliño de su vestido, la forma de agarrar al niño, el rodal de colorete mal colocado, y, sobre todo, la curvatura de su espalda. El niño se rebulle en sus brazos, gime bajito, se cansa del cansancio de la madre.
—Me gustaría ser uno de esos viajeros —comenta Marina.
—¿A qué se refiere?
—A los que vienen de Roma.
No sabe por qué lo ha dicho. Es una de esas frases que cabalgan a lomos de un deseo difuso, sin excesivo arraigo. Probablemente un reflejo condicionado, provocado por lo que anuncia el altavoz.
La mujer contempla a Marina con aire ausente, ajena a lo que ésta acaba de manifestarle, pendiente sólo del cansancio que lleva encima, de las maletas y del crío que se rebulle, egoísta, en sus brazos excesivamente flácidos. La mujer quisiera sentarse, pero sabe que el artefacto rotativo puede ponerse en marcha en cualquier momento. Se apoya contra la pared. Suspira. Marina pregunta:
—¿Puedo ayudarla?
La mujer niega con la cabeza y el rodal colorado del rostro va intensificando la palidez de la piel que lo circunda.
Las maletas asoman ya, húmedas, deslucidas y abolladas. Parecen coristas caducas exhibiéndose torpemente por la pasarela de un teatro barato. Al desfilar, dejan tras ellas un denso aroma a moho y un charco de agua sucia. Marina insiste:
—¿Puedo ayudarla?
La mujer sonríe. Señala los bultos. Marina los rescata sin dificultad y los coloca en el carrito.
—Gracias —dice la mujer—, ha sido usted muy amable.
Y comienza a alejarse, nave adentro, arrastrando el carrito.
Al verla marchar, Marina vuelve a sentir lástima por ella. Una lástima grande que no llega a definir. Le duele la soledad de esa mujer. Piensa: «Seguramente nunca volveré a verla.» Y de nuevo asocia esa lástima a la que le produce la muerte de Bruna. «Tampoco a ella volveré a verla.» Bruna se ha ido definitivamente, como Rogelio, como tantos otros, dejándola con los interrogantes de siempre suspendidos sobre su vida. Sin defensa. Sin la posibilidad de aclarar, de convencer, de sopesar...
La sala se despeja lentamente de voces, pisadas y roces. El rotativo está a punto de detenerse. Las maletas van espaciándose. Marina se acerca a un empleado.
—Mi equipaje no llega —dice sonriendo.
El empleado la mira con aires de persona infalible:
—No se preocupe; ya llegará.
Aguarda unos instantes, serena, todavía confiada. De pronto el rotativo cesa.
—No ha llegado —dice Marina.
El empleado cambia de expresión. Pone cara de fastidio.
—Vaya usted a reclamaciones: yo no puedo hacer nada.
La frase del empleado descorazona, desequilibra el ánimo y salpica de malestar el viaje que Marina acaba de hacer.
También insufla una actividad con la que ella no había contado. Es como si un camino de hormigas, bien organizado, se viera de pronto trastocado por la torpe pisada del hombre.
Comienza la revisión de equipajes. Interviene la policía. Surgen preguntas obvias: «¿Número de vuelo? ¿Carnet de Identidad?» Luego las disculpas: un variado repertorio de disculpas: «Insólito, increíble... Una simple maleta y perdida...»
Marina se ve rodeada de personal, atendida, llevada y traída; tiene la impresión de ser ella la única pasajera del aeropuerto. Escucha frases inconexas: «Madrid no acusa registro...» «Madrid asegura...» «Barcelona no se hace responsable...» La trasladan a la sala de espera. Señalan el mostrador del bar:
—Pida usted lo que guste: la Compañía invita.
—Pero la maleta...
—Un momento de paciencia, señora; no puede perderse. Hemos vuelto a ponernos al habla con Madrid.
Intentan tranquilizarla, inventan mil suposiciones, le sirven café. Marina piensa: «Mejor hubiera sido pedir tila.»
La azafata que la acompaña no cesa de hablar. Explica infinidad de casos como el suyo.
—Todas aparecieron. Jamás se ha perdido nada.
La musiquilla, que pretende templar los nervios, se vuelve inquieta, se mezcla a los susurros, a las pisadas y al constante tintineo de vasos y tazas que arranca del mostrador.
Hay un continuo ir y venir de camareros, de gentes que viajan, de niños que juegan a volar.
Marina se siente culpable. No sabe de qué. Sospecha que el trastorno se debe exclusivamente a un fallo suyo. La tranquilizan. Alguien le anuncia:
—Acaban de comunicarnos que su maletín se ha quedado en Madrid. Un descuido imperdonable. Lo remitirán sin falta en el próximo vuelo. Nosotros mismos nos encargaremos de enviarlo a domicilio.
Suspiros de alivio. Caras sonrientes.
—No podía ser de otro modo.
Marina se levanta: radiante, contenta, agradecida.
Se despide de todas las caras que, durante un buen rato, han pendido de la suya.
Mira en torno, no sabe por qué: otro reflejo condicionado. Se dispone a salir, pero se queda.
Sin ninguna razón se da una tregua a sí misma. Una tregua inconcreta, como si de antemano supiera lo que va a ocurrir.
Piensa: «Debo irme.» Pero no se va.
Contempla su taza de café (ya vacía), las sillas circundantes (casi todas llenas); el pavimento, salpicado de colillas y de papeles...
La musiquilla del altavoz se detiene. Un segundo. Es un silencio corto que abarca un mundo de premoniciones.
De pronto una extraña lucidez le aclara ese cúmulo de pequeños acontecimientos que la han mantenido inquieta.
Mira el altavoz. No puede dejar de mirarlo. Es más fuerte que ella.
Y escucha, no sólo con los oídos, sino con todo el cuerpo, lo que el altavoz está diciendo:
—Se ruega al pasajero de Roma don Germán dé Alcántara que tenga la bondad de pasar por las oficinas de vuelos nacionales.
Y todo, hasta la muerte de Bruna, deja de tener importancia.