2
SE DEJA CAER DE NUEVO en la silla. Piensa: «Debo salir de aquí inmediatamente.» Pero teme que su actitud signifique una huida. Ella no tiene por qué huir de nada ni de nadie.
Tampoco siente miedo. El miedo suele regirse por ciertos destellos de esperanza y Marina ha traspasado ya la edad de las esperanzas humanas. ¿Curiosidad? «Nunca fui curiosa...» La curiosidad se anquilosa a fuerza de andar reteniéndola.
«¿Por qué me he sentado entonces?» A veces las cosas se hacen sin motivo alguno; a impulsos del ambiente.
La lluvia, tras los cristales, sigue cayendo implacable. Acaso la lluvia esté influyendo. Acaso ha sido ella la causante de su pequeña debilidad. Rápidamente se hace una composición de lugar. Analiza los hechos fríamente. En algún punto no muy lejano, Germán de Alcántara probablemente departe con alguien, acaso solicite algún pasaje. Sabe (porque lo han dicho los altavoces) que acaba de llegar de Roma y también que en la oficina de vuelos nacionales reclaman su presencia. «Tal vez intente regresar urgentemente a Madrid...» Sin duda la muerte de Bruna lo ha obligado a suspender su viaje por el extranjero.
Marina recuerda que la oficina en cuestión se alza junto a la puerta de la sala de espera, precisamente donde ella se encuentra. Y se dice que es conveniente aguardar. No precipitarse.
Intuye que si abandona la sala el encuentro con ese hombre es inevitable, pero también sabe que, de un momento a otro, Germán puede entrar en ella para embarcarse rumbo a Madrid.
Se tranquiliza: «No me reconocerá.» Los años transcurridos son buenos camuflajes para pasar inadvertida. El cambio es inevitable. Todo se transforma. Tampoco las pistas de aterrizaje se parecen a las que ella dejó cuando se fue a Madrid hace ya tres días. Existe un mundo de diferencia entre un aeropuerto soleado y un aeropuerto inundado de lluvia. Nada importa que sea primavera. El tiempo puede modificar incluso la lógica de las estaciones. Sin embargo, nadie puede discutirle a la primavera su presencia actual. Es algo inevitable que se impone a pesar del viento y de la lluvia. Se percibe en cualquier detalle: en la indumentaria de la gente, en el alegre columbrar de los viajeros, en la activa fluidez de la sangre... Sobre todo en eso: en la rápida circulación de la sangre. Marina percibe esa rapidez en las sienes, en las venas del cuello y en el pecho. Y se dice que es absurdo que la primavera juegue con esos latidos cuando el cuerpo que los padece pertenece al invierno.
Se levanta. Es preciso decidirse. No debe dejarse influir por una presencia que, durante años y años, viene formando parte de las cosas que se olvidan.
Recuerda con alivio que Germán flaquea en la vista, y se tranquiliza pensando: «Pasaré junto al mostrador sin ser reconocida. Debo evitar volver la cara hacia él.» Se decide. Camina hacia la puerta con la rígida firmeza de los inseguros. Cruza el umbral, tal como se ha propuesto: indiferente. No repara en el mostrador de vuelos nacionales, no lo mira. Adivina un grupo de gente apiñada junto a él, pero no se fija en las personas que lo forman.
Tiene la mirada pendiente de las puertas electrónicas de enfrente. El vestíbulo es largo y, aunque su paso es rápido, la salida se le antoja lejana.
Altiva y desligada de todos, piensa que también los demás se desligan de ella. Eso le infunde ánimo y la ayuda a avanzar.
Al llegar al exterior, tiene la impresión de haber salvado un obstáculo: respira sosegada. El viento agita el pañuelo que le cubre la cabeza y se mete a grumos en sus pulmones. Es un viento cálido, lleno de humedad.
—¿Taxi, señora?
Marina asiente. El taxista señala un coche cercano. Marina avanza. De pronto se detiene. Una mano firme roza su brazo.
—No puedo creerlo... Pero ¡si eres tú! Dios Santo, ¿quién tenía que decirlo?
Y, al volverse, comprende que de nadie le ha servido evitar el encuentro. Germán está frente a ella, rotundo, escueto, indiscutiblemente real. Apenas ha cambiado. Tal vez algo más grueso... El pelo casi blanco... Pero la voz es idéntica.
Marina pronuncia su nombre como si tuviera tierra en la boca. Hay algo oxidado en ese nombre. Algo que le impide silabearlo con la fluidez de antaño.
—Germán de Alcántara —dice—. Hace poco he oído que te reclamaban por los altavoces...
Sonríen los dos: los rostros cuajados de arrugas y los ojos abrillantados por unas chispas nuevas que en vano se empeñan en parecerse a las antiguas. Germán se apresura a aclararle:
—Vengo de Roma. Un viaje precipitado. Te habrás enterado ya de lo ocurrido...
—Me lo dijeron en Madrid —explica ella—. He llegado al mismo tiempo que tú... —en seguida añade con expresión severa—: Lo siento. Ha sido un final triste.
Germán asiente. Dice luego:
—No ha sido fácil encontrar pasaje para Madrid. Ya sabes: las fiestas de San Isidro... Había una lista interminable de gente apuntada. Las reservas de Roma colean desde hace un mes... Por eso he tenido que hacer escala en Barcelona. Desde aquí es menos difícil encontrar pasaje... Siempre hay alguna baja...
Lleva las gafas puestas y, según centellean, los ojos se pierden tras los cristales.
—Entonces... ¿te vas?
—Todavía no. Mi avión sale a las siete de la tarde.
Quedan en silencio unos segundos. Se miran. Se inspeccionan como si fueran dos piezas de museo.
—¿Y tú? ¿Qué diantre haces en el aeropuerto? Si has llegado al mismo tiempo que yo, tu avión debe de estar ya de regreso en Madrid.
Marina ladea la cabeza, frunce los labios, pone cara de fastidio.
—Una pesadilla —dice—. No me hables del asunto: mi maleta se había perdido. Al fin la han encontrado.
Discurren como dos simples conocidos que se alegran de encontrarse después de una ausencia larga. Sin apasionamiento. Tranquilamente inmersos en la vulgaridad cotidiana.
Germán se lleva la mano al mentón:
—Curioso —dice—, curioso... ¿Cuántos años han transcurrido desde entonces?
Marina vuelve a sonreír:
—¡Qué sé yo! —dice—. He perdido la cuenta.
Germán alza la vista como si quisiera leer en lo alto la cifra que ya no recuerda:
—Quizá más de veinte años... —la mira de nuevo escrutador, casi impertinente—. No has cambiado —declara—. Ya no eres joven, pero no has cambiado.
—Gracias.
Y enmudecen. Ambos producen la impresión de que no tienen nada que decirse. Marina le tiende la mano, decidida:
—Me ha complacido encontrarte, Germán.
Pero la mano queda en el aire y el ademán carece de sentido.
—Yo también voy a la ciudad. Podemos ahorrarnos un taxi. ¿Te importa que te acompañe?
Marina vacila, se fija en el taxista, que aguarda junto al coche mientras mantiene la portezuela abierta. Se vuelve hacia Germán:
—No tengo inconveniente.
—¿Te esperan?
Niega con la cabeza.
—Entonces...
Germán la conduce hasta el coche: sube tras ella, se acomodan en el asiento e indican al taxista que no llevan equipaje.
—Lo he dejado en consigna —aclara él.
El motor se pone en marcha. Marina piensa: «igual que antes.» Todo recobra súbitamente el ritmo perdido, todo adquiere un matiz conocido y familiar. Indudablemente existen situaciones que nunca llegan a morir.
—¿Dónde vives ahora?
Marina da las señas de su casa. Es un barrio nuevo que se extiende allá donde en los años cuarenta sólo había descampados y malezas.
Las ruedas chapotean pastosas. Es un sonido huero que, sin embargo, adquiere importancia. Se diría que sin él nada hubiera tenido verdadera consistencia. La lluvia se intensifica y los cristales empañados velan el paisaje.
—Buen día has elegido para venir a Barcelona —dice Marina. Y al instante comprende que ha lanzado una torpeza. Es lo mismo que si hubiera dicho: «Vaya día que ha elegido Bruna para morirse.»
Germán asiente. Pero continúa en silencio. Marina sabe que entre ambos existe un bagaje grande de preguntas engendrando ese silencio. Preguntas abstractas, difíciles de contestar y también sabe que, para plantearlas, necesitarían horas, muchas horas.
De golpe comprende que, aun sin confesárselo a sí misma, durante años y años, ha estado esperando ese momento. Ha sido una espera velada, pero real. Lo adivina ahora; cuando el silencio está a punto de romperse. Y reconoce que, a pesar de no considerarse curiosa, le está entrando una sed grande de «saber». Probablemente la curiosidad debe de ser algo inmanente al ser humano: una fuerza poderosa que, por mucho que se pretenda sofocar, permanece vital en lo más hondo de cada persona.
Cierto que las imágenes han perdido brillo y color, pero las siluetas se mantienen incólumes y nadie es lo bastante sensato para desechar la posibilidad de darles nuevamente relieve.
Sin embargo, no va a resultar sencillo. Es difícil recoger el hilo de una historia tan lejana. Es difícil recordar con exactitud el momento en que fue interrumpida. Y sobre todo es difícil decir «lo justo», lo que puede exponerse sin modificar la situación ni violentar conductas.
—Es indudable que los años devoran la vida
—dice él.
Y Marina piensa que el tópico es exacto. Efectivamente, desde la última vez que se vieron, todo ha venido sucediéndose con la vertiginosa rapidez de lo que cae en el vacío.
Germán continúa:
—Tenemos mucho que hablar, ¿no lo crees así?
Marina vuelve a ladear la cabeza. Finge indiferencia:
—¿Para qué? Está todo tan muerto...
—Pero la curiosidad vive.
—Entonces me estás pidiendo que construya frases vivas con materias muertas...
—Es un privilegio humano —dice él.
—En eso llevas razón. Casi todo el mundo utiliza ese privilegio.
Y vuelven al mutismo. Se meten en él como en una trinchera. Perdidos en sí mismos. En lo que son ahora: ajenos el uno al otro.
—¿Sabes, Germán? Más de una vez pensé que nunca volvería a verte.
—Yo, en cambio, tenía la certidumbre de que, tarde o temprano, nuestro encuentro iba a ser inevitable. —Se lleva la mano a las gafas en un ademán peculiar, las centra—. Es mucha coincidencia vivir en el mismo país y no verse nunca.
—Si he de serte franca, jamás provoqué nuestro encuentro.
—Yo tampoco. Pero mentiría si te dijera que cuando venía a Barcelona no esperaba verte. Nunca lo conseguí. ¿Dónde diablos te metías?
Marina deja escapar una risa falsa, una risa soplido que oculta mal su desgana de reír:
—Probablemente en un lugar parecido al que elegías tú cuando yo iba a Madrid.
—Me enteraba siempre de tu llegada cuando ya te habías marchado.
—Suelo ir con frecuencia —aclara ella—. No es extraño que algún conocido mutuo me viera.
Vuelve a inspeccionarla él con minuciosidad impertinente. A Marina le duele tanta inspección, le duele, sobre todo, saber que los surcos de su piel quedan acentuados por las malditas gafas. «Si al menos se las quitara...»
—Si no llega a ser por la maleta perdida, tampoco esta vez nos hubiéramos visto —dice ella. Y se acuerda de Bruna: «Ha hecho falta que muriese para encontrarnos de nuevo.»
—Sería insensato desperdiciar la ocasión. Dime: ¿Me has recordado alguna vez durante todos estos años?
—Sólo cuando alguien te mencionaba. Supongo que a ti te ocurriría lo mismo conmigo.
Germán no contesta. Desvía la mirada hacia el paisaje. Lo escudriña como ha escudriñado a Marina hace unos instantes. El coche se mete por una vía nueva. Marina le aclara:
—Es el Cinturón de Ronda. Acaba de inaugurarse.
Dice él:
—En aquella época las autopistas no existían, ¿recuerdas?
—Y el edificio del aeropuerto era un recinto raquítico, provisional.
—¿Crees tú que en la vida hay algo que no sea provisional?
—Quizá tengas razón. En el fondo, todo espera un cambio. Todo existe a modo de trampolín...
Distraídamente contempla su rostro reflejado en el espejo retrovisor. También ese rostro ha sido un trampolín. También él ha dado paso a otras caras y a otras vidas. Sin embargo, continúa existiendo, transformado, pero latente. Difícilmente resignado a saberse marginado, pero sometido.
—¿Te das cuenta, Germán? Nos hemos convertido en dos personas maduras y respetables. Extraño, ¿verdad?
—Yo no me siento viejo —dice él. —La juventud no consiste sólo en «no sentirse viejo». Hay algo más. Por ejemplo: estar a gusto en los modos y sistemas de los que son jóvenes de verdad.
—¿Te sientes a gusto, Germán?
—No.
—¿Echas de menos el mundo anterior?
—No lo sé. Ni quiero saberlo. De vez en cuando me irrita comprobar el cambio que ha dado todo.
—Entonces ándate con cuidado; la vejez empieza por ahí —bromea ella—. Además, no eres justo. No tienes derecho a pedirle al mundo que se detenga: las cosas deben acabarse, transformarse, perderse...
Lo dice sin convicción, con reticencia, como si le echase en cara la parte que le corresponde a él en el cambio.
—¿Perderse también?
—¿Por qué no?
—Hay cosas que, aunque se acaben, no pueden perderse. Sería lo mismo que pedirle a la tierra que modificase el sentido de su rotación. El cataclismo sería inevitable.
—De todos modos —dice ella—, tú no eres totalmente ajeno al nuevo sistema de vida.
Germán no se inmuta. Sin duda comprende que la frase que acaba de oír entraña un reproche directo, pero no indaga. Tampoco se achica. Deja que Marina continúe hablando.
—Me dijeron que ibas a conseguir la anulación de tu matrimonio.
Al fin lo ha soltado. Venía quemándole los labios y necesitaba volcarlo.
—Estuve a punto: pero todo se vino abajo cuando Bruna intervino. No quiso colaborar.
—¿Tenía ella razón?
Asiente él fríamente, sin el menor reparo.
—¿Qué pretendías? ¿Engañar a Dios?
Germán se encoge de hombros. Es un ademán que lo aparta del Germán que ella ha conocido, un ademán cínico, casi repulsivo.
—Supongo que pretendía engañar a los hombres y casarme legalmente con Vilana.
—¿Y tu conciencia? ¿Dónde dejabas tu conciencia?
—Debí de embotarla hace ya mucho tiempo.
Marina no responde. Recuerda. Definitivamente, el Germán de ahora no se parece al de entonces. Durante años y años todo había girado en torno a aquella conciencia extinguida.
—A pesar de todo —dice ella—, hay cosas que se acaban definitivamente: cosas que obligan a la tierra a modificar el sentido de su rotación.
Germán sonríe. Es una sonrisa híbrida que no pretende negar ni asentir. Está en sus labios como un adorno innecesario.
—¿Y Vilana? ¿Qué pensaba Vilana? Le parece extraño citar ese nombre con tanta familiaridad. Marina jamás ha visto a Vilana y probablemente jamás llegará a conocerla.
Cuando alguna vez ha intentado imaginarla, el rostro de Vilana se difumina, se vuelve gris: es como un cuadro inacabado o una sombra de luna.
—Vilana me quiere —declara él sin énfasis. Sin duda considera que, al decir eso, puede descargar a Vilana de toda responsabilidad.
Marina se rebulle en el asiento, ajusta el nudo de su pañuelo y dice: —Entiendo.
No le pregunta si también él la quiere a ella. Cuando un hombre es capaz de taladrar su conciencia por una mujer, como Germán ha taladrado la suya, resulta superfluo preguntarle si la quiere. Germán pregunta a su vez:
—¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti, Marina? Enviudaste siendo joven. ¿Por qué no volviste a casarte?
Marina comprende que debe contestar. No puede dejarlo con la idea que seguramente bailotea por su cerebro:
—Una mujer con problemas económicos y tres hijos a cuestas nunca es joven, Germán.
Arquea él las cejas, se muestra incrédulo.
—¿Debo entender que nadie te quiso? Ni que me lo jurases lo creería.
Marina vuelve a sonreír.
—Eres muy dueño de suponer lo que te plazca.
Germán se contagia de la frialdad de Marina. Busca una frase mordaz, algo que la obligue a reaccionar.
Dice al fin:
—Me comunicaron que te habías convertido en una mujer de negocios. La verdad: me costó mucho hacerme a la idea. ¡Marina Cebrián negociante! Suena a película americana.
El tono despectivo de su frase no inmuta a Marina. La acepta tranquilamente, como si la ironía que la envuelve fuera comprensión.
—No me quedó otro remedio.
—Lo interpreté como un capricho de mujer mimada.
—Te informaron mal. Rogelio murió sin testar. Tú, como abogado, debes saber que en Cataluña no existen los bienes gananciales.
—Pero de eso a quedarte en la calle... Al fin y al cabo, tu marido era un hombre rico.
—¿Qué más da eso? Yo era pobre.
—Tenías derecho a la cuarta marital.
—Pleiteando, naturalmente. Yo no pude permitirme ese lujo.
Marina frunce el entrecejo. Demuestra claramente que la conversación que mantienen le resulta molesta. A pesar de todo, Germán insiste:
—Los fueros catalanes han cambiado —dice—, ya no son tan drásticos como antes.
—Pero Rogelio murió cuando los fueros eran adversos.
Marina vuelve a rebullirse en el asiento. La evocación de su marido muerto la inquieta, le devuelve, por unos instantes, el sabor amargo de aquellos días. Ve el rostro de Rosario, agresivo, lanzando sus increpaciones como si lanzara piedras: ve el papel arrugado temblando en sus manos, ve el sillón rojo de terciopelo con el cerco del cabezal aplastado, ve infinidad de cosas que hubiera deseado olvidar.
Germán ha vuelto a su seriedad. Sin duda comprende que Marina está sufriendo. Sin embargo, no abandona el tema:
—De modo que no fue capricho.
Niega ella sin palabras y las preguntas que flotan en el ambiente se amplían, invaden el vehículo, enrarecen el aire.
La incomoda sentirse tan inspeccionada, tan analizada, y tan suspendida en el ayer: «No debí subir al coche con él», piensa. El chorro de recuerdos que ha brotado de pronto, al socaire de su ironía, la apabulla, la sumerge en un pasado excesivamente cruel. Intuye que, si Germán se empeña, la lucha a la que se ha entregado durante años y años para conseguir un presente tranquilo, puede resultar inservible.
El peligro de la inconsistencia puede brotar de un momento a otro. Y se resiste. Piensa: «No debo claudicar: al fin y al cabo, los tejidos de la madurez son sólidos.»
Y se agarra a cualquier excusa para zanjar lo que poco a poco va alcanzando calidad de irremediable. Mira en torno y dice:
—Estamos llegando a mi casa. Piensa, no sin alivio: «Ahora nos separaremos» y eso le concede aliento. Ve cómo Germán se quita de nuevo las gafas para frotarlas con un pañuelo. Ella las señala con reticencia:
—Antes las usabas únicamente para leer.
—El tiempo no pasa en balde —responde él. Y la mira sin gafas, los ojos entornados como si en ese gesto quisiera recobrarla tal como era entonces.
Marina desea que no vuelva a colocárselas. Se dice otra vez que las gafas son traidoras y humillantes. Pero se arrepiente en seguida de haber deseado semejante cosa. Es todavía más ridículo que perder un maletín. El coche se detiene junto al portal de su casa. El taxista parece nervioso:
—Apremien. Aquí no podemos estacionarnos. Marina imagina aún que Germán va a dejarla. Pero Germán otea el taxímetro y extrae su cartera: —¿Cuánto?
Baja tras ella sin hacer preguntas. Decididamente no da muestras de querer marcharse. Marina vacila. Está a punto de tenderle la mano, pero el portero les sale al encuentro y disuelve su propósito:
—Bien venida, señora, ¿ha tenido usted buen viaje?
Es la frase de siempre dicha con el tonillo habitual. Marina responde distraída, pendiente aún de una despedida que sólo existe en su mente.
—¿Puedo subir a tu casa?
Germán lo ha preguntado directamente, sin dejar lugar a dudas. Es una preguntaimposición que no admite réplica.
Llegan al ascensor. Suben al piso sin emitir palabras. El porte de ambos rígido, el rostro impasible.
También en el pavimento del ascensor hay vestigios de humedad. Marina piensa: «Ni siquiera me ha preguntado si vivo sola.» Probablemente lo sabe ya.
Pero al llegar al rellano, Germán pregunta:
—¿Vives sola?
Asiente ella mientras introduce el llavín en la cerradura. Al abrir la puerta un fuerte tufo a cerrado les sale al encuentro. Marina se excusa:
—Tendrás que perdonar la informalidad del recibimiento. La casa lleva tres días sin airear. Cuando salgo de viaje, la asistenta deja de venir.
Abre el ventanal de la estancia y echa un vistazo al conjunto. Todo continúa en orden: los ceniceros, limpios; los almohadones, ahuecados; los flecos de las alfombras, peinados.
—Agradable —dice él—. Tienes un departamento muy agradable.
Sobre la chimenea, un reloj Luis XVI hace sonar una hora imprecisa, totalmente en desacuerdo con la que corresponde al momento. Germán contempla el reloj con estupor.
—No hagas caso —dice Marina—. Es un reloj medio loco. Pero lo dejo funcionar porque el sonido me acompaña.
Se arrepiente en seguida de haber dicho eso. Ha sido lo mismo que confesarle su soledad.
Para desvirtuar el mal sabor que ha dejado su frase, intenta bromear:
—Cuando se llega a nuestra edad, esos detalles adquieren gran importancia: un reloj que suena, un grifo que gotea, una planta que exige ser regada... ¡Qué sé yo! Pequeñas cosas que llenan, que nos obligan a vivir... Ahí tienes: son cosas que la juventud no capta, no aprecia, no agradece...
Y comprende que, en vez de modificar el sentido de su frase anterior, lo ha acentuado más.
—Entonces yo todavía soy joven —dice Germán—. Aún no he caído en semejantes extremos.
Marina levanta el índice. Es un ademán peculiar en ella. Un ademán que no ha conseguido perder a lo largo del tiempo. Lo alza a la altura de los ojos y lo apunta luego hacia Germán:
—Sin embargo, a mí no puedes engañarme —comenta en son de burla—. Tú eres mayor que yo. No vayas a creer que me he olvidado de tu edad, querido amigo. Si mal no recuerdo, vas a cumplir sesenta años.
—No —rectifica él—. Los cumplí hace un mes. Tú debes de tener ya cincuenta y cinco.