Capítulo 7
Los brazos de Vito abrazaron a Catherine durante toda la noche. Cada vez que emergía del pozo oscuro del sueño, volviendo a la realidad, ella lo sentía ahí, y eso le daba el bienestar necesario para hundirse nuevamente en el olvido.
A la mañana siguiente él la despertó muy temprano, recordándole dulcemente que ella necesitaba tomar la segunda dosis del remedio.
Sin una palabra, ella salió de la cama. Cuando se vio parada en medio del baño, sintiéndose como una pieza sin función, comprendió que había algo diferente en ella.
Mirando su mano izquierda, notó los brillantes anillos en sus dedos.
El primero, un diamante solitario lapidado exóticamente en forma cuadrada, que le había regalado Vito, en el embarazo de Sandro, una semana después que le había anunciado que él iba a ser padre... El segundo era la alianza de oro de boda, igual a la que Vito usaba. El tercero, otro diamante, la piedra de la eternidad, vino cuando ella le había anunciado el segundo embarazo.
¿Cuándo los había colocado Vito de vuelta en sus dedos? ¡Ella podría jurar que él no había salido de su lado en toda la noche! Pero ciertamente él había descendido a la oficina para sacar las joyas del joyero donde las había guardado, y había vuelto a colocarlas en sus dedos, cuidadosamente para no despertarla.
¿Pero por qué había hecho eso?
Un sentimiento de culpa la hizo estremecerse. No estaba siendo enteramente honesta con él. ¿Pero como podría? Fue primero la amante, después la esposa y la madre de su hijo; en aquél momento, era el medio necesario para hacer feliz a Sandro. No podía construir confianza y honestidad basadas en un fundamento tan poco sólido.
Con o sin anillos, nada había cambiado. Se sentía tan sola como la noche en que había perdido a su segundo bebé.
Mirando los anillos, ella deseó fervientemente que Vito no los hubiera colocado de nuevo en sus dedos, tal vez en una tentativa de consolarla.
Él no sabía la verdad.
Volvió hacia el cuarto, afligida.
—Gracias —murmuró, mostrando la mano izquierda.
—Sentí su falta la noche pasada —habló él, sonriendo—. No conseguí dormir hasta que los vi de vuelta en su lugar.
Catherine no supo que decir.
—Entonces, ¿qué te gustaría hacer esta mañana? —Vito rompió el silencio—. Suelo llevar a Sandro a cabalgar, apenas él llega a Nápoles. Para mantenerlo en forma.
—¡Perfecto! —coincidió—. Me gustaría ir también. ¿Puedo?
Los ojos de Vito se oscurecieron, como si él sintiera rabia.
—La idea era esa, Catherine —habló él—. Qué hagamos todo juntos como una verdadera familia.
—Pensé en haber estado de acuerdo con eso —respondió ella, a la defensiva.
—Fue tu modo de hablar —explicó Vito—, como si tuvieras miedo de interponerte.
—Vamos a dejar algo bien en claro, Vito. ¡Sólo estoy aquí por qué Sandro te puso entre la espada y la pared!
—Bien, tú estás aquí —replicó, con tono agrio—. Y ésta es tu casa. Somos una familia, y mientras más pronto aceptes eso, no te sentirás más una intrusa.
Con esas palabras, él entró en el baño, cerrando la puerta atrás de sí.
Con el fin de su primera semana en Nápoles acercándose, Catherine tuvo que admitir que algunas cosas habían cambiado en Vito. Después de aquella primera riña, él nunca más le levantó la voz, mostrándose cauteloso incluso con el modo en que la miraba.
Había dejado el trabajo de lado para estar con Sandro en aquellos primeros días. Había cumplido su promesa, actuando cómo si fueran realmente una familia feliz.
Habían pasado los días cabalgando, nadando y paseando por Nápoles. Y habían pasado las noches en los brazos del otro, sin ni siquiera pensar en sexo.
Muy lentamente, Catherine había comenzado a relajarse y había llegado a entretenerse. Sin el sexo para complicar la situación, ellos habían alcanzado una armonía casi tan seductora como el sexo solía ser.
Pero no podría durar, pensaba, mientras leía al borde de la piscina. Estaba sola por primera vez, desde que había vuelto. Luisa había llevado a Sandro y a algunos amigos del niño a la playa, y Vito había comunicado que pasaría el día en la oficina de la residencia, poniendo el trabajo al día.
El libro en su mano no le llamaba la atención. Ella sentía que una energía nerviosa la recorría. Mirando el cielo por décima vez, esperaba ver nubes de tormentas que pudiesen explicar aquel nerviosismo. Pero ni un trazo de gris surcaba el azul perfecto. Ella finalmente renunció a relajarse y entró a tomar una ducha. Después se vistió, con la vaga intención de ir a Nápoles, a matar el tiempo.
Ya se había bañado y se echaba crema en el cuerpo, cuando la puerta del baño se abrió. De pie y completamente desnuda, ella miró a Vito. Supo, entonces, que la tempestad que había presentido todo el día había llegado.
Era una tormenta llamada deseo. Puro y simple, caliente y hambriento, tenso y urgente.
—Y-Yo estaba por salir —murmuró ella.
—Más tarde —habló él, librándose de la camisa.
Catherine lo observó paralizada, mientras él se quitaba los calcetines y los zapatos.
—Vito, no —protestó, débilmente—. No podemos. Luisa y Sandro ya deben...
Él sacudió la cabeza, impaciente.
—Esperé la semana entera que dijeras que podíamos —él habló—. No puedo esperar más, Catherine.
Entonces, fue la hipótesis de que la píldora le había provocado la menstruación que lo que lo había hecho mantenerse alejado, comprendió Catherine, acertando violentamente.
—Entonces, ¿ya podemos? —insistió él.
Su preocupación habría sido cómica, si no fuera el nerviosismo que él demostraba.
—¡Por el amor de Dios, Catherine —suplicó—, dime algo!
—Podemos —susurró ella.
Los ojos color de miel se habían oscurecido de deseo. Vito se sacó el resto de las ropas.
Catherine se humedeció los labios con la punta de la lengua cuando él se aproximó, quitándole el frasco de crema de su temblorosa mano.
Sin quitar los ojos de los de ella, Vito inclinó la cabeza para capturar la punta de la lengua de Catherine con sus sedientos labios. Ella gimió, intentando protestar, cuando él la besó profunda e intensamente.
Cogiéndola por la cintura, él usó la mano libre para soltarle los cabellos sujetos en el alto de la cabeza.
Con los suaves cabellos claros cayendo sensualmente entre los dedos, él la atrajo tiernamente hacía sí.
El contacto fue electrizante. Carne contra carne, provocando música en cada nervio de sus cuerpos.
Él la besó de nuevo. Lentamente, intensamente, acariciándola hasta que ella gimió de placer.
No soportando más, Catherine tomó la cabeza de él entre las manos y se puso a besarlo ansiosamente.
Fue lo bastante para tomarla, cogerla en brazos y llevarla a la cama.
Las almohadas fueron a parar en el lugar de siempre, en el suelo, tiradas por él con furia, mientras ella alejaba rápidamente las cubiertas.
Ellos se habían unido en un frenético enredo de miembros sobre el frescor del lino. Fue muy profundo, muy espontáneo. Erótico. Ambos en la cúspide de la sensualidad, no tenían frenos ni tabúes, todos los medios de dar y recibir placer fueron usados. No hubo palabras, sólo el sonido de su respiración jadeante y del movimiento de sus cuerpos ardientes en dirección a aquel tipo de clímax que desnudaba el alma. Después, se quedaron acostados, intercambiando cariños y besos, comunicándose de la manera más eficiente del mundo. Las palabras eras peligrosas, y ninguno de ellos quería estropear aquella magia especial que habían creado para envolverlos en una burbuja intocable de felicidad.
Hicieron el amor varias veces más durante aquella tarde caliente y silenciosa, para enseguida dormirse en los brazos del otro hasta la puesta de sol.
Catherine despertó con una sábana cubriéndole estratégicamente parte del cuerpo. Vito ya no estaba la su lado, y ella tuvo un sobresalto cuando vio la hora en el reloj de cabecera.
¡Siete horas! ¡Luisa y Sandro debían haber llegado hace horas! ¿Qué disculpa habría usado Vito para explicar su pereza?
—¡Vito, miserable! —murmuró ella, para sí misma, mientras saltaba de la cama y buscaba algo para vestirse.
Sobre una silla, el vestido suave de algodón azul que ella había pretendido usar después del baño permanecía doblado. Se lo puso rápidamente, después de ponerse distraída la ropa íntima, se calzó un par de sandalias y, peinándose los cabellos con los dedos, abrió la puerta hacia el pasillo.
La primera cosa que oyó fue la voz trastornada de Sandro.
Lo que vio, la paralizó totalmente.
¡Luisa y Vito miraban desesperados a Sandro, que ferozmente enfrentaba a Marietta!
Tenía que ser Marietta para provocar toda aquella confusión, concluyó Catherine.
—Pero, querido —la mujer habló con voz dulce, inclinándose hacia Sandro—. ¡Tú me dijiste que te gustaría que tu papá se casara conmigo!
—¡No, no lo dije! —negó Sandro, exaltado—. ¡A mí no me gusta usted!
—¡Sandro! —Vito lo regañó—. Pide disculpas.
—¡No! —contestó Sandro, con la fuerza suficiente para hacer a Vito enojarse—. ¡Ella está mintiendo! ¡Y no la voy a dejar!
—Por favor —Luisa intentaba intervenir—, fue sólo un mal entendido, Vito. No te preocupes.
—¿Preocupado? —repitió Vito, incrédulo—. ¿Puedes explicarme por qué mi hijo está siendo grosero con una huésped de nuestra casa?
—Debe ser problema del idioma —sugirió Luisa—. Marietta dijo alguna cosa la última vez que vio a Sandro, y es obvio que él lo entendió mal. De la misma forma, él puede haber dicho algo que ella no entendió. ¡Qué tontería, enojarse por eso!
—¡No, no entendí mal! —insistió Sandro.
—¡Sandro! ¡Pídele disculpas a Marietta en este instante! —ordenó Vito, esta vez en el más puro inglés—. ¿Entendiste bien?
El chico estaba al borde de las lágrimas, pero Catherine observó que él no se volvería atrás.
—Oh, no lo obligues a hacer eso, Vito —pidió Marietta, dulcemente—. Él está un poco alterado porque corregí su italiano.
—¡Nada de eso! —Sandro volvió a gritar—. ¡Usted me dijo que era una molestia, que cuando papá se casara con usted él no iba a quererme más! ¡Te odio, papá! ¡Y no voy a pedir disculpas!
—Sandro... —llamó Catherine, tranquilamente.
Por primera vez, se sintió como una pariente pobre, usando aquel vestido de algodón barato y notó que Marietta, con su vestido negro brillante, zapatos negros brillantes y cabellos igualmente negros y brillantes, la observaba de arriba a abajo.
—¡Oh, Catherine! —exclamó Luisa, angustiada—. ¡Lo que debes de estar pensando!
—Estoy pensando que esta... discusión parece desequilibrada —ella respondió, sin dejar de mirar a su hijo.
Silenciosamente, extendió la mano, y el simple gesto hizo a Sandro correr hacia ella.
Vito, con la mirada, retenía su autoridad de padre. Luisa se torcía las manos, pues la paz de su hogar estaba amenazada. Y Marietta miró hacia Catherine con aire de compasión, cuando ella se arrodilló a hablar con el chico.
—¿Sandro, fuiste grosero con Marietta? —preguntó Catherine.
—Sí —respondió Sandro, bajando los ojos.
—¿Y no crees que eso requiere un pedido de disculpas?
Sandro negó con un gesto de cabeza, después miró a Catherine con lágrimas en los grandes ojos castaños.
—Yo nunca dije lo que ella dice que yo hablé, mamá —murmuró él, suplicante—. ¡Me gusta que papá esté casado contigo!
Catherine asintió, comprobando que Sandro había hablado tan sinceramente como podía. El conflicto había terminado, pues ella no obligaría a su hijo a disculparse con una mujer que, como ella bien sabía, era capaz de deformar una situación completamente.
—Entonces, ándate a tu cuarto —habló Catherine—. Iré a conversar contigo dentro de poco.
—¡Catherine! —protestó Vito.
Catherine continuó ignorándolo. Vito la miraba, enojado, Luisa, censurándola, y Marietta, sonriente, como quien había acabado de ganar una batalla.
«Con razón», Catherine pensó. «Llegó hace pocos minutos y ya consiguió sembrar la discordia entre todos nosotros.»
—¡Dios, Catherine, que temperamento tiene tu hijo! —Marietta rompió el silencio—. Desgraciadamente, parece que tengo el don de despertar su mal genio. ¡Voy a intentar quedarme lejos de él mientras permanezcan aquí!
Catherine miró a Vito, que parecía tan sorprendido como ella misma.
—Marietta llegó de Estados Unidos esta mañana y encontró su apartamento inundado —Luisa se apresuró en explicar—. Una cañería se rompió inundándolo todo, por lo tanto yo la invité a quedarse aquí mientras le hacen las reparaciones.
—Mis cosas fueron transportadas a la suite al lado de la de Vito —informó Marietta , dulcemente—. Ya saben donde encontrarme, si quieren hablar conmigo.
—No.
La negativa firme no partió de Catherine, como habría de esperarse, sino de Vito. Él indudablemente se estaba acordando de la conversación que habían tenido acerca del cuarto donde Marietta solía quedarse.
—Quienquiera que te haya colocado allí cometió un error —prosiguió él, tenso—. Si tienes que quedarte, Marietta, que sea en el ala de la casa reservada a mi madre. Catherine y yo deseamos privacidad.
—Naturalmente —Marietta convino inmediatamente—. Te pido disculpas si, al escoger mi cuarto, Luisa y yo no tuvimos en consideración la reciente... reconciliación de ustedes.
Luisa se mostraba nerviosa nuevamente, lo que hacía a Catherine pensar si ella habría tenido participación en la elección del cuarto de Marietta.
Vito parecía cada vez más furioso. Primero el hijo lo había irritado, después su esposa, interfiriendo. Para culminar, su madre, colocando a Marietta donde él no la quería.
En verdad, con la única persona con quien él no se mostraba indignado en aquel momento era con la propia Marietta.
Catherine los dejó para ir a hablar con Sandro. Lo encontró inclinado sobre una caja de juguetes, de donde quitaba bloques de madera que ponía en el suelo, visiblemente aburrido.
Determinada a hacerlo olvidar el desdichado episodio de aquella tarde, ella lo ayudó a tomar un baño y se acostó con él para leerle algunos cuentos. Cuando observó que los párpados del niño comenzaron a cerrarse, Catherine lo besó suavemente, deseándole una buena noche.
—No me gusta Marietta —murmuró Sandro, de pronto—. Ella siempre lo estropea todo.
Catherine apenas tuvo tiempo de asimilar aquellas palabras.
—¿A ti te gusta ella? —el chico preguntó de pronto.
—No —admitió—, pero a la nonna le gusta. Entonces, por la nonna, tenemos que ser educados con Marietta, ¿está bien?
—Está bien —contestó él, obstinado—. Pero dile a papá que siento mucho haberle gritado. ¿Todavía me querrá?
—Tú mismo puedes decirme eso —habló Vito, surgiendo de pronto en la puerta del cuarto.
Continuaba enojado, notó Catherine.
—Necesitamos conversar —dijo él, cuando ella pasó a su lado en la puerta.
—Puedes apostar que sí —contestó.
El antagonismo volvía a crecer entre ellos. Lo que sucedió en la cama poco antes fue completamente borrado por una despiadada mujer.
Se encontraron en el cuarto a la hora de vestirse para la cena. Catherine ya estaba allá cuando Vito entró, furioso.
—¡Muy bien! —él gruñó—. ¿Cómo puedes quitarme mi autoridad delante de Sandro?
—Y tú, ¿cómo puedes querer obligarlo a actuar con hipocresía en frente de todos? —contestó, en el mismo tono agresivo.
—El niño fue grosero —Vito se justificó.
—¡Él estaba enojado! —corrigió Catherine—. ¿Puedes imaginar como él se sintió, oyendo que sus palabras eran deformadas?
—Tal vez él haya deformado las cosas —objetó Vito—. Marietta estaba sólo intentando conversar con él y...
Catherine dejó de escuchar. Volviéndose repentinamente, se fue a la terraza, dejando a Vito solo.
Apoyándose en el balcón de piedra, respiró profundamente, tratando de calmar la frustración que ardía dentro de ella. Se preguntaba ¿por qué Vito se había tomado el trabajo de ir a Londres a buscarla, cuando estaba claro que para él Sandro estaba en segundo lugar, y Marietta en el primero?
Vito fue a reunirse con ella a la terraza, cerrando la puerta de vidrio detrás de sí.
—¿Nadie te enseñó que es una falta de educación dejar a una persona hablando sola? —preguntó.
—Eso hace de mí una persona grosera, como Sandro —habló, irónica—. ¡Dios! ¡Debe ser difícil vivir con nosotros!
Él rió, reaccionando con humor al sarcasmo de Catherine. Aquello alivió un poco la tensión entre ellos.
Por algunos momentos, permanecieron en silencio.
Ya había caído la noche, y un cuarto de luna lanzaba sus reflejos plateados en las aguas oscuras de la bahía. Nápoles, en el otro lado, brillaba como una nube de hadas en un manto de terciopelo.
Una linda vista, con poder mágico y sensual.
—¿Peleaste con Sandro otra vez? —preguntó Catherine, casualmente.
—No, claro que no —él lo negó—. Le pedí disculpas por haber perdido la paciencia. Sé que no me comporté mejor que Sandro, allá abajo.
—¿Entonces, hicieron las paces?
—Las hicimos —respondió, sin alegría—. Marietta tiene razón. Sandro parece tener un genio...
—¡No me interesa la opinión de ella! —Catherine lo interrumpió—. ¡De hecho, ella debía irse a un hotel!
—¡Pero, qué cosa! ¡No vas a empezar con eso también, por el amor de Dios! —Vito reclamó, furioso—. ¡Sabes que no puedo impedirle que se quede en esta casa!
—Bien, o ella sale, o salimos nosotros —declaró Catherine—. Y, ya que hablamos de eso, me mentiste sobre Marietta.
—¿Mentí? —preguntó, asustado—. ¿Y cuándo fue eso?
—Cuando me hiciste creer que te casarías con ella después de nuestro divorcio. Pero esa nunca fue una opción, ¿no es así?
—Ah —sonrió Vito—. ¿Y puedo saber como fue que llegaste a esa conclusión?
—La propia Marietta me lo contó, cuando fue obligada a deformar lo que Sandro había dicho para esconder sus propias mentiras.
—¿A corregir el mal entendido entre dos personas que hablan idiomas diferentes? —sugirió él, suavemente.
Ella se encogió de hombros.
—Es igual. Significa que nuestro hijo se enojo sin motivo, y que tú me trajiste de vuelta hacia acá bajo una falsa amenaza.
—Yo no mentí —él negó—. De verdad, te expliqué bien claramente porque te quería de vuelta.
—¿Quieres decir, para vengar tu orgullo herido? —preguntó, volviéndose hacia él.
—¿Lo que compartimos esta tarde te pareció venganza? —preguntó él, mirándola a los ojos.
Catherine silenciosamente admitió que no. Sin alternativa, cambió de asunto.
—Pero tú me prometiste que, si yo volvía, Marietta quedaría fuera de nuestra vida, ¿no es así?
—No —negó él, eso también—. Si pensaras bien, Catherine vas a acordarte que yo dije que no podía hacer tal promesa.
Ella suspiró enfurecida.
—¡Ten dignidad, Vito! —exclamó—. ¡Un hombre no puede mantener a la esposa y a la amante bajo el mismo techo!
—¡No voy decirte de nuevo que ella no es mi amante!
—Ex amante, entonces —concedió Catherine—. ¡Ella no debería estar aquí!
—Tú estás loca, obsesionada y engañada —concluyó.
—Entonces estoy loca —gritó—. Tú te casaste con una lunática con delirios paranoicos. Es bueno que sepas lidiar con esos «delirios», antes que yo misma intente librarme de ellos.
Vito rió.
—Estás todavía loca —murmuró, fingiendo pesar.
—Es genético —informó ella, irónica—. ¡Cómo los cabellos claros y los ojos verdes! —ella explicó—. Creo que puedo hacer brujerías también, y volar en una escoba. Eso significa que puedo identificar a otra bruja en cuanto la veo.
—Te refieres a... —sonrió Vito, interrumpiéndose.
—Marietta —respondió—. ¡Una bruja completa, con ojos, cabellos y corazón negro! ¡Y con una debilidad por los maridos ajenos!
—Ella ha sido amiga de la familia hace años —le recordó Vito—. Y no voy, de manera ninguna, a alejar a Marietta, simplemente porque a ti no te gusta.
—¿Y que tal hacerlo por qué a Sandro no le gusta? —ella sugirió.
—A él no le gusta porque a ti no te gusta —la culpó Vito.
—Ah, entonces la culpa es mía —contestó, burlándose—. Yo lo debería saberlo.
—Me rehúso a rendirme a prejuicios infundados —habló él con firmeza.
Él quería una prueba de la maldad de Marietta, Catherine pensó. Bien, ella poseía una, aunque circunstancial.
El punto era: ¿debía contarle? ¡La última vez en que ella había tocado el asunto, él había quedado tan devastado! Pero, acordándose del hijo que había perdido y de las profundidades en que Marietta la había lanzado tomó una decisión.
—El día en que comencé a perder el bebé, llamé a todos los lugares posibles, buscándote. Por fin, te encontré en el apartamento de Marietta.
—Sé eso —confirmó él—. Nunca negué que estaba allá.
Sólo que la disculpa de él fue que quería emborracharse para olvidar la angustia causada por su última riña.
La versión de Marietta fue bien diferente, Catherine se acordó.
—¿Por qué, entonces, si Marietta te despertó inmediatamente, te llevó seis horas para llegar al hospital? —preguntó—. ¿El tráfico estaba horrible, no? O te quedaste sin gasolina? Parece que esa es una de las disculpas masculinas más frecuentes. O, tal vez, Marietta haya esperado demasiado para darte el recado.
Hizo una breve pausa, entonces prosiguió, antes que Vito pudiera manifestarse.
—¿Qué te dice eso acerca de tu preciosa Marietta? No me digas, pues la verdad no me interesa saberlo, pero, de ahora en delante, cuando yo te diga que aquella mujer es puro veneno, es bueno que lo creas. Y mantenla lejos de mí y de mi hijo, o nos iremos ahora. Si eso te causa algún prejuicio, muy bien, que así sea. ¡Pero también es una promesa!
Catherine tenía la convicción de una cosa. Si Vito continuaba quedándose al lado de Marietta, su matrimonio estaría definitivamente acabado.
—Está bien —él finalmente habló—. Voy a ver lo que puedo hacer. Existen algunos proyectos en espera. Uno en Nueva York, otro en París. Marietta sería la persona ideal para supervisarlos, pero ella tendrá que finalizar otras negociaciones, antes de poder salir del país. Y el cumpleaños de mi madre se está aproximando. Sesenta y cinco años, y ella está planeando una gran fiesta. Espera que Marietta esté aquí. Intenta comprenderlo.
Catherine admitía que Vito tenía el derecho de no querer herir a su madre, de la misma forma que ella se hallaba en el derecho de evitar que Sandro fuera herido.
—Dos semanas, y prometo que ella saldrá de esta casa y de Nápoles —él afirmó.
Dos semanas, pensó Catherine. ¿Podría soportar a Marietta dos semanas enteras?
No tenía elección, estaba presa en aquella casa cualesquiera que fueran, las circunstancias, pues era allí donde Sandro deseaba estar.
—Está bien —concordó ella—.Tienes dos semanas. ¡Pero en ese ínter tanto, mantén a aquella mujer lejos de mí y de Sandro! —advirtió.
Diciendo eso, comenzó a caminar hacia la puerta de vidrio.
—No dormí con Marietta el día en que nuestro hijo murió —declaró él, con voz grave, caminando detrás de ella.
—«Dormir» parece ser la palabra clave —observó ella, con desprecio.
—¿Alguna vez pronuncié el nombre de Marietta mientras dormía a tu lado? —él quiso saber.
Catherine se detuvo. Sabía exactamente adónde él quería llegar.
—No —admitió.
—Diferente de ti con aquel Marcus. ¡Menos mal que fuiste ahorrada de tamaña inmoralidad!
—Nunca dormí con Marcus —confesó.
En la terraza vecina, Marietta dio un paso al frente, tomando mentalmente nota del nuevo nombre que surgía en aquel contexto. Se sintió reconfortada. Pocos momentos antes, se había visto casi derrotada.
—Extraño —murmuró Vito—, pero no te creo. ¿Dónde quedó nuestra confianza?
—Nunca hubo ninguna —observó Catherine, apenada—. Tú te casaste conmigo por necesidad. Acepté por hacer lo que debía. No se construye confianza sobre tales bases.
Él no parecía tener respuesta, de ahí que Catherine abrió la puerta y entró en el cuarto.
Vito no la siguió. Permaneció en la terraza por mucho tiempo.
Cuando finalmente entró, tenía la expresión cargada y tensa.
Toda la intimidad que habían conseguido alcanzar en aquella tarde, en la cama, fue irremediablemente sacudida.