Capítulo 4
Catherine sintió escalofríos en la nuca.
—Disculpa, Marcus —ella comenzó—, pero el viaje de Sandro fue... aplazado.
—Oh... —murmuró él, desilusionado.
—¿Puedo llamarte a otra hora, cuando estés libre? —pidió ella—. Es que no puedo conversar en este momento...
—Hay alguien ahí contigo —él concluyó.
El abogado experto había sabido interpretar correctamente la duda en la voz de ella.
—Eso mismo —confirmó, sonriendo.
—¿Hombre, mujer o niño? —indagó Marcus, bromeando.
Yo diría que es una fiera lista para atacar, Catherine pensó.
—Gracias por ser tan comprensivo. Te llamo en cuanto pueda —ella prometió.
Se despidió apresuradamente y colgó.
—Era Marcus —dijo a Vito, sonriendo para esconder su nerviosismo.
—¿Y? —él levantó una ceja, curioso—. ¿Supongo que ese... Marcus desempeña un papel por aquí, no?
—No es de tu incumbencia —respondió Catherine.
Fue el lenguaje corporal de Catherine él que se expresó, cruzando los brazos en una actitud de claro desafío.
La puerta del fondo golpeó de pronto, haciéndola saltar.
—De nuevo el lenguaje corporal —rezongó entre dientes.
—Él es tu amante —la acusó Vito.
—¿Por qué te extrañas? Finalmente, ¿será que nunca se te ocurrió que yo tuviera otra persona en mi vida además de Sandro?
Un pequeño temblor en la barbilla de Vito denunció que él había quedado conmovido, y Catherine se regocijó. Él aún era un arrogante y engreído, decidió.
—¿O será que tu ego colosal está herido? —prosiguió ella—. ¿Te gustaría creer que yo sería incapaz de andar con otro hombre después de conocerte? Disculpa, pero tengo que desilusionarte, pues, como sabes, soy bastante saludable. ¡Además, parece que soy muy discreta, pues observo que tú no sabías nada sobre Marcus, mientras que yo tuve que soportar a Marietta desde siempre!
—¡Deja a Marietta fuera de esto! —él gritó indignado.
—No, mientras ella vaya a ser una amenaza para mi hijo —replicó Catherine.
—En este momento, la mayor amenaza eres tú, Catherine —habló serio—. ¡Quiero a ese hombre fuera de tu vida, ahora!
—¡Cuándo Marietta salga de la tuya! —respondió ella—. ¡No antes!
—¿Nunca vas a entender que no puedo sacar a Marietta de mi vida? ¡Su marido, fue mi mejor amigo! ¡Ella tiene acciones de mi empresa! Trabaja a mi lado, casi de igual a igual! ¡Es la única ahijada de mi madre!
Furioso, él enumeró todas las explicaciones que Marietta poseía para tener tanto poder sobre él.
—¡Y duerme en tu cama! —añadió Catherine, imitando la entonación de él—. ¡Y envenena a nuestro hijo!
—Quién lo envenena eres tú.
—Y tú, Vito, eres un necio.
Él dio un paso en dirección de ella. Catherine levantó la barbilla y lo enfrentó con aire de desafío. La tensión no podría ser mayor. ¡Él parecía querer sacudirla, y Catherine estaba lo suficientemente enojada para desear que lo intentara!
—Vamos a volver a lo que interesa —ordenó Vito, en tono seco—. O sea, tu vida amorosa.
—Mi vida amorosa va muy bien, gracias —respondió Catherine, orgullosa.
Palabras erradas para el momento. Ella había terminado de provocarlo profundamente.
De pronto, se sintió cogida por manos que estaban ansiosas por castigarla.
—¡Hipócrita! —gritó—. ¡Tienes el valor de juzgar mi moral, cuando la tuya deja tanto que desear!
—¿Por qué mi vida particular te incomoda tanto? —replicó ella, exaltada.
—¡Porque tú me perteneces! —él gritó de vuelta.
—Lo que hace de ti un hipócrita, Vito. Tú me quieres y no me quieres. Te gusta enamorarte, pero no aguantas la idea de que yo me enamore.
Con un empujón, ella lo alejó. Temblaba, sin saber de cierto si de rabia u otro sentimiento que rehusaba a admitir.
—Hasta la pasada noche, nosotros no habíamos intercambiado una palabra durante tres años. ¡Entonces, surges de la nada y pasas a comportarse como si nunca hubieses estado ausente! —observó, respirando con dificultad—. Bien, tengo novedades para ti. Construí una vida sí, muy buena y feliz. Eso significa que no me gusta nada de tu intromisión.
—¿Piensas que me gusta la idea de tenerte incomodando en mi vida otra vez? —replicó él—. ¡Sucede que tú eres mi mujer! ¡Mía!
—¡Qué broma! —exclamó ella irónica—. Sólo te casaste conmigo porque lo necesitabas. ¡Y me quieres de vuelta porque lo necesitas! Míralo bien, tú me tendiste una trampa, diciéndole aquello a Sandro, pero eso no significa que yo me vaya a quedar dócilmente dentro de ella. ¡Todo lo que tú puedes hacer, yo también puedo! ¡Por lo tanto, si Marietta se queda, Marcus se queda!
—En tu cama —completó él, furioso.
Vito insistía para que Catherine confesara tener una relación con Marcus.
—Eso, en mi cama —confirmó ella, añadiendo valientemente—: En mis brazos, en mi cuerpo. Y mientras que mi hijo no sepa, ¿a quién le importa, Vito? ¿A ti? Si aún no sé, no conozco lo mínimo sobre lo que tú piensas. ¡De la misma forma que no te importó conmigo, cuando caíste en los brazos de Marietta el día en que perdí a nuestro bebé!
Eran las siete de la noche, y Vito no había vuelto.
Catherine miró por la ventana del cuarto, imaginando si finalmente había conseguido poner un punto final a la relación de ellos.
Se arrepentía de las amargas palabras que había expresado. Aunque verdaderas, deberían haber permanecido para siempre en el rincón más oscuro de su mente, pues nada adelantaba con traerlas a colación. Solamente empeoraban la situación. Vito había sentido tanto como ella la pérdida de su segundo hijo, y había sufrido con la culpa, pues sabía que Catherine tenía conocimiento de dónde y con quién estaba, cuando ella lo había necesitado tanto. Al final de aquella discusión por la mañana, ella observó el agotamiento tomar forma en el rostro sombrío, arrogante y orgulloso de Vito.
Él había perdido el color, su boca había temblado, la mirada se había desviado de su rostro. Pero Catherine ya había podido ver el infierno íntimo que aquellos ojos revelaban.
—Oh, Vito... —había murmurado entonces—. Yo...
Había querido decir «lo siento mucho», pero no había tenido tiempo, pues Vito ya había salido de su casa.
Si el suelo la hubiera tragado en aquél instante, ella habría quedado feliz por el castigo merecido.
Catherine había pensado que el odio que sentía por Vito después que él había ido a verla a la cama de hospital, saliendo de los brazos de Marietta, había desaparecido en aquellos tres años. Se sentía mal al descubrir que nada había cambiado dentro de ella, y principalmente por saber que en el piso de abajo Sandro miraba por la ventana, como ella, a la espera de su adorado papá.
Ella le había dicho al niño que su padre fue a la ciudad, a atender unos negocios, y que volvería tan pronto terminara.
Lo poderoso ruido de un coche deportivo llegó hasta ella. Lágrimas de alivio corrieron por sus mejillas.
Bajo, largo, negro e impresionante, el coche deportivo de Vito paró frente a la casa. El rostro sombrío de él se iluminó en una ancha sonrisa, cuando vio a Sandro en la ventana.
Él había estado en su apartamento de Londres, evidentemente y se había cambiado de ropa. Vestía pantalón de lino negro y camisa vino, que realzaban su cuerpo musculoso y ágil. El rostro recientemente afeitado no demostraba señales de cansancio. Sólo al italiano bien parecido, poderoso y rico, que era en aquel momento.
Estacionando el coche, Vito apenas tuvo tiempo de abrir los brazos para coger a Sandro, que corrió hacia él, parloteando.
Vito miró por encima y vio a Catherine. La fulminó con la mirada, pareciendo retarla a quitarles aquella felicidad.
Ella no lo intentaría, ni lo deseaba.
Alejándose de la ventana, Catherine se tiró en la cama, intentando adivinar cual sería el próximo paso. Nápoles, claro, una voz bromista dentro de ella le informó.
«Tendré que entrar en la trampa que Vito me jugó», pensó ella. «¡Haré exactamente eso, pues, al intentar destruirlo esta mañana destruí mis propias ganas de luchar contra él!»
Se levantó y fue hacia el piso de abajo, a enfrentar lo que fuera preciso.
Encontró a Sandro en el piso con Vito, en la sala. Vito le leía a su hijo, ora en inglés, ora en italiano, tramos de un libro nuevo.
—Disculpa —pidió ella, cuando Vito levantó los ojos hacia ella—. No tuve la intención de...
—Sandro y yo pasaremos el día fuera mañana, para que tú puedas resolver tu vida aquí —él la interrumpió—. Partiremos pasado mañana a Nápoles.
—¡Maldición! Infiernos! —Catherine gruñó por milésima vez, como si fuera un disco rayado.
Con una de las manos, intentaba cerrar una caja de cartón, mientras pedazos de cinta adhesiva se enredaban en la otra.
Había tenido un día horrible, y aquella maldita caja estaba difícil de cerrar. Seguidamente, había peleado con Sandro, antes de que saliera con Vito.
—¡Sandro, ven acá y arregla este desorden! —había ordenado.
—¿No puedes hacer eso, sólo esta vez? —el chico había preguntado, apurado—. ¡Papá me está esperando!
—¡No, no puedo! Papá puede esperar.
—Nunca tuve que hacer eso en Nápoles —él había reclamado.
En el estado de ánimo en que Catherine se encontraba, la simple mención de Nápoles fue como una capa roja agitada en la frente de un toro.
—¡Bien, en esta casa nosotros arreglamos nuestras cosas, antes de jugar o pasear! —había señalado—. ¡En lo sucesivo, mamá estará siempre en Nápoles, para tener la seguridad que tú no te comportarás mal!
—Entonces, tal vez sería mejor tú te quedaras aquí —el niño había comentado.
Entonces, desde la puerta, Vito le había ordenado:
—¡Sandro, pide disculpas a tu mamá y haz lo que te mandó!
El pedido de disculpas fue de inmediato.
Catherine suspiró, disgustada, continuando la lucha con la caja. Vito había conseguido de su hijo lo que ella no fue capaz. Descubrió, triste, que sentía envidia de la relación de Sandro con su padre. Aquello había sido evidente, cuando, en la víspera, Sandro había insistido para que Vito lo acostara, y no ella.
Vito apareció media hora después, para decirle que Sandro quería que pasase la noche allí.
Catherine había estallado.
—¡Tú tienes tu propia casa a pocos kilómetros de aquí! ¡Úsala! No te quiero aquí.
—Ni yo dije que me quiero quedar —había contestado—. Dije que nuestro hijo quiere que yo me quede.
—¡Pues yo quiero que te vayas! —ella había hablado rápidamente—. Tengo mucho que hacer.
—¿O será que vas a recibir a alguien? ¿Tu amante, por ejemplo?
—Tal conducta puede ser aceptado en Italia, pero no aquí —ella había comentado—. No traigo a mis amantes a casa.
Con aquellas palabras, Catherine había alcanzado a Marietta, sin tener que pronunciar su nombre.
Vito palideció.
—Entonces, ¿dónde se encuentran? ¿En un motel, con nombres falsos?
—Sería mejor que alojarlos en el cuarto al lado mío —replicó ella.
—Marietta nunca se quedó en un cuarto cerca del nuestro, Catherine.
Él al menos sabía de quién estaban hablando.
—¡Bien, puedes tener la seguridad de que ella no va a estar en ningún cuarto, después que yo me cambie para allá! —Catherine le había avisado—. ¡Y si yo la veo venir aunque sea con un cepillo de dientes, juro que la tiro por la primera ventana abierta!
Él se había reído, para su desespero.
—¡Hasta me gustaría verlo! ¡Definitivamente, Marietta es por lo menos cinco centímetros más alta que tú!
—¡Tú debes saber de eso muy bien! —ella había comentado, maliciosa.
Vito había partido inmediatamente, prometiendo volver a la mañana siguiente, antes que Sandro se despertara.
El día, para Catherine, fue pesado. Ella había tenido que solicitar la cancelación de su contrato, hecho que no había agradado a Robert Lang ni un poco. Después se había despedido de las personas con quienes trabajaba hacia más de dos años, lo que tampoco fue fácil. Entonces, para su sorpresa, algo de bueno había sucedido. ¡Un operario nuevo, enterándose de su partida, fue a buscarla para saber si ella le alquilaría la casa!
¿Por qué no? Sería mejor que dejarla desabitada, y a Catherine le gustó la idea de tener una pequeña familia tomando posesión de su casa.
A causa de eso, había tenido el trabajo extra de arreglar todas sus pertenencias, que no llevaría a Italia, embalándolas para mandarlas a un depósito, y aún tenía que buscar una firma de limpieza que se encargara de preparar la casa para sus nuevos ocupantes.
En aquel momento ella estaba cansada, aborrecida y tensa. ¡Sólo quería poder sentarse a solas y llorar, pues todo lo que siempre había creído tener, en términos de seguridad, se acababa de desmoronar!
¡Pero no podía llorar, pues Vito y Sandro estaban por llegar, y ella prefería morir a dejar que aquel hombre prepotente la encontrara llorando!
Nada de aquello, sin embargo, se comparaba a lo que ella había pasado en el almuerzo con Marcus Templeton.
Su relación con Marcus no era exactamente aquello que había hecho creer a Vito, pero podría llegar a serlo. Lentamente. A ella le gustaba Marcus. Él fue el primero al que ella había permitido que se aproximara, después del desastre con Vito.
Marcus era bueno, gentil y la trataba de igual a igual, intelectualmente, no como a una amante en potencia. Le gustaba lo que compartían: una relación mucho más tranquila y madura que la que había tenido con Vito. Nada de pasión para nublar la realidad.
Marcus era alto y moreno, pero no poseía aquel aire romántico y arrasador de Vito. Era un hombre atractivo, de un modo puramente británico.
Catherine había querido amarlo. Había intentado hacer de Marcus el que borraría la marca de Vito de su alma, para siempre. Pero cuando se preguntaba si en algún momento sentía pasión por Marcus, admitía que no.
¡Lo que más la trastornaba era que no había descubierto que Marcus se había enamorado de ella!
Se había sorprendido con la noticia de que estaba a punto de partir para Nápoles... con su marido. Él palideció y no había hablado ni había movido un solo músculo durante treinta largos segundos. Sólo la había mirado vagamente, como paralizado.
Catherine sintió las esperadas lágrimas rodando por sus sonrojadas mejillas. Marcus la amaba, y ella quería tanto ser amada de aquella manera, por lo que era, no a causa del ímpetu de una pasión.
Él se había recuperado rápidamente, ella recordó. Entonces, había dicho todas las cosas que las personas suelen decir en esos momentos, intentando hacerla sentirse mejor. ¡Pobre Marcus! Había querido ella poder consolarlo, pero ¿cómo consolar a alguien que había acabado de lastimar tan cruelmente?
—¿Mamá? —la voz de Sandro la trajo de vuelta a la realidad. Poniendo una de las manitas en el hombro de Catherine y observándola con ojos atentos, el niño preguntó—: ¿Qué sucedió?
—Nada —se apresuró a decir, pasándose la mano por el rostro húmedo—. ¿Cómo fue tu día?
—La puerta del frente estaba abierta —otra voz informó.
Vito. El corazón de ella dio un salto.
—Te olvidaste de cerrarla —Sandro entró en la conversación—. Y como no te encontramos en ningún lugar, pensamos que te había sucedido algo.
«No me encontraron», pensó ella. «¿Dónde estaba yo? Estaba aquí en el cuarto, sentada en el suelo, rodeada de cajas. Acababa de guardar mi vida en cajas de cartón.»
Sin aviso, las compuertas se abrieron. Fue terrible, el peor momento de aquel día infernal.
Las lágrimas rodaban sin que ella las pudiera detener, los sollozos sacudían su cuerpo, y Sandro comenzó a llorar también. Los dos intentaban consolarse mutuamente, abrazados, hasta que dos manos fuertes la levantaron del suelo. Ella simplemente se acurrucó en el pecho ancho y acogedor, mientras Sandro la abrazaba por la cintura, aún sollozando.
—Sandro, caro —murmuró Vito—. Por favor, para de llorar. Tu mamá está triste por que tiene que dejar esta casa, sólo eso. Las mujeres hacen eso, tú tienes que aprender a lidiar con estas situaciones.
Catherine pensó, afligida, que nunca antes había llorado en los brazos de Vito. ¿Cómo había adquirido tal experiencia?
—Te odio —murmuró ella.
—No me odias. Tu madre no quiso decir que me odia, Sandro. Odia tener que dejar esta casa, eso sí.
—Entonces, es mejor que nos quedemos aquí —sugirió Sandro, abrazando a Catherine con más fuerza.
—No —Vito habló firmemente—. A mamá le gusta Nápoles también, sólo que se le olvidó. Se amable, Sandro. Anda a buscar un vaso de agua para ella.
La importancia de la misión hizo que el chico olvidara las lágrimas y corriera hacia la escalera.
—Intenta controlarte antes de que él vuelva —dijo Vito a Catherine—. Estás asustando a nuestro hijo.
Él tenía razón, concedió Catherine, haciendo un esfuerzo enorme para parar las porfiadas lágrimas, mientras intentaba librarse de los brazos de Vito.
Cuando Sandro volvió cargando cuidadosamente el vaso con agua, las lágrimas habían cedido lugar a una débil sonrisa. Ella aceptó el vaso con un agradecimiento en tono ronco.
—No me gusta verte triste, mamá —declaró Sandro.
—Discúlpame, querido —pidió ella con un beso—.Te prometo que no voy a hacerlo más.
Se sentía culpable, pensando que algunas horas atrás, por la mañana, había gritado a Sandro.
Vito se apresuró en mandar al niño a su cuarto, diciéndole que Catherine necesitaba descansar.
Extrañamente, ella de hecho se adormeció deprisa, pensando en Marcus y en Sandro. Soñó con Vito volviendo a su cuarto y desnudándola silenciosamente antes de acostarse a su lado. Despertó y, por el silencio a su alrededor, observó que aún era noche cerrada. Se quedó acostada por un rato, sintiéndose relajada y cómoda, hasta que algo se movió a su lado en la cama.
Con el corazón latiéndole aceleradamente, se volvió.
¡Vito, estaba acostado de espaldas, con un brazo doblado por encima de la cabeza, y parecía estar allí hace horas!
Pero eso no era todo, pues por lo que ella podía ver del pecho bronceado, él estaba completamente desnudo.