29

Inmediatamente después de la detención, Michael Corleone y Peter Clemenza fueron trasladados a la cárcel de Palermo. Desde allí les condujeron al despacho del inspector Velardi, para ser interrogados.

Velardi estaba acompañado de seis oficiales de carabinieri cargados de armas. Saludó a Michael y Clemenza con fría cortesía y habló primero con Clemenza.

—Es usted ciudadano norteamericano —le dijo—. En su pasaporte dice que ha venido a visitar a su hermano. Don Domenic Clemenza de Trapani. Un hombre muy respetable según me han dicho. Un hombre de respeto. —Pronunció la tradicional expresión en tono de evidente sarcasmo—. Le sorprendemos con este tal Michael Corleone, armado con armas letales, en la ciudad en la que pocas horas antes Turi Giuliano halla la muerte. ¿Qué desea declarar al respecto?

—Había salido a cazar —contestó Clemenza—, buscábamos conejos y zorros. Y al detenernos en Castelvetrano para tomar un café, vimos todo el jaleo. Y nos acercamos para ver qué ocurría.

—¿Se cazan en Norteamérica los conejos con metralleta? —preguntó el inspector Velardi. Después se dirigió a Michael Corleone—: Usted y yo nos hemos visto en otra ocasión y sabemos a qué ha venido. Y su amigo el gordo también lo sabe. Pero las cosas han cambiado desde que saboreamos aquel delicioso almuerzo juntos, en compañía de Don Croce, hace siete días. Giuliano ha muerto. Usted es cómplice de un plan criminal encaminado a favorecer su huida. Ya no se me pide que trate a una escoria como usted como a un ser humano. Se están preparando unas confesiones que les aconsejo firmar.

En aquel momento entró en la estancia un oficial de carabinieri que le susurró algo al oído al inspector Velardi.

—Hágale pasar —dijo Velardi lacónicamente.

Era Don Croce, tan mal vestido como Michael le recordaba durante aquel famoso almuerzo. Su rostro de caoba mostraba la misma expresión impasible. Se acercó a Michael caminando como un pato y le abrazó. Después estrechó la mano de Peter Clemenza. Todavía de pie, se volvió hacia el inspector Velardi y le miró sin decir palabra. De su voluminosa humanidad emanaba como una especie de fuerza bruta, y su cara y sus ojos irradiaban poder.

—Estos dos hombres son amigos míos —dijo—. ¿Qué motivos puede usted tener para tratarles con esta descortesía?

Su voz no denotaba cólera ni emoción. Era una simple pregunta que exigía una respuesta concreta. La voz decía también que ningún hecho podía justificar la detención.

—Comparecerán ante el magistrado y él resolverá el asunto —contestó el inspector Velardi, encogiéndose de hombros.

Don Croce se acomodó en uno de los sillones que había junto al escritorio de Velardi y se enjugó la frente con un pañuelo.

—Por respeto a nuestra amistad —dijo en un tono de voz que no parecía encerrar ninguna amenaza—, llame al ministro Trezza y pregúntele su opinión acerca de este asunto. Me hará un gran favor.

El inspector Velardi sacudió la cabeza. Sus fríos ojos azules ardían de cólera.

—Nunca fuimos amigos —dijo—. Actuaba obedeciendo unas órdenes que ya no son vinculantes ahora que Giuliano ha muerto. Estos dos hombres comparecerán ante el magistrado. Y si estuviera en mi mano hacerlo, usted comparecería con ellos.

En aquel instante sonó el teléfono del escritorio de Velardi. Éste no contestó a la llamada, esperando la respuesta de Don Croce.

—Conteste al teléfono —le dijo Don Croce—. Será el ministro Trezza.

El inspector descolgó lentamente, sin dejar de mirar a Don Croce.

—Pronto —dijo, y permaneció escuchando durante unos cinco minutos—. Sí, señor ministro —dijo por fin, y colgó. Después se hundió en su sillón y añadió, dirigiéndose a Michael y Peter—: Son libres de irse.

Don Croce se levantó y acompañó a Michael y Peter a la puerta, añadiendo un ademán protector como si fueran unas gallinas atrapadas en un patio. Después se dirigió al inspector Velardi:

—Le he tratado a usted con toda clase de cortesías durante este último año, a pesar de ser un forastero en mi Sicilia. Y, sin embargo, delante de mis amigos y de sus oficiales se ha conducido conmigo sin ningún respeto. Pero no soy hombre rencoroso. Espero que en un próximo futuro podamos cenar juntos y renovar nuestra amistad en términos más precisos.

Cinco días más tarde, el inspector Federico Velardi fue muerto a balazos, en pleno día, en la principal avenida de Palermo.

Dos días después de eso, Michael regresaba a casa. Hubo una gran fiesta familiar en la que estuvieron presentes su hermano Fredo, venido en avión desde Las Vegas, Connie con su marido Cario y el niño, Clemenza y su mujer, y Tom Hagen con la suya. Todos abrazaron a Michael, brindaron por él y elogiaron su buen aspecto. Nadie habló de sus tres años de exilio, nadie pareció fijarse en que tenía una mejilla hundida y nadie mencionó la muerte de Sonny. Fue una fiesta de bienvenida a casa como si hubiera estado estudiando fuera o regresase de unas largas vacaciones. Le sentaron a la derecha de su padre.

Finalmente, estaba a salvo.

A la mañana siguiente, durmió hasta tarde, la primera vez que disfrutaba de un auténtico sueño reparador en tres años. Su madre le tenía preparado el desayuno y le dio un beso cuando se sentó a la mesa, en una insólita demostración de afecto. Era algo que sólo había hecho en otra ocasión, cuando él regresó de la guerra. Michael recordó que su madre también le besó entonces después de haberle servido el desayuno.

Al terminar la colación, se fue a la biblioteca, donde encontró a su padre aguardándole. Le sorprendió que Tom Hagen no estuviera presente, y entonces comprendió que el Don deseaba hablar a solas con él, sin testigos.

Don Corleone llenó ceremoniosamente dos copitas de anís y le ofreció una a Michael.

—Por nuestra sociedad —dijo.

—Gracias —respondió Michael, levantando su copa—. Tengo mucho que aprender.

—Sí, pero disponemos de mucho tiempo, y yo estoy aquí para enseñarte —contestó Don Corleone.

—Así será —dijo Michael—. Sin embargo, ¿no crees que primero tendríamos que aclarar el asunto de Giuliano?

El Don se dejó caer pesadamente en un sillón y se secó la boca, humedecida por el licor.

—Sí —dijo—, un caso muy triste. Yo esperaba que pudiera escapar. Sus padres eran buenos amigos míos.

—Yo nunca acabé de comprender lo que estaba ocurriendo —dijo Michael—, nunca entendí muy bien la cuestión. Tú me dijiste que confiara en Don Croce, pero Giuliano le odiaba. Pensaba que el hecho de que tuvieras el Testamento en tu poder impediría que mataran a Giuliano, pero le han matado de todos modos. Y ahora, cuando demos a conocer el Testamento a todos los periódicos, se tendrán que cortar ellos mismos el cuello.

Vio que su padre le miraba fríamente.

—Así es Sicilia —dijo el Don—. Siempre hay traición dentro de la traición.

—Don Croce y el Gobierno deben haber hecho un trato con Pisciotta —dijo Michael.

—Sin duda —repuso Don Corleone.

—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Michael, todavía perplejo—. Tenemos el Testamento en que se demuestra que el Gobierno estaba confabulado con Giuliano. Cuando los periódicos publiquen lo que les vamos a entregar, el Gobierno italiano caerá. Es absurdo.

—El Testamento permanecerá oculto —dijo el Don, esbozando una leve sonrisa—. No lo vamos a divulgar.

Michael tardó un minuto largo en comprender lo que su padre había dicho y lo que ello significaba. Y, por primera vez en su vida, se enfureció con él.

—¿Significa eso que hemos estado colaborando con Don Croce durante todo este tiempo? —preguntó, palideciendo intensamente—. ¿Significa que yo estaba traicionando a Giuliano en lugar de ayudarle? ¿Y que mentí a sus padres? ¿Que tú traicionaste a tus amigos y condujiste a su hijo a la muerte? ¿Y que me utilizaste como a un tonto y como a un Judas? Por Dios, papá, Giuliano era un hombre bueno, un auténtico héroe para los pobres de Sicilia. Tenemos que dar a conocer el Testamento.

Su padre le dejó hablar, y después se levantó y le apoyó las manos en los hombros.

—Escúchame bien —dijo—. Todo estaba preparado para la huida de Giuliano. No hice ningún trato con Don Croce para traicionarle. El avión estaba esperando, Clemenza y sus hombres tenían instrucciones de ayudarte en todo lo que hiciera falta. Don Croce deseaba que Giuliano escapara, era lo más fácil. Pero Giuliano juró una vendetta contra él y se estuvo entreteniendo, con la esperanza de poder llevarla a cabo. Hubiera podido irse contigo a los pocos días, pero se quedó para intentarlo por última vez. Y eso le perdió.

Michael se apartó de su padre y se sentó en uno de los sillones tapizados de cuero.

—Hay alguna razón que te impide dar a conocer el Testamento —dijo—. Hiciste un trato.

—Sí —contestó Don Corleone—. Debes recordar que, cuando te hirieron con la bomba, comprendí que yo y mis amigos ya no podríamos protegerte por entero en Sicilia. Estabas expuesto a nuevos intentos de asesinato. Yo tenía que procurar por todos los medios que regresaras sano y salvo a casa. Y entonces hice un trato con Don Croce. Él te protegió y yo le prometí a cambio que convencería a Giuliano de que no diera a conocer el Testamento cuando llegara a Norteamérica.

Michael recordó con espanto la noche en que le reveló a Pisciotta que el Testamento estaba en lugar seguro en Norteamérica. En aquel momento, él firmó la sentencia de muerte de Giuliano.

—Estamos moralmente obligados con sus padres —dijo Michael, lanzando un suspiro—. Y con Justina. ¿Se encuentra bien?

—Sí —contestó el Don—. Está muy bien atendida. Tardará algunos meses en superar lo ocurrido. —Hizo una pausa—. Pero es una chica muy inteligente y se desenvolverá muy bien aquí.

—Si no damos a conocer el Testamento, traicionaremos a su madre y a su padre —dijo Michael.

—No —replicó Don Corleone—, en los años que llevo aquí, en Norteamérica, he aprendido una cosa. Hay que ser razonable y negociar. ¿Qué se ganaría dando a conocer el Testamento? Es probable que cayera el Gobierno italiano, pero puede que no. El ministro Trezza sería destituido, pero ¿crees que le iban a castigar?

—Es el representante de un Gobierno que conspiró para asesinar a su propio pueblo —exclamó Michael indignado.

—¿Y qué? —dijo el Don, encogiéndose de hombros—. Déjame seguir: ¿Acaso crees que la divulgación del Testamento ayudará a los padres o a los amigos de Giuliano? El Gobierno les perseguiría, les metería en la cárcel, les acosaría de mil maneras. Y lo que es peor: Don Croce les incluiría en su lista negra. Déjales tranquilos en su vejez. Haré un trato con el Gobierno y con Don Croce para que les protejan. Y a ese fin, el hecho de que yo tenga el Testamento en mi poder será muy útil.

—Y también nos será útil a nosotros en caso de que lo necesitemos algún día en Sicilia —replicó Michael en tono sarcástico.

—Eso no puedo evitarlo —dijo su padre con una leve sonrisa.

—No sé —comentó Michael tras un largo silencio—, me parece indecoroso. Giuliano era un auténtico héroe y ahora ya es una leyenda. Debiéramos contribuir a honrar su memoria y no permitir que esa memoria se hunda en la derrota.

El Don hizo por primera vez un gesto de hastío. Volvió a llenarse la copita de anís e ingirió el contenido de un trago. Después apuntó con el dedo a Michael y le dijo:

—Tú querías aprender. Pues, ahora, escúchame bien. El primer deber de un hombre es conservar la propia vida. Después viene eso que todo el mundo llama el honor. El deshonor, tal como tú lo llamas, lo acepto de buen grado porque lo hice para salvar tu vida, tal como tú lo aceptaste una vez para salvar la mía. Sin la protección de Don Croce, de ningún modo hubieras podido salir vivo de Sicilia. Dejémoslo así. ¿Quieres ser un héroe como Giuliano, una leyenda? ¿Y estar muerto? Yo le estimaba por ser el hijo de mis queridos amigos, pero no le envidio la fama. Tú estás vivo y él ha muerto. Recuérdalo siempre y procura vivir no para convertirte en un héroe sino para conservar la vida. Con el tiempo, los héroes acaban pareciendo un poco insensatos.

—Giuliano no tenía otra alternativa —suspiró Michael de nuevo.

—Nosotros tenemos más suerte —contestó el Don.

Fue la primera lección que Michael recibió de su padre, y la que mejor se aprendió, porque en lo porvenir le permitiría adoptar terribles decisiones que antes jamás se hubiera atrevido a tomar, modificando con ello todo su concepto del honor y toda la reverencia que le inspiraba el heroísmo. Gracias a ella pudo sobrevivir, pero no fue dichoso. Porque, aunque su padre no envidiara a Giuliano, Michael sí le envidiaba.