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En su séptimo año de forajido, Turi Giuliano comprendió que tendría que abandonar su reino de la montaña y huir a la América donde había sido concebido, la América de la que tantas cosas le habían contado sus padres de pequeño, la fabulosa tierra donde había justicia para los pobres, donde el Gobierno no era el lacayo de los ricos y donde los sicilianos sin un céntimo podían hacer fortuna trabajando, simplemente, con honradez.

Insistiendo en sus declaraciones de amistad, el Don había establecido contacto con Don Corleone en los Estados Unidos, para que ayudase a rescatar a Giuliano y le ofreciera cobijo allí. Turi Giuliano era consciente de que Don Croce actuaba también por propio interés, pero en aquellos momentos las alternativas que le quedaban eran muy pocas. El poder de su banda se había esfumado.

Aquella noche se pondría en camino para reunirse con Aspanu Pisciotta y se entregaría en manos del americano Michael Corleone. Abandonaría aquellas montañas que habían sido su refugio durante siete años. Abandonaría su reino, su poder, a su familia y a todos sus compañeros. Sus ejércitos se habían desvanecido, sus montañas estaban siendo invadidas y el pueblo de Sicilia, su antiguo protector, estaba siendo aplastado por las Fuerzas Especiales del coronel Luca. En caso de que permaneciera en su puesto, alcanzaría algunas victorias, pero su derrota final sería inevitable. De momento, no se le ofrecía ninguna otra solución.

Turi Giuliano se ajustó la correa de la pistolera, tomó la metralleta e inició el largo recorrido hacia Palermo. Llevaba una camisa blanca, sin mangas, y una chaqueta de cuero en cuyos bolsillos guardaba munición para sus armas. Empezó a caminar despacio. Su reloj indicaba las nueve y aún quedaban vestigios de luz diurna en el cielo, a pesar del tímido resplandor de la luna. Corría peligro de tropezarse con las patrullas de las Fuerzas Especiales. Sin embargo, caminaba sin miedo. A lo largo de los años había adquirido el don de la invisibilidad. Todos los habitantes de aquella campiña le protegían. En caso de que aparecieran patrullas, se lo dirían, y si surgía algún peligro, le ocultarían en sus casas. Si le atacaran, los pastores y los campesinos se reunirían bajo su solitaria bandera. Él había sido su defensor y ellos no iban ahora a traicionarle.

En los meses que siguieron a su boda, hubo varias batallas campales entre las fuerzas especiales del coronel Luca y algunas facciones de la banda de Giuliano. El coronel Luca ya se había apuntado el éxito de la muerte de Passatempo y los periódicos habían anunciado en grandes titulares que uno de los jefes más temidos de Giuliano había resultado muerto durante un feroz enfrentamiento a tiros con las heroicas Fuerzas Especiales para la Represión del Bandidaje. Como es natural, el coronel Luca silenció la existencia de la nota dejada en el cadáver, pero Don Croce se enteró de ella a través del inspector Velardi y comprendió, de ese modo, que Giuliano estaba plenamente al tanto de la traición de Portella delle Ginestre.

El ejército de cinco mil hombres del coronel Luca estaba sometiendo a intensa presión a Giuliano. Éste ya no se atrevía a bajar a Palermo para adquirir suministros ni a entrar subrepticiamente en Montelepre para visitar a su madre y a Justina. Muchos de sus hombres estaban siendo traicionados y muertos. Otros comenzaban a emigrar por su cuenta a Argelia y Túnez. Y otros habían buscado escondrijos y se mantenían apartados de las actividades de la banda. La Mafia estaba ahora abiertamente en contra suya, y utilizaba toda su red para entregar a sus hombres en manos de los carabinieri.

Por fin uno de sus jefes fue apresado.

Terranova tuvo mala suerte por culpa precisamente de su bondad. Carecía de la crueldad de Passatempo, de la maliciosa astucia de Pisciotta y de la mortífera perversidad de Fra Diavolo. Tampoco poseía las dotes ascéticas de Giuliano. Era inteligente y cariñoso por naturaleza y Giuliano le utilizaba a menudo para ganarse el aprecio de las víctimas de sus secuestros y distribuir dinero y mercancías entre los pobres. Junto con sus hombres, era el encargado de fijar por la noche en las paredes de Palermo los carteles de propaganda de Giuliano, y no solía participar en las operaciones más sangrientas.

Era un hombre que necesitaba amor y afecto. Tenía, desde hacía algunos años, una amante en Palermo, una viuda con tres hijos de corta edad. Ella no sabía que era un bandido y le creía un funcionario del Gobierno de Roma que pasaba sus vacaciones en Sicilia. Le agradecía el dinero que le entregaba y los regalos que hacía a sus hijos, pero sabía que no podría casarse con él y se conformaba con darle el afecto y los cuidados que necesitaba. Cuando acudía a verla, le guisaba laboriosos platos, le lavaba la ropa y hacía apasionadamente el amor con él. Los «amigos de los amigos» acabaron enterándose de las relaciones y Don Croce se reservó la información para poder utilizarla en el momento oportuno.

Justina visitaba a Giuliano algunas veces en el monte, y en tales ocasiones, Terranova era su guardaespaldas. Su belleza despertó los anhelos de afecto del bandido y, aunque sabía que era una imprudencia, éste decidió visitar a su amante por última vez. Quería entregarle una suma de dinero para que ella y sus hijos pudieran vivir sin agobios en lo por venir.

Así pues, una noche marchó solo a Palermo. Entregó el dinero a la mujer y le dijo que quizá tardaría mucho tiempo en visitarla de nuevo. Ella se echó a llorar y protestó y, por fin, él le reveló quién era realmente. La mujer se quedó de piedra. Un hombre tan amable y cariñoso y, sin embargo, era uno de los temidos jefes de Giuliano. Hicieron el amor con ardiente pasión y pasaron después una agradable velada con los tres niños. Terranova les había enseñado a jugar a las cartas y esa vez, cuando ganaron, les pagó con dinero de verdad, y ellos se volvieron locos de contento.

Una vez acostados los niños, Terranova y la viuda estuvieron haciendo el amor hasta el amanecer. Cuando él se dispuso por fin a marcharse, se abrazaron por última vez, junto a la puerta. El bandido bajó a toda prisa por la callejuela y salió a la plaza de la catedral. Se sentía físicamente saciado y mentalmente en paz. Estaba sosegado y desprevenido.

Un rugido de motores quebró el aire de la mañana. Tres vehículos negros se acercaron a él a gran velocidad. Aparecieron, por todas partes, hombres armados. Otros, también armados, saltaron de los vehículos. Uno de ellos le gritó que se rindiera y levantara las manos.

Terranova contempló por última vez la catedral, las estatuas de los santos en sus hornacinas, los balcones azules y amarillos y el sol naciente iluminando con sus rayos el azul del cielo. Comprendió que era la última vez que contemplaba aquellas maravillas y que sus siete años de suerte habían tocado a su fin. Sólo podía hacer una cosa.

Pegó un gran brinco, como si quisiera saltar por encima de la muerte y arrojarse a un universo seguro. Mientras su cuerpo se desplazaba a un lado y aterrizaba en el suelo, sacó la pistola y disparó. Un soldado se tambaleó y dobló una rodilla. Terranova trató de apretar de nuevo el gatillo, pero esa vez cien balas convergieron en su cuerpo, haciéndolo pedazos y arrancándole la carne de los huesos. En cierto modo tuvo suerte, pues todo ocurrió con tanta rapidez, que no le dio tiempo siquiera a preguntarse si su amante le había traicionado.

La muerte de Terranova fue un mal presagio para Giuliano. Sabía que el dominio de su banda ya había terminado, que ya no podían contraatacar con éxito ni seguir ocultándose en las montañas. Pero siempre había creído que él y sus jefes podrían escapar y no se verían condenados a morir. Ahora sabía que les quedaba muy poco tiempo. Quedaba una cosa que siempre había querido hacer, y llamó al cabo Canio Silvestro.

—El tiempo se nos acaba —le dijo—. Tú me contaste una vez que tenías en Inglaterra amigos que te protegían. Ha llegado el momento de que te marches. Tienes mi permiso.

—Puedo hacerlo cuando tú estés a salvo en América —dijo el cabo Silvestro, sacudiendo la cabeza—. Aún me necesitas y sabes que nunca te traicionaré.

—Lo sé —dijo Giuliano—. Y tú también sabes lo mucho que te aprecio. Pero tú nunca fuiste un bandido de verdad. Siempre fuiste un soldado y un policía. Tu corazón siempre ha amado la ley. Y, por consiguiente, podrás rehacer tu vida cuando todo esto haya terminado. A los demás nos va a ser más difícil. Siempre seremos bandidos.

—Yo nunca te consideré un bandido —dijo Silvestro.

—Ni yo —contestó Giuliano—. Y, sin embargo, ¿qué he hecho durante estos siete años? Creía estar luchando por la justicia. Traté de ayudar a los pobres. Esperaba liberar a Sicilia. Quería ser un hombre bueno. Pero ni el momento ni el método eran adecuados, y ahora tenemos que hacer lo que podamos para salvar la vida. Tú debes ir a Inglaterra. Me alegrará saber que estás a salvo. —Después abrazó a Silvestro y le dijo—: Has sido mi fiel amigo y ésas son mis órdenes.

Al anochecer, Turi Giuliano abandonó su cueva y se trasladó al convento que los frailes capuchinos tenían en las afueras de Palermo donde debía aguardar noticias de Aspanu Pisciotta. Uno de los frailes era miembro secreto de su banda y tenía a su cargo el cuidado de los subterráneos del convento, que albergaban centenares de cadáveres momificados.

Durante siglos y hasta la primera guerra mundial, los ricos y los nobles tenían por costumbre colgar de las paredes del convento los vestidos con que deseaban ser enterrados. Al morir, sus restos eran entregados, después de los funerales, a los frailes del convento, consumados maestros en el arte de embalsamar. Exponían el cadáver durante seis meses a un calor moderado, y después secaban las partes blandas. Durante el proceso de secado, la piel se encogía y los rasgos se deformaban en muecas horrendas o ridículas que causaban el espanto de quien las contemplaba. Después, los cadáveres eran vestidos con la ropa elegida y se depositaban en urnas de cristal. Las urnas se hallaban en unas hornacinas de la pared, o bien colgadas del techo mediante alambres. Algunos cadáveres estaban sentados en sillas y otros permanecían adosados a la pared. Otros se conservaban en el interior de cajas de cristal, como si fueran muñecos en traje de época.

Giuliano se tendió en el húmedo suelo de la catacumba y apoyó la cabeza en una de las urnas, contemplando a todos aquellos sicilianos muertos hacía cientos de años. Había un caballero de la corte enfundado en un traje azul con adornos de volantes, un casco en la cabeza y un bastón de estoque en la mano; otro cortesano vestido al estilo francés, con peluca blanca y botas de tacón alto; un cardenal con sus vestiduras moradas; y un arzobispo con su mitra. Había bellezas de la corte cuyos vestidos dorados parecían ahora telarañas que hubieran atrapado sus momificados cuerpos como si fueran moscas. Había una muchacha con guantes blancos y un blanco camisón de encaje, encerrada en una caja de cristal.

Giuliano durmió muy mal las dos noches que pasó allí. No era para menos, pensó él. Allí estaban los grandes hombres y mujeres de Sicilia de los tres o cuatro últimos siglos, tratando de aquella manera de huir de los gusanos. Tal era el orgullo y la vanidad de los ricos, los mimados del destino. Mucho mejor morir en la calle, como el marido de la Venera.

Sin embargo, lo que de veras mantenía despierto a Giuliano era una inquietante duda. ¿Cómo era posible que el Don hubiera salido bien librado de aquel último ataque? Giuliano sabía que los planes eran perfectos. El Don estaba tan bien protegido que había que encontrar algún hueco en sus defensas. Giuliano pensó que la mejor oportunidad se les ofrecería cuando el Don se encontrara seguro en el bien guardado Hotel Umberto de Palermo. La banda tenía un espía en el establecimiento, uno de los camareros, el cual había informado sobre el programa del Don y el despliegue de sus guardaespaldas. Con dichos datos, Giuliano estaba convencido de que su plan alcanzaría el éxito.

Eligió a treinta hombres para que se reunieran con él en Palermo. Sabía que Michael Corleone visitaría al Don y almorzaría con él, por lo que esperó hasta última hora de la tarde, cuando le comunicaron que Michael ya se había marchado. Después lanzó un ataque frontal contra el hotel con veinte de sus hombres para distraer a los guardas del jardín. A los pocos momentos, él mismo y los diez hombres restantes colocaron junto a la tapia una carga explosiva que abrió un boquete por el cual pudieron ver que sólo quedaban cinco guardianes en el jardín; Giuliano disparó contra uno de ellos y los cuatro huyeron. El bandido corrió a la suite del Don, pero la encontró vacía. Le pareció extraño que no estuviera vigilada. Entretanto, el grueso de su banda había conseguido atravesar la barrera defensiva y reunirse con él. Por el camino, sus hombres habían registrado las habitaciones y los pasillos, sin resultado. El Don estaba muy grueso y no hubiera podido moverse con rapidez, por lo que sólo cabía deducir una cosa: había abandonado el hotel poco después de la partida de Michael. Por primera vez, Giuliano comprendió que alguien había advertido a Don Croce.

Era una lástima, pensó. Hubiera sido un último golpe espectacular, aparte el hecho de eliminar a su más peligroso enemigo. Cuántas baladas se habrían compuesto si hubiera encontrado al Don en aquel soleado jardín. Pero habría otras ocasiones. Él no se quedaría eternamente en Norteamérica.

Al llegar la tercera mañana, el fraile capuchino, cuyo rostro estaba tan apergaminado como los de las momias que tenía a su cargo, le entregó un mensaje de Pisciotta. «En la casa de Carlomagno», decía el mensaje. Giuliano lo entendió en seguida. Zu Peppino, el carretero de Castelvetrano, tenía tres carros y seis asnos. Los tres carros estaban adornados con escenas de la vida del gran emperador y, de niños, Turi y Aspanu llamaban a su casa la «casa de Carlomagno». La hora de la cita se había establecido previamente.

Aquella noche, la última que iba a pasar en Sicilia, Giuliano emprendió el camino de Castelvetrano. Al salir de Palermo, se reunió con unos pastores que eran miembros secretos de su banda y los utilizó como escolta armada. Hicieron el recorrido con tanta facilidad, que los recelos empezaron a aflorar a su mente. La ciudad parecía demasiado accesible. Despidió a sus guardaespaldas y éstos se perdieron en la noche. Después se dirigió a una casita de piedra de las afueras de Castelvetrano, en cuyo patio había tres carros en los que ahora figuraban pintadas algunas escenas de su propia vida. Era la casa de Zu Peppino, el carretero que le había ayudado en el asalto a los camiones del Gobierno y que, desde entonces, se había convertido en uno de sus secretos aliados.

Zu Peppino no pareció sorprenderse de verle. Dejó la brocha con que estaba pintando uno de los carros, cerró la puerta y le dijo:

—Tenemos dificultades. Atraes a los carabinieri como una mula muerta a las moscas.

Giuliano sintió una pequeña descarga de adrenalina.

—¿Son las Fuerzas Especiales de Luca? —quiso saber.

—Sí —contestó Zu Peppino—. Están escondidos, no patrullan por las calles. Al volver del trabajo, he visto algunos de sus vehículos en la carretera y unos carreteros me han dicho que han visto otros. Pensamos que estaban tendiendo trampas a gente de tu banda, pero no imaginábamos que vinieran por ti. Nunca habías venido tan al sur, tan lejos de tus montañas.

Giuliano se preguntó cómo era posible que los carabinieri se hubieran enterado de la cita. ¿Habrían seguido a Aspanu? ¿Habría habido alguna indiscreción por parte de Michael Corleone y su gente? ¿O había tal vez un confidente? Sea como fuere, no podía reunirse con Pisciotta en Castelvetrano. De todos modos, tenían un lugar de cita alternativo, en previsión de que uno de los dos no acudiera al primero.

—Gracias por la advertencia —dijo Giuliano—. Busca a Pisciotta en la ciudad y dile lo que ocurre. Y, cuando vuelvas con tu carro a Montelepre, ve a ver a mi madre y dile que estoy a salvo en Norteamérica.

—Permite a este viejo que te abrace —dijo Zu Peppino, besando a Giuliano en la mejilla—. Nunca creí que pudieras ayudar a Sicilia, nadie pudo hacerlo, ni Garibaldi y ni siquiera aquel charlatán del Duce. Ahora, si lo deseas, puedo enganchar las mulas y llevarte donde me mandes.

Giuliano estaba citado con Pisciotta a medianoche. En ese momento no eran más que las diez. Había llegado temprano a propósito, para reconocer el terreno. Y sabía que la cita con Michael Corleone estaba fijada para el amanecer. El lugar alternativo de cita se encontraba por lo menos a dos horas, a pie, de Castelvetrano. Sin embargo, era mejor ir andando que utilizar uno de los carros de Zu Peppino. Dio las gracias al viejo y se perdió en la noche.

El lugar alternativo de cita eran las famosas ruinas griegas llamadas la Acrópolis de Selinunte. Al sur de Castelvetrano, cerca de la localidad de Mazara, se levantaban junto al mar las ruinas en un desolado llano que se extendía hasta los mismos acantilados. Selinunte había quedado sepultada por un terremoto antes del nacimiento de Cristo, pero aún se conservaban en pie toda una serie de columnas y arquitrabes de mármol, descubiertas durante unas excavaciones arqueológicas. Todavía se podía ver la calle principal, flanqueada por los esqueletos de los antiguos edificios. Había un templo con la techumbre cubierta de enredaderas y llena de agujeros, como un cráneo, y unas columnas de piedras gastadas y grises a causa de sus muchos siglos de antigüedad. La acrópolis propiamente dicha, es decir, la ciudadela fortificada de las antiguas ciudades griegas, se levantaba, como de costumbre, en la parte más elevada y sus ruinas dominaban los áridos campos circundantes.

El siroco, el terrible viento del desierto que había soplado todo el día y seguía soplando entonces, ya de noche, junto al mar, había empujado la bruma hacia las ruinas. Giuliano, agotado por la larga caminata, se desvió hacia los acantilados, a fin de dominar los campos y poder escrudriñarlos.

La vista era tan hermosa que, por un instante, se olvidó del peligro que corría. El templo de Apolo se había derrumbado en un enorme amasijo de columnas. Otros templos en ruinas, sin paredes, brillaban bajo la luz de la luna; sólo restaban de ellos las columnas, parte de la techumbre y una muralla con los restos de una ennegrecida ventana enrejada en lo alto, a través de la cual penetraba ahora el resplandor lunar. Más abajo, en la ciudad propiamente dicha, se levantaba una solitaria columna rodeada de ruinas que, a pesar de sus miles de años, permanecía en pie. Era el famoso «fusu di la vecchia», el huso de la vieja. Los sicilianos estaban tan acostumbrados a los monumentos griegos diseminados por toda la isla, que los trataban con cariñoso desprecio. Los únicos que hacían aspavientos al verlos eran los extranjeros.

Y extranjeros eran los que habían levantado las doce columnas que ahora estaban contemplando los ojos de Giuliano. Su aspecto resultaba impresionante, pero detrás de ellas no había más que un panorama de ruinas. Al pie de aquellas doce columnas, alineadas como soldados que miraran a su comandante, había una plataforma de escalones de piedra que parecían surgidos de la tierra. Giuliano se sentó en el peldaño superior, con la espalda apoyada en una de las columnas. Introdujo la mano bajo la chaqueta y sacó la metralleta y la lupara, colocándolas en el escalón inferior. La bruma se arremolinaba por entre las ruinas, pero él sabía que oiría a quienesquiera que se acercaran sobre el cascote, y que les podría ver fácilmente antes de que ellos le vieran a él.

Se reclinó en la columna, y se alegró de que su fatigado cuerpo pudiera descansar un poco. La luna de julio pareció pasar de largo por encima de las columnas blanco grisáceas, para ir a detenerse sobre los acantilados. Más allá del mar estaba América. Y en América estaba Justina y el niño que iba a nacer. Pronto estaría a salvo y sus siete años de bandidaje se convertirían en un sueño. Se preguntó por un instante qué tal iba a ser su vida y si podría ser feliz lejos de Sicilia. Esbozó una sonrisa. Algún día regresaría y les daría a todos una sorpresa. Lanzó un suspiro de cansancio, se desabrochó las botas y se descalzó. Se quitó los calcetines y sus pies agradecieron el contacto con la fría piedra. Hundió la mano en el bolsillo, sacó dos higos chumbos, se los metió en la boca y su dulce jugo le refrescó. Con una mano apoyada en la metralleta que tenía al lado, esperó a Aspanu Pisciotta.