19

El histórico encuentro se celebró dos días más tarde. Y durante ese breve lapso de tiempo, corrieron por todo Montelepre rumores de que el gran Don Croce Malo iba a trasladarse allí, sombrero en mano, para reunirse con el gran Turi Giuliano, el héroe de la región. Nadie supo cómo se divulgó el secreto. Quizá se debió a las extraordinarias medidas de precaución adoptadas por Giuliano con vistas al encuentro. Sus patrullas establecieron un servicio de vigilancia en la carretera de Palermo, y casi cincuenta de sus hombres, unidos por vínculos de sangre a los habitantes de Montelepre, acudieron a visitar a sus parientes y pernoctaron en sus casas.

Passatempo fue enviado con sus hombres a vigilar el cuartel de Bellampo e inmovilizar a los carabinieri en caso de que éstos se atrevieran a salir. Los hombres de Terranova montaban guardia por su parte en la carretera de Castellammare y Trapani. El cabo Canio Silvestro se encontraba apostado en un tejado con sus cinco mejores tiradores y una ametralladora camuflada entre los cañizos que muchas familias de Montelepre utilizaban para secar los tomates.

Don Croce se presentó al anochecer, en un gran turismo Alfa Romeo que se detuvo frente a la casa de Héctor Adonis. Le acompañaban su hermano el padre Benjamino y dos hombres armados que se quedaron en el automóvil con el chófer. Héctor Adonis les estaba aguardando en la puerta, más elegante que nunca con su traje gris a la medida, confeccionado en Londres, y una corbata a rayas rojas y negras que destacaba sobre su camisa deslumbradoramente blanca. Su estampa contrastaba vivamente con la del Don, vestido con más desaliño que de costumbre, con su enorme circunferencia rodeada por unos pantalones que le daban el aspecto de un gigantesco pato, una camisa desabrochada y una gruesa chaqueta negra que ni siquiera alcanzaba a cerrarse por delante y permitía ver los sencillos tirantes blancos de cinco centímetros de ancho que le sostenían los pantalones. Iba calzado con unas zapatillas.

El padre Benjamino llevaba su sotana habitual y un polvoriento sombrero negro en forma de cacerola. Bendijo la casa antes de entrar, haciendo la señal de la cruz y murmurando unas oraciones.

Héctor Adonis era el propietario de la casa más bonita de Montelepre y estaba muy orgulloso de ello. Los muebles eran franceses y los cuadros, cuidadosamente seleccionados, pertenecían a artistas italianos contemporáneos, de segunda fila. La vajilla era alemana, y la criada, una italiana de mediana edad, se había adiestrado en Inglaterra antes de la guerra. Mientras los tres hombres se sentaban en el salón, aguardando la llegada de Giuliano, la criada les sirvió café.

Don Croce se sentía absolutamente seguro. Sabía que Giuliano no afrentaría a su padrino faltando a su palabra. El Don saboreaba el encuentro por anticipado y con auténtico placer. Por fin podría ver y juzgar por sí mismo la verdadera grandeza de aquel astro naciente. Y, sin embargo, hasta él se sorprendió del sigilo con que penetró Giuliano en la casa. Ni un solo rumor en la calle adoquinada, ni un solo ruido de puerta que se abriera o cerrara. Giuliano apareció de repente bajo el arco que daba acceso al comedor. Don Croce se quedó asombrado de su apostura.

La vida en el monte le había ensanchado el pecho y afinado el rostro todavía ovalado, pero de mejillas enjutas y prominente barbilla. Sus ojos de estatua eran de un castaño dorado y tenían una curiosa orla plateada que parecía engastar el globo del ojo en la cuenca. Vestía, además, unas prendas muy favorecedoras: pantalones de pana, camisa blanca recién planchada y una cazadora de terciopelo rojo oscuro, desabrochada, bajo la cual asomaba la pistola automática que siempre llevaba al cinto. Parecía jovencísimo, apenas un chiquillo, aunque tenía ya veinticuatro años.

¿Cómo era posible que aquel muchacho hubiera desafiado a Roma, superado en ingenio a los «amigos de los amigos», inspirado la lealtad del sanguinario Andolini, mantenido a raya al brutal Passatempo, conquistado una cuarta parte de Sicilia y logrado el afecto de las gentes de toda la isla? Don Croce sabía que Giuliano era sobremanera valiente, pero Sicilia estaba llena de hombres valientes que habían acabado prematuramente en la tumba, víctimas de la traición.

Y entonces, mientras Don Croce se formulaba esas preguntas, Turi Giuliano hizo algo que le alegró el corazón y le hizo comprender que no se había equivocado en su deseo de convertir a aquel muchacho en su aliado. Entró en la estancia y, acercándose a Don Croce, dijo:

Bacía tu maní.

Era el tradicional saludo del campesino siciliano al hombre de superior nivel social, un sacerdote, un terrateniente o un aristócrata: «Beso tu mano». Giuliano estaba sonriendo afablemente. Sin embargo, Don Croce comprendió muy bien el sentido de su saludo. No era una muestra de pleitesía y ni siquiera de respeto a su edad. Era porque el Don se entregaba a su poder y él quería agradecerle la confianza. Don Croce se levantó lentamente y sus mofletudas mejillas adquirieron un color todavía más oscuro, a causa del esfuerzo.

Después abrazó a Giuliano. Y, mientras lo hacía, reparó en el rostro de Héctor Adonis, radiante de orgullo porque su ahijado acababa de demostrar que era todo un caballero.

Pisciotta cruzó el arco y observó la escena con una leve sonrisa en su melancólico rostro. Su apostura era también muy notable, pero contrastaba vivamente con la de Giuliano. Su enfermedad pulmonar le había enflaquecido el cuerpo y afilado las facciones. Los huesos de su rostro parecían comprimidos por la piel aceitunada. Llevaba el liso cabello negro cuidadosamente peinado, mientras que Giuliano lucía el suyo, castaño, muy corto y como si fuera un casco.

Por su parte, Turi Giuliano, que esperaba sorprender al Don con su saludo se quedó sorprendido a su vez ante la total comprensión y afectuosa aceptación que aquél le había demostrado. Observó la enorme humanidad de Don Croce y se puso en guardia. Era un hombre peligroso. No sólo por su fama sino por la aureola de poder que le rodeaba. Su voluminoso cuerpo, que hubiera tenido que resultar grotesco, irradiaba una cálida energía que llenaba toda la estancia. Y, cuando el Don habló, la sonora voz surgió de su impresionante cabeza casi con la magia de la música coral. Cuando pretendía convencer a alguien, ejercía una extraña fascinación, mezcla de sinceridad, fuerza y exquisita cortesía, muy insólita en un hombre que daba la sensación de ser muy rudo en todo lo demás.

—Llevo años observándote y he esperado largamente este día. Ahora que por fin ha llegado, cumples todas mis expectativas.

—Me siento muy halagado —contestó Giuliano. Pero midió las siguientes palabras, sabiendo exactamente lo que se esperaba de él—. Siempre he esperado que pudiéramos ser amigos.

Don Croce asintió y pasó a exponerle el acuerdo a que había llegado con el ministro Trezza. En caso de que Giuliano contribuyera a «educar» al pueblo de Sicilia para que votara de forma apropiada en las inminentes elecciones, se encontraría el medio de otorgarle el indulto. Entonces podría regresar junto a su familia convertido en un ciudadano corriente y dejaría de ser un bandido. Como prueba de la realidad del acuerdo, el ministro Trezza le había entregado al Don unas copias de los planes elaborados para su captura. El Don levantó su poderosa mano para mejor subrayar lo que iba a decir.

—Si estás de acuerdo, el ministro vetará esos planes. No habrá ninguna expedición del ejército y no se enviarán a Sicilia los mil carabinieri.

Don Croce observó que Giuliano le escuchaba atentamente, pero no parecía sorprenderse.

—Toda Sicilia conoce tu preocupación por los pobres —añadió—. Cabría imaginar que apoyaras a los partidos izquierdistas. Pero yo sé que crees en Dios y que por encima de todo eres siciliano. ¿Quién no conoce el amor que sientes por tu madre? ¿Quieres de veras que los comunistas gobiernen Italia? ¿Qué ocurriría con la Iglesia? ¿Qué ocurriría con la familia? Los jóvenes de Italia y de Sicilia que combatieron en la guerra se han contagiado de creencias extranjeras y doctrinas políticas que no tienen cabida en esta tierra. Los sicilianos sabrán encontrar por sus propios medios un destino mejor. ¿Y quieres de veras un Estado todopoderoso que no tolerara la menor rebeldía de sus individuos? Un Gobierno izquierdista organizaría sin duda una vasta campaña contra nosotros dos, porque, ¿acaso no somos nosotros los que de verdad mandamos en Sicilia? Si los partidos izquierdistas ganan las próximas elecciones, podría llegar un día en que los rusos vinieran a decirnos en las aldeas de Sicilia quién puede ir a la iglesia. Nuestros niños tendrían que acudir a escuelas donde les enseñarían que el Estado está por encima de los sacrosantos padre y madre. ¿Merece eso la pena? No. Ahora es el momento de que todos los auténticos sicilianos defiendan su familia y su honor contra el Estado.

Se produjo una inesperada interrupción. Pisciotta, apoyado todavía en el arco, dijo en tono sarcástico:

—A lo mejor los rusos nos concederán el indulto.

Un viento helado recorrió el cerebro del Don, pero éste no dio la menor muestra de haberse enojado con aquel insolente petimetre del bigotito. Estudió a aquel hombre. ¿Por qué había querido llamar la atención precisamente en aquel momento? ¿Por qué había querido que el Don se fijara en él? Don Croce se preguntó si le podría ser útil. Su infalible instinto percibió el olor de la corrupción en aquel fidelísimo lugarteniente de Giuliano. Tal vez fuera la enfermedad pulmonar o quizá su cinismo. Pisciotta era un hombre que jamás se fiaba de nadie por completo, siendo pues, por definición, un hombre en quien nadie podía confiar tampoco por completo. Don Croce analizó todas estas cuestiones antes de contestar:

—¿Cuándo alguna nación extranjera ha ayudado a Sicilia? —dijo—. ¿Cuándo ha hecho justicia un extranjero a un siciliano? Los jóvenes como tú —añadió, dirigiéndose a Pisciotta— son nuestra única esperanza. Astutos, valientes y orgullosos de su honor. Durante miles de años, esos jóvenes se han unido a los «amigos de los amigos», para luchar contra los opresores y buscar la justicia por la que ahora lucha Turi Giuliano. Ha llegado el momento de que nos unamos para proteger a Sicilia.

Giuliano parecía inmune al poder de la voz del Don.

—Pero nosotros siempre hemos luchado contra Roma y los hombres que nos han enviado para que nos gobiernen —contestó Giuliano con deliberada brusquedad—. Ellos siempre han sido nuestros enemigos. ¿Y ahora nos pide usted que les ayudemos y confiemos en ellos?

—Hay ocasiones en que conviene hacer causa común con el enemigo —contestó Don Croce gravemente—. Los democristianos son los menos peligrosos para nosotros en caso de que ganen las elecciones de Italia. Nos conviene por tanto que gobiernen ellos. ¿Podría haber algo más sencillo de entender? —Hizo una breve pausa. Y después añadió—: Los izquierdistas jamás te concederán el indulto, de eso puedes estar seguro. Son demasiado hipócritas, demasiado implacables, no comprenden el carácter siciliano. Los pobres tendrán ciertamente sus tierras, pero, ¿podrán quedarse con sus cosechas? ¿Te imaginas a nuestra gente trabajando en una cooperativa? Santo cielo, pero si son capaces de pelearse por el manto que llevará la Virgen en la procesión; que si unos lo quieren blanco, que si otros lo quieren rojo…

Todo ello lo dijo Don Croce con el irónico ingenio del hombre que quiere patentizar que está exagerando, pero que se comprenda al mismo tiempo que la exageración contiene una buena dosis de verdad.

Giuliano le escuchó con una leve sonrisa en los labios. Sabía que algún día podía ser necesario liquidar a aquel hombre, pero la presencia y el poder de su personalidad le inspiraban tanto respeto, que se estremeció ante aquella idea. Como si, el mero hecho de pensarlo, fuera un ataque a su propio padre, a algún profundo sentimiento familiar. Tenía que adoptar una decisión, la más importante de su vida de forajido.

—Estoy de acuerdo con usted en lo de los comunistas —dijo suavemente—. No les convienen a los sicilianos. —Hizo una pausa. Había llegado el momento de obligar a Don Croce a someterse a su voluntad—. Pero, si le hago el trabajo sucio a Roma, tengo que prometer alguna recompensa a mis hombres. ¿Qué puede hacer Roma por nosotros?

Don Croce se había terminado el café. Héctor Adonis se levantó en seguida para volver a llenarle la taza, pero él le atajó con una seña. Después le dijo a Giuliano:

—No está mal lo que ya hemos hecho por ti. Andolini te trae información sobre los movimientos de los carabinieri, para que puedas vigilarlos constantemente. No han adoptado ninguna medida extraordinaria para obligarte a abandonar tus montañas. Pero ya sé que eso no es suficiente. Permíteme prestarte un servicio que me llenará el corazón de gozo y llevará la alegría a tu madre y a tu padre. Delante de tu padrino, aquí en esta mesa, delante de tu fiel amigo Aspanu Pisciotta, te diré lo siguiente. Removeré cielo y tierra para conseguirte el indulto y conseguírselo también, como es lógico, a tus hombres.

Giuliano ya había adoptado una decisión, pero quería obtener las mayores garantías posibles.

—Estoy de acuerdo con casi todo lo que ha dicho —contestó—. Amo a Sicilia y a su gente y, aunque sea un bandido, creo en la justicia. Estaría dispuesto a hacer casi cualquier cosa con tal de regresar a mi casa junto a mis padres. Pero, ¿cómo conseguirá usted que Roma cumpla sus promesas? Esa es la clave. El servicio que me pide es peligroso, tengo que recibir mi recompensa.

El Don reflexionó en silencio. Después contestó despacio y con cuidado.

—Tu cautela está justificada —dijo—. Pero ya tienes esos planes que el profesor Adonis te ha mostrado. Guárdalos como prueba de tus relaciones con el ministro Trezza. Yo trataré de conseguirte otros documentos que puedas utilizar y que Roma tema que divulgues en una de tus famosas cartas a los periódicos. Y, por último, te garantizo personalmente el indulto si cumples tu tarea y la Democracia Cristiana gana las elecciones. El ministro Trezza me tiene un gran respeto y de ningún modo faltaría a su palabra.

En el rostro de Héctor Adonis se observaba una expresión de emocionada complacencia. Ya imaginaba la felicidad de María Lombardo viendo a su hijo de regreso en casa, tras haber dejado de ser un fugitivo de la justicia. Sabía que Giuliano actuaba por necesidad, pero pensaba que aquella alianza entre Giuliano y Don Croce contra los comunistas podía ser el primer eslabón de la cadena que uniera a ambos hombres en una sincera amistad.

El hecho de que el gran Don Croce garantizara el indulto del Gobierno impresionó incluso al propio Pisciotta. Sin embargo, Giuliano descubrió el defecto esencial de los argumentos de su interlocutor. ¿Cómo podía él saber que todo aquello no era más que una simple invención del Don? ¿Que los planes no habían sido robados? ¿Que habían sido vetados por el ministro? Necesitaba una entrevista personal con el ministro.

—Eso me tranquiliza —contestó—. Su garantía personal demuestra la bondad de su corazón y explica por qué nuestras gentes le llaman el «alma buena». Pero las traiciones de Roma son tristemente famosas y los políticos, ya sabemos cómo son. Me gustaría que alguien de mi confianza oyera la promesa de Trezza de sus propios labios y recibiera de él algún documento que me ofrezca seguridades.

El Don se quedó perplejo. A lo largo de la entrevista se había encariñado con Giuliano, pensando en lo hermoso que hubiera sido que aquel joven fuera su hijo. Qué bien hubieran gobernado juntos Sicilia. Y con qué donaire le había dicho «Beso tu mano». Por una insólita vez en su vida, el Don se sintió subyugado. Pero ahora veía que Giuliano no aceptaba sus garantías, y su sentimiento de aprecio disminuyó. Sentía fijos en él aquellos curiosos ojos entornados que le miraban con una extraña expresión, a la espera de otras pruebas, otras seguridades. Las garantías de Don Croce Malo no bastaban.

Hubo un largo silencio en cuyo transcurso el Don reflexionó acerca de lo que debía decir y los demás esperaron. Héctor Adonis trató de disimular su angustia ante la insistencia de Giuliano y la posible reacción del Don. El blanco rostro mofletudo del padre Benjamino mostraba toda la expresión de un bulldog ofendido. Pero cuando el Don habló por fin, tranquilizó a todos. Había adivinado lo que pensaba Giuliano y lo que convenía decirle.

—A mí me interesa tu conformidad —le señaló a Giuliano— y es posible que por eso me haya dejado llevar por mis razonamientos. Pero voy a ayudarte a adoptar una decisión. Permíteme decirte ante todo que el ministro Trezza nunca te facilitará documento alguno; eso sería demasiado peligroso. Pero hablará contigo y te repetirá las promesas que me hizo a mí. Puedo conseguir cartas del príncipe de Ollorto y de otros poderosos miembros de la nobleza que están comprometidos en nuestra causa. Pero tengo otra cosa mejor, tengo un amigo que seguramente podrá convencerte, la Iglesia apoyará tu indulto. Tengo la palabra del cardenal de Palermo. Cuando hayas hablado con el ministro Trezza, te concertaré una audiencia con el cardenal. Él te confirmará personalmente la promesa. Ahí tienes: la promesa del ministro italiano del Interior, la palabra sagrada de un cardenal de la Iglesia que un día puede ser papa, y la mía propia.

Hubiera sido imposible describir el tono que empleó el Don al pronunciar estas dos últimas palabras. Su voz de tenor se convirtió en un murmullo, como si no se atreviera a mezclar su nombre con los de tan altos personajes, pero adquirió al mismo tiempo una particular carga de energía, para que no quedara ninguna duda en cuanto a la importancia de su promesa.

—Yo no puedo ir a Roma —contestó Giuliano, echándose a reír.

—Entonces envía a alguien de tu absoluta confianza. Yo le acompañaré personalmente a ver al ministro Trezza. Y después le acompañaré a ver al cardenal. Supongo que confiarás en la palabra de un príncipe de la Santa Iglesia, ¿no?

Giuliano observó a Don Croce con atención. Se había disparado un timbre de alarma en su cerebro. ¿Por qué tenía tanto interés el Don en ayudarle? Sabía muy bien que él, Giuliano, no podía ir a Roma, que jamás correría aquel riesgo, por muchos miles de cardenales y ministros que le dieran su palabra. Por consiguiente, ¿quién esperaba el Don que fuera su emisario?

—En nadie confío tanto como en mi brazo derecho —le dijo al Don—. Llévese consigo a Roma y Palermo a Aspanu Pisciotta. A él le gustan las grandes ciudades, y hasta es posible que si le oye en confesión, el cardenal le perdone sus pecados.

Don Croce se reclinó en su asiento y le indicó a Héctor Adonis con una seña que le volviera a servir café. Era un viejo truco suyo para disimular su satisfacción y su sensación de triunfo. Como si el asunto de que se estaba tratando tuviera tan poco interés, que pudiera ser sustituido por cualquier deseo externo. Pero Giuliano, que había demostrado ser un brillante guerrillero una vez convertido en bandido, sabía interpretar intuitivamente los gestos de los hombres y adivinar sus pensamientos. Y captó inmediatamente aquel sentimiento de satisfacción. Don Croce había alcanzado un importante objetivo. Pero ni él podía adivinar que lo que más le interesaba a Don Croce era tener algún tiempo bajo su influencia a Aspanu Pisciotta.

Dos días más tarde, Pisciotta acompañaba a Don Croce a Palermo y a Roma. Don Croce le trató a cuerpo de rey. Y, de hecho, Pisciotta tenía toda la estampa de un César Borgia: los mismos rasgos duros, el fino bigote, el asiático color cetrino de la piel, la insolencia y la crueldad de los ojos, tan llenos de encanto y de descarado recelo frente a todo.

En Palermo, ambos se alojaron en el Hotel Umberto, propiedad de Don Croce, y Pisciotta fue objeto de toda clase de atenciones. Le acompañaron a comprarse ropa nueva, con miras a su reunión en Roma con el ministro del Interior, cenó con Don Croce en el mejor restaurante y después ambos fueron recibidos por el cardenal de Palermo.

Fue muy curioso que a Pisciotta, un joven educado en la fe católica en una pequeña localidad de Sicilia, no le impresionara el marco en que transcurrió la audiencia; los grandes salones del palacio arzobispal, la reverente pleitesía que todos ponían de manifiesto ante el sacro poder. Cuando Don Croce besó el anillo del cardenal, Pisciotta miró con orgullo al príncipe de la Iglesia.

El cardenal, que era un hombre de elevada estatura, se cubría la cabeza con un solideo rojo y llevaba una faja escarlata. Tenía unas facciones toscas, y picadas de viruela. No era un personaje con posibilidades de llegar a papa, en contra de la retórica de Don Croce, pero sí se revelaba, en cambio, un siciliano muy experto en intrigas.

Hubo las acostumbradas cortesías. El cardenal se informó sobre la salud espiritual de Pisciotta y le recordó que, por muchos pecados que cometiera aquí en la tierra, ningún hombre debía olvidar la eterna misericordia de que se beneficiaría en caso de que se comportara como un buen cristiano.

Tras asegurarle a Pisciotta la amnistía espiritual, el cardenal fue directamente al grano. Le dijo a Pisciotta que la Iglesia estaba corriendo un peligro mortal en Sicilia. Supuesto que los comunistas ganaran las elecciones nacionales, ¿qué iba a ocurrir? Las grandes catedrales serían incendiadas, destruidas y convertidas en fábricas; las imágenes de la Virgen, los crucifijos y las imágenes de todos los santos, arrojadas al mar; los sacerdotes, asesinados; y las monjas, violadas.

Al oír esto último, Pisciotta esbozó una sonrisa. ¿Qué siciliano, por más comunista que fuera, sería capaz de violar a una monja? El cardenal observó su sonrisa. En caso de que Giuliano contribuyera a neutralizar la propaganda comunista antes de las elecciones, él mismo, el cardenal de Palermo, predicaría un sermón el domingo de Pascua, ensalzando las virtudes de Giuliano y pidiendo la clemencia del Gobierno de Roma. Don Croce se lo podía decir así al ministro cuando le viera en la capital.

Dicho eso, el cardenal dio por concluida la entrevista e impartió su bendición a Aspanu Pisciotta. Antes de marcharse, Aspanu Pisciotta le pidió al cardenal una nota para demostrarle a Giuliano que la entrevista había tenido efecto. El cardenal accedió a la petición. El Don se quedó asombrado de la estupidez del príncipe de la Iglesia, pero nada dijo.

La reunión de Roma estuvo más en línea con el estilo de Pisciotta. El ministro Trezza no tenía las cualidades espirituales del cardenal. Al fin y al cabo, él era el ministro del Interior, y el tal Pisciotta, sólo el representante de un bandido. Le explicó a Pisciotta que, en la eventualidad de que la Democracia Cristiana perdiera las elecciones, los comunistas adoptarían medidas extraordinarias para la eliminación de los últimos bandidos que quedaban en Sicilia. Era cierto que los carabinieri seguían organizando operaciones contra Giuliano, pero tal cosa no se podía evitar. Había que conservar las apariencias, de otro modo, la prensa radical pondría el grito en el cielo.

—¿Me está diciendo el señor ministro que su partido jamás le podrá conceder la amnistía a Giuliano? —le preguntó interrumpiéndole, Pisciotta.

—Será difícil —contestó Trezza—, pero no imposible. Si Giuliano nos ayuda a ganar las elecciones, si se está quieto algún tiempo sin cometer robos ni secuestros, si su nombre deja de ser tan tristemente famoso. Tal vez podría incluso emigrar a los Estados Unidos por una temporada y regresar después con el perdón de todo el mundo. Pero una cosa sí puedo garantizar. Si ganamos las elecciones, no haremos ningún serio esfuerzo por capturarle. Y, si desea emigrar a Norteamérica, no se lo impediremos ni pediremos a las autoridades estadounidenses que lo expulsen. —El ministro hizo una breve pausa—. Personalmente, haré cuanto esté en mi mano por convencer al presidente de la República de que le otorgue el indulto.

—Pero, si nos convertimos en unos ciudadanos ejemplares —dijo Pisciotta, volviendo a sonreír con astucia—, ¿cómo vamos a comer Giuliano, sus hombres y las familias de éstos? ¿Podría el Gobierno pagarnos alguna cosa? Al fin y al cabo, vamos a encargarnos de hacer el trabajo sucio.

Don Croce, que había estado escuchando con los ojos cerrados como una serpiente dormida, se apresuró a intervenir para evitar una enfurecida respuesta del ministro del Interior, indignado ante el hecho de que aquel forajido se atreviera a pedir dinero al Gobierno.

—Ha sido una broma, señor ministro —dijo Don Croce—. Es la primera vez que este muchacho sale de Sicilia. No entiende los severos preceptos morales del mundo exterior. La cuestión del respaldo no tiene que preocuparle en absoluto. Yo mismo resolveré ese asunto con Giuliano.

Después miró a Pisciotta para imponerle silencio.

De repente, sin embargo, el ministro esbozó una sonrisa y le dijo a Pisciotta:

—Vaya, me alegro de ver que la juventud de Sicilia no ha cambiado. Yo también era así en otros tiempos. No tememos pedir lo que nos corresponde. Quizá quiera usted algo más concreto que las promesas. —Abrió un cajón de su escritorio y sacó una tarjeta plastificada y con orla roja. Se la entregó a Pisciotta y le dijo—: Esto es un pase especial firmado personalmente por mí. Le permitirá desplazarse a cualquier lugar de Sicilia o de Italia sin que la policía le moleste. Vale su peso en oro.

Pisciotta inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y se guardó el documento en el bolsillo interior de la chaqueta. En su viaje a Roma, había visto a Don Croce utilizar un pase semejante y sabía por tanto que le acababan de entregar algo muy valioso. Y entonces dio en preguntarse qué ocurriría si le capturaran con él encima. El escándalo sería mayúsculo y sacudiría todo el país. ¿El lugarteniente de la banda de Giuliano provisto de un pase de seguridad facilitado por el ministro del Interior? ¿Cómo era posible? Su mente trató de resolver el acertijo, pero no pudo dar con la respuesta. El ministro Trezza debía de estar muy seguro de su poder. Pero, ¿por qué le había dado el pase? No acertaba a descubrir la solución del enigma.

El regalo de un documento de tanta importancia constituía un acto de fe y buena voluntad por parte del ministro. Las atenciones que le había prodigado el Don durante el viaje habían sido muy agradables. Pero todo eso no bastaba para satisfacer a Pisciotta. Le pidió a Trezza que escribiera una nota a Giuliano en la que dejara constancia de la celebración del encuentro. Trezza se negó.

Cuando Pisciotta regresó al monte, Giuliano le interrogó con mucho detenimiento, haciéndole repetir cuanto recordara de las entrevistas. Al mostrarle Pisciotta el pase orlado de rojo, manifestando su extrañeza por el hecho de que se lo hubiera dado y por el peligro que corría el ministro firmándolo, Giuliano le dio una palmada en el hombro.

—Eres un verdadero hermano —le dijo—. Eres mucho más desconfiado que yo y, sin embargo, tu lealtad hacia mí te ha impedido ver lo evidente. Don Croce debe de haberle dicho que te dé el pase. Esperan que hagas un viaje especial a Roma y te conviertas en su confidente.

Pisciotta comprendió en seguida que ésa debía de ser la explicación.

—El muy hijo de puta —exclamó enfurecido—. Voy a utilizar el pase para volver y cortarle el pescuezo.

—No —dijo Giuliano—. Quédate con el pase. Nos será útil. Y otra cosa. Eso puede parecer la firma de Trezza, pero, como es lógico, no lo es. Es una falsificación. Según les convenga, podrán negar la autenticidad del pase o bien afirmarla y demostrar documentalmente que lo extendió el propio Trezza. En caso de que digan que es falso, les bastará con destruir las pruebas documentales.

Pisciotta volvió a comprender que ésa era la verdad. Se asombró de que Giuliano, tan sincero y honrado en sus tratos, pudiera adivinar los tortuosos planes de sus enemigos y comprendió que, en la raíz del romanticismo de Giuliano, estaba la brillante intuición del paranoico.

—En tal caso, ¿cómo podemos estar seguros de que mantendrán sus promesas? —dijo Pisciotta—. ¿Por qué tenemos que ayudarles? Lo nuestro no es la política.

Giuliano ponderó la cuestión. Aspanu siempre había sido cínico y también un poco codicioso. A veces habían discutido por el botín de los robos y Pisciotta pedía a menudo una participación más elevada para los miembros de la banda.

—No tenemos otra alternativa —dijo Giuliano—. Los comunistas jamás me concederán la amnistía si alcanzan la mayoría en el Gobierno. En estos momentos, la Democracia Cristiana, el ministro Trezza, el cardenal de Palermo y, por supuesto, Don Croce tienen que ser nuestros amigos y compañeros de armas. Tenemos que neutralizar a los comunistas, eso es lo más importante. Nos reuniremos con Don Croce y resolveremos la cuestión. —Hizo una pausa y de nuevo le dio a Pisciotta una palmada en el hombro—. Hiciste bien en pedirle la nota al cardenal. Y este pase nos va a ser muy útil.

Sin embargo, Aspanu no estaba demasiado convencido.

—Les vamos a hacer el trabajo sucio —dijo—. Y después tendremos que esperar como unos pordioseros a que nos concedan el indulto.

No creo ni una palabra de lo que han dicho, nos hablan como si fuéramos busconas estúpidas y nos prometen el oro y el moro si nos acostamos con ellos. Yo digo que es mejor luchar por nuestra cuenta y quedarnos con el dinero que robamos, en lugar de distribuirlo entre los pobres. Podríamos ser ricos y vivir como unos reyes en los Estados Unidos o en el Brasil. Esa es nuestra solución; de esa forma no tendríamos que contar para nada con esos pezzonovante.

Giuliano decidió precisar su punto de vista.

Aspanu —dijo—, tenemos que apostar por la Democracia Cristiana y por Don Croce. Si ganamos y obtenemos el indulto, el pueblo de Sicilia nos elegiría como representantes suyos. De esa manera, lo conseguiremos todo. —Se detuvo un instante y miró con una sonrisa a Pisciotta—. Si nos engañan, ni tú ni yo nos sorprenderemos demasiado. Pero, ¿qué habremos perdido? Tenemos que luchar contra los comunistas en cualquier caso, son mucho peores que los fascistas y también peores enemigos nuestros. Así pues, su ruina es segura. Y ahora escúchame con atención. Tú y yo pensamos lo mismo. La batalla final se producirá cuando hayamos derrotado a los comunistas y tengamos que tomar las armas contra los «amigos de los amigos» y Don Croce.

—Estamos cometiendo un error —dijo Pisciotta, encogiéndose de hombros.

Giuliano sonrió, pero adoptó una expresión pensativa. Sabía que a Pisciotta le gustaba la vida de forajido porque estaba muy en consonancia con su forma de ser. Era un hombre ingenioso y astuto, pero no tenía imaginación. No podía dar un salto hacia el futuro y ver el destino inexorable que les aguardaba como forajidos.

Aquella noche, Aspanu Pisciotta se sentó a la orilla del peñasco e intentó fumar un cigarrillo. Pero un agudo dolor de pecho le obligó a apagarlo y guardárselo en el bolsillo. Sabía que su tuberculosis estaba empeorando, pero también que, si descansara unas cuantas semanas en la montaña, se encontraría mejor. Lo que más le preocupaba era algo que no le había contado a Giuliano.

A lo largo de toda su gira de visitas al ministro Trezza y al cardenal de Palermo, Don Croce había sido su compañero constante. Ambos habían comido y cenado juntos todas las noches y el Don le había hablado del futuro de Sicilia y de los difíciles tiempos que se avecinaban. Pisciotta tardó un poco en darse cuenta de que el Don le estaba cortejando, tratando de atraerle hacia el bando de los «amigos de los amigos» e intentando hacerle ver que su porvenir, como el de Sicilia, quizá podría ser más halagüeño con él que con Giuliano. Pisciotta no dio muestras de haber entendido el mensaje. Pero las intenciones del Don le tenían preocupado. Jamás había temido a nadie, como no fuera, tal vez, a Turi Giuliano. Sin embargo, Don Croce, que había tardado toda una vida en adquirir ese «respeto» que es la cualidad esencial de un gran jefe de la Mafia, le causaba pavor. Temía que el Don les engañara y traicionara y que algún día tuvieran que morder el polvo y verse abocados a una muerte violenta.