UNA COMIDA

I

" ¿Pero, Fundanius, que compartía con vos la felicidad de esa comida? Me preocupa saberlo". - (HORACIO).

Honorio estaba atrasado. Saludo a los dueños de casa, a los invitados que conocía, fue presentado a los demás y pasaron a la mesa. Al cabo de algunos instantes, un jovencito, su vecino, le pidió que le nombrara y le dijera quiénes eran los invitados. Honorio nunca lo había encontrado en sociedad. Era muy buen mozo. La dueña de casa le echaba a cada rato unas miradas incendiarias que explicaban bastante por qué lo había invitado y que pronto formaría parte de su círculo. Honorio sintió en él a una potencia futura, pero sin envidia, por cortés benevolencia, se creyó en el deber de contestarle. Miró en torno. Frente a él, dos vecinos no se hablaban: por una torpe buena intención los habían invitado juntos y colocados juntos porque ambos se ocupaban de literatura. Pero a ese primer motivo de odio, agregaban otro más particular. El de más edad, pariente -doblemente hipnotizado- de Paul Desjardins y del señor de Vogue, afectaba un desdeñoso silencio frente al más joven, discípulo favorito de Mauricie Barrés, que a su vez lo considerase irónicamente. La malevolencia de cada uno, exageraba por lo demás bien en contra de su voluntad, la importancia del otro, como si se hubiese enfrentado el jefe de los canallas con el rey de los imbéciles. Más allá, una soberbia española comía rabiosamente. Esa noche había sacrificado sin vacilaciones una cita, a la probabilidad de adelantar su carrera social yendo a comer en una casa elegante. Y en verdad que tenía muchas posibilidades de haber calculado bien. El "snobismo" de la señora Fremer era para sus amigas -y el de sus amigas era para ella- algo así como un seguro mutuo contra el aburguesarse. Pero el azar había querido que la señora de Fremer reuniese precisamente esa noche a un "stock" de gente que no había podido invitar a sus comidas, con quienes por distintos motivos le interesaba quedar bien y que reuniera casi mezclados. El todo estaba adornado con una duquesa, pero que ya conocía la española y de la que ya nada podía sacar. Por eso cambiaba unas miradas irritadas con su marido, del que se oía siempre en las reuniones, la voz gutural decir sucesivamente, con un intervalo de cinco minutos entre cada pregunta, cubierto por otras tareas: -¿Quisiera usted presentarme al duque? - Señor duque, ¿quisiera usted presentarme a la duquesa? - Señora duquesa, ¿puedo presentarle a mi mujer?" Exasperado de perder su tiempo, se había resignado sin embargo a entablar la conversación con su vecino, el socio del dueño de casa. Desde hacía más de un año Fremer le suplicaba a su mujer que lo invitara. Había cedido al fin y lo disimulaba entre el marido de la española y un humanista. El humanista, que leía demasiado, también comía demasiado. Incurría en citas y en eructos, y esas dos incomodidades repugnaban de igual modo a su vecina., una noble, plebeya, la señora de Lenoir. Pronto había llevado la conversación a las victorias del príncipe de Buivres en el Dahomey y decía con voz enternecida:

"¡Querido muchacho! ¡Cómo me alegra que honre así a la familia!" Efectivamente, era prima de los Buivres, que - todos más jóvenes que ella-, la trataban con la deferencia que le valían su edad, su adhesión a la familia real, su gran fortuna y la constante esterilidad de sus tres casamientos.

Había volcado sobre los Buivres todo lo que podía experimentar en cuanto a sentimientos de familia. Sentía una vergüenza personal por las suciedades del que tenía un proceso judicial y alrededor de su frente bien pesada, sobre sus "bandas" orleanistas, llevaba naturalmente los laureles del que era general. Intrusa en esa familia hasta entonces tan cerrada, se había convertido en su jefe y en algo así como su decano. Se sentía de veras exiliada en la sociedad moderna y hablaba siempre con enternecimiento de "los viejos hidalgos de antaño". Su "snobismo" no era más que imaginación y por lo demás, toda su imaginación. Los nombres opulentos de pasado y gloria tenían un poder singular sobre su espíritu sensible, por lo que hallaba unos goces tan desinteresados en comer con príncipes como en leer memorial del antiguo régimen. Llevaba siempre los mismos racimos de cabellos, ya que su peinado era tan invariable como sus principios. Sus ojos chispeaban de tontería. Su cara sonriente era noble, su mímica excesiva a insignificante. Tenía, por confianza en Dios, una misma agitación optimista en la víspera de un "garden party" o de una revolución, con unos gestos rápidos que parecían conjurar el radicalismo o el mal tiempo. Su vecino el humanista, le hablaba con una cansadora elegancia y con una facilidad terrible para formular sentencias; incurría en citas de Horacio para disculpar a los ojos de los demás y poetizar para sí mismo su gala y su embriaguez. Invisibles rosas antiguas, frescas sin embargo, ceñían su estrecha frente. Pero con una cortesía pareja y que le resultaba fácil, porque veía en ello el ejercicio de su poder y el respeto, hoy escaso, de las antiguas tradiciones, la señora de Lenoir le hablaba cada cinco minutos al socio del señor Fremer. Este, por otra parte, no tenía de qué quejarse.

Desde el otro extremo de la mesa, la señora de Fremer le dirigía las alabanzas más encantadoras. Quería que esa comida contusa para varios años y decidida a no evocar por mucho tiempo a ese aguafiestas, lo enterraba bajo flores. En cuanto al señor Fremer, que trabajaba durante el día en su banco y por la noche era arrastrado por la mujer a la sociedad o guardado en casa cuando se recibía, siempre dispuesto a devorarlo todo, siempre amordazado, había concluido por guardar en las circunstancias más indiferentes, una expresión, mezcla de irritación sorda, de resignación amohinada, de exasperación contenida y de profundo embrutecimiento. Sin embargo esa noche dejaba lugar en la cara del financista a una satisfacción cordial todas las veces que sus miradas se encontraban con las de su socio. Aunque no pudiese soportarlo en lo habitual de la vida, sentía por él unas ternuras fugitivas, aunque sinceras, no porque lo deslumbraba fácilmente con su lujo, sino por esa misma vaga fraternidad que nos conmueve en el extranjero, a la vista de un francés aunque sea odioso. Él, tan violentamente arrancado cada noche a sus hábitos, tan cruelmente desarraigado, sentía un vínculo, habitualmente odiado, pero fuerte que lo acercaba por fin a alguien y lo prolongaba, para hacerlo salir, más allá de su feroz y desesperado aislamiento. Frente a él, la señora de Fremer miraba en los ojos encantados de los invitados su rubia belleza. La doble reputación que la aureolaba era un prisma engañador a través del cual cada uno trataba de percibir sus verdaderos rasgos. Ambiciosa, intrigante, casi aventurera, al decir de la finanza que había abandonado por destinos de mayor brillo, aparecía por el contrario a los ojos del barrio y,de la familia real, a los que conquistara, como un espíritu superior, como un ángel de dulzura y de virtud. Por lo demás, no había olvidado a sus antiguos amigos más humildes, los recordaba especialmente cuando estaban enfermos o de luto, circunstancias conmovedoras en las que por otra parte, como no se frecuenta la sociedad, no puede quejarse uno de que no lo inviten. Por ahí franqueaba los impulsos de su caridad y en las conversaciones con los parientes o los sacerdotes en la cabecera de los moribundos, derramaba sinceras lágrimas, matando uno por uno los remordimientos que su vida harto fácil inspiraba a su escrupulosa corazón.

Pero la más amable invitada era la joven duquesa de D…, cuyo espíritu despierto y claro, nunca perturbado ni inquieto, contrastaba tan curiosamente con la incurable melancolía de sus bellos ojos, el pesimismo de sus labios, el infinito y noble cansancio de sus manos. Esa poderosa amante de la vida bajo todas sus formas, bondad, literatura, teatro, acción, amistad, mordía sin marchitarlos, como una flor desdeñada, sus hermosos labios rojos, cuyas comisuras levantaba apenas una sonrisa desencantada. Sus ojos parecían prometer un espíritu naufragado para siempre en las enfermizas aguas del remordimiento. ¡Cuántas veces en la calle, en el teatro, unos transeúntes pensativos habían encendido su sueño en esos astros tornadizos!

Ahora, la duquesa, que recordaba un vodevil o combinaba unos vestidos; no dejaba por ello de estirar tristemente sus nobles falanges resignadas y pensativas y paseaba en' su entorno miradas desesperadas y profundas que ahogaban los invitados impresionables bajo los torrentes de su melancolía. Su exquisita conversación se adornaba negligentemente con las elegancias mustias y tan encantadoras de un escepticismo ya antiguo. Acababa de surgir una discusión y esa persona, tan absoluta en su vida y que estimaba que existía una sola manera de vestirse, repetía a cada cual: "¿Pero por qué no ha de poder decirse y pensarlo todo? Puedo tener razón yo, usted también. Qué terrible y estrecho es tener una sola opinión." Su espíritu no estaba como su cuerpo vestido a la última moda y bromeaba con facilidad a simbolistas y creyentes. Pero sucedía con su espíritu como con esas mujeres encantadoras que son lo bastante vivas y hermosas como para gustar vestidas de antiguallas. Por lo demás, tal vez fuera coquetería voluntaria. Ciertas ideas demasiado crudas hubieran apagado su espíritu como ciertos colores que le prohibía a su cutis.

A su vecino buen mozo, Honorio le había hecho de esas diferentes figuras un boceto rápido y tan benevolente que a pesar de sus profundas diferencias, parecían todas similares, la brillante señora de Torreno, la ingeniosa duquesa de D…, la hermosa señora de Lenoir. Había descuidado su único rasgo común o… mejor la misma locura colectiva, la misma epidemia repugnante de que estaban atacados todos, el "snobismo". Y más aún, de acuerdo a sus naturalezas afectaba formas distintas y había mucha distancia del "snobismo" imaginativo y poético de la señora Lenoir al "snobismo" conquistador de la señora de Torreno, ávida como un funcionario que quiere ocupar los primeros puestos. Y sin embargo, esa mujer terrible era capaz de humanizarse de nuevo. Su vecino acababa de decirle que había admirado a su hijita en el parque Monceau. En seguida había quebrado su indignado silencio. Había experimentado por ese oscuro contador, una simpatía agradecida y pura que quizás no hubiera sido capaz de sentir por un príncipe y ahora charlaban como viejos amigos.

La señora de Fremer presidía las conversaciones con una satisfacción visible causada por el sentimiento de la alta misión que estaba llevando a cabo. Acostumbrada a presentar los grandes escritores a las duquesas, se creía ella misma una especie de ministro de Relaciones Exteriores todopoderoso y que aún en el protocolo llevaba un espíritu soberano. En la misma forma, un espectador que digiere en el teatro ve por debajo de él, ya que los juzga, a artistas, público, autor, reglas del arte dramático y geñio.

La. conversación se desarrollaba por lo demás con un andar bastante armonioso. Se había legado a ese momento de las comidas en que los vecinos tantean la rodilla de las vecinas o las interrogan acerca de sus preferencias literarias, de acuerdo a los temperamentos y educación, de acuerdo sobre todo a la vecina. Por un instante pareció, inevitable un incidente. Como el hermoso vecino de Honorio tratara de insinuar, con la imprudencia de la juventud, que en la obra de Heredia había quizás más pensamiento de lo que se decía en general, los invitados turbados en sus costumbres del espíritu adoptaron una actitud melancólica. Pero como la señora de Fremer exclamó en seguida: "Al contrario, no son más que camafeos admirables, esmaltes suntuosos, orfebrerías sin una tacha", la animación y la satisfacción reaparecieron en todos los rostros. Una discusión sobre los anarquistas fue más grave. Pero la señora de Fremer, como inclinándose con resignación frente a la fatalidad de una ley natural, dijo lentamente: "¿Para qué todo eso? Siempre habrá ricos y pobres". Y toda esa gente, entre los cuales el más pobre tenía por lo menos cien mil francos de renta, sorprendidos por esa verdad, liberados de sus escrúpulos, vaciaron con alegría cordial su última copa de vino de Champagne.

II

Después de la comida Honorio, que sentía que la mezcla de vinos lo había mareado un poco, partió sin despedirse, retiró su abrigo abajo y empezó a bajar a pie por los Campos Elíseos.

Sentía una infinita alegría. Las barreras de imposibilidad que cierran a nuestros deseos y nuestros sueños al campo de Ia realidad, estaban rotos y su pensamiento circulaba alegremente a través de lo irrealizable, exaltándose con su propio movimiento.

Lo atraían las misteriosas avenidas que existen entre cada ser humano y al fondo de las cuales se pone quizás cada tarde un insospechado sol de alegría o desesperanza. Cada persona en quien pensaba se hacía en seguida irresistiblemente simpática; eligió alternativamente las calles en las que podía imaginarse encontrar a una de ellas y si se hubiesen cumplido sus previsiones hubiese abordado al desconocido o al indiferente, sin terror, con un dulce estremecimiento. Tras la caída de un decorado armado demasiado cerca, la vida se extendía frente a él, en todo el encantamiento de su novedad y su misterio, en paisajes amigos que lo invitaban. Y el remordimiento de que fuese el espejismo o la realidad de una sola noche, lo desesperaba; ya no haría otra cosa que comer y beber tan bien, para volver a ver cosas tan hermosas. Sólo sufría por no poder alcanzar inmediatamente todos los lugares que estaban dispuestos aquí y allá en lo infinito de su perspectiva, lejos de él. Entonces lo sorprendió el rumor de una voz, algo aumentada y exagerada, que repetía desde hacía un cuarto de hors: "la vida es triste, es algo idiota" (esta última palabra estaba subrayada con un gesto seco del brazo derecho y notó el brusco movimiento de su bastón). Se dijo con tristeza que esas palabras maquinales eran una muy vulgar traducción de semejantes visiones que, pensó, no eran quizás expresables.

"¡Ay!, sin duda la intensidad de mi placer o de mi remordimiento se centuplica, pero el narrador intelectual es el mismo de siempre. Mi felicidad es nerviosa, personal, intraducible para otros y si escribiese en este momento, mi estilo tendría las mismas cualidades, los mismos defectos, ¡ay!, la misma mediocridad que de costumbre."

Pero el bienestar físico que experimentaba le evitó pensar por más tiempo y le dio inmediatamente el consuelo supremo, el olvido. Había llegado a los bulevares. Pasaba gente a quienes otorgaba su simpatía, seguro de la reciprocidad. Se sentía su glorioso punto de mire; abrió su sobretodo para que se viera la blancura de su free, que le sentaba bien, y el clavel rojo oscuro de su ojal. Así se ofrecía a la admiración de los transeúntes, a la ternura con que estaba con ellos en voluptuoso comercio.