PROLOGO

¿Por qué me pidió que ofreciera su libro a los espíritus curiosos? ¿Y por qué le prometí cumplir ese encargo, sumamente agradable, pero harto inútil? Su libro es como un rostro joven lleno de raro encanto y de gracia fina. Se recomienda por sí solo, habla por sí mismo y se ofrece a pesar de sí.

Es joven, sin duda. Es joven con la juventud del autor. Pero es viejo con la vejez del mundo. Es la primavera de las hojas en las ramas antiguas, en el bosque secular. Pareciera que los brotes nuevos están entristecidos por el profundo pasado de los bosques y llevan el luto de tantas primaveras muertas.

El taciturno Hesíodo narró Los Trabajos y los Días a los cabreros del Helicón. Es más melancólico contarles a los mundanos y a las mundanas los Placeres y los Días, si como lo pretende ese hombre de estado inglés, la vida se hace soportable sin placeres. Por eso el libro de nuestro joven amigo tiene sonrisas cansadas, y actitudes de fatiga que no carecen de hermosura y nobleza.

Su misma tristeza resultará risueña y muy va6 Los placeres y los días riada, conducida como lo está por un maravilloso espíritu de observación, por una inteligencia flexible, penetrante y verdaderamente sutil. Ese calendario de Los Placeres y los Días señala las horas de la naturaleza en armoniosos cuadros del cielo, del mar, de los bosques y las horas humanas con retratos fieles y pinturas de estilo, de un acabado maravilloso.

Marcel Proust se complace asimismo en describir el desolado esplendor del sol poniente y las agitadas vanidades de un alma snob. Es muy hábil para narrar los dolores elegantes, los sufrimientos artificiales, que igualan por lo menos en crueldad a los que la naturaleza nos concede con materna prodigalidad.

Confieso que esos sufrimientos inventados, esos dolores hallados por el genio humano, esos dolores de arte, me resultan infinitamente interesantes y valiosos y le agradezco a Marcel Proust el haber estudiado y descripto algunos ejemplares selectos.

Nos atrae, nos contiene en una atmósfera de invernadero, entre unas sabias orquídeas que no alimentan en tierra su extraña belleza enfermiza. De pronto, por el aire pesado y delicioso pasa una flecha luminosa, un relámpago que como el rayo del doctor alemán, atraviesa los cuerpos. De un rasgo penetró el poeta el pensamiento secreto, el inconfesado deseo.

Esa es su manera y ese su arte. Demuestra una seguridad que sorprende en un arquero tan joven. No es absolutamente inocente. Pero es tan sincero y tan verídico, que se hace candoroso y gusta de ese modo.

Hay en él algo del Bernardín de Saint-Pierre depravado y del Petronio ingenuo. ¡Libro feliz el suyo! Andará por la ciudad, adornado, perfumado con las flores con que lo cubrió Madeleine Lemaire, con esa mano divina que siembra las rosas y su rocío.

ANATOLE FRANCE

A MI AMIGO WILLIE HEATH

Fallecido en París el 3 de octubre de 1893 «Desde el seno de Dios en que descansas… revélame esas verdades que dominan la muerte, impiden temerla y casi la hacen amar.»

Los antiguos griegos llevaban a sus muertos vino, pasteles y leche. Seducidos por una ilusión más refinada, ya que no más sabia, nosotros les ofrecemos flores y libros. Si os hago entrega de éste, ante todo es porque se trata de un libro de figuras. Interesados por las «leyendas», ya que no sea leído, lo mirarán al menos, todos los admiradores de la gran artista que con sencillez me hizo un regalo magnifico, aquella de quien podía decirse, de acuerdo a la ocurrencia de Dumas, «que ella fue la que creó más rosas, después de Dios.» También el señor Roberto de Montesquiou la celebró en unos versos aún inéditos, con esa elocuencia sentenciosa y sutil, ese orden riguroso que a menudo recuerda en él al siglo XVII. Le dice, al hablarle de las flores:

Posar ante vuestros pinceles los obliga a florecer. …

Sois su Vigée y sois la Flora que los inmortaliza, donde hace morir el alba.

1.Poser pour vos pinceaux les engage a fleurir. …

Vous êtes leur Vigée et vous êtes Ia Flore.

Qui les immortalise, où l'aube fait mourir.

Sus admiradores constituyen una «élite» y son multitud. He querido que viesen en la primera página, el nombre de aquel que no tuvieron tiempo de conocer y que habrían admirado. Yo mismo, querido amigo, os he conocido durante muy poco tiempo. En el bosque os encontraba a menudo por la mañana, me habíais advertido y me esperabais bajo los árboles, de pie, pero descansado, parecido a uno de esos caballeros que ha pintado Van Dyck y de los que poseíais la pensativa elegancia Su elegancia, en efecto, como la vuestra, no reside tanto en la vestimenta como en el cuerpo y su cuerpo mismo parece haberla recibido y continuar recibiéndola de su alma: es una elegancia moral. Todo, por lo demás, contribuía a acentuar ese melancólico parecido, hasta ese fondo de follaje a cuya sombra interrumpió a menudo Van Dyck el paseo de un rey; como tantos entre los que fueron modelos suyos, debíais morir pronto y en sus ojos como en los vuestros, se veían alternadas las sombras del presentimiento y la dulce luz de la resignación. Pero si la gracia de vuestra altivez pertenecía, por derecho, al arte de un Van Dyck, descendíais más bien de Vinci por la intensidad misteriosa de vuestra vida espiritual. A menudo con el índice levantado, impenetrables los ojos y sonrientes ante el enigma que callabais, se me habéis aparecido como el San Juan Bautista de Leonardo. Formulábamos entonces el anhelo, casi el proyecto, de vivir cada vez más juntos, en un círculo de mujeres y de hombres magnánimos y escogidos, bastante lejos de la tontería, del vicio y de la maldad, para sentirnos a cubierto de sus dardos vulgares.

Vuestra vida, tal como la queríais sería una obra de esas que necesitan una alta inspiración. Podemos recibirla del amor, como de la fe y el genio. Pero la muerte era la que debía dárosla. También en ella y en sus proximidades residen fuerzas ocultas, ayudas secretas, una «gracia» que no está en la vida. Como los amantes cuando empiezan a amar, como los poetas en los tiempos en que cantan, los enfermos se sienten más cerca de su alma. La vida es cosa dura que oprime demasiado y permanentemente nos hace doler el alma. Al sentir relajarse sus ataduras por un momento, pueden experimentarse dulzuras clarividentes.

Cuando era muy niño, ningún destino de personaje de historia sagrada me parecía tan miserable como el de Noé, debido al diluvio que lo tuvo encerrado en el Arca, durante cuarenta días. Más tarde enfermé a menudo y largos días también tuve que estar en el «árca». Entonces comprendí que Noé nunca pudo ver mejor al mundo que desde el arca, a pesar de que estaba cerrada y que había oscuridad sobre la tierra. Cuando empezó mi convalecencia, mi madre, que no me había dejado y aun por la noche quedaba junto a mí, «abrió la puerta del arca» y salió. Sin embargo, como la paloma, «volvió una vez más esa noche». Luego me curé del todo y como la paloma, «ya no volví.» Hubo que empezar nuevamente a vivir, a apartarse de sí, a oír palabras más duras que las de mi madre; más aún, las suyas, tan permanentemente dulces hasta entonces, ya no eran las mismas, sino que estaban impregnadas por la severidad de la vida y el deber que debía enseñarme. Dulce paloma del diluvio, al veros partir ¿cómo no pensar que el patriarca no haya sentido alguna tristeza junto a la alegría del mundo que renacía? Dulzura de la suspensión de vivir, de la verdadera «Tregua de Dios» que interrumpió los trabajos, los malos deseos. «Gracia» de la enfermedad que nos acerca a las realidades de más allá de la muerte - y esas gracias también, gracias de esos «vanos adornos y esos velos que pesan», de los cabellos que una mano inoportuna «tomb el cuidado de reunir», suaves fidelidades de una madre y de un amigo que se nos han aparecido tan á menudo como el mismo rostro de nuestra tristeza o como el gesto de la protección implorada por nuestra debilidad y que se detendrán en el umbral de la convalecencia - he sufrido a menudo de saberos lejos de mí, a todas vosotras, descendencia en exilio de la paloma del area. ¿Y quién no ha conocido esos momentos, querido Willie, y querría estar donde estáis? Tantos compromisos contrae uno con la villa que Ilega una hors en que, ante el desaliento de no poder cumplirlos todos, se vuelve uno hacia las tumbas, llama a la muerte, «la muerte que acude en ayuda de los destinos que se cumplen difícilmente». Pero si nos desliga de los com- promisos que hemos contraído con la villa, no puede hacerlo con los que hemos contraído con nosotros mismos y con el primero, sobre todo, que consiste en vivir para valer y merecer.

Más grave que ninguno de nosotros, erais también más niño que ninguno, no sólo por la pureza del corazón, sino por una alegría cándida y deliciosa. Carlos de Grancey tenía el don, que le envidiaba yo; de poder despertar bruscamente, con los recuerdos de colegio, esa risa que nunca se adormecía por mucho tiempo y que ya no oiremos.

Si unas pocas de estas páginas fueron escritas a los veintitrés años, muchas otras (Violante, casi todos los Fragmentos de Comedia Italiana, etc.) datan de mis veinte años.

Todas no son más que la vana espuma de una vida agitada, pero que ahora se tranquiliza. Ojalá pueda ser algún día lo bastante límpida, para que las Musas dignen contemplarse en ella y pueda verse recorrer, en su superficie, el reflejo de sus sonrisas y sus danzas.

Os entrego este libro. iAy! sois el único de mis amigos cuyas críticas no debo temer. Tengo por lo menos la confianza de que en ninguna parte os llegará a chocar la libertad del tono. Nunca he pintado la inmoralidad más que en seres de una delicada conciencia. Por eso, demasiado débiles para querer el bien, demasiado nobles para gozarse plenamente en el mal, sin conocer otra cosa que el sufrimiento, no he podido hablar de ellos más que con una compasión demasiado sincera para que no purificase estos pequeños ensayos. Que el amigo verdadero, el Maestro ilustre y bienamado que le agregaron, uno la poesía de su música, el otro la música de su incomparable poesía; que el señor Darlu, también, el gran filósofo cuya palabra inspirada, de perduración más segura que un escrito, engendró la poesía, dentro de mí como en tantos otros, me perdonen el haberos reservado esa prenda última de afecto, al recordar que ningún vivo, por grande o por caro que sea, debe ser honrado sino después que un muerto.

Julio de 1894.