Capítulo 49
El teléfono me ha despertado a las seis menos cuarto de la mañana dándome un susto de muerte. A esa hora solo puede ser algo grave. Era un número desconocido. He descolgado rápidamente y he oído una voz apenas perceptible, una mujer que lloraba. Casi no podía hablar.
—Soy Inés Ruiz, nos vimos ayer en la conferencia de mi marido.
He creído encontrarme dentro de una pesadilla.
—Necesito hablar contigo cuanto antes. Es muy importante —ha continuado ella, y yo he tenido que sentarme. Inés tenía la voz bañada en lágrimas—. Por favor —insistía—, por favor.
—Bueno —he dicho sin pensar—, podemos vernos esta tarde.
—No. Tiene que ser antes. No puedo esperar.
He debido de quedarme pálida. Sus palabras han traído a mi memoria las que pronunció Noelia el día en que yo iba a recoger el premio. Estaba temblando. Solo podía ser una pesadilla. Mi arrepentimiento por haber ido a aquella maldita conferencia, por no haber sido más prudente, me traía ese mal sueño. Inés ya no hablaba y yo seguía con el móvil pegado a mi oreja. Solo oía su llanto.
—Tú eres amiga de Noelia Duch, se lo dijiste ayer a Héctor —ha dicho.
—Sí —he respondido, y después he dudado entre si acababa de oír «eras» o «eres».
—Por favor, es muy importante que nos veamos ahora. Voy a donde tú me digas.
—Pero yo ya no estoy en Madrid. Estoy en Zaragoza.
—No me importa. Vivimos cerca de Atocha: cojo el primer AVE y en menos de dos horas estoy ahí.
No podía ser verdad. Tenía que pellizcarme. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué tenía que decirme esa mujer?
—Está bien —he respondido de manera automática y le he dado mi dirección. Me he arrepentido tan pronto como he colgado. ¿Por qué invitaba a mi casa a la mujer que tanto daño causó a Noelia?
He puesto la cafetera y me he metido en la ducha. Me esforzaba en vaciar mi mente para recuperar la paz. ¿Qué querría decirme? ¿Qué clase de seísmo habrían causado mis palabras de ayer? ¿Habría destruido su matrimonio? No era mi intención añadir más dolor al mundo, a la vida. Cuando haces daño a alguien nunca se queda solo en esa persona: el mal, igual que el bien, produce una onda expansiva que alcanza a todas las personas que aman a la víctima.
Me he sentido un monstruo.
He salido de la ducha, me he puesto el albornoz y he ido a la cocina a sacar la cafetera de la vitrocerámica. Seguía siendo de noche. Igual que aquel 28 de enero. No amanecía.
Sentada en la mesa de la cocina, daba vueltas sin parar al café. Mi memoria ha varado en la madrugada del 28 de enero de 2001. Como si mis pensamientos de entonces se encontraran dentro de la taza. Fueron míos, pero ya no lo son. Antes de que Noelia me llamara, estaba llena de emoción por ir a recoger mi premio. Me recuerdo esperando con impaciencia ese amanecer de una vida maravillosa: se me abrían de par en par las puertas de un brillante futuro profesional; David me acompañaba y dentro de pocos años nos casaríamos y tendríamos niños. Nada ensombrecía el sol que resplandecía en mis sueños cuando en la carretera era aún de noche. Ni un mal pensamiento, ni miedos, ni dudas, solo seguridad y planes para el mañana.
A veces la llamada de Noelia se presenta ante mí como un hacha que descuartizó mi vida de un solo golpe. Los meses que siguieron a su muerte no podía arrancarme un sentimiento de culpa que me debilitaba en todos los sentidos. No acepté las ofertas que me hicieron otras empresas y en las que, probablemente, habría prosperado como deseaba; mi relación con David se pintó de gris. No solo me resultaba imposible alejarlo de los hechos (estaba junto a mí en aquel instante en que Noelia me llamó desolada, y se encontraba a mi lado cuando me comunicaron su muerte), sino, aún peor: lo culpaba por no haber puesto remedio a tanta desdicha. Él tendría que haberme disuadido de continuar aquel viaje hacia Jerez; tendría que haberse dado cuenta de la gravedad de aquella llamada y haber dado la vuelta para poner rumbo a Zaragoza. Aún estaba a tiempo de llegar antes de que Noelia muriera, a tiempo de hablarle, de escucharla, de hacerla reír, de convencerla, una vez más, de que Héctor la amaba solo a ella (porque solo eso la habría convencido de que merecía la pena seguir viviendo). Culpé también a David por haberle contado a Carlos que la policía había intervenido el teléfono de Noelia.
No me lleva a ninguna parte darle vueltas a este asunto. Han pasado más de diez años. Pero algunas veces no puedo evitarlo. Trato de encontrar una clave, una redención en esos pesares enmarañados. Tal vez quiero perdonarme a mí misma. A David lo perdoné cuando se fue de mi lado, cuando se marchó a Argentina. Su ausencia me hizo ser consciente del daño que le hice sin que lo mereciera. Pero eximirle a él me causó más remordimientos, porque me di cuenta de que solo yo era culpable de no haber regresado al lado de Noelia cuando me necesitaba, y era yo quien no tenía que haber revelado que la policía había intervenido su teléfono. Me arrepentí, además, de la tortura a la que sometí a David durante todo el tiempo que siguió a la muerte de mi amiga, hasta que se marchó de mi lado. Aun así, quiso que me fuera con él. Solo ahora, desde la distancia, soy capaz de valorar cuánto me amó, su paciencia, su compasión y su perdón. No quise casarme con él cuando me lo pidió, igual que rechacé las ofertas de trabajo que en aquel tiempo se me presentaron.
A veces es necesario atribuir a otros nuestros errores para no cargar nosotros mismos con ese peso que nos hace infelices y nos impide avanzar. Pero qué lejos estamos de la verdad: de esa manera no solo sufrimos la compunción de nuestras faltas, sino también la de haber echado sobre otros la responsabilidad moral que a nosotros nos corresponde. No sirve la táctica de condenar, ni la de condenarnos. Es preciso ejercitarse en perdonar, en limpiar el camino para seguir avanzando. Nos guste o no, todo lo que nos sucede es consecuencia de las decisiones que tomamos en el pasado. Creemos que nuestras acciones las desencadenan las circunstancias u otras personas, pero, salvo esas excepciones en que otras voluntades se interponen en nuestra trayectoria, somos nosotros, nuestras preferencias, quienes las vamos dibujando. Yo opté por ir a recoger el premio y no por regresar a Zaragoza, a pesar de la llamada de mi amiga, igual que ahora escojo continuar escribiendo estas páginas. Noelia me lo pidió, pero yo puedo cumplir o no su deseo. Aquella madrugada ella me estaba rogando que volviera y no lo hice. Antepuse el premio a la amistad. No fue David quien me convenció para que continuara el viaje a Jerez, y, aunque lo hubiera hecho, tampoco habría sido él el responsable. Fui yo; mi determinación de recoger el premio en primer lugar y ocuparme de Noelia en segundo lugar. Yo seleccioné la prioridad y de mi decisión derivaron los resultados.
Ayer decidí ir a Madrid a ver a Héctor, y osé recordarle a su mujer que él la había engañado. Y hoy soy rea de mi desatino y de mi mala intención.