Capítulo 20

Lo más importante del mundo para Noelia era el amor; lo imprescindible de la vida, el aliento, el motivo, la vida misma. El amor había sido su ambición máxima desde que tuvo uso de razón. Desdeñó su inteligencia y todas sus habilidades cuando no le sirvieron para alcanzar el que ella creía que era el amor de su vida. Había estudiado Filología por imposición de sus padres y trabajaba para ganarse la vida, no más. Todas sus pretensiones estaban puestas en ese amor con el que soñó desde niña: un marido, una casa y unos niños. Quería ser una esposa joven, una madre joven. Esa prontitud con la que anhelaba cumplir su sueño la llevó a equivocarse una vez tras otra. Era fácil la labor de sus enamorados: como siempre eran más de uno, ella se veía en la necesidad de elegir porque estaba segura de que uno de ellos habría de ser el hombre que esperaba. Se debatía unos días, quizá unas semanas, entre cuál de aquellos sería. Estudiaba los pros y los contras de cada uno y, atendiendo o no a los consejos de unas y otras amigas, al final se decidía por alguno y se enamoraba de él hasta el fondo. Las relaciones le duraban unos meses, alguna hasta cuatro años. Con algunas sufría porque no respondían a sus expectativas, aunque su sufrimiento era mínimo, y con otras porque su novio era tan impresentable que no la merecía. No era fácil comprender la extrema sensibilidad de Noelia. Y quizá era eso precisamente lo que la hacía tan irresistible, pero también lo que más pesares le causaba. Precisamente se enamoraba más de aquellos que la hacían padecer. Más que amor era un reto, el reto de cambiarlos, de mejorarlos, de hacerlos a la imagen de sus deseos. Y lo primero que hacía era obligarlos a abandonar aquellas inclinaciones que a ella más la mortificaban: a unos el alcohol de los fines de semana, a otros su afán por compartir las noches con los amigos hasta la madrugada, a veces hasta un trabajo que a ella le causaba más celos de los que podía soportar. Tantas emociones, tanto énfasis ponía en su empeño que confundía su efervescencia con otro ardor y creía que estaba enamorada. Pero lo que ella denominaba amor no era sino un desafío, vencido el cual se apagaba su apasionamiento y apenas dejaba exiguos restos de aprecio.

Nunca la he visto tan radiante como los pocos meses en los que estaba sola. Disfrutaba de su libertad como nadie, con una intensidad casi avariciosa. Yo no lograba entender su afán por encontrar eso que ella llamaba el amor de su vida. Nunca la vi feliz en pareja, salvo los primeros días de una relación. Sin embargo, cuando estaba sola, cuando tenía libre el corazón, devoraba el mundo. Su risa era más contagiosa y era la mujer más divertida del mundo.