Capítulo 5

Ayer me quedé sin trabajo. La empresa va a dejar de recibir dinero de la Administración Pública y ha decidido «ajustar gastos». «Gastos». Quince años de mi vida entregados a la compañía, horas extras que nunca me han pagado, fines de semana, y de pronto me veo reducida a un «gasto». Era feliz con ese trabajo. Hasta ayer solo me faltaba el amor para que mi vida fuera «perfecta». David se marchó hace casi tres años a Buenos Aires con una ONG. Insistió en que me fuera con él, pero yo concedía a mi carrera demasiada importancia y no estaba dispuesta a abandonarla. Vive con una chica argentina y acaban de tener un niño. Ahora estoy enamorada de Manuel, aunque solo he conseguido su amistad y una gran e inútil complicidad. Cuando estamos solos no me habla más que de Noelia y de la historia de Zaragoza, pero yo casi prefiero lo primero, al menos tengo algo que decir. De historia sé bastante menos de lo que me gustaría. Cuando se pone a narrar hazañas de la Guerra de la Independencia, de Ramón Pignatelli, del conde de Aranda, de la construcción del canal Imperial o de Basilio Paraíso, me muestro muy interesada, incluso finjo que alguno de los hechos ya lo conocía; me avergüenza confesar tanta ignorancia. No obstante, lejos de aburrirme y desilusionarme, Manuel se ha convertido en una obsesión para mí. Está un poco gordito, pero es tan confortable como un oso de peluche. Lleva barba y tiene los ojos verdes y redondos. No es que sea guapísimo, pero sí guapo, y a mí me resulta irresistible. Hasta ayer todas mis aspiraciones giraban en torno a él: Manuel era la pieza que me faltaba para acabar de construir el puzle de mi vida. Hasta ayer, hasta el instante mismo en que mi jefe me comunicó el despido. Entonces sentí que alguien soplaba fuerte por encima de mi hombro y hacía volar todo el rompecabezas. No quedaba ni una sola pieza en su sitio y tenía que volver a empezar.

Sin embargo, la vida no es un puzle que se va terminando, es un paisaje infinito cuyos pedazos nunca se acaban de combinar. Algunos los tenemos dentro de nosotros y no los vemos, otros no queremos verlos, ni siquiera nos atrevemos a buscarlos: unos se encuentran en nuestros sueños, pero no sospechamos que podrían hacerse realidad. Quizá sin miedos, sin conformismos, podríamos sacar de nuestra fantasía esas piezas y encajarlas en el paisaje.

Tengo una vaga sensación de penumbra, aunque son las cinco de una brillante tarde de mayo. Estoy enamorada de Manuel, pero hoy mi alma se consuela evocando el afecto íntimo que Luis, mi compañero de trabajo, me profesaba en silencio: sus miradas, sus sonrisas, sus dos besos cuando me saluda. Apenas lo he mirado a la cara durante estos años. Sin embargo, anteayer, justo un día antes de saber que iban a despedirme, él regresó tras una semana de vacaciones y nos saludamos, lo miré a los ojos antes de darle dos besos, y se los di de verdad. Cuando era más joven confiaba menos en mí y no hacía caso de algunas intuiciones. Las llamaba ilusiones, pero ahora sé identificarlas y sé que Luis se ha enamorado de mí, y me agrada; no porque yo me sienta atraída por él ni nada de eso, sino porque me produce una sensación deleitosa: no tocar el suelo con los pies, esponjarse la boca, los ojos y el pecho. Resucitar. Leo «besos» al final de sus sms y repaso todos sus mensajes para ver cuándo empezó a escribirme «besos». Ahora también eso ha terminado.

La tarde se queda dormida en los pliegues de mis pensamientos. Había deseado tantas veces tener las tardes libres, y ahora sin trabajo se me hacen eternas. Debería aprovechar para escribir lo que me pidió Noelia, pero me siento tan decaída que temo que centrar mi atención en ella pueda hundirme todavía más.

Me esfuerzo tanto en oponerme a su recuerdo que hoy me asedia con más rotundidad que nunca. Héctor salta en mi memoria a cada rato y se entremete en mis reflexiones. Siento deseos de buscarlo, de preguntarle si amó a Noelia, si todavía la ama. Los amores imposibles son los que duran toda la vida. Las llamas que no se apagan.

Seguro que si él hubiera correspondido a Noelia de la manera que ella deseaba, más tarde o más temprano ella habría dejado de amarlo. Cuatro años. Esto es lo máximo que le duraba un gran amor a Noelia. Después venía el «no sé cómo pude estar tan enamorada de él». Amaba solo lo que añoraba, lo que creaba, lo que inventaba, y cuando dejaba de añadir imaginación, cuando el hombre soñado se quedaba desnudo ante ella, sin las vestiduras de su fantasía, dejaba de interesarle.

Enamorarse es crear. Nos enamoramos de alguien a quien apenas conocemos, y con nuestros deseos completamos lo poco que sabemos de esa persona. Cuanto menos lo conocemos más perfecto puede hacerse ante nuestros ojos porque deja más espacio a nuestra creatividad. Con el tiempo la verdad se impone, los deseos van cayendo y hemos de elegir entre conformarnos o no. Noelia nunca se resignaba, aunque sí confiaba.

Estaba segura de que antes o después aparecería el hombre de su vida, el que le mostraría que verdad y deseo podían ser una sola cosa.