17

Protección o culpa: en Soreni éstos eran los únicos motivos que hacían que costara Dios y ayuda morir, y Maria ignoraba cuál de ambos impedía realmente a Bonaria Urrai irse. Ante la duda, afrontó primero el que podía manejar. Como había hecho la anciana años antes por ella, liberó los anaqueles de las imágenes del Sagrado Corazón y el cordero místico, y se llevó la pila de agua bendita con el altorrelieve de santa Rita. Descolgó todos los cuadros de tema religioso de las paredes, quitó las estampitas de las páginas de los libros y las sacó del fondo de los cajones, desató de las manijas de las puertas hasta la más pequeña cinta verde, retiró de los rincones el menor trozo de cuerno puesto como protección contra los espíritus y, sobre todo, se llevó la palma bendecida de la Semana Santa colgada detrás de la puerta, completamente seca pero no por ello inocua. La anciana no llevaba escapularios u otros objetos que pudieran retenerla excepto la medalla bautismal, que Maria le quitó del cuello con delicadeza mientras la otra la miraba sin protestar. Después de aquella operación de limpieza, aguardaron. Durante las dos semanas siguientes, Bonaria, tan delgada que casi había quedado reducida a la espina dorsal, continuó viviendo suspendida al borde de la muerte, pero sin precipitarse.

A medida que transcurrían los días en la más absoluta impotencia, Maria se convenció de que, de los dos motivos de agonía, el que retenía con vida a la anciana no era la protección. La noche que lo comprendió, se sentó en la silla junto a la cama de la modista y se quedó mirándola en silencio. Al cabo de unos minutos, Bonaria abrió los ojos velados y los clavó en ella.

—¿Qué debo hacer? —susurró Maria.

Pareció que la mujer quería responder, pero de la boca sólo le salió una respiración afanosa. La joven se arrodilló junto al lecho con los codos apoyados sobre la colcha, de la que notó elevarse el olor acre de la anciana, más intenso que nunca.

—Está purgando algo que hizo, tía —dijo al fin, con deliberada lentitud.

Los ojos de Bonaria se cerraron, en una simulación de sueño que la otra no se creyó ni por un momento.

—¿A quién? —inquirió, cogiéndole una mano. Los párpados permanecieron cerrados y la mano que Maria apretaba no hizo un solo movimiento. Le pasó por la mente la idea de que la muerte no podría añadir nada más a aquella ausencia—. No se le permite irse porque tiene deudas, pero sólo las conoce usted. Yo puedo ir casa por casa pidiendo perdón en su nombre, y cuando esto acabe, sabré que he entrado en la correcta.

La anciana reaccionó ante aquellas palabras como ante una amenaza, abriendo desorbitadamente los ojos turbios para fijarlos de nuevo en el rostro de su hija adoptiva. La mano se contrajo en un espasmo de sorprendente vigor y Maria, que no esperaba aquella resistencia, la interpretó como una confirmación.

—Empezaré por los Bastíu —añadió entonces.

Bonaria Urrai emitió un estertor que sonó como un grito. Decidida a comprender, Maria siguió arrodillada a la cabecera.

—¿No quiere?

La anciana apenas movió la cabeza, pero la negación era evidente.

—¿No comprende que es eso lo que le impide marcharse en paz?

Bonaria miró fijamente a Maria sin más señal que la determinación de la mirada, en la que no se apreciaba la sombra de ningún remordimiento. En presencia de aquella voluntad tangible, por un instante sus papeles se invirtieron y Maria se sintió como si fuera ella la que estuviera paralizada. Le soltó la mano con delicadeza, liberando la suya de la presión espasmódica de la vieja.

Durante unos días, la joven hizo como si aquella conversación no hubiera tenido lugar y siguió comportándose con la diligencia de siempre. La lavaba, la alimentaba y le peinaba los pocos y finos cabellos que quedaban sobre su frágil cráneo, hablándole del tiempo y de las escasas novedades del pueblo, como si a Bonaria le hubieran interesado alguna vez. La anciana sufría calambres y otros dolores, especialmente de noche, pero ningún padecimiento parecía destinado a agotarle las fuerzas para siempre. Bonaria Urrai continuaba viva, y ya no había santos.

Cuando llegó el momento, Maria reanudó la conversación después de haberle introducido con cuidado en la boca la última cucharadita de pera reducida a puré. Bonaria, inapetente, había rechazado la mitad, y la joven sabía que al cabo de una hora como máximo vomitaría la otra mitad sobre el babero que le dejaba puesto.

—¿Ha pensado en lo que le dije? —preguntó, poniendo el plato sobre la mesilla de noche.

La anciana no fingió que no comprendía; más aún, su inmovilidad constituía un claro asentimiento.

—Tía… —murmuró Maria, acercándose más a la cama— no soporto verla así. Si pudiera hacer algo…

Con dificultad, Bonaria le cogió la mano y la apretó cuanto sus fuerzas le permitían; aunque no era una presión fuerte, había en ella cierta furia que oprimió a Maria más que una tenaza. La enferma trató de articular alguna palabra y ella se aproximó más, intentando comprenderla. Como una caricia titubeante, le llegó a la mejilla un aliento leve, pero ninguna palabra clara. Intentó leer en sus ojos el significado de aquella respiración, pero en el instante mismo en que se cruzó con ellos se arrepintió de haber querido comprender. Bonaria Urrai la observaba con tanta intensidad que la obligó a desviar la mirada.

—Dígame lo que puedo hacer —murmuró asustada.

Cuando estuvo segura de que no habría respuesta, se alejó de la cama con el plato en la mano y avanzó hacia la cocina con el corazón golpeándole el pecho como un martillo sobre hierro caliente.

Esa misma noche fue a casa de los Bastíu en busca de Andría. Se habían visto algunas veces desde su regreso, pero siempre con la circunspección de los escarmentados, incapaces de renovar la confianza que los convirtió en cómplices de los inconfesables delitos con que saben ensuciarse los niños antes de que se les haga creer que son inocentes. A pesar de que Giannina iba en ocasiones a ayudarla, Maria no había puesto los pies en el hogar de los Bastíu desde el día de la muerte de Nicola.

Andría, que no pareció sorprendido por la visita, la recibió con cierta frialdad mal disimulada. Era mucho más alto de como lo recordaba, con una perilla que le confería un aire corsario totalmente incongruente con sus ojos bondadosos, idénticos al recuerdo que de ellos conservaba Maria. Fue ese pensamiento lo que le dio fuerzas para explicar lo que la había llevado allí. Cuando hubo terminado, Andría se levantó bruscamente de la silla metiéndose las manos en los vaqueros.

—¿Te lo ha pedido ella?

—Pero si no habla…

—Ésa no es una respuesta. ¿Te ha hecho comprender de alguna manera que quiere que lo hagas?

Maria vaciló antes de responder, pero no tenía intención de mentir.

—No, al contrario. —Y añadió—: Pero estoy segura de que el motivo por el que no deja de sufrir es ése.

El joven meneó la cabeza enérgicamente y la miró, serio, en absoluto dispuesto a mostrarse colaborador.

—No tiene sentido, y tú te comportas como una vieja supersticiosa. Si no la palma es porque no le ha llegado la hora.

Ante esas crudas palabras, Maria reaccionó con impaciencia y se levantó también. Allí en la habitación, parecían dos perros encerrados buscando la ocasión de morderse. Pero la débil era ella, y lo sabía.

—Quizá si te viese, si hablaras con ella… ¡Ven a verla!

En la voz de la muchacha había un deje de desesperación que él captó, aunque sin dar muestras de compadecerse. Cuando replicó, entre sus palabras emergió algo feroz que hizo comprender a Maria el alcance de la mentira acerca de que el tiempo todo lo cura.

—Te ha sentado mal el continente, querida Mariedda. Te has vuelto arrogante con los pecados de los demás. ¿Nunca te ha asaltado la duda de que quizá no haya nada que perdonar?

Maria le devolvió la mirada, desconcertada y herida, abriendo la boca para decir algo, pero enseguida la cerró sin pronunciar palabra.

—Porque, perdona que te lo diga, te veo tan segura de ti misma… Pero quizá te equivocas y en el cielo no se juzga como juzgas tú —la presionó entonces Andría.

—Supuse que lo entenderías… ¡Era tu hermano!

—Desde luego que lo era. Y quería morir.

Se miraron: Maria con expresión de incredulidad; Andría, tenso y con dureza.

—Tú también has cambiado. Aquel día no dijiste eso.

—Todo el mundo crece, Maria. ¿O qué creías, que serías siempre tú la lista?

El cómplice de sus juegos infantiles ya no existía: frente a ella tenía a un desconocido con más de una venganza que servir fría. Maria se sintió abatida, pero sobre todo estúpida.

—Ha sido un error venir. No sé ni por qué lo he hecho, perdona… —Y se marchó sin añadir nada.

Él ni siquiera la acompañó a la puerta, sino que se quedó sentado en el rígido sofá del salón donde la había recibido, la habitación para los extraños, para las visitas molestas y para los velatorios, si los había, escogida adrede para la ocasión.

Cuando Bonaria oyó que la puerta de casa se abría, la idea de que Maria pudiese llegar acompañada hizo correr por sus venas la escasa adrenalina que su cuerpo todavía podía producir. Pero la puerta se cerró y entró únicamente la chica, con la mirada abatida. Aquella noche Maria se preparó la cena y la tomó sola delante de la chimenea; después fue al dormitorio de Bonaria para controlar la bolsa del suero. Cuando se la cambió en la penumbra, la anciana no dio muestras de percatarse. Luego fue a su cuarto y lloró con toda la rabia y el dolor acumulados. Lloró tanto que al final no sabía si estaba llorando por las cosas agonizantes o por las ya desaparecidas.

Una semana después, Bonaria Urrai cayó en coma. Cuando el doctor Mastinu dictaminó que ya no faltaba mucho, Maria no tuvo presencia de ánimo para recordarle que seis meses antes había dicho lo mismo. Don Frantziscu preguntó si debía ir a administrar la extremaunción, y por cómo la joven contestó que se lo haría saber en el momento oportuno, el cura comprendió que dicho momento nunca llegaría, aunque tuvo la decencia de ocultar su alivio.

La convivencia de Maria con el cuerpo vivo de Bonaria era un lamento de una sola nota, cuyo sonido nadie salvo ella parecía capaz de oír. Continuó haciendo lo que había hecho hasta entonces, interpretando la espera con el método visionario de quien construye las casas antes de que existan las calles que llevarán a ellas. Pese a los pronósticos del médico, tres meses después la anciana continuaba prisionera de sí misma, como suspendida de un hilo de acero lo bastante fino para no verse, pero lo bastante resistente para no romperse. Y su hija adoptiva lo estaba con ella.

Fue al final de una jornada transcurrida bordando sábanas para una boda y dispensando resentimientos solícitos en torno al cuerpo inerte de la anciana cuando algo en Maria se tambaleó. Aquella idea absurda la asaltó mientras cambiaba las fundas de los cojines del sofá por otras recién lavadas. Fue la blandura misma del almohadón lo que la tentó, nada extraordinaria, pero para aquel hilo de aliento quizá fuera más que suficiente. Fue una imagen fugaz, pero tan intensa que la joven, con la respiración entrecortada por su propio atrevimiento, tuvo que sentarse. Dejó caer el cojín al suelo y lo miró como si se tratase de una serpiente venenosa. Desde aquel momento se movió con circunspección alrededor de la cama, observando cautelosa todos sus gestos, temerosa de sí misma. La idea volvió, y siempre de forma repentina, unas veces mientras dormía, otras, en cambio, de día, con los quehaceres cotidianos, gestos inocentes que ocultaban posibilidades feroces que jamás había imaginado. Empezó a temer quedarse sola de noche en la habitación de Bonaria. En las semanas siguientes, la idea de actuar para poner fin al cautiverio de ambas fue volviéndose poco a poco menos hostil, y cada vez que ese pensamiento se asomaba a su mente parecía perder un poco los contornos del sacrilegio para adoptar los más difuminados de la posibilidad.

En las noches pasadas hablando con Piergiorgio en casa de los Gentili, Maria había comprendido que muchas cosas que suceden no son sino una parodia de las cosas pensadas, y por eso desde que Bonaria Urrai había entrado en coma sabía que la había matado decenas de veces sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera el doctor, pese a que acudía con regularidad a verificar el estado de aquella descomposición sin muerte. De hecho, una mañana de junio Maria fue a abrir la puerta creyendo que se trataba del médico, pero se encontró ante la figura alta y robusta de Andría Bastíu.

—Hola —la saludó, plantado en la entrada.

—Hola… —respondió ella, demasiado sorprendida para acordarse de tratarlo con hostilidad.

—¿Puedo entrar?

La pregunta le recordó los buenos modales.

—Claro, claro, perdona. Pasa, es que…

—No me esperabas —concluyó él con calma.

Maria lo condujo a la cocina y Andría se dirigió al sitio que a lo largo de los años le había correspondido, junto a la chimenea donde Mosè, sin prohibiciones ahora, dormía plácidamente. Se detuvo al lado del perro, pero se quedó de pie.

—Ponte cómodo —pidió ella, indicándole la silla—, voy a preparar café.

—Olvídate del café, no he venido para eso.

—Entonces, ¿a qué has venido? —preguntó Maria mirándolo.

El hijo de los Bastíu se movió imperceptiblemente en la silla antes de señalar con la cabeza en dirección al pasillo y decir:

—Para verla.

Maria tuvo ganas de sonreír, e hizo una especie de mueca amarga que le crispó el rostro fugazmente.

—Ahora quieres verla…

—Permítemelo, por favor…

La rabia de Andría hacia ella parecía haberse desvanecido, como si se la hubiera vertido toda encima aquella noche antes de Navidad, cuando había sido ella quien le había pedido que fuera. Con un suspiro de agotamiento, Maria asintió, y él la siguió lentamente por el pasillo acomodando los pasos a los suyos. La habitación estaba en penumbra, aunque a Bonaria ya no le afectaban ni la luz ni la oscuridad. El cuerpo, reducido a sus funciones elementales, era tan diminuto que la cama parecía presta a engullirlo entre las mantas. El joven se detuvo un instante en el umbral, miró a Maria en busca de una señal y luego se acercó a la cabecera de la anciana. La chica no hizo nada para impedírselo, ni siquiera cuando lo vio agacharse sobre el cadáver viviente, pues Andría no se sentó junto a la cama, sino que se arrodilló sobre la alfombra para acercarse más, como si quisiera verla mejor. Maria sintió el impulso de salir y dejarlo solo, pero él se dio cuenta.

—Quédate —pidió, y a ninguno de los dos le pareció extraño que fuera él quien diera permiso.

Ella no replicó y permaneció junto a la puerta mientras Andría, en silencio, miraba el rostro demacrado de la acabadora de Soreni. Lo vio inclinarse hasta apoyar la cabeza sobre la manta, pero sin abandonarse, como si temiera aplastar el cuerpo frágil que estaba debajo, en un gesto de ternura que reveló a Maria la parte de él que creía perdida. Estuvieron así durante un tiempo necesario e impreciso, ella de pie mirando, él de rodillas respirando. Finalmente Andría se levantó y rozó apenas la mano inerte de la anciana en coma. Maria abrió la puerta y ambos se dirigieron sin cruzar palabra hacia la salida.

—Gracias —dijo él.

—De nada… —se sorprendió respondiendo Maria, desarmada por el tono afable empleado por él—. Si quieres venir más veces…

—No, no hace falta, sólo quería verla. Pero si tú necesitas salir, tomar el aire… —Se interrumpió, con un embarazo del que no sabía cómo deshacerse—. En fin, ya sabes dónde estoy.

Ella le sonrió, y cuando volvió a entrar en casa sentía el corazón más ligero. Por una misteriosa asociación de ideas al respecto de la visita de Andría, el pensamiento que desde hacía semanas la consumía como un gusano había cruzado el umbral de lo posible para convertirse en decisión clara. Al entrar en la habitación encontró el cojín esperando sobre el sillón, al lado de la cama, y lo cogió; luego se acercó con la certeza de que esa vez ningún sentimiento de culpa la detendría. Quizá fue el gesto de ternura que le vio esbozar a Andría lo que la llevó a inclinar la cabeza hacia el rostro de Bonaria antes de actuar, y a rozarle con los labios la mejilla con una levedad que no había experimentado desde su vuelta a casa.

Hay cosas que se saben y punto, y las pruebas sólo sirven para confirmarlas; con la sombra nítida de una intuición, Maria Listru supo con certeza que su madre Bonaria Urrai estaba muerta.

Todo el pueblo asistió al velatorio de la acabadora de Soreni; ni siquiera los mutilados de guerra dejaron de ir al funeral. Anna Teresa Listru no cesó de hacer ostentación de un dolor que no sentía ni por asomo, con las esperanzas puestas en la herencia que pasaba a manos de Maria, esa hija que ahora había pasado de ser su más tremendo error a convertirse en la mejor de sus inversiones. Los Bastíu, sin excluir a ninguno, lloraron en cambio a la difunta con verdadera pena, y el padre Pisu buscó esforzadamente en los más profundos recovecos de su pobre retórica las palabras adecuadas para no decir que aquella mujer, a su entender, no debía ser enterrada en el camposanto.

Como le había enseñado Bonaria, Maria Listru Urrai llevó el luto con discreción. Cuando se hubo celebrado la misa del séptimo día y todo se hubo hecho conforme a la tradición, acompañada de Mosè, fue a llamar a Andría. Caminaron sin cruzar palabra hasta el viñedo de Pran’e boe, hasta el linde de piedra donde habían encontrado el maleficio que debía fijar para siempre el límite desplazado. Las piedras del murete, efectivamente, no habían vuelto a moverse, pero no podía considerarse que nada hubiera quedado en su sitio. Andría se sentó en el muro; Maria, en cambio, lo hizo en el suelo con el perro junto a ella, apoyó la espalda contra el murete mirando hacia las vides y entornó los ojos al sol.

Según de dónde soplara el viento, el olor de los rastrojos cortados les llegaba con mayor o menor intensidad, y en lo alto del cielo se oía a los pájaros que veían el mar al otro lado de las colinas. Maria notaba los salientes desiguales de las piedras contra la espalda y Andría los sentía en el trasero, pero ninguno parecía tener prisa por encontrar una postura más cómoda. Luego ella se puso en pie con un gesto ágil y, avanzando unos pasos, expuso la cara a la brisa marina que acariciaba las viñas más bajas. Aspiró y retuvo en los pulmones aquel viento, que hacía ondear su falda oscura en una danza incierta. Andría la miró en silencio antes de preguntar a media voz:

—¿Qué harás ahora?

—Lo que sé hacer: trabajar de modista.

—Me refiero a si vas a quedarte aquí…

—¿Me he ido alguna vez, Andrí? —inquirió ella, volviéndose para mirarlo.

En su delicado perfil él reconoció algo consumado que le era familiar, y sonrió. Igual que habían llegado juntos, también juntos volvieron a casa, sin preocuparse en absoluto por dar pábulo por enésima vez a los rumores de Soreni.